Capítulo 5
La función empieza a las nueve, Eugenia... Aparté la palangana llena de agua jabonosa y las esponjas húmedas para sentarme delante del tocador: —Ya voy, mamá, me estoy echando polvos. —Hija, no me gusta que te pintarrajees tanto. —Mamá se acercó por detrás de mí, se agachó y sentí su calor corporal y su aliento penetrante, que olía como siempre a ostras, tabaco inglés y anís. Me arrebató la pata de liebre que me servía para empolvarme—. Bueno, a ver, trae para acá, ¿me lo doy en el escote también?
Me levanté y yo misma le fui propinando golpecitos suaves en los hombros desnudos, que mi madre continuaba descubriendo de forma voluptuosa y descarada. Nuestra servidumbre se había reducido a una Pepita cuyo único signo de afrancesamiento era su amor por el ajenjo, a miss Flowers, dedicada en cuerpo y alma a no hacer nada, y a un criado de pinta truhanesca cogido por horas al que debíamos tanto dinero que no quería abandonarnos, pero que se negaba a realizar tarea alguna.
Ninguno de ellos podía auxiliarnos en nuestro emperifollamiento. Mojé la punta de un carboncillo con la lengua y le hice una raya vertical en medio del escote, que difuminé para dar mayor realce a sus senos. Mamá se dejaba hacer con la paciencia de Juana de Arco achicharrándose en la hoguera, con los ojos en blanco, pero aún me preguntó:
—¿No me pintas las cejas como las llevas tú?
—Claro que sí, mamá, las que tenemos las cejas rubias debemos ennegrecerlas, porque, si no, parecemos mascarillas mortuorias.
Nos estremecimos y nos persignamos, mamá incluso sacudió la pata de liebre y Pepita escupió por encima del hombro, mascullando ambas:
—Vade retro, Satanás.
Y otras jaculatorias por el estilo, hasta que les grité:
—¡Basta!
Las dos se callaron dando un respingo y pude empuñar el carboncillo dibujando una media luna perfecta encima de los ojos de mi madre y con la punta de la uña cogí una gota de abéñula azul y froté su párpado inferior. Luego, sin necesidad de que me dijera nada, metí un pincelito de tres pelos en una mezcla de carmín y aceite y le pinté cuidadosamente los labios que avanzaba en un mohín enfurruñado. Le obligué a sacar la lengua y le di un toque apenas en el centro con el dedo, le extendí el rojo por las mejillas y en los lóbulos de las orejas e hice que mirase en el espejo a la mujer incitante y aún jugosa que se ofrecía llena de promesas. Ella buscó mis ojos a través del cristal manchado de humedad verdosa para preguntarme ansiosamente:
—¿Soy guapa todavía, hijita?
—Guapa, no, mamá, ¡guapísima!
Las dos nos reímos a carcajadas y apuramos nuestras copas de champagne que reposaban en el tocador mezcladas con los frascos de almizcle para perfumarnos, los tarros de crema blanca con que nos tapábamos las pecas, peinetas sin púas, horquillas del pelo, papeles manchados de rojo, colillas de cigarros, cascaras de ostras, joyas e invitaciones a fiestas, entradas de teatro, cartitas amorosas y las notas del administrador explicándonos el estado ruinoso de nuestras cuentas. El agobiante perfume de las esencias, el techo bajo y la atmósfera mal ventilada empañaba las ventanas y ponía una leve capa de polvo sobre todos los objetos; se veían las camas sin hacer todavía, pues nos levantábamos tarde para acortar las horas tediosas que nos separaban de la noche.
En el rincón se distinguía el exiguo costillar de un baúl, abigarrado de etiquetas de hoteles.
Una última mirada al espejo. Me había puesto un vestido color azafrán fuerte con tres volantes y ramitos de flores de pitiminí que me había hecho Palmyre, que era vecina nuestra, y que todavía no habíamos pagado porque estábamos archiarruinadas como siempre, y en el pelo nardos, pero mamá me los quitó porque decía que cuando se mustiaban olían a seres humanos.
—Ponte las violetas.
Las cogí del vaso en el que estaban desde la mañana en que me las había traído Paquito, que había venido a despedirse porque empezaba a trabajar como ingeniero con el marqués de Salamanca construyendo un barrio en el oeste de Madrid. Las sequé con una hoja de Le Figaro y me las metí en el vértice del escote, con un alfiler me arreglé un descosido en el último volante del bajo, y después, sacudiéndome como la serpiente que se libera de su piel muerta, dando patadas a las enaguas, medias de seda rotas y los corpiños que yacían tirados por el suelo con las serpentinas de sus cintas sucias de pisadas, metí las manos en el manguito de piel de mapache mientras Pepita me envolvía el cuello con mi chal de seda color geranio.
Mamá me esperaba ya con la capa puesta. Pepita nos acompañó hasta el portal con un candil, afortunadamente, nuestros acreedores, el carbonero, el sombrerero, el corredor de apuestas, porque mamá se había aficionado a las carreras de caballos, y el panadero se habían ido a la taberna con nuestro criado, donde, según nos habían contado, tenían grandes peleas por ver quién merecía ser pagado primero, si los que tenían deudas pequeñas, porque por lógica cobrarían antes, o los grandes acreedores, porque el daño que se les causaba era mayor.
¡Pobres mentecatos! Si hacíamos caso a nuestro angustiado administrador, al final serían ellos los que tendrían que socorrernos, porque nuestros gastos inagotables habían mermado nuestra fortuna con zarpazos de fiera, se vendían fincas, prados, granjas, incluso un salto de agua, una cantera de yeso y varios molinos en La Mancha. Don Lucas de Gracia, que había cogido cierta confianza con nosotras, nos comentaba con desconsuelo que le recordábamos a una nube de langosta cuyo vuelo arrasa toda una provincia.
Nuestra vida era como mi falda, que se aguantaba milagrosamente con alfileres, pero nadie diría, al vernos salir de casa tan lujosamente ataviadas, que quizás al día siguiente no tendríamos el parné que Pepita nos solicitaba frotando el pulgar con el índice para ir a comprar comida a Les Halles y tal vez deberíamos contentarnos con pan con salchicha y vino peleón, porque las fuentes de agua estaban precintadas debido al cólera que se abatía sobre las clases menesterosas.
Una figura minúscula salió de entre las sombras para abrazarnos. Mamá dio un gritito de complacencia:
—Hola, Henry, hijo mío, cada día te veo más alto.
El hermano de mi cuñado, el duque de Alba, el conde de Galve, rio, porque era tan bajo como James, y nos acompañó galantemente hasta su coche «a la grand Daumond», y bajó él mismo la escalerilla portátil mientras los postillones, con las libreas blancas y rojas de la Casa de Alba, nos saludaban látigo en alto. El aire arrastraba una suavidad sorprendente, como si en vez de ir hacia el invierno estuviéramos en primavera:
—Y vosotras cada día estáis más guapas y tú más joven, Manuela, ¡cuánto tiempo hacía que no nos veíamos!
Mi madre subió ágilmente y tomó asiento en el sofá de terciopelo verde que llevaba bordadas las iniciales de Alba y Montijo entrelazadas y contó:
—Dos, tres, cinco meses, ¡un año! ¡Ya hace un año, Henry! ¡Desde que estuviste aquí con Paca y James!
—Es verdad, pero ahora nos veremos más a menudo, porque ya sabéis que me han nombrado agregado a la legación de España. Pepe Alcañices está ahí al lado, en el hotel del Rin, con Mariano Osuna. Se reunirán con nosotros en el teatro.
Yo comenté:
—En el hotel del Rin se alojaba el emperador mientras fue diputado de la Asamblea.
Henry silbó con admiración:
—Menuda jugada maestra la de Napoleón, ¡y pensar que le llamábamos El Pequeño! Da un golpe de Estado para proclamarse presidente de la República, y luego convoca elecciones para que lo elijan emperador.
Mamá dijo con tono burlón:
—Sí, y ahora tenemos un Napoleón III. —Mientras se quitaba los guantes para coger un cigarro, iba comentando—: Encuentro ridículo que el II se lo hayan adjudicado al rey de Roma, por muy hijo de Napoleón Bonaparte que fuera, ¡nunca ha llegado a reinar!
Henry le encendió el cigarro con galantería mientras añadía displicentemente:
—Bueno, en realidad el único que se llamaba Napoleón era el Grande. El de ahora se llama Luis, y el rey de Roma, Franz.
—Pobre rey de Roma, ¡pobre Aguilucho! —Mamá se estremeció—. ¡Muerto de tuberculosis a los veintidós años!
De repente dije ante las miradas atónitas de mi madre y mi cuñado:
—Si algún día tengo un barco, le pondré Aguilucho.
El coche se puso en marcha camino de la Gran Ópera perturbando el silencio de la plaza Vendôme, donde teníamos nuestro modesto apartamento, del que mamá decía con resignación:
—¡Es tan pequeño que los invitados sólo caben de pie, como en los cementerios etruscos!
Henry, tan elegante en su traje negro y con su barbita rubia que lo asemejaba a Felipe II, nos empezó a explicar nuevas de Paca, que nosotras ya sabíamos porque mi hermana era una pelmaza que nos escribía casi a diario, pero fingíamos escuchar con asombro para no quitarle la ilusión de que nos sorprendía:
—Los chicos están bien, el mayor, Carlos, el duquesito de Huesear, tiene cuatro años y es el capitán de su hermana Luisita, una vanidosuela que sólo contesta si la llaman condesa de Montoro... a mí me parece que Paca vuelve a estar en estado, aunque sigue con su tos, dice que únicamente el tabaco la alivia... mi madre está cansada, la reina hace funciones a diario, y bailes, y ella, como es su dama de cojín, tiene que asistir todas las noches, dice que si sigue habiendo tanto jaleo en la Corte se retirará a la finca de Palermo. —Henry señaló la parte trasera del coche—. Ahí os traigo unas cajas que os envía Paca con mantillas para que cumpláis con vuestros compromisos y los abanicos que le pedisteis, no hace falta que le paguéis, porque os los regala como agradecimiento por la última doncella que le habéis encontrado, al parecer esta vez le ha salido muy bien... también os traigo una notas con encargos suyos, unas muestras de tela para unos trajes que tienen que hacerle en Palmyre...
Mientras Henry daba cuenta minuciosa y femenil de estos detalles domésticos tan aburridos, yo miraba por la ventana un París que ahora amaba con la sosegada dulzura de las pasiones indestructibles. Iba distraída con la lluvia fina y pegajosa que se adhería al pavimento con negritud de chistera porque lo que hacía la venerable cafre de la madre de Henry me importaba como una mierda en el zapato y lo que hacía mi hermana todavía menos, bastante tenía con leer sus cartas llenas de reproches velados y de comentarios jocosos del tipo de «querida hermanita, te estás convirtiendo en una solterona marisabidilla, ¿sabes cómo te llamamos James y yo? Doña Próspera» y mucho «ay, tú no sabes el trabajo que dan tantos palacios y tanto servicio y tanto dinero que administrar, menos mal que James es un ángel y está tan contento por lo listos y guapos que son nuestros hijos que me lleva en palmitas, te dejo, querida hermanita, porque acaba de llegar Mellerio con un collar» que había pertenecido al archipámpano de Rusia y que se ha empeñado en que sólo ella puede lucirlo por la pureza de su cutis, ideal para llevar rubíes gordos como huevos de paloma, qué suerte tenía yo de no aguantar estas pejigueras y poder ir por el mundo tan libre y tan hecha polvo como los vagabundos harapientos que se contentan con un trago de vino para echarse al gaznate y sólo piden que no les quiten el sol.
Y ahí yo, claro, explicándole a mi hermanita que el último mes había rechazado a dos duques, un heredero real y varios millonarios americanos, porque para mí el matrimonio era sinónimo de esclavitud, como predicaba mi maestro Fourier, y también mucho queridita mía, estos maridos complacientes son los peores y a la que te descuidas llevas unos cuernos como los rebecos que avistábamos cuando cruzábamos los Pirineos camino de Francia y la mujer es la última en enterarse y «¡cuídate mucho la tos que a lo mejor el Señor es el último hijo que te envía y tu felicidad tiene las horas contadas! ¡No sería la primera vez que una mujer se muere en la flor de la vida y simplemente de parto!».
Y que yo los rubíes se los regalaba a Pepita, porque a mí lo que me rechiflaban eran las esmeraldas.
¡Anda ya, mala pécora, que a diabla y a fastidiar no me gana nadie!
Como siempre que iba a una velada nocturna, me estremecía de emoción al ver la calle charolada por la lluvia y sentir el traqueteo del carruaje en el empedrado pensando que cualquier cosa podía ocurrir esta noche, ¡siempre tenía la premonición de cosas extraordinarias que habían de pasarme! ¡Por fuerza iban a pasarme!
—Eugenia, límpiate los dientes, te los has manchado de rojo.
—Gracias, mamá.
Todo podía ocurrirme.
Aquí y allá las farolas dibujaban la silueta de un embozado misterioso cuya sombra monstruosa se proyectaba en las paredes como el jorobado de Nôtre Dame.
De pronto el paso de los caballos se volvió más lento.
Una pequeña multitud se arremolinaba delante del teatro, la guirnalda de las luces de gas que resplandecían en la cornisa dejaba la acera tan alumbrada como si fuera pleno día, los carteles se leían desde lejos y en la oscuridad del boulevard se apretujaban los curiosos y los hombres que fumaban su último cigarro, las pecheras de sus fraques brillando con lustrosa fosforescencia. Cuando paró nuestro coche, hubo expectación, y el gacetillero de Le Fígaro, Fauchery, se apresuró a tomar notas. Mamá bajó primero con ademán de reina y le tendió su mano, que el periodista se apresuró a besar dirigiendo un guiño cómplice al gentío que lo espiaba todo y que rugió encantado. Después iba yo; estuve tanteando el suelo porque el coche de Henry era demasiado alto y por fin descendí, un murmullo recorrió la multitud y vi cómo cogían a Fauchery por la chaqueta y le preguntaban:
—¿Son cómicas?
Fauchery respondió:
—No, son dos señoras españolas, las de Montijo.
Y una mujerona horrorizada se extrañó:
—¡Pero llevan afeites como las artistas de teatro!
A lo que Fauchery, que se las daba de chistoso sin serlo en absoluto, respondió:
—¡Es que ellas son también bastante artistas!
Una carcajada surgió entre el populacho, pero nosotras fingimos no oírlo y entramos en el teatro. Henry había cogido un palco principal y cuando ascendía por la escalera de mármol sentía las miradas codiciosas y burlonas de los parisienses que se arremolinaban en el vestíbulo clavadas en mi espalda, lo que me producía un delicioso escalofrío.
Mamá me decía, como siempre:
—¡Ponte derecha, Eugenia!
Me senté y apoyé las manos en la barandilla de terciopelo. El teatro resplandecía, el color granate de las butacas contrastaba con los brazos dorados y la alfombra azulada. Los músicos afinaban sus instrumentos en el proscenio.
Cuando todo el mundo estuvo sentado y la función a punto de comenzar, de pronto hubo un tumulto, entraron soldados de la guardia real que se colocaron desordenadamente a ambos lados de la platea y de repente se abrió el palco presidencial, normalmente cerrado. Se oyó un murmullo:
—El emperador, llega el emperador.
Todos nos pusimos en pie, y sonaron las desafinadas y ridículas notas del antiguo himno real de María Antonieta, el Gran Dios Salve al Rey, que casi nadie conocía, porque el emperador no tenía música propia y se negaba a utilizar La Marsellesa, que tanto gustaba a su tío, porque decía que ese verso, ese maldito verso: «A las armas, ciudadanos», incitaba a la rebelión, ¡él, que se había rebelado contra Luis Felipe y más tarde contra la Asamblea de diputados hasta conseguir ser nombrado emperador! ¡Él, que había basado su triunfo en el ansia de revolución que anida en el corazón más secreto de todos los franceses! El mismo que frente al tribunal que le juzgaba por alzarse contra la monarquía de Luis Felipe, y que le preguntaba:
—¡Rebelde! ¿Quién es tu cómplice?
Había contestado con altivez:
—¡Toda Francia!
Mamá y yo enfocamos nuestros gemelos hacia el palco real. Primero vimos que apartaban la cortina un grupo de señoras que se quedaron indecisas, de pie, hasta que salió el emperador. Dirigió una vaga mirada alrededor suyo, hizo un perezoso gesto de saludo y se sentó. A su lado se colocó la más joven de las mujeres. Alta, con el pelo recogido con unos rizos cayéndole sobre la frente tal como lo llevaba la emperatriz Josefina, iba con un vestido algo arrugado y exhibía los brazos musculosos de un descargador de muelle. Se parecía al emperador, lo que en mujer quedaba feo, pero tenía ese tipo de rostro que una vez visto ya no se olvida jamás. Y en sus ojos oscuros y apasionados hablaban sus antepasados corsos dedicados únicamente al amor y a la guerra.
Nuestros vecinos de palco susurraban:
—Es su prima Matilde... su madre era una Württemberg, pero ella sólo está orgullosa de ser una Bonaparte, porque su padre, Jerónimo, era también hermano del emperador... Se casó con un pariente del zar, el príncipe Anatoli Demidoff, el de las fábricas de armamentos, que le pegaba y la obligaba a acostarse con sus amigos. El matrimonio fue anulado por el tribunal de San Petersburgo, pero a Matilde le quedó una renta de doscientos mil francos al año. Dicen que además de ser la amante del conde Nieuwerkerke, lo es de su primo desde que tenían catorce años, y el emperador se lo consulta todo porque tiene una inteligencia superior...
Otra voz preguntaba:
—Pero ¿no era miss Howard su amante oficial?
—Sí, claro, es ésa que está ahí abajo. El emperador le está agradecido, pero ya no la ama.
Miré con curiosidad hacia la platea.
Una mujer no muy joven, pero terriblemente bien vestida, erguía su cabeza fingiendo que no se daba cuenta de que todas las miradas convergían en ella. Estaba sentada sola y tableteaba con sus dedos enguantados sobre el brazo de su butaca. Llevaba su célebre collar de brillantes, que había tenido un metro de longitud y que ahora era apenas una gargantilla «collar de perro». Había ido vendiendo las piedras para pagar la carrera hasta el poder de su amante, que como agradecimiento le había puesto una casita muy bien amueblada en la calle del Cirque donde el emperador dormía a escondidas todas las noches, el secreto peor guardado del Segundo Imperio. Era del dominio público también que miss Harriet Howard se había hecho cargo de los dos hijos que el emperador había tenido con la bella Sabotier en el fuerte de Ham, y este rasgo tan hermoso había aumentado el agradecimiento de su amante en la misma medida en que había disminuido su atracción por ella.
El emperador se arrellanó en su butaca, iba vestido con desaliño, y con aire aburrido vio cómo bajaba la lámpara de cristales amarillos y rosas, se abrían las ricas cortinas color púrpura sobre un decorado de papel pintado que fingía un salón elegante y daba comienzo La Traviata.
Todos sabíamos que no le gustaba la música. Como a su tío. En los cuatro años que llevaba en el trono rara era la vez en que se quedaba en una función hasta el final. En ocasiones desaparecía, dicen que se iba al antepalco a tener una rápida relación con alguna mujer, y luego regresaba renqueante y con la expresión ausente que le era habitual; a veces se advertía en él esa especie de sonrisa interior que sólo tienen los tímidos y los solitarios.
Mientras se alzaba desde el escenario la voz cristalina de Fanny Salvini, que hacía el papel de la elegante prostituta Violeta, yo recordaba el asombro que me causó en mi primer viaje a París observar cómo las putas se mezclaban con las señoras e incluso se confundían con ellas porque nada en su aspecto las delataba.
Y también recordaba la insolente seguridad de aquella Eugenia adolescente que pronosticaba que el sobrino de Napoleón iba a seguir la trayectoria de su tío. Cada paso que daba, de diputado a presidente y de presidente a emperador, todo sancionado por las urnas y la amenaza soterrada del golpe de Estado, me llenaba de satisfacción porque confirmaba mi vaticinio. No podía evitar restregárselo por los morros a don Próspero, que intentaba justificarse diciendo que no había previsto el efecto de talismán que el apellido Bonaparte ejercía sobre los ignorantes campesinos franceses, mayoritarios en las urnas.
—¡Don Próspero, que su Montijuela ha dejado de ser borrica! ¡Como lo cuente en la Academia le quitan a usted el sillón para dárselo a Pepita, que hasta ella tiene más pesquis que usted!
Y el pobre don Próspero se lamentaba porque sus penas amorosas le habían chupado el cerebro:
—¡Tienen un efecto secante peor incluso que el del garbanzo!
Yo había coincidido con el emperador en el teatro y había figurado a caballo en su cortejo como integrante de la legación española, pero él no había reparado en mí, siempre acaparado por su prima la princesa Matilde, que había estado a punto de casarse con él cuando eran jóvenes, sujetado por los lazos del agradecimiento que le unían a miss Howard, tan poderosos como el amor pero mucho menos placenteros, y las numerosas amantes ocasionales que buscaba en esa Corte de pacotilla que se había ido formando alrededor suyo.
Los aristócratas legitimistas, partidarios de los Borbones, estaban en el exilio, los orleanistas le hacían el vacío y comentaban con desprecio que el emperador era en realidad un aventurero rodeado de aventureros, y a su lado sólo permanecían sus compañeros de conspiración a los que había terminado ennobleciendo. A Víctor Fialin, que participó en el complot de Estrasburgo y que sufrió largos años de cárcel por su causa, lo había hecho conde de Persigny, además de ministro del Interior, y le había regalado 500.000 francos, mientras que al tercer conjurado, el coronel Vaudray lo había convertido en su ayudante de campo y le había concedido el título de barón. Al anciano general Montholon, que recogió el último suspiro de Napoleón en Santa Elena y que luego reconoció al sobrino como su sucesor natural besándole la mano delante de los 745 diputados de la Asamblea sobrecogidos por ese momento histórico, lo había hecho marqués, al doctor Conneau, que lo había ayudado a evadirse del fuerte de Ham, lo nombró médico real con un salario fabuloso y le había concedido la Legión de Honor, a su medio hermano, Morny, al que llamaba conde a pesar de ser hijo adulterino y un jugador enviciado, y que era lo contrario a él, ingenioso, jovial y elegante, lo llevaba siempre a su lado. Al coronel Ney, hijo del célebre mariscal, el único aristócrata que lo apoyó con entusiasmo, le dio el título de príncipe de Moskowa y consiguió que su única hija se casara con Persigny Su primo, Félix Bachiochi, al que llamaban «el feo» por razones que no hace falta explicar, era conde y su primer chambelán. ¡Hasta a miss Howard la había hecho condesa de Beauregard!
Pero era público y notorio que Su Majestad imperial se aburría. La princesa Matilde intentaba crear una camarilla alegre e intelectual alrededor suyo, pero todo tenía el aire siniestro y advenedizo de las sociedades de aluvión: las señoras eran demasiado fáciles y los hombres escondían bajo sus modales amables una brutalidad peculiar adquirida en la lucha despiadada por el poder y en el trato con mujeres de moral disoluta.
En el entreacto salimos al ambigú. Todo París estaba allí, el París de las letras, de las finanzas y del placer, en ese revoltillo social en el que se había convertido este imperio sin raíces del que todos se burlaban pero del que todos intentaban aprovecharse. Muchos periodistas, escritores, hombres de la Bolsa y, junto a aristócratas de nuevo cuño, algunos condes del antiguo régimen paseando sus nobles cabezas que se habían salvado de la guillotina de milagro, todavía peinadas a la forma antigua, con peluca empolvada. Los jóvenes elegantes, muchos de ellos amigos míos, exhibían sus chalecos de fantasía y sus corbatas rojas y verdes, los abonados se saludaban de lejos y las mujeres se recogían las amplias faldas para poder deambular y se contemplaban de arriba abajo con crueldad para después entregarse al chismorreo más sanguinario.
A través de la puerta entreabierta de un reservado, el autor de La Traviata, Verdi, hablaba gravemente con Alejandro Dumas, en cuya novela La dama de las camelias se había basado para escribir el libreto de la ópera que se estrenaba esa noche. Dumas, mi viejo conocido de Madrid, se acercó hasta la puerta y, como el éxito le había quitado su inseguridad de hijo ilegítimo, me saludó alegremente:
—¡Eugenia! —Y después se giró hacia Verdi—: Es la condesa española más guapa de París.
Yo me reí y le contesté:
—La más guapa y la más fea, porque soy la única condesa española de París.
Con mamá al lado, que no podía dejar de enviar miradas incendiarias a cuanto hombre se nos cruzaba, me acerqué hasta el mostrador en medio del murmullo habitual que acompañaba todos nuestros desplazamientos:
—¡Son las de Montijo!
El olor a gas, el humo del tabaco y el aliento de cientos de personas hacían el aire irrespirable y yo tenía una sed de camello. Mamá me dio un codazo para que me fijara en Dedé, una cantante de vodevil que actuaba en el Varietés en una obra que se llamaba La Venus rubia, muy alta y muy desarrollada para sus dieciocho años, con una sonrisa permanente en su boquita roja que iluminaba sus grandes ojos azul claro y llenaba de hoyuelos sus mejillas. Del brazo de una señora mayor, cruzó el ambigú caminando con un contoneo tal que se veía perfectamente cómo le temblaban las nalgas debajo de la seda irisada de su falda y sin saludar a ninguno de aquellos hombres, a los que conocía íntimamente. El conde de Muffat, cuyos padres habían sido guillotinados en la plaza del trono, se mesó pensativamente los bigotazos rubios y se fue tras ella, mientras la condesa sonreía con valor fingiendo no haber visto nada.
Plon Plon, el primo del emperador se daba pisto en medio de los grupos con la mano metida en la chaqueta como su tío Napoleón el Grande, al que tanto se parecía. Seguía proclamándose republicano, aunque había aceptado un cargo en la Corte imperial, y yo simulaba no reparar en él, mirando a través suyo como si fuera un espectro, porque no había podido olvidar su despectivo «con la señorita de Montijo no debe uno casarse...». James Rotschild se acercó a nosotras, y mamá puso en movimiento ojos, boca, manos y abanico hasta que el antiguo Jakob empezó a jadear como un becerro, metiéndose los dedos entre la nuez de Adán y el cuello de la camisa, acomodando la corbata que andaba algo descarriada y sudando a mares. Henry se encontró a un amigo suyo que se apresuró a presentarme:
—Eugenia, éste es Cario Camerata, sobrino del emperador.
Un joven italiano alto, de expresión melancólica, con largas patillas de bandolero y la cintita verde y roja de la Legión de Honor en la solapa del frac, se inclinó sobre mi mano:
—Hermosa Eugenia, sólo por este momento ha valido la pena esperar veinticinco años.
Yo pregunté, fingiendo asombro:
—¿Por qué veinticinco años?
—¡Porque son los que tengo!
Miré aprobadoramente a Henry:
—No está mal el requiebro, Henry, ¿y además de piropear y ser sobrino del emperador, tu amigo sabe hacer algo más?
El italiano se golpeó el pecho y cerró los ojos para decir con tono exaltado:
—¡Amaros, condesa! ¡Os veo todos los días galopando por los Campos Elíseos y muchas veces he pensado en echarme bajo las patas de vuestro caballo para que me prestéis atención! ¡Os veo a vos y veo a Carmen!
Henry sonrió con magnanimidad y le dio dos palmadas en la espalda a su amigo:
—Mi cuñada es inmune al amor, no pierdas el tiempo, es fría como el mármol. —Y se giró hacia mí para informarme—: Cario es abogado y consejero del emperador, ¡el magistrado más joven de Francia!
Yo me reí burlonamente:
—Pero es imposible saber si es el más joven de Francia por sus méritos o por ser sobrino del emperador.
Cario empalideció y se inclinó ante mí:
—Me gustaría que me conocierais más a fondo, entonces quizás emitiríais una opinión más favorable sobre este loco enamorado.
—Mis opiniones suelen ser inconfesables, ¡soy muy mala persona, Cario!
El joven se acercó atrevidamente y me susurró:
—Me gustan las malas personas.
—Pues como yo no quiero gustaros, hoy voy a ser buena.
—Déjeme usted su mano si quiere ser santa.
Le di un golpe en los nudillos con mi abanico que le hizo brotar sangre. Sin dejar de mirarme a los ojos, Camerata se limpió en la pechera de la camisa dejando un rastro sanguinolento y me dijo con voz enardecida:
—Prefiero esta condecoración a la Legión de Honor.
—¿A quién le han dado la Legión de Honor decís?
Mi madre se acercó mientras la figura rechoncha de Rostchild se alejaba detrás del perfil semítico de su mujer, y nos echamos a reír, justo en el momento en que don Próspero se unió a nosotros quejumbroso como siempre:
—Ya me he perdido el primer acto, ay, Montijuela, los Delessert hoy no salen, Valentina y Viel Castel dicen que ahora prefieren jugar al whist porque los tres se han vuelto muy ingleses.
Mamá asintió y se dirigió hacia mí:
—Claro, Eugenia, y tu querida Cecilia no ha podido venir porque el emperador ha vuelto a expulsar de París a su marido, que el otro día gritó en el Jockey Club: «¡Vivan los Borbones!». —Y como aprovechaba todas las ocasiones para fastidiarme, no pudo evitar comentarme en tono azucarado—: Hay que ver esta chica, que era mucho más feíta que tú y más tonta, y ya casada dos veces. El primer marido, el vizconde Alexis de Valon, era muy rico, y el segundo, el conde de Nadaillac, es muy noble...
Yo, idiota de mí, argumenté:
—Pero, mamá, se ha casado dos veces porque se quedó viuda.
—¡Bueno, bueno, el caso es que unas se casan mucho y otras muy poco!
Y ya don Próspero, que veía que la cosa terminaría mal porque yo me estaba poniendo de color púrpura y se me hinchaban las venas de la frente, dio a su acompañante un empellón hacia nosotras:
—Aquí os traigo a Félix Saint Fabien, ¡es el hombre perfecto! ¡No ha leído un libro en su vida!
Saint Fabien, que llevaba el uniforme de teniente tan rígido que apenas podía moverse, protestó por esta calumnia:
—¡De pequeño mi madre me hizo leer el libro de oraciones!
Pero don Próspero ya lo hacía callar, preguntándonos horripilado, porque ahora que se había hecho mayor se había convertido en un moralista:
—¿Habéis visto a Dedé? ¡Puede caminar sobre los cadáveres de todos los hombres a los que ha arruinado! ¡Se ha tragado todo el oro de los yacimientos de California y Australia! ¡Ha engullido provincias enteras! ¡Muffat ha tenido que liquidar hasta las dotes de sus hijas! ¿Qué será lo próximo, Dios mío? ¡Ya no hay señoras en París!
Mamá protestó:
—¿Pues nosotras qué somos, Próspero?
—Manuela, ¡vosotras sois diosas del Olimpo! —Se puso las antiparras para mirar a nuestros amigos—. Ah, pero si tú eres Camerata, el nieto de Elisa Bonaparte, la hermana menor de Napoleón, que se casó con el conde Bachiochi, a ver.,.;..! tú eres sobrino de Félix e hijo de Elisa Bachiochi y el conde Camerata Pasionei di Mazzoleni...
Menos mal que en ese momento surgió como de la nada Pepe Alcañices, con sus caderas de perro flaco, tan pulido y lustroso como una piedra de río, que se abría paso trabajosamente entre amigos y conocidos que se empeñaban en saludarlo, y él, con su habitual gracejo, tenía una palabra amable para todo el mundo, lo que lo obligaba a detenerse aquí y allá con la gracia inigualable con la que nació y el aplomo del que se sabe bien recibido en todas partes. Siempre lo seguía un coro de risas y las miradas coquetas de las mujeres, ¡el duque de Sesto seguía soltero y era uno de los mejores partidos de Europa!
A su lado, Mariano Osuna, lleno de bandas, fajines, entorchados, medallas y condecoraciones, se limitaba a relumbrar como el sol.
Pepe le dio a don Próspero un abrazo a la española, con grandes palmadas en la espalda, Merimée se emocionó y gimoteó un poco, pero, llevado por su incorregible curiosidad, le preguntó inmediatamente las novedades de Madrid, que Pepe se apresuró a satisfacer después de susurrarme al oído «qué roína te veo» y plantificarme dos besos en las mejillas que hicieron suspirar a Camerata:
—¡Unos tanto y otros tan poco!
Yo le pregunté con coquetería abatiendo mis pestañas:
—Pepe, ¿me sigues siendo fiel?
A lo que mi amigo me contestó galantemente:
—Fiel, sí, ¡pero desdichado!
Pepe se había dejado los bigotes largos y rizados y se peinaba con raya en medio. La reina, de la que se decía que estaba medio enamorada de él, lo había nombrado alcalde de Madrid, y era la primera vez que se escapaba de su cargo. Entre carcajadas nos tarareó, porque era tan elegante que únicamente se burlaba de sí mismo, la coplilla que cantaban los golfos en Madrid después de su primer bando, en el que decretaba multa al que orinase en la calle:
¿Cuatro duros por mear?
¡Caramba! ¡Qué caro es esto!
¿Qué cobrará por cagar
el señor duque de Sesto?
Todos reímos, y Pepe contó que no tuvo más remedio que meterse a alcalde porque por mi culpa se había arruinado, y don Próspero avanzó el hocico con glotonería:
—¿Eugenia se ha vuelto como Dedé? ¡Niña, no pierdas lo más preciado que tienes, aguanta un poco más! —Porque en un momento de debilidad le había contado mi única baza para contraer un buen matrimonio—. ¡Todavía podemos encontrarte un buen partido!
—¡Pero si Eugenia es peor que Dedé! Porque ella te obliga, no con el placer, sino con la tiologia que diría la admirable metafísica doña Pepita a la que tanto añoro. Porque aquí donde me ve usted, éste —y Pepe se señaló a sí mismo con el dedo índice— fue el único que se tomó en serio la chifladura aquella del falansterio, y lo impuse en mi ingenio de Cuba en cuanto me lo cedió mi tío Fulgencio San Narciso, ¡solidaridad, igualdad, fraternidad! Todos trabajando lo mismo, cobrando igual y sin jefes ni capataces.
—Ah, ¿hiciste caso a la locuela esta? ¡Qué desastre!
Alcañices se llevó las manos a la cabeza:
—¡Sí, desastre completo! A los tres días los negros habían matado a los blancos, descuartizado a las mujeres después de violarlas, perdón, Manuela, quemando la propiedad entera, ¡todo perdido! ¡Arruinado! ¡El descrédito! ¡Pu...ñales!
Pepe no estaba arruinado, claro está. Continuaba teniendo una fortuna inmensa, tan grande como la de los Alba y tan sólo inferior a la de Osuna. Yo no podía evitar mirarlo con ternura, ¡me había intentado matar por él! Bueno, ahora no recordaba bien si era por él o por James o por el sursum corda, pero sí recordaba perfectamente que los dos hombres a los que había querido estaban enamorados de mi hermana, ¡pues anda y que se la confiten James de cerca y el otro de lejos con su tosecita inaguantable, si se tiene que morir, se muere uno sin tantos aspavientos ni zarandajas, hombre!
Yo ahora me sentía adulta, sabia, cínica, a salvo de las locuras de amor y sus padecimientos, segura de mí misma, y tan sosegada que don Próspero decía que añoraba mis rebuznos de borracha, porque me estaba volviendo tan ferolítica que el día menos pensado me ponía a escribir cartas como madame de Sévigné para darle el coñazo a todo Dios. ¿Mis sentidos? Sí, los había tenido, pero ahora estaban anestesiados, creía sentirme feliz, vacía y ligera, aunque en la alta noche no podía dejar de confesarme a mí misma que la bestia seguía dentro, hibernando, haciéndose fuerte para el embate definitivo.
Mamá me repetía continuamente:
—Eugenia, si fueras menos mordaz, no te burlaras de los chicos y no los pusieras en evidencia, ya estarías casada como tu hermana, no tan bien como ella, ¡pero es que ya tienes veintisiete años! ¡Tanto guardar tu doncellez, hija mía, total para nada! —Porque don Próspero se había apresurado a contar mi secretillo a mi madre, y supongo que ya lo sabía todo París, el obelisco de la plaza de la Concordia incluido, y también los guiñoles del Bois—. ¿Tú te crees que es normal corregirles cuando pronuncian mal una palabra o equivocan un hecho histórico? ¿A quién le importa saber si en Egipto los faraones eran autócratas o demócratas o hipócritas? ¿Y por qué le dices al pobre Mariano que compadeces a su criado por tanta medalla a la que sacar lustre todos los días? ¡A los hombres no les gustan las mujeres graciosas! ¿A quién le gusta casarse con el enano del circo por mucho que se ría con él?
Bah. Todo me daba lo mismo, y desde luego no estaba dispuesta a hacerme la estúpida para cazar a un marido. Además, que una de las cosas más difíciles del mundo es hacerse la tonta, ¡para hacerte bien la tonta tienes que ser muy inteligente! Y yo, desgraciadamente, no lo era, porque ahí estaba, soltera a los veintisiete años y sin ningún buen partido en perspectiva.
El ambigú estaba lleno, pero todas las miradas convergían en nosotros, sacaban los gemelos de sus estuches para vernos mejor, los más bajos se ponían de puntillas. Mi madre y yo íbamos vestidas a la última moda; Palmyre ensayaba en nosotras sus nuevas ocurrencias que al día siguiente imitaban todas las señoras de París, don Próspero era el escritor más popular de Francia, Osuna deslumbraba, mucha gente conocía al hermano del duque de Alba y Pepe había tenido aventuras con la mitad de las señoras presentes en el teatro. Camerata me preguntó con voz perfectamente audible:
—¿Estos señores españoles son Grandes?
Y yo le contesté, porque me sentía borracha de soberbia y orgullo:
—¡Sólo son grandes cuando hablo con ellos!
Todos rieron con galantería, aunque yo sabía —y ellos también— que ni uno solo solicitaría mi blanca mano a pesar de haber guardado el bien más preciado que tenía una muchacha. O eso decían en Le Journal Intime des Femmes, «la decepción del caballero que llega a la noche de bodas y ve que su esposa no es virgen, sólo es comparable al disgusto que sentiría si esa misma noche fuera guillotinado». ¡Caray, si nos ponemos en este plan!
Aunque yo siempre he pensado que el bien más preciado de todos los seres humanos debe ser la inteligencia, y el objetivo más alto, la libertad, pero no había nacido el hombre que compartiera estas ideas. Cuando era más joven, pensaba que debía haber nacido un siglo antes, pero ahora, cuando me hacía mayor y a pesar de la pátina de civilización que me habían prestado el trato con la sociedad parisina, anhelaba haber nacido un siglo después, ¡presentía que entonces hombres y mujeres estaríamos entre iguales!
Pedí un granizado para luchar contra el calor. Fauchery se acercó obsequioso, bloc en mano, y me preguntó si era cierto el rumor de que me iba a casar con el pintor Eduardo Odier. Yo me reí y le respondí:
—¿Por qué no? Apenas lo conozco y por supuesto no lo amo, ¡son los mejores mimbres para construir un matrimonio!
El periodista se sacó un sombrero imaginario y yo me puse la mano en el pecho dando las gracias a la manera árabe. Merimée aprovechó para preguntarle cuáles eran los últimos rumores en torno a la futura boda del emperador, ¡nunca se había visto un monarca soltero a los cuarenta y cinco años! Y Fauchery, engolando la voz y dándose importancia como todos los periodistas, nos explicó con desprecio que:
—Lo rechazan en todas las cortes europeas, ¡lo consideran un advenedizo y no saben cuánto durará en el trono! Ha pedido la mano de la princesa Wasa de Suecia, pero se la han negado, la princesa Adelaida de Inglaterra, sobrina de la reina, ha dicho que lo encontraba demasiado viejo, demasiado pobre y «sólo» emperador, y la única que estaría dispuesta a casarse con él es una compatriota vuestra, la infanta Cristina, hermana de Francisco de Asís, alias Paquita, el marido marica de vuestra reina.
Osuna se llevó la mano a la espada de su cinto, sin acordarse de que era de guardarropía, pero Pepe lo detuvo, no valía la pena provocar un duelo para defender la hombría de nuestro rey consorte, del que su misma mujer se burlaba llamándole «la infantona». Mamá y yo nos miramos asombradas, porque nada sabíamos de este proyecto de boda y además conocíamos a la infanta, que sólo tenía diecisiete años, y era lo más parecido a un adefesio que habíamos visto en la vida. Como que Pepita a su lado era la Venus de Milo. Fauchery prosiguió:
—El emperador pidió una fotografía suya, y ella se la envió dedicada. Parece que la infanta, que es muy burra —nuevo ademán de Osuna hacia su espadón, que otra vez fue abortado por Pepe y que Fauchery fingió no advertir—, escribió sin consultar con nadie «para mi Napolenzito el pequeño», y que el emperador, que tiene el estómago delicado, se puso a vomitar y tuvieron que arrancarle la foto de las manos, porque se le habían quedado los dedos paralizados como en un ataque epiléptico. Esa noche no durmió, se le cayó el pelo y un diente, y amaneció con un ataque de riñón que lo ha tenido postrado en cama varias semanas. Ha tenido pesadillas día y noche, y un nigromante ha quemado la fotografía con una pluma de gallina y ha hecho purificar la habitación con resina de benjuí, porque el emperador, que es muy supersticioso, creía que era una artimaña para matarle por parte de sus enemigos, ya que no concebía que hubiera alguien que fuera, a la vez, feo, imbécil y grosero.
Nos reíamos tanto y tan alto, como buenos españoles, que hasta la princesa Matilde, que pasaba cerca nuestro en ese momento, se detuvo para contemplarnos con curiosidad. Pude observar la riqueza de sus joyas, que le regalaba su amante, el conde Nieuwerkerke, escultor y joyero, que acababa de abrir con François Cartier un pequeño establecimiento en el boulevard de los Italianos, justo al lado del café Inglés, copiando los diseños de la familia imperial rusa, a la que la princesa había pertenecido durante la época de su matrimonio. Ese día llevaba un cinturón de cuero alrededor del cuello con el brillante rosa Hortensia, único en el mundo, que había pertenecido a la madre del emperador y que éste le había regalado en agradecimiento por sus desvelos, un broche de rubíes en forma de medusa y una corona fringe, la primera que vi en mi vida, que imitaba los tocados de las campesinas rusas con los que nos disfrazábamos Paca y yo en nuestra juventud. Me fascinó, más que el enorme tamaño de los brillantes, la sutileza afiligranada de la montura.
La princesa Matilde me dirigió una mirada inquisitiva, arrugando los ojos como los miopes, y calibrando el valor y el gusto de todo lo que llevaba: a pesar de nuestras dificultades de aprovisionamiento, mi traje estaba muy bien cortado y las telas eran riquísimas, sedas genovesas que nos conseguía mi hermana cada vez que viajaba a los dominios italianos de su suegra, siempre me ha gustado calzarme bien resaltando la pequeñez de mis pies y mis guantes eran tan finos que se notaba hasta la forma de las uñas. Como no tenía joyas importantes, prefería adornarme el pelo y el escote con flores naturales y, según contaba Fauchery en Le Fígaro: «La señorita de Montijo revoluciona de forma incruenta los salones de París, ¡que no se preocupen las señoras, que en esta revolución nadie va a perder la cabeza! Es sólo que las duquesas del Antiguo Régimen tiran sus joyas al Sena para usar humildes violetas, imitando a la bella española».
Aguanté la mirada de la princesa sin desafío, pero también sin embarazo, y ella me hizo una pequeña inclinación reconociéndome como a una igual.
Se ocultó detrás de su abanico para decirle algo a Persigny, que iba al lado suyo. Adiviné que le preguntaba:
—¿Y esa chica, quién es?
Supongo que Persigny le contestó lo habitual:
—Una aristócrata española... con una dote muy reducida..., muy corridas ella y la madre, ¡demasiado célebres!
Entramos otra vez en el palco, y la ópera se deslizó hacia su final. En el último acto sacamos los consabidos pañuelos para llorar la muerte de la tuberculosa Violeta en brazos de Alfredo. Del lado de los hombres se elevó un suspiro, miré, y era Pepe Alcañices con los ojos anegados en lágrimas, y comprendí que su corazón todavía le pertenecía a mi hermana, tan tuberculosa y acabada como Violeta, aunque supongo que en esa hora suprema comprendió que a él no le quedaría ni siquiera el consuelo de verla agonizar. Cuando nos levantamos, pasé mi brazo por debajo del suyo y le apreté fuertemente la mano. Me estremecí al sentir sobre mi corazón los fríos pasos de la Muerte; fue la primera vez que comprendí que mi hermana iba a morirse de verdad y que yo no la habría querido ni un solo minuto de toda su vida.
El pequeño grupo esperó a que vinieran a buscarnos, mientras los golfillos llamaban a los cocheros: «¡Muffat!», «¡Osuna!», «¡Galve!», «¡Saint Fabien!», «¡Camerata!». Nuestros amigos se iban al café Inglés, cuya entrada estaba vedada a las señoras decentes. Pateábamos el suelo para luchar contra el frío, en silencio y todavía impresionados por la función, cuando se presentó ante nosotros Persigny muy apurado, se cuadró delante de mamá, se dio a conocer y nos pidió que fuéramos a comer a casa de la princesa Matilde dos días después. Que el encargo lo hacía en nombre de la princesa Matilde y de su mujer, la princesa de Moscowa, y que ya íbamos a recibir en casa la invitación formal. Que estaría el emperador y que tendría mucho gusto en conocernos.
Mamá y yo nos miramos deslumbradas.
¡Mucho gusto en conocernos!
Esta simple frase desató una tormenta en nuestra vida, provocó tal frenesí de sueños, planes e ilusiones que me quedé sin saliva, se me secaron los ojos, la garganta se me cerró y me subió una fiebre loca que me llenó todo el cuerpo de manchas y pústulas que desaparecieron en unas horas, ¡temía que llegara la cena, pero, al mismo tiempo, si se hubiera suspendido, creo que mi corazón hubiera reventado de decepción!
Y es que sólo el emperador de Francia podía redimirme de todas mis humillaciones, y me asombraba no haberme dado cuenta de esta certeza hasta ese preciso momento. El recuerdo degradante y vergonzoso del día en que intenté entregarme a James en Liria, cuando Pepe me rechazó en el salón de casa, mi hermana ¡duquesa de Alba!, la larga cola de proveedores en la escalera de nuestro humilde piso de la plaza Vendôme intentando cobrar su facturas, el murmullo desdeñoso que nos recibía cuando frecuentábamos los salones de París, la reputación de mi madre en Madrid, el maldito cuadro de Pacheco el Joven en el Museo del Prado a la vista de todo el mundo, mis veintisiete años, las fincas que no rentaban, nuestras casas que se caían de viejas, las cartas angustiosas del administrador, la caja de puros de Pepita donde guardaba sus míseros ahorros tantas veces saqueada por las sórdidas necesidades cotidianas, ¡todo, todo quedaría olvidado si conseguía al emperador!
¡Venid, oh, padres de mi linaje y soldados de fortuna, ayudadme a ganar esta guerra! ¡Montijo, Teba, Árdales, Bañeza, Valdunquillo, Miranda, Fuentidueña, Mirallo, Osera, perviviréis en una corona imperial de la que hablará el futuro!
Se despachó al criado con un obsequio para la princesa, la mejor mantilla que nos había enviado Paca, realizada por las monjas de clausura del convento de las Clarisas, casi todas ciegas a causa de la dificultad de su trabajo primoroso, y pedimos dinero a Henry para contentar a Palmyre y conseguir un nuevo crédito.
Don Próspero me aconsejó que me vistiera recatada y discreta, pero mamá opinó que si se trataba de llamar la atención del emperador, debía ir elegante, pero lo más llamativa posible, que después, si es que había un después, ya podía ponerme todo lo sencilla que quisiese. Opté por contentar a ambos y me vestí de azul y blanco como una buena chica, pero me puse una chaquetilla corta y una falda ajustada al cuerpo pero levantada por detrás de los riñones por un enorme polisón que delineaba atrevidamente los muslos. Me envolví en un chai de raso azul adornado con blonda de plata que refulgía a la luz de las bujías. Miss Flowers, repitiendo sin parar «mi pequeña, mi pequeña con ese bruto de Bonaparte», me recogió el pelo en dos crenchas perfectas a ambos lados de la cara y detrás me hizo tirabuzones que caían por la espalda y me llegaban a la cintura como la crin de un caballo.
Me eché polvos usando la sutileza del plumón de cisne, que se quedaron apelotonados en el vello rubio que me recubría el rostro dándome un resplandor de rocío mañanero.
La princesa Matilde vivía en un caserón de la época de Luis XVI en la calle Courcelles, pegado al palacio del Elíseo, donde se alojaba provisionalmente el emperador mientras acondicionaban las Tullerías. En el inmenso vestíbulo con el suelo en forma de damero, un negro de porcelana de tamaño natural aguantaba una bandeja con tarjetas y cuatro monumentales mujeres desnudas de mármol sostenían las lámparas. El criado que nos anunció en el comedor del primer piso pronunció nuestros nombres de forma ininteligible. El corazón me galopaba como un corcel desbocado.
—Señora de Montijo, señorita de Montijo.
Como la primera vez que fui al palacio de Liria, tuve un ataque de timidez. El comedor era enorme, muy ruidoso, adornado con gobelinos y un aparador gigantesco con viejas porcelanas y maravillosas piezas de orfebrería, pero todo tenía un aire provisional y desordenado de fonda de pueblo o de estación de tren. En una esquina una pequeña orquesta tocaba canciones irreconocibles, las sillas se arrastraban sobre el suelo desnudo y la mesa estaba puesta sin gusto, con unos enormes ramos de flores que impedían que los invitados se vieran unos a otros.
Un criado nos condujo a nuestros sitios en un decepcionante extremo de la mesa. Había grupos de pie, hablando animadamente y a gritos, y otros sentados leyendo el periódico, bostezando, mirando la puerta mientras consultaban su reloj de bolsillo. Nuestros vecinos de mesa, cuando advirtieron que éramos extranjeras, nos dieron aparatosamente la espalda. Nos sentimos ridículas por nuestros sueños desmedidos, torpes, perdidas y desplazadas en un lugar en el que todos parecían invitados habituales, hasta que vino don Próspero a saludarnos:
—Todavía no ha llegado el emperador, ¿pero cómo os han dado estos sitios tan secundarios? Mirad quién está ahí... Héctor de la Faloise. Dedé se ha comido su herencia, ayer vendió el último bosquecillo que le quedaba y dice que mañana se encerrará con sus caballos en la cuadra y se prenderá fuego...
De la Faloise era un dandy rígido como un títere de madera, con su cuello flaco sobresaliendo de su levita de terciopelo, que se paseaba con lasitud, las manos en el chaleco, tan corto que se le veía la camisa, ya con palidez de premuerto. Don Próspero revoloteaba de invitado en invitado, aquí saludaba a una señora, allí estrechaba la mano de un caballero, espiaba tarjetas y nos traía noticias y cotilleos:
—Me he encontrado con mi primo León Fresnel, y he tenido que prometerle que te lo voy a presentar porque estoy alojado en su casa y no quiere cobrarme alquiler, a ver si estás simpática con él y no le dedicas una de tus habituales burradas, dice que pareces tan dulce, pobre animal, serán dulces los cactus del desierto antes que tú y las plantas carnívoras de Brasil que devoran ejércitos enteros. ¡Pero qué veo! ¡Si han puesto al emperador al lado de Lamartine y de Delacroix, a fe mía que se aburrirá como una ostra!
Mamá preguntaba:
—¿No ha venido miss Howard?
Nuestro amigo se horrorizó:
—No, la princesa la odia a muerte, teme que al final el emperador, rechazado por todas las princesas europeas, acabe casándose con ella. —Bajó la voz hasta el susurro casi ininteligible—. En cuanto al tema comida, preparaos para lo peor, ¡todos sabemos que aquí el honor de ser invitado dispensa de ser bien alimentado!
Pero ya se acercaba la princesa Matilde avanzando majestuosamente; parecía que las aguas se abriesen a su paso como el mar Rojo ante Moisés, alta e imponente como nunca, vestida de verde haciendo conjunto con un soberbio collar de esmeraldas y con el moño deshecho como una bacante. Detrás suyo venía su amante, el conde Emiliano Nieuwerkerke, al que llamaban «el bello batavio», alto, rubio y con expresión estúpida. Nos saludamos con una inclinación de cabeza:
—Me alegra que hayan podido venir, ya ven que es una comida informal; el emperador tiene una tarea tan dura, ¡salvar a Francia de sí misma!, que le divierte el ambiente distendido que se respira en mi casa y nos hace el honor de venir muy a menudo. —Se volvió hacia don Próspero hablándole con la familiaridad del que reconoce que la nobleza del genio no tiene nada que envidiar a la de la sangre—. Merimée, su último libro sobre los hechos de Rusia me ha gustado, es tan vivo que te parece estar sintiendo el aroma de un samovar mientras lo lees... piense que yo conozco aquello perfectamente porque viví allí dos insoportables años con mi primer marido.
Me llamó la atención la perfecta desenvoltura con que hablaba la princesa de su matrimonio, tan desgraciado que, según decían, tenía cicatrices en todo el cuerpo. Don Próspero, que apreciaba su criterio y nos lo había dicho muchas veces, le preguntó si conocía su traducción de Pushkin, a lo que la princesa contestó:
—Perdóneme, Merimée, pero prefiero leer a
Pushkin en ruso,
Y nuestro amigo prosiguió en ruso también:
Matilde se rio, y después nos señaló a nosotras con un gesto de su mano tan enjoyada que parecía que llevase un guante metálico:
—¡Estamos aburriendo a nuestras invitadas!
El conde Nieuwerkerke, distante y con aire fastidioso, se inclinó ligeramente ante mamá y a mí me miró de arriba abajo, deteniéndose en mis muslos, pero luego se puso a fumar distraídamente enviándome el mensaje, que yo capté a la perfección, de que, aunque le gustara mucho, con su princesa tenía suficiente y, en ocasiones, incluso de sobra. Yo, por decir algo, comenté lo bellas que me habían parecido las esculturas del vestíbulo, y entonces el conde se transformó y se animó súbitamente:
—Las he hecho yo. A la princesa le gustaron tanto que me las pidió para ponerlas en su vestíbulo, ¡el negro también es obra mía!
La princesa Matilde me miró agradablemente sorprendida por mi comentario y yo bendije a don Próspero, que me había informado de que el conde se divertía esculpiendo y que la única que apreciaba sinceramente su arte era su amante, hasta el punto de que había llenado su casa con sus obras e intentaba hacer lo mismo en las Tullerías, de cuya decoración se ocupaba personalmente. Se lo agradecí a mi amigo con un ligero guiño que sólo él vio y que lo hizo cabecear de satisfacción.
En este punto nuestra anfitriona recordó el obsequió que le habíamos enviado:
—Muy bonito, ¿el chai?, ¿echarpe? ¿Cómo se llama? Ah, ¿mantilla? ¡Me tendrán que enseñar a ponérmela!
Mi madre recuperó la voz para decir, pifiándola como siempre que quería hacerse expresamente la simpática ante personas que consideraba socialmente superiores y que según ella nos miraban por encima del hombro:
—¡Es muy sencillo, princesa! ¡Sólo hay que ser española! ¡Y católica!
¿Cómo pudo decir semejante estupidez? Aunque viva mil años nunca me recuperaré de esta plancha monumental, y me dije amargamente que ya sólo le faltaba recordar a Finn Mac Caul, explicar las técnicas de su secreto y ponerse a defecar en medio del salón, ¡nada podía ser peor que reprocharle a nuestra amable anfitriona, con el pequeño detalle añadido de que era la prima del emperador, que no era española ni católica!
¡Muérete, madre, entre horribles sufrimientos! ¡Que el Señor te acoja en su seno y te estruje en él hasta estrangularte, pedazo de bestia insensible y analfabeta!
Enrojecí tanto que pensé que se podrían freír huevos en mi rostro, pero la princesa Matilde se dio cuenta de mi apuro y desesperación y comentó con esa fácil generosidad sin mérito de las mujeres que saben que ninguna otra mujer puede hacerles sombra:
—Me temo que ambas cosas son irremediables, condesa, pero ¿quién las ha sentado aquí? Yo había dicho que las pusieran al lado de Su Majestad, que tiene mucho interés en practicar español. —Aquí el conde y el mismo Merimée ocultaron una mueca sardónica detrás de sus cigarros—. ¡Gastón, Gastón!
Se acercó un criado y la princesa le tendió nuestras tarjetas con un susurro. Nos hizo una seña para que lo siguiéramos y nos obligó a ocupar dos asientos vacíos en el centro de la mesa, al lado de una butaca más grande que las demás. Todos los invitados habían visto la maniobra y se sonrieron con suficiencia, las aventuras femeninas del emperador empezaban de esa manera en apariencia tan inocente, una mujer bonita, un cambio de asiento y lo demás era el camino trillado, lleno de huellas y pasos de ida y vuelta, que lleva al lecho del placer. ¡Ni una mujer se le había resistido jamás!
La pequeña orquesta la emprendió cansinamente con el himno real, todos nos levantamos y entró el emperador, caminando con torpeza sobre sus piernas demasiado cortas, saludando con brusquedad a un lado y a otro a algunos invitados, todos más altos que él. Trepó hasta su asiento ayudado por Félix «el feo» Bachiochi, tosió, carraspeó, se limpió los labios con su servilleta, inclinó la cabeza hacia Lamartine, que estaba a su derecha, y luego se giró hacia mí.
Yo también era más alta que él. Don Próspero me había advertido:
—No le mires a los ojos, baja la mirada como una chica modesta.
Así que hice aletear mis pestañas, bajé la mirada y me encontré con la suya. Clavé mis ojos en los suyos, castaños leonados con la pupila de un perro pastor, los párpados caídos como sin nervio, la piel muy fina con la lividez del enfermo de riñón, el rostro alargado y melancólico. El bigote, hirsuto y espolvoreado de gris, dejaba ver unos labios sensuales con la piel tan tirante que parecían blancos. Iba peinado cuidadosamente con raya al lado y se veían todavía en su escaso cabello los surcos del peine como si acabara de bañarse, una de las patillas estaba revuelta y ponía una nota jovial y algo alocada en aquel rostro grave y enigmático. Tuve que contenerme para no colocársela bien.
Nos miramos intensamente; a mí me parece que todos callaron a nuestro alrededor, pero seguramente no fue así y el mundo siguió su curso normal.
Yo estaba profundamente emocionada. Me sentía arder en una hoguera centelleante, tenía una sed de fuego, porque no veía al hombre desaliñado y medio calvo que estaba a mi lado sino a su tío, el héroe de Austerlitz. Mirándolo y mirándolo, aquel ser vulgar fue creciendo y al final tenía el gesto altivo del gigante entre gigantes. Este era el gran poder de su sangre Bonaparte, el mismo poder que le había conseguido la corona imperial, ¡coronándolo a él, los franceses volvían a coronar al que les había dado su Hora de Luz en la larga historia del Universo!
Acostumbrado a producir este efecto en las personas, el emperador me contemplaba a su vez tranquilamente. Por fin dio por terminada su inspección, asintió varias veces con la cabeza, como si estuviera muy complacido, me hizo un gesto para que me sentara y maquinalmente cogió la tarjeta que estaba frente a mi plato e intentó leer:
—¿Señorita de Montijo?
Me eché a reír, porque pronunciaba la jota a la alemana y mi apellido sonaba algo así como Montihhem, y a pesar de que debía expresarme con modestia y guardar respeto a tan augusto personaje, no pude menos que preguntar a mi vez:
—¿Emperador de Francia?
Ahora reímos los dos, y los vecinos de mesa nos observaron muy asombrados, a mamá se la notaba preocupada y procuraba hacerme alguna advertencia estúpida que fingía no escuchar, y pude ver la mirada de la princesa Matilde, risueña al ver que su primo se lo estaba pasando tan bien por obra suya y que quizás su odiada miss Howard quedaría desbancada por esta señorita española que parecía tan fácil como las otras.
Sin guardar el protocolo, hablando antes de que me interrogara, le dije con temeridad:
—¿Sabéis, sire, que una vez me hicisteis llorar?
Se interesó vivamente:
—¿Ah, sí? Qué raro, no suelo hacer llorar a las mujeres.
—Yo no era una mujer, era una niña... vos estabais sentado en un mesa, solo, frente a una copa de champagne, afuera nevaba... —Había despertado su interés, el emperador estaba ahora pendiente de mis palabras—. Llevabais una levita sucia, teníais la cabeza entre las manos...
—¿Cómo, entre las manos? ¿Qué día era ése?
Cogí la servilleta y la extendí parsimoniosamente en mi regazo. El emperador esperaba la continuación de la historia con curiosidad, con una leve sonrisa en los labios, ¡así debía sentirse Scherezade mientras le contaba cuentos a Arun el Raschid para salvar su vida! ¡Durante mil y una noches!
—Los soldados vinieron a buscaros, vos subisteis a un coche y uno de ellos volvió y se guardó en su pecho, después de besarlo, el pañuelo que vos habíais dejado sobre la mesa.
El emperador ya estaba totalmente girado hacia mí, para él habían desaparecido el resto de los invitados, puse todos mis sentidos, mi inteligencia, lo que hasta entonces había aprendido e incluso las cosas que había olvidado para esa partida suprema, yo no estaba luchando por mi vida, sino, lo que era más importante, por mi futuro:
—Fue después del complot de Estrasburgo... en la prefectura. Yo era amiga de la hija del prefecto y tenía doce años... nos subimos a una silla para veros...
El emperador bajó la mirada hasta el mantel sonriendo al pasado con añoranza, un gesto dulce que lo transformó. Se puso la mano sobre los ojos durante algunos segundos. Luego cogió de nuevo mi tarjeta y la leyó:
—Señorita Montijo, si teníais entonces doce años, ahora tenéis...
—Sí, veintisiete años, ¡y desde entonces lo recuerdo todas las noches! —Levantó la vista sorprendido e incluso algo escandalizado, pero yo añadí—: ¡En mis oraciones!
Rio de nuevo, una carcajada juvenil que de pronto le quitó varios años de encima.
Fue una comida caótica, los platos se servían en ordinaria loza blanca, sin ningún protocolo, cremas de cangrejo a la leche de almendras, pudding estilo Trafalgar, carnes de fiambre rodeadas de gelatina y un extraño plato cubierto con una salsa tan espesa que no pude menos de preguntarle a mi imperial vecino de qué se trataba, si era hombre, animal o cosa, a lo que él me contestó:
—Creo que es conejo a la Capeto; mi prima tiene un sentido del humor muy particular.
Me estremecí, porque el conejo a la Capeto había perdido su cabeza como Luis XVI Capeto, el último Borbón, al que habían guillotinado en los años del Terror, pero la verdad es que fui comiendo de todo, porque el nerviosismo me había dado apetito y, además, a pesar de su deplorable presentación, todo estaba muy bueno.
Fue una comida también con muchos silencios, en la que hablaban los ojos. En un momento dado el emperador me pregunto qué es lo que le miraba tan intensamente en el rostro, y yo le dije que tenía un bucle rizado encima de la oreja y casi estuve a punto de alargar un dedo para colocárselo bien, pero él se lo arregló rápidamente, volvimos a mirarnos, y me preguntó quedamente y con algo de timidez en sus ojos atormentados:
—Señorita de Montijo, ¿quién es usted?
Fue un instante fugitivo, tuve que atraparlo porque los dados estaban encima de la mesa, ¿sabría despertar el interés del emperador para continuar la partida? Tardé tres o cuatro segundo en contestarle. Tenía huecos oscuros debajo de los pómulos y el rostro se le había afilado como un animal de presa. Su atención era tan intensa que no parecía humana. Bajé la voz:
—Nací, sire, en medio de un terremoto. En una tienda mora que había en el jardín de nuestra casa de Granada, en Andalucía...
El emperador dejó los cubiertos encima de la mesa y se recostó en la butaca, como si estuviéramos solos en un salón íntimo.
—Ah, Andalucía, ¡Carmen! Cuéntemelo todo, señorita de Montijo.
Tomé aire y desembuché, ¡vaya si desembuché! Allá fueron los paseos con mi padre cargados con la gigantesca armadura, las canciones soldadescas que cantaba con sólo cuatro años y el monje que vi descuartizado desde el balcón de mi habitación, en Madrid. Los bailes con castañuelas, cómo había ayudado a una gitana asesina a escapar de los soldados, y hasta de Pepita le hablé. E incluso me atreví a contarle, convenientemente expurgados, los apuros que había pasado mi madre para evitar la boda de tío Eugenio con la cigarrera, ¡la misma, precisamente, que había inspirado a Próspero Merimée para escribir su inmortal Carmen!
—Cuando conseguimos tomar posesión del palacio de mi tío, las que más se alegraron fueron las ratas, ¡al fin podían comer!
El emperador terminó por limpiarse las lágrimas de risa con la servilleta y cuando acabé con el rosario de nuestros quebrantos, que reconozco que también tenían su lado cómico, aunque la verdad es que a mí me habían hecho padecer mucho, me dijo:
—Yo creo que usted debe encontrar muy aburrida nuestra Francia, aquí sólo nos da por decapitar reyes cuando se ponen muy molestos...
Y yo no pude menos que volver a ponerme seria para contestarle con tanta agitación que los tirabuzones estuvieron a punto de soltárseme y una horquilla cayó al suelo con un tintineo que a mí me pareció tan fuerte como un cañonazo:
—Sire, no os burléis, Francia es la cumbre más alta, ¡el Águila imperial no puede volar bajo! Mi libro de cabecera, desde que tenía tres años, es el Memorial de Santa Elena.
—¿Ah, sí? —El emperador jugaba con trozos de pan sin dejar de mirarme con dulzura—. ¿Conoce usted palabras más tristes que ésas con las que mi tío comienza su libro: «Cuando llegué a Santa Elena los cuervos volaban en círculo y yo supe que de esta isla no iba a salir nunca»?
—Sire, ¡puede usted darme las dos primeras palabras de cualquier página, que yo se la recitaré hasta el final! —Me enjugué una lágrima—. Sólo lamento una cosa, una única cosa, ¡no haber vivido entonces, para defender el imperio, como hizo mi padre, que encabezó la carga de los trescientos hombres sobre París y que entregó a Napoleón el brazo, la pierna y un ojo! ¡Ése es mi único tormento!
El emperador me cogió la mano, me la sostuvo con delicadeza y me dijo con inmensa ternura:
—Pues yo creo, señorita de Montijo, que estáis muy bien con vuestras dos piernas, dos brazos y, sobre todo, los dos ojos; me he fijado en vuestros ojos, son azules y tienen chispas doradas cuando usted se enfada, y si está tranquila, son verdes como el agua de los estanques. —Se acercó—. Ahora están dorados. ¿Estáis enfadada, señorita de Montijo?
—Un poco, porque adivino que despreciáis el criterio de las mujeres, y no nos consideráis apropiadas para hablar de cosas serias. No me lo esperaba de vos, sire.
El emperador podía haberse ofendido ante mi osadía, un gesto suyo de desprecio o de indiferencia me hubiera condenado al ostracismo y hubiera significado nuestra muerte social en París, pero en lugar de eso meneó la cabeza, me cogió por el brazo y protestó apasionadamente:
—¡No me digáis eso! ¡Cómo voy a despreciar el criterio de las mujeres, si todo lo que sé lo he aprendido de ellas! —Su rostro se llenó de esquinas endurecidas—. Si yo os contara... mi madre... Ella me hizo emperador, ¡sólo se lo debo a mi madre!
Por un instante las hojas del calendario giraron en dirección contraria, y su rostro se ofreció, puro, dulce y adolescente bajo unos rizos color ceniza. Estuvo a punto de decirme algo, avanzó el labio inferior en un gesto infantil, pero se calló y se limitó a pasarse de nuevo la mano por los ojos, como para limpiarlos de la melancolía de su vida adulta, la ingratitud de los mediocres y la insolencia de sus compañeros de armas. Me di cuenta de lo solo que estaba, únicamente le hablaban los que se habían ido ya para siempre.
Afortunadamente, no se le ocurrió hacerme un examen acerca del Memorial de Santa Elena dictado por su tío al conde de Las Cases a la manera de testamento, pues no lo había leído jamás, ¡una inmensa trola que se me había ocurrido sobre la marcha!
Nos relajamos sin resuello como si hubiéramos realizado una larga caminata y ahora sí advertimos que la mesa estaba en silencio, la princesa Matilde permanecía atenta, esperando que su primo diera la señal para levantarse y poder extender la reunión a otros salones.
El emperador se puso de pie, nos alzamos todos y mamá vino corriendo a nuestro lado. Una mujer fea, pero muy joven, se postró en una profunda reverencia delante del emperador, que la hizo levantar con cierta incomodidad. Nos la presentó vagamente:
—Albina, te presento a la señorita de Montijo y su madre —y mirándonos a nosotras, nos dijo—: Es la princesa de Moskowa, se acaba de casar con el conde de Persigny.
La mujer, con raya al medio, unos abultados tirabuzones al lado de la cara que no conseguían dulcificar sus rasgos caballunos y un enorme camafeo sobre el pecho del tamaño de un plato de postre con la efigie de la emperatriz Josefina, nos saludó con frialdad, pero mamá no podía dejar pasar esta oportunidad de volver a meter la pata tan a fondo que yo creo que atravesó el globo terráqueo para volver a salir por el otro lado, allí donde dicen que se encuentra una tal Australia llena de canguros y minas de oro:
—Pero ¿no sois la nieta de Laffite, el banquero? —La princesa asintió, aun más fríamente todavía—. ¡Si yo voy mucho, al hipódromo de su abuelo, en Maisons Laffite!, ¡no me dejo dinero ni nada apostando! Siempre me pongo al lado del poste de la meta. ¡Pregunte, pregunte por la condesa española, me conoce todo el mundo! Todavía ayer perdí diez francos apostando por Lusignan. ¡Tengo muy mala suerte!
La princesa hizo un gesto de repugnancia tal con la boca que pensé que iba a escupir y se alejó sin pronunciar palabra. Menos mal que el emperador no oyó nada, pues estaba ocupado recibiendo reverencias a izquierda y derecha, pero por supuesto que si hubiera aparecido un carro de fuego para llevarme a los cielos más remotos, me hubiera subido a él con más alegría que todos los gitanos del Sacromonte el día en que mamá los cebaba de cariñena.
Cuando mi madre me cogió del brazo para irnos, el emperador me detuvo y me dijo:
—Ha sido una velada encantadora, señorita de Montijo.
Titubeó y después añadió bajando la voz:
—No me olvidéis...
Hice una pequeña genuflexión, menos profunda que la que hacía delante de la Eucaristía en la Iglesia, y el emperador me correspondió con una leve inclinación. Poniéndose las manos detrás, en la espalda, fue saliendo del comedor, saludando a algunos privilegiados. Plon Plon, Morny, Bachiochi y Persigny fueron detrás de él, y vi que su primo se adelantaba para ponerse a su altura, supongo que para explicarle que uno podía acostarse con la señorita de Montijo, pero nunca casarse con ella.
Nos despedimos de la princesa Matilde, que nos respondió de forma distraída, y saludando atolondradamente a un lado y a otro, sin ver a nadie, salí con mi madre y don Próspero. Subimos a nuestro coche y mamá me iba susurrando:
—Le has gustado, Eugenia, le has gustado.
A lo que acotó don Próspero con regocijo:
—Mejor que eso, Manuela, mucho mejor que eso, ¡le ha interesado!
Yo fingí que me ponía a dormir, porque quería guardar dentro de mí todo lo que sentía, incluso un remoto miedo al fracaso hundido en el fondo de mi alma. Mamá y don Próspero hablaban en susurros, y al final nuestro amigo, al que no engañaban mis ojos cerrados, me empezó a clavar su dedo en el brazo mientras silabeaba:
—Borriquilla, mucho cuidado, no metáis la pata, no hagáis nada sin consultármelo, si hay cartitas, se me enseñan y las contestamos, no seas tonta, niña, que aquí nos vamos a divertir mucho.
Yo seguía en silencio, pero el ruido insoportable de mi corazón enloquecido, frenético de esperanza, competía con el de los cascos de los caballos sobre el empedrado. Subí corriendo las escaleras y me metí en mi habitación, tenía ganas de quedarme a solas con mis pensamientos y disfrutar de ese instante único en el que los sentimientos y las impresiones eran tan nuevos como un día recién estrenado.
Me tendí en el cama y, como cuando era niña, saqué de debajo del colchón la vieja compañía de un frasco de ajenjo. Me quedé dormida chupando de la botella, abrasada por un remolino de sueños sin sentido en la cabeza. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que mi madre entró con una carta en la mano. Me la tendió en silencio mientras encendía una bujía, porque ya era noche cerrada.
Me incorporé con el espantoso sabor del ajenjo contra el paladar. La carta iba encabezada con una corona y el membrete de la Casa de Su Majestad Imperial Napoleón III. Se nos invitaba la noche siguiente a una cena en el palacio de Saint Cloud, donde el emperador pasaba los fines de semana. Iba firmada por Félix Bachiochi.
¡Mañana! Estreché la carta contra mi pecho. Mi madre me dijo:
—Eugenia, ¡qué rápido está yendo todo!
Y me di cuenta de que el acento de su voz había cambiado, ese tonillo insolente y sardónico que solía exhibir había dejado paso a una inflexión humilde y obsequiosa que nos avergonzó a ambas.
Don Próspero se había ido de París y no podíamos consultarle, pero mamá decidió que íbamos a ser las más elegantes del baile. A las nueve de la mañana ya estábamos en casa de Palmyre, y como en París no hay secretos, su oficiosidad nos demostró que ya se había enterado de que la señorita de Montijo estaba «absolutamente de moda» en la Corte imperial, como había escrito diligentemente Fauchery en su crónica sobre el estreno de La Traviata. Nos prestó dos suntuosos trajes dignos de una reina que estaban esperando en Moscú dos damas de la nobleza rusa que debían lucirlos en un baile de gala en el palacio del zar.
El mío era de color verde, el cuerpo una ajustada cota de malla de plata y la falda de brocado cosido con hilo de oro. Los bajos, el cuello y los puños de las mangas, anchas a la manera medieval, iban ribeteados de martas cibelinas. Llevaba cola, y el polisón era tan imponente que Pepita no pudo aguantarse:
—¡Anda, a la señora condesa se le ha quedado el sofá pegado al culo!
Para que se callase, la mandamos a recorrer todas las floristerías de París buscándonos rosas enanas para el pelo, las de mamá de color rojo y las mías amarillas, que uní a dos plumas de pájaro exótico. Miss Flowers me pulió las uñas y me cepilló tantas veces el pelo que al final saltaban chispas. Mientras, yo le iba escribiendo una cartita aparentemente anodina a Paca, y después de contarle cosas aburridas, hablándole por ejemplo de la peste que asolaba París y mataba a centenares de pobres como moscas, le decía que me perdonara, pero tenía que dejarla porque debía acudir a un baile en el palacio real invitada personalmente por el emperador.
¡Toma del frasco, Carrasco!
Mamá distribuyó nuestras escasas joyas entre ambas, ella el camafeo y un collar de zafiros, y yo una gargantilla de turquesas y brillantes. No nos olvidamos ni los guantes de encaje de Chantilly ni el abanico de avestruz, ni los chales de cachemira, cuando subimos al coche parecíamos dos gigantescos pavos reales, abultábamos tanto como buques mercantes y casi tuvimos que sacar las faldas por las ventanillas.
Cuando llegamos a Saint Cloud nos sorprendió la oscuridad del parque. Como no conocíamos el lugar, pensamos que el baile seguramente se celebraría en la parte de atrás. Esperamos junto a la verja, hasta que vimos llegar un jinete a caballo, que abrió y nos condujo siguiendo una avenida de apreses hasta una pequeña construcción de madera, con una bujía sobre la puerta. El resto seguía a oscuras.
El jinete descendió de su caballo y reconocimos en él a Bachiochi, que se apresuró a abrirnos la portezuela del coche. Asombradas, bajamos arrastrando las colas de nuestros aparatosos trajes. Apenas podíamos entrar por la puertecita de la modesta casa. Dentro brillaba alegremente un fuego en la chimenea donde chisporroteaban unas pinas, y el emperador, con una sencilla chaqueta de color teja y una camisa blanca de seda, sin lazo ni corbata, nos esperaba fumando un cigarro. En la humilde mesa, cuatro cubiertos. A través de una puerta entornada se veía una habitación con un enorme lecho a cuya cabecera brillaban incitantemente cuatro velones.
Entonces lo comprendí todo. ¡Era una cita galante y el emperador y su ayudante querían acostarse con nosotras!
¡Cómo me consumía la rabia! Sobre la mesa había fiambres, pan, queso y vino del Rin metido en un cubo con hielo. No pude tragar bocado, y la hubiera emprendido a patadas con la mesa, las velas, la cama y después hubiera seguido con el emperador y su ayudante, pero tuve que disimular y fingir una conversación distendida. No sé ni de lo que hablamos, no era yo la que articulaba palabras, porque me convertí en uno de esos muñecos de ventrílocuo que íbamos a ver al circo con mi padre cuando éramos pequeñas. Comentarios sobre teatro, periódicos, libros; todo salía por ese agujero llamado boca convertido en una máquina de hablar sin que mediara mi voluntad, sonriendo como los que suben al patíbulo, mientras me quemaba por dentro recurriendo a todas las palabrotas que había conocido en mi infancia perdularia de juegos por los arroyos sangrientos de la plaza San Miguel, los ¡puñales! me brotaban en mi interior como el agua de la fuente, y la madre que parió al enano este, pero por fuera todo era sire por aquí, y qué maravilloso ambiente hay en esta casita tan simpática.
El emperador no se molestaba en conversar ni en comer, no hacía más que dirigirme miradas ardientes mientras la cama de la habitación contigua se hacía más y más grande hasta ocupar la cabaña entera.
Sólo le faltaba hablar a la cama aquella.
Al fin, después de que el emperador le dedicara una inmensa patada debajo de la mesa a Bachiochi para que fuera concluyendo de roer unas almendras garrapiñadas, se acabó la maldita comida y nos levantamos, aunque esto último era un decir en el caso del emperador. Con las plumas que llevaba en la cabeza derribé un par de lámparas, y mamá se chamuscó la cola de su traje, que empezó a apestar a cuerno quemado. El brocado se me enganchaba en todas partes, las rosas se mustiaron, cayeron los pétalos, que se pusieron a volar por la habitación como polillas gigantescas, y la sensación de ridículo me apretaba la garganta con su mano de hierro, ¡en aquella cabaña de leñadores, nosotras íbamos como para el baile más encopetado de la Corte! Pensé amargamente que quizás, con un poco de suerte, el emperador creería que aquél era mi atuendo habitual y no le llamaría la atención. O que la tierra se abriría a nuestros pies en un instante y ya no tendríamos que preocuparnos de nada más porque simplemente desapareceríamos de este mundo.
El emperador intentó conducirme por el codo hacia la cama jadeando como un cerdo, pero me desasí con brusquedad, protesté que tenía calor y no tuvo más remedio que decir entre dientes:
—Quizás a la señorita de Montijo le apetecería pasear un poco.
Cómo un poco. Si hubiera tenido que correr una maratón de aquellas que tanto gustaban a los griegos, hubiera dejado atrás a todos mis contrincantes a pesar de la falda, las plumas y el polisón.
Salimos. Bachiochi y mamá, tan desconcertada como yo, venían detrás de nosotros. El emperador me ofreció su brazo, y yo, con un grito, horrorizada por esta falta de cortesía y este atentado al protocolo, tuve que recordarle que:
—Sire, estando ahí mi madre, le corresponde a ella ir del brazo de Su Majestad imperial.
Con un violento suspiro de furia que se oyó hasta en la lejana España, el emperador no tuvo más remedio que emparejarse con mi madre, mientras Bachiochi se apresuró a ponerse a mi lado y ofrecerme su brazo. Tan tristes y solemnes como una procesión de Semana Santa, deambulamos serios como obispos por las avenidas oscurísimas, con las descomunales copas negras de los árboles meciéndose por encima nuestro y con la única música del croar de las ranas. Horas largas como siglos, arrastrando las colas de nuestros trajes, pisando las hojas secas y en completo silencio. Al final, después de lo que me parecieron varios meses de marcha, dije:
—¿Se me permitirá retirarme, sire? Tengo dolor de cabeza.
Aliviado y agradecido, el emperador se apresuró a darnos permiso para largarnos con viento fresco, y me lancé de cabeza al coche mientras mamá daba las gracias por esta velada tan agradable.
Me pasé todo el viaje hasta nuestra casa llorando. Mamá, desolada, no hacía más que repetir:
—Nos han tomado por putas —y lo que más le dolía—, ¡y encima a mí me tocaba con el feo Bachiochi!
La primera carta llegó al día siguiente. Acompañada por un ramo de lirios y un estuche de Cartier. Sello imperial, lacre con una abeja napoleónica, cinta de seda con los colores de Francia. Todo fue devuelto a palacio. El segundo día llegaron carta y rosas. Se aceptaron las flores, pero la carta fue devuelta sin abrir. Al tercer día, de nuevo flores, ingenuas margaritas esta vez, y otra carta. Se aceptaron ambas, pero sin contestación. Al cuarto ya se le dijo al criado que esperase y garabateé un seco «gracias» en una tarjeta. Al quinto contesté con una cartita de dos líneas, y el sexto, séptimo y así hasta veinte cartas completas, candentes y heladas al mismo tiempo, escritas con tinta azul, tuvieron su cumplida respuesta.
En la primera el emperador me decía «Señorita de Montijo, perdonad a este rudo soldado acostumbrado a moverse en el campo de batalla y no en los refinados salones franceses», él, cuyas conspiraciones tenían el aire de una opereta de Offenbach, él, que había vivido siempre entre mujeres, criado por su madre, crecido junto a sus primas, protegido por sus amantes y mimado por las pupilas de los prostíbulos, de los que era el mejor cliente. Yo le contesté: «Sire, a mí los salones me son tan ajenos como los campos de batalla, soy simplemente una hija de la revolución y mi patria es la tierra entera».
Se sintió sorprendido por esta mi primera carta. Las siguientes le hicieron, primero pensar, y después soñar. A continuación se apasionó, y al final, estaba fuera de sí. En la última carta se entregaba totalmente: «Vuestra seguridad y vuestra elegancia me indican que estamos cortados por la misma vara... os amo con el mismo fuego con que os admiro».
Todas estas cartas que supieron despertar su amor no las escribí yo, por supuesto. Me di cuenta de que para jugar esta partida necesitaba una inteligencia superior, un estratega reconocido y un literato de primer orden, y qué mejor que echar mano de don Próspero, catedrático cum laude en estos lances, aunque a él le hubieran servido de tan poco. Nunca he visto en la teoría amorosa tan buen profesor ni tan mal alumno como él. Apresuradamente regresó a París, se instaló en casa de su primo León Fresnel y nos visitó de inmediato.
En medio del asfixiante perfume floral y el calor de invernadero de nuestro salón, en el que la humedad de las decenas de ramos de flores ponían un imposible olor a cañaverales, me prometió dedicarse en cuerpo y alma a mi causa, y no porque valorase al emperador, del que decía, poniendo la palma de la mano paralela al suelo para a continuación señalarse los genitales:
—En la estatura y en su ardor carnal sí se parece a su tío, pero en lo que de verdad importa —y Merimée se golpeaba el cráneo y el corazón—, ¡no! ¡Pobre Francia! ¡No tenéis un emperador, tenéis un apellido!
Tampoco me ayudaba por cariño hacia mí, sino porque llevaba «en la masa de la sangre», como decía Pepita, el gusto tan francés por la intriga y el complot, la propensión congénita de los escritores a la simulación y el fingimiento y, sobre todo, ese deseo tan poderoso y tan humano de meterse en los asuntos de los demás.
Primero me riñó agriamente por haber ido a Saint Cloud sin consultarle:
—Pero si todo el mundo sabe que allí lleva a las prostitutas que le consigue Farcy la más célebre suministradora de carne humana de París, porque el emperador no se atreve a ir a su burdel, que está en la calle Deux Boules... Yo no he estado nunca, pero me lo han contado mis amigos. ¡Plon Plon es un asiduo! —Merimée se estremecía—. Te ha confundido con una de ellas. ¡Si el pobre Montijo levantara la cabeza! ¡Si se enteraran en Madrid!
Se enteraron, ¡vaya si se enteraron! Paca se apresuró a escribir a mamá tan escandalizada y tan complacida que no me costó imaginármela con la baba cayéndole por la barbilla de gusto, ¡dónde iban a parar este par de locas! La Casa de Alba no merecía este descrédito, y si persistíamos en este comportamiento deshonroso, ella renunciaría a su apellido y al título de Montijo, porque le avergonzaba que la relacionasen con nosotras. ¡Si hasta había abortado por el disgusto! Que menos mal que Henry Galve, su cuñado, estaba en la legación española y había podido ejercer la censura en la prensa para que no se publicara nada. Y llevada de su santa indignación y de su cicatera virtud de mujer frígida, nos aconsejó que ingresáramos en un convento. ¡Aún teníamos que dar gracias de que no nos propusiera que Galve nos lanzara al Sena de un certero puntapié en el culo con los bolsillos llenos de piedras!
Por una vez en la vida no tenía una respuesta apropiada y dejé de escribir a mi hermana. Me limitaba a morderme las uñas de rabia. París se me hacía odioso y el nombre del emperador me hería tanto que llegué a identificar el lugar exacto del dolor: una punzada justo debajo del diafragma. Exageraba sus taras y sus defectos y los hice tan enormes y tan oscuros como una nube preñada de tormenta y destrucción. Conocí el odio helador y el miedo y la repugnancia a pisar un bicho viscoso que yaciera en la oscuridad bajo nuestros pies.
Me arranqué a la fuerza de la cabeza todos mis sueños de futuro, toda esperanza de felicidad y todo deseo de amor, pero decidí que a la condesa de Teba, la hija del héroe de París al que el propio Bonaparte había prendido la Legión de Honor en el pecho, ¡él, que no tocaba ni siquiera a los miembros de su propia familia!, no la iba a humillar nadie, porque ella sí que estaba tan repleta de honor que hasta podría reventar.
Pálida, solemne, sombría, tremendamente fatigada, le supliqué a don Próspero:
—¿Qué tengo que hacer? Mándeme y obedeceré.
Don Próspero se arrellanó en la butaca, unió las puntas de sus dedos formando una tienda de campaña y me recomendó:
—Aprovechar sus debilidades. La de la carne, negándole el disfrute de la tuya, ¡hazle saber mediante la artimaña que se te ocurra que eres virgen y que sólo le entregarás tu doncellez mediante el matrimonio! Y su mediocridad y su orgullo herido, ¡ninguna princesa de sangre real lo acepta! Toma conciencia de tu posición, eres Grande de España, la hermana de la duquesa de Alba, sí, Eugenia, no frunzas el ceño que te saldrán arrugas horrorosas y necesitarás dosis dobles de bistecs. Además eres ilustrada sin ser pedante, tus miras son tan elevadas como el Montblanc, la caridad es tu pasión, eres prudente pero alegre, casta pero excitante, tu padre fue un héroe napoleónico —y ofreciéndome un guiño— e se non e vero, e ben trovato.
Para darme ánimos, añadió cariñosamente:
—Ya tenemos mucho ganado. Has perdido el aspecto montaraz y paleto que tenías cuando eras joven, ¡te has convertido en una auténtica parisina! También podría decirte que eres bellísima, Montijuela, pero eres demasiado inteligente para creértelo, aunque tienes esa cualidad tan injustamente repartida que se llama encanto, ¡claro, que lo utilizas cuando te da la gana y generalmente mal! Las señoras decentes no sabéis engatusar, ¡ah, si tuvierais al menos la centésima parte de la feminidad y coquetería de cualquier putita del café Inglés! A ver, ponte de pie.
Me levanté y di unos pasos por la habitación.
—Niña, te voy a traer a Rachel para que te enseñe a moverte, me debe un favor y será discreta. Además, ha sido muchos años la amante del príncipe Waleski, el hijo natural de Napoleón, y sabe cómo deben desenvolverse las damas de la Corte. Y, por cierto. —Señaló el cajón donde solía guardar las botellas de coñac y de ajenjo—. Yo de «eso» me privaría una temporadita...
Me hizo señas para que me acercara. Me cogió de los brazos y me hizo semiarrodillarme delante de él. Me miró con más cariño del que me había dedicado jamás y me dijo con una sonrisa leve que quitaba gravedad a sus palabras:
—Y no se te ocurra enamorarte de él, eh, borriquilla, porque eso sería la tontería más grande de tu vida: sufrirías y no lo tendrías jamás. Para conseguir al emperador debes mantener la cabeza fría, pero también el cuerpo y el corazón...
Yo hice un gesto de protesta:
—¡Pero si lo aborrezco!
A lo que mi maestro asintió fervorosamente:
—Muy bien, Montijuela. No dejes de aborrecerlo nunca, el odio te hará ganadora y te convertirá en la mujer más poderosa de Francia. —Me acarició la mejilla con algo muy parecido a la ternura—. Créeme, el emperador no merece que lo quieras, pero tú sí mereces un imperio.
Rachel llegó con sus grandes ojos de pájaro taciturno, su palidez oriental y sus cabellos negrísimos tan blandamente anudados que siempre acababan desplomándose sobre la espalda como un ofidio húmedo y brillante. Desde el primer momento se comportó con tanta elegancia y circunspección como una severa institutriz, inglesa y fingió no conocer el alcance verdadero de nuestras lecciones. Me obligó a caminar frente a ella y hacer reverencias. Su dictamen fue indulgente:
—Tenéis mucha gracia natural, condesa, y no hay que matar esa vivacidad tan encantadora. Pero la espontaneidad también puede cultivarse.
Venía todas las tardes y me hacía ensayar cientos de veces la misma reverencia que ella realizaba sin dificultad ninguna con el aire risueño y gracioso de un caballito de mar. La pierna izquierda hacia atrás, la derecha se adelanta, genuflexión pero dejando el cuerpo recto como un huso, las manos a ambos costados, los codos apretados en la cintura levantando apenas la falda con la punta de los dedos. Era difícil y agotador, pero al final don Próspero palmoteaba entusiasmado.
—¡Eres la campeona olímpica de las reverencias, Montijuela!
Caminar también requirió largas lecciones. Rachel me ponía libros sobre la cabeza, me ataba los brazos al costado y me obligaba a dar pequeños pasos haciendo que mi falda oscilara como una barcarola de tiovivo. Me enseñó a bajar una escalera sin mirarme las puntas de los pies, a reír sin enseñar las encías y sacando entre los dientes un centímetro de lengüita, convenientemente enrojecida con carmín, a dejar caer los párpados de forma insinuante, a sonreír de medio lado, como si estuviera pensando en un secreto muy agradable, a abanicarme y dar golpecitos con el mango sobre el brazo de mi pareja. Incluso me enseñó a llorar:
—No arruguéis el ceño ni hagáis pucheros, ¡eso sólo sienta bien a las criaturas de pecho y a Dedé! Únicamente os debe caer una lágrima por cada mejilla, y vos tenéis que permanecer con los ojos muy abiertos y las facciones inmóviles. ¡Si no lográis que vuestro caballero os seque las lágrimas antes de que lleguen a la barbilla, todas estas lecciones no habrán servido de nada!
Me comentó que con el color de mi piel no debería usar nunca el gris ni el negro, pero sí el verde y el rojo, y, como me había dicho mi primera modista de Madrid, Teresita, me recomendó que descubriera mis hombros, el escote y los brazos:
—Son bellísimos, condesa, nunca había visto tal pureza de líneas, lo cual tiene mucho mérito, porque, si os analizamos fríamente, tenéis los hombros caídos. Pero la luminosidad de vuestra piel y su turgencia son como imanes para la vista, ¡dan ganas de hundir el dedo en vuestra carne para ver si es de verdad! Este vello que os recubre puede ser repugnante para un hombre casto, pero es incitante y puede volver loco a un hombre corrido como el..., ejem, que haya tenido trato habitual con mujeres, quiero decir.
Nunca se pronunció entre nosotras el nombre del emperador, pero Rachel sabía perfectamente quién era el destinatario de todos aquellos desvelos. Incluso curioseó entre mis cremas y potingues, me trajo unos tarros de los que usaba ella para el teatro y me enseñó a utilizarlos.
—Los masajes siempre hacia arriba, condesa, y si está cansada, ponga la cabeza entre las rodillas unos segundos y levántela bruscamente, ¡se llenará de luz!
Mientras, don Próspero se calzaba las antiparras y contestaba las cartas cada vez más inflamadas del emperador. De vez en cuando alzaba la vista y me preguntaba:
—Eugenia, ¿cómo se llamaba aquel hospital al que acudiste con las monjas del Sacre Coeur cuando eras pequeña y que te causó tanta impresión?
—La Salpétriére.
Y don Próspero comentaba:
—Bueno, voy a escribirle que desde entonces uno de tus sueños es ocuparte de los niños escrofulosos.
Otra tarde era:
—Eugenia, a ver, ¿de quién quieres confesarte admiradora? ¿De la emperatriz Josefina o de María Antonieta?
Ahí yo tuve uno de mis escasos golpes de genio:
—¿Y si dijera de la madre del emperador, Hortensia de Beauharnais?
Mi amigo me miró pluma en alto, tan extrañado como el profeta Balaam cuando oyó hablar a su burro:
—¡Pues eso está muy bien pensado, Montijuela! El emperador adora a su madre, es quizás su única cualidad. Y no es que la pobre Hortensia lo merezca demasiado. Como la casaron con un marica, el hermano del propio Napoleón, se dedicó a acostarse con todos los oficiales de su guardia; ya sabes que dicen que vuestro emperador es en realidad hijo del almirante Verhuell...
Aquí mamá, que revolvía la cesta de costura fingiendo estar ocupada pero sin perder ripio porque también su futuro estaba en juego, acotaba:
—Pues yo he oído decir que nuestro emperador, como dices tú, es hijo natural de Napoleón el Grande, que Hortensia estaba tan prendada del marido de su madre que se convirtió en su amante cuando era niña y fue la única que no lo abandonó jamás.
A don Próspero se le iba el santo al cielo:
—¡Pero si es el tema de una tragedia como Fedral Rachel, tú nunca has hecho la Fedra de Racine, ¿no?
La actriz se indignaba. ¡Había hecho Fedra en el Gymnase y el teatro se venía abajo con los aplausos! ¡Nadie había recitado como ella «¿Conoces, por ventura, al insensible Hipólito», ni desorbitado los ojos con tanta desesperación! ¡Si estaba haciendo esa obra cuando Waleski se enamoró de ella y todos los días se tumbaba en la puerta de su camerino para que pisara su cuerpo cuando salía a escena! Don Próspero asentía con entusiasmo y dilataba sus fosas nasales, ya le parecía estar oliendo la pintura de los decorados, el tufo del gas, la cola de la madera, el pestazo de los camerinos, el olor a mujer algo sucia, el mundo secreto de los teatros, en fin, una de las cosas que más le gustaban del mundo, hasta que mamá le llamaba al orden y volvía resignado a la dura faena de trabajar bajo la firma de otro, lo que para un escritor es la penitencia más ingrata.
Pero a veces se cansaba de tomarse esta tarea en serio y el diablillo burlón que habitaba en él mascullaba, mientras la risa le bailaba debajo del bigote:
—Hoy le voy a escribir que tu mayor ilusión sería modernizar París, que se arregle el problema del alcantarillado y la ampliación de la vía férrea.
Yo añadía:
—Y que baje el precio del ajenjo.
A lo que mi madre argüía:
—Tampoco exageremos, Próspero, que tan tonto tampoco será el emperador este.
Y nuestro amigo decía con brutalidad:
—Cuando tienes en el cerebro la palabra «cono» tan grande como la pirámide de Keops tampoco te queda sitio para mucho más.
La verdad es que poco podría decir de las cartas que escribió, porque me limité a copiarlas sin ni siquiera leerlas, no las toqué porque no quería caer en la tentación de implicarme y poner algo personal en aquellas letras. Al emperador ya no le iba a dar nada, ¡era yo, era yo la que iba a conseguir, no un emperador, sino un imperio!
Claro que don Próspero ahora no deja de lloriquear recordándome que esa correspondencia fue su obra maestra y que permanecerá inédita para siempre, porque, desde luego, cuando me casé con el emperador lo primero que hice fue quemar todas las cartas una a una en la chimenea, ¡anda que me importa a mí la inmortalidad de ciertos escritores vanidosos!
Aunque en realidad miento, porque sí leí la última: «No habléis de amor, sire, el amor es una gracia de Dios que sólo desciende sobre nosotros una vez en la vida, porque tampoco las velas pueden arder más de una vez...».
La respuesta del emperador fue tan sólo un billete desesperado «por favor, venid a casa de mi prima la princesa Matilde. Os lo pido humildemente».
Con qué amargura recibí esta señal de rendición, porque sentí que esta victoria me envilecía en lugar de enaltecerme, pero, como decía mamá, «en la guerra como en la guerra».
Don Próspero me dijo que aceptara, que era el momento justo para dejarme ver de nuevo. Rachel vino por última vez a casa. Habló de la nueva moda de los cinturones de pedrería y las medias de lazos, de su próxima gira por Moscú y San Petersburgo y después me tendió una cajita pequeña de latón. Me miró un instante con sus ojos azabache y luego bajó la vista y me susurró:
—Es un ungüento indio, póngaselo, condesa, la primera noche entre los muslos. A «él» le vuelve loco.
Me hizo un pequeño saludo lleno de gracia y salió rápidamente de casa. Yo me quedé como una idiota en medio de la habitación con la cajita en la mano acompañada por la risa silenciosa de don Próspero. Me giré hacia él enrojecida de indignación:
—Ella, el emperador..., y usted lo sabía...
Mi amigo me hizo una reverencia burlona y se puso a silbar una tonada de moda:
El amante
sólo mira delante.
Si piensas que el detrás existe
¡la jodiste!
Me vestí con un traje aparentemente sencillo, pero con un corte muy complicado para modelar la figura hasta la última curva y una tela carísima de color azul oscuro bordado de petit gris. Palmyre se negó a hacérmelo, porque le habíamos devuelto los dos trajes que nos había prestado para nuestra aventura en Saint Cloud en muy malas condiciones y las damas rusas no habían querido pagarlos. Tuvimos que acudir a una modista nueva, madame Barenne, que nos hizo firmar unas libranzas a cuatro meses y nos proveyó de botines de charol y unas medias de puntillas tan sutiles que hacían sobre la pierna el efecto de tatuajes moriscos. Para no parecer una viuda, me había puesto dos violetas prendidas en una cinta del mismo color del vestido que me ceñía el cuello con un lazo.
Después de un mes sin salir de casa, estaba pálida y delgada, se me insinuaban levemente las clavículas, lo que me daba un aspecto frágil y casi adolescente, y delineé la línea de mis pestañas y un leve trazo de lápiz en las cejas. Me perfumé, sonreí. Me sentía como el soldado antes de entrar en batalla.
Cuando llegué al salón de la princesa Matilde percibí al emperador antes de que él me viera. Se movía con desasosiego, sin prestar atención a nadie, Bachiochi y Persigny le susurraban algo al oído y él se los quitaba de encima como si le molestasen. Cuando se dio cuenta de mi presencia, se quedó sobrecogido, todos lo advirtieron. Hizo acopio de fuerzas y en lugar de esperar a que la princesa Matilde me condujera hasta él, se acercó hacia mí con grandes zancadas, en sus mejillas se dibujaron dos manchas rojizas y sus labios empalidecieron, pero permaneció mudo mientras yo le hacía una profunda reverencia que despertó un apagado oh de admiración entre los asistentes a la tertulia. ¡Empezaba a amortizar las lecciones de Rachel!
Estaba tan trastornado que las palabras estranguladas y con un acento alemán pronunciadísimo apenas se le entendían:
—Señorita de Montijo, me complace mucho que al fin haya accedido a venir de nuevo a casa de mi prima. —Sin poderse contener, me susurró—: Eugenia, no podía estar más tiempo sin veros.
Yo contesté con serena cortesía, pero sin entusiasmo:
—Es un placer, sire.
Tembloroso hasta el paroxismo me condujo hasta un sillón a dos al lado de la chimenea. Me hizo sentar y se limitó a mirarme largo rato con sus ojos castaños preñados de súplicas. Al final me confesó:
—Vuestras cartas me han emocionado. Sois muy inteligente, señorita de Montijo, mejor que inteligente, tenéis un espíritu elevado y un alma sensible. ¡Vuestras miras son tan altas como las mías!
Yo bajé los párpados modestamente dirigiéndole una muda oración de agradecimiento a don Próspero.
A una seña suya, Bachiochi le tendió un libro que me entregó tímidamente:
—Señorita de Montijo, permitidme que os haga un regalo muy especial, que sé que sabréis apreciar... Es el libro que mi madre tuvo en su mesa de noche desde los trece años hasta que murió, mirad. —Me enseñó la primera página, debajo del título y del autor, Ensayos por Charles Montaigne, una letra infantil había escrito «Hortensia de Beauharnais. Un regalo del general Bonaparte por el día de mi trece cumpleaños. 10 abril de 1796»—. Me conmovió que me dijerais que era vuestro autor favorito, que tengáis tanto en común con mi madre me ha impresionado mucho...
Abrió el libro por una señal y me lo tendió. Había una frase subrayada con la tinta ya desvaída:
—Mi madre resaltó este pensamiento para mí, dijo que algún día me sería muy útil.
Allí ponía: «El hombre grande necesita una mujer grande a su lado para que le ayude a llevar la enorme carga de su responsabilidad frente a la Historia».
Cerré el libro y acaricié las tapas, labradas en magnífico marfil.
—Muchas gracias, sire, estoy emocionada por esta muestra de confianza y afecto.
Se acercó a mí con ojos de extraviado y me dijo audazmente:
—No sólo confianza y afecto, Eugenia, no sólo confianza y afecto.
Arrimó su pierna a la mía, por un instante se tocaron nuestros muslos, observé sus manos que se apretaban las rodillas de tal forma que las puntas de sus dedos se volvieron blancas. Me di cuenta de que cuanto más nervioso se ponía él, más fría me conservaba yo. Con lucidez aterradora, lo veía en su verdadera dimensión: un hombre avejentado, con el rostro lleno de tics producto de sus disipaciones sexuales y el paso encorvado de los enfermos de riñón. Lo sabía inconstante en sus afectos, esclavo del vicio, de opiniones superficiales y tan infantil que era incapaz de tener un sentimiento hondo, de hombre de verdad. Adivinaba también que el puesto que ocupaba lo debía, no a su inteligencia, sino a la habilidad de los que lo habían encumbrado utilizando la gloria de su apellido.
No, no era persona agradable mi Pequeño Napoleón. Pero era emperador. Emperador era más que príncipe, más que conde, ¡más que duque de Alba! Emperador era casi Dios, y yo, Eugenia de Montijo, me iba a casar con él.
Lo miré fríamente. El no lo sabía, pero estaba en mis manos, podía estrujarlo y retorcerlo como hacía Pepita con los trapos que utilizaba para fregar. Ya no tenía nada que hacer. A cambio de mi virginidad y del ingenio de mi maestro me iba a dar un imperio. Un imperio a cambio de humo, de mentiras, de nada.
Ensayé en ese momento mi mirada Rachel, un fogonazo de promesas carnales a través de mis párpados inmediatamente abatidos, y él masculló alguna especie de excusa por el malentendido de Saint Cloud, pero yo interrumpí su tartamudeo, me erguí, y sintiéndome como las nobles que iban al cadalso en las infames carretas de la muerte, levanté la cabeza y con voz ensombrecida por el ultraje, protesté:
—Sire, no ignoro que se me ha calumniado, pero le diré, aunque quizás sea una inconveniencia, que sigo siendo la señorita de Montijo. —Me golpeé levemente el pecho—. ¡La misma, entera y sin merma alguna, del día en que nací!
Asintió con pupilas húmedas de náufrago; había comprendido. La emoción del momento lo marcó con círculos ahumados alrededor de sus ojos y los labios de color morado oscuro. A nuestro alrededor nos arropaba un silencio mineral. Creo que todos nos miraban.
Estuvimos poco rato, mamá fingió que no se sentía bien, la princesa Matilde y el conde Nieuwerkerke nos acompañaron hasta la puerta y pude darme cuenta de que ambos me rindieron miradas de admiración, creo que por distintos motivos. En el momento de irnos, en vez de las inclinaciones de rigor, la princesa me dio la mano, a la inglesa, y me dijo:
—Eugenia, podéis llamarme Matilde.
Reintegrarme a mi vida cotidiana fue imposible, consumida por un anhelo tan impaciente como el de los niños la víspera de su cumpleaños en que deben recibir regalos a los que la imaginación presta magnitudes portentosas. Todo lo que me importaba tenía un nombre: el emperador. Me quedaba en casa sin salir, protegida por el parloteo bajo y monótono de la lluvia que caía, interminablemente, sobre París, sumiéndome en largas ensoñaciones y aguzando el oído para sentir el sonido de la campanilla.
Lo siguiente fue ir a Compiègne una semana.
En este palacio, que había sido lugar de vacaciones de los reyes de Francia y que Napoleón Bonaparte y la emperatriz Josefina habían restaurado gastando un dineral, el emperador, ayudado por su prima Matilde, celebraba cada dos meses las «series», reuniones de invitados de diferente procedencia, con el fin de pulsar la opinión del país y atender a las tribulaciones de sus súbditos, aunque su verdadera intención era crear el concepto de Corte, que tantas turbulencia políticas y la falta de arraigo de los Bonaparte en la aristocracia europea habían destruido.
Siempre, claro está, con la vista puesta en la Corte inglesa, el summum de la exquisitez para el emperador. Lamentablemente, era un amor no correspondido, porque, para la reina Victoria, todo lo que tuviera que ver con la familia Bonaparte sencillamente apestaba. Se sabía que su marido, el príncipe Alberto, arrugaba la nariz preguntando cada mañana mientras desplegaba el formidable Times:
—Vamos a ver lo que ha hecho hoy ese tal... ¿cómo se llama? Esteee... —Chasqueaba los dedos—. ¡El de los panales!
Aludía al emblema que había escogido Napoleón el Grande para representar su linaje: la abeja.
Por abejas que no quede, debía decirse todas las mañanas el emperador, porque hasta el tren imperial que partía cada dos meses de la estación de Bolonia trasportando a un centenar de personas rumbo a Compiègne pasando por Chantilly llevaba pintadas abejas en todas las portezuelas y el laborioso insecto no faltaba ni en las cortinas, ni en los platos que se utilizaban. También se advertían multitud de abejas en los gigantescos ómnibus que llevaban al grupo desde la estación hasta la puerta del palacio, atravesando las impresionantes doce mil hectáreas de que constaban los jardines, diseñados de tal manera que no se diferenciaban de los inmensos bosques que los rodeaban porque lo primero que había hecho el emperador al tomar posesión del palacio era derribar los muros y así el sofisticado jardín se metía suavemente en el entorno rústico y salvaje, para que los caballos no encontraran ningún obstáculo.
En el interior no había tocado nada de la decoración: todo era suntuoso, pero muy incómodo, los sillones eran duros, hacía un frío de narices y era tan grande que daba la impresión de que estaba medio vacío a pesar de que, diseminadas por las inmensas estancias sin ningún criterio, se erguían algunas esculturas del conde Nieuwerkerke.
Nuestros apartamentos, contiguos, en el segundo piso, sí eran nuevos, y estaban tapizados en seda azul. Mamá lo dijo con su habitual llaneza:
—Mira, hija, a mi este azul me parece de puta.
Las colchas tenían un olor remoto que no tardé en identificar: el mismo del capote de papá que se ponía Pepita. Mamá no entendió por qué me acurruqué en la cama como si estuviera herida en el pecho por los recuerdos imborrables de una época ya inaccesible y lejana que no iba a volver.
Durante una semana se cazaba el zorro, se visitaban las vecinas excavaciones de Viollet Le Duc en Pierrefonds, se comía en abundancia pero de forma mediocre, e incluso, si apetecía, se podía bajar a las cocinas y ayudar a los chefs a elaborar algún plato inspirado vagamente en el recetario del cocinero Caréme, que había estado al servicio de aquel enorme epicúreo que había sido el obispo Talleyrand.
¡Mejor no lo hubiera hecho! De todos los animales dañinos que produjo la revolución el peor tal vez es el cocinero, culpable de la degradación de la en otro tiempo exquisita cocina francesa. Vi cómo los pinches y marmitones metían los dedazos en las salsas y que se volvían a echar en las ollas los restos de las comidas anteriores. Las piezas cobradas colgaban del techo y se desangraban encima de los platos ya preparados, se camuflaban los pescados en mal estado con especies, se bebía directamente de las botellas que iban a la mesa y los cocineros llevaban ropas sucias y malolientes, los pelos tan largos que se metían en las ollas, los pies descalzos.
Estuve una semana sin apenas probar bocado que procediese de las cocinas, me alimentaba de moras, higos, naranjas y fresas silvestres, lo que me causaba unos retortijones tan espantosos que tenía que pasarme todo el día buscando un escondite donde aliviarme, cuanto más lejos mejor. Previniendo ruidos que delatasen la verdadera función que realizaba en aquel momento, cantaba a grito pelado, mayormente aires andaluces.
Quisiera ser como el aire
pa yo tenerte a mi vera
sin que lo notara naide.
Mis comidas vegetales, mis aficiones canoras y mis largas caminatas en solitario me dieron fama de extravagante, hasta el punto de que un día, antes de perderme bosque adentro, sorprendí a la princesa de Moskowa diciéndole a su marido:
—Mira, ya está la de Montijo haciéndose la interesante.
Madre mía, ya le regalaba yo todas mis interesanteces que tan malos ratos me hicieron pasar, siempre temiendo que algún guardia madrileño enviado por el duque de Sesto, poseído por un afán recaudatorio sobrehumano, apareciese papeleta en mano para endilgarme la consabida multa.
Se jugaba al tejo, al veintiuno y a las charadas, se tocaba el piano y se descansaba en la sala de fumadores decorada como un club inglés, donde también se leía el periódico y desde donde se oía el entrechocar de las bolas de billar en una sala cercana. A través de una puerta entreabierta, se veía a unos hombres de aspecto concentrado alrededor de una mesa de juego, no faltaba nunca Bachiochi, no en vano, se comentaba en voz baja, su abuelo había sido croupier de casino antes de casarse con Elisa, la hermana de Napoleón.
Y, sobre todo, se galopaba por la hermosa región de la Picardía, llena de arroyos incandescentes, pequeños valles, rocas violáceas, desfiladeros abruptos y dos ríos caudalosos y salvajes.
En los claros del bosque, misteriosos restos de tumbas merovingias parecían vigilar que no se alterara aquella paz de siglos.
Cada dos días la caza era nocturna, a la luz de las antorchas. Después había un espectáculo de fuegos y baile hasta la madrugada, a última hora se tocaba el vals. Los músicos se lamían las puntas de los dedos para refrescarlos. Los caballeros, con el busto arqueado, el codo en alto, el mentón saliente, y las mujeres, con el cuerpo inmóvil y la barbilla inclinada, danzaban en el centro del salón, mientras las señoras mayores se sentaban en círculo agitando sus abanicos de seda y oliendo frasquitos con tapón dorados. Si conseguías permanecer de pie sin acostarte, el desayuno se servía en el jardín, perfumado por el aroma de los laureles, palmeras, granados y camelias. La glorieta rodeada de naranjos era mi lugar favorito, porque su fragancia dulzona y embriagadora me recordaba a mi añorada quinta de Carabanchel.
Se nos pidió que no lleváramos a nuestros criados, ya que los novecientos que había en el palacio podían ocuparse de nosotras, petición que acogimos con alivio pensando en el papel que hubiera hecho nuestra Pepita en aquel ambiente tan refinolis, claro que ella en la cocina no hubiera quedado mal camuflando pescados podridos y pegándole a las botellas de vino un buen viaje, ¡en todo lo que fueran pillajes y trapicheos nuestra Pepita era maestra!
Las «series» no dejaban de ser una buena idea, pero se llevaban a cabo con tanta torpeza que los periódicos satíricos se cebaban en ellas. Charivari titulaba sus crónicas desde Compiègne: «La corta Corte del emperador más corto del Planeta». Y daba cuenta de que «¡sorpresa! Ayer se identificó en el palacio a un auténtico noble, al parecer se había extraviado por el bosque cuando iba a buscar setas. Sus primeras palabras fueron: Oh, qué sitio tan peculiar, está lleno de abejas, ¡se parece a un panal!».
Fallaba la organización: el emperador estaba muy ocupado, la princesa Matilde no tenía demasiado interés, y Bachiochi, Persigny y los hombres del emperador eran extranjeros y carecían de cualquier tipo de habilidad social, además de que desconocían los nombres que contaban en Francia. El resultado era una mescolanza de ricos de las finanzas, antiguos aristócratas empobrecidos y deseosos de pasar una semana de gorra, artistas mediocres y envidiosos que obstaculizaban la presencia de los hombres de talento como Ingres, Sainte Beuve o Lamartine, que, al fin, aburridos, excusaban su presencia con cualquier pretexto.
Incluso acudía alguna cortesana de altos vuelos. Se rumoreaba que miss Howard ocupaba discretamente unos aposentos fijos y que una vez Dedé había acudido a una «serie», aunque no había salido de su habitación (el emperador tampoco).
Ni siquiera los atuendos estaban uniformados: alternaban fraques con condecoraciones, chaquetas con corbata, levita e incluso culottes antiguo régimen. La princesa Matilde, que era la que tenía que dar la pauta de elegancia, era muy descuidada en el vestir, llevaba trajes con reminiscencias rusas, riquísimos pero muy mal hechos y que le sentaban muy mal; todo pretendía arreglarlo con sus joyas fabulosas, que cambiaba varias veces al día. Según se decía, un compartimento del tren imperial estaba reservado a sus baúles con alhajas. El resultado era que las demás señoras descuidaban también su apariencia, porque se consideraba de buen tono no ir demasiado elegante. Los perifollos se relegaban para las fulanas.
El emperador se lamentaba en ocasiones:
—Durante una semana no he podido hablar con nadie, ¡me he aburrido!
El día que llegamos a Compiègne el viento hacía rodar por el suelo unas hojas abrasadas por el crudo invierno, y el cielo, mal limpiado por una lluvia matinal, se desgarraba por poniente y llenaba de luz la fachada del palacio, que brillaba como una pastilla de jabón. Éramos los huéspedes que llevábamos más equipaje, madame Barenne consintió en hacernos un nutrido guardarropa, que transportábamos en una docena de gigantescos baúles y otras tantas sombrereras. No teníamos ninguna intención de dejarnos llevar por la desidia indumentaria, ¡en aquel tiempo éramos tan pobres que no nos podíamos permitir el lujo de parecerlo!
Recibiéndonos, estaban la princesa Matilde con el conde Nieuwerkerke, Persigny y la princesa Moskowa, Bachiochi y su mujer, mucho mayor que él y de la que se decía que llevaba bolas de parafina debajo de sus fofas mejillas para parecer más joven. Después de los saludos un chambelán me entregó un grueso libro ricamente encuadernado en piel roja en el que debía estampar mi firma. Mientras me desenguantaba, leí con curiosidad algunos de los nombres que figuraban allí. El corazón me dio un vuelco cuando en medio de letras alambicadas, rizos impensables en la rúbrica, iniciales desproporcionadas, caligrafía de convento de monjas y trazos temblones de ancianos, se destacaba la firmeza de un nombre trazado con tanta fuerza que casi rompía el papel: Fernando de Lesseps.
Me asaltó el recuerdo de sus ojos quemantes y encogí el estómago como si ahí estuviera recibiendo su acometida. Mi madre, que miraba por encima de mi hombro, no pudo evitar exclamar en voz alta:
—Mira, Eugenia, Lesseps.
Bachiochi observó el libro fríamente y nos informó de que:
—Sí, vino en la serie del mes pasado. Quería hablar con el emperador de un proyecto loco en Egipto, pero tuvo que irse rápidamente, porque su mujer se puso enferma.
Mamá le informó de que era primo nuestro, y la princesa Matilde nos reveló con una expresión tan evocadora que el bello batavio levantó una ceja:
—Pues es un hombre de verdad su primo, Manuela.
Con displicencia, Bachiochi admitió:
—No cabe duda de que es una persona interesante.
En nuestras habitaciones, un criado ya había deshecho mis baúles y todo estaba perfectamente colocado en los armarios. En el tocador había perfumes y jabón, en la mesa de noche, un recordatorio de nuestra agenda diaria. Asimismo se nos advertía de que la peinadora pasaría a las nueve de la mañana. Para la higiene personal había una palangana con una jarra y un bidet en el centro de la estancia. Todos sabíamos que Napoleón el Grande exigía que hubiera un bidet en cada habitación del palacio y que él le había legado el suyo a su hijo, el desgraciado rey de Roma, en su testamento.
El criado que entró con paso furtivo iba vestido de negro, porque el emperador había importado esta moda de Inglaterra, decía que le molestaba vestir al servicio como si fueran bailarinas. Llevaba unas flores y también una nota. El emperador en persona me daba la bienvenida y me advertía que en las cuadras tenía un caballo para mí sola: Constance, una hermosa yegua árabe con la que tenía mucho gusto en obsequiarme.
Bajé rápidamente a las cuadras, el criado, a la carrera a mi lado, me iba indicando el camino. Estaban lejos del castillo, pero no me importó, porque me volvía loca pensar que, después de tantos años, volvía a tener un caballo propio. Mío. Que sólo montaría yo.
El criado apenas podía seguirme. Entré en las caballerizas. Los nombres de los animales estaban escritos en negro sobre placas de porcelana, el suelo de las dependencias donde se guardaban los arreos brillaba como un salón. Constance era una yegua color café con leche, con lomos brillantes como anguilas marinas y unos grandes ojos líquidos, que fijó melancólicamente en mí. Le sonreí, y ella, por imitación, enseñó los dientes. Un palafrenero la estaba cepillando:
—Es de rienda noble y muy ligera. Es bastante señorita y no le gusta el castigo, pero a las buenas hará todo lo que usted le pida...
Aspiré con delectación el sano olor a estiércol, tan familiar. ¡Me hubiera revolcado en él, tanto me gustaba! Maquinalmente cogí el cepillo y empecé a peinar a mi yegua bonita. Se sacudió la crin, yo también me sacudí la mía, y ambas nos pusimos a reír; sé que una de las dos relinchaba en lugar de reír, pero ahora no podría decir cuál:
—Cabriolera, artista, guapa, te voy a dejar más guapa que Rachel, no me seas putona, que ahora me miras como Dedé y yo quiero que seas una dama ferolítica, a ver si nos van a echar del palacio...
Estábamos ahí las dos, a nuestras cosas, como hacen las amigas, cuando de pronto vi al emperador apoyado en la cerca, me miraba sonriendo en silencio, con su perro Ham a sus pies:
Sin dejar de cepillarla, le dije:
—Gracias, sire.
—Por veros reír así, yo haría locuras, Eugenia.
—Tendré que consultarle a mamá si puedo aceptar el obsequio. —Intenté adoptar una actitud circunspecta, pero luego la alegría me salió por todas partes y no pude disimular—. ¡Es preciosa! ¡Le voy a cambiar el nombre, sire, le pondré Jezabel, por su aire majestuoso!
—Caramba, Eugenia, no soy experto en sagradas escrituras, pero yo creo que esa Jezabel era un punto.
—No, sire, llegó a ser reina de Israel, pero, como era mujer, tuvo que gobernar a través de sus dos hijos, que eran malvados además de idiotas y terminaron matándola por envidia.
Mi Jezabel será la reina de mi vida, porque es la yegua más bonita y retrechera de Francia.
—¿Y yo no merezco ningún piropo?
Me acerque a él hundiéndome en el estiércol, ¡adiós botines de satín!, e intenté que la reverencia me saliera impecable. Rachel estaría orgullosa de mí, aunque iba con los tacones enterrados en mierda y todo el bajo de la falda sucio de boñiga. El emperador se echó a reír y me dijo:
—Las damas de ahí afuera están vestidas de seda y perfumadas como demonios, pero ninguna de ellas es digna de atarle la cinta de su zapato, Eugenia...
Me apoyé en la cerca y me acerqué confianzudamente como si fuera uno de los pollos con los que departía en las noches interminables de Carabanchel, como si ambos tuviéramos dieciséis años:
—Sire...
El emperador me devoraba con los ojos:
—Decidme, condesa.
Bajé la voz como si lo que iba a comentarle fuera de capital importancia:
—Sire, cuando estamos solos me llama Ugenia, y si hay alguien delante me llama Eugenia...
—¿Y tú qué prefieres, niña?
Sé que si le hubiera pedido que caminara a cuatro patas, se dejara colocar la montura y comiera avena, hubiera incluso relinchado de agradecimiento, pero me limité a decirle entre risas:
—¡Llamadme como queráis, sire, pero llamadme siempre!
El emperador alargó las manos a través de la cerca como el preso que busca ansiosamente la libertad a través de los barrotes, pero yo, de un salto, volví al centro de la cuadra. Persigny vino a buscarlo. Antes de cruzar la puerta, el emperador se giró y me dio un palmadita imaginaria con la mano que me hizo poner cara de susto, y después se fue sonriendo.
Cuando salí, me di cuenta de que un criado estaba tratando de impedir que una mujer elegantemente vestida de amazona entrara en las cuadras. Iba acompañada por dos niños. Ambos tenían las piernas cortas y los ojos Bonaparte. Comprendí que se trataba de miss Howard y de los hijos del emperador y de su criada en el fuerte de Ham, la bella Sabotier.
Me acerqué a ellos. Miss Howard tenía una naricilla arremangada y graciosa y unos ojos muy azules y muy abiertos que le daban expresión de perpetuo asombro. Me miró expectante, pero sin ningún embarazo. Los niños me observaron con curiosidad. Les acaricié las mejillas y les pregunté:
—¿Cómo os llamáis?
El mayor adelantó un paso y sacudiendo la cabeza para evitar mi caricia, me repuso con altivez, procurando estirar su corta estatura lo máximo posible:
—Yo soy el conde de Orx y mi hermano el conde de Labenne.
Miss Howard posó sus manos en los hombros de los niños y me dijo como disculpándolos:
—Se llaman Eugenio y Luis.
El mayor me miraba fingiendo desafío, pero con una punta de inseguridad en el fondo de sus ojos. ¡Lo entendí tanto! Me puse seria y le dije:
—Te llamas Eugenio, como yo.
Mientras, para mis adentros, me congratulé, «muy correcto, se ha guardado el nombre de Luis Napoleón para su hijo legítimo». El criado, violento, me instó a que regresáramos.
Les dirigí a los tres un pequeño saludo, que miss Howard contestó con una sobria inclinación, y me encaminé a palacio, pero pude oír cómo Eugenio le comentaba a Luis:
—¡Es muy guapa!
Fueron unos días felices, y hubo tantas risas que en alguna ocasión oí exclamar a Morny, el medio hermano del emperador:
—¡Por fin ríe Su Majestad! ¡Llegué a pensar que había olvidado cómo se hacía!
Sólo por eso ya me cayó bien para siempre.
En nuestro grupo figuraban Camerata, mi cuñado Henry Galve y el duque de Osuna, Mariano, Saint Fabien y sus compañeros de Academia. Mamá se puso muy contenta, porque con ellos llegó también el mexicano José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar, su antiguo admirador de Madrid, que le susurraba palabras dulces en las noches carabancheleras. Se había convertido en un petimetre, llevaba una chaqueta larga de terciopelo cruzada con cuello alto, que dejaba asomar sólo la punta del cuello de su camisa como si fuera una gola antigua, y pantalones tan apretados que debían abrocharse a los lados con trabillas. Besó la mano de mamá sin dejar de mirarle el escote:
—Condesa, he atravesado un océano para venir a platicar con usted.
Mi madre puso un gesto de boca tan cursi que no pude evitar decirle a José Manuel, con bastante mala leche, lo reconozco:
—¡Pero, Hidalgo, si te han visto todas las tardes en el café Inglés!
¡Anda que iba a arredrar yo a un huevón hijo de la gran chingada! Ocultó su rostro brutal y lozano para inclinarse ante mí, después lo alzó y me dijo mirándome con profunda pena:
—Sí, fue muy triste, ¡tener que contentarme con capillas pudiendo tener catedrales!
Un ligero brillo en sus ojos me advirtió que no era tan tonto como parecía.
Camerata me hacía versos y me los dejaba escondidos en las macetas y en los árboles, los otros invitados los encontraban con gran alboroto y los leían a grito pelado mofándose de las rimas, hechas con sinceridad, pero un tanto peregrinas:
Soy vuestro, Eugenia,
si nadie lo remedia.
Me pongo a vuestros pies
y así veré el mundo al revés.
Yo le agradecía sus atenciones y sus poemas y me admiraba del trabajo que le habría dado componerlos. El me contestaba señalando un punto indeterminado del vacío:
—No he sido yo, ¡ha sido la Musa!
Los otros chicos le hacían bromas:
—Camerata, ayer vi a vuestra Musa volar hacia Pierrefonds.
Saint Fabien le decía con aire preocupado:
—Camerata, para mí que huía despavorida porque en la cacería de ayer tiraba Nieuwerkerke, que ya sabéis que es muy malo.
Al día siguiente acudieron todos a su lado en profundo silencio, vestidos de negro, y le comunicaron con aire conmiserativo:
—Ha caído con honor la Musa, Camerana, ¡valor, querido amigo! Sí, fue un tiro de Nieuwerkerke. Apuntaba a unas perdices, pero como la Musa estaba por allí, revoloteando tranquilamente, confiada... creo que no sufrió, murió haciendo versos... los ha guardado Su Majestad.
Y el emperador, que estaba en la broma y se divertía como el chiquillo que nunca pudo ser, sacaba un papelito arrugado y se lo tendía a su sobrino:
—Ten, Cario, guárdalo, vale la pena.
El papel, que todos conocíamos, ponía tan sólo patatas, coliflores, carneros, botellas de vino, carpas... era la lista de la compra del día anterior, y entonces Hidalgo echaba mano de su verbo florido para explicarle:
—No se lo tengas en cuenta, chamaco, estaba confundida, hay que rendirle honores de tenienta generala por lo menos, ¡no hubo una Musa mejor!
Mariano miraba al cielo trágicamente:
—¡Vaya pedazo de Musa se ha perdido el mundo!
Y Camerata reía, algo ofendido por el escarnio feroz, pero orgulloso por ser el centro de las conversaciones y de que hasta el emperador hubiera condescendido a burlarse de él, aunque, eso sí, dejó de componerme versos y se dedicó a dirigirme únicamente miradas con esa expresión que el populacho denomina de cordero degollado.
Mariano terminó por flechar con sus ojos a la duquesita de Le Brusc, que estaba sin su marido. Me divertía ver cómo ambos se iban agotando día a día, o mejor debería decir noche a noche, hasta el punto de que a veces se quedaban dormidos paseando a caballo. Henry hacía las funciones de caballero acompañante, pero apenas tenía ocupación, porque el emperador no me dejaba ni a sol ni a sombra. Seguía nuestras conversaciones con una sonrisa negligente, aunque muchas no las entendiera, y su actitud era la del tío mayor que ve con indulgencia cómo se divierten sus sobrinitos.
Sus miradas incendiarias, sin embargo, no dejaban lugar a dudas de qué tipo de amor sentía él por la sobrinita en cuestión. Hidalgo me lo dijo por lo bajinis un día a su manera:
—Mira, chica, si te esmeras este pinche terminará cayendo en el garlito.
Mi traje de montar era una verdadera obra de arte. Me lo había hecho madame Barenne, pero lo había dibujado yo, con los colores de la caballeriza imperial, azul y rojo; el pequeño corpiño y la túnica de seda iban tan ajustados al cuerpo que apenas podía inclinarme. El chai lo llevaba en bandolera y me había puesto un casquete azul con una pluma roja, imitando los gorros que llevaban los jockeys en el hipódromo.
Cuando aparecí en el patio delantero del palacio, las otras damas exhalaron un gritito apagado y Persigny, cuya mujer, que lucía una cuperosis prematura en su enorme narizota y parecía un salchichón embutido en rasos y sedas totalmente inapropiados para el momento del día y la ocasión, me dijo con impertinencia:
—Os debéis sentir muy segura de vos misma para llevar un atuendo tan atrevido.
—Es al contrario, señora, es el atuendo el que hace que me sienta así.
Monté de un salto sin que nadie me ayudara, avancé al trote sin mirar atrás, la grava crujía bajo las patas de Jezabel como vidrios machacados. No tardé en sentir primero los pasos del caballo de Su Majestad imperial siguiéndome, y, a continuación, el soniquete desordenado del resto de la partida.
Saint Fabien, que era muy buen jinete porque estaba en el arma de caballería, me adelantó por la izquierda retándome fusta en alto:
—¡Eeeeeh, condesa!
Yo piqué espuelas y allí fuimos todos a una velocidad endemoniada, hasta que las señoras optaron por retirarse y sólo quedamos los más osados, emperador incluido.
Siempre iba yo en cabeza, y no sé si por cortesía o por impotencia, nadie me arrebató jamás este primer puesto.
Una tarde, embriagada de libertad, me fui tan lejos y por vericuetos tan retorcidos que los perdí a todos de vista y me extravié. Jezabel se cansó de galopar y optó por el paso lánguido y tranquilo de las hembras de lujo, y estuvimos vagando por el bosque como cazadoras furtivas hasta que se hizo oscuro, cuando las primeras estrellas parpadeaban quedamente anunciando una noche helada. Por fin vislumbré a través del espeso follaje de los árboles el resplandor amarillento del palacio. En la puerta principal me encontré al emperador paseando impacientemente. Cuando me vio aparecer con el caballo de la brida y cojeando, no pudo evitar gritarme:
—¡Cojones, Ugenia, hubieras podido matarte!
Dócilmente mi yegua relinchó como disculpándose, pero la risa le bailaba en sus orejas estremecidas, ¡habíamos sido i.in dichosas!
Día a día, con torpeza, el emperador intentaba desplegar todos sus encantos y desenfundar las armas de que disponía para conquistarme. Una mañana me enseñó la habitación de María Antonieta. Tenía las paredes cubiertas de paneles al estilo pompeyano, un tocador con un espejo de seis cuerpos en el que podías ver tu rostro desde todos los ángulos, incluso desde arriba, y me llamó la atención lo pequeña que era la cama, parecía una cuna, porque estaba hundida en una construcción de madera con forma de cajón y cubierta por un dosel que la cerraba completamente. En la mesa de noche, dentro de un marco y prensadas por un cristal, estaban las flores descoloridas e inútiles de su ramo de novia.
Al lado de la cama había un reclinatorio. Me arrodillé. El cojín de seda azul estaba levemente hundido por el peso de las rodillas de la reina decapitada. Percibí el mismo frío helador que había sentido cuando era pequeña y corría por las mismas calles donde las carretas de la muerte la habían llevado al cadalso. Ese túnel de silencio y aire inmóvil.
Me sobresaltó el emperador poniéndome la mano en el hombro, y me dijo en un susurro cómplice con el semblante lívido de miedo:
—¿Vos también la notáis, Ugenia?
Asentí mudamente intentando tragar un nudo en la garganta que me impedía pronunciar palabra, y así nos quedamos un momento, sobrecogidos por el alma de esta reina desgraciada que aleteaba a nuestro lado como la llama de una vela. Creo que nos daba su bendición.
El emperador se empeñó también en jugar al ajedrez, que había perfeccionado en su largo encierro en el fuerte de Ham, y le hice jaque mate a la décima jugada. Me miró con dolorida sorpresa, no porque le hubiera ganado, sino porque tuviera el descaro suficiente de no dejarme ganar como el resto de sus súbditos. Fuimos a la galería de tiro, y en puntería también le superé. ¡Pero si hasta levantaba más peso que él! El atleta Hipólito Triat vino un día a enseñarnos a desarrollar nuestra musculatura y nos trajo unas pesas para que hiciéramos prácticas. Aunque la campeona absoluta, por delante de los hombres, fue la princesa Matilde. Rodilla en tierra, levantó una terrible mancuerna de cincuenta kilos. Sus abultados bíceps terminaron por desgarrar la sutil seda de las mangas de su vestido con un chasquido sobrecogedor que nos amedrentó a todos. El oh de admiración que levantó entre la concurrencia iba teñido de un temor reverencial que ya no se disiparía jamás, ¡nadie iba a olvidar jamás aquellos bíceps de acero! Ni siquiera su devoto amante, en cuyo rostro quedó fijada una expresión de alarma de forma indeleble.
También los intentos del emperador de bailar el vals conmigo eran patéticos, mientras sus pequeñas piernas daban un paso, a mí me daba tiempo de dar cuatro más, y se armaba un lío con la izquierda y la derecha, lo que hacía que chocáramos con las otras parejas y que mis pies acabaran tan espachurrados como los de Pepita, que solía ir descalza. La princesa Matilde, que velaba como un dragón para que la grandeza de los Bonaparte no quedara disminuida a los ojos de los franceses ni siquiera en una cosa tan nimia como el baile, decidió sustituir la música por obritas de teatro, ¡vino la compañía del Gymnase a representar un vodevil! Y también organizó simulacros de juicios de casos célebres interpretados por nosotros mismos. Durante la tarde repartíamos los papeles, juez, abogado defensor, fiscal, y elegíamos la trama histórica que queríamos representar. A mí me tocó hacer el papel de Carlota Corday compareciendo frente al tribunal de la revolución acusada del asesinato de Jean Paul Marat y defendiéndose a sí misma.
Le pedí prestada su cofia y un delantal a una criada y me até unas cintas alrededor del rostro. Yo misma, recordando las obras de teatro que don Próspero había dirigido en Carabanchel, preparé la escenografía. Pedí que la sala permaneciera a oscuras y que tan sólo me alumbrara una lámpara colocada a la altura de mi cabeza. Morny que hacía el papel de juez, puso su voz tenebrosa de ángel caído para preguntarme:
—Ciudadana, ¿quién ha sido vuestro cómplice en este asesinato terrible?
Permanecí muda y erguida frente al juez. Después me giré con lentitud hasta que la luz cayó directamente sobre mi rostro, levanté mi mano, en la que llevaba un puñal teñido de rojo, y señalando al emperador, contesté:
—¡Toda Francia!
Los invitados rompieron a aplaudir con entusiasmo sincero, con la princesa Matilde a la cabeza. Únicamente quedó en silencio el emperador, con el duro e impenetrable resplandor de sus ojos observándome a través del humo de su cigarro.
A última hora jugábamos a las cartas. Yo únicamente conocía el tute y la brisca, ¡cuántas veces con Pepita, sobre la guitarra puesta al revés, habíamos jugado en las aburridas habitaciones de hotel, envueltas en mantas para combatir el frío, mojando el pulgar al dar las cartas como en la taberna, y bebiendo ajenjo!
Pero en Compiègne sólo se jugaba al veintiuno. Bachiochi me explicó someramente de qué iba y repartió cartas. Me tocaron dos figuras, veinte puntos. El emperador, en voz baja, me aconsejó que no me arriesgara y que era mejor que me plantase:
—No pidáis carta, Eugenia, porque podéis perderlo todo.
Mi respuesta la oyó todo el mundo:
—¡Sire, yo lo quiero todo o nada! —Mirándolo fijamente, le ordené a Bachiochi—. ¡Carta!
Salió el as. Sumé veintiuno. Gané.
Vi resentimiento en muchas miradas, pero el brillo insostenible de los ojos del emperador me estaba diciendo lo que le gustaría empujarme al suelo y romperme y romperse.
Menos mal que mamá vino a buscarme para que subiéramos a acostarnos. Me despedí de todos con una reverencia en círculo que las damas de la Corte intentaban imitar sin conseguirlo, ¡ellas no habían tenido a Rachel de maestra! Corriendo y subiéndome las faldas hasta el tobillo, empecé a trepar por la escalera, cuando el emperador se acercó a la barandilla y me preguntó levantando la mirada hasta donde yo estaba con la sonrisa en los labios pero unos ojos obstinados que daban miedo:
—¿Cómo se va a vuestra habitación, condesa?
Y yo, sin dejar de correr entre un revuelo de sedas y enaguas, le contesté en voz muy alta:
—¡Por la capilla, sire!
Todos rieron, incluso él, pero tan desganado que su risa semejaba un quejido.
Llego el último día. Salimos a montar muy temprano. La duquesa de Moskowa iba con sus mejores joyas y miraba con desprecio nuestros trajes desprovistos de todo abalorio. Cuando mamá le comentó que en España no era costumbre adornarse con piedras preciosas cuando se va de caza, la duquesa respondió con malevolencia:
—Pues «nosotras» llevamos brillantes para cazar desde hace ocho siglos. ¡Las que los tenemos, claro!
Llegamos a un claro del bosque y el emperador propuso tomar un tentempié. Bajaron las cestas de picnic, extendieron un mantel y sobre él, lengua, fiambre, codornices en escabeche, pastelillos de foie, termos de té, un barrilito de cerveza y frascos de licor. Hidalgo se sacó del bolsillo trasero del pantalón una petaca de plata con tequila y brindó:
—Con permiso, sire. ¡Vamos a levantar a los muertos!
Bebimos entre risas. El aire olía aún a amanecer, el viento del noroeste derramaba sobre nosotros el aroma de la resina, la lavanda, el tanino amargo de los encinares, la yerba se cimbreaba voluptuosamente acunando a las campanillas blancas, unas flores amarillas cuyos nombre no he conocido nunca y tréboles tan delicados que parecían dibujados por un miniaturista japonés. Arranqué uno. En las tres hojas temblaban unas gotas de rocío puras como diamantes. Se lo enseñé al emperador:
—Mirad, sire, son más bellos que las joyas.
Por la noche, cuando subí a mi habitación, agotada, llena de sudor y de sonrisas que se me escapaban solas por los labios, me encontré con un paquete en la mesa de noche. Era de la joyería Cartier y llevaba la N de Napoleón en la tapa. Lo abrí con curiosidad: sobre un lecho de terciopelo negro brillaban tres esmeraldas talladas en forma de trébol con un brillante en cada hoja simulando una gota de rocío. Cien diminutos arco iris, encendidos de colores, brillaban en el fondo de cada piedra.
Ninguna nota. Ninguna carta.
Dudé si ponérmelo. Era muy aparatoso y despertaría habladurías. Finalmente, preferí dejarlo en la habitación. Cuando bajé a cenar, el emperador me miró en el acto el vestido para ver si llevaba prendido el broche. Noté su mirada de decepción, pero yo le di las gracias con la cabeza y su semblante se iluminó como si hubiera salido el sol.
Pero esa noche parecía presa de un enorme desasosiego. Tuvo un aparte con su prima Matilde y por primera vez este hombre flemático levantó la voz:
—No se ha llegado a este punto, pero, si se llega, Matilde, tendrás que aceptarlo.
La princesa llevaba la fabulosa tiara de las flores, hecha a base de unos rubíes que estaban considerados los más perfectos del mundo, rodeados de grandes brillantes. El diseño tenía forma octogonal, y lucía pendientes a juego con rubíes también pero en forma de gota, que le llegaban a los hombros. Con su aspecto algo hombruno y sus modales de oficial prusiano parecía un caballo enjaezado más que una mujer, pero, en cuanto a majestad, no le ganaba nadie. Fue a decir algo insolente, pero finalmente la buena crianza y el respeto a su primo prevaleció. Se inclinó en una reverencia y desgranó unas palabras en un murmullo apretado que muy pocos escuchamos:
—Bien, lo aceptaré porque es una orden y es mi deber.
Pero el emperador ya no le hacía caso, se iba a una bandeja a coger una copa, que dejaba al camarero siguiente sin probarla siquiera, se levantaba, se sentaba, se acercaba al grupo en el que yo estaba, escuchaba sin abrir la boca, se quejaba del frío, del calor, yo fingía no advertir su desazón ni sus deseos de hacer un aparte conmigo... Finalmente los jóvenes que merodeaban desaparecieron misteriosamente y nos quedamos frente a frente. Carraspeó y me dijo:
—Así, os vais mañana, señorita de Montijo.
—Sí, sire, ¡lástima!, recordaré estos días toda mi vida.
—Esto se quedará muy triste sin vos... ¿Os lo habéis pasado bien?
—Bien es poco, sire, he podido conocer a personas tan interesantes y en este paisaje tan maravilloso que la semana se me ha hecho corta.
—Espero que me contéis entre vuestros amigos, Eugenia.
Me incliné con una reverencia y respondí:
—Para mí sería un gran honor, sire.
Mamá vino a rescatarme, al día siguiente teníamos que madrugar y debíamos retirarnos. El emperador me cogió la punta de los dedos con su mano ancha y corta de trabajador manual y me dijo con expresión triste:
—¿Ya os retiráis, Eugenia?
No respondí, me limité a alejarme. A solas en mi habitación, mientras me desnudaba yo misma porque no quería tener que esperar a la doncella que a saber a qué hora llegaría, empecé a pensar si no habíamos perdido el tiempo. Nos íbamos y no había nada definitivo, porque nada, en realidad, había ocurrido... Me puse mi camisa de dormir, me solté el pelo y algo desalentada me metí en la cama. El edredón, hecho del plumón más fino del ave, transmitía a mis pies helados un calor misterioso. Me adormecí.
Inmediatamente, me desveló el sonido de la puerta al abrirse. Una silueta se recortó un instante en la claridad ambarina del pasillo. Después alguien cerró desde fuera con extrema delicadeza y sentí una voz tenue y susurrante:
—Eugenia, Eugenia.
Unos pasos quedos y titubeantes se fueron acercando a mi cama. Me incorporé y encendí una bujía que levanté sobre mi cabeza.
En medio de mi habitación estaba el emperador. Iba con la camisa por fuera de los pantalones, despeinado y con los ojos inyectados en sangre. Como un ciego, iba palpando los muebles mientras gimoteaba con voz de sonámbulo:
—Eugenia, Eugenia.
Salté de la cama, me quedé de pie frente a él con la lámpara en la mano. Se acercó a mí, retrocedí, él estaba cada vez más cerca. Sabía que si gritaba nadie vendría a auxiliarme, probablemente sus hombres estarían haciendo guardia en el pasillo impidiendo que alguien se acercase, ¡era el emperador! Con la mano que tenía libre palpé a mis espaldas una silla, derribé un jarrón, por fin cogí la fusta del caballo que un criado negligente había olvidado sobre una mesa en lugar de guardarla en el baúl.
La levanté, el emperador, sin prestar atención a mis gestos, con voz opaca, continuaba avanzando, ya con las manos tendidas, las palmas abiertas contra el suelo, casi me tocaba:
—Ugenia, Ugenia.
Di un salto atrás, recordé mis lecciones de esgrima, enarbolé la fusta y le grité:
—¡Deteneos, sire, deteneos!
Sordo y ciego, continuaba avanzando implacable, guiado por la fuerza más poderosa de la tierra, olfateando como el perro huronero a punto de entrar en la madriguera detrás de su presa. Volví a gritar:
—¡Atrás, atrás!
Nada podía detenerlo. Hice restallar el látigo a sus pies, grité:
—Sire, os atacaré, os marcaré la cara, yo no tengo ni marido ni hermano que me defienda, ¡tendréis que matarme o morir si queréis poseerme a la fuerza!
Le golpeé las piernas con la fusta, la levanté y ya iba a cruzarle la cara; estaba desmelenada, el sudor me caía por la frente cegándome la vista, tenía palpitaciones furiosas y me abrasaba de cólera por fuera y por dentro. La cera ardiente de la vela me resbalaba por el brazo, pero yo ni siquiera la sentía, sólo sabía gritar:
—¡Atrás, atrás!
Dejé caer el látigo sobre su cabeza con toda mi fuerza. El emperador se apartó en el último instante, se tambaleó, parpadeó, pareció volver en sí. Se sentía un tumulto ahogado en el pasillo, pero nadie osaba intervenir. Rígidamente se inclinó, escupió más que dijo:
—Perdón, perdón, no ha pasado nada...
Caminando hacia atrás se fue retirando a la puerta hasta que tropezó con ella. Se abrió sola, salió, como en una linterna mágica se proyectó por un instante el arabesco de su figura contra el fondo negro y alguien volvió a cerrarla.
Pasos, voces. Silencio ominoso y nauseabundo. Ya estaba. Todo había terminado.
Temblando y cubierta de sudor frío como hielo, dejé la palmatoria y la fusta, busqué mi traje, y vestida con mi ropa y mi desesperación esperé a que se hiciera de día arrodillada en el suelo, con las manos juntas, rezando para que llegara pronto el momento dichoso en que un afilado acero sacase del negro pecho del emperador su alma despiadada y cruel.
Eso, o casarme con él y joderlo toda la vida.
Cuando bajamos a desayunar, el emperador no estaba, pero nos recibió la hostilidad de los invitados, sólida y pesada como cemento. Yo veía mi rostro fantasmal en los espejos venecianos del comedor, de una palidez que la luz crepuscular de las bujías tornaba verdosa, mi madre me interrogó con la mirada y yo le contesté que más tarde se lo contaría todo. Desayunamos sin hablar con nadie. Cuando salimos, no advertí que la princesa de Moskowa quiso cruzar la puerta al mismo tiempo que yo. Me dio un empellón y gritó:
—Qué atrevimiento, ¡la señorita de Montijo quiere pasar antes que la princesa de Moskowa!
No dije nada. Le cedí el paso, hubo risitas burlonas y estuve esperando en silencio absoluto que vinieran a buscarnos los coches.
La princesa Matilde nos fue despidiendo de uno en uno a la puerta del palacio, mirándonos desde lo alto con sus viriles ojos azules y exhibiendo su belleza rudimentaria que tanto temor infundía. Yo la saludé sin pronunciar palabra, pero mamá le dijo fingiéndose apenada:
—Matilde, han sido unos días encantadores que no olvidaremos nunca, y aunque no volvamos a verla, la recordaremos siempre con gran cariño.
La princesa repuso extrañada:
—¿Y por qué no íbamos a volver a vernos?
—Regresamos a España.
Nuestro coche corría bajo las copas de los plátanos, que, a ambos lados de la carretera, nos daban una guardia de honor húmeda y triste para despedirnos. Todo decía «adiós, adiós» a aquella figura hundida en el asiento que era yo. ¿Qué vendría ahora? ¿Otra gira interminable por todos los balnearios europeos? ¿Vichy Evian, Molig les Bains? ¿Un viajecito a Madrid, una comida en Liria, la hermana pesada y solterona a la que hay que tratar con cuidado porque la pobre no ha podido casarse ni tener hijos? ¿Mamá y yo jugando a cartas, yendo a misa, bordando trajecitos para Carlos y Luisita, como si ambas tuviéramos la misma edad? Sí, es cierto, una de ellas era virgen, pero ya no me acuerdo cuál. Y total, ¿qué más da?
O sea que envejecer y morir... ¿éste era el único argumento de la obra?
Miraba por la ventanilla de atrás, el palacio se hacía cada vez más pequeño, se desvanecía como mis ilusiones, cuando, de pronto, un caballo nos salió al paso. El coche se detuvo en seco. El jinete descendió y vimos que era el emperador con su viejo uniforme militar. El mismo abrió la portezuela, y mamá me dio un pequeño empujón para que bajara.
Quedamos frente a frente. El emperador se acercó a mí sin pronunciar palabra. Grave, muy pálido, estaba casi bello. Con manos temblorosas se abrió la guerrera y sacó una corona toscamente trenzada con hojas de yedra. Con las dos manos la alzó hasta mi cabeza y me la puso. En voz baja pero solemne, me dijo:
—Guardad ésta hasta que tengáis la verdadera, Eugenia.
Montó en su corcel, lo hizo caracolear y se alejó dejando un rastro de polvo centelleante. Lentamente me quité la corona.
Sí. Había ganado, sería emperatriz, entonces, ¿por qué diablos estaba tan triste?
Los esponsales tardaron siete días en anunciarse. Plon Plon comentó en público amargamente:
—¡No ha valido la pena arriesgarse tanto, haber estado a punto de perder la vida y haber luchado desde niño para al fin casarse con una puta!
Ni siquiera don Próspero pudo evitar hacer una frase:
—Esta boda no es el resultado de una elección sino de una erección.
Escritores y políticos, ¡esos mierdosos! ¡Siempre quieren tener la última palabra!