6

Estamos toda la noche en vela.

Para mí es fácil. No me tomo el orfidal. Una vez, en un viaje a Nueva York, encadené día y noche sin tomar ningún somnífero y estuve de lunes a jueves sin dormir. Y al final, si lo hice, fue porque no sé cómo vino a parar a mis manos un Babelia y ahí sí que caí en brazos de Morfeo como un niño de pecho.

El mensaje que me enseña Lolo era muy escueto: «Santillán, creo que tengo localizado al profesor de tu amiga Pilar y estoy frente a su casa».

Se ha enviado a las diez de la noche.

—Hija, te estuve llamando y tenías el móvil desconectado.

Miro mi teléfono distraídamente, sí, sin batería, no entiendo cómo no lo advertí, cuando mis amigos me llaman la puta enganchada a las nuevas tecnologías. Pero ahora todos los episodios de esa noche empalidecen, se retiran como actores que han terminado su papel, ya forman parte de esa nebulosa poco interesante y olvidable que se llama pasado.

«Frente a su casa».

Me quedo muda, oscilando entre la estupefacción y el deleite. Me estiro en la cama agarrada al móvil de Lolo (gracias, Steve Jobs), leyendo mil veces el mensaje, procesando la frase «frente a su casa…». Sí, la casa. Yo también la conozco. A las afueras de Montpellier, un chalet algo destartalado, una verja de hierro, un caminillo con hojas húmedas, pinos en el jardín… Ahí nos dimos nuestro último beso salvaje y desesperado como un grito de muerte.

Murmuro:

—Así que al final lo han encontrado. —Me pongo de pie y pregunto atolondradamente—: ¿Pe… pero qué ha pasado?, ¿quién es el periodista que te ha escrito?

Mi amigo me mira de arriba abajo, debo estar hecha una facha, sucia de barro, pelo mojado, ojos febriles, olor revenido a alcohol y tabaco, va a preguntar algo, pero yo lo corto abruptamente:

—Ya te lo contaré mañana. —Veo que se enfada, le acaricio el brazo, le suplico—: Perdóname, Lolo, ahora no tengo ganas… Desde el principio, dime qué ha pasado.

Va a hablar, pero al final opta por menear la cabeza como si ya hubiera desistido de hacer de mí una persona normal y me indica teatralmente la puerta del cuarto de baño:

—Vete al lavabo, desastre, más que desastre, quítate la pintura, dúchate, ponte un pijama, no porque vayas a despertar mi concupiscencia, sino porque hace frío, y luego te acuestas y te lo cuento todo.

Estoy a punto de negarme loca de impaciencia, pero él ya se ha desentendido de mí tratando de encontrar un enchufe para cargar el móvil, y su espalda me dice, no me sacarás nada. Me resigno y hago todo lo que me ha ordenado. Me meto en la bañera con la intención de darme una ducha rápida y luego me tiro largo rato con el chorro de agua lo más caliente posible sobre la nuca, los hilillos como alfileres se me clavan en las terminales nerviosas que me agarrotan los músculos, los nudos se van deshaciendo y el cuerpo me queda blando como el de una muñeca de trapo. Me duele el hombro, lo tengo enrojecido, pero por lo demás he salido asombrosamente bien parada de mi tétrico episodio nocturno.

Me paso el secador rápidamente por el pelo (urgente encontrar una peluquería), me unto de crema todo el cuerpo (aunque el mundo se viniera abajo y se secaran las pilas de todos los timbres que vos apretás, no dejaría de hacerlo), me pongo el albornoz y las zapatillas y vuelvo a la habitación. Lolo está sentado en el borde de la cama, sacándose una cadena por el cuello, dándole un beso a la medalla y depositándola en la mesilla de noche, lo que le obliga a tratar de justificarse delante de mí:

—Es como una superstición, ya sabes que no soy creyente.

Me asombro:

—Nunca me has dicho que habías hecho la Primera Comunión.

Molesto, me contesta:

—Sí, tenía ganas de vestirme de capitán general, al final mis padres, que me daban todos los gustos, accedieron, pero con el hábito franciscano; hija, aquellas sandalias de cuero, no te digo lo que fue en marzo en Zamora, aún lo recuerdo…

Aplano la almohada, pongo el cuadrante encima, abro la cama y miro con seriedad a mi amigo:

—Lolo, sabes que te adoro, y a tus padres también, pero ahora tus historias familiares me importan un pijo, para entendernos. —Me coloco de espaldas a él, me quito el albornoz y me pongo el pijama de franela, sí, el feo, un jersey, pañuelo al cuello y patucos, que es mi kit de dormir en los viajes—. Cuéntame lo que ha pasado de una puñetera vez, por favor.

Lolo me mira con curiosidad:

—Pareces el doctor Zhivago, solo te falta el gorro de astracán.

—Calla.

Me meto en la cama rápidamente. El cuerpo se desmorona sin que tú te des cuenta, yo, de cuando era joven, lo que más recuerdo eran los huesos de mis caderas con forma de lira y cómo se hundía el estómago cuando me acostaba, sobresalía aún más el pubis que el costillar. Y sobre mis piernas desnudas el reflejo blando de la pantalla del televisor que estaba a los pies de la cama. La luz se reflejaba sin una alteración, rutilante como mercurio, en ese río doble de carne sin defecto.

Lolo se desviste también, pliega la ropa y la deposita cuidadosamente en una butaca, se queda con camiseta y calzoncillos Calvin Klein, tiene el cuerpo breve de golfillo, no se molesta en quitarse los calcetines, se mete dentro de la cama. Se tapa con el edredón hasta el cuello, pero se incorpora de golpe, escruta mi mesita de noche y me ordena:

—Pásame la crema de manos.

Se unta parsimoniosamente, moviéndolas como si fuera un violinista haciendo dedos, coge incluso un arco imaginario y lo desliza sobre su bíceps mientras silba El violinista en el tejado, pero, ante mi mirada furiosa, depone su faceta musical y se dispone a explicarme lo que ha ocurrido con tanta delectación que incluso babea un poco:

—¿Te acuerdas el año pasado, cuando vinieron los hijos de Carolina de Mónaco a Ibiza? Mientras yo estaba sirviendo copas en el Lio, no porque lo necesitara, sino porque el dueño es amigo y me lo pidió.

Pongo por dentro los ojos en blanco… Ya conozco a Lolo contando una historia, y más sabiendo que el tema me interesa tanto que aguantaría incluso tres películas seguidas de Lars von Trier si ese fuera el precio. En realidad, no hubiera querido ser periodista, sino actor, y está cumpliendo sus sueños aunque esté interpretando su obra para un solo espectador.

El espectador debe interactuar para que el actor esté contento:

—Sí, me acuerdo. Me diste algún dato para mi columna.

Se ofende:

—Cómo algún dato… Todos los días te pasaba información. ¡Si estuvieron a punto de echarme! Cuando te dije que Antonio Banderas y Melanie iban cada uno por su lado y que…

Le atajo:

—Creo que ya te lo agradecí.

Se enfurruña:

—No lo suficiente, ¿tienes crema de cacao para los labios?

Le paso el tarro de Carmex. Tengo que esperar a que se la aplique con toda tranquilidad, junta los labios varias veces como dando besos al aire, se unta las fosas nasales:

—Ay, qué asco, Lolo, ¿qué haces?

—Estoy constipado y tengo la nariz irritada.

—Pues ya te lo puedes quedar.

—Gracias.

Pone el tarro al lado de la medalla. Junto las manos y le ruego:

—¿Puedes seguir, por favor?

—Bien, pues los hijos de Carolina venían con su séquito de paparazzis, que en realidad tú sabes que son periodistas de la agencia Sygma que están conchabados con ellos y luego se reparten el dinero. Oye, por cierto…

—Qué.

—Esta semana ya tienes que enviar la columna, ¿no? Me ha dicho Isa que ya te la han pedido.

Aparto ese trabajo extra como se aparta un molesto moscardón y contesto a lo Escarlata O’Hara:

—Sí, ya la escribiré mañana, y qué más.

—Bueno, pues venían a cenar todas las noches al restaurante y me hice amigo de uno de ellos, Dominique de Saint Pierre, era el jefe, íntimo de Andrea, había estado en su boda…, hablaba español bastante bien, era muy majo.

Dios, qué me importa a mí Dominique, como es natural desconozco el gran papel que va a tener en mi historia, pero consigo mantenerme en silencio. Hago ese ruido con el que se azuza a los caballos cuando queremos que corran y salten, aunque en realidad no es así, porque se lo acabo de preguntar a la novia de mi hijo, pero ¿cuántas posibilidades hay de que este libro lo lean expertas amazonas o jinetes?

¡Voy a correr el riesgo!

—Hia.

—Ya va, ya va, pues intercambiamos teléfonos, me envió un wasap por Navidad felicitándome las fiestas… Bueno, pues resulta que esta noche me ha llamado para preguntarme, ¿sabes qué?

—Qué…

Lolo se está tocando los brazos con preocupación, arruga el ceño y me indica:

—Oye, pásame la crema hidratante, que me noto los codos muy ásperos… ¿Qué te decía?

Le hubiera metido el tubo de crema por el culo, pero tengo que poner una sonrisa más falsa que las estatuas del Partenón de Atenas y digo:

—Que Dominique te ha llamado hoy.

—Ah, sí —contesta sorprendido como si le estuviera hablando de la pesca del salmonete—. ¡Es verdad! ¡Me ha llamado! Y me ha dicho, ¡ya sé que eres amigo de esa escritora que ha ganado un premio sobre un francés adúltero!

Se desternilla:

—Ja ja, adúltero… Me ha hecho gracia… Hacía mucho que no oía la palabra.

Me mira con una sonrisa de oreja a oreja, pero yo no me río. En realidad estoy seria como un obispo. Lolo cierra la bocota:

—Ay, perdona, hija, qué miedo. Yo le he dicho que sí, que precisamente estaba de gira contigo, y me ha contado que les había llamado la atención lo de Le Nouvel Observateur y tenían un rato aburrido en la agencia, han entrado en internet y se han dado una panzada de reír con todo lo que cuentas en las entrevistas que estás dando en España.

Lo miro con frialdad y le pregunto:

—Panzada de reír. ¿Por qué, si no es indiscreción?

Cómo está disfrutando este hombre, como un cerdo revolcándose en una charca. Se ha sentado en la cama con su camiseta de tirantes, los labios grasientos, la nariz goteando, y no deja de untarse crema ahora por todo el brazo y el pecho, mañana tendré que comprar otra, qué gran actor, venga el foco a él, regocijaos, que toquen los pífanos y las trompetas que él ha vuelto, eres para mí como el narciso de Sharon y el lirio de los valles (Cantar de los Cantares, 15-27). No responde a mi pregunta y va a lo suyo:

—Pues como estaban un poco cortos de temas, ha enviado a un reportero a Montpellier a ver qué averiguaban. En Francia también hay prensa del corazón, ¿sabes? Dice que lo venderá a Closer o incluso a Paris Match o hasta quizás a Point de vue, esa revista que informa sobre las monarquías, por aquello de que eres biógrafa real…

Me mira con ojos brillantes:

—¿Te acuerdas, no, bonita, de que antes de hablar de ti misma hablabas de los reyes?

Sí, me acuerdo, detesto ese pasado porque en ese pasado no está Sébastien.

Lolo casi me deja tuerta, y es que extiende la mano para rebuscar en mi mesilla, tira la lámpara, le pregunto con impaciencia:

—¿Qué quieres ahora?

—No tendrás una lima, por casualidad.

Me levanto, voy a mi neceser, la cojo, se la llevo, empieza a limarse las uñas con medio centímetro de lengua fuera, anda ya, para que luego digan que las mujeres parecemos idiotas cuando nos arreglamos.

—Qué más, Lolo.

—Ah, sí. ¡Cuando le he dicho que estaba contigo casi se muere!

—¿Por?

—Hombre, porque muchos datos sobre el sujeto no tenían… Yo no sé su verdadero nombre, pero con eso que les he contado de que había sido alcalde y trabajaba en la universidad Paul Valéry lo han tenido bastante fácil.

—No había sido alcalde…

Mi amigo despacha alegremente el tema:

—Bueno, que se había presentado a la alcaldía.

Me revuelvo, incómoda:

—Bueno, es que no es exactamente así.

Detiene el proceso de mengua de uñas, me mira con una ceja más alta que la otra y me señala acusadoramente con la lima:

—¿Mentiste, Pilar Eyre?

Dudo, al fin niego con la cabeza:

—No, no, mentir no… Exageré un poco, se presentó en el equipo de un aspirante a alcalde. Es casi lo mismo…

Mueve la cabeza con incredulidad:

—Qué gilipollas eres.

Lo agarro de forma apremiante por el brazo:

—Pero al final lo han encontrado, ¿no? Si están en su casa…

Una sospecha empieza a crecer dentro de mí:

—¿O no es él?

Lolo se desase bruscamente y vuelve al risrás de la lima, no quiere que se acabe su actuación estelar, sabe que una vez me lo haya contado todo dejaré de prestarle atención:

—Cuando llegó el reportero, la universidad ya estaba cerrada y no pudo consultar los ficheros. Pero un bedel le dijo que había tres profesores que se habían presentado a la alcaldía en algún momento, por edad descartó a dos y ahora está en la puerta del tercero.

Me retuerzo las manos.

—¿Pero será él?

—No lo sé.

—Llámalo.

—Son las cuatro de la mañana, prinzessin, por si no te has dado cuenta.

Yo también he hecho guardias, he sido reportera de a pie y sé lo que es eso, has de permanecer en estado de alerta todo el día, le tiendo su móvil con exasperación:

—¿Quieres llamarlo de una puñetera vez?

Rezonga, pero se pone a buscar el número:

—La especialista en la familia real, qué lenguaje más florido —se queda esperando—, tiene el móvil apagado, se habrá ido a dormir para volver a la carga por la mañana.

Deja el iPhone a un lado:

—Compréndelo, tampoco es un notición que vaya a provocar una reunión extraordinaria del Consejo de Estado.

Me recuesto sobre las almohadas. ¿Será él? Es lo que quería, ¿no?

Ponerlo entre la espada y la pared. O su mujer o yo. Siento un miedo dulce y terrible a la vez. Su amor me ha devorado la carne, me ha raspado los huesos hasta llegarme a la médula, ¡se dará cuenta de que nadie puede quererlo como yo! ¿El amor de su mujer? ¡Un amor de tres al cuarto, un amor de andar por casa!, ¡un amor de bata de boatiné y zapatillas de conejitos!

O le parecerá todo ridículo, dirá ¡qué exageración! ¡Si total fueron tres días! Pero ¿y ese beso? Quizás te tuvo pena, Pilar.

Lolo sigue parloteando:

—… contentos…

Vuelvo a escucharlo:

—¿Contentos? ¿Quiénes?

—Los de la editorial, tonta.

—¿Pero saben algo?

Me mira con reproche:

—Claro, guapa. Tú eres mi amiga, pero ellos son mis empleadores… Yo se lo he comentado a Isa, que lo ha hablado con los editores, están felices, esto moverá el tema, aquí el libro tendrá más repercusión y encima acelerará la traducción al francés. —Pone las palmas abiertas y grita como si estuviera en Broadway—: ¡Portadas! ¡Escándalo! ¡Show!

Baja la voz y abandona todo histrionismo:

—Niña, al fin y al cabo esto es un producto que hay que vender como sea, eso lo sabemos tú y yo, ¿verdad?

Cambia de nuevo el tono:

—¿No estás contenta o qué?

Contesto a lo loco, la verdad es que ya no sé lo que quiero:

—Sí, sí, pero ¿cómo se lo tomará él?

—¿Quieres que te dé mi opinión?

—Claro.

Se calla, se mira las manos, se toca los ojos, observa el techo, se levanta y me pregunta:

—¿Tienes el acelerador de crecimiento de pestañas?

—¿Te refieres al M2? —me indigno—, pero por un día que te lo pongas no te va a hacer efecto, ¡lo has de usar por lo menos cuatro meses!

—Tú tráelo.

Suspiro, me levanto, voy al cuarto de baño, cojo el carísimo producto que hace que mis pestañas midan medio metro y todo el mundo crea que son postizas (bueno, alguna vez lo son) y se lo tiendo:

—Toma.

Se lo aplica con cuidado para no meterse el pincelito en el ojo diciéndome:

—Por lo que me has contado de él, creo que optará por una respuesta chorra, tipo, de mi vida privada no hablo y ese libro no pienso leerlo.

Parpadea deprisa, guiña los ojos, mira hacia otro lado, hunde la cabeza en la almohada, creo que está reprimiendo una carcajada sin control. Lo observo con desconfianza y me repliego sobre mí misma como una criatura deforme. Se ríe de mí. Lolo se está riendo de mí.

¡Sigo siendo la rara, la diferente!

¿Os acordáis? ¡No me lavaba, llevaba chaquetas de mi madre, los uniformes arreglados de mi hermana mayor! Ya adolescente, con pelos en las piernas y mi primer sostén, si alguna vez me invitaban a una fiesta de cumpleaños porque era aquello de que venga toda la clase, tenía que fabricar yo misma el regalo. Cuando todas llevaban discos de 45 revoluciones o la caja pequeña de lápices Caran d’Ache, yo hurtaba un libro de la biblioteca de casa, le arrancaba la primera página donde estaba el exlibris familiar y lo envolvía torpemente, mi anfitriona se lo enseñaba a su madre con una mirada sutil y la madre me observaba de arriba abajo y trataba de enterarse de cómo me llamaba de apellido, de qué trabajaba mi padre y dónde veraneábamos.

El mundo sigue siendo un lugar igual de hostil, ¡en los colegios se sigue apartando a los diferentes! No se les maltrata, las heridas que se les infieren no dejan cicatrices visibles, no puede una quejarse porque el problema es tuyo, ¡no le caes bien a nadie! Hay un ejército de niños perdidos que vienen de ese lugar inhóspito, de ahí vengo yo también, ¡esa es mi vida! Retuerzo la punta de la sábana. Lolo levanta la cabeza, intento preguntarle en tono normal, como si no me importara, pero al final estoy chillando:

—Tú no crees que él me quiera, ¿verdad, Lolo? Crees que no lo voy a ver nunca más. ¡Os reís de mí! ¡Tú, Mario, Jorge, Isa! ¡Todos! ¡Me encontráis grotesca!

Primero trata de bromear, pero no sé qué ve en mis ojos que me abraza muy fuerte, mucho, tanto que noto sus pectorales, el estómago, las rodillas huesudas:

—¡Qué te pasa! ¡Nadie dice eso!

Sollozo sobre su hombro, me arrulla, so, so, y pregunto con voz de niña pequeña:

—¿Me lo juras? ¿Por quién?

—Por mis padres.

—A tus padres los quieres mucho.

—Sí, muchísimo, pero no más que a ti.

Me deshago en gemidos. Instante de desesperación superado. Niña rara, deja de joder con la pelota. Sorbemos mocos al unísono y nos separamos. Sigo preguntando después de pegar varios suspiros que hacen temblar las lámparas del techo y mueven las cortinas:

—¿Y su mujer? ¿Qué opinará?

—¿La danesa? ¿No dices que no habla ni una palabra de francés? Quizás no llegue a enterarse de nada… De todas maneras, mañana saldremos de dudas.

Me da un estrujón:

—Todo saldrá bien —canta bajito—, qué felices seréis los dos…

Rumio… Mañana… Falta mucho…

Lolo me pregunta en voz baja:

—¿Pongo la tele?

—Sí, pero el canal porno no, que luego me lo meten en la factura como extra y me da vergüenza.

—Ay, mona, no tenía ninguna intención…, aparta, que me da mucha cosa encontrarme con tus pies.

—Oye, pues no te pongas en medio, joder.

—Joder, precisamente, hace mucho que no lo hago.

—Yo tampoco.

—¿Habían inventado la rueda la última vez que tuvimos una relación sexual?

Me quedo pensando:

—Hum… Sí, pero era cuadrada entonces…

—¿Me regalas el M2?

—Sí.

Debe ser muy tarde. Sí, hace mucho que no hago el amor con nadie. Ahora me doy cuenta de que hace tanto tiempo que no estoy con un tío que tomo asiento de forma masculina, con las piernas abiertas. ¡Ayer incluso me sorprendí a mí misma tirando virilmente un cigarrillo de hachís por la ventana como quien tira un sombrero al ruedo! ¿Qué me queda? ¿Afeitarme y dejar la tapa del váter levantada?

A lo mejor ya no lo hago nunca más. ¡Si pudiera aceptar esta idea espantosa podría empezar a disfrutar de la vida! Saber con certeza que no volveré a sentir el tacto áspero de la piel de un hombre, esos fluidos espesos corriéndome por los muslos y el sexo irritado. Ni Sébastien ni nadie, nunca más, me está entrando sueño, solo la piel fina de mis amigas cuando nos besamos, ese mejilla contra mejilla leve que hacemos las mujeres cuando nos vemos y que, con tanta necesidad de cariño como tengo, me gustaría demorar.

—¿Lolo?

No me contesta, me acerco a él, está de espaldas, creo que duerme, me arrimo, coge mis manos sin volverse y las junta con las suyas sobre su vientre. Musito contra su camiseta, hay mujeres que viven sin hombres y se contentan, nunca te he pedido nada, Jesusito de mi vida, eres niño como yo, bueno, yo soy un poco más mayor hablando francamente, que se acabe el deseo de la carne, a veces quisiera ser vieja, vieja de verdad, que pasen galopando estos años llenos de deseo y de sufrimiento.

¡Creo que me duermo! Sí, ya sé que he dicho al principio que no había dormido en toda la noche, pero los insomnes mentimos mucho con estos temas.

Todo el viaje a Bilbao estuvimos esperando la llamada de Dominique. Isa me dijo, pase lo que pase será bueno para el libro, ya verás:

—Los de aquí ya se han puesto en contacto con nuestra editorial francesa, en principio no se mostraban muy interesados en traducir, porque la autoficción no les funciona muy bien y tú tampoco eres conocida allí, pero si el protagonista es un francés que existe y la historia es real, la cosa cambia.

—Entonces qué.

—Esperarán a ver qué pasa antes de decidirse.

Putos franceses.

—Pero aquí, en España, nos vendrían de cine unas declaraciones de tu protagonista, una foto de tu Sébastien con el libro en la mano, vaya morbazo, lo incluiríamos en el dossier —duda—, ¡a ver cómo lo movemos todo cuando empiece a salir en las revistas!

Jorge Zepeda me observa con ojos compasivos, cuando lo miro me sonríe de forma automática y yo le espeto sin venir a cuento:

—Tú tampoco estás muy guapo que digamos.

Se pasa la mano por el rostro y se echa a reír. También tiene los rasgos cansados, ha perdido el bronceado que traía de Italia, ha adelgazado y la piel sobrante le cae a ambos lados de la boca dándole un aire tristón. Sus mejillas están demacradas y los ojos hundidos.

Sigo tan sumergida en mis preocupaciones que no le he prestado atención, y él aquí está solo, totalmente solo. Yo conozco a todos los periodistas con los que nos encontramos, del trabajo o de anteriores giras con mis otros libros, en los hoteles no me piden la documentación porque ya he sido clienta suya, he pisado el suelo de todas las ciudades que estamos recorriendo, Lolo es amigo mío y no un empleado que me haya puesto la editorial y que tiene que ser amable de oficio, todas las noches hablo con Ferri, ¡es mi país, mi comida, mi gente! ¿Sentirá él la pesadez de su soledad? Ha ganado el primer premio, es cierto, pero ¿no será eso una tremenda responsabilidad para él? ¿Se debatirá también en la cama insomne y atormentado por el recorrido que vaya a tener su novela sin ningún amigo en el que poder confiar? ¿Comerá pan de lágrimas por las noches? Espontáneamente, le doy un abrazo y le beso en la mejilla:

—Perdóname, Jorge, güey, no sé qué me pasa, ya ves que mi vida es un caos.

Hace un gesto elegante con la mano y me dice en voz tan baja que solo lo oigo yo:

—Todas las vidas son una gran jodienda.

¿Cómo? Me gustaría hablar con él, pero las urgencias de la gira se imponen. Y menos mal que el primer sitio al que vamos es una televisión, porque allí me maquillan y peinan y puedo ir decentemente arreglada el resto del día.

Comemos en el Guggenheim con María Arana, una vasca de ley que parece tallada en piedra berroqueña, nuestra mujer en Bilbao. Aunque lo de comer es un decir. De la estupenda gastronomía del lugar solo dan cuenta Lolo y Mario, Jorge está con su tofu, Isa con su pronocal y yo no voy a poder comer porque nada más llegar a nuestra mesa de siempre, en la esquina, María, con perfecta desenvoltura y sin atender a los signos que Isa y Lolo le hacían a mis espaldas y que yo veía perfectamente, me ha tendido un montón de periódicos enrollados y otro a Jorge:

—Mirad, ya han salido algunas críticas.

Abro los míos, los despliego sobre la mesa, por el espejo de la pared me doy cuenta del pequeño gesto de complicidad apaciguadora que les hace María, y entonces parece que los otros se relajan, pero no dejan de observarme con aprensión. Nadie mira a Jorge, que lee tranquilamente. María se apresura a decirme:

—Todos ponen muy bien tu libro; mira, en La Razón llaman a tu historia la pasión francesa.

Leo a media voz, «drama, comedia, cotidianeidad e intriga, valiosas reflexiones sobre el cuerpo, la madurez y el amor…, toca la médula», enrojezco de placer, miro la firma, Ángeles López. La quiero, la idolatro, le voy a poner un piso, y no en cualquier lugar, ¡en el barrio de Salamanca y además un chalet en la Costa Brava! Isa se apresura a colocarme otro diario delante:

—Mira, en La Vanguardia muy bien. —Señala un artículo—. Es Ignacio Orovio, dice que…

Ahora es Lolo el que toma el relevo:

—Y en El Periódico, y Ramón Tamames, y La Voz, y en El Mundo no te cuento, con fotón tuyo incluido…

Risas nerviosas de Isa, que trata de bromear:

—Es que si en tu diario ya no te ponen bien…

Hasta Mario interviene:

—Oye, oye, eso es que ha gustado, porque si no, con no escribir nada… —Alboroto de papel, me señala unas líneas y otras y otras—. Mira en La Opinión, y en El Faro, y El Correo… Todos resaltan tu valentía al escribir una historia autobiográfica…

Isa, como el jugador desplumado que lanza el último naipe sobre la mesa, saca una carpeta de plástico trasparente con unas hojas impresas en su interior:

—Mira lo de El Confidencial, y lo de Periodista Digital y los mejores blogs sobre literatura…

Jorge lee en silencio, nadie le presta atención. Le echo un vistazo de reojo, tiene los mismos diarios que yo…

Sí, los mismos, más uno.

Miro, remiro, repaso los míos y con la voz estrangulada digo:

—Falta uno.

Todos a coro, perfectamente entrenados, gritan:

—No, no, están todos.

Señalo el que en ese momento está leyendo Jorge, que se queda inmóvil, sin atreverse a mirarnos, con la página en alto cual estatua de sal:

—Falta ese.

Al unísono, todos rompen a hablar:

—Ah, ¿te refieres a ese papelucho? ¡Ya no lo lee nadie! ¡Tira menos que una hoja parroquial! ¡Solo pone bien a sus escritores y se les ve el plumero!

A los que se les ve el plumero es a ellos, están todos conchabados, ahora me doy cuenta. Se han reunido antes de esta lamentable escena para estudiar la estrategia que seguir. ¿Qué será esa cosa horrible que me están ocultando? Puedo imaginármelo.

Pálida y desencajada pido:

—Dónde está, quiero verlo.

Vuelven a hablar a la vez formando un guirigay insoportable, «se había terminado», «hacían huelga», «tiran una edición tan corta que aquí no llega», «han donado todos los ejemplares a la Comunidad de Madrid para contribuir al ahorro energético», «hoy no ha salido». Con un ademán rápido, digno de un avezado carterista de esos que operan cerca de las estaciones, le arrebato el periódico a Jorge.

¿Por qué lo hice, Dios? ¿Por qué no mandaste sobre mí el mismo rayo que destruyó Nínive, pero concentrado en la mano? Sí, perder la mano, vale, pero hubiera valido la pena. Era la izquierda, además.

Hay una regla en psicología que creo que me acabo de inventar ahora mismo que demuestra que cada opinión negativa tiene sobre el sujeto el mismo impacto emocional que siete positivas. ¿Que digan de ti que eres una mierda y tu libro otra mierda es una opinión negativa? ¿Cuántas críticas positivas tienen que escribirse para contrarrestar esto?

No sé. ¿Doscientas mil? Me pongo a llorar.

Un velo espeso y oscuro desciende sobre el mundo. Aún ahora, que han pasado siete meses desde ese día y he tenido que repasar esa crítica para poder reproducirla aquí, he vuelto a llorar de dolor. De rabia, de pena, de odio, de no sé qué. Qué difícil me está resultando escribir este capítulo. Me quedo con los dedos suspendidos sobre el teclado y doy largos suspiros semejantes a quejidos que hacen venir a mi hijo. Hinco la cabeza en las manos. Me pregunta:

—¿Es por Sébastien?

Niego ciegamente:

—No, no, ¡es por mi libro!

La gente que nos rodea en el restaurante del Guggenheim me mira con elegante disimulo, pero a pesar de eso alguno incluso saca el móvil para hacerme una fotografía. En vano mis compañeros agitan las otras críticas delante de mí, en vano vuelven a decir que eso no lo lee nadie y que esa señora quizás incluso es un seudónimo y ni siquiera existe.

Pero sí. Basta de lágrimas. Levanto el puño. Que te folle un pez, tía peluda. Cómo me gustaría partirte contra el suelo esa cabeza llena de mugre.

Convocados por una batuta invisible llamada piedad, empiezan a llamarme por teléfono. Me llaman mis editores, «es un clásico, cuando esos te ponen mal, se disparan las ventas, pasó lo mismo con Luz Gabás». Me llama mi hijo, que ha mirado quién es la autora de la reseña por internet, «una escritorcilla frustrada, ha publicado dos libritos que no ha leído ni dios», me llama mi amigo Jesús Sotelo, que me recuerda lo de Tom Sharp, «los críticos leen mis libros para destrozarlos, y cuanto más empeño ponen en su cometido, más vendo», y el consejo de Donna Tartt, «nunca leas las críticas, si son positivas, no ayudan, y si son negativas, hacen mucho daño». Me llama Mary Luz Barrantes, me grita que qué esperaba trabajando en El Mundo, que aún es raro que en el periódico rival no me hayan fusilado al amanecer y que se acaba de leer el libro y que soy una cabrona porque ha reído y llorado tanto que ha envejecido varios nanosegundos, me llama Pedro Palacios y me dice que a ver cuándo vuelvo, que los domingos por la tarde continúan existiendo y dando por culo, me llama mi nueva íntima amiga Gladys que me grita «ole tus cojones», me llama Vene, mi corrector, que me dice que me ha visto crecer como escritora y que nadie podrá conmigo, y mi hijo hace llamar a mis hermanas, que no saben de qué va, pero me dicen que pase lo que pase ellas están orgullosas de mí, y Leo, y Carla, y hasta Tea me llama para decirme que la envidia es muy mala y este toro sigue enamorado de la luna.

¿Pero no era que no leía nadie ese papelucho?

Jorge me dice:

—Eso son mamadas, compa.

Claro, a él le deben haber puesto bien. Para animarme trata de quitarse importancia, «no te creas, total solo comentan que soy el nuevo John Le Carré», vuelvo a llorar ahora con grandes sollozos, y yo, ¿qué soy? ¿La nueva mierda pinchada en un palo? ¿O la misma vieja y familiar mierda de siempre?

Jorge me coge del brazo y me dice mirándome a los ojos:

—Daría todas las críticas buenas del mundo por tener tu alegría de vivir, pendeja.

Pues la alegría de vivir llora más. Moqueo, me sueno con el mantel. Aparto con gesto de repugnancia las cocochas (se las come Lolo). Y ahora vete a las radios a hablar de tu libro y escruta las caras de los que te entrevistan, todos deben haber leído la reseña maldita, todos deben estar pensando, qué hace esta tía aquí con su pobre novela que no nos interesa nada… Yo la defiendo como puedo, aunque ni un periodista hace mención de la crítica, solo me preguntan por Sébastien, dónde está, si ha leído el libro, si sabe que he ganado el premio. Sébastien, siempre Sébastien.

Bilbao tiene el color del acero del que ha vivido tanto tiempo, como si lo hubiera absorbido por todos sus poros. En la radio del taxi canta Benito Lertxundi:

Oi ama Eskual Herri goxua

zutandik urrun triste banüa

adios gaixo etxen dena

adios Xiberua.

Sí, lo de adiós lo entendemos todos.

Yo le voy preguntando por Dominique a Lolo entre entrevista y entrevista, no nos ha dicho nada, no sabemos si al final Sébastien ha salido de su casa y se ha podido hablar con él:

—No sé, no da señales de vida. —Lolo agita el teléfono, como si se fuera a desprender de él alguna palabra que nos aclarara el asunto—. No me dice nada y no lo coge si llamo.

A última hora tenemos firma en El Corte Inglés. Cuando estamos aparcando veo a un grupo de gente reunida en la calle, hace frío, llueve, y pregunto con temor:

—¿No habrá una manifestación?

Presentando un libro mío en Valencia había unos ciudadanos manifestándose en la calle. Cercaron el establecimiento, cortaron la circulación y, como es natural, no vendí ni una escoba, aunque estuve una hora que me parecieron mil años poniendo cara de idiota, hablando de tíos con Mónica Ramírez, nuestra agente en la Comunidad Valenciana, y sangrando por dentro. Isa, sonriente, me lo aclara:

—No, no —su sonrisa se abre más—, es por tu libro.

Incredulidad.

—¿Por mi libro?

Di, di, muchacha, derrama ese ungüento milagroso que se llama halago sobre mis heridas:

—Sí, Pilar, a la gente le está gustando, y prepárate —pausa efectista—, ¡vamos a tirar la segunda edición!

Oh, gracias, Dios. ¿Cómo puede ser que todo cambie por la magia de unas simples palabras? ¡Hola, mundo, cómo te quiero! ¿Te importaría estirarte en el suelo para que te coma a besos? Ponte bien, los cascos polares cuestan un poco, a ver, que paso la lengua, qué fríos, ah, esta protuberancia debe ser el Everest, ¡tómame!, ¡penétrame! ¿Es varón el mundo? ¿No tituló mi amigo Terenci Moix uno de sus libros Mundo macho?

Tan saturada de orgullo colmado llego al hotel que me parece que voy a reventar. Es un alto edificio de cristal y hierro. Isa me dice:

—¿Nos vemos arriba en el gimnasio?

Sí, sí, estoy poseída por una energía tan poderosa que me siento capacitada para participar en una olimpiada. O dos, o tres. La troupe planetaria tomamos ruidosamente el pequeño gimnasio, todos vestidos de forma estrafalaria, yo voy con el pantalón de pijama, patucos y anorak. Jorge mantiene el ordenador en equilibrio sobre la barra mientras hace sentadillas y con un dedo dirige su periódico, Isa marcha a buena velocidad en la cinta con la lengua fuera, y Leo, Mario y yo hacemos carreras con la bicicleta estática y luego nos vamos corriendo a las habitaciones, alguien grita:

—Maricón el último.

No sé quién pierde.

Es al día siguiente, ya en Logroño, en la librería Santos Ochoa, cuando Lolo consigue hablar con Dominique. Es el francés el que llama y yo no me contento con su:

—No, ah, sí, hum.

Le arrebato el teléfono, me presento, Dominique me saluda tan educado como todos los franceses, tengo ganas de decirle:

—Corta el rollo, macho.

Pero me limito a escuchar y asentir:

—Sí, lo entiendo.

Me dice que el profesor delante de cuya vivienda estuvieron haciendo guardia no era el protagonista de mi novela, porque era una persona con discapacidad, vamos, que iba en silla de ruedas, pero que, en aras de la corrección política, el bedel no se lo había comentado, si no ya no se hubiera molestado en ir a su casa, no porque un hombre en silla de ruedas no pueda enamorar y hasta volver loca a una mujer, sino porque yo no mencionaba esa circunstancia en ninguna de las entrevistas que me habían hecho, no, el libro no lo había leído todavía, pero esa noche se lo iba a bajar en ebook.

Yo tartamudeo:

—Pe… pero quizás es él. ¿No habrá tenido un accidente?

¡Ojalá! Lo cuidaría con abnegación, iría a vivir a Montpellier para convertirme en su esclava, le pediría que abandonara su silla y lo llevaría en brazos a todas partes.

Pilar, es muy alto y quizás arrastraría los pies, no sería cómodo para él.

Bien, pues que siguiera utilizando la silla si lo prefería, nadie la conduciría con tanta dulzura y cariño como yo. Cuidado esa curva, ahí viene un bache, alma mía, no tengas miedo, gira la cabeza, ¿me ves?, aquí estoy, empujando. Sus ojos prodigiosos, de mirada tan rápida como la lengua de una serpiente.

Pero mis sueños de futuro se desploman:

—No era él, el señor Dupont está así desde hace veinte años.

Bien, si camina, tampoco importa. También lo he amado sobre sus dos piernas.

Dominique me pide que le dé los datos correctos. Nombre y dirección. Dudo unos segundos, si lo hago, la maquinaria se pondrá en marcha, mi Sébastien pertenecerá ya a todo el mundo y no solo a mí y a mi libro. ¿Me arrepentiré de hacerlo? ¿Se enfadará él?

Pregunto para demorar la hora fatal:

—¿Sabes qué tiempo hace en Montpellier?

Si Dominique se sorprende por este absurdo interés, no me lo demuestra, dice que él está en París, claro, pero que en el sur el clima es distinto, y se embarca en una larga explicación sobre el mistral y los microclimas y mientras voy pensando que estoy a punto de abrir una llave, pero no la del gas que mataba tanto, sino la de la intimidad, la mía y la de Sébastien, pero esta vez sí que de una forma irreversible.

Silencio al otro lado de la línea, ha finalizado el parte sobre el tiempo y el hombre espera. Al final, cierro los ojos como hacía cuando me tiraba a la piscina desde el trampolín del Club de Mar de Sitges, ese instante de vértigo antes de chocar con un agua no demasiado limpia, allá vamos, y suelto el nombre y la dirección.

Me alejo de ti, triste, zutandik urrun triste banüa, adiós, agur. Te he puesto la marca de Caín en la frente, la estrella amarilla en el pecho.