7

«Mi amor, viajas lejos de mí, no me olvides…», «en sueños te beso en la boca», «tus labios aún queman los míos», «llevo tu brazalete, tu prueba de amor», «me porto bien»…

Tecleo mensajes que Sébastien leerá cuando regrese de Siria y camino a la vez por las calles de mi ciudad transida de dicha, llena del amor de mi hombre, de mi hermano del alma, ¡nuestras vidas fundidas! «Amado, tengo ganas de besarte las manos para darte las gracias». Me gusta doblegarme, una serenidad nueva, un gozo tranquilo me cubre toda entera sin dejar ningún resquicio para la desesperación o el recelo. A veces me tengo que detener porque me pongo a temblar de alegría. Lo amo.

¡Cómo, cómo lo quería!

Sí, Sébastien, me porto bien en esta ciudad entre dos luces que no sabe sacudirse de encima el verano y se resiste a desertar del calor y de la pereza vacacional. Solo el brillo apagado del atardecer nos recuerda que los días serán cada vez más cortos y que de repente tendremos que poner una manta en la cama, cerraremos las ventanas, nos arrebujaremos con una chaqueta y diremos:

—Qué frío.

Entonces estaremos juntos.

¡Pero hay tantas cosas que hacer antes! Lo primero de todo, el vil alimento, llenar la nevera. Tengo que avituallarme, porque estos días que me faltan para unirme a Sébastien voy a estar muy ocupada afilando mi cuerpo para las noches de amor que me esperan el resto de mi vida, ay, ay, no tengo provisiones, emergencia, luz roja, me lo dice mi hijo:

—Mamá, voy a vender todos los cartones de Telepizza y con lo que saque voy a hacer una ampliación de capital en mi empresa de tres pares de cojones.

Reconozco que las tareas de la casa no son lo mío, para eso tengo a una asistenta en Barcelona llamada Tea, el trasunto de la Lidia de Llafranc. Pero Tea se ha ido de vacaciones a visitar castillos templarios y a la fuerza tengo que espabilarme sola. Voy al misterioso cuarto donde se guardan los utensilios domésticos y cojo el carrito de la compra.

Tea ha sido actriz de teatro e hizo en tiempos algún papelito en televisión, o sea que está puesta en el tema y nunca me deja que lo use:

—No, Pilar, tú no puedes exhibirte con eso porque sigues en el choubisnes.

Tampoco debe ser tan difícil de manejar, digo yo, además no es feo, tiene tela escocesa, cuatro ruedas, tracción delantera y una barra doble para sujetarlo. Bajo en el ascensor, una mano en el manillar, la otra sosteniendo la correa de Fender, ¡tengo práctica! Cuando mi hijo era pequeño lo llevaba en su cochecito y él cogía la cadena del perro que teníamos entonces, Bakunin, que vivió con nosotros catorce años, y paseábamos con cierta solemnidad de desfile conmemorativo. La primera palabra que aprendió a decir mi hijo no fue papá o mamá, sino Ba.

Ya mayor, con por lo menos seis años, volvió un día del colegio gritando emocionado:

—¡Mamá, en memoria de nuestro perro le han puesto Bakunin a una plaza en Barcelona!

Le dijimos que así era. Yo también le había contado cuando era aún analfabeto que en las banderolas que arrastraban las avionetas que sobrevolaban la playa en verano ponía «te queremos, hijo», y que las habíamos contratado nosotros. Y cuando pasaban los aparatos anunciando Coca-Cola, mi hijo bajaba los ojos con modestia y miraba de reojo para ver si las multitudes le aplaudían. Ternura. ¡Otra forma de amor!

¿Que engañar a los hijos no está bien y que seguramente le he causado tantos traumas que en su madurez dará de comer a media docena de psiquiatras? Puede ser, quizás más adelante explicaré lo que me pasó el día en que decidí ir al psicólogo, hace tan solo un par de meses, cuando pensé que lo de Sébastien me estaba volviendo loca.

Creo que sigo loca, si no no hubiera emprendido este proyecto insensato que llevo tan en secreto que nadie sabe sobre qué estoy escribiendo.

El otro día mi hermana de Madrid me preguntó:

—Qué, cómo te va con el libro de autoayuda.

Tardé algunos segundos en recordar que teóricamente estoy escribiendo un libro de consejos a mujeres para que sus maridos no las abandonen. O sea, no en el plan de irse al otro barrio como fue mi caso, sino con la secretaria y todo así. ¡Un intento patético de reflotar mi carrera herida de muerte cuando dejaron de interesar las princesas medievales, los trovadores y la madre que los parió! Escribir, quién se acordaba entonces, en esos días radiantes en los que todo estaba lleno de Sébastien.

Hay un supermercado cerca de mi casa. Con el mismo espíritu con el que los exploradores se internaban en el nuevo mundo, encamino mis pasos hacia el Carrefour, afianzo el manillar entre mis manos, marcho erguida como la Victoria de Samotracia con las puntas de mi rebeca como alas al viento y me miro en el escaparate de una tienda. Aparto la vista, porque es una pena, sí, pero reconozco que no hay nada menos sexy que empujar un carrito de la compra. Te juro Sébastien que cuando estemos juntos nunca me vas a ver de esta guisa. ¡Estar juntos! Mis fantasías todavía son modestas, el techo está muy bajo, solo nos visualizo pasando un fin de semana, el día de mi cumpleaños, en Llafranc…, quizás luego en Barcelona.

No, no, todavía no me atrevo a tanto.

¡Cómo que no! ¿Estamos tontos o qué? Lo primero, hablar con Lorenzo Caprile para el traje de novia, no sé si es mejor hacérmelo sexy o virginal, opto por la primera opción más que nada porque si esta es difícil, la segunda es imposible. Me río sola. No puedo evitar que una carcajada bullente me hormiguee en la garganta todo el día, intento permanecer seria pero los labios se distienden en una sonrisa extraviada, como si llevara unas pinzas puestas bajo las orejas que me estiraran el rostro, qué felices seremos los dos.

Miro los balcones de mi calle, me asombra no ver a la gente asomándose y arrojándome apios y coronas de laurel gritándome:

Gloria de Dios.

Oh, dientes deslumbrantes de tanto amaros.

Oh, dicha de vivir.

Me asombra no ver aviones escribiendo en el cielo: «Sébastien y Pilar», como las banderolas de la infancia mentirosa de mi hijo.

Si empujo un poco el carro, se desliza solo, si le doy con más fuerza se embala cuesta abajo por la calle semivacía; lo llevo con dos ruedas, con cuatro, me subo encima y hago que Fender nos arrastre como si yo fuera Lara en El doctor Zhivago.

Le grito al mundo:

—¡Sébastien me ama!

Una sintecho habitual de mi barrio que recoge objetos de la basura me mira en silencio, yo me pavoneo delante de ella, eeeeeh, tú, ahora me deslizo Vía Augusta abajo a lomos del carro con una mano en el manillar y la otra saludando, hago eslalon entre las farolas, ¡ahora sin manos! Ahora hago equilibrios levantando una pierna y flexiono la otra ligeramente con los brazos extendidos como un ángel. La vagabunda me mira con suspicacia y me pregunta una de las veces que paso velozmente por delante de ella:

—Ese carro, ¿dónde lo has mangado?

Yo estoy demasiado ocupada haciendo una exhibición de triple vuelta en el aire y no puedo contestarle. A mí es el amor de Sébastien y no el Red Bull el que me da alas.

La mujer me mira con ojitos astutos:

—Te lo cambio por el mío.

El suyo es un cochecito de bebé que ha conocido tiempos mejores, pero el manillar va adornado con graciosas pieles de naranja secas formando serpentinas que se bambolean alegremente, aunque una birria en comparación con mi carro. Paso a gran velocidad tirando besos con la punta de los dedos. Mis padres aplauden, prueba superada. Mi vida con Sébastien.

El Carrefour está cerrado ya.

Esta tarde ha llovido y ha quedado un cielo hermosísimo. La herida deslumbrante del sol crepuscular intenta atravesar nubes oscuras. No puedo dejar de mirarlo embebida en mi tibia felicidad a través de la ventana de la cocina; mi hijo está sentado frente a mí comiéndose unos espárragos que saca directamente de la lata. En la tostadora está descongelándose una rebanada de pan. Le comento fingiendo entusiasmo:

—¡Y para postrear un yogurt! —Postrear es un verbo que inventó cuando era pequeño, y yo lo saco para hacerme la simpática, el amor me hace sentir siempre un poco culpable—. Ya sabes que han descubierto que los yogures no caducan nunca.

Mi hijo me responde nostálgicamente:

—Es igual, tú siempre me los dabas caducados.

—Porque ya lo sabía, tonto.

Después pela una naranja reseca y tan reducida como una cabeza de jíbaro. A él también le alcanza mi alegría y me gustaría estrujarlo entre mis brazos y hablarle de Sébastien. Aunque directamente todavía no me atrevo a mencionarlo, sí intento una vía tangencial:

—En Siria hay quinientos secuestros mensuales, unos por dinero y otros por motivos políticos.

A mi hijo no le hables de otra cosa que no sean negocios, la Bolsa o su empresa de internet, por lo que contesta con un indiferente:

—Hum.

Prosigo inasequible al desaliento:

—Allí abajo los periodistas no pueden llevar móvil para que no les localicen, por las señales, sabes.

Mi hijo, que nació escéptico como el filósofo griego Pirrón de Elis, se encoge de hombros:

—Menuda imbecilidad.

Yo invento:

—Me lo ha dicho Tomás Alcoverro, el corresponsal de La Vanguardia.

—No me lo creo.

Me dispongo a hacer una foto de la cocina con la mesa puesta para que vea Sébastien que también puedo ser una mujer de su casa, no solo una diosa del amor. Claro que los alimentos que tenemos hoy son tan pobres que parecen más dignos de Siria que de la próspera España, ¡a ver si va a pensar Sébastien que aquí tenemos carencias nutricionales y se niega a venir por no poder darle a Amandine una vida digna! Coloco el espárrago que ha quedado sobre un plato de la vajilla buena, pero me parece algo pornográfico, como…, ¡oh, no, delante de mi hijo no puedo decirlo! Borro la foto. Ahora tomo una imagen de la botella de agua, no me gusta, del frutero con dos mandarinas y un plátano, pero qué me pasa, ¡me estoy convirtiendo en una salida y en una obsesa! ¿Qué fotos puedo enviarle a este hombre que está en Siria aguantando fuertes bombardeos y trasmitiendo sus crónicas desde pequeños puestos avanzados como si fuera Ernest Hemingway? ¡No voy a fotografiarme a mí misma con este pantalón de pijama viejo, las zapatillas de conejitos y el pelo recogido con una pinza propia de ese barrio marginal que siempre sacan en la tele donde entre todos no hacen una dentadura completa!

Aunque mi hijo está curado de espantos con respecto a mí, no puede dejar de observarme con cierta curiosidad:

—Mamá, ¿qué pretendes?

Le estoy haciendo una foto artística a Fender. He conseguido que levante las dos orejas a la vez y casi parece un perro de raza, le doy ánimos para que se quede quieto:

—Muy bien mi Fenderucho, así, quieto, esa oreja…, ¡para arriba esa oreja!

Mi hijo menea la cabeza a un lado y a otro y se va resignadamente a su habitación para hacer un pedido gigante al supermercado de El Corte Inglés.

Le doy a la tecla de enviar, «mi amor, hasta Fender te añora y espera tu regreso, buenas noches, nos queda muy poco para estar juntos de nuevo».

Qué paz hay en mi vida. Todo está bien. Oigo a mi hijo toser en su habitación; le grito:

—Ahora voy.

Lentos trabajos de amor, me entretengo buscando unas fotografías que me hicieron el año pasado para la solapa de mi libro, pero me parece que se me ve mayor y al final decido aplazar la trascendente decisión de enviarlas hasta mañana. Tampoco quiero apabullarlo con cientos de mensajes y fotos, con las dos o tres que le he mandado hoy ya es bastante. Los cuento. Uno, dos, tres, cuatro…, veinticinco mensajes y nueve fotos, vaya, bueno, ¡me dijo que quería que me acordara de él y que le escribiera! Voy a preguntarle a mi hijo si, una vez enviados, se pueden borrar, pero ya está durmiendo, le susurro:

—¿Estas soñando con los angelitos?

Me contesta con un murmullo casi ininteligible:

—Sí, con los de Victoria’s Secret.

Unto su pecho largo, hendido en el esternón y en el que abultan ligeramente las costillas, con Vicks VapoRub, y toda la casa y mis manos huelen a mojito. Después le extraigo el móvil de la mano con el cuidado del espeleólogo marino que rescata una valiosa cerámica de Cleopatra del fondo de la bahía de Alejandría —lo hemos visto en Discovery Channel—, busco en el cubrecama el iPad, el iPod y los auriculares, y él gruñe algo así como:

—Wwwwwwx…, un millón de euros…

Mi hijo de veinticinco años, un empresario exitoso que hasta da charlas en el IESE, duerme en una cama que le queda pequeña, en medio de un empapelado de elefantes Babar y muebles de Ikea. Del techo cuelga un avión de cartón fosforescente que se balancea sobre los estantes destinados a libros que nunca se comprarán porque mi hijo no lee, en soporte papel quiero decir. El último que le regalé, un tratado sobre la vida de los gnomos, ha criado una gruesa capa de polvo y quizás algún champiñón, ¡eh, gnomo, ya tienes casa!

Me pongo a reír porque en mi estado todo me parece divertido, hasta mis propias bromas. Fender ha logrado meterse debajo de la cama, que se mueve como un barco en medio de la tormenta con su agitada respiración. Los dos duermen y duermen, comprimidos y protegidos como nueces monstruosamente grandes dentro de su cáscara. Salgo apretándome la nariz para no despertarlos con mis carcajadas locas, me retuerzo de risa, me echo en el sofá y entierro la cabeza en los cojines. Riendo, riendo.

¡Me gustaría parar el mundo y comérmelo a besos!

Me tumbo de espaldas y me miro el cuerpo. Tengo barriga, debería hacer del orden de los mil abdominales diarios hasta que llegara Sébastien, hago cinco, mañana haré los 995 restantes y mil más. Me miro los pies, el conejito de la derecha le dice al de la izquierda:

—Qué felices seremos los dos…

Salgo a la terraza, me asomo a la barandilla, la vagabunda se ha parado a hablar con un rumano que limpia cristales de los coches en la esquina, ¡qué vida social más intensa tiene mi barrio!

En este glorioso delirio en el que estoy viviendo, de pronto tengo ganas de hacer locuras.

Rebusco en los bolsos, los de invierno; a veces la vida te da sorpresas.

Sorpresas te da la vida…

Y sí, lo encuentro, una colilla de porro de alguna fiesta del año pasado, le doy unas caladas y lo apago y luego me fumo un cigarrillo normal, de esos que solo dan cáncer. El aire está tan quieto y limpio que el humo sube delgado y elegante, en una espiral perfecta como un dibujo de Opisso.

Como no suelo fumar, pronto veo algas de colores que se desprenden del cielo, que se ha convertido en mar, y canta la tuna a lo lejos:

La tarde que a media luz

vi tu boquita de guinda,

yo no he visto en Santa Cruz

otra mocita más linda.

En el desportillado macetero de la terraza mi único geranio polvoriento y alicaído después de un verano caluroso es un reproche mudo a mi abandono fatal.

Me acerco y le digo:

—Bunitu bunitu.

No me hace caso. Me denunciará el Frente de Liberación de los Geranios, vendrán una noche a buscarlo y se lo llevarán a un jardín para que tenga amiguitos y juegue con otros geranios y se lo pase genial. Vuelvo a encender el porro y me lo termino. La vecina del piso de arriba, una señora mayor guapa y millonaria que juega al bridge en el Círculo Ecuestre y que muchas veces cena en su terraza, debe de estar colocándose y viendo lucecitas también, mañana se lo contará a sus hijos:

—Sabéis, a veces, por la noche, todo se llena de arcoíris multicolores y de chispas y hablo con las flores.

Los hijos se mirarán entre ellos y empezarán a pedir plaza en un geriátrico.

La calle brilla húmeda y gris como la piel de los delfines, sube un rumor apagado y exquisito del restaurante que hay delante de mi casa, las parejas cenan apaciblemente, y estoy a punto de tirarles las zapatillas de conejitos a la cabeza, y me pregunto por qué no son todos de color azul como los pitufos del único libro de mi hijo, pero parecen tan felices que paso de la risa al llanto en un instante, me abrazo al geranio y le digo que me perdone y que nunca más estará solo.

Tendrá papá, mamá y dos hermanitos, Fender y el otro, el del Vicks VapoRub, por un momento he olvidado su nombre… ¡Tres hermanitos si contamos a Amandine! Y los otros tres hijos de Sébastien también vendrán y vivirán con nosotros, quizás podrían dormir en el microondas, ya que mi casa no es el palacio de Versalles que digamos.

Tal vez mañana podría ir a una inmobiliaria para enterarme de qué pisos se venden en Barcelona que tengan 500 metros cuadrados. Trato de poner los índices enfrentados, los dos barcos que se encuentran en el mar, pero es difícil, intento tocar con el pulgar la nariz y con el meñique de la misma mano la rodilla, pero me caigo. Le digo al suelo:

—Malandrín, bodacho, drogata.

Se está tan bien en el suelo; hombre, una ligera arenilla se me clava en el pómulo; mis sueños toman vuelo, viajaremos por todo el mundo gastándonos los dineros que me dejaron mis padres, quizás mis hermanas me cederán los suyos al vernos tan felices… Será una boda muy íntima, iré con mi vestido sexy y escotado, y Sébastien me esperará al pie del altar, grave, alto, silencioso, mirándome con sus ojos depredadores, aunque quizás no me oirá acercarme por culpa de ese tímpano dañado que le ha impedido subir al Dragon Khan…

Un momento, ¿no puede subir en el Dragon Khan y se sube a un avión para ir a Siria?

Tengo una chicharra dentro que… Había otra cosa más… Otra cosa…

Uf, qué colocón. Me arrastro hasta la cama, un último mensaje, «amor mío, hasta el geranio te espera», ¿entenderá esto? Le envío otro clarificando «me refiero a un geranio que tengo en la terraza», miento otra vez «¡es muy bonito!».

Pongo el teléfono en la almohada y me quedo dormida sonriendo. Duermo feliz, sin sueños, y solo al despertarme me doy cuenta de que estos últimos días no he tomado somnífero. Es la primera vez que tal cosa ocurre en veinte años.

En la sala de espera del doctor Vila Rovira me encuentro a Mari Luz Barrantes tratando de pasar desapercibida, con un abrigo de mouton con estampado de tigre, un enorme fular que le llega al suelo y le tapa media cara y gafas oscuras de Gucci tipo antifaz. Como hace calor, todo el mundo la mira. La saludo, estudiamos juntas la carrera y ahora ella vive en Madrid y es una estrella de la tele. Se apresura a decirme:

—He venido a sacarme una muela.

Yo no quiero ser menos:

—Ah, pues yo he venido a hacerme una revisión ginecológica porque temo estar embarazada.

Paso la primera. El doctor Vila Rovira me coloca frente a un espejo y me observa atentamente. Yo también me miro: la felicidad me pone ojos mongoles, uno está un poco más abierto que el otro, tengo bolsas moradas debajo, la última vez que me puse colágeno en el surco que va de la nariz a la boca se me enquistó un poco y ahora tengo un bultito que antes no estaba. El doctor me ordena:

—Sonríe.

Sonrío, y me dice:

—Mira, así estás más graciosa.

Me hinco de hinojos y le suplico:

—Ramón, por la gloria de tu madre, no soy Lina Morgan, no quiero ser graciosa, quiero estar sexy, atractiva, seductora y misteriosa, pero sobre todo joven, porque me he enamorado de un hombre que tiene doce años menos que yo. Y todo esto para el día 13.

El médico no se inmuta. Está hecho a todo y me dice con amabilidad:

—Se hará lo que se pueda, lifting no, porque no da tiempo y no lo necesitas aún… —Que nadie crea que no lo necesito porque no llego a la edad mínima legal, sino porque como ya he contado me lo hice hace ocho años—. Pasa al quirófano.

Por rutina pregunta, aunque no es necesario:

—¿Fumas, bebes?

—No fumo y soy bebedora social, ya sabes.

Obvio explicarle que fue Joaquín Sabina el que dijo un día que beberse una botella de vodka diaria es ser bebedor social si se hace en compañía. Aunque sea en compañía de uno mismo. Y lo que dice Joaquín va a misa.

El doctor se ríe y me contesta mientras me traza rayas sobre el rostro:

—Mira, en las mejillas te pondremos colágeno para rellenar, en las arrugas profundas hialurónico, Botox aquí en el rictus de la frente y un barrido de láser para las manchas leves.

Me hacen quitar las joyas, me desprendo trabajosamente de la pulsera de Sébastien, le digo a la enfermera:

—Creo que tendrían que custodiarla en el Banco de España, me la ha regalado mi novio.

Ella observa el trozo de cuero roto con una cosa de marfil del tamaño de una lenteja y dice:

—Ah.

El médico, con mascarilla, gafas protectoras y una jeringuilla en la mano, no se da cuenta de que por encima de su hombro mi madre lo observa todo con curiosidad. Papá se ha quedado en la puerta dirigiéndoles miradas fogosas a las enfermeras, cuando se estaba muriendo, noventa y cinco años, aún le preguntaba a la que lo atendía:

—¿De dónde eres, guapa?

—De Lalín.

—Apúntame tu dirección en un papelito y cuando salga de aquí iré a hacerte una visita.

El aire se llena de olor a carne quemada. Cómo duele, demonios, sobre todo en la zona alrededor de los labios, pero quién va a quejarse cuando se hace por estética y además voluntariamente. Visualizo el rostro de Sébastien, él me conoció bronceada y salvaje, a duras penas le pregunto al médico:

—Ramón, ¿puedo tomar el sol?

—Por supuesto, el año que viene.

Sí, hombre, ni de coña el año que viene. Trato de levantarme de la camilla con la bata puesta, tiro jeringuillas, tubos, enfermeras. El médico cree que me ha dado un ataque de locura y sopesa ponerme una camisa de fuerza, si es que existen, aunque quizás mis conocimientos sobre esta prenda indumentaria están tan obsoletos como mis libros sobre reinas y trovadores. Pero parece que no, que damos por terminado el tratamiento y tal vez no ha pasado nada de todo esto y solo es fruto de mi imaginación, porque mientras me aplican una toalla refrescante sobre el rostro, Ramón se quita los guantes de látex, me aprieta el brazo a modo de despedida y me dice:

—Que te vaya bien con tu novio, ya nos lo presentarás.

Asiento emocionada, oh, cenar los cuatro, dos matrimonios, por una vez yo permaneceré en silencio y será mi… marido, sí, ¡marido!, el que lleve la voz cantante, y luego nos iremos a casa cogidos del brazo y nos acostaremos el uno al lado del otro, yo con mi casto camisón de florecitas abrochado hasta el cuello.

¡Qué horror, qué ha pasado aquí, que venga el informático, que se ha colado en el ordenador la Casa de la Pradera!

Salgo y me cruzo con Mari Luz, que me detiene un momento:

—Pilar, si quieres te doy una noticia para tu columna… Voy a hacer un programa buscando desaparecidos del estilo de «Quién sabe dónde»… Pero con más altura, con temas internacionales…

Le digo:

—Mucha mierda —que es como los clásicos deseamos suerte—, cuidado con esa muela, mi revisión ginecológica ha ido muy bien…

Ella me señala la cara algo tumefacta:

—Ya veo dónde tienes el coño, bonita.

Ricardo, mi editor, no hace más que llamarme para amenazarme con multas, destierro e incluso deportación a Siberia.

Yo le digo:

—Ricardo, deberás acostumbrarte a vivir sin mí una temporada… ¡Algunos tenemos eso que se llama vida privada!

Llamo a mi jefe del periódico:

—Quiero unos días de fiesta.

Se asombra. Nunca jamás le he pedido que me sustituyan en mi columna, y cuando mis compañeros se van de vacaciones, yo me ofrezco para suplirlos porque todos saben que apenas tengo vida personal. Creo que va a oponer una férrea resistencia, pero me dice alegremente:

—Ah, muy bien, tu columna la hará Ramona.

En otra ocasión hubiera echado sapos y culebras por la boca, porque Ramona es brillante, joven, lista y ambiciosa, pero en estos momentos en los que todo el mundo es bueno, me muestro satisfecha:

—Sí, lo hará muy bien.

En realidad mis ausencias vacacionales todavía no tienen demasiada importancia, porque el motor laboral que impulsa la economía del país aún está al ralentí, el verano no ha muerto y mi barrio continúa semivacío, lo noto cuando salgo a hacer footing por las tardes y corro ciegamente con los cascos puestos hasta que mi perro me pide de rodillas volver a casa. Por la mañana voy al gimnasio y lo practico todo, máquinas, Zumba, jazz, Pilates, pesas, hago cientos de abdominales, flexiones y bicicleta, y el escaso tiempo libre que me queda lo dedico a ponerme cremas en una u otra parte del cuerpo, el pecho, el cuello, la cara interna de los brazos, el contorno de ojos, y mientras, ensayo sonrisas frente al espejo, me miro si tengo mejor el lado izquierdo o el derecho, me pongo bizca y saco la lengua, me coloco de espaldas, meneo el culo, me levanto la camiseta para mirarme los pechos, me estiro voluptuosamente y muevo la lengua con rapidez a un lado y a otro como hacen en las películas porno (una vez vi una). Estoy tanto rato en el cuarto de baño que Tea, que ya ha visitado todos los castillos templarios de Europa, se pone a aporrear la puerta y cuando le abro me riñe:

—Qué susto, temí encontrarte como a Amy Winehouse.

Tea y yo trabajamos un tiempo juntas. Ella hacía de azafata en un programa de testimonios, y a veces incluso de testimonio propiamente dicho cuando fallaba algún invitado, íbamos algo cortos de presupuesto. Yo contaba historias de famosos caídos en desgracia, en la droga, o en los containers, con lo que me convertí en poco tiempo en la mujer más odiada de España.

A Tea le he hablado de Sébastien, pero a ella solo le interesa una cosa:

—¿A la que tienes… allí arriba, también se lo has contado?

La que tengo arriba no es mi madre, como podría creerse, sino Lidia, con la que Tea ha desarrollado una gran rivalidad, porque es lo que ella dice:

—Ella es una sirvienta y nosotras somos amigas.

Le contesto:

—No, claro, a ella no se lo he contado. ¡No es mi amiga!

¡Cuesta tan poco hacer feliz a la gente! El ser bondadoso que ahora mora en mí se alegra cuando ve a Tea sonreír mientras tararea canciones francesas de nuestra época:

Si je chante, c’est pour toi,

c’est pour toi.

Oui pour toi.

Il faut chanter avec moi.

Et oublier tes larmes.

Yo coreo poniéndome el desodorante delante de la boca:

Si je chante, c’est pour toi,

Et oublier tes larmes.

Ella coge al tuntún la escobilla del váter y nos situamos la una frente a la otra con nuestros micros y vamos agachándonos y desde abajo terminamos:

Si je chante, c’est pour toi,

Et oublier tes larmes.

Nos sentamos en el suelo y nos reímos como crías, y cuando Tea se da cuenta de lo que ha cogido, todavía nos reímos más y más, bueno, sobre todo yo, para ser sinceros.

Suenan teléfonos que nadie contesta.

Me pongo a leer cualquier cosa y murmuro sin pensar expresamente en él:

—Sébastien.

¡Vivir era sublime!

Un canto penetrante de nostalgia me llega hasta la médula, me parece imposible existir sin el fuego de sus besos. ¿Has sabido alguna vez, hijo de puta, cuánto te quería?

Mis primas siguen mis órdenes a rajatabla. Les he dicho que la casa tiene que resplandecer como un palacio de las mil y una noches, que Lidia tiene que dar lo mejor de sí misma, que en la nevera tiene que haber vodka ginebra tónicas vino champagne, bolsas enormes con cubitos de hielo, velas aromáticas por toda la casa y que se han de largar con viento fresco el día 12:

—Comprad algo para la ventana de la habitación, una gasa para atenuar la luz, poned una manta en la cama por si acaso, cepillos de dientes, toallas nuevas para el cuarto de baño, nada de pasteles de cumpleaños, porque llevan velas y las velas nos remiten a los años y…

Sí, sí, a todo me dicen que sí, les he contagiado mi emoción y están tan nerviosas que apenas pueden atender a sus asuntos, aunque sé que lo de Santi va bien y que Carla ha olvidado al alemán porque un clavo quita a otro clavo, y Leo ya ha pintado su décima marina. Camila ha intentado hablar conmigo varias veces, creo que se han muerto las madres de varias amigas mías y que a otras las han despedido del trabajo, han roto con los maridos o incluso han fallecido ellas mismas, pero yo sigo revolcándome en mi amor por Sébastien como la cerda ególatra y egoísta en la que me he convertido.

Todos los días me echo a la calle para comprar la prensa francesa, en Le Figaro y Le Monde siguen George Marais y Sabrina Brevin, impertérritos, escribiendo crónica tras crónica, «el conflicto sirio se convierte en el más peligroso para los periodistas», «en menos de tres años ha habido entre 100 000 y 150 000 muertos y el patrimonio cultural de uno de los países más ricos del mundo ha sido destruido completamente», «250 yihadistas franceses combaten en Siria», «se practica la tortura tanto en los grupúsculos rebeldes dependientes de Al Qaeda como en las tropas gubernamentales al mando del presidente Bachar Al-Assad». Hay alguna noticia firmada simplemente Le Monde y pienso que ahí detrás puede esconderse Sébastien.

Una noche, ya mi hijo durmiendo, se me queda la mente en blanco sentada en el sofá. No sé cuánto tiempo estuve así, pero de pronto me levanté, busqué el número de Le Monde, 00 33 1 7626, uf, qué largo, 32 89, y llamé por teléfono. Me responde una voz muy despierta, pido que me pasen con Internacional. Tardan mucho en ponerse, ya voy a colgar cuando una chica me contesta:

—¿Sí, dígame?

Me identifico:

—Soy una periodista española, me gustaría ponerme en contacto con uno de vuestros corresponsales en Siria…

Ella me contesta inmediatamente, sin ningún secretismo:

—¿Con Sabrina Brevin? ¿Quieres que te dé su mail? De todas formas, sale en el periódico.

Me asombro:

—Pero ¿puede recibir correos?

Se ríe con cierta suficiencia. ¡Quizás ha sido también amante de Sébastien y me lo está restregando por los morros!

—Claro, si no, ¿cómo podría trasmitirnos sus crónicas?

Titubeo:

—Pero es que yo busco a otro periodista…

—¿Otro? A veces publicamos cosas de France-Presse, tendrías que llamar allí si buscas a uno de los suyos…

Ahora la noto acelerada, debe de estar de guardia y se acerca la hora de cierre. A pesar de la vergüenza que me da decir su nombre en voz alta, es una falta de pudor parecido a desnudarme en público, lo suelto:

—Estoy buscando a Sébastien Pagès.

Largo silencio; su voz ha cambiado y me contesta con frialdad:

—No conozco a nadie con ese nombre. —Me pregunta con suspicacia y me apea el tuteo—: ¿Quién me ha dicho que es usted?

Cuelgo lentamente. Es de noche, muy de noche.

Las dudas, la sospecha, son los verdugos del amor.

Y soy tan imbécil que pienso que Sébastien es «el tapado» del periódico para las misiones más peligrosas y que a esta tal Sabrina la tienen como un apaño de cara a la galería.

Claro, será eso, seguro.

Acabo de escribirle mi último mensaje, «vida mía, aquí te espero, húmeda de amor, los ojos llenos de agua triste», y sigo «qué poco falta, hoy he ido a cenar fuera pero me he portado bien, te quiero, mira, aquí estoy pensando en ti», le he enviado una foto que me ha hecho el camarero sentada en la escalera de Giardinetto, llevo mis tejanos rotos de verano, sandalias, apoyo la barbilla en la mano y me parece que los pinchazos del doctor me han dejado bastante bien. He salido a cenar con mi hermana, que casi se desmaya cuando me ha oído pedir ensalada de primero, ensalada de segundo y ensalada de postre, y he bebido agua. Cuando me ha propuesto ir a tomar una copa y le he contestado, yo, que siempre soy la última en acostarme y generalmente en estado de ebriedad:

—No, me voy a casa que estoy cansada.

Me ha dicho que a partir de ahora creerá en los milagros. Pero es que cualquier noche, cualquier hombre, cualquier vida sin Sébastien no me interesa. Mi vida sin él es una isla desierta.

¡Maldito si lo es!

Sé que mi hermana no va a preguntarme nada, porque teme que le narre mi última historia de amor, pobre, hay que entenderla, lleva escuchándolas desde que aprendí a hablar.

Nuevo mensaje de madrugada, «mi querido, qué estarás haciendo, vete con cuidado, leo con preocupación todo lo de la guerra, ¿piensas en mí?», y luego otro más, «no mires a las sirias, mi amor, te quiero».

Y al cabo de un rato, con ojos insomnes y ardientes, «te siento cerca, mi amor, porque he tendido cuerdas de campanario a campanario, guirnaldas de ventana a ventana, cadenas de oro de estrella a estrella»…

Rimbaud, guerra, sirias, ¿qué debía de pensar él cuando recibía estos mensajes? ¿Sentiría una punzada de lástima, por una centésima de segundo se arrepentiría de todo? ¿Tendría tentaciones de explicarme la verdad?

Preguntas torturantes. No es el desamor lo que te mata, es la incertidumbre. ¡Aparta, mamá, ahora no tengo ganas de hablar contigo!

Después del último mensaje, para rematar con una nota jocosa, le envío el icono de un moro con turbante, me miro en el espejo, me aproximo al cristal y me beso en los labios, ¡me amo porque él me ama! Me digo con circunspección ministerial:

—Te quiero, sí, tía, sí, ¡te quiero!

Sopeso ponerme un whisky, pero al final lo descarto, quiero conservar mi hígado en buenas condiciones para entregárselo a Sébastien, ¡quizás lo necesitará para un trasplante! Esta idea, que hace poco me hubiera hecho reír, ahora me deja fría, con los dientes apretados, rígida, porque a la beatitud seráfica de los primeros días ha sucedido una tensión insoportable. Estoy poseída por la gravedad de este amor absoluto, ¡quizás ya se ha olvidado de mí! ¡Sébastien Pagès! ¿No es absurdo pensar que regresará y se lanzará a mis brazos?

Me levanto como una autómata y me siento frente al ordenador. Pongo de nuevo Sébastien Pagès. Salen siete, los mismos de mi primera búsqueda. Miro las fotos otra vez, quizás alguno de ellos es él, sin barba, no, ninguno, ni el que vive en Nueva Caledonia, ni el de Suiza, ni el de la Martinica, ni el jugador de rugby de Montpellier, ni un niño de Dijon, a ver el sexto… Sí, un empresario, es guapo, con barba también, pero no es Sébastien. Tiene cuarenta y siete años, como Sébastien. Debe de ser una persona importante, porque tiene hasta web propia, Sébastien Pagès, divorciado, con una hija, E-Commerce director de Vilebrequin. ¿Qué será esto de E-Commerce? De Vilebrequin… Hostias, ¿de qué me suena? ¡Vilebrequin! ¡La marca de bañadores que llevaba Sébastien! Leo la historia de la empresa, una pequeña firma nacida en Saint-Tropez, de origen artesanal. ¡Qué casualidad, el magnate de los bañadores que lleva Sébastien se llama como él, pero no es él!

¿Será un hermano? ¿Un amigo? ¡No se va a llamar de la misma manera! Me quedo dándole vueltas a todas las hipótesis y, como pasa siempre por la noche, todo se retuerce, se forman culebras monstruosas como tenias gigantes, no me duermo hasta el amanecer, pero cuando me despierto lo tengo muy claro y me repito con la tozudez del rucio:

—Qué tontería, seguro que todo tiene una explicación muy sencilla… Ya me lo contará y nos reiremos…

Será una casualidad, una de esas coincidencias que se dan tantas veces en la vida real y que no nos atrevemos a meter en los libros para que no nos tachen de fantasiosos.

Qué boba era, con lo fácil que resultó todo después.

Llamo a mis primas:

—Muchachas, ¿está todo preparado?

Oigo sus gritos:

—¡Sí, sus órdenes, todo el mundo al suelo!

—Chicas, cuatro, tres, dos, uno…

Le doy un beso apresurado a mi hijo, gruñe porque no le gustan las muestras de cariño cuando está despierto, le digo al oído:

—Cuando vuelva te contaré una cosa.

Está con el ordenador y ni siquiera se molesta en contestarme, cojo el coche, tengo un terrible dolor de cervicales por culpa de todas las flexiones que he tenido que hacer para que mi estómago esté como una tabla, tengo un dolor entre las costillas que se agudiza cuando respiro, sé que son los nervios, tengo la garganta como papel de lija y un tic en el ojo derecho. Mi madre me dice al oído:

—Recuerda que nada será tan bonito como esperarlo y nunca serás tan feliz.

¿Ahora se nos ha vuelto filósofa? Cierro la puerta bruscamente. Cuando llego a Llafranc, me sorprende ver el mar y le digo a mi perro:

—Míralo, coño, no es solo un decorado para veraneantes, ¡sigue aquí!

Me río un poco con esta gilipollez, Fender mueve el rabo porque reconoce este lugar donde hemos sido felices. Con una mano voy escribiendo un mensaje: «mi amor, ya estoy aquí dispuesta para recibirte, ¿vendrás directo desde París? ¿O pasarás antes por Montpellier?». Con la otra mano le doy al mando de apertura de puerta y el garaje se abre como las inmensas fauces de un animal mitológico y me devora.