—No sólo a Engelardo sino también a cualquier buen arquero. Si alguien fuera tan poco hábil como para tener que disparar de tan cerca, dudo que pudiera conseguir su propósito. No me gusta esta flecha porque no está en su sitio y, sin embargo, aquí la tenemos. Su único propósito es el de inculpar a Engelardo, pero no me puedo quitar de la cabeza que también tiene otro propósito.

—¡Matar! —exclamó Sioned, ardiendo de furia.

—Hasta eso pongo en duda, aunque parezca una insensatez. Fíjate en el ángulo por el que entra y sale. Y ahora observa que toda la sangre está en la parte posterior y no donde penetró la flecha. Recuerda lo que hemos dicho y

comentado sobre la ropa. Estaba mojada por detrás, pese a que él se encontraba tendido boca arriba. Tú misma has dicho que era la postura propia de un hombre que, estando tendido boca abajo, tratara de incorporarse. Ayer, cuando me arrodillé a su lado, descubrí otra cosa. Por debajo de su cuerpo, la hierba estaba mojada pero, a lo largo del costado derecho, desde el hombro a la cadera y con una anchura equivalente a la de su cuerpo, estaba completamente seca. Ayer por la mañana cayó un aguacero que duró media hora. Cuando empezó a llover, tu padre estaba tendido boca abajo, ya muerto. ¿De qué otro modo hubiera permanecido seca esa extensión de hierba si su cuerpo no la hubiera cubierto?

—Y entonces, tal como vos decís —añadió Sioned en voz baja—, le agarraron por el hombro izquierdo y le volvieron boca arriba. Cuando ya estaba dormido. ¡Totalmente dormido!

—¡Precisamente eso!

—Pero la flecha le atravesó el pecho —dijo la joven—. ¿Cómo pudo caer boca abajo?

—Eso tendremos que averiguarlo. Y también por qué razón sangró por la espalda y no por el pecho. De lo que no cabe duda es de que permaneció boca abajo desde antes de que empezara a llover y hasta después de que cesara la lluvia, de lo contrario, la hierba bajo su cuerpo no hubiera estado seca. Desde media hora antes del mediodía, cuando empezaron a caer las primeras gotas, hasta pasado un poco el mediodía, cuando el sol volvió a brillar. Sioned,

¿podría, con el mayor respeto, examinar su cuerpo más detenidamente?

—No hay mayor respeto para un hombre asesinado que el de intentar esclarecer su muerte por todos los medios posibles. Y vengarla después debidamente —contestó la joven con gallardía—. Sí, tocadle si es necesario. Os ayudaré. ¡Nadie más! Por lo menos —añadió con una leve sonrisa—, ni vos ni yo tememos tocarle y que él nos acuse con su sangre. Cadfael se detuvo en seco cuando estaba a punto de retirar la sábana que cubría el cuerpo de Rhisiart, como si lo que Sioned acababa de decir le hubiera dado una prometedora idea.

—¡Cierto! Muchos no creen en esa prueba. ¿Dirías que aquí todos creen en ella?

—¿Los vuestros no lo creen? ¿No lo creéis vos? —preguntó Sioned, mirándole con los ojos muy abiertos.

—Mis hermanos de claustro… sí, yo diría que todos o casi todos creen en ella. En cuanto a mí, he visto demasiados hombres muertos, tocados una y otra vez después de la batalla por aquellos que los rematan, sin que jamás haya brotado de ellos ni una sola gota de sangre fresca. No importa mucho lo que yo

crea o deje de creer a este respecto, hija mía. Lo importante es lo que crea el asesino. No, ya has sufrido demasiado. Déjalo de mi cuenta. Pese a ello, la muchacha no apartó los ojos cuando Cadfael retiró la sábana. Debió de haber previsto la necesidad de examinar el cuerpo pues lo había dejado desnudo. Limpio de la sangre que lo cubría, Rhisiart yacía con su vigoroso cuerpo, moreno de cintura para arriba y pálido de cintura para abajo..La herida por debajo de las costillas ofrecía ahora un desagradable aspecto y tenía los bordes azulados, pese a que se había hecho todo lo posible por alisar y juntar la carne lacerada.

—Tengo que darle la vuelta —dijo Cadfael—. Necesito ver la otra herida. Sin vacilar, pero más con la ternura de una madre que la de una hija, la joven pasó un brazo por debajo de los hombros de su padre y, con la otra mano bajo el cuerpo por el otro lado, levantó el cadáver rígido hasta tenderlo sobre el lado derecho y le sostuvo el rostro con el hueco de su brazo. Cadfael lo sujetó

por las piernas y se inclinó para examinar la herida de la parte superior izquierda de la espalda.

—Habrá sido difícil arrancar la flecha. Debisteis de arrancarla por delante.

—Sí —la muchacha sacudió la cabeza, recordando el peor momento de aquel suplicio—. La punta apenas perforó la piel de la espalda, no tuvimos más remedio que cortarla. Sentimos tener que dañarle de esa manera, pero ¿qué

podíamos hacer? ¡Y, sin embargo, tanta sangre!

La punta de la flecha apenas había perforado la piel, dejando tan sólo una pequeña marca ennegrecida de sangre reseca con una magulladura azulada alrededor. Desde aquella mancha negra, se extendía la línea parduzca de otra herida vertical, un poco más larga en la parte superior de la marca de la flecha que en la inferior, con una longitud análoga a la anchura del pulgar de Cadfael y una ligera magulladura en cada extremo, algo más allá de los bordes de la herida. Toda aquella sangre (en realidad, no era mucha, pero bastó para arrebatarle la vida a Rhisiart) se había escapado por aquella pequeña hendedura y no por la herida del pecho, pese a que ésta parecía visiblemente abierta mientras que la de la espalda estaba misteriosamente cerrada.

—Ya he terminado —dijo Cadfael en voz baja, ayudando a Sioned a tender nuevamente el cuerpo de su padre.

Cuando le hubieron alisado el abundante cabello, volvieron a cubrirlo respetuosamente. Después Cadfael le explicó a la joven todo lo que había observado. Ella le miró con sus grandes ojos y reflexionó un instante en silencio.

—Vi esa marca de que me habláis —dijo al final—. No supe lo que era. Si vos lo sabéis, decídmelo.

—Por allí perdió la sangre —contestó Cadfael—. No a través de la herida

que provocó la flecha sino a través de otra anterior. Una herida causada, según creo, por un puñal largo, muy fino y afilado, no por un cuchillo cualquiera. Una vez retirado, la herida se cerró casi por completo, pero antes le había atravesado limpiamente el cuerpo. La hoja fue sacada con toda precisión. Lo que consideramos una herida de salida no era sino una herida de entrada. La flecha penetró por delante cuando él ya estaba muerto, para ocultar que había sido apuñalado por la espalda. Por eso la emboscada tuvo lugar en un sitio tan angosto y tan rodeado de arbustos. Por eso tu padre cayó boca abajo y posteriormente le volvieron boca arriba. Y por eso la inclinación de la flecha era tan extraña. No le dispararon con arco. Clavar una flecha es muy difícil porque su fuerza proviene de su trayectoria. Creo que la herida se hizo primero con un puñal.

—El mismo que le clavaron por la espalda —dijo Sioned, tan blanca y translúcida como la llama.

—Eso parece. La flecha la hundieron después. Aun así, no pudieron introducirla bien. Desconfié de esa herida desde el primer momento. Engelardo hubiera podido disparar una flecha a través de dos troncos de roble desde lejos. Y lo mismo hubiera podido hacer cualquier arquero digno de este nombre. Clavarla con las manos es imposible…, eso lo hizo un brazo muy fuerte. Siguió

la trayectoria sin error. Buena vista y mano sensible.

—Pero corazón de demonio —dijo Sioned—. ¡Y con la flecha de Engelardo!

Alguien que sabía dónde las guardaba y sabía que Engelardo no estaría allí

para impedirlo —a pesar de su insoportable dolor, la muchacha no había perdido la capacidad de razonar—. Tengo otra pregunta. ¿Por qué el asesino tardó tanto entre la comisión del crimen y el intento de disimularlo? Mi padre murió antes de que empezara a llover.

Vos me lo habéis demostrado claramente. Pero no le giraron boca arriba hasta que cesó el aguacero. Más de media hora. ¿Por qué? ¿El asesino se asustó

ante la presencia de alguien que pasó por allí cerca? ¿Esperó entre los arbustos para asegurarse de que Rhisiart había muerto antes de atreverse a tocarlo? ¿O el engaño se le ocurrió más tarde y tuvo que ir por la flecha? ¿Por qué tanto rato?

—Eso no lo sé —contestó Cadfael con toda sinceridad.

—¿Qué sabemos? Que quien lo hizo pretendió inculpar a Engelardo. ¿Ésa fue la causa? ¿Fue mi padre simplemente un medio para librarse de Engelardo?

¿Un anzuelo para pescar a otro hombre? ¿O alguien quiso matar a mi padre y sólo después se dio cuenta de lo fácil y cómodo que sería eliminar también a Engelardo?

—Sé tanto como tú —dijo Cadfael, profundamente conmovido. Involuntariamente pensó en el angustiado joven que movía nerviosamente los pies entre las hojas del suelo y rechazaba la gratitud de Sioned como si fuera

una herida mortal—. Tal vez el asesino huyó y después comprendió que sería muy fácil librarse de la sospecha y regresó a completar su acción. Sólo de eso estamos seguros, hija mía, y podemos dar gracias a Dios de que así sea. Engelardo es una víctima propiciatoria. No lo olvides, y espera.

—Tanto si descubrimos al verdadero asesino como si no, ¿hablaréis en favor de Engelardo en caso necesario?

—Lo haré con todo mi corazón. Pero, de momento, no le digas nada a nadie porque nosotros, los perturbadores de la paz de Gwytherin, aún estamos aquí, y no pienses que he descartado a los nuestros como inocentes. Hasta que no conozcamos al culpable, no conoceremos al inocente.

—No retiro nada de lo dicho con respecto a vuestro prior —dijo Sioned con firmeza.

—Pese a ello, él no pudo hacerlo. No le perdí de vista ni un momento.

—Eso ya lo sé. Pero él compra a los hombres y estaba decidido a conseguir la santa. Me han dicho que ya lo ha logrado. Es un motivo. Nunca olvidéis que los galeses, al igual que los ingleses, pueden estar a la venta. Rezo para que no sean muchos. Pero hay unos cuantos.

—No lo olvido —dijo Cadfael.

—¿Quién es? ¿Quién? Alguien que conocía los movimientos de mi padre y sabe dónde están las flechas de Engelardo. Quiere conseguir algo por medio de la muerte de mi padre y, sobre todo, quiere cargarle el asesinato a Engelardo.

¿Quién puede ser, fray Cadfael?

—Eso, con la ayuda de Dios, es lo que tú y yo vamos a descubrir. En estos momentos, no puedo juzgar ni adivinar, porque estoy totalmente perdido. Veo lo que han hecho, pero no sé quién ni por qué. Sin embargo, me has recordado que los muertos se rebelan al contacto con quienes los mataron, y, puesto que Rhisiart ya nos ha dicho tantas cosas, es posible que nos las diga todas. Después, Cadfael le habló a Sioned de las tres noches de vigilia y oración que el prior Roberto había decretado y de cómo los monjes y el padre Huw se turnarían en dicha tarea. Pero no le comentó que Columbano, en su ignorancia e inocente preocupación por su propia conciencia, había añadido un nombre más a los de quienes tuvieron ocasión de aguardar al acecho a su padre en el bosque. Tampoco reconoció ante la muchacha, y casi ni siquiera ante sí mismo, que lo que acababan de descubrir había añadido un siniestro significado a la revelación de Columbano. La posibilidad de que fray Jerónimo hubiera salido a dar caza a Rhisiart con arco y flecha era de lo más improbable. En cambio, un Jerónimo acercándose subrepticiamente por detrás con un afilado puñal en la mano…

Cadfael apartó aquel pensamiento de su mente, pero no demasiado. La idea

no le parecía del todo descabellada.

—Esta noche y durante las dos siguientes, dos de nosotros haremos vigilia en la capilla desde después de completas hasta prima. Los seis podemos ser juzgados y nadie puede sentirse excluido. Después, ya veremos. Ahora —

añadió fray Cadfael— deber{s hacer lo siguiente…

7

Después de completas, bajo la suave luz del anochecer, mientras el oblicuo sol poniente se filtraba a través de las jóvenes hojas verde cromo, los seis subieron juntos a la capilla de madera del solitario camposanto para acompañar al primer par de peregrinos a la vigilia. Y allí, con el propósito de reunirse con ellos en el claro junto a la entrada, avanzaba también otra procesión compuesta por los empleados y criados de Rhisiart. Salieron del bosque portando a hombros el cuerpo de su señor; su hija, convertida en la dueña de la casa, les precedía con erguida dignidad, vestida de negro y con la cabeza cubierta por un velo gris bajo el cual asomaba su larga melena suelta en señal de duelo. Su semblante era sereno y sus ojos parecían perderse en la lejanía. Hubiera podido amedrentar a cualquier hombre, incluso a un abad. El prior Roberto se impresionó al verla y Cadfael la miró con orgullo.

Lejos de amilanarse ante la presencia de Roberto, la joven imprimió a sus pies un ritmo más digno y decidido, y siguió adelante. Después se detuvo a unos tres pasos de distancia de él y permaneció tan inmóvil que Roberto, de haber sido un necio, hubiera podido tomar aquel gesto por sumisión. Mientras la observaba en silencio, vio a una mujer, apenas una niña, que pretendía enfrentarse a él en pie de igualdad, aunque eso él aún no lo sabía.

—Fray Cadfael —dijo Sioned, sin apartar los ojos de Roberto—, acercaos y traducid claramente mis palabras al prior. Quiero pedirle que rece por mi padre.

Rhisiart se encontraba a su espalda, no en un féretro sino simplemente envuelto en un lienzo blanco de lino bajo el cual se distinguían todos los perfiles de su cuerpo y su rostro, tendido sobre un lecho de ramas verdes en unas andas de madera. Los negros y misteriosos ojos de quienes las portaban brillaban como pequeñas lámparas alrededor de un catafalco, fijándose en todo sin revelar nada. Al ver a la muchacha tan joven y desamparada, el prior Roberto, a pesar de su aplomo, experimentó una punzada de inquietud y puede que incluso de compasión.

—Haced vuestra plegaria, hija mía.

—He oído decir que queréis celebrar tres noches de vigilia en honor de santa Winifreda, antes de llevarla con vosotros. Pido que, en sufragio del alma de mi padre, si os ofendió contra ella, cosa que jamás tuvo intención de hacer, se le permita yacer tres noches delante de este altar, al cuidado de quienes hagan la vigilia. Y pido que éstos ofrezcan una oración por su perdón y el descanso de su alma, una sola oración en una larga noche de plegarias. ¿Os parece que es

pedir demasiado?

—Me parece una justa petición de una hija fiel —contestó el prior Roberto, el cual pertenecía a una noble familia y sabía valorar los vínculos de la sangre y el nacimiento. No todo en él era falsedad.

—Espero una señal de gracia —añadió Sioned—, tanto más sabiendo que vos lo aprobáis.

Semejante petición no podría por menos que añadir lustre y gloria a la fama del prior Roberto. La única hija y heredera de su adversario pedía su aprobación y amparo. El prior estaba, más que satisfecho, encantado, y dio benévolamente su consentimiento. Sabía que muchos ojos de Gwytherin le estaban mirando, no sólo los de los portadores de las andas de Rhisiart. A pesar de lo separadas que se hallaban las casas unas de otras, lejos de la comunidad de los siervos de la gleba que laboraban los campos como una sola familia, ahora los bosques estaban llenos de ojos dondequiera que fueran los forasteros.

¡Lástima que no hubieran vigilado tanto cuando Rhisiart estaba vivo!

Colocaron las andas verdes sobre un caballete delante del altar, junto al relicario que aguardaba los huesos de santa Winifreda. El altar era pequeño y sencillo, y lo parecía todavía más en comparación con las andas. A pesar del sol matutino, la luz que penetraba a través de la angosta ventana del ala este apenas iluminaba la escena. El prior Roberto llevaba en un arcón los paramentos del altar, y con ellos cubrieron también el caballete. Allí, los servidores de Rhisiart dejaron a su señor de cuerpo presente y se retiraron silenciosamente de regreso a la casa.

—Por la mañana —dijo Sioned antes de marcharse con ellos—, volveré para dar las gracias a quienes hayan orado por mi padre durante la noche. Y eso haré

cada mañana hasta que lo enterremos.

Inclinándose en reverencia ante el prior Roberto, la joven se cubrió el rostro con el velo y se retiró sin dirigir ni una sola mirada a fray Cadfael.

¡De momento, todo iba bien! La vanidad y el egoísmo del prior Roberto, ya que no su compunción, habían ofrecido a la muchacha una oportunidad; quedaba por ver lo que se conseguiría con ello. El orden de las vigilias había sido establecido por el propio prior Roberto, sin consultar con nadie aparte del padre Huw, que deseaba ser el primero en pasar la noche impetrando el favor de la santa, a ver si ésta se dignaba darle a conocer su presencia. Su compañero sería fray Jerónimo, cuyo obsequioso servilismo cansaba algunas veces al prior. Cadfael se alegró de aquella accidental elección que tanto le convenía. La primera mañana, por lo menos, nadie sabría qué esperar. Después, ya estarían sobre aviso, pero sin duda no habría forma de eludir la cuestión. Por la mañana, cuando se dirigieron a la capilla, encontraron un

considerable número de habitantes de Gwytherin aguardando bajo las copas de los árboles y la fragante sombra de los setos de espinos. Sólo cuando el prior y sus acompañantes entraron en la capilla, los aldeanos emergieron en silencio de la sombra y se acercaron. La primera en hacerlo fue Sioned, acompañada de Annest. La gente les abrió un pasillo y después las siguió, llenando la entrada de la capilla hasta impedir la penetración de la luz matinal, por lo que sólo las velas del altar arrojaban un pálido resplandor sobre las anclas en las que descansaba el difunto.

El padre Huw se levantó con las rodillas un poco entumecidas, y se apoyó

en el reclinatorio de madera hasta que pudo enderezar las piernas. En el reclinatorio de al lado, Jerónimo se levantó con gran agilidad y rapidez. Cadfael pensó con recelo en los devotos monjes que se quedaban dormidos de brazos cruzados, aunque en aquellos momentos eso carecía de importancia. De todos modos, tampoco esperaba que el cielo se abriera derramando una lluvia de rosas de perdón en respuesta a las plegarias de Jerónimo.

—Ha sido una vigilia silenciosa y casi serena —dijo Huw—. No he tenido ninguna experiencia extraordinaria, pues éstas raramente se dan en los humildes párrocos rurales. He rezado, hija mía, y confío en que hayamos sido escuchados.

—Os lo agradezco —contestó Sioned—. Antes de iros, ¿queréis hacernos otro favor a mí y a los míos? Puesto que todos habéis sufrido las consecuencias de estos trastornos y disensiones, ¿queréis mostrar vuestra disposición al perdón? Habéis rezado por él; ahora os pido que cada uno de vosotros apoye su mano sobre el corazón de mi padre, en prenda de reconciliación y perdón. Los habitantes de Gwytherin, inmóviles como árboles en la entrada, pero vivos también como árboles y todo ojos como los árboles son todo frondas, no emitieron el menor sonido, pero no se perdieron ni un solo movimiento.

—¡De mil amores! —dijo el padre Huw, adelantándose hacia las andas y apoyando delicadamente su tosca mano sobre el paralizado corazón mientras el movimiento de su barba indicaba que sus labios estaban musitando una silenciosa plegaria. Todos los ojos se posaron en fray Jerónimo porque le habían visto vacilar.

El fraile no parecía muy preocupado sino más bien evasivo. Miró a Sioned con benévola dulzura y, tras haberle dirigido la obligada mirada de compasión, bajó modestamente los ojos ante ella, tal como estaba mandado, y se volvió con confianza hacia el prior Roberto.

—El padre Huw está al cuidado de esta parroquia y sujeto a una disciplina, mientras que yo lo estoy a otra. El señor Rhisiart sin duda debió cumplir sus deberes religiosos con toda fidelidad y me compadezco de él. Pero murió de muerte violenta, sin confesión ni absolución, y semejante muerte deja en duda

la salvación de su alma. No estoy en condiciones de pronunciarme en este caso. He rezado, pero no puedo impartir la bendición sin permiso. Si al prior Roberto le parece bien y me da su venia, gustosamente haré lo que se me pide. Cadfael le siguió con cierto asombro y considerables recelos a lo largo de aquel tortuoso camino. Si el prior hubiera tramado el crimen y hubiera enviado a su siervo a cumplir la misión, Jerónimo no hubiera encontrado mejor medio de desviar limpiamente la amenaza hacia su superior. Por otra parte, conociendo a Jerónimo, aquello bien hubiera podido ser un pretexto para halagar y adular, tal como hacía siempre. En caso de que Roberto le diera benignamente su autorización ¿suponía que eso le protegería tras haber desviado la culpa y la amenaza hacia el lugar que les correspondía, permitiéndole tocar a su víctima con impunidad? El hecho no hubiera revestido tanta importancia si Cadfael hubiera creído firmemente que las víctimas de asesinato sangraban al contacto con el asesino; sin embargo, él simplemente consideraba que aquella creencia estaba muy enraizada en el pueblo y podía inducir al culpable acorralado al terror y la confesión. El terror y la tensión tal vez llegaran a provocar incluso una leve efusión de sangre, aunque él lo dudaba. Y estaba empezando a pensar que Jerónimo también. Los ojos vigilantes habían cambiado de objetivo y ahora estaban clavados en el prior. Éste frunció el ceño y tardó un poco en emitir su veredicto.

—Podéis hacer lo que ella desea con plena tranquilidad de conciencia. La joven sólo pide perdón, y eso todo hombre puede otorgarlo, no absolución. Fray Jerónimo, aceptando de buen grado la precisión, se adelantó hacia el catafalco y sin el menor temblor apoyó la mano sobre el corazón del difunto. En el sudario no apareció ninguna acusadora mancha roja. Jerónimo siguió

complacido al prior Roberto hasta el exterior, acompañado por los demás frailes, mientras los silenciosos lugareños se apartaban de la puerta para permitirles el paso.

Y ahora, pensó Cadfael, siguiendo a sus compañeros, ¿dónde estamos? ¿Se burla Jerónimo de la prueba porque no cree en ella o piensa que ha transmitido la culpa al culpable, cualquiera que haya sido su parte en el delito, y se considera libre de todo peligro? ¿O tal vez no tuvo la menor parte en ello y todo esto no tiene ningún propósito? Es lo bastante mezquino como para negarle a la moza un gesto amable, a no ser que pueda sacar de todo ello alguna ventaja. Bueno, ya veremos lo que hace Roberto, pensó Cadfael, cuando le pidan que otorgue su absolución en lugar de pedirle el perdón de otro hombre. Sin embargo, las cosas no ocurrieron tal como él esperaba. El prior Roberto había decidido hacer la vigilia aquella noche junto con fray Ricardo, pero, cuando ambos pasaron por delante de la mansión de Cadwallon en su camino hacia la capilla, el portero llamó al prior y el propio Cadwallon se apresuró a

salir a su encuentro, seguido de un galés vestido con una túnica corta de montar.

La primera noticia la tuvo Cadfael cuando el prior regresó al jardín de Huw, acompañado por el forastero, a la hora en que hubiera tenido que estar arrodillado en la lóbrega capilla para hacer vigilia junto al difunto, en una confrontación que tal vez aportara pruebas muy provechosas. Pero allí estaba el prior, justo a tiempo para impedir que Cadfael se escapara a la herrería de Bened para comentar las noticias del día y compartir con éste una copa de vino. A juzgar por su cara, no parecía muy disgustado por no poder hacer la vigilia prevista.

—Fray Cadfael, tenemos un visitante y necesitaré vuestros servicios. Éste es Griffith de Rhys, el alguacil del príncipe Owain en Rhos. Cadwallon le mandó

llamar por la muerte del señor Rhisiart. Tengo que darle mi versión y después discutir las medidas a tomar. Interrogará a todos quienes puedan dar testimonio, pero ahora quiere mi declaración. He tenido que enviar a fray Ricardo a la capilla sin mí.

Jerónimo y Columbano se disponían a acostarse en casa de Cadwallon, pero se quedaron allí diligentemente al oír las palabras de Roberto.

—Iré en vuestro lugar, padre prior —dijo Jerónimo, en la certeza de que su ofrecimiento no sería aceptado.

—No, vos ya habéis pasado una noche sin dormir. —(¿Sería cierto? En la capilla obscura, nadie podía estar seguro, por muy receloso que fuera el padre Huw. Además, Jerónimo no era aficionado a cansarse inútilmente.)—. Debéis descansar.

—Yo ocuparía gustosamente vuestro lugar, padre prior —se ofreció

Columbano con el mismo ardor.

—A vos os corresponde el turno mañana. Guardaos, hermano, de hacer demasiados méritos, guardaos de la arrogancia disfrazada de humildad. No, esta noche fray Ricardo hará la vigilia solo. Ambos podéis esperar hasta que hayáis declarado lo que hicisteis y visteis anteayer. Después, os iréis a descansar.

La larga y tediosa sesión inquietó bastante a fray Cadfael, que se vio obligado a echar mano de su propio concepto de la verdad, no por medio de una falsa traducción sino añadiendo su propia opinión acerca de lo ocurrido en el bosque junto al cuerpo de Rhisiart. No suprimió nada de lo que dijo Roberto, pero separó los hechos de las suposiciones y lo meramente observado de la conclusión. ¿Quién dominaba el galés lo suficiente como para contradecirle, como no fuera el propio Griffith de Rhys? Aquel hábil y escéptico servidor de la justicia pronto demostró ser no sólo un astuto y rápido oyente sino también un sagaz analista de sentimientos y motivos. Al fin y al cabo, era galés hasta el

tuétano y el núcleo de aquel embrollo eran precisamente unos huesos galeses. Cuando terminó el interrogatorio de Jerónimo y Columbano, los dos devotos frailes, uno de los cuales había resultado ser un holgazán dormilón durante las vigilias (¡aunque ni ellos ni el prior Roberto consideraron oportuno mencionar aquella falta!), Cadfael pensó que podía confiar en el sentido común del alguacil del príncipe y que no debía molestarse en decir buena parte de lo que él sabía o se proponía averiguar. Tanto mejor, pensó finalmente, porque lo que más necesitaba en aquellos momentos era tiempo. Si conseguía ganar uno o dos días, enviando a Griffith por toda la comunidad en busca de pruebas, tal vez lograría coronar satisfactoriamente sus propias pesquisas. La justicia oficial no cavaba muy hondo sino que se limitaba a examinar lo que afloraba a la superficie, deduciendo de ello las conclusiones.

Una inquietante duda de vez en cuando era el precio a pagar por una orden apresurada y un país en paz. Sin embargo, Cadfael no estaba dispuesto a permitir que la inquietante duda recayera en Engelardo ni en fray Juan. No, mejor seguir su propio camino hasta el final y presentar después sus conclusiones al alguacil y al príncipe.

Por consiguiente, cuando Sioned acudió por la mañana a la capilla, no pudo hacer más que pedirle a fray Ricardo, el fornido e indolente fraile que irradiaba paz y armonía a su alrededor, que se apiadara de su padre y le diera su bendición, imponiéndole las manos. Él accedió gustosamente y con la mayor inocencia, y se retiró sin saber lo que había hecho.

—Os eché de menos —dijo Bened, a quien Cadfael hizo una breve visita entre la misa y el almuerzo—. Padrig vino hace un rato, y estuvimos hablando de los días en que Rhisiart era más joven. Hace muchos años que Padrig viene por aquí. Nos conoce a todos. Preguntó por vos.

—Dile que compartiremos una copa cualquier día de éstos, aquí o allí. Y

dile que sigo la cuestión de Rhisiart, si eso le sirve de consuelo.

—Nos estamos acostumbrando a vuestra presencia —dijo Bened inclinándose hacia el fuego, donde un vigoroso joven trabajaba con el fuelle—. Deberíais quedaros, tendríais un lugar.

—Ya tengo mi lugar —contestó Cadfael—. No te inquietes por mí. Elegí la cogulla con los ojos bien abiertos. Sabía lo que hacía.

—Hay algunos que no consigo asociar con vos —dijo Bened, disponiéndose a herrar un caballo.

—Ah, los priores y los frailes van y vienen y son tan variados como el resto de los hombres, pero el claustro permanece. Con todo, creo que algunos equivocaron el camino —señaló Cadfael—, sobre todo, ciertos jóvenes que confundieron el «no» de una moza con el fin del mundo. Algunos serían excelentes artesanos si algún día fueran libres. Suponiendo que fueran hombres

libres y pudieran aprender, por ejemplo, los misterios del oficio de los herreros…

—Ése tiene buen brazo y buena muñeca —replicó Bened en tono pensativo— y sabe saltar y hacer lo que le mandan cuando el que manda conoce lo que se lleva entre manos. Con eso ya se tiene medio aprendido el oficio. Si él no favoreció la fuga del asesino de Rhisiart, sería muy bien recibido aquí. Pero eso todavía no lo sé, aunque la pobre moza de allí crea saberlo. ¿Y si estuviera equivocada? ¿Vos lo sabéis?

—Todavía no —contestó Cadfael—. Pero dame tiempo y lo sabremos.

Al tercer día de su cautividad nominal, fray Juan observó que le tenían más vigilado. Había corrido la voz de que el alguacil estaba en la aldea y hacía preguntas por todas partes sobre las circunstancias de la muerte de Rhisiart. Y

se sabía, además, que había mantenido una prolongada conversación con el prior en la rectoría del padre Huw, donde seguramente le habrían instado a que también interviniera en la cuestión del delito imputado a fray Juan. Y no es que Juan tuviera quejas sobre el alojamiento, la comida y la compañía; raras veces se había sentido más feliz. Durante dos días, exceptuando breves intervalos en los que fue aconsejable ser precavido, había estado libre desde el amanecer hasta el ocaso, ayudando a cuidar del ganado, recogiendo leña, llevando y trayendo cosas, y plantando en el huerto, sin tiempo ni ganas de pensar en su situación. Pero, cuando volvieron a encerrarle en el establo, las realidades temporales empezaron a inquietarle, y su desconocimiento del galés, sin la ayuda de fray Cadfael, fue una frustración que ya no pudo soportar fácilmente. No sabía lo que estaban tramando Cadfael y Sioned, no sabía qué ocurría con santa Winifreda ni con el prior Roberto y sus compañeros y, por encima de todo, no sabía dónde estaba Engelardo ni cómo se libraría de la maraña de sospechas que se levantaban contra él. Desde su instintivo gesto de solidaridad, Juan sentía un interés personal por Engelardo y deseaba verle libre y a salvo al lado de Sioned.

Pero Sioned, fiel a su palabra, no se acercó a él, y en la casa no había nadie más con quien pudiera conversar. Podían transmitirle algunas cosas sencillas, pero no había modo de comunicarle todo lo que él quería y necesitaba saber. Allí estaba él, dispuesto a ayudar, pero sin poderlo hacer, preguntándose inquieto cómo estarían sus amigos, por los que nada podía hacer. Annest le sirvió el almuerzo y se sentó a su lado mientras comía, preocupada por no poder hablar con él. Una cosa era enseñarle sencillas palabras y frases en galés, tocando el objeto al que se refería, y otra muy distinta explicarle, tal como ella hubiera querido, todo lo que sucedía en la capilla y lo

que se decía y pensaba en la aldea. La imposibilidad de comunicarse hacía que sus encuentros fueran casi silenciosos, aunque algunas veces hablaban en voz alta, él en inglés y ella en galés, diciéndose cosas que no podían guardarse dentro y que el otro comprendería en un futuro próximo, aunque el tono de voz transmitiera por lo menos el afecto de la amistad, tal como sucede con una caricia furtiva. De este modo, ambos se entregaban a breves monólogos que les servían de alivio y consuelo.

A veces, aunque ellos no lo supieran, se contestaban las preguntas el uno al otro.

—No sé quién pudo —dijo Annest en un vacilante susurro— llevarte a tomar los hábitos. Sioned y yo no acertamos a comprender que un mozo como tú hiciera semejante cosa.

Si él hubiera entendido el galés, la joven jamás le hubiera hecho este comentario.

—¡No sé cómo pude creer que Margery era tan hermosa! —se maravilló

Juan—. Ni por qué me tomé tan a pecho que ella me rechazara. Pero es que entonces nunca había visto una belleza de verdad… ¡No te había visto a ti!

—A ambos nos hizo una mala jugada —replicó Annest, lanzando un suspiro—, quienquiera que fuera. ¡Enviarte nada menos que al convento, y para siempre!

—¡Dios bendito —exclamó Juan—, y pensar que hubiera podido casarme con ella! Por lo menos, su «no» me hizo un favor: entre tú y yo sólo hay una cogulla, no una esposa.

Fue entonces cuando, por primera vez, Juan empezó a acariciar la idea de abandonar por completo sus votos, lo cual le indujo a contemplar con más ardiente atención aquel bello rostro que tan cerca estaba del suyo. La muchacha tenía mejillas redondas y aterciopeladas de capullo de manzano, piel delicada y dorada por el sol, y ojos como las aguas transparentes de un riachuelo discurriendo sobre los guijarros con claridad cristalina.

—¿Aún sigues pensando en ella? —preguntó Annest en un susurro—. Una tonta presumida que no supo ver lo que era un hombre bueno, pese a tenerlo delante —Juan era sin duda un joven apuesto, amable y afectuoso, de piernas largas y fuertes, manos grandes y diestras y una maraña de bucles pelirrojos ensortijados. La moza que lo desdeñó debía de ser una insensata—. ¡La odio! —

dijo Annest, inclinándose inocentemente hacia él.

Los labios que lo tentaban con palabras que él no entendía se encontraban a escasa distancia de los suyos. Desesperado, el joven recurrió al lenguaje de los signos, que no necesita intérpretes. Llevaba sin besar a una mujer desde Margery la hija del pañero que le rechazó cuando su padre fue nombrado

alguacil de Shrewsbury. Annest se fundió en sus brazos, en los que encajaba mucho mejor de lo que él encajaba en los votos que tan precipitadamente hiciera.

—¡Oh, Annest! —exclamó fray Juan sintiéndose menos fraile que nunca—.

¡Creo que te amo!

Fray Cadfael y fray Columbano subieron juntos por la colina boscosa para hacer la tercera vigilia de oración. El anochecer era tibio, pero el cielo todavía estaba cubierto. Bajo los árboles, la luz mostraba un matiz verde oscuro. Hasta el último momento se pensó que Roberto, tras perder la noche que eligiera para hacer la vigilia, decidiría estar presente en la última ocasión, pero el prior no dijo nada. A decir verdad, fray Cadfael dudaba un poco de que aquella conversación con el alguacil hubiera sido necesaria y se preguntaba si el prior no la habría aprovechado como excusa para no hacer la vigilia y no tener que enfrentarse con la petición de Sioned por la mañana; ello no sería necesariamente una prueba de su culpabilidad, aparte la culpa que pudiera corresponderle por negarse a perdonar a Rhisiart aun sin la presencia de su hija. Ciertamente, entre las virtudes del prior Roberto no figuraban la humildad ni la magnanimidad. Él estaba invariablemente seguro de su rectitud y, cuando alguien la ponía en entredicho, no se mostraba dispuesto a perdonar.

—En esta peregrinación y esta vigilia, hermano —dijo fray Columbano, siguiendo con sus pasos jóvenes y flexibles los bamboleantes andares de marinero de Cadfael—, hemos recibido un gran privilegio. La historia de nuestra abadía recordará nuestros nombres y los monjes de las generaciones venideras nos envidiarán.

—He oído decir —contestó Cadfael con aspereza— que el prior Roberto pretende escribir la vida de santa Winifreda, completándola con la historia del traslado de sus reliquias a Shrewsbury ¿Crees que mencionará los nombres de todos sus compañeros?

El tuyo tal vez sí, pensó Cadfael para sus adentros, porque fuiste el fraile que cayó enfermo y luego sanó en Holywell. Y también el de Jerónimo, cuyo sueño te condujo hasta aquí. Pero el mío estoy seguro de que permanecerá en el silencio, ¡de lo cual me alegro mucho!

—Tengo que expiar una falta —recordó devotamente Columbano—, tras haber traicionado una vez mi confianza en esta capilla, ¡yo, que hubiera tenido que ser más fiel que nadie! —ya habían llegado a la puerta decrépita y ante sus ojos tenían el cementerio cubierto de maleza, surcado por un estrecho sendero apenas discernible entre las malas hierbas—. Noto que un aire sagrado llega hasta mí —añadió el joven, levantando su rostro trémulo y pálido—. Me siento

arrastrado hacia la luz. Creo que estamos acercándonos a un prodigio, a un milagro de la gracia divina. ¡Que esta merced me sea concedida a mí, que me quedé dormido, incumpliendo mi deber para con la santa!

Columbano cruzó la puerta abierta y apuró el paso con las manos extendidas, como a punto de abrazar a una amante y no ya de prestar pleitesía a una santa. Cadfael le siguió malhumorado y resignado; conocía aquellos molestos ardores y no le apetecía soportarlos toda la noche en una capilla tan pequeña. Tenía no sólo que rezar sino también que pensar, y Columbano no le facilitaría ninguna de tales actividades.

En el interior de la capilla, el aire olía a madera vieja, a especias e incienso derramados sobre los lienzos en los que descansaba el relicario, y al característico aroma de muchos años de polvo y semiabandono. Sobre el altar ardía una pequeña lámpara de aceite. Cadfael se adelantó y encendió en ella las dos velas del altar, colocando una a cada lado. A través de la angosta ventana del este, la fragancia de los capullos caídos de la manzana de mayo se mezcló

con una brisa suave, haciendo parpadear las llamas un instante. El fugaz resplandor iluminó todas las superficies cercanas, pero no alcanzó a las esquinas del techo ni a las paredes. Se encontraban en una cueva oscura que olía a madera y en la que un débil foco de luz apenas iluminaba un féretro vacío y un cuerpo sin féretro, pero no llegaba hasta los vagos perfiles de los dos reclinatorios, uno al lado del otro, a escasa distancia del catafalco. Rhisiart yacía más cerca de ellos, pero la sombra negra y plateada del relicario impedía, a modo de murete, que las luces del altar llegaran hasta él. Fray Columbano se inclinó humildemente ante el altar y ocupó su lugar en el reclinatorio de la derecha. Fray Cadfael se acomodó en el de la izquierda y, mediante hábiles movimientos, buscó y encontró la mejor posición para sus rodillas. El silencio descendió sobre ellos poco a poco. Cadfael se preparó para una larga vigilia y rezó una oración por Rhisiart, que, por cierto, no era la primera que rezaba por él. La profunda oscuridad, la permanente debilidad de la luz, el lento discurrir del tiempo desde mucho más allá de su concepto hasta mucho más allá de la capacidad de Cadfael de seguirlo, la soledad que lo rodeaba y su turbado y poblado mundo interior, todo eso se ajustó a un ritmo tan perfecto y regular como el del sueño. Cadfael ya no pensó en Columbano y se olvidó de su existencia. Rezó como respiraba, sin formular palabras ni hacer peticiones concretas, limitándose a sostener en su corazón, como pájaros heridos en los huecos de las manos, a todas aquellas personas angustiadas o afligidas a causa de aquella pequeña santa, ya que, si él sufría de tal modo por ellas, ¿cuánto más no se compadecería la santa de su dolor?

Las velas durarían toda la noche y, de forma instintiva, Cadfael calculó el tiempo a través de la velocidad con que se consumían, y supo cuándo se aproximaba la medianoche.

Estaba pensando en Sioned, a quien no tendría nada que ofrecer por la mañana, ya que su piadoso inocente compañero equivalía esencialmente a una nulidad, y él, por su parte, no era en modo alguno suficiente, cuando de pronto oyó unos debilísimos y extraños sonidos desde el reclinatorio de su derecha, donde fray Columbano se encontraba de rodillas y totalmente concentrado. Esta vez no ocultaba su rostro con las manos entrelazadas sino que lo mantenía levantado hacia la escasa luz, que, pese a su debilidad, permitía distinguir su afilado perfil y la amarillenta palidez de su semblante. El joven mantenía los ojos muy abiertos, como mirando más allá del muro de la capilla. Sus labios, curvados en expresión extática, entonaban con un hilillo de voz un cántico en latín de alabanza a la virginidad. Aunque apenas resultaba audible, el canto se oía con tanta claridad como en un sueño. Antes de ser plenamente consciente de lo que oía, Cadfael vio al joven inclinarse hacia adelante y levantarse ante el altar, sujetando con las manos el reclinatorio. El canto cesó. De pronto, Columbano se irguió y echó la cabeza hacia atrás, como queriendo ver la noche estrellada de primavera a través del techo, y, extendiendo los brazos a ambos lados como un crucificado, emitió un grito no sólo de dolor sino también de triunfo. Luego cayó sobre el suelo de tierra cuan largo era y con los brazos todavía en cruz, el cuerpo tenso hasta los dedos de los pies. Después, se quedó

inmóvil con la frente rozando el borde del mantel del altar que colgaba del catafalco de Rhisiart.

Cadfael se levantó a toda prisa y se acercó a él, por una parte alarmado y por la otra resignado. Qué demonios se puede esperar de este idiota, pensó

exasperado mientras se arrodillaba para tocarle la frente y colocarle un pliegue de los paramentos del altar que mejorara la posición de su nariz y su boca. Le volvió la cabeza de lado para facilitarle la respiración. ¡Hubiera debido reconocer los signos! Nunca le dan los ataques de devoción ni los éxtasis místicos como Dios manda. Cualquier día de éstos, se meterá en esa luz que dice ver, y jamás volverá. Y, sin embargo, cae de cara sin hacerse daño y las convulsiones que le provocan sus visiones y pecados nunca le llevan a golpearse contra objetos duros o afilados, ni siquiera a morderse la lengua. La misma providencia que cuida de los borrachos vela por Columbano en sus dolorosas angustias. En lo más recóndito de su mente, Cadfael pensó con amargura que todo aquello debía de tener una moraleja que englobaba todos los excesos.

Menos mal que esta vez no hubo convulsiones. Columbano vio, o creyó ver algo, y cayó al suelo en destructivo arrobamiento. Cadfael le sacudió por el hombro, primero con delicadeza y después con más fuerza, pero él se quedó

rígido y no reaccionó. Su tersa frente estaba fría y sus rasgos, apenas distinguibles en la oscuridad, parecían serenos y sosegados en una gozosa paz. De no ser por la rigidez de su cuerpo y sus extremidades y de aquella extraña postura de crucificado, cualquiera hubiera dicho que estaba durmiendo.

Cuando Cadfael trató de doblarle el brazo derecho para que estuviera más cómodo tendido de lado, las articulaciones se resistieron, y entonces prefirió

dejarle.

Y ahora, pensó, ¿qué tengo que hacer? ¿Abandonar mi vigilia e ir en busca del prior y de gente que lo ayude? ¿Qué podrían hacer por él que yo no pueda hacer? Si yo no puedo despertarle, ellos tampoco podrán. Saldrá de ello en el momento oportuno, y no antes. No se ha lastimado y su respiración es profunda y regular. El corazón le late con fuerza y no tiene fiebre. ¿Por qué

entremeterse en los placeres personales de un hombre si éstos no le hacen daño?

Aquí no hace frío y uno de estos manteles de altar puede servirle de manta, cosa que sin duda le encantaría. No, hemos venido a pasar la noche en vigilia juntos, y eso haremos, yo de rodillas como está mandado y él dondequiera que esté en estos momentos.

Cadfael arropó a Columbano, colocó los lienzos de forma que le sirvieran de almohada para la cabeza y regresó a su reclinatorio. No sabía qué le reportaría aquella visita celestial a Columbano, pero a él le había destrozado la capacidad de pensar y concentrarse. Cuanto más trataba de centrar la mente en su deber de plegaria y meditación o en considerar en qué situación se encontraba Sioned y qué otra cosa se podía hacer, tanto más se sentía inclinado a contemplar el cuerpo tendido en el suelo y a cerciorarse de que el joven seguía respirando con normalidad. Lo que hubiera podido ser una noche provechosa se había convertido en la noche más larga de su existencia, desperdiciada para la oración e inservible para pensar.

Cuando la oscuridad empezó a teñirse de color gris paloma, Cadfael suspiró de alivio ante la cercanía de la liberación. El angosto retazo de cielo que se veía a través de la ventana del altar pasó de gris a verde pálido, de verde a azafrán y de azafrán a una dorada mañana sin nubes, cuyos primeros rayos de sol penetraron por la aspillera e iluminaron el altar, el relicario y el cuerpo amortajado, y atravesaron la capilla como una flamígera espada dejando a Columbano en la oscuridad. El joven seguía tan rígido como antes, pero su respiración era profunda y regular.

Se encontraba en la misma posición cuando llegó el prior Roberto y sus acompañantes, seguidos de Sioned, Annest y toda la gente de la aldea y las tierras circundantes, reunidas en silencio para presenciar el final de aquellas tres noches de vigilia.

Sioned fue la primera en entrar. La lobreguez del interior de la capilla, tras la claridad del exterior, la obligó a parpadear un momento y a detenerse en la entrada para que sus ojos se acostumbraran al cambio. El prior se encontraba a su espalda cuando ella vio las suelas de las sandalias de Columbano, apenas iluminadas por los rayos de sol que entraban por la ventana; el resto de su figura permanecía en las sombras. La joven abrió los ojos horrorizada y, antes

de que Cadfael tuviera tiempo de tranquilizarla, emitió un grito agudo.

—¿Qué es eso? ¿Está muerto? —preguntó.

El prior la apartó rápidamente a un lado, pasó por delante de ella y se detuvo cuando sus pies pisaron el dobladillo del hábito de Columbano.

—¿Qué ha ocurrido aquí? ¡Columbano! ¡Hermano! —exclamó, agachándose para apoyar la mano en su rígido hombro. Columbano dormía y soñaba sin moverse ni conmoverse—. Fray Cadfael, ¿qué significa esto? ¿Qué le ha pasado?

—No está muerto —dijo Cadfael, pensando que lo primero era lo primero—

y no creo que esté en peligro. Respira como un hombre tranquilamente dormido, tiene buen color de cara, está frío al tacto y no ha sufrido ninguna lesión. A medianoche se levantó de pronto ante el altar, extendió los brazos y cayó al suelo inconsciente. Lleva toda la noche así, pero sin zozobra ni agitación.

—Hubierais debido avisarnos para que acudiéramos en su ayuda —dijo el prior, consternado.

—Yo también tenía un deber que cumplir —replicó Cadfael—, quedarme aquí, haciendo la vigilia que me correspondía. ¿Qué más se hubiera podido hacer que lo que yo he hecho, dándole una almohada para la cabeza y un cobertor para protegerlo del frío de la noche? No creo que nos agradeciera que le sacáramos de aquí antes del momento oportuno. Ahora, él ha hecho fielmente su vigilia y si no podemos despertarle, le trasladaremos a su cama sin hacer violencia a su sentido del deber.

—Es cierto —terció fray Ricardo con la cara muy seria—. Vos sabéis que fray Columbano ha recibido visitas y varias veces ha sido favorecido con visiones. Quizás hubiéramos cometido un gran error sacándole del lugar donde le ocurrió este bendito prodigio. Incluso hubiera podido representar una ofensa contra la santa, en caso de que ella se haya dignado manifestarse a él. Si es así, fray Columbano despertará cuando llegue el momento. Si tratáramos de acelerar el proceso podríamos causarle un grave daño.

—Es verdad —dijo el prior, ya un poco más tranquilo—, parece muy calmado, tiene buen color y no se ve ninguna señal de turbación o dolor. Qué

extraño. ¿Y si fuera la ocasión de otro prodigio semejante al ocurrido cuando su dolencia nos condujo por primera vez hasta santa Winifreda?

—Una vez fue instrumento de la gracia divina —contestó Ricardo—, y podría volver a serlo. Tendríamos que trasladarle a su cama en casa de Cadwallon, mantenerlo tranquilo y abrigado, y esperar. ¿O tal vez sería mejor llevarle a la rectoría del padre Huw para que estuviera cerca de la iglesia? Es muy posible que su primera necesidad sea la de ofrecer una acción de gracias.

Con un grueso mantel de altar y las correas de sus cinturas hicieron unas parihuelas para transportar a Columbano, a quien levantaron del suelo tan tieso como la rama de un árbol y con los brazos todavía extendidos. Le colocaron de espaldas en la improvisada litera y él lo soportó todo sin hacer la menor señal ni emitir el menor sonido. Algunos lugareños, conmovidos por el espectáculo, se acercaron para ayudar a trasladarle a través del bosque hasta la casa de Huw. Cadfael les dejó ir y después se volvió hacia Sioned, que le estaba mirando con una expresión inquisitiva y recelosa.

—Bueno —dijo Cadfael—, por lo menos estoy en mi sano juicio y puedo hacer y haré lo que no me has pedido.

Acercándose a Rhisiart, Cadfael apoyó la mano sobre el corazón del difunto y se santiguó.

Sioned se situó a su lado para seguir con él la lenta procesión hacia la aldea.

—¿Qué más podemos hacer? Si sabéis algo, decídmelo. Hasta ahora no hemos tenido suerte. Y hoy es el día del entierro.

—Lo sé —contestó Cadfael en un tono meditabundo—. En cuanto a lo de anoche, me debato en dos sentidos. Debería creer posible una superchería destinada a fortalecer nuestra causa con otro milagro de no ser por dos cosas. El asombro y la preocupación del prior Roberto, se miren como se miren, me parecen sinceros y no falsos. Columbano ya ha demostrado otras veces poseer extrañas cualidades y, por la violencia y peligro de los ataques, cuesta creer que esté fingiendo. Un volatinero de feria que se gana la vida haciendo diabluras con su propio cuerpo no podría superar a Columbano cuando le da el ataque. No puedo juzgar. Creo que algunos viven espiritualmente en el filo de un cuchillo y, a veces, son arrojados al aire, a merced del cielo o del infierno según el lado por donde caigan.

—Yo sólo sé —dijo Sioned, ardiendo lentamente como una antorcha— que mi amado padre ha sido asesinado y quiero que se haga justicia con el asesino, y no deseo un precio de sangre. No acepto ningún precio a cambio de la sangre de Rhisiart.

—¡Lo sé, lo sé! —dijo Cadfael—. Soy tan galés como tú. Pero mantén la puerta abierta a la compasión, ¡quién sabe cuándo puedes necesitarla! ¿Ya hablaste con Engelardo? ¿Está bien?

La joven tembló, se ruborizó y se ablandó a su lado como una flor que, congelada por la escarcha, hubiera sido milagrosamente resucitada por un viento del sur. Pero no contestó y ni falta que hizo.

—¡Ah, vivirás! —dijo fray Cadfael, satisfecho—, tal como él hubiera querido. Aunque pusiera mala cara, como buen galés que era. Al final te hubieras salido con la tuya, en eso tenías razón. Escucha. Se me han ocurrido

dos cosas que deberías hacer. Tenemos que probarlo todo. Ahora no vayas a casa. Que Annest te acompañe a descansar a la herrería de Bened, y después venid las dos a misa. Quién sabe lo que podremos averiguar cuando nuestro medio santo recupere el conocimiento. Más tarde, cuando entierres a tu padre, procura que Peredur asista con su padre. Podría intentar eludir este deber, tal como ha eludido encontrarse contigo hasta ahora, pero, si se lo pides, no podrá

negarse. Estoy pensando varias cosas con respecto a Peredur, y ninguna de ellas está muy clara.

8

Fue el tañido de la pequeña campana de bronce llamando a misa la que al final despertó a fray Columbano de su sueño encantado. No hubiera podido decirse que lo despertó sino más bien que le indujo a abrir los ojos, estremecerse de la cabeza a los pies, doblar los brazos rígidos y juntar de nuevo las manos ágiles sobre su pecho. Por lo demás, su rostro no cambió y él no pareció

percatarse de la presencia de los congregados alrededor de la cama donde él descansaba. Miraba como si no les viera. Fray Columbano sólo respondía al tañido de la campana, en su primera llamada a la adoración. Al final, el joven se movió y se incorporó con expresión radiante, aunque ensimismada y retraída.

—Se está preparando para ocupar su lugar habitual entre nosotros —dijo el prior con reverente emoción—. Vámonos y no hagamos todavía ningún intento de despertarle. Cuando haya dado gracias, volverá a nosotros y nos revelará su experiencia.

Roberto encabezó la marcha hacia la iglesia y, tal como ya suponía, Columbano ocupó su lugar habitual como el fraile más joven de la comunidad, tras haber caído Juan en desgracia. Modestamente siguió a sus hermanos y modestamente tomó parte en los servicios religiosos como si todavía soñara. La iglesia estaba llena a rebosar y había mucha gente congregada junto a la puerta. Ya se había corrido la voz de que algo extraño y portentoso había sucedido en la capilla de santa Winifreda, por lo que era muy posible que, después de la misa, algo se revelara.

El estado de fray Columbano no experimentó ningún cambio hasta el final. Cuando el prior, despacio y entre la expectación general, como alguien que girara una llave en la certeza de que podría entrar, dio el primer paso hacia la puerta, Columbano pegó repentinamente un brinco, emitió un pequeño grito y miró con asombro los conocidos rostros que lo rodeaban. Después su rostro cobró vida y se iluminó con una sonrisa. Extendió una mano como para impedir la partida del prior y dijo con voz chillona:

—Oh, padre, ¡he sido favorecido con una dicha inefable! ¿Cómo vine aquí, si yo estaba en otro lugar y fui arrebatado de la oscuridad de la noche hasta una gloriosa luz? ¡Éste es sin duda el mundo que dejé! Un mundo ciertamente muy hermoso, pero he estado en otro mejor, más allá de mis desiertos. ¡Oh, si os lo pudiera contar!

Todos los ojos estaban clavados en él y todos los oídos trataban de escuchar su más mínima palabra. Nadie abandonó la iglesia y quienes estaban fuera intentaron entrar.

—Hijo mío —dijo el prior Roberto con inusitada y respetuosa dulzura—, estáis aquí entre vuestros hermanos adorando a Dios, y no hay nada que temer ni nada que lamentar. La visita celestial que recibisteis sin duda pretendió

ofreceros inspiración y fuerza para que pasarais sin miedo por este mundo imperfecto en la esperanza de un perfecto mundo venidero. Estabais haciendo la vigilia con fray Cadfael en la capilla de santa Winifreda…, ¿lo recordáis?

Durante la noche, ocurrió algo que arrebató vuestro espíritu lejos de nosotros, fuera del cuerpo al que dejó intacto y descansando como el de un niño dormido. Os trajimos aquí todavía ausente de nosotros en espíritu, pero ahora ya volvéis a estar a nuestro lado como siempre. Habéis tenido un gran privilegio.

—Oh, sí, muy grande, más de lo que podáis imaginar —exclamó

Columbano, brillando como una pálida linterna—. Soy el mensajero de esta bondad, soy el instrumento de la reconciliación y la paz. Oh, padre…, padre Huw…, hermanos…, dejadme que lo cuente aquí, en presencia de todos porque lo que os revelaré concierne a todos.

Nada, pensó Cadfael, hubiera podido detenerle. Su celestial mensaje superaba con creces cualquier objeción que pudiera hacerle un simple prior o sacerdote. Roberto estaba mostrándose insólitamente condescendiente en la aceptación de aquella trasferencia de autoridad.

O bien ya sabía que la voz celestial estaba a punto de decir algo enteramente favorable a sus planes y a su mayor honra y gloria, o bien estaba sinceramente impresionado y tenía el corazón y los oídos tan dispuestos a escuchar como cualquiera de los demás.

—Hablad sin temor, hermano —dijo—, hacednos partícipes de vuestro gozo.

—Padre, a eso de la medianoche, cuando estaba arrodillado ante el altar, oí

una dulce voz que me llamaba por mi nombre. Entonces me levanté y me adelanté para responder a la llamada. Lo que sucedió con mi cuerpo no lo sé; vos decís que cuando llegasteis estaba tendido en el suelo como si durmiera. Al acercarme al altar, me pareció que todo quedaba súbitamente iluminado por una suave luz dorada y, flotando en aquella luz, surgía una hermosa doncella que se movía en medio de una prodigiosa lluvia de pétalos blancos y cuya túnica y largos cabellos despedían el más suave de los perfumes. Y este benigno ser habló y me dijo que su nombre era Winifreda, y que había venido para bendecir nuestra empresa y para perdonar a quienes, por una equivocada lealtad y reverencia, se habían opuesto a ella hasta ahora. Después, ¡oh, prodigiosa bondad!, apoyó la mano sobre el pecho de Rhisiart, tal como su hija nos había pedido que hiciéramos en prenda de nuestro perdón personal, pero ella lo hizo en divina absolución y con tal perfección y gracia que mis palabras no alcanzan a describirlo.

—Oh, hijo mío —dijo el prior Roberto extasiado mientras los trémulos

murmullos de la gente atravesaban la iglesia como los escarceos del agua de un estanque—, acabáis de contarnos un prodigio mucho más sublime de lo que jamás nos hubiéramos atrevido a esperar. ¡Hasta los perdidos se han salvado!

—¡Así es! ¡Y todavía hay más, padre! Mientras apoyaba la mano en él, la doncella me rogó que hablara a todos los hombres de este lugar, tanto nativos como forasteros, y les hiciera saber su misericordiosa voluntad. Es la siguiente:

»"Allí donde mis huesos sean sacados de la tierra —dijo—, quedará un sepulcro abierto. Lo que yo dejo, puedo otorgarlo. Deseo que en esta tumba sea enterrado Rhisiart para que su descanso esté asegurado y así se manifieste mi poder", dijo Winifreda.

—¿Qué podía hacer yo —dijo Sioned— sino darle las gracias por sus buenos oficios tras haberme traído la divina certeza de la salvación de mi padre? Y, sin embargo, me molesta. Hubiera querido levantarme para decirle que jamás dudé ni por un instante de la eterna dicha de mi padre porque era un hombre bueno que nunca hizo daño a nadie. Confieso que es muy amable de parte de santa Winifreda cederle el alojamiento que ella va a dejar y perdonarle con tanta generosidad, pero… ¿perdón por qué? ¿Absolución por qué? Hubiera podido alabarle de paso, y decir claramente que estaba justificado, no perdonado.

—Ha sido un mensaje muy diplomático —reconoció Cadfael en tono admirativo—, calculado para concedernos lo que vinimos a buscar, calmar a los habitantes de Gwytherin, imponer la paz…

—Y aplacarme para que deje de perseguir al asesino de mi padre —dijo Sioned—, enterrando la acción junto con la víctima. Sólo que yo no descansaré

hasta que lo descubra.

—… y derramar una gloria indirecta sobre el prior Roberto, iba a decir yo

—agregó Cadfael— ¡Ojalá supiera qué mente ha forjado esa idea!

Ambos se habían reunido unos minutos en la herrería de Bened, donde Cadfael había acudido a pedir prestados un azadón y una pala para llevar a cabo la piadosa tarea que tenían que cumplir. Algunos hombres de Gwytherin se ofrecieron incluso a cavar en la tierra sagrada porque, aunque se mostraban reacios a perder a la santa, si su voluntad era dejarles, no querían contrariarla. Estaban ocurriendo grandes prodigios y ellos preferían contar con su favor y bendición en lugar de correr el riesgo de tropezarse con sus flechas.

—Me parece que últimamente la gloria está recayendo más bien en fray Columbano —comentó Sioned con astucia—. Y el prior lo ha aceptado con humildad sin intentar en ningún momento arrebatársela. Eso me lleva a pensar

que es sincero.

La joven acababa de decir algo que indujo a Cadfael a mirarla con atención mientras se rascaba la nariz con gesto dubitativo.

—Tal vez tengas razón. Esta historia no tendrá más remedio que acompañarnos hasta Shrewsbury y extenderse a todas las abadías hermanas cuando regresemos triunfalmente a casa. Sí, Columbano se hará famoso en la orden por su santidad y por el favor divino de que goza.

—Dicen que un hombre ambicioso puede medrar mucho en el claustro —

añadió Sioned—. A lo mejor, está echando los cimientos para convertirse en prior cuando a Roberto lo nombren abad. ¡O para convertirse en abad cuando Roberto crea que él está a punto de serlo! Porque no es su nombre el que correrá

por los condados sino el del vidente de que se valen los santos para dar a conocer su voluntad.

—Eso puede que todavía no se le haya ocurrido a Roberto —convino Cadfael—, pero ya se le ocurrirá cuando supere la emoción inicial. Se ha comprometido a escribir la vida de la santa y a completarla con el relato de esta peregrinación. Es muy posible que Columbano acabe convertido en el fraile anónimo que casualmente recibió el mensaje que la santa quería comunicar al prior. Los cronistas pueden borrar los nombres con la misma facilidad con que los videntes pueden darlos a conocer. Pero te aseguro que este mozo procede de una honrada familia normanda que ni siquiera viste a sus hijos menores con el hábito benedictino para que se pasen la vida entregados a tareas tan humildes como cuidar un huerto.

—No hemos adelantado nada —dijo Sioned con amargura.

—No. Pero aún no hemos terminado.

—Tal como yo lo veo, se tiene el propósito de cerrar el episodio amistosamente, como si todo estuviera resuelto. ¡Pero todo no está resuelto! En algún lugar de esta tierra, hay un hombre que apuñaló a mi padre por la espalda, y ahora nos piden que corramos un velo sobre ello y nos olvidemos de todo gracias a un tratado de paz. Pero yo quiero que se encuentre a ese hombre, que Engelardo sea redimido y mi padre vengado, y no descansaré ni permitiré

que nadie descanse hasta que consiga mi propósito. Y ahora, decidme lo que debo hacer.

—Lo que ya te he dicho —contestó Cadfael—. Que todos los sirvientes de tu casa y tus amigos se reúnan en la capilla para presenciar la apertura de la tumba, y procura que asista Peredur.

—Ya he enviado a Annest a pedirle que venga —dijo Sioned—. ¿Y después?

¿Qué haré o qué le diré a Peredur?

—Este crucifijo de plata que llevas al cuello, ¿estás dispuesta a desprenderte

de él si con ello consigues adelantar un paso hacia aquello que deseas saber? —

preguntó Cadfael.

—De esto y de todos los objetos de valor que poseo. Vos lo sabéis.

—En tal caso —dijo Cadfael—, deber{s hacer lo siguiente…

Entre plegarias y salmos, llevaron las herramientas hasta el abandonado camposanto de la capilla, arrancaron la maleza y la hierba que cubría el pequeño montículo de la sepultura de Winifreda y empezaron a cavar reverentemente en la tierra. Trabajaban por turnos, todos querían participar del mérito. Casi todo Gwytherin se congregó en el lugar a lo largo del día, dejando las faenas del campo para presenciar el final de la contienda. Sioned había dicho la verdad. Ella y todos los criados de su casa se encontraban allí junto con los demás, dispuestos a dar sepultura al cuerpo de Rhisiart cuando llegara el momento. Pero, de hecho, el entierro se había convertido en una cuestión secundaria, un simple incidente en la historia de santa Winifreda, y por si fuera poco, un incidente cerrado.

Cadwallon estaba allí junto con tío Meurice, Bened y todos los vecinos. Al lado de su padre, silencioso y meditabundo, se encontraba Peredur aunque, por la cara que ponía, se adivinaba que hubiera deseado estar a cien leguas de distancia. Sus pobladas cejas oscuras estaban fruncidas como si le doliera la cabeza y, cada vez que levantaba sus ojos castaños, nunca miraba a Sioned. Había acudido a regañadientes, accediendo al expreso deseo de la joven, pero no quería o no podía mirarla. Sus audaces labios rojos estaban pálidos debido a la fuerza con que los apretaba contra los dientes. Mientras se abría el oscuro hoyo en la hierba, Peredur suspiró hondo como tratando de reprimir su dolor. Qué lejos estaba del muchacho consentido de paso ligero y atrevida sonrisa que tan seguro estaba de que el mundo era suyo. Sus demonios le estaban atacando desde dentro.

La tierra estaba húmeda y ligera y removerla no suponía un gran esfuerzo pero la tumba era muy honda. Poco a poco, los hombres se hundieron hasta el cuello en el hoyo, y, a media tarde, fray Cadfael, el más bajo del grupo, casi desapareció de la vista cuando le tocó el último turno. Nadie se atrevía a dudar abiertamente de que estaban en el lugar que buscaban, pero alguien debió de preguntárselo en su fuero interno. Cadfael, sin ninguna buena razón en la que basarse, no tenía la menor duda al respecto. La doncella estaba allí. Vivió

muchos años como abadesa tras su breve martirio y su milagrosa resurrección, pero él la imaginaba como una devota y dulce doncella enamorada de la virginidad y la santidad, que huyó de los acosos del príncipe Cradoc como del mismo diablo. Por una curiosa división del corazón, Cadfael se compadecía no

sólo de ella sino también del desesperado amante, cuya carne se disolvió y cuyo espíritu debió destruirse. ¿Alguien rezaba alguna vez por él? Él lo necesitaba mucho más que Winifreda. Al final, puede que sólo Winifreda rezara por él. La doncella era galesa y por ello capaz de cualquier desprendimiento y sutil distinción. Bien pudiera haber dicho una palabrita en su favor, pidiendo que su persona derretida se ensamblara y solidificara de nuevo en la figura de un hombre. Un hombre purificado, por supuesto, pero con la misma forma de antes. Hasta una santa podía complacerse retrospectivamente en el hecho de haber sido deseada en otros tiempos.

La pala rascó algo en la tierra oscura y fría, algo que no era arcilla ni piedra. Cadfael analizó inmediatamente el golpe, tratando de adivinar la edad, la fragilidad y la textura reseca. Dejó la pala y se agachó para recoger la fría, perfumada y fina tierra que ocultaba el obstáculo. La tierra húmeda se le escapó

entre los dedos, dejando una cosa fina, pálida y delicada, del mismo color gris paloma del cielo antes de despuntar la aurora, pero moteada con unos puntitos negros. Era el hueso de un brazo de tamaño poco mayor del de un niño. Cadfael eliminó la tierra que lo cubría. Debajo se veían otras manchas del mismo suave color y más o menos agrupadas. El monje no quiso tocar ninguna de ellas. Tomó la pala y la arrojó lejos del hoyo.

—Está aquí. La hemos encontrado. Con cuidado, dejádmela a mí. Todos los ojos se clavaron en él. El prior Roberto fue presa de una fuerte excitación y poco faltó para que se abalanzara a tomar el trofeo en sus manos. Le disuadió de hacerlo la pegajosa oscuridad de la tierra y la blancura de sus manos. Junto al borde del hoyo, fray Columbano resplandecía de gozo, con el radiante rostro no dirigido hacia las profundidades en las que descansaba aquella frágil doncella sino más bien hacia el cielo desde donde su difusa esencia espiritual se había dignado manifestarse. Su presencia emanaba un aire de posesión que empequeñecía tanto al prior como al viceprior, e iluminaba con su brillo a cuantos le miraban desde lejos. Fray Columbano pretendía ser, era y sabía que lo era, un personaje memorable en aquella hora memorable. Fray Cadfael se arrodilló. El hecho de que fuera el único en arrodillarse en aquel momento bien pudo ser un presagio significativo. Calculó que debía de estar a los pies del esqueleto. La doncella llevaba siglos enterrada allí, pero la tierra la había tratado con delicadeza y quizás la encontrara entera o casi entera. No hubiera querido molestarla para nada, pero ahora deseaba molestarla lo menos posible; por eso utilizó el hueco de las palmas de las manos y tanteó y acarició la tierra con las yemas de los dedos para poner al descubierto la esbeltez de su figura sin causarle el menor daño. Debía de tener una estatura superior a la media, pero era tan cimbreña como suelen ser las jóvenes de diecisiete años. Fray Cadfael apartó cuidadosamente la tierra que la rodeaba. Descubrió el cráneo y limpió de tierra las cuencas de los ojos mientras

contemplaba extasiado la belleza de los pómulos y la generosidad de la cabeza. Su hermosura se advertía incluso muerta. Cadfael se inclinó hacia ella como si fuera un escudo protector, y se compadeció de su suerte.

—Dadme un lienzo de lino —dijo— y unas tiras de tela para levantarla con cuidado. No saldrá de aquí hueso a hueso sino entera como entró. Le dieron un lienzo y lo extendió al lado del esqueleto; después, con infinito cuidado, retiró la tierra que había quedado adherida y empujó poco a poco el esqueleto hacia el lienzo, depositando el hueso del brazo en su lugar correspondiente. Finalmente, pasaron unas tiras de tela por debajo del esqueleto y lo izaron a la luz del día, dejándolo con sumo cuidado sobre la hierba, al lado del sepulcro.

—Tenemos que retirar los restos de tierra de los huesos —dijo el prior Roberto, contemplando con reverencia el trofeo por el que tantas molestias se había tomado—, y envolverla otra vez.

—Están secos y son muy frágiles y quebradizos —advirtió Cadfael con impaciencia—. Si la despojáis de esta tierra galesa, es muy probable que ella misma se os convierta en tierra galesa. Y, si la dejáis mucho rato al aire y al sol, podría convertirse en polvo. Yo que vos, padre prior, la envolvería tal como está, la depositaría en el relicario y lo sellaría cuanto antes para evitar el contacto con el aire.

Al prior le pareció bien, aunque no le gustó que le dijeran tan bruscamente lo que tenía que hacer. Con apresuradas pero exultantes plegarias, acercaron el resplandeciente ataúd, evitando mover el esqueleto más de lo necesario. Envolvieron varias veces los pequeños huesos con el lienzo y los colocaron en el ataúd. Los monjes encargados de fabricarlo habían comprendido la necesidad de que el sellado fuera perfecto para mejor preservar el tesoro: cuidaron de que la tapa encajara muy bien y revistieron de plomo el interior. Antes de que santa Winifreda fuera devuelta a la capilla para la misa de acción de gracias, la tapa se cerró y, al finalizar la ceremonia, se añadieron los sellos del prior para reforzar el cierre. Ya la tenían prisionera y dispuesta para llevarla a una tierra extranjera que deseaba su patronazgo. Los galeses que se apretujaban en la capilla o se habían agrupado junto a la entrada, lo contemplaron todo en un profundo silencio y, aunque sus ojos no expresaban resentimiento, sus adustos semblantes revelaban una oposición que no se atrevían a expresar con palabras.

—Ahora que hemos cumplido este sagrado deber —dijo el padre Huw, aliviado y entristecido a la vez—, ha llegado el momento de que cumplamos un deber que la propia santa nos ha encomendado. Enterrar a Rhisiart con honor y plena absolución en la tumba que ella le ha legado. Quiero recordaros a todos el gran privilegio y la inmensa bendición que eso representa. Fue lo máximo que pudo decir sobre Rhisiart, y en eso, por lo menos contó

con la simpatía de todos los galeses presentes.

El entierro fue muy breve y, a su término, seis de los más fieles y antiguos servidores de Rhisiart tomaron las parihuelas de ramas, un poco marchitas pero todavía verdes, y las acercaron a la tumba. Las mismas tiras de tela que sirvieron para izar a santa Winifreda aguardaban ahora para colocar a Rhisiart en el mismo lecho.

De pie al lado de su tío, Sioned contempló el círculo de amigos y vecinos que la rodeaba y se quitó la cruz de plata que llevaba al cuello. Puesto que Cadwallon y Peredur se encontraban a su derecha, lo más natural fue que se volviera a mirarlos. Peredur había pasado todo el rato mirándola sólo cuando ella no le veía. Cuando Sioned se volvió de pronto, el joven no pudo evitar sus ojos.

—Quiero hacerle un último regalo a mi padre y me gustaría que tú, Peredur, se lo entregaras. Has sido como un hijo para él. ¿Quieres depositar esta cruz sobre su pecho, allí donde la flecha del asesino lo atravesó? Quiero que sea enterrada con él. Será mi despedida, y deseo que también sea la tuya. Peredur la miró anonadado. Luego sus ojos se posaron en el pequeño objeto que ella le ofrecía en presencia de todo el mundo. Sioned había hablado con claridad para que todos la oyeran. Las miradas de los presentes se clavaron en él y observaron, sin comprender la razón, su mirada de horror y la palidez que poco a poco se apropió de sus ojos. No podía negarle lo que ella le pedía y no podía hacerlo sin tocar al cadáver justo en el lugar donde la muerte le había alcanzado.

Su mano se extendió a regañadientes y tomó la cruz. No hubiera soportado que ella hiciera aquel gesto en vano. No miraba la cruz, sino solamente a Sioned, cuya serena calma se había transformado en incrédula consternación. Ahora la joven ya creía saberlo todo y aquella certeza le producía un dolor inimaginable. De la misma forma que él no podía escapar de la trampa que Sioned le había tendido, ella tampoco podía liberarle. Todo estaba decidido, y ahora Peredur tenía que buscar un modo de escapar. Todos se preguntaban por qué vacilaba y lo comentaban en preocupados murmullos. El joven hizo un supremo esfuerzo y recuperó el aplomo, pero sólo por un instante. Se adelantó hacia las parihuelas y el sepulcro, pero dio media vuelta como un caballo asustado y volvió a detenerse, lo cual fue todavía peor porque ahora se encontraba en medio del círculo de espectadores y no podía retroceder ni avanzar; Cadfael vio unas perlas de sudor en su frente y en sus labios.

—Vamos, hijo —le dijo cariñosamente el padre Huw sin sospechar nada—, no tengas al difunto esperando y no sufras demasiado por él. Eso sería pecado. Ya sé, tal como ha dicho Sioned, que era como un padre para ti, y tú sufres su pérdida. Todos nosotros la sufrimos.

Al oír las palabras «Sioned» y «padre», Peredur se estremeció y trató de adelantarse, pero no pudo. Los pies no querían acercarse a la figura amortajada que yacía junto a la tumba. La luz del sol que lo envolvía y el peso de todas las miradas le hicieron caer de rodillas, con la cruz todavía en una mano mientras con la otra se cubría el rostro.

—¡No puede! —gritó con voz enronquecida, sin apartar la mano de su rostro—. ¡No puede acusarme! ¡No soy culpable de asesinato! ¡Lo que hice, lo hice cuando Rhisiart ya estaba muerto!

Un suspiro de asombro recorrió el claro y cruzó sobre la tumba hasta trocarse en un profundo silencio. El padre Huw tardó un minuto largo en romperlo. Aquella oveja era suya, no del prior Roberto, y el joven que siempre estuvo en gracia de Dios se estaba acusando ahora de un horrible pecado todavía no explicado, pero que tenía que ver con una muerte violenta.

—Hijo, Peredur —dijo el padre Huw con firmeza—, nadie más que tú

mismo te acusa de haber cometido una maldad. Estamos esperando que hagas lo que Sioned te ha pedido. Considéralo un gran privilegio y accede a sus deseos. De lo contrario, dinos claramente por qué no quieres hacerlo. Al oír aquellas palabras, Peredur dejó de temblar. Todavía de rodillas, trató

de recuperar la compostura como si fuera un reloj averiado. Después apartó la mano del rostro, que todavía estaba muy pálido aunque un poco más sereno, como si ya no quisiera luchar contra la verdad. Siendo un joven muy valeroso, decidió levantarse y enfrentarse con todos los presentes.

—Padre, quiero confesarme por obligación y no de buen grado. Lo que tengo que decir me avergüenza. No soy un asesino. Yo no maté a Rhisiart. Le encontré muerto.

—¿A qué hora? —preguntó fray Cadfael sin tener ningún derecho a hacerlo, aunque nadie protestó por la interrupción.

—Salí cuando cesó la lluvia. Recordaréis que llovió —todos lo recordaban, y con razón—. Debía de ser poco después del mediodía. Me dirigía a nuestros pastizales de Bryn y lo encontré tendido boca abajo en donde más tarde todos le vieron. Entonces ya estaba muerto, ¡lo juro! Y yo me apené, pero también fui tentado porque ya nada podía hacer por Rhisiart en este mundo; vi un medio de… —Peredur tragó saliva y dijo, plenamente dispuesto a enfrentarse con su destino—: Vi un medio de librarme de un rival. El rival preferido. Rhisiart le había negado su hija a Engelardo, pero Sioned no lo había rechazado. Yo sabía muy bien que no había ninguna esperanza para mí, por mucho que su padre se empeñara, mientras Engelardo se interpusiera entre nosotros. La gente creería fácilmente que Engelardo había matado a Rhisiart si… si hubiera alguna prueba…

—Pero tú no lo creíste —dijo Cadfael en voz tan baja que casi nadie se

percató de sus palabras, aceptadas y contestadas sin vacilar.

—¡No! —dijo Peredur casi ofendido—. ¡Le conozco y sé que nunca hubiera sido capaz!

—Y, sin embargo, no te importó que le prendieran, le acusaran y le condenaran a muerte con tal de que no se interpusiera en tu camino.

—¡No! —repitió Peredur, enfurecido pero consciente de que se merecía el reproche—. ¡No, eso no! Pensé que huiría, regresaría a Inglaterra y nos dejaría en paz a mí y a Sioned. Jamás le deseé este mal. Pensé que, una vez se hubiera marchado, Sioned accedería a los deseos de su padre y se casaría conmigo.

¡Podía esperar! Hubiera podido esperar muchos años.

Aunque él no lo dijo, allí había por lo menos dos personas que lo sabían y recordaban en su descargo que él había abierto el camino para que Engelardo huyera del cerco que le rodeaba, permitiéndole deliberadamente pasar, del mismo modo que fray Juan, con la conciencia totalmente tranquila, frustró la persecución.

—Pero llegaste al extremo de robarle a ese desdichado joven una de sus flechas para que todas las sospechas se dirigieran a él.

—No la robé, aunque eso no disminuye mi culpa por haberla utilizado. No hacía ni una semana que había salido a cazar con Engelardo, con el permiso de Rhisiart. Cuando recogimos nuestras flechas, me quedé con una de Engelardo por error y, en aquel momento, la llevaba conmigo —Peredur se mantenía muy firme, con la cabeza erguida y las manos resignadamente en los costados, sosteniendo todavía en la derecha la cruz de Sioned. Su rostro estaba pálido pero sereno. Se había quitado un peso de encima, y, después de soportarlo durante tantos días, la confesión y la penitencia eran como un bálsamo para él—. Dejadme que os cuente todo lo que desde entonces me ha convertido en un monstruo a mis propios ojos. A Rhisiart lo apuñalaron por la espalda y después retiraron el puñal. Yo le volví boca arriba y le hice llegar la herida hasta el pecho. Ahora me arden las manos, pero lo hice. Él ya estaba muerto y no sufrió. Atravesé mi propia carne y no la suya. Seguí la dirección de la herida porque el puñal lo traspasó por completo, aunque la herida del pecho era muy pequeña. Tomé mi puñal y abrí el camino para que la flecha de Engelardo pudiera penetrar; la clavé y la dejé allí como prueba. Y, desde entonces, no he tenido un momento de paz ni de día ni de noche —añadió Peredur sin esperar compasión. Más bien se alegraba de que se hubiera roto el silencio y todo el mundo conociera su infamia y él ya no tuviera nada que ocultar—. Ahora estoy contento de haberlo confesado y no me importa lo que sea de mí. ¡Reconoced, por lo menos, que hice las cosas de tal modo que no se pudiera acusar a Engelardo de haber atacado a un hombre por la espalda! ¡Yo le conozco!

Vivimos casi juntos desde que vino aquí como fugitivo, tenemos la misma edad y siempre nos llevamos bien. Le tengo aprecio, cazábamos juntos y peleábamos,

pero le envidio e incluso le odio porque él es amado y yo no. El amor induce a los hombres a cometer actos terribles, incluso contra sus amigos —añadió el joven, en tono más de asombro que de súplica.

A su alrededor se había creado una impresionante consternación ante su maldad y una oleada de piedad por su dolor y de asombro por su terrible equivocación. La verdad cayó como un trueno y anonadó a todos. Rhisiart no había sido abatido por una flecha sino cobardemente apuñalado por la espalda por alguien que aguardaba al acecho. Aquella clase de traición no era propia de santos sino de hombres.

El padre Huw rompió el silencio. En su jurisdicción, en la que ningún dignatario forastero se atrevía a entrar, él podía ejercer con más sosiego su paternal autoridad. Se había hecho una gran violencia a lo que él consideraba justo, y el pecador debería expiar su culpa, pese a merecer compasión.

—Hijo, Peredur, has cometido un grave pecado y no tienes excusa —dijo—. Esta violación de la imagen de Dios, este mal uso de un afecto puro, porque sé

que querías mucho a Rhisiart, y esta malicia contra un inocente, porque tal has proclamado a Engelardo, no pueden quedar sin castigo.

—Dios me libre —contestó humildemente Peredur— de rehuir la parte que me corresponde. ¡Deseo ser castigado! ¡No podría soportarme a mí mismo si tuviera que vivir con este remordimiento de conciencia!

—Hijo mío, si eres sincero, encomiéndate a mis manos para ser entregado a la justicia secular y eclesiástica. En cuanto a la ley, yo mismo hablaré con el alguacil del príncipe. La penitencia que deberás cumplir ante Dios me corresponde como confesor tuyo que soy, y exijo que obedezcas mis ponderadas indicaciones.

—Así lo haré, padre —contestó Peredur—. No quiero un inmerecido perdón. Acepto la penitencia de buen grado.

—Siendo así, no tienes que desesperar de la gracia. Ahora vete a casa y quédate allí hasta que te mande llamar.

—Os obedeceré en todo. Pero tengo que hacer una petición antes de irme —

Peredur se volvió lentamente hacia Sioned, la cual se encontraba todavía de pie en el mismo sitio donde había recibido aquel golpe, cubriéndose las mejillas con las manos mientras miraba con dolor al que creció con ella y siempre fue su compañero de juegos. Sin embargo, la dureza de su semblante se había suavizado. Aunque él se calificara de monstruo, en el fondo no era lo que ella creyó al principio—. ¿Me permites hacer ahora lo que antes me habías pedido?

Ya no tengo miedo. Él fue siempre un hombre bueno y sólo me acusará de lo que hice.

Al tiempo que pedía perdón, Peredur se despedía también de cualquier

esperanza que le quedara de conquistar a Sioned, irremediablemente perdida para él. Lo más curioso fue que, después de aquel delito tan grave, podía hablar con ella sin temor y casi sin envidia. Sioned, por su parte, no le miraba con rabia ni con amargura sino más bien con interés y consideración.

—Sí —contestó Sioned—, todavía lo deseo.

Si había dicho la verdad, cosa de la cual ella no dudaba, era justo que apelara a Rhisiart en presencia de todo el mundo. En la justicia del más allá, el cuerpo le libraría del mal que no había cometido, tras haber confesado su acción.

Peredur se adelantó con paso firme, se arrodilló al lado del cuerpo de Rhisiart y apoyó primero la mano y después la cruz de Sioned sobre el corazón que había traspasado, sin que brotara ni una sola gota de sangre. Si de algo no cabían dudas era de la fe de aquel joven. Peredur vaciló un instante, todavía arrodillado; después, sintiendo más la necesidad de dar gracias por su aceptación que la de hacer una impropia demostración de afecto, se inclinó y besó la mano derecha de Rhisiart entrelazada con la izquierda bajo el sudario. Luego se levantó y se alejó resueltamente por el sendero de la colina rumbo a la casa de su padre. La gente le abrió camino en silencio, y Cadwallon, despertando de pronto de su indecible angustia, echó a andar apresuradamente y fue corriendo tras su hijo.

9

Ya era casi el anochecer cuando terminaron de enterrar a Rhisiart. El prior Roberto no consideró oportuno tomar el trofeo y regresar a casa con sus compañeros, pese a ser lo más conveniente después de todo lo ocurrido. Justo era celebrar alguna ceremonia en honor de la comunidad que la santa abandonaría, y de las casas que habían ofrecido generoso cobijo a quienes iban a despojarles de lo suyo.

—Esta noche nos quedaremos aquí y en la iglesia cantaremos vísperas y completas con vosotros en acción de gracias —dijo el prior—. Después de completas, uno de nosotros subirá de nuevo a hacer vigilia con santa Winifreda, como es justo que se haga. Si el alguacil del príncipe exige que nos quedemos un poco más, lo haremos. Todavía queda por resolver la cuestión de fray Juan, que ha quebrantado la ley para nuestra gran deshonra.

—En estos momentos —dijo el padre Huw, quitando importancia al asunto—, el alguacil está estudiando el asesinato de Rhisiart. Aunque hemos tenido muchas revelaciones a este respecto, ya veis que todavía estamos muy lejos de averiguar quién es el culpable. Hoy hemos visto a un hombre que sin duda es inocente de este delito, cualesquiera que sean sus restantes pecados.

—Me temo —dijo el prior Roberto con insólita humildad— que, sin querer, os hemos causado muchas penas y dificultades, y creedme que lo siento. Me compadezco también de los padres de este joven pecador que tal vez sufren mucho más que él, y sin ninguna culpa.

—Ahora iré a visitarles —dijo el padre Huw—. ¿Queréis adelantaros, padre prior, y cantar las vísperas en mi lugar? Podría demorarme un poco. Tengo que hacer todo lo que pueda por este desdichado hogar.

Los habitantes de Gwytherin habían empezado a dispersarse en silencio por muchos caminos, adentrándose en el bosque para difundir la noticia de los acontecimientos de aquel día hasta los más alejados rincones de la parroquia. En medio de las altas hierbas del camposanto, pisadas ahora por muchos pies, la oscura silueta del sepulcro de Rhisiart parecía una enorme cicatriz. Dos de sus servidores seguían arrojando tierra sobre el montículo. Todo había terminado. Sioned se volvió hacia la entrada, seguida por todos los presentes. Cadfael se situó a su lado mientras la triste comitiva regresaba a la aldea.

—En fin —dijo el monje en tono de resignación—, mereció la pena probarlo. Algo se ha descubierto. Por lo menos, ahora conocemos al autor del delito menos grave y sabemos por qué fueron dos y no uno los crímenes que tan

incomprensibles nos parecían. Y, sobre todo, hemos librado a este joven del demonio que le torturaba. ¿Te repugna lo que hizo tanto como le repugna a él?

—Es curioso —contestó Sioned—, pero creo que no. Me horroricé tanto al suponer que era el asesino que después simplemente suspiré de alivio. Siempre consiguió todo lo que quiso, ¿comprendéis?, hasta que me quiso a mí.

—Debió de ser un deseo muy fuerte —dijo fray Cadfael, recordando sus pasados apetitos—. Dudo que alguna vez lo supere, aunque estoy seguro de que hará un buen matrimonio, tendrá hijos tan hermosos como él y será feliz. Hoy ha madurado mucho y, quienquiera que ella sea, no sufrirá una decepción. Pero nunca será una Sioned.

El rostro cansado y abatido de Sioned se había suavizado un poco. De pronto, la joven esbozó una débil pero tranquilizadora sonrisa.

—Sois un hombre bueno y sabéis reconciliar a las personas. ¡Pero no hubiera sido necesario! ¿Acaso creéis que no me di cuenta de cómo arrastraba los pies cuando vino esta tarde, y de cómo se dirigía con la cabeza bien alta a recibir su castigo? Hubiera podido quererle un poco de no haber sido por Engelardo. ¡Pero sólo un poco! Y él se merece mucho más que eso.

—Eres una buena chica —dijo sinceramente fray Cadfael—. Si te hubiera conocido treinta años antes, hubiera hecho sudar a Engelardo para conseguir este premio. Peredur debiera de estar agradecido de tener una hermana como tú. Pero aún estamos muy lejos de averiguar lo que queremos y necesitamos saber.

—¿Nos queda alguna otra flecha que podamos utilizar? —preguntó

tristemente la joven—. ¿Alguna otra trampa que tender? Por lo menos, con la última hemos liberado a una pobre alma.

Cadfael reflexionó en silencio.

—Y mañana —añadió Sioned—, el prior Roberto se llevará la santa y se irá

a casa con todos sus hermanos. Y vos con ellos. Y yo me quedaré aquí sin nadie a quien recurrir. El padre Huw es un santo a su manera, tal como lo fue Winifreda, pero a mí no me sirve. Y tío Meurice es una gentil criatura que sabe llevar una mansión, pero ignora todo lo demás y no quiere quebraderos de cabeza ni molestias. Engelardo tendrá que seguir ocultándose, tal como bien sabéis. La intriga de Peredur ya no tiene objeto, todos lo sabemos. Pero

¿demuestra eso que Engelardo no mató a mi padre tras una violenta discusión?

—¿Apuñalándole por la espalda? —preguntó Cadfael, indignado.

—¡Eso sólo demuestra que vos le conocéis! —exclamó la joven con una sonrisa—. Pero no todos le conocen. En estos momentos algunos estarán comentando que, a lo mejor, Peredur acertó sin saberlo. Cadfael lo pensó un poco y se desalentó. No cabía duda de que la joven

tenía razón. ¿Qué demostraba el hecho de que otro hombre hubiera querido cargarle a él la culpa? Ciertamente, no que él no fuera culpable. Fray Cadfael se enfrentó con su responsabilidad, voluntariamente asumida.

—También hay que tener en cuenta la cuestión de fray Juan —añadió

Sioned, aguijoneada tal vez por la presencia de Annest, que caminaba a su espalda.

—No me he olvidado de fray Juan —convino Cadfael.

—Pero me parece que el alguacil ya ha concluido su tarea. Creo que cerraría los ojos o volvería la cabeza hacia otro lado si fray Juan se fuera con vosotros a Shrewsbury. Bastantes dificultades tiene aquí como para, encima, tener que resolver las de los forasteros.

—Si a él le pareciera que fray Juan se ha ido a Shrewsbury, ¿se daría por satisfecho? ¿No haría preguntas si un hombre de aquí tomara otro forastero a su servicio?

—Siempre supe que erais muy listo —dijo Sioned, mostrándose casi tan viva y animada como antes—. Pero ¿acaso el prior Roberto no le perseguiría cuando se enterara de su fuga? No me parece un hombre muy indulgente.

—No, no lo es, pero ¿qué podría hacer? La orden benedictina no tiene mucho arraigo en galés. Creo que lo dejaría correr, ahora que ya tiene lo que quiere. Me preocupa más Engelardo. Dame otra noche, hija mía, ¡y hazme un favor! Envía a tu gente a casa y quédate a pasar la noche con Annest en la granja de Bened. Si Dios me ayuda e ilumina, porque nunca olvides que Dios ha resultado mucho más ofendido que tú y que yo por este terrible delito, iré a visitarte.

—Así lo haremos —dijo Sioned—. Y estoy segura de que vendréis. Habían aminorado el paso para que el cortejo se les adelantara y ellos pudieran hablar con más libertad.

Ya estaban muy cerca de la caseta de vigilancia de la mansión de Cadwallon, y el prior Roberto y sus compañeros habían dejado atrás la entrada de la casa y caminaban a buen ritmo con el fin de llegar a tiempo para el canto de vísperas. El padre Huw, saliendo a toda prisa en busca de ayuda, pareció

alegrarse de tener a mano sólo a Cadfael. La presencia de Sioned le indujo a moderar su agitación, pero no sirvió para serenar la angustiada expresión de su rostro ni el erizamiento de sus cabellos.

—Fray Cadfael, ¿podríais dedicar unos minutos a este desconsolado hogar?

Sois experto en el uso de medicamentos, y tal vez podríais aconsejar…

—¡Su madre! —musitó Sioned sin demasiada inquietud—. Se echa a llorar como una loca cada vez que algo la contraría. Ya sabía yo que esto la iba a disgustar mucho. ¡Pobre Peredur, ya tiene su castigo! ¿Queréis que entre yo?

—Mejor que no —contestó Cadfael, acercándose al padre Huw. Sioned era al fin y al cabo la causa inocente del pecado de Peredur, por lo que sería la persona menos indicada para calmar la angustia de su madre. Sioned lo comprendió y se fue muy tranquila pues no esperaba ningún resultado demasiado trágico. Conocía de toda la vida a la mujer de Cadwallon y había aprendido a tratar sus altibajos con la misma filosofía con la que Cadfael soportaba los éxtasis y excesos de fray Columbano, ¡el que nunca se lastimaba en sus ataques!

—La señora Branwen está realmente trastornada —dijo el padre Huw, muy preocupado, acompañando a Cadfael hacia la puerta abierta de la mansión—. Temo por su cordura. La he visto disgustada muchas veces y nos costaba bastante calmarla, pero ahora, su único hijo, y este sobresalto tan grande…

Puede llegar a dañarse si no conseguimos tranquilizarla…

Oyeron los gritos de la señora Branwen incluso antes de entrar en la pequeña estancia. Su marido y su hijo trataban de sosegarla en medio de una oleada de ensordecedores sollozos y lamentos. La mujer, gorda, rubia y físicamente constituida para una existencia apacible y superficial, se encontraba medio incorporada y medio tendida en un lecho, sumida en una extravagante angustia en la que ora se cubría el plácido rostro con las manos, ora levantaba los brazos con amplios gestos de desolación y desesperación, sin dejar de gritar su dolor y su vergüenza. Las lágrimas resbalaban profusamente por sus mejillas mofletudas y los sollozos desgarradores apenas obstaculizaban el torrente de palabras que le brotaban como un aguacero.

Cadwallon a un lado y Peredur al otro, la acariciaban y le daban palmadas en un vano intento de consolarla. En cuanto el padre trataba de imponer su autoridad, ella le lanzaba terribles reproches, gritándole que no tenía confianza en su propio hijo, ya que, de lo contrario, jamás hubiera creído semejante cosa ni le hubiera considerado capaz de cometer aquel acto, que el chico estaba embrujado o era víctima de algún hechizo que le había obligado a una falsa confesión, que hubiera tenido que defenderle en presencia de todo el mundo, evitando que la historia fuera aceptada tan a la ligera, porque todo aquello era obra de brujería. Cuando Peredur trataba de convencerla de que había dicho la verdad y estaba dispuesto a enmendarse y que ella tenía que aceptar su palabra, arreciaba en sus sollozos y le gritaba que era su desgracia y le preguntaba que cómo se atrevía a acercarse a ella, diciéndole que ya nunca podría levantar la cabeza y que era un monstruo…

En cuanto al pobre padre Huw, cada vez que trataba de ejercer su autoridad espiritual para someterla a la fuerza de la verdad y hacerle aceptar la acción de su hijo con humildad, tal como el propio Peredur había hecho, haciendo una plena confesión y comprometiéndose a obedecer, la mujer gritaba que ella siempre había sido temerosa de Dios y respetuosa con las leyes, que siempre

hizo todo lo posible por educar a su hijo de la misma manera y que ahora no podía admitir que su culpa recayera sobre ella.

—Madre —dijo Peredur, con el rostro desencajado y más sudoroso todavía que cuando se enfrentó con el cuerpo de Rhisiart—, nadie te acusa de nada y nadie lo hará. Hice lo que hice, y soy yo quien deberá arrostrar las consecuencias, no tú. En todo Gwytherin no hay una sola mujer que no te compadezca.

Al oír aquellas palabras, la madre lanzó un alarido de dolor y abrazó a Peredur, jurando que no permitiría que sufriera ningún castigo porque era su hijo y ella le protegería. Cuando, con infinita paciencia, Peredur consiguió

librarse de sus brazos, ella le gritó que era un desalmado y la mataría a disgustos, y se entregó a un nuevo acceso de llanto y alaridos desgarradores. Fray Cadfael tomó firmemente a Peredur por la manga y le llevó al fondo de la estancia.

—Ten un poco de sentido común, muchacho, y quítate de su vista. Eres el combustible que alimenta su fuego. Si nadie le hiciera caso, hace rato que se hubiera calmado; ahora se encuentra en una situación en que lo hace todo por inercia. ¿Sabes si nuestros dos hermanos se han detenido aquí o se han ido con el prior?

Peredur temblaba y estaba cansado, pero la serena actitud de Cadfael contribuyó a calmarle.

—No han estado aquí, de lo contrario les hubiera visto. Habrán ido a la iglesia.

Como era natural, ni Columbano ni Jerónimo hubieran tenido jamás la ocurrencia de faltar al rezo de vísperas en una jornada tan memorable.

—No importa, enséñame sus aposentos. Columbano trajo consigo un poco de mi jarabe de adormideras por precaución. El frasco estará aquí en su bolsa, no creo que se lo haya llevado. Y, que yo sepa, no habrá tenido ocasión de usarlo porque los ataques que ha sufrido aquí en galés han sido más moderados. Ahora nos será útil.

—¿Para qué sirve? —preguntó Peredur con los ojos muy abiertos.

—Tranquiliza las pasiones y calma el dolor…, ya sea del cuerpo o del espíritu.

—No me vendría nada mal —dijo Peredur con una triste sonrisa mientras acompañaba a Cadfael a una de las pequeñas cabañas adosadas a la empalizada. A los huéspedes de Shrewsbury les habían ofrecido el mejor alojamiento de la casa, con dos lechos bajos, una pequeña cómoda y una vela de junco y sebo. Sus escasas pertenencias apenas ocupaban espacio, pero ambos disponían de un bolsón de cuero colgado de un clavo en la pared de madera.

Fray Cadfael abrió primero uno y después otro. En el segundo encontró lo que buscaba.

Sacó el pequeño frasco de cristal verdoso y lo examinó contra la luz. Antes incluso de ver la línea del líquido en su interior, le sorprendió su poco peso. En lugar de estar lleno hasta el tapón con el jarabe espeso y dulce, el frasco sólo contenía un cuarto de su capacidad.

Fray Cadfael se quedó un momento inmóvil, contemplando en silencio el frasco que sostenía en la mano. Ciertamente, en determinado momento Columbano pudo sentir la necesidad de detener la amenaza de algún trastorno espiritual, pero Cadfael no recordaba ninguna ocasión en que se lo hubiera comentado y tampoco había observado en él la calma rosada y tranquilizadora que producían las adormideras. La cantidad que faltaba en el frasco era suficiente como para devolver tres veces la serenidad o para que un hombre pasara varias horas durmiendo. Ahora que lo pensaba, hubo por lo menos una ocasión en que un hombre pasó varias horas durmiendo en lugar de hacer la correspondiente vigilia. El día en que Rhisiart murió, Columbano no pudo cumplir su deber y así lo confesó con sincera contrición. Columbano tenía el jarabe en su poder y conocía sus efectos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Peredur, preocupado por aquel silencio—. Si sabe amargo, será difícil que se lo beba.

—Es dulce —quedaba tan poco que sería necesario añadir algo que fuera tranquilizante y agradable de beber—. Trae una copa de vino fuerte y ya verás cómo se lo bebe.

Cadfael recordó que cuando se fueron a la capilla ambos frailes habían llevado consigo una medida de vino suficiente para dos raciones. Columbano también llevaba una botella de agua, tras haber hecho la promesa de no probar el vino hasta que la misión se hubiera cumplido. Por tanto, Jerónimo tomó una ración doble.

Fray Cadfael abandonó sus furiosas elucubraciones para entregarse a la inmediata tarea que tenían entre manos. Peredur fue corriendo a cumplir el encargo, pero regresó con hidromiel en lugar de vino.

—Es más fácil que se lo beba sin protestar porque le gusta más. Y es más fuerte.

—¡Muy bien! —dijo Cadfael—. Eso disimulará mejor el jarabe. Y ahora, vete a un lugar tranquilo, serénate, tápate los oídos y quítate de su vista. Es lo mejor que puedes hacer por ella. Dios sabe lo que más te conviene después de semejante día. No te aflijas en exceso por tus pecados, por muy negros que sean. No hay en todo el país un solo confesor que no haya oído pecados peores sin que jamás se le erizara un pelo. Sería arrogancia pensar que estás excluido de la redención.

El dulce y pegajoso líquido se arremolinó en la copa y formó una larga espiral que en seguida se fundió y desapareció. Peredur lo contempló todo en silencio. Al cabo de un rato, dijo en voz baja:

—¡Qué extraño! Jamás hubiera podido hacerle eso a alguien a quien odiara.

—No tiene nada de extraño —replicó Cadfael, agitando la pócima—. Cuando estamos trastornados, podemos llegar todo lo lejos que nos atrevamos y, con las personas de quienes estamos seguros, nos atrevemos a llegar muy lejos, sabiendo que no nos faltará el perdón.

Peredur se mordió fuertemente los labios.

—¿Es eso cierto?

—¡Tan cierto como la luz del día, hijo mío! Y ahora quítate de en medio y deja de hacer preguntas tontas. Hoy el padre Huw no tendrá tiempo para ti, hay cosas más importantes que hacer.

Peredur se fue como un niño obediente y debió de esconderse muy bien porque aquella tarde no volvió a verle. En el fondo, era un buen chico y aquel terrible acto de envidia y mezquindad le había dado una imagen de sí mismo que no le gustaba. Las plegarias que Huw le impusiera como penitencia llegarían hasta el cielo con el irresistible fervor de los truenos, y el resultado de los duros trabajos que le encomendaran sería tan sólido y permanente como el roble.

Cadfael tomó la pócima y regresó a la estancia donde la señora Branwen seguía llorando sin remedio, esta vez con sincera aflicción y agotada por el esfuerzo. Cadfael aprovechó su cansancio para ofrecerle la copa en cuanto se acercó a ella. Actuó con brusca autoridad antes de que ella tuviera tiempo de hacer gala de su obstinación.

—¡Bebed!

La mujer bebió sin pensar. Tragó la primera mitad sin darse cuenta, y la segunda porque la primera le mostró lo reseca e irritada que tenía la garganta de tanto gritar y lo dulces y suaves que eran la textura y el sabor de aquel brebaje. El solo hecho de tragarlo rompió el aterrador ritmo de los grotescos suspiros que le habían provocado unas convulsiones casi peores que las de los sollozos. Comparados con los de antes, éstos parecían ahora mucho menos violentos.

—Nosotras, las mujeres y las madres, sacrificamos nuestras vidas para educar a los hijos y cuando crecen nos pagan con disgustos. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—Ya tendrá ocasión de compensaros —le dijo jovialmente Cadfael—. Permaneced a su lado en su penitencia, sin disculpar jamás su falta, y él os lo agradecerá.

Las palabras le entraron a la mujer por un oído y le salieron por el otro, aunque tal vez más tarde las recordó. Su voz abandonó poco a poco el tono de dignidad herida e inició un soñoliento y triste monólogo que, al final, se convirtió en una adormilada complacencia, cuya conclusión fue un profundo silencio. Cadwallon respiró hondo y miró a sus consejeros.

—Yo llamaría a sus criadas para que la acostaran —dijo Cadfael—. Dormirá

toda la noche y le sentará muy bien —y a vos todavía más, pensó, pero no lo dijo—. Procurad que vuestro hijo también descanse y no le habléis de lo ocurrido más que de pasada, como si fuera un asunto sin especial trascendencia, a no ser que él lo mencione primero. El padre Huw se encargará

debidamente de él…

—Así lo haré —dijo Huw—. Merece todos nuestros esfuerzos. La señora Branwen se dejó acompañar sin oponer resistencia y la casa quedó milagrosamente tranquila. Cadfael y Huw se marcharon juntos, seguidos hasta la puerta por la aturdida gratitud de Cadwallon. Cuando ya se habían alejado un buen trecho de la mansión, al final de la empalizada, la quietud del crepúsculo bajó sobre ellos como una nube que descendiera delicadamente sobre otra nube.

—Es hora de cenar ya que no de vísperas —dijo Huw en tono fatigado—.

¿Qué hubiéramos hecho sin vos, fray Cadfael? Yo no tengo habilidad con las mujeres, me confunden totalmente. Me asombra que hayáis aprendido a tratarlas con tanta habilidad, siendo fraile como sois. Cadfael pensó en Bianca, Ariadna, Mariam y todas las demás, algunas conocidas fugazmente, pero todas con la misma intensidad.

—Tanto los hombres como las mujeres comparten la misma naturaleza humana, Huw. Ambos sangramos cuando nos hieren. Cierto que esta pobre mujer es una necia, pero el mundo está lleno de pobres hombres que también lo son. Hay mujeres tan fuertes y capacitadas como cualquiera de nosotros —

Cadfael pensó en Mariam… ¿o tal vez en Sioned?—. Id a cenar, Huw, y excusadme. Si puedo reunirme con vos antes de completas, lo haré. Primero tengo que resolver un asunto en la herrería de Bened. El frasco vacío que guardaba en el bolsillo de la manga derecha se lo recordó. Su mente estaba todavía ocupada, pensando en las repercusiones. Antes de llegar a casa de Bened, ya tenía claro lo que debería hacer, pero no sabía cómo.

Cai estaba sentado con Bened en el banco bajo el alero, con una jarra de vino entre ambos. No hablaban sino que simplemente aguardaban a Cadfael, seguramente porque Sioned les había dicho que iría.

—Menudo enredo —dijo Bened, sacudiendo su cabeza entrecana—. Y ahora

os marcharéis y nos dejaréis aquí solos. No es un reproche, vos tenéis que ir adonde os lleve vuestro deber. Pero ¿cómo resolveremos el misterio de Rhisiart cuando os vayáis? Más de la mitad de esta parroquia piensa que vuestros benedictinos le han matado y la mitad más pequeña cree que algún enemigo ha aprovechado echaros la culpa a vosotros para verse libre de toda sospecha. Antes de vuestra llegada éramos una comunidad pacífica, nadie tenía intenciones asesinas entre nosotros.

—Bien sabe Dios que ése jamás fue nuestro propósito —dijo Cadfael—. Pero aún nos queda esta noche antes de nuestra partida, y yo aún no he disparado mi última flecha. Necesito hablar urgentemente con Sioned. Tenemos cosas que hacer y queda muy poco tiempo.

—Bebed una copa con nosotros antes de reuniros con ella —le instó Cai—. Eso lleva muy poco tiempo y es una poderosa ayuda para pensar. Estaban los tres juntos, bebiendo tranquilamente tras haber apurado considerablemente la jarra de vino. De pronto, se oyeron unos pies corriendo por el camino y apareció Annest con las faldas ondeando al viento como alas que la envolvieran; respiraba afanosamente y les miraba con expresión consternada. Al verlos tranquilamente sentados, bebiendo vino, estuvo a punto de enfadarse.

—Será mejor que os despabiléis —dijo jadeando—.

Fui a casa del padre Huw para ver qué ocurría. Marared y Edwin han estado vigilando para poder contárnoslo todo después. ¿Sabéis quién está

cenando con los benedictinos? ¡Griffith de Rhys, el alguacil! ¿Y sabéis adónde irá después? ¡A nuestra casa, para llevarse a fray Juan a prisión!

Al oír la noticia, los tres se levantaron de un salto, aunque Bened se atrevió

a ponerla en duda.

—¡No es posible que esté allí! ¡Lo último que supe de él es que estaba en el molino!

—Eso fue esta mañana; os digo que ahora está comiendo y bebiendo con el padre prior y los demás. Yo misma le he visto con mis propios ojos, por consiguiente, no me digas que no es posible que esté allí. ¡Y os encuentro aquí

bebiendo sentados como si el tiempo sobrara!

—Pero ¿por qué tantas prisas esta noche? —preguntó Bened—. ¿Acaso el prior le mandó llamar porque quiere marcharse mañana?

—¡Es obra del demonio! El alguacil fue a las vísperas en atención al padre Huw, y ¿a quién se encuentra celebrándolas sino al prior Roberto? El prior aprovechó la oportunidad y ha conseguido convencerle de que debe prender a fray Juan esta noche. Le dijo que no podrá marcharse mañana sin la certeza de que fray Juan ya está en manos de la justicia. Dice que el alguacil tiene que

castigarle por el delito secular de haber impedido la detención de un criminal y que, cuando haya cumplido la condena, deberá regresar a Shrewsbury para responder del delito de quebrantamiento de disciplina, so pena de que el prior envíe una escolta en su busca. ¿Qué otra cosa podía hacer el alguacil sino estar de acuerdo con él? Y vosotros estáis aquí sentados…

—Calma, muchacha, calma —dijo Cai en tono tranquilizador—. Voy ahora mismo para allá. Fray Juan ya se habrá largado y estará en lugar seguro antes de que llegue el alguacil. Tomaré una de tus jacas, Bened.

—Ensilla otra para mí —le dijo Annest con determinación—. Voy contigo. Cai se encaminó hacia la dehesa, y Annest, respirando un poco más tranquila tras haber contado lo peor, se bebió el vino que él había dejado en la copa.

—Será mejor que nos vayamos en seguida porque el fraile joven que cuida de los caballos irá por ellos después de cenar. El prior quiere estar presente cuando se lleven a Juan.

»"Aún hay tiempo antes de completas", dijo.

»Se quejó de no teneros a vos como intérprete porque a duras penas se entendían en latín. ¡Dios bendito, qué día hemos tenido!

Y qué noche tendremos, pensó Cadfael.

—¿Qué otra cosa dijeron? —preguntó—. ¿Oíste algo que pueda orientarme y me ilumine? ¡Bien sabe Dios que lo necesito!

—Discutieron sobre quién tendría que hacer vigilia en la capilla. El rubio de las visiones se levantó y pidió ser él. Dijo que una vez había faltado a la vigilia y que deseaba compensarlo. El prior le contestó que tal vez se lo concedería. Eso lo entendí muy bien. Me parece que lo que quiere el prior es ponerle dificultades a Juan —dijo Annest en tono resentido—, de lo contrario, creo que hubiera enviado a otro. El monje joven…, ¿cómo se llama?

—Columbano —contestó Cadfael.

—¡Eso es, Columbano! Se pavonea por ahí como si fuera el propietario de santa Winifreda. Yo no quiero que se la lleven, pero, quien primero pensó en ella fue el prior. Ahora, en cambio, parece que la aureola se ha desplazado hacia la cabeza del otro.

Sin saberlo, la moza le había dado a Cadfael una luz que a cada palabra que pronunciaba ardía con más intensidad.

—¿O sea que él ser{ quien haga la vigilia esta noche ante el altar?… Y la hará solo, ¿verdad?

—Eso he oído —Cai estaba atravesando el prado con las jacas al trote. Annest se levantó y se subió la falda, anudando fuertemente el cinto sobre el

ancho pliegue que le cubría las caderas—. Fray Cadfael, ¿no os parece mal que ame a Juan? ¿O que él me ame a mí? Los demás no me importan, pero sentiría que vos pensarais que hacemos algo malo.

Cai no se había tomado la molestia de ensillar su jaca, pero sí la de Annest. Con toda naturalidad, fray Cadfael colocó el hueco de su mano para que ella apoyara el pie y pudiera acomodarse sobre la ancha grupa. El fresco aroma de sus prendas de hilo y la suavidad de su tobillo contra sus muñecas mientras la ayudaba a montar fue uno de los mejores momentos de aquel día interminablemente largo y caótico.

—Mientras yo viva, muchacha —contestó Cadfael—, dudo que conozca a dos criaturas con menos malicia que vosotros. Él cometió una equivocación y tiene que haber algún medio de rectificarla. No creo que esta vez cometa una nueva equivocación.

Cadfael la miró mientras se alejaba colina arriba, acompañada por Cai. Llevaban una buena ventaja. Columbano aún tardaría diez minutos o más en ir a recoger los caballos, y después tendría que regresar con ellos a la rectoría. Convendría ir a la casa del padre Huw para ver a Roberto e interpretar su estado de ánimo. Debería darse prisa porque ahora tenía muchas cosas que contarle a Sioned amén de preparar con sumo cuidado los lances de aquella noche. Regresó a la granja en cuanto Annest y Cai se perdieron de vista y fue entonces cuando vio a Sioned, salir de las sombras.

—Esperaba encontrarme a Annest aquí antes que a vos. Fue a la casa del padre Huw a ver qué ocurría. Me pareció conveniente no dejarme ver demasiado. Si la gente piensa que estoy en casa, tanto mejor. ¿Habéis visto a Annest?

—La he visto y nos ha comunicado la noticia —contestó Cadfael contándole lo que sucedía y a dónde había ido Annest.

—No temas por Juan. Estarán tan lejos que ningún perseguidor podrá

alcanzarles. Tenemos otros asuntos por resolver y no hay tiempo que perder. Deberé acompañar al prior y es bueno que esté allí para ver lo que se cuece. Si hacemos bien las cosas, tal como espero que Cai y Annest las hagan, antes de que amanezca tal vez sepamos lo que queremos saber.

—Habéis averiguado algo —dijo la joven sin vacilar—. Os veo cambiado.

¡Estáis muy seguro!

Cadfael le describió brevemente lo ocurrido en casa de Cadwallon, los hechos que allí descubrió sin saber cómo utilizarlos y la inocencia con que Annest le había mostrado el camino. Después le dijo lo que quería que hiciera.

—Sé que dominas el inglés, y esta noche deberás utilizarlo. Esta trampa puede ser mucho más peligrosa que las que tendimos antes, pero yo estaré

cerca. Puedes avisar también a Engelardo, si quieres, siempre y cuando prometa esconderse. Pero te ruego, hija mía, que si tienes alguna duda o temor o prefieres dejarlo y que yo intente otra cosa, me lo digas ahora, y así se hará.

—No —contestó Sioned—, no tengo ninguna duda o temor. Puedo hacer cualquier cosa, me atrevo a hacer lo que sea.

—Pues, entonces, siéntate aquí conmigo y apréndete bien tu papel porque no tenemos mucho tiempo. Mientras lo preparamos, ¿puedo pedirte un pedazo de pan y un poco de queso? Me he perdido la cena.

Hacia las siete y media de la tarde, el prior Roberto y fray Ricardo entraron en el patio de la casa de Rhisiart con el alguacil del príncipe, sus dos criados y fray Cadfael. Bajo la suave luz del crepúsculo y en medio de la pausada ceremonia de la ley, parecía que Griffith de Rhys hubiera acudido allí más en nombre de san Benito que de Owain de Gwynedd. En realidad, el alguacil estaba bastante molesto con aquel desdichado encuentro que le había obligado a acceder a la petición de Roberto. Le dijeron que se trataba de un delito contra la ley galesa, por lo que él estaba llamado a investigarlo. Sin embargo, dadas las circunstancias, él hubiera preferido enviar a toda la delegación benedictina a Shrewsbury y dejar que ellos resolvieran allí sus diferencias sin molestar a un hombre ocupado que tenía cosas mucho más importantes en qué pensar. Si el siervo de Cadwallon, el de las piernas largas que había sido derribado por fray Juan, no hubiera declarado en favor de la acusación, le hubiera sido más fácil desechar el asunto.

Al llegar a la puerta, les pareció extraño que no hubiera nadie vigilando. Cuando entraron, vieron a una serie de criados corriendo de acá para allá como si hubiera ocurrido algo imprevisto y varias personas estuvieran dando órdenes contradictorias a la vez. Tampoco se acercó ningún mozo para hacerse cargo de los caballos. El prior Roberto se ofendió, pero Griffith de Rhys se mostró

interesado. Quien primero les vio fue una joven vestida de verde, con unos mechones de sedoso cabello castaño claro derramándose sobre sus hombros.

—Oh, señores, ¡disculpadnos esta negligencia, estamos muy trastornados!

El portero ha salido a pedir ayuda y todos los criados est{n buscando… Me avergüenza que todos estos trastornos arrojen una sombra sobre nuestra hospitalidad. Mi señora está descansando y no se la puede molestar, pero yo estoy a vuestro servicio. Desmontad, os lo ruego. ¿Queréis que os mande preparar unos aposentos?

—No tenemos intención de quedarnos —contestó Griffith de Rhys, recelando de la muchacha—. Hemos venido a libraros de cierto joven malhechor que teníais en custodia aquí. Pero parece que os ha ocurrido alguna

calamidad y no quisiéramos aumentar vuestras preocupaciones ni causar molestia alguna a vuestra señora, después de la jornada tan triste que ha vivido.

—Señora —dijo ceremoniosamente el prior Roberto—, estáis hablando con el alguacil de Rhos que representa al príncipe. Yo soy el prior de la abadía de Shrewsbury. Tenéis a un fraile de esta abadía confinado aquí y el alguacil real ha venido para libraros de su custodia.

Cadfael tradujo solemnemente las palabras para que Annest las entendiera, con semblante tan inocente como el de la moza.

—¡Oh, señor! —exclamó la joven, inclinándose en profunda reverencia ante Griffith y algo menos ante el prior, para separar así lo propio de lo ajeno—. Es cierto que teníamos en custodia a ese fraile…

—¿Teníais? —preguntó Roberto, advirtiendo inmediatamente el cambio de tiempo en el verbo.

—¿Teníais? —repitió Griffith como un eco.

—¡Se ha escapado, señor! Ya veis los trastornos que nos ha causado. Esta noche, cuando su guardián le llevó la cena, el fraile le golpeó con una tabla arrancada del pesebre del establo donde estaba encerrado y huyó. Tardamos un poco en darnos cuenta. Debió de trepar por el muro, ya veis que no es muy alto. Tenemos a varios hombres buscándole por el bosque y por los alrededores.

¡Pero me temo que ya está muy lejos!

Cai entró en el momento oportuno, saliendo de los graneros con paso tembloroso y la cabeza envuelta en un lienzo blanco ligeramente manchado de sangre.

—¡El malvado a punto estuvo de romperle la cabeza a este pobre hombre!

Tardó un poco en recuperar el conocimiento y aporrear la puerta para que le oyeran. Cualquiera sabe dónde estará ahora. Toda la casa ha salido en su busca. El alguacil interrogó a Cai tal como era su deber, pero lo hizo muy brevemente. Después interrogó a los demás criados, los cuales corrían de un lado para otro con afán de ser útiles, pero sólo conseguían aumentar la confusión. El prior Roberto, ardiendo de vengativo celo, hubiera querido hacerles más preguntas, pero se lo impidió la presencia del alguacil y la necesidad de llegar a tiempo para el rezo de completas. En cualquier caso, estaba claro que fray Juan había saltado el muro y se había escapado. Gustosamente les mostraron el lugar de su encierro, el pesebre de donde había arrancado la tabla y la propia tabla, artísticamente salpicada con la sangre de Cai, que bien hubiera podido ser un poco de pigmento prestado por el carnicero.

—Parece que vuestro joven nos ha dado esquinazo —dijo Griffith con admirable serenidad para ser un representante de la ley que acababa de perder

a un malhechor—. Aquí no hay nada más que hacer. No se les puede culpar de nada porque difícilmente hubieran podido esperar semejante violencia en un fraile benedictino.

Con sumo placer, Cadfael tradujo el irónico comentario. A Griffith no le pasó inadvertido el destello que se encendió en los ojos de la joven vestida de verde al oír sus palabras. Locura hubiera sido intentar desafiarlo. Los claros ojos castaños se hubieran abierto como para ahogar a un hombre en su inocencia.

—Será mejor que les dejemos en paz para que arreglen sus pesebres rotos y sus cabezas rotas —dijo Griffith—, y que busquemos a nuestro fugitivo en otro lugar.

—El desventurado ha añadido nuevos delitos a los anteriores —dijo Roberto enfurecido—. Pero no permitiré que su villanía desbarate mi misión. Mañana debo ponerme en camino para regresar a casa, y os dejo su captura a vos.

—Tened la certeza de que será castigado debidamente —dijo Griffith secamente—, cuando le encuentren.

Si acentuó más de lo debido la palabra «cuando», nadie pareció darse cuenta más que Annest y Cadfael. A Annest le estaba empezando a gustar aquel razonable funcionario real que no quería complicarse la vida ni complicársela a otras personas tan inofensivas como él.

—¿Y lo devolveréis a nuestra casa cuando haya expiado los delitos cometidos bajo la ley galesa?

—Cuando haya cumplido su condena —contestó Griffith, esta vez acentuando claramente el «cuando»—, lo recuperaréis sin falta. El prior tuvo que conformarse con aquella promesa, aunque su espíritu normando no soportaba verse privado de la víctima que en justicia le correspondía.

En el camino de vuelta, no se aplacó precisamente al oír los comentarios de Griffith sobre el gran número de forajidos que no tenían ninguna dificultad en vivir en aquellos bosques e incluso trababan amistad con los lugareños y, al final, eran aceptados por las familias e incluso recuperaban la respetabilidad. Su severa mentalidad no admitía que la insubordinación pudiera suavizarse con el tiempo e incluso ser tolerada y perdonada. No albergaba pensamientos muy cristianos cuando entró en la iglesia del padre Huw justo a tiempo para iniciar el rezo de completas.

Todos estaban allí, excepto fray Juan. Los seis monjes restantes de

Shrewsbury y un buen número de habitantes de Gwytherin presenciaban el último éxtasis de fray Columbano, dedicado esta vez por entero a santa Winifreda, su patrona personal que le había sanado de la locura, favorecido con su presencia en un sueño y manifestado su voluntad con respecto al entierro de Rhisiart.

Al término de completas, antes de dirigirse a la vigilia que él mismo había suplicado hacer, Columbano se volvió hacia el altar, levantó los brazos en un amplio gesto y pidió con voz clara y sonora que la virgen y mártir se dignara visitarle una vez más en el silencio de la noche y le revelara la inefable dicha de la que con tanta renuencia había regresado a este mundo imperfecto. Y que esta vez, si le considerara digno de abandonar el cuerpo mortal, le llevara a vivir al mundo de la luz. Humildemente se sometía a la voluntad divina de sufrir aquí

abajo y cumplir su deber según las obligaciones de su estado, pero pedía, con un ardiente deseo que se elevaba hasta las vigas del techo, ser liberado de la carne y atravesar las puertas de la muerte sin morir, si el cielo le otorgara la gracia de la asunción.

Todos los presentes le oyeron y temblaron ante semejante muestra de virtud. Todos, menos fray Cadfael, que ya estaba curado de espantos y conocía la arrogancia de aquel hombre, y cuya mente, en cualquier caso, estaba inquieta y ocupada en otras cuestiones.

10

Fray Columbario entró en la pequeña y oscura capilla que olía a madera y a siglos, y cerró suavemente la puerta a su espalda sin correr el pestillo. Aquella noche no había ninguna vela encendida, sólo la pequeña lámpara de aceite que ardía en el altar con alta e inmóvil llama desde su pabilo. Aquella esbelta y solitaria torre de luz arrojaba sombras a su alrededor y, estando casi al mismo nivel que el catafalco de santa Winifreda, colocado sobre un caballete, confería al mismo la apariencia de un ataúd negro en el que brillaban aquí y allá reflejos plateados.

Más allá de la cápsula de suave luz dorada, la capilla estaba en sombras, perfumada por los siglos y el polvo. Había una segunda entrada junto a la pequeña sacristía, poco más que un pórtico al lado del altar, pero no se filtraba a través de ella ni de ninguna otra abertura la menor corriente de aire capaz de hacer fluctuar la llama de la lámpara. No debía de existir ninguna tormenta de aire o de espíritu, ningún viento ni respiración de criatura viviente que pudiera turbar aquella paz.

Fray Columbario se arrodilló ante el altar brevemente y casi con indiferencia porque nadie le miraba. Estaba solo y no había visto ni oído la

menor señal de que hubiera alguien en el cementerio o los bosques circundantes. Apartó el segundo reclinatorio a un lado y colocó el otro en el centro de la capilla, de cara al catafalco. Su comportamiento era mucho más práctico y moderado que cuando había espectadores, pero, por lo demás, no difería demasiado. Quería hacer la vigilia de rodillas, y estaba dispuesto a hacerlo, pero no había necesidad de exagerar sus efectos hasta la mañana siguiente, cuando sus compañeros acudirían en reverente procesión a recoger a santa Winifreda en la primera etapa de su viaje. Columbano acolchó el reclinatorio con los pliegues de su hábito para que las rodillas estuvieran más a gusto y cruzó los brazos de tal forma que le sirvieran de almohada para la cabeza. La oscuridad olía intensamente a madera y la noche no era fría. Una vez excluida de su mente la erguida torre de luz y las escasas superficies en las que se reflejaba, el sueño se presentó en largas oleadas hasta que le venció profunda y completamente.

Tal como suele ocurrir cuando uno duerme, le pareció que apenas había pasado el tiempo cuando se despertó sobresaltado; pero, en realidad, habían transcurrido más de tres horas y se acercaba la medianoche. Su duermevela se había visto turbado por un persistente sueño en el que alguien, una mujer, le llamaba repetidamente por su nombre en voz baja:

—Columbano… Columbano…

Su paciencia parecía implacable e inextinguible. En sueños el joven fraile tuvo la sensación de que aquella mujer disponía de toda una eternidad y le seguiría llamando para siempre mientras que él casi no tenía tiempo y debería despertar para librarse de ella.

Se despertó completamente rígido, aguzó el oído y miró angustiado a su alrededor, pero sólo vio la oscuridad circundante y el catafalco que le pareció

más oscuro que antes porque la llama de la lámpara, aunque no fluctuaba, había menguado un poco y ahora estaba medio oculta detrás del ataúd. Había olvidado comprobar el aceite, pero sabía que la lámpara estaba completamente llena cuando se fue una vez finalizado el entierro de Rhisiart, y, desde entonces, sólo habían transcurrido unas horas.

Pensó que, de entre todos sus sentidos, el oído fue el último que recuperó

porque ahora se daba cuenta, con un súbito estremecimiento de temor, que la voz de sus sueños seguía estando con él lo mismo que antes, pasando del sueño a la realidad sin solución de continuidad. Una voz muy suave y pausada que ya no era un susurro sino un claro sonido cercano y distante a la vez, insistía inequívocamente:

—Columbano… Columbano… Columbano, ¿qué has hecho?

La voz salía del relicario, de la luz menguante que él miraba con aterrada incredulidad.

—Columbano, Columbano, siervo falso que blasfema contra mi voluntad y asesina a mis defensores, ¿qué le dirás en tu defensa a Winifreda? ¿Crees que podrás engañarme como engañas a tu prior y a tus hermanos?

La voz emergía muy pausada del ábside del altar y su terrible eco resonaba en todo el recinto sagrado.

—Tú que afirmas venerarme y has sido tan falso conmigo como el vil Cradoc, ¿crees que podrás librarte de su final? Yo nunca quise abandonar mi lugar de descanso aquí en Gwytherin. ¿Quién te dijo lo contrario sino el demonio de tu ambición? Apoyé mi mano en un hombre bueno y le envié para que fuera mi defensor; hoy ha sido enterrado aquí, muerto mártir por defenderme. El pecado ha quedado inscrito en el cielo y no hallarás ningún escondrijo. ¿Por qué —preguntó la voz en tono apremiante y amenazador— has matado a mi siervo Rhisiart?

Columbano intentó levantarse, pero tenía las rodillas como clavadas en la madera del reclinatorio. Quiso hablar, pero de su garganta reseca sólo le salió

un graznido. ¡La santa no podía estar allí porque allí no había nadie! Sin embargo, los santos iban donde querían y se revelaban a quien querían y, a veces, de un modo terrible. Sus dedos fríos apretaron con fuerza el reclinatorio y no sintieron nada. Su lengua, como una inesperada astilla de madera, le desgarró el paladar cuando intentó hablar.

—¡No tienes más esperanza que la confesión, Columbano, asesino! ¡Habla!

¡Confiesa!

—¡No! —graznó Columbano, pronunciando las palabras con frenética rapidez—. ¡Yo jamás toqué a Rhisiart! Estuve en la capilla toda la tarde, santa doncella, ¿cómo hubiera podido causarle daño? Pequé contra ti, fui infiel, me quedé dormido… ¡Lo confieso! No arrojes sobre mí una culpa mayor…

—¡No fuiste tú quien se quedó dormido —dijo la voz en tono autoritario—, embustero! ¿Quién llevaba el vino? ¿Quién envenenó el vino, induciendo al inocente a pecar? ¡El que se durmió fue fray Jerónimo, no tú! Tú fuiste al bosque, esperaste a Rhisiart al acecho y le atacaste.

—¡No…, no…, lo juro! —temblando y sudando, Columbano se agarró con fuerza al reclinatorio, pero las manos le temblaban tanto que no tuvo ánimos para levantarse y huir. ¿Cómo podía uno escapar de los seres que estaban en todas partes y lo veían todo? Porque ningún mortal podía saber lo que sabía aquel ser—. ¡No, es una equivocación, me juzgas erróneamente! Yo estaba aquí

dormido cuando llegó el mensajero del padre Huw. Jerónimo me sacudió para despertarme… El mensajero es testigo…

—El mensajero no pasó de la puerta. Fray Jerónimo ya se estaba despertando de su envenenado sueño y salió a su encuentro. En cuanto a ti, fingiste y mentiste, tal como finges y mientes ahora. ¿Quién llevaba consigo el

jarabe de adormidera? ¿Quién conocía sus propiedades? Simulaste dormir, mentiste incluso al confesar que dormías, y Jerónimo, que es tan débil como tú

perverso, se alegró, pensando que no podrías acusarle, sin darse cuenta de que, en realidad, le estabas acusando de algo peor, de tu acto, ¡del asesinato que

cometiste! No sabía que mentías y no pudo acusarte. ¡Pero yo lo sé, y te acuso!

¡Y mi venganza desatada sobre Cradoc también puede desatarse sobre ti, como te atrevas a mentirme otra vez!

—¡No! —gritó Columbano, cubriéndose el rostro como si la santa le deslumbrara con relámpagos, pese a que sólo un débil pero terrible sonido le amenazaba—. ¡No, detente! ¡Yo no miento! He sido tu fiel servidor, santa doncella…, he querido cumplir tu voluntad… ¡Yo no sé nada de todo eso!

Jamás le causé el menor daño a Rhisiart! ¡Jamás le di a beber vino envenenado a Jerónimo!

—¡Necio! —gritó súbitamente la voz—. ¿Crees que a puedes engañarme?

¿Qué ocurrió entonces?

Columbano vio un repentino resplandor plateado en el aire y, de pronto, algo cayó al suelo con rumor de cristales rotos delante del reclinatorio mientras unos fragmentos cortantes y unas gotitas pegajosas le alcanzaban las rodillas. Justo en aquel momento, la luz de la lámpara se extinguió por completo, y se hizo una oscuridad absoluta. Temblando de miedo, Columbano se arrastró a tientas por el suelo de tierra. Los fragmentos de vidrio se le clavaron en las palmas de las manos y le hicieron sangrar. Entre sollozos, el aterrado fraile se acercó una mano al rostro y aspiró el aroma dulzón y pegajoso del jarabe de adormideras. Entonces comprendió que estaba arrodillado sobre los fragmentos del frasco que había dejado en su aposento de la casa de Cadwallon. No transcurrió ni un minuto antes de que la oscuridad empezara a suavizarse. Más allá del catafalco y el altar, la pequeña ventana oblonga mostró, en la relativa claridad, un retazo de claro cielo estrellado, pero sin luna. Las sombras volvieron a enseñorearse de la capilla, aumentando su temor. Una figura se encontraba de pie junto al ataúd.

Los ojos del fraile tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad y distinguir en ella la figura de una mujer, envuelta en las sombras de cintura para abajo, pero con los hombros y la cabeza débilmente iluminados por la luz de las estrellas que penetraba a través de la ventana. Columbano no había visto entrar a nadie ni había oído nada. La mujer había aparecido mientras él arrastraba las palmas de las manos sobre los fragmentos de vidrio y gemía de dolor. La esbelta e inmóvil forma de Winifreda, vestida de blanco de la cabeza a los pies y con un velo cubriéndole la cabeza y el rostro, extendió un brazo y le señaló con el dedo.

Columbano retrocedió, arrastrándose por el suelo y gesticulando débilmente como si quisiera librarse de aquella visión. Las lágrimas brotaron de

sus ojos mientras sus labios pronunciaban palabras inconexas.

—¡Lo hice por ti! ¡Lo hice por ti y por mi abadía! ¡Lo hice para gloria de la casa! ¡Creí contar con tu venia y con la del cielo! ¡Él impedía el cumplimiento de la voluntad de Dios! No hubiera permitido que te marcharas. ¡Mi intención fue buena cuando hice lo que hice!

—Habla claro —dijo la voz en tono perentorio—, y di lo que hiciste.

—Le di el jarabe a Jerónimo, mezclado con vino. Cuando se quedó

dormido, fui al sendero del bosque y esperé a Rhisiart. Le seguí, le ataqué… Oh, gloriosa santa Winifreda, no me condenes por haber abatido al enemigo que se interponía en el camino de la dicha…

—¡Le atacaste por la espalda! —dijo la pálida figura mientras una súbita ráfaga de aire atravesaba la capilla y dejaba a Columbano helado hasta el tuétano. ¡Fue como si ella le hubiera tocado! Aunque no la había visto moverse, Columbario tuvo la impresión de que estaba más cerca—. ¡Le atacaste por la espalda como hacen los cobardes y los traidores! ¡Confiésalo! ¡Reconócelo!

—¡Por la espalda! —balbució Columbano, retrocediendo como un animal herido hasta que sus hombros rozaron la pared—. ¡Lo reconozco! ¡Lo confieso!

¡Oh, misericordiosa santa, tú lo sabes todo y nada puedo ocultarte! ¡Ten piedad de mí! ¡No me destruyas! ¡Todo lo hice por ti, sólo por ti!

—Lo hiciste más bien por ti —replicó la voz, más fría y ardiente que el hielo—. Tú, que querías ser el amo de cualquier orden en la que ingresaras, tú, con tus ambiciones y estratagemas, tú, que querías para ti toda la gloria de poseerme, tú, que querías ser el centro de todos los prodigios para mostrarte ante los demás como el predilecto del cielo y el dechado de la santidad para apartar a fray Ricardo como sucesor del prior y, a ser posible, al prior Roberto como sucesor del abad. ¡Tú, con tus ansias de convertirte en la más joven cabeza mitrada de este o de cualquier otro país! Te conozco, y conozco a los de tu clase. Ningún camino es para ti demasiado despiadado con tal de que te conduzca al poder.

—¡No, no! —gritó Columbano, comprimiendo la espalda contra la pared al ver que la santa avanzaba hacia él, amenazándole con sus dedos extendidos—.

¡Lo hice todo por ti, sólo por ti! ¡Creí cumplir tu voluntad!

—¿Mi voluntad de obrar el mal? —gritó la voz, más cortante que un puñal—. ¿Mi voluntad de asesinar?

Al ver a la santa tan cerca, Columbano se aterrorizó y empezó a golpearla ciegamente con ambas manos para evitar que lo tocara. Su mano izquierda quedó prendida en el velo y lo arrancó del rostro y la cabeza de la aparición. Una mata de cabello oscuro se derramó por los hombros de la figura. Los dedos del monje tocaron la curva de una mejilla suave y fresca, fresca pero no fría,

suave como la firme carne joven y no como los huesudos huecos del cráneo que él temía encontrar.

Su alarido de terror se convirtió en un grito triunfal. La mano que previamente temiera el contacto, agarró con sus fuertes dedos la oscura mata de cabello. Columbano era muy rápido. Tardó lo que un suspiro en comprender que, en el extremo de su brazo, había una mujer de carne y hueso, y algo más en adivinar quién era y lo que acababa de hacer con aquella intolerable trampa que le había tendido. Dedujo que debía de estar sola y que la trampa se la había tendido en solitario. Si ella sobrevivía, él estaría perdido y, si no sobrevivía y se esfumaba (¡le quedaba todavía mucha noche por delante!), él estaría a salvo, ostentaría el mando de aquella expedición y sería el heredero de toda su gloria. Tuvo la desgracia de que Sioned fuera casi tan rápida como él. En medio de una oscuridad en la cual la vista no ayudaba ni perjudicaba, la joven oyó el suspiro que liberaba al fraile del temor del cielo y el infierno, y percibió la oleada de furia animal que desprendía casi con la misma fuerza que su temor. Retrocedió instintivamente y consiguió zafarse de su mano a costa de algunos mechones de cabello. La mano burlada volvió a extenderse y agarró el lienzo de hilo que envolvía a la moza. Sioned se desplazó hacia la izquierda para interponer la mayor distancia posible entre su cuerpo y la mano del fraile, pero, en aquel momento, vio que éste se le acercaba súbitamente al pecho y blandía ante ella una hoja de acero reluciente y la agitaba a ciegas. El mismo puñal, pensó Sioned, esquivando el golpe, que mató a mi padre. Una puerta se había abierto de par en par en la noche. De pronto, el viento empezó a soplar en la capilla y unos pies calzados con sandalias resonaron en el suelo mientras un poderoso cuerpo se acercaba como impulsado por la corriente. Una sonora voz tronó una advertencia y fray Cadfael entró en la capilla por la puerta de la sacristía como la saeta disparada por una ballesta, avanzando a toda velocidad hacia ellos.

Columbano se disponía a atacar por segunda vez, sujetando con la mano izquierda el lienzo de lino que envolvía el cuerpo de Sioned. La joven trató de apartarse, soltando los pliegues por los que él la tenía sujeta; la puñalada que hubiera debido atravesarle el corazón sólo le rozó dolorosamente el antebrazo izquierdo. Entonces Columbano la soltó y corrió hacia la puerta mientras fray Cadfael sostenía a la joven con sus vigorosos brazos y la estrechaba como hubiera hecho una madre al tiempo que la reprendía con voz enojada.

—Por el amor de Dios, hija mía, ¿por qué te acercaste tanto? Te lo dije,

¡procura situarte detr{s del relicario…!

—Id tras él —gritó Sioned, dominada por la cólera—, ¿queréis acaso que huya? No me ha ocurrido nada, ¡id por él! ¡Mató a mi padre!

Ambos corrieron hacia la puerta, pero Cadfael salió primero. La joven era

fuerte, valerosa y vengativa como las galesas que Cadfael conocía tan bien. La impulsaba el vendaval de la venganza, no sentía dolor y no se percataba de que estaba sangrando; ella quería sangre, y con razón. Corrió, pisándole los talones a Cadfael mientras éste bajaba como un rayo por el angosto sendero que atravesaba el cementerio. La noche era como un lienzo de terciopelo salpicado de estrellas, cuya delicada luz apenas arrojaba sombras. Todo aquel silencioso espacio recibió y acalló el rumor de sus pasos en medio de la quietud nocturna. De los arbustos del otro lado del cementerio surgió de pronto la figura alta y esbelta de un hombre que saltó inmediatamente para bloquear la salida. Columbano la vio y se detuvo un instante, pero Cadfael lo seguía de cerca. El fugitivo no tuvo más remedio que avanzar hacia la figura que le cerraba el paso. Detrás de Cadfael, Sioned gritó de repente:

—¡Cuidado, Engelardo! ¡Lleva un puñal!

Engelardo la oyó y se desvió hacia la derecha en el mismo momento de la colisión. El golpe destinado a su corazón sólo le desgarró el tejido de la manga. Columbano hubiera querido correr hacia el bosque, pero el largo brazo izquierdo de Engelardo le golpeó fuertemente la nuca, haciéndole perder momentáneamente el equilibrio aunque sin derribarle al suelo; después, el puño derecho del joven agarró la cogulla del monje y la retorció. Medio estrangulado, Columbano se revolvió y atacó de nuevo con el puñal. Esta vez, Engelardo estaba preparado y agarró limpiamente la muñeca de su rival con la mano izquierda. Ambos lucharon con los pies firmemente plantados sobre la hierba. La lucha era desigual porque uno de ellos iba armado. El desequilibrio quedó compensado en seguida: Engelardo retorció la muñeca que sujetaba con su mano sin prestar atención a la mano libre con la cual el fraile pretendía agarrarle la garganta; poco a poco, los dedos entumecidos se abrieron y soltaron el puñal. Ambos se inclinaron para recogerlo, pero Engelardo lo alcanzó

primero y lo arrojó despectivamente hacia los arbustos, enfrentando a su enemigo sólo con las manos. La lucha estaba a punto de terminar. Con los brazos inmovilizados, Columbano miró a su alrededor, buscando infructuosamente algún medio de escapar.

—¿Éste es el hombre? —preguntó Engelardo.

—Sí —contestó Sioned—. Lo ha confesado.

Engelardo miró entonces por primera vez más allá de su prisionero y vio a Sioned de pie bajo el cielo estrellado que, a sus ojos ya acostumbrados, parecía casi tan claro como la luz del día. La vio desgreñada y magullada, mirándole con sus grandes ojos asustados mientras la sangre manaba profusamente de su brazo herido, aunque el corte era superficial. Vio manchas de sangre en el lienzo blanco que la envolvía. Bajo la luz de las estrellas, los colores apenas se distinguen, por lo que lo único que vio Engelardo en aquellos momentos fue el violento color rojo de la sangre. Aquél era el hombre que había asesinado

cobardemente a su amado señor y amigo, ¡a pesar de las diferencias que había entre ambos! Y ahora, no contento con eso, había intentado matar a la hija tal como había matado al padre.

—¡Te has atrevido, te has atrevido a tocarla! —gritó Engelardo, enfurecido—. ¡Tú, indigna rata de claustro! —levantando a Columbano del suelo, le golpeó como si efectivamente fuera una rata, le sacudió en el aire cual si fuera una serpiente venenosa y, cuando terminó, lo arrojó a sus pies sobre la hierba—. ¡Levántate! —rugió—. Te daré tiempo para descansar y respirar. Después podrás luchar a muerte con un hombre sin un puñal en la mano, en lugar de acercarte entre la maleza y apuñalarle por la espalda, o rajar a una doncella indefensa. Tómatelo con calma, para matarte puedo esperar a que recuperes el resuello.

Sioned se acercó corriendo y le sujetó con sus brazos, empujándole hacia atrás.

—¡No! ¡No vuelvas a tocarle! No quiero que la ley tenga ninguna queja contra ti, ni siquiera la más leve.

—Quiso matarte…, est{s herida…

—¡No! No es nada…, un corte. Sangra, ¡pero no es nada!

La cólera de él se esfumó poco a poco. Rodeando a la joven con sus brazos, Engelardo la atrajo hacia sí mientras empujaba desdeñosamente con el pie a su enemigo caído.

—¡Levántate! ¡No te tocaré! Que la ley se encargue de ti, ¡me alegraré de que así sea!

Columbano no movió un párpado y ni siquiera un dedo. Los tres lo contemplaron en silencio, percatándose de lo absolutamente inmóvil que estaba y de lo insólita que era semejante inmovilidad entre los seres vivos.

—Está fingiendo —dijo Engelardo con desprecio— por miedo a cosas peores y para que le compadezcamos. Tengo entendido que es muy ducho en estas lides.

Los que fingen dormir y oyen que se habla de ellos, suelen traicionarse por medio de una exagerada inocencia. Columbano yacía en el suelo con una inmovilidad absolutamente distante e indiferente.

Fray Cadfael se arrodilló a su lado, le sacudió suavemente por el hombro y se incorporó con un profundo suspiro tras comprobar el movimiento inequívoco de la cabeza. Después, introdujo una mano por la pechera del hábito y se inclinó hacia los labios entreabiertos y las anchas ventanas de la nariz. Tomando la cabeza entre sus manos, la ladeó con cuidado. Cuando la soltó, la cabeza cayó hacia atrás en una posición tan inusual que todos temieron lo peor antes incluso de que Cadfael lo anunciara con toda naturalidad:

—Hubieras tenido que esperar mucho tiempo para que recuperara el resuello, amigo mío. ¡No conoces tu fuerza! Tiene el cuello roto. Está muerto. Ambos jóvenes contemplaron espantados lo que todavía no identificaban como una desgracia. Tan sólo veían un accidente fatal que ninguno de ellos pretendió provocar, pero que, en el fondo, era una especie de manifestación de la justicia. En cambio, Cadfael vio un percance que podía destrozar no sólo sus jóvenes vidas sino también las de otros, ya que, no estando Columbano vivo y no pudiendo dos testigos respetables obligarle a repetir su confesión, ¿qué

fuerza tendrían las pruebas que aportaran contra él? Cadfael se sentó sobre sus talones y reflexionó. Ahora que el silencio inmóvil de la noche había caído nuevamente sobre ellos, le sorprendía que toda aquella violencia y pasión hubiera transcurrido sin apenas ruido y sin que nadie lo viera. Prestó atención y no oyó el rumor de ningún pie o de ninguna ala que turbara la paz. Estaban muy lejos de las casas y nadie se había enterado. Eso, por lo menos, era tiempo ganado.

—No puede estar muerto —dijo Engelardo en tono dubitativo—. Si apenas le he tocado. ¡Nadie se muere tan fácilmente!

—Pues, éste sí. Y ahora, ¿qué hacemos? No había contado con esto —dijo Cadfael sin quejarse, simplemente señalando que tendrían que tomar medidas urgentes y convendría tener la mente bien despierta.

—¿Cómo que qué hacemos? —para Engelardo, todo estaba clarísimo, aunque le supusiera muchas molestias—. Tendremos que llamar al padre Huw y a vuestro prior y contarles exactamente lo que ha sucedido. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Lamento haberle matado porque jamás fue mi intención, pero no puedo decir que me sienta culpable.

Tampoco esperaba que se lo reprocharan. La verdad era siempre el mejor camino. Cadfael apreció a regañadientes su inocencia. El mundo la destruiría más tarde o más temprano, pero ni siquiera una acusación inmerecida le había causado la menor mella, y él seguía confiando en que los hombres fueran razonables. Cadfael dudaba de que Sioned estuviera tan segura. Su inquieto silencio no presagiaba nada bueno, y el brazo herido le seguía sangrando. Lo primero era lo primero. Tendrían que hacer algo de provecho mientras él se dedicaba a pensar.

—¡Ven aquí! Ayúdame a llevar esta carroña a la capilla. Y tú, Sioned, busca su puñal, no podemos dejarlo aquí para que dé testimonio de lo ocurrido. Después, te lavaremos y vendaremos el brazo. Detrás del seto de espinos hay un riachuelo, y tenemos tela de sobras.

Ambos jóvenes confiaban ciegamente en él e hicieron lo que les mandaba, aunque Engelardo, tras cerciorarse de que Sioned no estaba malherida y vendarle el brazo, seguía empeñado en contar la verdad, la cual no podría

deshonrar a nadie más que a Columbano. Cadfael tomó un pedernal y una mecha y encendió las velas. Después volvió a llenar la lámpara, de la que había sacado una considerable cantidad de aceite antes de que Sioned se ocultara bajo los lienzos que cubrían el catafalco de la santa.

—Tú crees que porque no has hecho nada malo y porque nos hemos reunido para revelar una mala acción —dijo al final—, todo el mundo será del mismo parecer y así lo dirá sinceramente. ¡Hijo mío, por desgracia las cosas no son así! La única prueba que culpa a Columbano es su confesión. Ambos la hemos oído. Pero esa prueba ya no existe. Estando él vivo, hubiéramos podido obligarle a confesar la verdad por segunda vez. Estando muerto, nunca nos dará esta satisfacción. Y, sin ella, nuestra situación es muy frágil. Tenedlo por seguro, si le acusamos y el escándalo mancha el honor de la abadía de Shrewsbury y de la orden benedictina, respaldada aquí por el obispo y el príncipe, no os quepa duda de que todas las fuerzas que ostentan la autoridad se unirán para evitar el desastre, y nadie, mucho menos un forastero sin amigos, podrá interponerse en su camino. No pueden permitirse el lujo de que su recién adquirida santa Winifreda sea puesta en entredicho o sufra un desdoro. Antes que eso, dirán que ha sido un asesinato perpetrado por un fugitivo desesperado que ha añadido otro crimen al primero, y pretendía escapar de ambos. Me arrepiento de haberle sugerido a Sioned que te rogara que permanecieras alerta por si surgían dificultades. Pero de nada tienes tú la culpa, y no quiero que sufras las consecuencias. Yo planifiqué esta intriga y yo tengo que resolverla. Olvídate de ir directamente al padre Huw, al alguacil o a cualquier persona para contarles la verdad. Usa el resto de la noche para disponer las cosas de tal modo que te sean favorables. Se puede llegar a la justicia por más de un camino.

—No se atreverían a dudar de la palabra de Sioned —dijo Engelardo con obstinación.

—Muchacho insensato, dirían que, por amor, Sioned se ha apartado de su propia naturaleza, tal como hizo Peredur. En cuanto a mí, mi influencia es muy escasa, y no estoy interesado en protegerme sólo a mí mismo sino a tantas personas relacionadas con este embrollo como me sea posible. Incluso a mi prior, que algunas veces es arrogante y severo y, a decir verdad, un poco estúpido, aunque no un asesino ni un embustero. Y también a mi orden, que no se merecía a Columbano. ¡Ahora callaos y dejadme pensar! Mientras lo hago, podríais retirar los restos del frasco de jarabe. Esta capilla tiene que estar mañana tan pulcra y tranquila como estaba antes de que viniéramos a perturbarla.

Ambos jóvenes se dedicaron a eliminar las huellas de los trastornos de aquella noche, y dejaron solo a Cadfael hasta que encontrara un medio de sacarles del embrollo.

—Me pregunto —dijo Cadfael al final— qué te indujo a mejorar todas las

palabras que yo te sugerí, poniendo en boca de santa Winifreda unas expresiones tan violentas. ¿Cómo se te ocurrió decir que nunca quisiste marcharte de Gwytherin y que ahora tampoco querías hacerlo? ¿Y que Rhisiart no era sólo un hombre bueno y honrado sino también tu defensor elegido?

—¿Eso dije? —preguntó Sioned, volviéndose a mirarle con asombro.

—Sí, y muy claramente, por cierto. Resultó muy atinado, pero creo que eso no lo ensayamos. ¿De dónde sacaste las palabras?

—Pues, no lo sé —le contestó Sioned, desconcertada—. No recuerdo lo que dije. Las palabras me salían solas, sin que yo hiciera ningún esfuerzo.

—Tal vez —terció Engelardo— la santa quiso aprovechar la oportunidad que se le ofrecía. Todos estos forasteros interpretaban sus visiones y éxtasis a su conveniencia y, sin embargo, nadie le preguntó a santa Winifreda lo que ella quería. Todos afirmaban saberlo mejor que ella.

—¡De la boca de los inocentes! —comentó Cadfael para sus adentros, estudiando el camino que poco a poco se abría ante los ojos de su mente. De entre todas las personas satisfechas por el resultado, santa Winifreda debía ser sin duda la primera. Procura hacer feliz a todo el mundo, pensó, y, si eso está a tu alcance, ¿por qué provocar situaciones desagradables? Pensemos, por ejemplo, en Columbano. Hace apenas unas horas, en el rezo de completas, pidió en voz alta y en nuestra presencia que, si la santa doncella le consideraba digno de esta gracia, se lo llevara de este mundo esta misma noche y lo liberara eternamente de la prisión del cuerpo. ¡Bueno, pues, ése ha visto cumplido su deseo! A lo mejor, de haber sabido que se la tomarían tan al pie de la letra, hubiera retirado la petición. Su propósito era más bien el de exhibir en vida su incomparable santidad para gozar así de sus beneficios. Pero los santos tienen derecho a suponer que sus devotos dicen lo que piensan, y otorgan sus dones conforme a ello. Y si la santa hubiera hablado realmente a través de Sioned, pensó, ¿quién soy yo para ponerlo en duda? Si de veras quiere quedarse aquí en su aldea, lo cual me parece un deseo muy razonable, la tierra donde solía descansar ha sido removida precisamente hoy, y nadie se dará cuenta de que esta noche se ha vuelto a remover.

—Creo —dijo Sioned, mirándole por primera vez con una leve sonrisa confiada— que estáis empezando a ver el camino.

—Creo más bien —replicó Cadfael— que estoy empezando a ver tu camino, cosa muy natural, por cierto. Quiero que hagas una cosa, pero no es necesario que te des prisa porque en tu ausencia tenemos mucho que hacer aquí. Toma esa sábana que llevas y extiéndela bajo los manzanos del seto donde están empezando a caer las hojas, pero todavía no están amarillas. Sacude los árboles y tráenos una nube de pétalos. La última vez que la santa visitó a Columbano, lo hizo entre suaves perfumes y una lluvia de flores blancas. Tú trae una cosa, y

tendremos la otra.

Confiadamente, aunque sin comprenderlo, Sioned tomó la sábana de lino en la que se había envuelto como si fuera un sudario, y fue a cumplir lo que le habían mandado.

—Dame el puñal —le dijo Cadfael a Engelardo cuando ella se fue. Limpió la hoja con el velo que Columbano le había arrancado a Sioned de la cabeza, y desplazó las velas para que iluminaran los sellos rojos que cerraban el relicario de Winifreda—. Menos mal que no sangró. Ni el hábito ni las ropas tienen manchas. ¡Desnúdale!

Después, tocó el primer sello, sonrió satisfecho al ver que era muy grueso comparado con el filo del puñal, y acercó la punta de la hoja a la llama de la lámpara.

Mucho antes de que amaneciera, ya estaba todo listo. Los tres bajaron desde la capilla hasta la aldea y se separaron al llegar al lindero del bosque donde el camino más corto ascendía por la colina hacia la mansión de Rhisiart. Sioned llevaba consigo la sábana manchada de sangre, el velo y los fragmentos de vidrio. Por fortuna los criados de Rhisiart encargados de cubrir la tumba de su amo habían dejado las palas allí cerca para poder arreglar el montículo al día siguiente. Eso les había evitado ir a buscarlas, ahorrándoles una hora.

—No habrá ningún escándalo —dijo Cadfael al llegar al lugar donde los caminos se bifurcaban—. No habrá ni escándalo ni acusaciones. Creo que puedes llevarte a casa a Engelardo, pero procura que no le vean hasta que nosotros nos vayamos. Habrá paz cuando nos vayamos. Ya no temas que el príncipe o el alguacil emprendan acciones contra él, como tampoco las emprenderán contra Juan. Yo le hablaré a Peredur al oído, Peredur le hablará al oído al alguacil y el alguacil le hablará al oído a Owain de Gwynedd. Al padre Huw no le mezclaremos en este asunto, es mejor no cargar la conciencia de un hombre tan bondadoso. Y, si los monjes de Shrewsbury son felices y el pueblo de Gwytherin también lo es (porque ten por seguro que en seguida se enterarán de los rumores), ¿por qué vamos a trastornar estas circunstancias tan afortunadas, diciendo las cosas en voz alta? Un príncipe prudente, porque Owain de Griffith me parece muy prudente, dejará las cosas tal como están.

—Todo Gwytherin —dijo Sioned, estremeciéndose un poco al pensarlo—, vendrá aquí por la mañana para presenciar el traslado del relicario.

—Tanto mejor, necesitaremos muchos testigos, mucha emoción y mucho asombro. Soy un gran pecador —añadió filosóficamente Cadfael—, pero no siento remordimiento. Me pregunto si el fin justifica los medios.

—Yo sólo sé una cosa —señaló Sioned—. Ahora mi padre puede descansar,

y eso os lo debe a vos. Y yo os debo mucho más. Cuando aquella vez bajé del árbol, ¿lo recordáis?, pensé que seríais como los demás frailes y no querríais mirarme.

—Hija mía, no hubiera estado en mi sano juicio si no hubiera mirado. Te miré con tanta atención que lo recordaré toda la vida. Pero, en vuestro amor, hijos míos, y en cómo lo llevéis, en eso no puedo ayudaros.

—No hace falta —dijo Engelardo—, soy un forastero con un acuerdo como es debido. El acuerdo se puede disolver por consentimiento y yo puedo ser un hombre libre, repartiendo mis bienes a partes iguales con mi señor, y ahora mi señor es Sioned.

—Entonces —añadió Sioned— nadie podrá impedir que le otorgue la mitad de mis bienes, tal como en justicia le corresponde. Tío Meurice no se interpondrá en nuestro camino. Y ni siquiera le será difícil justificarlo. Una cosa es casar a una heredera con un siervo forastero y otra casarla con un hombre libre, heredero de una mansión, aunque la tenga en Inglaterra y de momento no pueda reclamarla.

—Sobre todo —dijo Cadfael—, sabiendo que es quien mejor trata el ganado en las cuatro comarcas.

Por lo menos, aquellos dos parecían satisfechos. Y Rhisiart, en su honrosa sepultura, no lamentaría su felicidad porque no era un hombre rencoroso. Engelardo, que no era muy hablador, se limitó a dar brevemente las gracias cuando se despidieron. Sioned se volvió impulsivamente, arrojó los brazos alrededor del cuello de Cadfael y le besó. Fue su despedida puesto que el monje les había aconsejado que no acudieran de nuevo a la capilla. La joven olía a flores de manzano y cuando se fue dejó en sus brazos un perfume santamente embriagador.

Al bajar a la casa del padre Huw, Cadfael se desvió hacia la alberca del molino y arrojó el puñal de Columbano en la parte más honda de las oscuras aguas. ¡Qué suerte, pensó, antes de acostarse en la cama que ocuparía apenas una hora antes de prima, que los monjes que fabricaron el relicario fueran tan hábiles artesanos y hayan insistido en forrarlo de plomo!

11

El prior Roberto se levantó y acudió al primer oficio del día tan satisfecho de su triunfo que casi se olvidó de la fuga de fray Juan. Cuando recordaba aquel desagradable contratiempo, procuraba empujarlo hasta lo más recóndito de su mente como algo que debería resolver con el tiempo, pero que no tenía por qué

empañar el esplendor de aquella jornada. La mañana era, en efecto, clara y radiante cuando salieron de la iglesia para dirigirse al viejo cementerio y la capilla, seguidos de todos los congregados. De todos los caminos, otros se añadieron a la procesión convertida ahora en un memorable peregrinaje. Al llegar a la altura de la caseta de vigilancia de la mansión de Cadwallon, éste salió para reunirse con ellos, y hasta Peredur, que permanecía encerrado en casa, obedeciendo las órdenes del padre Huw, fue llamado afectuosamente por éste e incluso recibió una amable sonrisa del prior Roberto, aunque fue más bien algo así como la indulgente sonrisa que pudiera dirigirle un santo a un pecador. La señora Branwell, si aún no estaba durmiendo, estaría sin duda recuperándose de la borrachera. Su esposo y su hijo no debieron insistir demasiado en que les acompañara y tal vez ella les quiso castigar, apartándose de su presencia. Sea como fuere, el caso fue que no apareció. Puesto que la procesión no seguía un orden preciso, los monjes y los aldeanos podían mezclarse, charlar entre sí y cambiar de compañeros a voluntad. Fue una celebración comunitaria, tanto más insólita por cuanto hacía apenas unos días la disputa parecía no tener solución. Los habitantes de Gwytherin actuaban con mucha cautela y procuraban fijarse en todo sin revelar nada.

Peredur se situó al lado de Cadfael, sin decir nada. Cadfael le preguntó por su madre y el joven se ruborizó frunciendo el ceño y después sonrió con expresión culpable, como un niño travieso, y dijo que estaba muy bien, aunque un poco adormilada todavía, pero tan plácida y serena como siempre.

—Puedes hacernos a Gwytherin y a mí un buen servicio, si quieres —dijo fray Cadfael, musitándole al oído lo que quería que le transmitiera a Griffith de Rhys.

—Conque ésas tenemos —contestó Peredur, olvidándose por completo de sus imperdonables pecados. Después abrió los ojos de par en par y soltó un silbido por lo bajo—. ¿Y así lo vais a dejar?

—Así es y así lo pienso dejar. ¿Acaso alguien sale perdiendo? Todo el mundo gana. Nosotros, tú, Rhisiart, santa Winifreda… Santa Winifreda m{s que nadie. Y Sioned y Engelardo, naturalmente —contestó Cadfael con firmeza,

poniendo a prueba al penitente.

—Sí…, ¡me alegro por ellos! —dijo Peredur con excesiva vehemencia. Mantenía la cabeza gacha y los párpados entrecerrados. No se alegraba tanto como decía, pero lo intentaba. Voluntad no le faltaba—. Dentro de uno o dos años, nadie se acordará del venado que cazó Engelardo. Al final, podrá regresar al condado de Chester si lo desea, y cuando muera su padre será un gran propietario de tierras. Y, cuando no le consideren forajido y felón, ya no tendrá

dificultades. Hoy mismo le transmitiré lo que me habéis dicho a Griffith de Rhys. Está al otro lado del río en casa de su primo David, pero el padre Huw me dará su venia si es para acudir voluntariamente al representante de la ley —

el joven esbozó una sonrisa irónica—. ¡Me parece muy acertado que yo sea vuestro hombre! Podré librarme al mismo tiempo de mis pecados mientras le confío a él lo que todo el mundo debe saber, pero nadie debe decir en voz alta.

—¡Muy bien! —dijo fray Cadfael—. El alguacil se encargará del resto. Una palabra al príncipe, y todo arreglado.

Habían llegado al lugar donde el camino más directo desde la mansión de Rhisiart se cruzaba con el sendero por el que discurría la procesión. Todos los de la casa salieron para reunirse con ellos. Padrig, el bardo, con su pequeña arpa, dirigiéndose probablemente a otra mansión tras haberse despedido de aquélla; Cai, el labrador, con un impresionante vendaje en la cabeza, un airoso paso y un brillo malicioso en el único ojo que tenía descubierto. Sin embargo, no estaban Sioned ni Engelardo, y tampoco Annest ni Juan. Fray Cadfael, a pesar de haber dado él mismo la orden, sintió de pronto una dolorosa nostalgia. Ya se estaban acercando al pequeño claro y el bosque se abría a ambos lados, dejando al descubierto el verde muro de piedra del viejo cementerio. Pequeña, encogida y demasiado alta para su base, la capilla de santa Winifreda se levantaba a la vista de todo el mundo. En su extremo oriental la tumba oscura y oblonga de Rhisiart semejaba una cicatriz en medio de la lujuriante y verde hierba primaveral.

El prior Roberto se detuvo junto a la entrada y se volvió a mirar a la multitud que lo seguía con semblante benigno y casi afectuoso, dirigiéndose a ella a través de Cadfael:

—Padre Huw y buenas gentes de Gwytherin, hemos venido hasta aquí con la mejor intención, guiados, según creíamos y seguimos creyendo, por la gracia divina, en nuestro afán de honrar a santa Winifreda siguiendo el deseo que ella nos había manifestado, no para privaros de un tesoro sino más bien para que sus rayos brillen sobre multitud de personas, tal como vosotros bien sabéis. El hecho de que nuestra misión haya traído dolor a alguien es motivo de gran tristeza para nosotros. Que hayamos llegado a un acuerdo y ahora vosotros estéis dispuestos a permitir el traslado de las reliquias de la santa para su mayor gloria, es motivo de gozo y esperanza. Ahora ya sabéis que no nos proponíamos

ningún mal, sino un bien, y que todo lo hacemos con gran reverencia. Un murmullo de aquiescencia y casi de complacencia recorrió el semicírculo de los presentes desde un extremo a otro.

—¿No nos disputáis la posesión de esta preciada reliquia que nos llevamos?

¿Creéis que obramos con justicia y nos llevamos simplemente lo que nos ha sido encomendado?

No hubiera podido elegir mejor las palabras, pensó fray Cadfael, sorprendido y satisfecho, si de veras supiera lo ocurrido… o si yo le hubiera escrito el discurso. Si la respuesta también resulta atinada, creeré que he obrado un milagro.

La multitud se movió y de ella emergió la fornida figura de Bened, tan respetable y digna de hablar en nombre de la parroquia como cualquier otro hombre de Gwytherin, exceptuando tal vez al padre Huw que, en aquellos momentos, se encontraba en la equívoca situación de tener un pie en cada bando, por lo que optó por guardar un prudente silencio.

—Padre prior —dijo Bened con aspereza—, nadie entre nosotros os disputa las reliquias que hay allí dentro, ante el altar. Creemos que tenéis derecho a llevároslas y podéis trasladarlas con nuestro consentimiento a Shrewsbury, tal como corresponde según todos los presagios.

Todo aquello parecía demasiado bueno para ser cierto. Incluso pudo provocarle al prior Roberto un leve rubor de placer mezclado con una pizca de vergüenza.

A Cadfael, en cambio, le indujo a contemplar con mirada recelosa todos aquellos serenos rostros sonrientes y todos aquellos ojos herméticos. Nadie se movió, nadie murmuró, nadie, ni siquiera en la parte de atrás, se rió con disimulo. Cai miraba con sencilla admiración a través de su único ojo visible. Padrig contemplaba con benévola satisfacción de bardo aquella muestra de absoluta reconciliación.

¡Ya lo sabían! Ya fuera a través de algún discreto susurro iniciado por Sioned o bien a través de alguna intuición, la gente de Gwytherin ya sabía, en esencia si no en todos sus detalles, todo lo que se tenía que saber. Pero no habría ningún comentario ni palabra fuera de lugar hasta que los forasteros se marcharan.

—Vamos, pues —dijo el prior Roberto, rebosante de satisfacción—, liberemos a fray Columbano de su vigilia y traslademos a santa Winifreda en la primera etapa de su viaje a casa.

Dicho lo cual, el prior se volvió majestuosamente, con su alta figura y su cabello plateado, hacia la puerta de la capilla, seguido de buena parte de los habitantes de Gwytherin que abarrotaban el cementerio. Con su pálida mano

aristocrática, abrió la puerta de par en par y se detuvo en la entrada.

—Fray Columbano, ya estamos aquí. Vuestra vigilia ha terminado. Roberto se adentró dos pasos en la capilla y sus ojos, encandilados por la claridad del exterior, buscaron a tientas a pesar de la luz que se filtraba a través de la pequeña ventana del lado oriental. Después distinguió con todo detalle los muros parduzcos con su olor a madera. De pronto, todos los pormenores de la escena parecieron emerger de la oscuridad hasta una tenue luz que inmediatamente se transformó en cegadora y le obligó a detenerse donde estaba, sobrecogido de espanto.

Una densa y embriagadora dulzura llenaba el aire de la capilla y la ligera brisa que penetraba a través de la puerta parecía agitarla en fragantes oleadas. Las velas ardían sobre el altar, flanqueando la pequeña lámpara de aceite. El reclinatorio se encontraba delante del catafalco, pero nadie estaba arrodillado en él. Sobre el altar y el relicario, se podía ver una lluvia de pétalos, como si un viento milagroso los hubiera transportado en sus brazos desde el seto de espinos sobre dos campos, sin dejar caer una sola flor por el camino, hasta impulsarlos al interior de la capilla a través de la ventana del altar. La blanca dulzura se extendía hasta el reclinatorio y salpicaba también las prendas vacías que se encontraban a su lado.

—Columbano… Pero ¿qué es esto? ¡No est{ aquí!

Fray Ricardo se acercó al hombro izquierdo del prior y fray Jerónimo al derecho; Bened, Cadwallon, Cai y otros muchos se congregaron a su alrededor y se apiñaron junto a los muros oscuros, contemplando maravillados el espectáculo mientras aspiraban el embriagador aroma de las flores. Nadie se atrevió a avanzar más allá de donde estaba el prior, hasta que éste se adelantó

muy despacio y se inclinó para examinar más de cerca lo que quedaba de fray Columbano.

El hábito negro benedictino se encontraba en el lugar donde el monje se había arrodillado, con los faldones extendidos en la parte de atrás, el cuerpo doblado en pliegues, las mangas extendidas como alas a ambos lados y dobladas por los codos, como si los brazos que las habían abandonado hubieran culminado sus gestos en unas manos juntas en actitud de plegaria.

—¡Mirad! —musitó fray Ricardo en tono reverente—. La camisa aún está

dentro del hábito y ¡fijaos!… ¡Las sandalias!

Éstas se encontraban bajo el dobladillo del hábito con las suelas vueltas hacia arriba, tal como las habían dejado los pies. En el reposalibros del reclinatorio, en el lugar sobre el que se apoyaban sus manos en actitud de plegaria, había un pequeño ramo florido.

—Padre prior, todas las prendas están aquí, la camisa, los calzones y todo lo

dem{s, unas dentro de otras como si aún las llevara puestas. Como si… como si se hubiera despojado de ellas y las hubiera dejado aquí abandonadas, tal como hace la serpiente cuando se desprende de la piel vieja…

—¡Qué gran prodigio! —exclamó el prior Roberto—. ¿Cómo podremos entenderlo sin pecar?

—Padre, ¿podemos llevarnos las prendas? Si no hay huella o señal en ellas…

No había ninguna, de eso fray Cadfael estaba seguro. Columbano no sangró

y el hábito no estaba desgarrado ni manchado. Cayó sobre la tupida hierba, que había brotado con fuerza irresistible a través de la hierba muerta del otoño anterior.

—Padre, es lo que yo digo, como si hubiera escapado suavemente de estas prendas y las hubiera abandonado porque ya no las necesitaba. ¡Oh, padre, estamos en presencia de un gran prodigio! ¡Tengo miedo! —exclamó fray Ricardo, refiriéndose al maravilloso e inefable temor ante lo sagrado. Raras veces Ricardo había hablado con más elocuencia o se había mostrado tan conmovido.

—Ahora recuerdo —dijo el padre prior, tembloroso y humilde, ¡cosa que no tenía nada de malo!— la plegaria que hizo anoche durante el rezo de completas. Cómo pidió ser llevado de este mundo en puro éxtasis, en caso de que la santa doncella le considerara digno de semejante gracia y bendición. ¿Será posible que su estado de gracia le hiciera merecedor de este premio?

—Padre, ¿queréis que lo busquemos? ¿Aquí dentro y ahí afuera? ¿En los bosques tal vez?

—¿Con qué objeto? —preguntó el prior—. ¿Acaso pensáis que huyó

desnudo en la noche? ¿Un hombre cuerdo? Y, aunque se hubiera vuelto loco y se hubiera quitado la ropa, ¿creéis que la hubiera doblado con tanto esmero? No es posible dejar las prendas de esta manera. No, se ha ido más allá de estos bosques y de este mundo. Ha sido bendecido con un favor extraordinario y sus más ardientes plegarias han sido escuchadas. Digamos una misa por él antes de que nos llevemos a la bienaventurada santa que lo ha convertido en su heraldo, y demos a conocer este milagro de fe.

No se podía saber, conociendo al prior Roberto, en qué momento su conciencia del provecho que podía obtener de aquel prodigio empujó la fe sincera, el asombro y la emoción al rincón más recóndito de su mente, y le indujo a manipular los acontecimientos para su mayor gloria. En su comportamiento no había la menor contradicción. El prior Roberto estaba completamente seguro de que fray Columbano había sido arrebatado vivo de este mundo, tal como él deseaba. Pero, en tal caso, no sólo era una oportunidad

sino también un deber, sacar el mayor provecho posible de aquel favor ejemplar, para mayor lustre de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury; y no sólo un deber sino también un placer aprovechar la circunstancia para colocar una aureola alrededor de la cabeza del prior Roberto, el gran artífice de aquella búsqueda. El prior dijo la misa con gran unción en medio de la nube de flores blancas, con las prendas abandonadas tendidas a sus pies. Era casi seguro que, a través del padre Huw, informaría a Griffith de Rhys de todo lo ocurrido, y le pediría que mantuviera los ojos alerta ante alguna información importante tras la partida de los monjes de Shrewsbury. Los silenciosos habitantes de Gwytherin ocuparon todo el espacio disponible sin hacer ruido ni expresar su parecer. Su presencia y su silencio parecían un respaldo. Pero lo que realmente pensaban, se lo guardaban.

—Ahora —dijo el prior Roberto, conmovido hasta casi las lágrimas—, tomemos esta bendita carga y alabemos a Dios por el favor que nos dispensa. Tras lo cual, se adelantó para ofrecer, como el primero de los devotos, sus manos delicadas y sus frágiles hombros.

Fue el peor momento para fray Cadfael: era lo único en que no había pensado. Pero Bened, insólitamente agudo, intervino en el instante preciso y dijo:

—¿Se quedará Gwytherin atrás, ahora que se ha alcanzado la paz?

Dicho esto, el herrero se adelantó a toda prisa y colocó un sólido hombro bajo la parte superior del relicario antes de que el prior pudiera alcanzarlo, mientras otra media docena de vigorosos hombros aceptaban el reto con entusiasmo. Aparte Cadfael, el único monje que consiguió sostener una esquina con su cuello fue Jerónimo, que tenía más o menos la misma estatura y fue el único que comentó en voz alta el peso de las reliquias. Bened se desplazó hacia él y le libró de buena parte de la carga.

—Perdonad, padre prior, pero ¿quién hubiera podido pensar que estos frágiles huesos pesaran tanto?

—Aquí estamos rodeados de toda clase de milagros, tanto pequeños como grandes —intervino Cadfael—. Bien habló el padre prior al decir que teníamos que dar gracias a Dios por esta bendita carga. ¿Acaso no es una prueba de su gracia que el cielo haya querido mostrar de forma tan palpable el peso de la santidad?

En su estado de humilde exaltación, el prior Roberto no cuestionó la lógica de aquel razonamiento de fray Cadfael. Hubiera aceptado cualquier cosa que contribuyera a ensalzar su propio triunfo. De este modo, el relicario con su contenido fueron transportados a hombros por los fornidos hombres de Gwytherin que lo sacaron de la capilla y lo trasladaron en procesión hasta la

iglesia con tanto entusiasmo que parecían ansiosos de librarse cuanto antes de él. Los propios habitantes de Gwytherin proporcionaron caballos y mulas, prepararon un carro, lo cubrieron con lienzos y colocaron dentro el precioso ataúd para su traslado a la abadía de Shrewsbury Una vez en aquel vehículo, que al fin y al cabo había costado muy poco en material y en trabajo dado el benevolente interés del herrero, el féretro no sería descargado hasta que llegara a la abadía. Nadie quería que ocurriera un percance por el camino, como, por ejemplo, que fray Jerónimo se doblara bajo el peso de la carga y la dejara caer al suelo.

—A vos os echaremos de menos —dijo Cai con tristeza mientras preparaba los arreos—. Padrig ha compuesto un canto en honor de Rhisiart que os hubiera gustado mucho, y una noche de beber en compañía hubiera sido agradable. Pero el mozo os da las gracias y os desea suerte. Permanecerá escondido hasta que os vayáis. Y Sioned me ha mandado decir de su parte que cuidéis mucho los perales porque los parásitos están causando estragos entre algunos de aquí.

—Es un buen ayudante en el huerto —sentenció Cadfael—. Un poco impetuoso, pero cava con más rapidez que cualquier novicio que haya tenido bajo mis órdenes. Yo también le echaré de menos. Sabe Dios lo que me enviarán en su lugar.

—Una mano débil no sirve de nada con el hierro —dijo Bened, retrocediendo para admirar las adornadas ruedas del carro—. ¡Habilidad, sí, pero no debilidad! ¿Sabéis una cosa, Cadfael? Espero veros en Shrewsbury. Llevo años soñando con hacer una peregrinación por Inglaterra hasta el santuario de Walsingham, y me parece que Shrewsbury me queda más o menos de camino.

Cuando, al final, todo estuvo listo y el prior Roberto montó en su cabalgadura, Cai le dijo al oído a Cadfael:

—Cuando subáis a lo alto de la colina, allí desde donde nos visteis arando aquel día, mirad hacia el otro lado. Hay un claro del bosque y un altozano poco antes de que éste termine. Algunos de nosotros estaremos allí. Eso será para vos.

Sin el menor escrúpulo, porque llevaba levantado toda la noche y estaba muy cansado, Cadfael tomó la más dócil e inteligente de las dos mulas, una bestia que seguiría a los caballos dondequiera que éstos la llevaran y que pisaría delicadamente cualquier terreno. La silla era alta y cómoda, y Cadfael no había perdido la habilidad de dormir montado a caballo. La bestia más grande y pesada la dejó para el carro, que era estrecho pero estable y rodaba bien incluso sobre el suelo del bosque. Jerónimo, que no pesaba mucho, podría montar en la mula o viajar en el mismo carro. En cualquier caso, ¿por qué molestarse por la comodidad de Jerónimo, que era quien se había inventado la visión de santa Winifreda, sabiendo de antemano que las indagaciones del prior Roberto en el

País de Gales ya consideraban a la santa doncella como uno de los trofeos más deseables y codiciados? Jerónimo hubiera adulado a Columbano con la misma asiduidad en caso de que hubiera sobrevivido para desplazar a Roberto. El cortejo se puso en marcha ceremoniosamente en presencia de medio Gwytherin, cuyos habitantes lanzaron un inmenso suspiro de alivio cuando se fue. El padre Huw bendijo la partida de los huéspedes. Peredur estaría probablemente al otro lado del río, plantando la buena semilla en la mente del alguacil. Merecía que aquel servicio redundara en su provecho. Los grandes pecadores abundaban mucho, pero los penitentes sinceramente arrepentidos eran muy escasos. Peredur había cometido un acto detestable, pero seguía siendo un joven bondadoso y Cadfael no temía por su futuro, una vez superada su obsesión por Sioned. Al fin y al cabo, había muchas mozas por allí. No todas podrían compararse con ella, pero algunas no le irían a la zaga. Fray Cadfael se acomodó bien en la silla de montar y sacudió la brida dando a entender a la mula que podía llevarlo donde quisiera. Después, se quedó adormilado, aunque no dormido. Era consciente del cambio de luces y sombras bajo los árboles, del frescor de la brisa y del movimiento de la bestia, y le pareció que había cumplido una misión. O casi, porque aquélla era sólo la primera etapa del viaje de regreso.

Se despertó cuando llegaron al altozano que dominaba el valle del río. Ya no había ninguna yunta arando allí abajo; la arada e incluso la apertura de nuevas tierras ya habían terminado. Miró hacia los bosques de la derecha y buscó el claro. Era pequeño y estrecho, una simple extensión de hierba que se elevaba hacia un cerro tras el cual el oscuro bosque volvía a cerrarse. Había varias personas congregadas en el altozano, casi todas al servicio de Sioned, y lo bastante alejadas como para resultar anónimas para alguien que no las conociera tan bien como Cadfael. Una nube de cabello oscuro junto a un casquete de lino, el llamativo vendaje de Cai destacando como un gorro mal encasquetado en un cálido mediodía, una melena castaño claro junto a un rojizo seto de espinos que se parecía mucho a la olvidada tonsura de fray Juan. Y

también Padrig, que aún no había reanudado sus vagabundeos. Todos agitaban las manos, sonriendo. Cadfael les devolvió el saludo con entusiasmo. Después, la procesión atravesó el estrecho claro y penetró en el bosque. Fray Cadfael se hundió cómodamente en la silla y se quedó dormido. Los peregrinos se detuvieron a pasar la noche en Penmachmo, al abrigo de la iglesia donde había una hospedería para viajeros. Fray Cadfael, sin disculparse ante nadie, se retiró a descansar en cuanto hubo atendido a su mula, y siguió durmiendo en el henil situado encima de los establos. Fray Jerónimo le despertó a medianoche, presa de una delirante excitación.

—¡Hermano, un gran prodigio! —exclamó fray Jerónimo, extasiado—. Llegó un viajero que sufría grandes dolores a causa de una enfermedad

maligna, lanzando tales gritos que todos los de la hospedería nos despertamos. El prior Roberto tomó unos cuantos pétalos que nos llevamos de la capilla y los mezcló con agua bendita. Esta pobre alma se la bebió y después la acompañamos al patio para que besara los pies del relicario. Inmediatamente cesaron los dolores y, antes de que le acostáramos en su cama, el hombre ya estaba dormido. ¡Ahora no siente nada, duerme como un niño! ¡Oh, hermano, somos el instrumento de una gracia incomparable!

—¿Y tanto os asombra eso? —replicó fray Cadfael en tono de reproche, molesto en parte porque le hubieran despertado, y, en parte, en gesto de autodefensa dado que estaba mucho más desconcertado de lo previsible—. Si tuvierais fe en aquello que hemos traído de Gwytherin, no deberíais sorprenderos de que obre milagros por el camino.

Por la misma razón, pensó cuando Jerónimo se retiró en busca de otros oídos más agradecidos, yo debería sorprenderme. ¡Me parece que estoy empezando a comprender la naturaleza de los milagros! Porque, ¿acaso existiría algún milagro si hubiera alguna razón para ello? Los milagros no tienen nada que ver con la razón. Los milagros contradicen la razón, se abaten sobre los simples desiertos humanos, trastocan la razón y se burlan de ella, y salvan y liberan a quien quieren. Si tuvieran sentido, no serían milagros. Cadfael se consoló con estas reflexiones y volvió a quedarse dormido como un bendito, pensando que todo iba bien en un mundo que a él siempre le había parecido extraño y perverso.

Prodigios menores, la mayoría de ellos triviales y algunos ridículos, jalonaron el viaje hasta Shrewsbury. Hubiera sido difícil juzgar cuántas muletas desechadas eran realmente necesarias y cuántas, incluso entre las que lo eran, tuvieron que recogerse poco después; cuántos impedimentos del habla tuvieron su origen más en la voluntad que en la lengua; cuantos tendones débiles estaban más en la mente que en las piernas; sin contar a quienes simplemente querían llamar la atención y se vendaban un ojo o se libraban repentinamente de la parálisis para apuntarse a la más reciente novedad. Todo ello contribuyó a una fama que no sólo les acompañó sino que incluso se les adelantó, suscitando cuantiosas donaciones y legados a la abadía de San Pedro y San Pablo en la esperanza de que dudosos pecados fueran borrados por la intercesión de una santa agradecida.

Cuando llegaron a las inmediaciones de Shrewsbury, una inmensa muchedumbre les salió al encuentro y acompañó el cortejo hasta la iglesia fronteriza de San Gil, donde el relicario aguardaría la solemne jornada del traslado de la santa a la iglesia de la abadía. Ello no podría tener lugar sin la bendición del obispo y el debido anuncio a todas las iglesias y casas religiosas con el fin de añadir más esplendor al acontecimiento. Fray Cadfael no se sorprendió de que, al llegar el venturoso día, amaneciera con el cielo gris y

rachas de lluvia, dando con ello ocasión a un nuevo milagro. Porque, aunque llovió a cántaros en todos los campos y la campiña circundante, no cayó ni una sola gota durante la procesión del traslado del féretro de santa Winifreda a su último lugar de descanso en el altar de la iglesia de la abadía donde los buscadores de milagros acudieron en tropel, y luego se retiraron casi todos satisfechos.

Durante el solemne capítulo, el prior Roberto dio cumplida cuenta de su misión al abad Heriberto.

—Padre, debo reconocer para mi gran dolor que hemos vuelto sólo cuatro de los seis monjes que salimos de Shrewsbury. Regresamos sin la gloria pero también sin el deshonor de nuestra casa. Hemos traído el tesoro que fuimos a buscar.

Se equivocaba de medio a medio, pero, puesto que no era probable que nadie se lo dijera, no ocurriría nada. Fray Cadfael se quedó tranquilamente dormido detrás de su columna mientras sus hermanos dedicaban encendidos elogios a fray Columbano, a quien sin duda hubieran deseado convertir en santo de no ser por la lamentable circunstancia de sólo tener a mano las prendas que había dejado. Mientras las voces piadosas se alejaban de su conciencia, Cadfael se congratuló por haber conseguido hacer felices al mayor número de personas posible, y vio en sueños una afilada hoja candente, cortando limpiamente la gruesa cera de un sello sin dejar la menor señal. Llevaba mucho tiempo sin ejercitar algunas de sus más discutibles habilidades y se alegraba de no haber olvidado ni una sola de ellas y de que finalmente todas hubieran tenido un uso meritorio.

12

Habían transcurrido más de dos años cuando, en una radiante tarde de junio, mientras cruzaba el patio desde los estanques de los peces, fray Cadfael vio entre los peregrinos recién llegados a cierta figura cuya apariencia fornida no le era desconocida. Bened, el herrero de Gwytherin, con el vientre un poco más abultado y el cabello un poco más gris, había encontrado el momento para cumplir su antigua ambición, y se dirigía con sayo de peregrino al santuario de Nuestra Señora de Walsingham.

—Si lo hubiera retrasado más —confesó cuando ambos amigos se sentaron a solas con una botella de vino en un rincón del huerto de hierbas medicinales—, hubiera sido demasiado viejo y no hubiera podido disfrutar del viaje. ¿Qué me lo impedía ahora, teniendo a ese mozo tan hábil y capacitado para atender la herrería en mi ausencia? Se encontró en seguida como pez en el agua. Pues, sí, ya llevan dieciocho meses como marido y mujer y son más felices que las alondras. Annest siempre supo lo que quería, y confieso que esta vez no se ha equivocado.

—¿Ya tienen un hijo? —preguntó Cadfael, imaginándose a una robusta criatura de cabello pelirrojo con una tonsura infantil producida por el roce de la almohada.

—Todavía no, pero hay uno en camino. Para cuando yo vuelva, ya estará

con nosotros.

—¿Y Annest está bien?

—Floreciendo como una rosa.

—¿Y Sioned y Engelardo? ¿No tuvieron dificultades cuando nos fuimos?

—¡Ninguna! Griffith de Rhys hizo saber que todo iba bien y seguiría igual que antes. Están venturosamente casados y mandan decir que os salude de su parte y os comunique que tienen un hijo precioso, tres meses creo que ha cumplido, tan moreno y galés como su madre, al que bautizaron con el nombre de Cadfael.

—¡Bien, bien! —dijo fray Cadfael absurdamente satisfecho—. La mejor manera de conseguir lo dulce de los hijos y huir de lo amargo consiste en tenerlos por poderes, aunque creo que de su retoño nunca obtendrán más que dulzura. Pronto habrá un Bened en una de las dos casas. Bened, el peregrino, sacudió la cabeza sin resentimiento mientras extendía la mano hacia la botella.

—Hubo un tiempo en que esperé…, pero hubiera sido inútil. Fui un viejo necio al pensarlo, y es mejor así. Cai está bien y os envía sus recuerdos; pide que bebáis una copa a su salud.

Ambos bebieron más de una antes de que llegara la hora de vísperas.

—Mañana me volveréis a ver en el capítulo —dijo Bened mientras regresaban al gran patio— porque soy portador de los saludos del padre Huw al prior Roberto y al abad Heriberto, y os necesitaré como intérprete.

—El padre Huw debe de ser la única persona de Gwytherin que a esta hora todavía ignora la verdad —señaló Cadfael en tono compungido—. Pero no hubiera sido justo echar sobre su conciencia semejante carga. Es mejor que conserve la inocencia.

—Su inocencia está completamente a salvo —replicó Bened—. Nunca ha pronunciado ni una sola palabra de duda, aunque no estoy muy seguro de que no lo sepa. El silencio tiene mucho mérito.

A la mañana siguiente, durante el capítulo, Bened transmitió el mensaje de buena voluntad y alabanza a la abadía en general y a los componentes de la delegación del prior Roberto en particular, desde la tierra en la que santa Winifreda ejerció su apostolado hasta el altar de su glorificación. El abad Heriberto le hizo amablemente algunas preguntas sobre la capilla y el camposanto que él jamás había visto, a los cuales, dijo, el monasterio debía la custodia de su más gloriosa patraña y de su más preciada reliquia.

—Confiamos —añadió con benevolencia— en que nuestra gran ganancia no os haya provocado una privación igualmente grande, ya que ésa nunca fue nuestra intención.

—No, padre abad —le aseguró Bened—, no tenéis que preocuparos por eso. Debo deciros que, en el antiguo sepulcro de santa Winifreda, están ocurriendo cosas extraordinarias. Allí acuden a pedir su ayuda muchas más personas que antes. Y se han producido curaciones milagrosas.

El prior Roberto se revolvió en su asiento mientras su austero rostro adquiría una coloración blanco azulada y se contraía en una mueca de incrédulo resentimiento.

—¿Incluso ahora que la santa está aquí, en nuestro altar, y tantos devotos acuden a implorar su protección? Ah, pero ser{n cosas sin importancia…, el residuo de la gracia…

—No, padre prior, ¡cosas muy grandes! Mujeres con malos partos y en peligro de muerte han sido conducidas, allí y colocadas sobre la tumba en la que ella descansaba y en la que enterramos a Rhisiart, y sus hijos han venido al mundo perfectamente sanos y sin daño para sus madres. Un hombre ciego desde hacía muchos años se bañó los ojos en un destilado de pétalos de sus

flores, arrojó el bastón y regresó a casa con la vista recuperada. Un joven con el hueso de la pierna roto y torcido acudió allí en medio de grandes dolores y se puso a bailar delante de ella. Mientras bailaba, el dolor desapareció y los huesos se le enderezaron. No podría contaros ni la mitad de los prodigios que hemos presenciado en Gwytherin durante estos dos años.

El semblante lívido del prior Roberto se estaba poniendo verdoso y, bajo los párpados prudentemente entornados, sus ojos despedían destellos de esmeraldina envidia. ¿Cómo se atrevía aquel oscuro villorrio privado de su santa a superar los pequeños milagros de la lluvia que no caía y de las heridas superficiales que sanaban con encomiable aunque no milagrosa celeridad, e incluso el número ligeramente sospechoso de cojos que llegaban en muletas y las dejaban ante el altar, alejándose sin la ayuda de nadie?

—Un niño de tres años sufrió un ataque, dejó de respirar y se quedó rígido en brazos de su madre, la cual lo llevó corriendo desde unos campos lejanos, vadeando el río hasta llegar a la tumba de Winifreda. Allí lo depositó muerto sobre la hierba —añadió Bened con mal disimulado deleite—. En cuanto tocó el frío de la tierra, el niño empezó a respirar y lanzó un grito. Su madre lo recogió

sano y salvo y lo llevó gozosamente a casa, donde ahora vive completamente curado.

—¡Cómo!, ¿hasta los muertos resucitan? —graznó el prior Roberto, a quien la envidia había dejado casi sin habla.

—Padre prior —terció fray Cadfael—, eso no es más que otra demostración, la mayor que pueda haber, del insuperable mérito y poder de santa Winifreda. Hasta la tierra que una vez albergó sus huesos obra maravillas, y todos los prodigios deben redundar en la gloria y el mérito del recinto sagrado que ahora acoge un cuerpo que bendijo una tierra a través de la cual aún sigue bendiciendo a otras personas.

El abad Heriberto, sin percatarse de la rabia que consumía a su prior, convino benignamente en que así era y en que la gracia universal, tanto si se manifestaba en Gales como en Inglaterra, en Tierra Santa o en cualquier otro lugar, tenía que ser acogida con gratitud universal.

—¿Fue inocencia o perversidad? —preguntó Cadfael cuando más tarde despidió a Bened desde la caseta de vigilancia.

—¡Adivinadlo vos mismo! ¡Lo más extraordinario, Cadfael, es que es cierto!

Esas cosas han ocurrido y siguen ocurriendo.

Fray Cadfael se quedó mirando a su amigo mientras éste tomaba el camino de Lilleshall y su vigorosa figura se alejaba a grandes zancadas hasta quedar

reducida al tamaño de un niño y luego desaparecer tras la esquina del muro. Entonces regresó al huerto donde un nuevo y joven novicio de apenas dieciséis años, que echaba de menos su casa, aguardaba ansiosamente sus órdenes, tras haber plantado unas hileras de lechugas. Era un mozo todavía muy taciturno. Tal vez, cuando le cogiera el tranquillo a fray Cadfael, la lengua se le soltaría y no pararía de hablar. No sabía nada, pero tenía muchos deseos de aprender y, aunque todavía estaba lo suficientemente cerca de la infancia como para ensuciarse de arriba abajo con la tierra, las cosas iban mejorando. En conjunto, Cadfael estaba satisfecho.

No veo, pensó mientras repasaba de nuevo todos los acontecimientos desde su pacífica distancia, de qué otro modo hubiera podido hacer mejor las cosas. La pequeña santa galesa se encuentra otra vez donde siempre quiso estar, y, al parecer, manifiesta su complacencia cuidando de los suyos. Y nosotros tenemos lo que ya era nuestro desde un principio, lo que en justicia nos corresponde y, probablemente, lo que nos merecemos. Está claro que el cuerpo de un asesino alevoso resulta casi tan eficaz como el de una santa, con tal de que haya fe. ¡Casi tanto, pero no del todo! Sabiendo ahora lo que todo el mundo sabe, es muy posible que aquella buena gente de Gwytherin espere grandes prodigios. Y, si una pequeña parte de su gratitud resbala un poco hacia Rhisiart, ¿por qué no?

Él lo merece y será una señal de que la santa le acoge con agrado. Puede que incluso se alegre de su compañía. Él no representa ahora ninguna amenaza para su virginidad y, en caso de que se propasase, no será culpa suya. ¡Su compañera de sepultura no le escatimará una o dos hojas de su guirnalda!

CONTRAPORTADA

La autora

Ellis Peters, cuyo verdadero nombre es Edith Pargeter, nació en 1913 en la campiña inglesa de Shropshire, escenario de las aventuras de fray Cadfael. Es autora de la célebre trilogía histórica "The heaven tree", pero lo que más fama le ha dado es su serie de intriga medieval protagonizada por fray Cadfael que se originó con "Un dulce sabor a muerte" y que cuenta ya con muchos e inolvidables títulos. Con esta serie, la autora ha deleitado a una nueva generación de lectores que la reconocen como "el nuevo Sherlock Holmes" y como "el único autor de obras de misterio que en los últimos diez años puede compararse con P.D. James"

El personaje:

Tras una existencia aventurera y peligrosa, fray Cadfael ha optado por una tranquila vida monástica como encargado del herbario de la abadía de Shrewsbury. Sin embargo, su capacidad de observación y su inusual inteligencia para resolver los casos más complicados le convierten en un sorprendente detective medieval Su personalidad firme e irónica, perspicaz y analítica, se gana inmediatamente las simpatías del lector, que le acompaña paso a paso en sus investigaciones.