1 En inglés, "Fuente Santa". (N. de la T.)
la iglesia. Llegó a su puerta el príncipe de aquella región, Cradoc, el hijo del rey, que se había enamorado de ella desde lejos. Porque debéis saber que la joven era muy hermosa. ¡ Muy hermosa! —repitió fray Rhys, relamiéndose los labios de gusto. El prior Roberto se molestó visiblemente ante aquella desvergüenza, pero se abstuvo de interrumpir su relato con un reproche—. Alegó estar acalorado y sediento después de una jornada de caza —añadió fray Rhys en tono de misterio— y pidió un poco de agua. La joven le franqueó la entrada y le ofreció de beber. Entonces —el anciano monje elevó la voz y se inclinó en su holgado hábito, levantándose con un vigor que ninguno de los presentes hubiera imaginado en él— le manifestó sus intenciones y la estrechó en sus brazos. ¡Así! —el esfuerzo era casi demasiado para él y, además, el prior le estaba mirando alarmado. Rhys refrenó su entusiasmo y recuperó su dignidad—. La fiel doncella le rechazó con suaves palabras y huyó a otra estancia, se encaramó a una ventana y corrió hacia la iglesia. El príncipe Cradoc montó en su caballo y le dio alcance cerca de la iglesia, donde, temeroso de que ella revelara su infamia, la decapitó con su espada. Fray Rhys esperó el consabido murmullo de horror, piedad e indignación, junto con un revuelo de manos unidas en actitud de plegaria y de redondos ojos admirados.
—¿De ese modo tan devoto alcanzó su muerte y su glorificación? —
preguntó fray Jerónimo con entusiasmo.
—¡De ninguna manera! —contestó fray Rhys. Nunca le había tenido demasiada simpatía a fray Jerónimo—. San Bruno y la congregación de fieles salían en aquel momento de la iglesia y vieron lo ocurrido. El santo lanzó una terrible maldición contra el asesino, el cual cayó inmediatamente de hinojos y empezó a fundirse como la cera en el fuego hasta que todo su cuerpo desapareció en la hierba. Entonces san Bruno tomó la cabeza de la doncella y la colocó en su cuello. La carne volvió a juntarse y la joven recobró la vida, y en el lugar de su resurrección surgió la fuente sagrada.
Todos esperaron mudos de asombro, pero él les dejó esperar. Lo ocurrido después de la muerte no le interesaba.
—¿Y después? —le apremió el prior Roberto—. ¿Qué hizo la santa después de su resurrección?
—Fue en peregrinación a Roma —contestó fray Rhys con indiferencia—, asistió a un gran sínodo de santos y fue nombrada abadesa de una comunidad de monjas en Gwytherin, cerca de Llanrwst. Allí vivió muchos años y obró
muchos prodigios en su vida, si vida podemos llamarla, puesto que ya había estado muerta una vez.
Con un encogimiento de hombros, el fraile dio a entender que no sentía el menor respeto por aquel residuo de vida. La chica tuvo su oportunidad con el
príncipe Cradoc y la desaprovechó; su inclinación natural la llevaba a ser abadesa de un monasterio y ya no había más que decir. De pie con su imponente estatura, en medio de un círculo de luz que se filtraba a través de las columnas de la sala capitular, el prior Roberto miró con expresión exultante y ojos autoritarios al abad Heriberto.
—Padre, ¿no os parece que nuestra reverente búsqueda de un patrón de gran poder y santidad ha sido guiada por la mano divina? Esta bondadosa santa nos ha visitado personalmente en el sueño de fray Jerónimo, incitándonos a llevarle a nuestro hermano enfermo. ¿Acaso no es lícito esperar que ella nos guíe en nuestros afanes? Si atiende nuestras plegarias y devuelve la salud de alma y cuerpo a fray Columbano, ¿no podríamos abrigar la esperanza de que viniera en persona y habitara entre nosotros, suplicando humildemente la autorización de la Iglesia para tomar sus veneradas reliquias y acogerlas dignamente en Shrewsbury? ¡A la mayor gloria y lustre de nuestra casa!
—¡Y del prior Roberto! —susurró fray Juan al oído de Cadfael.
—Ciertamente, parece que nos ha mostrado un favor singular —reconoció
el abad Heriberto.
—En tal caso, padre, ¿me dais licencia para que hoy mismo envíe a fray Columbano a Holywell con el debido acompañamiento?
—Hacedlo —dijo el abad— con las plegarias de todos nosotros, y así
regrese sano y salvo, convertido en el heraldo de santa Winifreda.
Poco después de la comida del mediodía, el perturbado, delirando todavía con palabras inconexas, fue sacado por un portalón para iniciar la primera etapa de su viaje a lomos de una mula, sentado en una silla muy alta capaz de ofrecerle un poco de seguridad en caso de que le diera otro ataque, con fray Jerónimo a un lado y un fornido hermano lego al otro, dispuestos a sujetarle en caso necesario. Columbano miró a su alrededor con grandes y patéticos ojos infantiles como si no conociera a nadie, pero se dejó conducir sumisa y confiadamente a donde le llevaban.
—No me hubiera venido nada mal un viajecito a galés —comentó fray Juan, mirándoles con expresión nostálgica mientras doblaban la esquina y desaparecían en dirección al puente sobre el río Severn—. Pero yo no hubiera tenido a buen seguro las esperadas visiones. Eso lo hará mejor Jerónimo.
—Muchacho —dijo fray Cadfael con indulgencia—, cada día eres más descreído.
—¡De ninguna manera! Estoy tan dispuesto a creer en los milagros y la
santidad de la doncella como el que más. Sabemos que los santos tienen poder de ayudar y bendecir, y yo creo que también tienen buena voluntad. Pero, cuando el sueño lo tiene el fiel sabueso del prior Roberto, ¡tú lo que me pides es que crea en su santidad y no en la de la doncella! En cualquier caso, ¿no es su favor una gloria suficiente? No veo por qué razón tienen que ir a desenterrar sus huesos. Eso más parece una tarea de sepultureros que un asunto de la Iglesia. Y tú piensas lo mismo que yo —dijo el joven con firmeza, mirando a Cadfael directamente a los ojos.
—Cuando quiera oír mi propio eco —replicó Cadfael—, hablaré primero, por lo menos. Ven, tenemos que cavar aquella franja del fondo para plantar unas berzas.
La delegación a Holywell estuvo ausente cinco días y regresó al monasterio al anochecer, envuelta por el resplandor de la gracia celestial mientras sus tres componentes entraban en el patio, entonando oraciones bajo una fina llovizna. En medio, iba fray Columbano, erguido y rebosante de entusiasmo, si así se podía describir a alguien tan humilde en su alegría. Su semblante era claro y luminoso y sus ojos estaban llenos de asombro e inteligencia. Nunca alguien pareció más cuerdo que él ni menos propenso a sufrir ataques de mal caduco. Se encaminó directamente a la iglesia para dar gracias a Dios y a santa Winifreda de rodillas y después los tres se dirigieron desde el altar a informar debidamente al abad, al prior y al viceprior en los aposentos del abad.
—Padre —dijo fray Columbano, rebosante de gozo y felicidad—, no tengo capacidad para contaros lo que me ha ocurrido porque sé menos que esos que me han cuidado en mi delirio. Yo sólo sé que emprendí este viaje como un hombre dominado por una pesadilla y fui a donde me llevaron sin poder valerme por mí mismo ni saber lo que hacía. Y, de pronto, fue como si despertara de la pesadilla en una clara mañana de primavera. Me vi desnudo sobre la hierba junto a una fuente mientras estos buenos hermanos me mojaban con un agua cuyo contacto me sanó. Entonces me reconocí a mí mismo y les reconocí a ellos, y sólo me pregunté dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Cosa que ellos gustosamente me informaron. Después nos fuimos los tres, acompañados de mucha gente del lugar, a oír misa en una pequeña iglesia cerca del manantial. Ahora sé que debo mi salud a la intercesión de santa Winifreda, a la cual alabo y venero con todo mi corazón, lo mismo que a Dios, que fue quien la indujo a compadecerse de mí. El resto os lo contarán estos hermanos. El hermano lego era corpulento y taciturno, estaba muy cansado —porque era el que había hecho todo el trabajo— y ya empezaba a hartarse un poco de aquella historia. Hizo las adecuadas exclamaciones en los momentos precisos, pero dejó el relato en las hábiles manos de fray Jerónimo, el cual lo refirió todo
en sus menores detalles. Cómo llevaron al paciente a la aldea de Holywell, pidieron ayuda a los aldeanos y éstos les indicaron el lugar donde la santa resucitó después de su martirio, junto a la cristalina fuente de la que seguía manando el agua sagrada, recogida en una pila de piedra. Allí condujeron al delirante Columbano, le despojaron del hábito, la camisa y los calzones y le arrojaron encima el agua milagrosa. Inmediatamente, el joven se irguió, elevó
las manos en actitud de plegaria y dio gracias a Dios por la recuperación de su mente. Después, preguntó asombrado a sus compañeros cómo había llegado hasta allí y qué le había ocurrido y vio premiada su humildad, gracias a la santa por cuya intercesión había recuperado la salud.
—Padre, las gentes de allí nos dijeron que la santa está efectivamente enterrada en Gwytherin, donde murió una vez cumplida su misión, y que en el lugar donde reposa su cuerpo se han obrado muchos milagros. Pero afirman que, después de tanto tiempo, su tumba está olvidada y descuidada, por lo que tal vez ella desea ser trasladada a un lugar donde acudan a venerarla los peregrinos y así pueda derramar con largueza sus gracias y bendiciones sobre cuantos la invoquen.
—Ha sido una inspiración que vos presenciarais este milagro —dijo el prior Roberto, alto y espléndido tras haber visto recompensada su fe—, y habéis expresado lo que yo sentía al escucharos. Sin duda, santa Winifreda nos pide que acudamos a rescatarla, tal como ella ha rescatado a fray Columbano. Muchos necesitan de su bondad y no la conocen. En nuestras manos, sería ensalzada como merece y muchos que necesitan sus gracias sabrían dónde acudir para recibirlas. Rezo para que podamos preparar esta expedición de fe a la que ella nos convoca. Padre abad, dadme vuestra licencia para dirigir la petición a la Iglesia de forma que esta gloriosa santa pueda descansar entre nosotros y ser nuestro mayor orgullo. Porque estoy firmemente convencido de que tal es su voluntad y su deseo.
—¡En nombre de Dios —dijo devotamente el abad Heriberto—, apruebo este proyecto e invoco para él las bendiciones del cielo!
—Lo tenía todo previsto de antemano —dijo fray Juan entre envidioso y despectivo, inclinándose sobre la hierbabuena—. Todo ese asombro y maravilla y ese preguntar quién era santa Winifreda y dónde podía encontrársela. Lo sabía desde un principio. Ya la había elegido entre todos los santos olvidados que descubrió en el País de galés, y pensó que era la más fácil de conseguir y la que a él le daría más lustre. Pero tenía que darlo a conocer por medios milagrosos. Habrá otro prodigio siempre que necesite allanar el camino hasta que consiga trasladar la doncella a la iglesia para su propia gloria. La empresa será muy ardua y con ella pretende subir muy alto. Empieza con una visión,
una curación milagrosa y la gracia divina que guía sus pasos. Está tan claro como la nariz que tienes en la cara.
—¿Crees —preguntó fray Cadfael— que fray Columbano también participa en la intriga lo mismo que fray Jerónimo, y que el episodio del ataque fue una simulación? Tendría que estar muy seguro de mi recompensa en el cielo antes de ofrecerme a romper las baldosas con mi frente, aunque fuera para proporcionarle un milagro al prior Roberto.
Fray Juan frunció el ceño con una expresión muy seria.
—No, no lo creo. Todos sabemos que nuestro humilde cordero blanco es propenso a estremecerse de horror ante un peligro y a experimentar éxtasis después de una vigilia o un ayuno. Probablemente el agua helada que le echaron encima en Holywell fuera lo más apropiado para devolverle los sentidos. ¡Hubiéramos conseguido el mismo resultado arrojándole al estanque de los peces! No, yo no diría que él ha tenido parte en eso…, por lo menos a sabiendas. Pero él les dio la oportunidad de ofrecernos una espléndida demostración de gracia. ¡Recuerda que fue Jerónimo el encargado de vigilarle por la noche! Para que haya una visión se necesita sólo un hombre, pero tiene que ser el hombre adecuado —fray Juan estrujó tristemente unas hojas tiernas entre las palmas de sus manos, y la fragancia se esparció por el aire de las primeras horas matinales—. Y serán también hombres adecuados quienes acompañen al prior Roberto en su expedición al País de galés —añadió fray Juan con amarga certeza—. ¡Ya lo verás!
No cabía la menor duda, aquel joven estaba deseando volver a ver el mundo y respirar una bocanada de aire fresco fuera de los muros del monasterio. Fray Cadfael reflexionó, no sólo por simpatía hacia su joven ayudante sino también por ciertos anhelos placenteros que él mismo experimentaba en aquellos momentos. Un acontecimiento tan trascendental en el, por otra parte, monótono curso de la vida monástica no podía desperdiciarse. ¡Sin contar las indudables posibilidades de distracción que se les ofrecerían!
—¡Cierto! —exclamó en tono pensativo—. Tal vez convendría hacer algo para allanar las dificultades. Ciertamente no es bueno que en galés se queden con la impresión de que Jerónimo es lo mejor que tenemos en Shrewsbury.
—Tú tienes tantas posibilidades como yo de ser invitado —dijo fray Juan con su habitual franqueza—. Jerónimo tiene el puesto asegurado porque el prior Roberto necesita a su mano derecha. El pobre e inocente Columbano fue el instrumento de la gracia y podrían utilizarlo de nuevo para el mismo fin. Al viceprior tienen que llevarlo consigo para guardar las formas. ¿Qué podríamos hacer para acompañarles? Aún tardarán unos días en marcharse; los carpinteros y cinceladores están trabajando mucho en el espléndido relicario para la santa, pero les llevará algún tiempo terminarlo. ¡Aguza tu ingenio, hermano! ¡No hay
nada que no puedas hacer, si te lo propones! ¡Con el prior o sin el prior!
—Vaya, vaya, ¿quién dijo que no tenías fe? —se preguntó fray Cadfael, seducido y desarmado—. Podría intentar abrirme camino, tiene que haber algún medio de hacerlo, pero ¿cómo voy a recomendar a un pícaro desvergonzado como tú? ¿Qué sabes hacer para justificar tu presencia en semejante misión?
—Sé cuidar muy bien de las mulas —contestó fray Juan esperanzado—, y no pensarás que el prior Roberto pretende ir a pie, ¿verdad? ¿O que él mismo cuidará y dará de comer y beber a las bestias? ¿O que limpiará el estiércol?
Necesitarán de alguien que haga las tareas más pesadas y que les sirva. ¿Por qué
no yo?
Era algo, en efecto, en lo que nadie parecía haber pensado todavía. ¿Por qué
llevar a un lego, habiendo un monje que cantaba con dulce voz en la misa y que, encima, estaba dispuesto a hacer el trabajo más duro? El muchacho se merecía aquella excursión ya que no desdeñaba hacer un sacrificio a cambio. Además, podría ser útil antes de que terminara todo aquello. Si no para el prior Roberto, por lo menos para fray Cadfael.
—Ya veremos —dijo éste, mientras su vigoroso protegido reanudaba la labor que tenía entre manos.
Sin embargo, después del almuerzo, durante la soñolienta media hora que los viejos dedicaban a la siesta y los novicios a los juegos, fray Cadfael fue a ver al abad Heriberto en su estudio.
—Padre abad, tengo la impresión de que emprenderemos este peregrinaje a Gwytherin sin haber considerado plenamente todos los detalles. Primero, debemos enviarle un mensaje al obispo de Bangor, a cuya jurisdicción pertenece Gwytherin, ya que, sin su aprobación, el asunto no puede llevarse adelante. Además, aunque no es esencial tener a alguien que hable correctamente el galés dado que el obispo domina sin duda el latín, no todos los párrocos de galés lo hablan y es absolutamente necesario poder hablar libremente con el sacerdote de Gwytherin en caso de que el obispo apruebe nuestra misión. Pero lo más importante es que la sede episcopal de Bangor se halla bajo la soberanía del rey de Gwynedd, cuya benevolencia y autorización es tan necesaria como la de la Iglesia. Los príncipes de Gwynedd hablan sólo el galés, aunque tienen muy doctos escribientes. El padre prior tiene sin duda ciertos conocimientos de galés, pero…
—Eso es verdad —dijo el abad Heriberto, hombre que se desalentaba fácilmente por cualquier cosa—. Son conocimientos muy superficiales, y la conformidad del rey es de la máxima importancia. Fray Cadfael, el galés es vuestra lengua materna y no tiene secretos para vos. ¿Podríais…? Sí, ya sé, el huerto… Pero, con vuestra ayuda, no habría ninguna dificultad.
—En el huerto —dijo fray Cadfael— todo está muy adelantado y puedo ausentarme diez días o más sin que ocurra ningún percance. Tendría mucho gusto en ser el intérprete y ofrecer mi ayuda en Gwytherin.
—¡Sea! —dijo el abad, lanzando un sincero suspiro de alivio—. Id con el prior Roberto y sed nuestra voz ante el pueblo de galés. Yo mismo sancionaré
vuestra misión, y tendréis mi autoridad.
El abad era un viejo bondadoso, amable, muy experimentado y carente de ambición, santurronería y firmeza. Había dos maneras de plantearle la cuestión de fray Juan. Cadfael eligió la más honrada y sencilla.
—Padre, aquí hay un joven monje sobre cuya vocación tengo ciertas dudas, pero sobre cuya bondad no tengo ninguna. Le aprecio de veras y me gustaría que encontrara su verdadero camino porque, cuando lo encuentre, no se apartará de él. Sin embargo, puede que su camino no esté a nuestro lado. Os suplico que me permitáis llevarle conmigo como cortador de leña y aguador para darle un plazo de reflexión.
El abad Heriberto se mostró consternado y preocupado, pero también comprensivo. Tal vez recordaba tiempos lejanos en que su propia vocación atravesó períodos tormentosos.
—Lamentaría negarle la posibilidad de elegir a cualquiera que estuviera más capacitado para servir a Dios en otro lugar —dijo—. ¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha echado la mirada hacia atrás? —después hizo una pregunta delicada, abordando el aspecto que más le preocupaba, aunque con rostro cautamente despreocupado—: No le habréis planteado esta cuestión al prior Roberto, ¿verdad?
—No, padre —contestó virtuosamente fray Cadfael—. No me pareció bien cargar sobre sus espaldas una responsabilidad tan pequeña, cuando ya soporta otra tan grande.
—¡Bien hecho! —convino sinceramente el abad—. No estaría bien distraer su mente en esta fase del gran proyecto. Yo no le diría nada sobre los motivos de la incorporación de este joven al grupo. El prior Roberto, en su inconmovible certidumbre, no vería con buenos ojos a un hombre que mira hacia atrás, una vez puesta la mano en el arado.
—Y sin embargo, padre, no todos estamos hechos para ser labradores. Algunos podrían ser más útiles trabajando de otra forma.
—¡Cierto! —dijo el abad, esbozando una cautelosa sonrisa mientras pensaba en el recurrente, pero a menudo olvidado misterio del propio fray Cadfael—. Confieso que con frecuencia me he preguntado… ¡Pero no importa! Muy bien, pues, decidme el nombre de este joven fraile, y lo tendréis.
2
El bello y gélido rostro del prior Roberto mostró una momentánea expresión de desagrado y recelo al saber que su delegación iba a aumentar de tamaño. La retorcida y, al mismo tiempo, cándida suficiencia de fray Cadfael, en la que nunca había una palabra de más o una mirada fuera de lugar, le producía un profundo desagrado y le hacía sentir que en cierto modo su dignidad estaba bajo asedio. De fray Juan no conocía nada de malo en particular, pero su cabello pelirrojo, la exuberancia de su salud y su vehemencia, junto con su costumbre de añadir sangre fresca a los antiguos martirios a través del entusiasmo que ponía en la lectura, le resultaban ofensivos y herían su sensibilidad. No obstante, puesto que el abad Heriberto había decretado que se incorporaran a la expedición y puesto que no cabía negar que la presencia de alguien que hablara con fluidez el galés sería muy necesaria en su momento, el prior Roberto aceptó la orden sin poner el menor reparo y procuró sacarle el mejor partido.
Emprendieron el camino en cuanto estuvo preparado el precioso relicario de madera de roble con incrustaciones de plata para los huesos de la santa, prueba fehaciente de los honores que esperaban a Winifreda en su nuevo santuario. En la tercera semana de mayo, llegaron a Bangor y expusieron sus argumentos al obispo David, que se mostró en extremo comprensivo y dio gustosamente su consentimiento al traslado, sujeto sólo a la conformidad del príncipe Owain, quien ejercía la regencia en Gwynedd a causa de la enfermedad de su anciano padre, el rey. En Aber fueron recibidos por el príncipe, que también fue muy generoso con ellos ya que no sólo les otorgó la deseada aprobación sino que, además, les cedió a su único escribiente y capellán que hablaba inglés para que les mostrara el camino más rápido y seguro a Gwytherin y les recomendara al párroco de aquel lugar. De este modo, con las bendiciones reales y episcopales, el prior Roberto condujo a su grupo en la última fase de su expedición, demasiado convencido de que Dios allanaba sus obstáculos y lo seguiría haciendo hasta la victoria final.
Se apartaron del valle del Conway en Llanrwst y se alejaron del río para adentrarse en una región montañosa cubierta de bosques. Un poco más allá, cruzaron el Elwy donde el río todavía es joven y tiene poco caudal, y avanzaron a través de los bosques hacia el sureste, subiendo otra loma para descender una vez más al valle de una pequeña corriente en cuyas márgenes se extendían prados pantanosos y una estrecha franja de tierras cultivadas que se aferraban tenazmente a la ladera, protegidas por los bosques que crecían por encima de las verdes praderas. Las colinas boscosas de ambos lados discurrían en pliegues
oblicuos de intenso verdor, en los que se podían ver algunas alquerías diseminadas. Los campos ya estaban sembrados y aquí y allá florecían los huertos. Por debajo de ellos, allí donde los bosques se retiraban para dejar un anfiteatro de hierba, vieron una pequeña iglesia de reluciente piedra encalada, con una casita de madera a su lado.
—He allí el objeto de vuestra peregrinación —dijo el capellán Urien. Era una persona compacta muy bien vestida y montada, que más parecía un embajador que un escribiente.
—¿Eso es Gwytherin? —preguntó el prior Roberto.
—Es la iglesia y la casa del sacerdote de Gwytherin. La parroquia se extiende varias leguas a lo largo del valle del río y unas pocas más a ambas orillas del Cledwen. Nosotros no nos congregamos en aldeas como vosotros, los ingleses. Las buenas tierras de caza son muy abundantes, pero escasean las de labor. Cada cual vive donde mejor le parece para trabajar sus campos y conservar la caza.
—Es una región muy hermosa —dijo sinceramente el viceprior, contemplando los repliegues de colinas arboladas, en cuyo bello dibujo primaveral se mezclaban cien tonalidades distintas de verde, y los prados de la orilla del río semejantes a un collar de esmeraldas tendido junto a otro de plata y lapislázuli.
—Hermosa de ver, pero dura de trabajar —replicó Urien con sentido práctico—. Mirad, allá a lo lejos hay una yunta de bueyes, tratando de abrir una nueva franja, ahora que todo lo demás ya está sembrado. Fijaos en el esfuerzo de las bestias y comprenderéis lo que cuesta trabajar estas tierras. Al otro lado del río, un poco por debajo de ellos, la serpenteante curva de los repliegues ya ganados por el hombre mostraba campos cultivados alternando con árboles inclinados que formaban una sinuosa línea pardo oscura en la pendiente, mientras que en el repliegue superior, todavía incompleto, los bueyes se apoyaban con gran esfuerzo en el yugo al tiempo que el labrador tiraba de la pesada reja. Por delante de los bueyes, un hombre caminaba de espaldas, agitando suavemente una vara que no usaba para fustigarlos sino tan sólo para incitarles a avanzar. Sus limpios gritos se elevaban en el aire, llenos de alabanzas y cariñosas invitaciones a seguir adelante. Las bestias avanzaban de buen grado, siguiendo dócilmente su voz. La tierra recién removida mostraba un color pardo grisáceo y parecía húmeda y fresca tras el paso de la reja.
—Un país muy áspero —dijo Urien a modo de aseveración y no de queja mientras bajaba por la ladera de la colina en dirección a la iglesia—. Venid, os encomendaré al padre Huw y me encargaré de que seáis bien recibidos. Los componentes del grupo le siguieron por un sendero verde que
descendía de las colinas y se alejaba del valle entre los árboles en flor. En el bosque vieron algunas casas de madera con pequeños jardines.
—¿Has visto? —dijo fray Juan al oído de Cadfael, caminando al lado de la mula de carga—. Las bestias se esforzaban para seguir al hombre, no para escapar de su vara sino para ir donde él quería, sólo por complacerle. ¡Y qué
esfuerzo tan grande! ¡Eso me gustaría a mí aprender!
—El esfuerzo es tanto para el hombre como para la bestia —contestó fray Cadfael.
—¡Pero libremente y de buen grado! Deseaban ir con él, hacer lo que él quería. Hermano, ¿podrían los fieles discípulos hacer más? ¿Me dirás que ese hombre no halla placer en lo que hace?
—Ni el hombre ni Dios que ve a sus fieles servirle —contestó fray Cadfael con paciente cuidado—, pero es cierto que él halla placer en lo que hace. Ahora calla, estamos llegando y ya tendremos tiempo de mirar a nuestro alrededor. Se encontraban en un pequeño claro cuajado de hierba y hortalizas, lejos ya de los árboles. La iglesia de piedra con su minúsculo campanario y su campana todavía más minúscula, resplandecía con su color blanco azulado en contraste con el lujurioso verdor que la rodeaba. Entre los repollos recién plantados, junto a la cabaña de madera, vieron a un hombre bajito y rechoncho con una túnica parda de arpillera que, subida hasta las rodillas, mostraba sus vigorosas piernas morenas, y cuya mata de ensortijado cabello y barba castaños casi ocultaba un rostro moreno, ancho e inquisitivo, presidido por grandes ojos azul oscuro. El hombre corrió presuroso a su encuentro, restregándose las manos en sus faldones. De cerca, sus ojos eran más grandes, azules y asombrados que nunca, y su mirada tan tímida como la de los dulces ojos de una paloma.
—Buenos días, padre Huw —dijo Urien, refrenando su montura—. Os traigo unos distinguidos huéspedes de Inglaterra que han venido para tratar un importante asunto de la Iglesia, con la bendición del príncipe y el obispo. Cuando llegaron al claro, el sacerdote era el único hombre que se veía, pero, en cuanto Urien terminó su saludo, apareció como por arte de magia un ejército de figuras silenciosas que inmediatamente formaron un receloso semicírculo alrededor de su pastor. La expresión consternada del padre Huw reveló que calculaba con cierta alarma a cuántos de aquellos forasteros podría albergar en su modesta cabaña, dónde acomodar a los demás, si las provisiones de la despensa alcanzarían para preparar comida para tantos y de dónde podría sacar lo que le hiciera falta. La denegación de hospitalidad estaba totalmente excluida. Los huéspedes eran sacrosantos y no debían ser interrogados sobre la duración de su estancia, por ruinosa que ésta pudiera resultar.
—Mi humilde casa está a la disposición de los reverendos padres —dijo—, y también cualquier poder que yo tenga de servirles. ¿Venís de Aber?
—De Aber, de ver al príncipe Owain —contestó Urien—, con quien debo reunirme esta noche. Sólo soy el heraldo de estos hermanos benedictinos que han venido en santa misión. Cuando os haya explicado de qué se trata, los dejaré en vuestras manos —dicho esto, Urien presentó a cada uno por su nombre, el prior Roberto en primer lugar—. Me iré sin ningún temor porque fray Cadfael es hombre de Gwynedd y habla el galés tan bien como vos. La mirada de inquietud de Huw desapareció de inmediato, pero, por si le quedara alguna duda, fray Cadfael le dirigió un fraternal saludo en el idioma prometido, el cual provocó una mirada de leve desconfianza e inseguridad en los habitualmente seguros ojos grises del prior Roberto.
—Sed bienvenidos a esta humilde casa, señoría —dijo Huw, echando un rápido vistazo a los caballos, las mulas y sus cargas. Sin pensarlo ni un momento, volvió la cabeza y llamó a dos personas por su nombre. Inmediatamente se presentaron un anciano de cabello desgreñado y un niño de unos diez años con el rostro bronceado por el sol.
—Ianto, ayuda al buen fraile a dar de beber a las bestias y ponlas a pastar un poco en la dehesa hasta que resolvamos dónde albergarlas. Edwin, corre y dile a Marared que tenemos huéspedes, y ayúdala a traer agua y vino. Ambos corrieron a cumplir los encargos. Varios de los que allí se habían congregado, hombres con las piernas desnudas, mujeres delgadas y morenas, niños medio desnudos, se acercaron hablando en susurros, en tanto que algunas mujeres regresaban a sus hornos caseros para contribuir en lo que buenamente pudieran a la hospitalidad de Gwytherin.
—Ahora que hace buen tiempo —dijo Huw, apartándose a un lado para que los huéspedes entraran en su pequeño jardín—, tal vez os agrade sentaros aquí. Tengo bancos y una mesa. En verano, hago vida al aire libre. Ya hay tiempo para estar en casa y encender la chimenea cuando los días se acortan y las noches son frías.
Su casa era modesta y su existencia muy frugal, pero cuidaba amorosamente los árboles frutales y era un diligente hortelano, observó
complacido fray Cadfael. Y, para ser alguien que, a diferencia de muchos párrocos de credo celta, parecía cumplir de buen grado el voto del celibato, su casa y su jardín estaban muy pulcros y ordenados. Gracias a su propia cosecha y a las aportaciones de sus feligreses, tenía relucientes platos de madera en los que colocar gruesas rebanadas de pan, y sencillas pero presentables cuernas en las que escanciar un áspero vino tinto. El sacerdote cumplió todas las ceremonias propias de un anfitrión con humilde dignidad. El niño llamado Edwin regresó con una amable anciana vecina de Huw, portando comida y bebida. Mientras los forasteros permanecían sentados bajo el sol, varios habitantes de Gwytherin encontraron el medio de pasar por delante de la valla
de juncos del jardín y observar al grupo con todo detenimiento y sin que se notara que lo hacían. Eso, a pesar de lo extendida que estaba la parroquia. No todos los días, y ni siquiera todos los años, se producía un acontecimiento como aquél. Antes del anochecer todos los aldeanos sabrían no sólo que Huw tenía como huéspedes a unos monjes benedictinos de Shrewsbury, sino también cuántos eran éstos, qué aspecto tenían, lo hermosos que eran sus caballos y sus mulas y, casi con toda certeza, qué asunto les había traído allí. Sin embargo, ejercitaban los sentidos de la vista y el oído con absoluta cortesía y discreción.
—Y ahora, puesto que Urien tiene que regresar a Aber —dijo Huw cuando ya todos habían comido y estaban descansando tranquilamente—, convendría que me dijera en qué puedo servir a nuestros hermanos de Shrewsbury. Así
tendré la certeza de que ha quedado todo claro antes de que se vaya. Todo lo que esté en mi mano, gustosamente lo haré.
Urien le contó el relato tal como se lo habían referido, y el prior Roberto lo amplió con tantos detalles que, al final, fray Juan empezó a ponerse nervioso y sus ojos se desviaron hacia las ocasionales figuras que pasaban junto a la valla con los oídos alerta y miradas furtivas y penetrantes. El interés y la curiosidad de los aldeanos eran en cierto modo menos discretos que los suyos, puesto que entre ellos había algunas jóvenes muy hermosas. La que pasaba por allí en aquellos momentos, por ejemplo, caminaba con paso cadencioso y pausado,
¡porque sabía que la miraban!, y llevaba el cabello castaño recogido en una gruesa trenza sobre el hombro. Era un cabello color roble e incluso con destellos plateados como el grano de aquella madera…
—¿Y el obispo ha dado su consentimiento a vuestra propuesta? —preguntó
Huw tras un prolongado silencio, en un tono de voz en el que se mezclaban el asombro y la duda.
—Tanto el obispo como el príncipe la han sancionado —el prior Roberto se inquietó ante la posibilidad de que surgiera algún impedimento en aquella fase—. Los presagios no nos habrán hecho extraviar el camino, ¿verdad? ¿No está aquí santa Winifreda? ¿No vivió aquí tras su resurrección y permanece enterrada en este lugar?
Huw reconoció que sí, pero con una entonación de voz tan cautelosa y renuente que Cadfael dedujo que estaba tratando de recordar dónde estaba enterrada la santa y en qué estado se encontraría su sepultura al cabo de tantos años sin haberle dedicado ni tan siquiera un solo pensamiento.
—¿Está aquí, en este cementerio?
La pequeña iglesia encalada resplandecía provocadoramente bajo el sol.
—No, aquí no —esta vez, Huw pareció lanzar un suspiro de alivio por el hecho de no tener que revelar de inmediato su paradero—. La iglesia se construyó más tarde. Su tumba se encuentra en el antiguo cementerio de la
iglesia de madera de la colina, a media legua de aquí. Hace mucho tiempo que no se usa. Ciertamente, los presagios favorecen vuestros planes, y la santa se encuentra sin lugar a dudas aquí, en Gwytherin. Pero…
—Pero ¿qué? —preguntó el prior Roberto con visible desagrado—. Tanto el príncipe como el obispo nos han dado su bendición y os han encomendado nuestra causa. Además, hemos oído decir, y ellos nos lo han confirmado, que la santa ha sido muy olvidada en su estancia entre vosotros y tal vez desea ser recibida en algún lugar donde se le tributen más honores.
—En mi iglesia —dijo Huw con humildad— nunca he oído decir que los santos desearan honores para sí mismos, sino más bien honrar debidamente a Dios. Por consiguiente, jamás me atrevería a suponer cuál puede ser la voluntad de santa Winifreda a este respecto. Que vos y vuestra casa deseéis honrarla debidamente, ya es otra cuestión, muy noble, por cierto. Pero… Esta gloriosa doncella vivió su existencia milagrosamente resurrecta en este lugar y no en otro. Aquí murió por segunda vez y aquí está enterrada y, aunque mi pueblo la haya olvidado, a causa de su humana debilidad, siempre supo que la tenía aquí
y que, en caso de necesidad, podría confiar en ella. Yo creo que eso cuenta mucho para una santa galesa. El príncipe y el obispo, a quienes presto el debido acatamiento, tal vez no comprenden lo que sentirá mi rebaño si la más santa de sus doncellas es sacada de su sepulcro y trasladada a Inglaterra. Puede que la corona y el báculo no lo entiendan demasiado, pero un santo es un santo dondequiera que estén sus reliquias. Si queréis que os lo diga con franqueza,
¡esto no le va a gustar un ápice al pueblo de Gwytherin!
Fray Cadfael, lleno de atávico fervor galés ante aquella muestra de patriótica elocuencia, le arrebató la iniciativa a Urien y tradujo con la altisonante declamación de los bardos.
Dominado por aquel tropel de palabras, apartó los ojos de los semblantes que lo distraían y los posó en algo que todavía lo distrajo más. La joven del cabello color roble estaba pasando otra vez junto a la valla y, subyugada por lo que oía y por la vehemencia de la versión, se olvidó de moverse y se quedó allí
de pie, con su radiante rostro de capullo de manzano y sus labios de rosa entreabiertos en una sonrisa. Con la misma fascinación con que ella miraba a Cadfael, fray Juan la miró a ella. Cadfael los observó a los dos, aturdido. Con las mejillas teñidas de arrebol, la joven se sobresaltó repentinamente y se alejó a toda prisa. Fray Juan se quedó boquiabierto y con la mirada perdida en la distancia hasta mucho después de que ella hubiera desaparecido.
—Y eso no significa nada, ¿verdad? —dijo el prior con siniestra mansedumbre—. Vuestro obispo y vuestro príncipe han manifestado claramente su sentir. El parecer de los feligreses no es necesario. Cadfael interpretó estas palabras mientras Urien guardaba silencio y se mantenía neutral.
—¡Imposible! —dijo Huw con firmeza, sabiendo que pisaba terreno seguro—. En una cuestión tan grave que afecta a toda la comunidad, no se puede hacer nada sin antes convocar una asamblea de hombres libres y exponerles públicamente el caso. La voluntad del príncipe y del obispo prevalecerá sin duda, pero, aun así, tenemos que darla a conocer al pueblo para que éste diga que sí o que no. Mañana mismo convocaré la asamblea. Vuestra propuesta se podrá reivindicar tan sólo a través de la aceptación del pueblo.
—Dice la verdad —convino Urien, sosteniendo la austera mirada de los ofendidos ojos del prior—. Haréis bien en recabar el beneplácito de Gwytherin por muchas bendiciones que tengáis. El pueblo respeta a su obispo y está muy satisfecho de su rey y de sus hijos, por lo que no creo que debáis incomodaros por esta demora.
El prior Roberto aceptó tanto la advertencia como las seguridades, y experimentó la necesidad de un período de descanso en el que revisar su estrategia y preparar sus argumentos. Cuando Urien se levantó para marcharse, tras haber cumplido meticulosamente su misión, el prior se levantó también, dominando a todos los demás con su estatura, y cruzó sus manos blancas y largas en actitud de sumisa resignación.
—Aún faltan dos horas para las vísperas —dijo, estudiando la inclinación del sol—. Quisiera retirarme a vuestra iglesia a meditar un rato y orar para que la luz divina nos ilumine. Fray Cadfael, será mejor que os quedéis con el padre Huw y le ayudéis en los preparativos que tenga que hacer, y vos, fray Juan, haced lo que él os diga con los caballos y encargaos de que los cuiden. Los demás se reunirán conmigo para orar por el feliz término de esta empresa. Después, el prior se alejó majestuosamente con su cabello de plata y su impresionante figura, y tuvo que inclinar la cabeza para pasar por debajo del arco del portal de la iglesia. Fray Ricardo, fray Jerónimo y fray Columbano desaparecieron tras él en el interior del pequeño templo. No todo el rato que pasaron juntos lo dedicarían a la plegaria sino que considerarían también qué
argumentos serían los más idóneos para salir airosos ante la asamblea libre convocada por Huw o qué oblicuas amenazas eclesiales les podrían insinuar para forzarles a la obediencia.
Fray Juan contempló la altiva cabeza plateada en el momento en que se inclinaba con cuidadosa dignidad justo lo suficiente para pasar por debajo del arco, y lanzó una mezcla de suspiro y carcajada reprimida como si hubiera rezado para que se produjera un error de cálculo. Después del viaje, el ejercicio y la vida al aire libre, estaba más rubicundo, saludable y vigoroso que nunca.
—Estaba esperando la oportunidad de montar este caballo rucio —dijo—. Ricardo lo monta como si fuera un fardo de lana mal equilibrado. Confío en que los establos del padre Huw estén a media legua o más de distancia.
Al parecer, el padre Huw tenía previsto albergar las bestias en los establos de dos de los más cercanos y prósperos miembros de su rebaño, pero, aun así, según la costumbre galesa, las casas estaban diseminadas en el valle y el bosque.
—Yo cederé mi casa al prior y el viceprior —dijo Huw— y me iré a dormir en el henil del establo de mi vaca. Para las bestias, mis pastos son demasiado exiguos y no tengo establo, pero Bened, el herrero, tiene una buena dehesa por encima de los prados, y un establo con henil, si a este joven monje no le molesta alojarse a un cuarto de legua de sus compañeros. En cuanto a vos y a vuestros dos compañeros, fray Cadfael, hay una casa a vuestra disposición al otro lado del bosque. Es la de Cadwallon, uno de los más grandes propietarios de tierras de esta región.
A fray Cadfael, la perspectiva de alojarse con Jerónimo y Columbano y no le pareció agradable.
—Puesto que soy el único entre nosotros que habla el galés con fluidez —
dijo con astucia—, preferiría quedarme cerca del prior Roberto. Si vos me lo permitís, Huw, compartiré vuestro henil sobre el establo de la vaca y estaré
muy a gusto.
—Como queráis —dijo Huw—. Me encantará vuestra compañía. Y ahora debo indicarle a este joven el camino de la casa del herrero.
—Y yo —replicó Cadfael—, si no me necesitáis, ¡ya que este muchacho es capaz de hacerse entender en todos los idiomas, o en ninguno!, desandaré un poco el camino con Urien. Si puedo trabar amistad con alguno de los fieles de vuestro rebaño, tanto mejor porque me gustan estas gentes y sus valles. Fray Juan salió de la pequeña dehesa con los dos caballos, seguido de las mulas a las que llevaba de las riendas. Los ojos de Huw se iluminaron casi tanto como los de Juan mientras acariciaban el suave perfil del cuello y la grupa.
—¡Cuánto tiempo hace —dijo en tono nostálgico— que no monto un buen caballo!
—Vamos, padre —le instó fray Juan, comprendiendo su mirada ya que no sus palabras—, os ruego que montéis. Aquí está mi mano si os gusta el ruano.
¡Encabezad la marcha! —añadió, ahuecando la palma de la mano para que el sacerdote colocara en ella el pie y pudiera encaramarse a la silla, medio aturdido de gozo. Montado en el rucio, fray Juan se situó a su lado por si el sacerdote necesitara ayuda, pero las morenas rodillas se sujetaron con fuerza a la bestia—. ¡Bravo! —exclamó el joven, riéndose—. ¡Nos llevaremos muy bien y acabaremos haciendo una carrera!
Con la mano en la cincha, Urien les vio alejarse del suave arco del claro.
—Allá van dos hombres felices —dijo con aire pensativo.
—Cada vez me sorprende más —comentó fray Cadfael— que este joven se entregara a la vida monástica.
—¿Y no os sorprende que vos lo hicierais? —replicó Urien con un pie en el estribo—. Venid, si queréis ver el paisaje. Recorreremos un trecho del valle y después yo subiré a las colinas.
Se separaron en lo alto de un cerro entre los árboles, en un pliegue del terreno desde donde se podía ver la yunta de bueyes arando una segunda franja por encima de la tierra más fértil del valle. Dos fajas de tierra en un solo día era una hazaña prodigiosa.
—Vuestro prior haría bien —dijo Urien antes de despedirse— en seguir el ejemplo de aquel joven de allí. En esta región se consigue más con los halagos y las súplicas que con las exigencias. Pero no hace falta que os lo diga… siendo vos tan galés como yo.
Cadfael le vio alejarse por el camino hasta que se perdió entre los árboles. Después regresó a Gwytherin, pero lo hizo bajando por la ladera de la colina hacia el río. Al llegar al lindero del bosque, se detuvo bajo la sombra verde de un roble y contempló los prados y la cinta plateada del río hasta el lugar donde la yunta de bueyes se esforzaba en trazar el último surco. La distancia no era mucha y Cadfael podía distinguir el brillo del sudor en el pelaje de los bueyes y el pesado bucle de tierra cuando se apartaba de la reja. El labrador era un hombre moreno, fuerte y achaparrado con algunas hebras de plata en su cabello desgreñado. En cambio, el que incitaba a los bueyes era alto y delgado y el cabello rizado que le cubría la nuca y se le pegaba a la frente sudorosa era tan claro como el lino. Caminaba de espaldas sin mirar hacia atrás, tanteando hábilmente el terreno con el pie, como si tuviera ojos en los talones. Tenía la voz ronca y cansada de tanto gritar, pero todavía clara y alegre y más eficaz que cualquier aguijada, llamando a los cansados animales, atrayéndolos y diciéndoles que habían hecho prodigios y que merecían descansar y recibir una recompensa, que pronto se irían a casa y que estaba orgulloso de ellos y los quería mucho, tal como si hablara con almas cristianas. Los bueyes proseguían su duro esfuerzo, apoyando todo su peso en el yugo con los ojos clavados en él, como si quisieran decirle que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de complacerle. Cuando el arado se detuvo y los sudorosos bueyes inclinaron la testuz, el joven se les acercó, rodeó con un brazo el cuello del que tenía más cerca y acarició con los nudillos de una mano la frente rizada del otro. Cadfael dijo en voz alta:
—¡Bravo! Pero ¿cómo viniste a parar al País de Gales, amigo mío?
Algo pequeño, redondo y duro cayó susurrante desde las hojas de arriba, golpeándole justo en el centro de su tonsura curtida por la intemperie. Se tocó la coronilla y dijo algo impropio de su hábito. Pero no era más que una agalla de roble del año anterior, reseca por el viento y dura como un guijarro. Cadfael
levantó los ojos hacia el follaje, que ya estaba pasando de oro a verde, y le pareció que la vibración de las hojas sin que soplara el viento exigía otra explicación que no fuera la caída accidental de un pequeño residuo de un año ya muerto. La vibración cesó de golpe y el silencio pareció de pronto excesivo. Cadfael se apartó unos metros como si quisiera reanudar la marcha y dio la vuelta detrás de la primera barrera de arbustos para ver si alguien había picado el anzuelo.
Un piececito desnudo, ligeramente manchado de musgo y corteza, descendió de las ramas hasta un punto de apoyo en el tronco. El otro piececito, estirado al final de una larga y torneada pierna, asomó por entre las ramas mientras el mozo se disponía a saltar. Fascinado, fray Cadfael apartó
súbitamente los ojos y se volvió de espaldas sonriendo, pero no se alejó sino que rodeó la pantalla de arbustos y volvió a aparecer con aire inocente a la vista del pájaro que acababa de caer del nido. No era un mozo, como pensara al principio, sino una moza, y muy bella, por cierto. Permanecía decorosamente de pie, con la falda noblemente dispuesta a su alrededor y los piececitos desnudos ocultos entre la hierba.
Ambos se miraron con sincera curiosidad y sin la menor timidez. La muchacha debía de tener unos dieciocho o diecinueve años, o tal vez menos, dado que la dignidad de su porte le confería una insólita madurez incluso en el trance de saltar de un roble. A pesar de sus pies descalzos y su cabello despeinado, no parecía una villana. Todo en ella demostraba que era consciente de su valor. Su vestido era de excelente lana casera teñida de azul claro, con bordados en el cuello y las mangas. No cabía duda de que era extremadamente hermosa. Su rostro era ovalado y de firmes facciones y el cabello que le caía en suaves ondas sobre los hombros era casi negro, pero con reflejos rojizos cuando le daba el sol; los grandes ojos de pestañas negras que miraban a fray Cadfael con tan sincero interés eran casi del mismo color, oscuros como las ciruelas damascenas y brillantes como los destellos de mica de los guijarros del río.
—Sois uno de los monjes de Shrewsbury —dijo la joven sin vacilar. Para asombro de Cadfael, lo dijo en un fluido inglés.
—Lo soy —dijo Cadfael—, pero ¿cómo sabes tantas cosas sobre nosotros?
Creo que no te vi entre los que se tomaron la molestia de pasar por delante del jardín de Huw mientras hablábamos. Había una joven muy bella, recuerdo, pero no tan morena como tú.
La moza esbozó una encantadora sonrisa, repentina y radiante.
—Ah, debía de ser Annest. En Gwytherin todo el mundo sabe a estas horas quiénes sois y a qué habéis venido. El padre Huw tiene razón, ¿sabéis? —
advirtió la joven, muy seria—, no nos gustará ni tanto así. ¿Por qué queréis a santa Winifreda? Lleva mucho tiempo aquí y nadie le había prestado jamás la
menor atención. No me parece honrado ni amistoso.
Era una excelente elección de palabras, pensó Cadfael, sorprendiéndose de que una galesa utilizara el inglés como si fuera su propia lengua o como si lo hubiera aprendido por amor.
—Yo también dudo de su conveniencia, a decir verdad —convino tristemente Cadfael—. Cuando el padre Huw habló en nombre de esta comunidad, confieso que me incliné por sus argumentos. Sus palabras indujeron a la joven a mirarle con más detenimiento que antes, frunciendo el ceño como si dudara súbitamente o recelara de él. Quienquiera que la hubiera informado, había sido testigo de todo lo ocurrido en el jardín del padre Huw.
—Vos debéis de ser el que habla nuestra lengua, el que tradujo las palabras del padre Huw —el hecho pareció inquietarla más de lo razonable—. ¡Habláis el galés! Y ahora me entendéis —añadió, rompiendo de pronto a hablar en galés tras vacilar un instante.
—Pero si yo soy tan galés como tú, hija mía —dijo Cadfael—. Me hice benedictino al llegar a la mediana edad y aún no he olvidado mi lengua natal, espero. Pero me maravilla que hables el inglés tan bien como yo, aquí, en el mismísimo corazón del Rhos.
—Oh, no —dijo la joven en actitud defensiva—, lo hablo sólo un poco. Intenté utilizarlo con vos porque pensé que erais inglés. ¿Cómo podía saber yo que erais aquél?
¿Por qué la turbaba el hecho de ser bilingüe?, se preguntó Cadfael. ¿Y por qué dirigía tantas miradas furtivas hacia el río que se entreveía desde el bosque? Hacia el preciso lugar donde, con una mirada tan rápida y furtiva como la de la moza, Cadfael vio al joven alto y rubio que no era galés, y que sin duda debía de ser el mejor llamador de bueyes de Gwynedd, apartarse de la yunta que estaba bebiendo plácidamente en el río y, en medio de un centelleante rocío de espuma, vadear la corriente con el agua hasta los muslos en dirección hacia el roble. La joven se había encaramado a aquel árbol desde el que se divisaba la arada y bajó tan pronto como ésta terminó.
—Me avergüenzo de mi inglés —dijo en vulnerable tono de súplica—. ¡No se lo digáis a nadie!
Estaba deseando que Cadfael se marchara y le pedía al mismo tiempo su discreción. El monje dedujo que su presencia resultaba inoportuna.
—Yo también he conocido las mismas angustias —contestó Cadfael, mirándola con expresión tranquilizadora— cuando al principio intentaba hablar el inglés. Jamás comentaré tus dificultades. Y ahora será mejor que vuelva a casa si no quiero llegar tarde a vísperas.
—Id con Dios, padre —dijo la joven, ya más sosegada.
—Que Él te acompañe, hija mía.
Cadfael se retiró por un camino en el que no tuviera que tropezarse con el joven rubio. Ella se lo quedó mirando un buen rato, antes de correr hacia el joven, que estaba chapoteando en los bajíos de la corriente para subir a la orilla. Cadfael pensó que la joven sabía muy bien todo lo que él había observado y comprendido, y que se alegraba de su discreción. Se alegraba y respiraba tranquila. Una joven galesa con bordados en las mangas del vestido no tenía más remedio que andarse con mucho tiento si quería reunirse con un forastero sin tierras y sin raíces en aquella sociedad de clanes en la que no tener un lugar en una familia era como carecer de medios de vida. Y, sin embargo, el joven era amable y bien parecido, hacía bien su trabajo y amaba tiernamente a sus bestias. Cadfael volvió la mirada hacia atrás cuando estuvo seguro de que los arbustos lo ocultaban, y vio que los dos se reunían llenos de gozo, pero sin tocarse y casi avergonzándose el uno ante el otro. Ya no quiso mirar más. Lo que necesito aquí, pensó mientras regresaba a la iglesia de Gwytherin, es una buena amistad con alguien que conozca a todos los hombres, mujeres y niños de esta comarca y que no tenga que llevar la carga de sus almas. Un buen compañero de bebida con sentido común es lo que necesito.
3
Al anochecer, después de completas, encontró no uno sino tres de golpe cuando regresaba con fray Juan bajo la luz del crepúsculo a la pequeña aparcería del herrero, situada en la linde de los campos de labranza del valle. El prior Roberto y fray Ricardo ya se habían retirado a descansar a la casa de Huw, Jerónimo y Columbano estaban cruzando los bosques para pasar la noche en casa de Cadwallon. ¿Quién podía saber si fray Cadfael se había ido a su catre del henil del sacerdote o si andaba merodeando por allí, entre los cuchicheos de Gwytherin? Los alojamientos se habían establecido de una forma admirable. Cadfael jamás se había sentido menos inclinado al sueño en aquella suave hora del anochecer y nadie le despertaría a medianoche para el rezo de maitines. Fray Juan se alegró de llevarle a casa del herrero, y el padre Huw, por su parte, tenía empeño en favorecer aquella amistad por sus propios motivos. Era bueno que otras personas y no sólo él hablaran en nombre de las gentes de aquella comunidad, y Bened, el herrero, era un hombre muy respetado, como todos los de su oficio, y sus palabras tenían mucho peso.
Cuando llegaron, había tres hombres sentados en un banco junto a la puerta de Bened y el hidromiel corría tanto como las palabras. Todas las cabezas se irguieron al oír las pisadas que se acercaban y un momentáneo silencio reveló la solidaridad de los habitantes del lugar. Sin embargo, fray Juan ya había conseguido trabar amistad con ellos y, en cuanto Cadfael les saludó en galés como un pescador que lanzara un sedal, la acogida fue algo más calurosa que la estricta cortesía que se hubiera dispensado a un inglés. Annest, la del cabello castaño claro y luminoso, había hecho correr por todas partes la noticia de que en la expedición figuraba un galés. Acercaron otro banco y las cuernas empezaron a pasar rápidamente en un círculo más amplio. Ya estaba oscureciendo sobre el río y, entre el verde oscuro de los prados y el bosque, serpeaba la corriente como una cinta plateada.
Bened era un hombre corpulento y musculoso de mediana edad, moreno y con barba. El más joven de sus dos compañeros era el labrador que aquel día había trabajado con la yunta de bueyes, por lo que no era de extrañar que tuviera la garganta reseca después de tan duro esfuerzo. El tercero era un anciano canoso de larga barba pulcramente recortada y manos nervudas, envuelto en una holgada túnica de tejido casero que había conocido tiempos mejores, tal vez sobre las espaldas de otro. El porte del anciano era el propio de alguien que se considerara con derecho a ser respetado, tal como efectivamente le respetaban.
—Aquí, Padrig es un buen poeta y un excelente arpista —dijo Bened—, y
Gwytherin se alegra de tenerle entre nosotros, en casa de Rhisiart. Eso está más allá de las propiedades de Cadwallon, en un claro del bosque, pero Rhisiart también tiene tierras por esta parte, a ambos lados del río. Es el más rico propietario de tierras de esta comarca. No hay muchos que tengan derecho a poseer un arpa, de lo contrario, tal vez seríamos honrados con visitas más frecuentes de bardos como Padrig. Yo también soy dueño de un arpa, tengo este privilegio, pero la de Rhisiart es magnífica y la usan muy a menudo. A veces, he oído a su hija tocarla.
—Las mujeres no pueden ser bardos —dijo Padrig con tolerante desprecio—. Pero ella sabe afinarla y cuidarla, eso es muy cierto. Y su padre es un generoso protector de las artes. Ningún bardo abandona su casa insatisfecho y ninguno se va jamás de ella sin que le insistan en que se quede. ¡Es una buena casa en verdad!
—Y ése es Cai, el labrador de Rhisiart. Habréis visto sin duda la yunta de bueyes abriendo nuevos surcos cuando hoy subisteis a la colina.
—La vi y admiré su labor —contestó sinceramente Cadfael—. Jamás vi nada mejor. La yunta es muy buena, y el que la incita con su voz, también.
—El mejor —dijo Cai sin vacilar—. He trabajado con muchos y nunca conocí a nadie que se entendiera tan bien con las bestias como Engelardo. Lo aman con locura. Tiene muy buena mano con todo el ganado, con las parideras, con los animales enfermos y con todo lo que queráis. Rhisiart lo sentiría mucho si algún día lo perdiera. Hoy hemos tenido un buen día de trabajo.
—Ya os habrá comunicado el padre Huw —dijo Cadfael— que todos los hombres libres están convocados mañana en la iglesia después de la misa para escuchar la propuesta de nuestro prior. Sin duda veremos a Rhisiart.
—Le veréis y le oiréis —dijo Cai con una sonrisa—. Dice siempre lo que piensa. Es un hombre sincero y bondadoso, con un temperamento que tan pronto sube como baja, aunque nunca siente rencor; sin embargo, intentar disuadirle de su propósito cuando ya ha tomado una determinación es completamente vano.
—Un hombre no puede por menos que aferrarse a lo que considera justo, e incluso el adversario con quien se enfrenta debería apreciarle por ello. Pero
¿acaso sus hijos no muestran inclinación por el arpa, ya que se la dejan a la hermana?
—No tiene hijos varones —contestó Bened—. Su mujer murió y, como nunca quiso volver a casarse, sólo tiene una hija como descendiente.
—¿Y no hay ningún heredero varón entre sus parientes? Es insólito que una hija herede.
—No hay ningún hombre en su rama familiar, y es una lástima —dijo Cai—
. El pariente más próximo es el hermano de su madre, que no tiene ningún derecho y, además, es viejo. Sioned es la doncella más rica de este valle y los jóvenes van tras ella como abejas. Si Dios quiere, será una feliz esposa con un hijo sobre su regazo mucho antes de que Rhisiart se reúna con sus padres.
—Un nieto nacido de un hombre bueno, ¿qué más puede ambicionar un señor? —dijo Padrig, escanciando hidromiel y pasando la cuerna—. Quiero que me comprendáis, no soy de Gwytherin y no tengo por qué decir nada ni en un sentido ni en otro, pero, si se me permite hablar en nombre de mis amigos, ya que vos estáis obligado con vuestro prior como Cai lo está con su señor o yo con mi arte y mis protectores, no penséis que lo vais a tener fácil y no os ofendáis si hubiera algún obstáculo en vuestro camino. ¡No se trata de una inquina personal contra vosotros! Pero, cuando los hombres libres de Gales consideran que algo no es justo, lo dicen a las claras y no se quedan cruzados de brazos.
—Lamentaría que eso ocurriera —dijo Cadfael—. Por mi parte, el final que yo deseo es un final justo que no deje a nadie agraviado. ¿Qué podéis decirme de los demás señores que participarán en la asamblea? De Cadwallon ya hemos oído hablar, dos de nuestros hermanos gozan de su hospitalidad. ¿Sus tierras lindan con las de Rhisiart?
—La casa de Rhisiart queda bastante lejos, al otro lado del bosque. Pero ambos tienen tierras colindantes y son amigos desde su juventud. Cadwallon es un hombre pacífico, muy aficionado a las comodidades y la caza. Acostumbra decir que sí a todo lo que mandan el príncipe y el obispo, pero también suele decir que sí a Rhisiart. En esto —reconoció Bened, apurando la última gota de la cuerna—, no sé lo que van a decir ni el uno ni el otro. Podrían aceptar vuestros presagios y bendecir vuestra misión. Si los hombres libres le dicen que sí a vuestro prior, santa Winifreda se irá con vosotros, y ése será el final de la historia.
También era el final del hidromiel aquella noche.
—Quédate a pasar la noche aquí —le dijo Bened a Padrig cuando los invitados se levantaron para regresar a casa—, y disfrutaremos de un poco de música antes de tu partida mañana. Mi pequeña arpa necesita que alguien la toque. La tengo preparada para ti.
—Así lo haré, puesto que eres tan amable —contestó Padrig, entrando en la casa con su anfitrión.
Tras despedirse de ellos, Cai y fray Cadfael se pusieron en camino para regresar a la casa del padre Huw. Cadfael le acompañaría por un trecho de bosque en dirección a la casa de Rhisiart antes de separarse.
—No quise decir más ni más claro en presencia de Bened y de Padrig —dijo Cai—. Aunque es un buen hombre, ¡los dos lo son!, no deja de ser un forastero. Esta Sioned, la hija de Rhisiart… La verdad es que Bened la pretende, y es
bueno y honrado a carta cabal. Cosas peores podría encontrar una joven. Lo malo es que es viudo, el pobre, y le lleva muchos años; no tiene muchas posibilidades. ¡Pero no habéis visto a la chica!
Fray Cadfael estaba empezando a sospechar que la había visto mucho mejor que nadie, pero se abstuvo de decir nada.
—¡La moza parece una ardilla! ¡Es tan rápida, morena y rojiza como ese animalillo! Aunque no tuviera fortuna, vendrían de muchas leguas a la redonda por ella, pero tendrá más tierras que las que cualquier hombre pudiera codiciar.
¡La cortejarían aunque fuera bizca! El pobre Bened piensa en ella en silencio y sigue esperando. Al fin y al cabo, un herrero es bien visto en todas partes. No aspira a la herencia sino a la moza.
Si la vierais, lo comprenderíais. Sea como fuere —añadió Cai suspirando—, su padre ya le tiene preparado un yerno desde hace tiempo. El hijo de Cadwallon entra y sale de la casa de Rhisiart como si fuera la suya. Utiliza sus criados, sus halcones y sus caballos desde que tiene uso de razón, y creció con la moza. Además, es el único heredero de las tierras colindantes. ¿Qué otra cosa mejor podría ambicionar un padre? Ya lo tienen decidido desde hace años y los jóvenes parecen hechos el uno para el otro, se conocen de toda la vida y son como hermano y hermana.
—No me parece muy adecuado para un matrimonio —dijo fray Cadfael.
—Eso mismo parece pensar Sioned —replicó Cai—. Hasta ahora, se ha resistido a aceptar al tal Peredur. Y eso que es un joven alegre, amable y bien parecido al que su padre cuida como a la niña de sus ojos por ser su único hijo. Cualquier moza se le acercaría corriendo con sólo que él levantara un dedo. Ésta, en cambio, le tiene aprecio, pero nada más. No quiere oír hablar de matrimonio ni comprometerse con nadie.
—¿Y Rhisiart lo acepta? —preguntó cautelosamente Cadfael.
—Bien se ve que no le conocéis. Se le cae la baba cuando la mira, y con razón. Y ella lo adora, como es natural. Y entonces, ¿qué ocurre? Pues, que él no la obliga. Nunca pierde la ocasión de comentarle las cualidades de Peredur, y ella no las niega. Rhisiart espera y confía en convencerla con el tiempo.
—¿Y podrá convencerla? —preguntó fray Cadfael, advirtiendo un tono un tanto extraño en la voz del labrador. La suya era más dulce que la leche.
—Cualquiera sabe lo que esta moza tiene en la cabeza —contestó Cai muy despacio—. Puede que tenga otros proyectos. Es valiente y audaz como pocas, es lista y siempre acaba saliéndose con la suya. Pero quién sabe lo que quiere.
¿Vos lo sabéis? ¿Alguien lo sabe?
—Podría haber un hombre que lo supiera —dijo fray Cadfael con estudiada indiferencia.
Si Cai no hubiera picado el anzuelo, Cadfael no hubiera insistido porque no era justo revelar los secretos de la joven tras haberlos descubierto por casualidad. No se sorprendió lo más mínimo cuando el labrador se inclinó hacia él y le dio un significativo codazo en las costillas. Alguien que trabajaba tan estrechamente con el joven incitador de bueyes sin duda se habría dado cuenta de ciertas cosas muy evidentes. El deliberado paseo vespertino por los prados y a través del río hasta un frondoso roble no podía pasar inadvertido a ninguna mente despierta. El hecho de que mantuviera la boca cerrada demostraba bien a las claras que Cai estaba a favor de su compañero de fatigas.
—Fray Cadfael, vos no sois un chismoso y no estáis atado ni a uno ni a otro bando en nuestras pequeñas disputas caseras. No hay razón para que no os lo cuente. Entre nosotros, os diré que la moza le ha echado el ojo a un hombre que la quiere mucho más que Bened y tiene todavía menos posibilidades que éste de conseguirla. ¿Recordáis que hemos hablado de mi compañero Engelardo? Tiene muy buena mano con el ganado, como ya he dicho, y su señor Rhisiart lo sabe y le tiene en gran aprecio. Pero el mozo es un alltud, ¡un forastero!
—¿Sajón? —preguntó Cadfael.
—De cabello rubio. Sí, hoy le habéis visto. Su estatura y su delgadez. Sí. Es un hombre del condado de Chester, cerca de la frontera de Maelor, y huye del conde Ranulfo de Chester. ¡No por asesinato, bandidaje o cosas por el estilo!
Resulta que el mozo era el cazador furtivo de venados más descarado de toda la comarca. Es un maestro con el arco corto y siempre los abatía a pie y en solitario. Los alguaciles del conde lo perseguían. Cuando le acorralaron en la frontera, no tuvo más remedio que escapar a Gwynedd. Todavía no se atreve a volver, y vos sabéis lo que significa para un forastero ganarse la vida en el País de Gales.
Cadfael lo sabía muy bien. En un país donde cada hombre tenía un lugar asegurado en un clan familiar y donde la base de todas las relaciones era el asentamiento en la tierra, ya fuera como señor libre o como villano aparcero en una comunidad rural, el forastero que no poseía tierras y no pertenecía a ningún clan se veía privado de todo medio de subsistencia. La única manera de conseguir vivir allí consistía en cerrar un pacto con algún señor que le diera alojamiento y una porción de tierra con aparcería, y que utilizara sus servicios en lo que mejor supiera hacer. Durante tres generaciones, el acuerdo era revocable en cualquier momento, y el forastero podía marcharse, dividiendo equitativamente sus bienes con el señor que le había dado los medios para adquirirlos.
—Lo sé. ¿Y Rhisiart aceptó los servicios de este joven y le dio tierras en aparcería?
—Sí. Hace un par de años o más. Ninguno de los dos se ha arrepentido de ello. Rhisiart es un amo muy justo y sabe reconocer los méritos de la gente. Sin
embargo, por mucho que le valore y le respete, ¿os imagináis a un señor galés dando en matrimonio a su única hija a un alltud!
—Jamás! —convino enérgicamente Cadfael—. ¡Eso, ni soñarlo! Sería contrario a las leyes, las costumbres y la conciencia. Sus parientes nunca se lo perdonarían.
—Tan cierto como que yo respiro —dijo Cai, suspirando tristemente—. Pero
¿quién se lo dice a un joven orgulloso y obstinado como Engelardo, acostumbrado a las leyes y los derechos de un lugar donde su padre es señor de una gran heredad y manda tanto en su feudo como Rhisiart aquí?
—¿Vais a decirme que ha hablado con el padre de la moza? —preguntó
Cadfael, sorprendido y admirado.
—En efecto, y obtuvo la respuesta que ya podéis imaginar. Rhisiart no se enfadó, pero no le dio ninguna esperanza. Él se mantuvo firme y defendió su causa, y lo sigue haciendo en cuantas ocasiones se le presentan para recordarle a Rhisiart que nunca se dará por vencido. Esos dos son tal para cual; exaltados, pero sinceros y honrados como pocos. Como se respetan mucho, no se guardan rencor ni se tienen enemistad. Pero, cada vez que se habla de este asunto, saltan las chispas. Rhisiart pegó una vez a Engelardo, un día en que éste le apremió
demasiado, y el mozo estuvo en un tris de devolverle los golpes. ¿Cuál hubiera sido la respuesta a eso? Nunca supe lo que podría ocurrir con un alltud, pero si un siervo agrede a un hombre libre puede perder la mano con que lo hizo. Por suerte, se detuvo a tiempo, aunque no creo que impulsado por el temor sino porque sabía que no tenía razón. ¿Y qué hizo Rhisiart sino volver y pedirle perdón antes de que transcurriera media hora? Le dijo que era un insolente y un bellaco, tal como era de esperar de un forastero, pero que no hubiera tenido que levantarle la mano. Esos dos andan siempre a la greña y nunca hay paz entre ellos, pero, si alguien dice una palabra contra Rhisiart en presencia de Engelardo, éste le obliga a tragársela de un puñetazo. Y si un siervo habla mal de Engelardo, pensando ganarse el favor de su amo, Rhisiart le replica que el alltud es un hombre honrado y un buen trabajador que vale mil veces más que quienes despotrican. ¡Así están las cosas! No veo cómo terminará este asunto.
—¿Y la moza? —preguntó Cadfael—. ¿Qué dice de todo esto?
—Muy poco y con mucha cautela. Puede que al principio discutiera y suplicara, pero sólo en privado, con su padre. Ahora quiere ganar tiempo y en la medida de lo posible procura evitar las peleas.
Y, entretanto, se reúne con su amado junto al roble, pensó Cadfael, o en cualquiera de los muchos lugares apartados en los que Engelardo trabaja. Así
aprendió el inglés durante aquellos dos años, y el muchacho sajón aprendió de ella el galés. Por esa razón, aunque le hubiera encantado hablar con un monje forastero en el propio idioma de éste, temía que sus conocimientos la
traicionaran ante un desconocido que hablaba el galés y que quizás lo comentara inocentemente con otras personas. Por nada del mundo quería que se descubrieran sus encuentros secretos con Engelardo y procuraba ganar tiempo, impidiendo que su padre y su amado se agarrasen por el cuello hasta que ella consiguiera sus propósitos. ¿Quién sabe cuál de los tres dará primero su brazo a torcer, siendo todos tan obstinados?, pensó Cadfael.
—Parece que ya tenéis vuestras preocupaciones aquí en Gwytherin, aparte las que nosotros hemos traído —dijo Cadfael al despedirse de Cai.
—Dios lo resuelve todo con el tiempo —contestó filosóficamente Cai, alejándose con paso cansino en la oscuridad.
Cadfael regresó por el sendero con la molesta sensación de que, aun así, Dios necesitaba un poco de ayuda de los hombres, los cuales más bien le ponían trabas.
Al día siguiente todos los hombres libres de Gwytherin acudieron a la asamblea. Previamente, las mujeres y los siervos de la gleba habían asistido a misa. Cuando el caudillo de todos ellos hizo su aparición en el templo, el padre Huw se lo indicó a fray Cadfael. Raras veces se congregaba tanta gente en su iglesia.
—Ése es Rhisiart, con su hija, su mayordomo y la doncella de la joven. Rhisiart era un hombre corpulento y de aspecto jovial, de unos cincuenta y tantos años, rubicundo y de cabello negro, con una barba corta entrecana y unas facciones audaces que podían ser alegres o coléricas, amables o severas, pero que eran demasiado expresivas como para ser alguna vez mezquinas o hipócritas.
Sus zancadas eran largas e impetuosas y la sonrisa afloró inmediatamente a sus labios en cuanto le saludaron. Su sencillo atuendo apenas le distinguía de los demás hombres libres que iban entrando en la iglesia, aunque estaba confeccionado con una excelente tela hilada en casa. A juzgar por la expresión de su rostro, había acudido a la iglesia sin el menor prejuicio y dispuesto a escuchar. Pese a los obstáculos con que tropezaban sus proyectos familiares, se le veía feliz y orgulloso de aquella hija a la que tanto quería. La moza, por su parte, le seguía modestamente con la cabeza erguida y la mirada serena. Aunque en aquella ocasión iba calzada y llevaba el cabello recogido en una sedosa trenza oscura y cubierto por una cofia de lino, no cabía duda de que la más codiciada heredera de la comarca era la joven del roble. El mayordomo, un hombre de rostro afable, era medio calvo y canoso.
—Es pariente de Rhisiart por matrimonio —explicó Huw en voz baja—, el hermano mayor de su mujer.
—¿Y la otra moza es la doncella de Sioned?
No hacía falta nombrarla, Cadfael ya conocía su nombre. Sonriente y con unos graciosos hoyuelos en las mejillas, Annest siguió recatadamente a su amiga al interior de la iglesia. El sol arrancaba reflejos plateados de su cabello.
—Es la sobrina del herrero —dijo el padre Huw en tono esperanzado—. Es muy buena, lo visita a menudo desde que murió su mujer y le cuece lo que necesita en el horno.
—¿La sobrina de Bened? —fray Juan aguzó los oídos y contempló fascinado la cimbreante cintura y el sedoso cabello, confiando en que la joven les hiciera alguna visita antes de que él se marchara de Gwytherin. Las disposiciones de los alojamientos habían sido ciertamente inspiradas, aunque aún no se sabía si por un ángel o por un demonio.
—Bajad la mirada, hermano —dijo Jerónimo en tono de reproche—. No es decoroso mirar tan descaradamente a las mujeres.
—¿Y cómo sabe que pasan mujeres —murmuró Juan en tono rebelde— si tiene los ojos bajados?
Fray Columbano, por lo menos, se comportaba tal como mandaban los cánones en presencia de las hembras, con sus manos pálidas entrelazadas en actitud de plegaria y la mirada puesta en la hierba.
—Aquí viene Cadwallon —dijo el padre Huw—. Estos buenos monjes ya le conocen, claro. Su esposa. Y su hijo Peredur.
Conque aquel joven que caminaba detrás de sus padres con los andares de un corzo añojo, era el marido elegido para Sioned, el mozo al que ella apreciaba y conocía de toda la vida, pero con quien no mostraba la menor inclinación a casarse. A Cadfael se le ocurrió que nunca había preguntado cuáles eran los sentimientos del joven, pero le bastó con observar el rostro de Peredur cuando vio a Sioned para comprenderlo todo. Menudo embrollo. Las inclinaciones de la moza tal vez se limitaban a un simple aprecio, pero las del joven ciertamente que no. Al verla, éste palideció intensamente y se le encendieron los ojos. Los padres formaban una plácida pareja que había engordado gracias a la buena vida y que esperaba que las cosas siguieran tan tranquilas como siempre. Cadwallon tenía un carnoso rostro sonriente y su mujer era gruesa, rubia y parlanchina. El hijo debía de parecerse a algún antepasado más audaz. La agilidad de sus movimientos era un gozo para la vista. Aunque de estatura corriente, estaba tan bien proporcionado que parecía alto. Llevaba el cabello negro muy corto y los rizos apretados le cubrían toda la cabeza. No lucía barba y los huesos de su rostro eran tan audaces y delicados como vivos eran sus
colores, con unos pómulos bermejos teñidos por el sol y una atrevida y voluntariosa boca rojo carmín. Un joven como aquél no debía soportar de buen grado que otro, y encima forastero, fuera preferido en su lugar. Sus gestos y sus miradas revelaban que todo y todos habían sucumbido siempre a sus encantos, por lo menos, hasta entonces.
En el momento oportuno, cuando la iglesia ya estaba llena a rebosar, el prior Roberto, alto, majestuoso y pulcramente ataviado, salió de la sacristía y ocupó su lugar, seguido de todos los monjes de Shrewsbury La misa empezó
inmediatamente.
En las deliberaciones de los hombres libres, las mujeres no tenían parte, como es natural. Tampoco los siervos de la gleba, aunque podían influir indirectamente a través de los hombres libres con quienes mantenían relaciones de amistad. Por consiguiente, una vez finalizada la misa, mientras los hombres libres se quedaban, los demás se dispersaron con dignidad, aunque no demasiado lejos, lo justo para no poder ver ni oír pero lo bastante cerca como para adivinar lo que ocurría y confirmarlo en cuanto terminara la asamblea. Los hombres libres se reunieron delante de la iglesia. El sol ya estaba muy alto en el cielo. Faltaba algo más de una hora para el mediodía. El padre Huw se situó frente ellos y les expuso la esencia de la cuestión, tal y como se la habían planteado a él. Era el padre de su rebaño y tenía que ser sincero con su pueblo, aunque sin traicionar jamás su fidelidad a la Iglesia. Señaló que el obispo y el príncipe habían respondido favorablemente a la petición de, Shrewsbury reverentemente presentada y avalada por numerosas pruebas. La relación de las pruebas la dejó en manos del prior Roberto.
Jamás en su vida había parecido el prior más santo o más encaminado a la santidad que en aquellos momentos. Siempre tuvo el sentido de la oportunidad y no cabía la menor duda de que la idea de celebrar la reunión al aire libre se le debió de ocurrir a él para que, de ese modo, el sol iluminara con sus dorados reflejos su imponente prestancia. Cadfael pensó que el prior había acertado al mostrarse menos arrogante que de costumbre. Por regla general, tendía a la exageración. Esta vez, en cambio, lo hizo bien, por lo menos, todo lo bien que puede hacerse algo que está inequívocamente bien.
—No están contentos —susurró fray Juan al oído de Cadfael, como si aquella circunstancia le alegrara.
Algunas veces, hasta fray Juan podía ser humanamente perverso. En efecto, los rostros galeses que los rodeaban no parecían muy entusiasmados por todos aquellos milagros ingleses obrados por una santa galesa. A pesar de su elocuencia, Roberto no conseguía convencer a sus oyentes.
Éstos se movían y murmuraban, se miraban y volvían a observarle como un solo hombre.
—Si Owain de Griffith lo quiere y el obispo da también su bendición —dijo Cadwallon en un tono vacilante—, como leales hijos de la Iglesia y sinceros hombres de Gwynedd, difícilmente podríamos…
—Tanto el príncipe como el obispo han bendecido nuestra misión —dijo orgullosamente el prior.
—Pero la doncella está aquí, en Gwytherin —terció bruscamente Rhisiart. Tenía la voz que cabía esperar, sonora, melodiosa y profunda, una voz que primero cantaba lo que sentía y después lo pensaba, aunque el pensamiento siempre coincidía con su sentir—. ¡Es nuestra y no del obispo David! ¡Tampoco pertenece a Owain de Griffith! Ella vivió aquí y nunca dijo que quisiera dejarnos. ¿Cómo puedo creer que quiera dejarnos después de tanto tiempo?
¿Por qué nunca nos lo dijo? ¿Por qué?
—A nosotros nos lo ha hecho saber con toda claridad —contestó el prior—, a través de muchas manifestaciones, tal como ya os he dicho.
—A nosotros nunca nos dijo una palabra —tronó Rhisiart—. ¿Os parece cortés? ¿Cómo podemos creer semejante cosa de una doncella que decidió
establecer su hogar entre nosotros?
Todos estaban con él, y su ardor les había despertado de su indolencia. De todas direcciones empezaron a oírse voces, gritando simultáneamente que santa Winifreda pertenecía a Gwytherin y no a otro lugar.
—¿Os atreveréis a decirme —clamó el prior Roberto— qué la habéis visitado? ¿Qué le habéis dirigido vuestras oraciones? ¿Que habéis invocado el auxilio de esta bendita doncella y le habéis tributado el honor que se merece?
¿Conocéis alguna razón por la cual ella desee quedarse entre vosotros? ¿Acaso no habéis descuidado su sepultura?
—Aunque lo hayamos hecho —replicó Rhisiart con jubilosa convicción—,
¿pensáis que la doncella se sorprende? Vos no habéis vivido aquí, entre nosotros. Ella, sí. Vos sois inglés; ella era galesa, nos conocía y nunca se enfadó
con nosotros al extremo de quejarse o retirarnos su favor. Sabemos que está
aquí y no nos hace falta proclamarlo a gritos. Ella conoce nuestras necesidades y nunca nos pide que vayamos con nuestras oraciones y lágrimas a arrodillarnos delante de su sepulcro. Si tuviera algún reproche que hacernos, hubiera encontrado el medio de decírnoslo. ¡A nosotros, no a un lejano monasterio benedictino de Inglaterra!
Otras gargantas se abrieron gozosamente, gritando lo que antes comentaban en susurros. Aquel hombre era un predicador y un poeta, capaz de igualar a cualquier inglés. Fray Cadfael abrió las compuertas de su sangre de
bardo y se regocijó en silencio. No sólo porque el prior Roberto había tenido que tragarse su marmórea cólera ante el asedio galés sino también porque el grito de batalla lo había emitido una voz galesa.
—¿Acaso negáis —tronó el prior Roberto, irguiéndose en toda su ascética estatura— la verdad de los prodigios y milagros que os he declarado, y la llamada que nos trajo hasta aquí?
—¡No! —contestó rotundamente Rhisiart—. Nunca he dudado de la veracidad de esos portentos. Pero los portentos y los milagros pueden venir de los ángeles o de los demonios. Si éstos son del cielo, ¿por qué no hemos sido instruidos? La santa está aquí y no en Inglaterra. Nos debe la cortesía del parentesco. ¿Os atreveréis a decir que es una traidora? ¿Acaso no existe en galés una Iglesia, una Iglesia celta a la que sirvió? ¿Qué sabía ella de la vuestra? No puedo creer que os hablara a vosotros y no a nosotros. ¡Os han engañado los demonios! ¡Winifreda nunca dijo una palabra!
Una docena de voces se sumó al reto, respaldando a su más conspicuo representante, el cual acababa de poner el dedo en la llaga de su resentimiento. Hasta la jerarquía episcopal irritaba a los fieles de la antigua y sagrada Iglesia celta que no tenía aderezos mundanos y no cortejaba ningún trono, sitio que más bien se retiraba del mundo en la bendita soledad del pensamiento y la plegaria. El murmullo se convirtió en un gruñido, un rugido, un trueno. El prior Roberto, con bastante imprudencia, elevó su autoritaria voz para acallarlo.
—No os dijo nada porque la dejasteis olvidada y no le tributasteis honores. Se ha manifestado a nosotros para que la ensalcemos puesto que vosotros no lo hicisteis.
—Eso no es cierto —replicó Rhisiart—, aunque vosotros, en vuestra ignorancia, lo creáis. La santa es una buena galesa y conoce a sus paisanos. Nosotros no somos demasiado respetuosos con el poder o la riqueza, no nos quitamos el sombrero ni nos inclinamos en reverencia cuando alguien hace ostentación de algo ante nosotros. Somos bruscos y poco ceremoniosos incluso en las alabanzas. Lo que valoramos, lo valoramos en el corazón y esta doncella galesa lo sabe. Jamás dejaría a los suyos desprotegidos, aunque nosotros hayamos descuidado su sepulcro. Es el espíritu que se inclina hacia nosotros, y lo sentimos como nuestro guardián y protector. Pero además, estos huesos que venís a buscar, son también suyos. ¡Ni nuestros ni vuestros! Hasta que ella no nos comunique su deseo de trasladarlos, aquí se quedarán. ¡Jamás toleraríamos otra cosa!
Era el golpe más amargo que el prior Roberto hubiera sufrido en su vida. Haber tropezado con alguien que podía igualarle e incluso superarle en elocuencia y riqueza de argumentos, nada menos que un señor galés semibárbaro, que ni siquiera pertenecía a un ilustre linaje sino que sólo era un mero propietario de tierras elevado entre sus inferiores a un rango
insignificante, por lo menos a los ojos normandos. La diferencia que Roberto establecía en términos de jerarquía, Rhisiart la calificaba de nexos sanguíneos altos y bajos aunque todos con un mismo sentir, sin que nadie se sintiera jamás inferior sino tan sólo consciente del lugar que ocupaba en una familia unida. El trueno parecía ahora una sola voz exigente y autoritaria, aunque fuera un solo hombre el que lo hubiera suscitado. El prior Roberto, sabedor de que se enfrentaba con un único adversario, moderó su tono y optó por la sabiduría de la paloma y las sutilezas de un combate solitario. Levantó sus largos brazos de los que colgaban las holgadas mangas de su hábito, y esbozó una apremiante sonrisa paternal, mirando con expresión benévola a Rhisiart.
—Os lo ruego, fray Cadfael, decidle en mi nombre al señor Rhisiart que es demasiado fácil para nosotros, que en el fondo de nuestro corazón sentimos el mismo fervor, disentir sobre los medios. Es mejor hablar tranquilamente de hombre a hombre y evitar los excesos de la cólera. Mi señor Rhisiart, os ruego que os apartéis conmigo para deliberar sobre esta cuestión en soledad y después seréis libre de decir lo que creáis conveniente. Tras haberos manifestado sinceramente mis propósitos, no me opondré a lo que queráis decirle a vuestro pueblo.
—Me parece muy justo y generoso —contestó Rhisiart, adelantándose mientras los demás se apartaban para abrirle camino.
—No queremos que haya la menor sombra de desacuerdo en la Iglesia —
dijo el prior Roberto—. ¿Queréis acompañarnos a casa del padre Huw?
Todos los inquietos y excitados ojos les siguieron mientras cruzaban el bajo portal y se quedaron clavados allí, a la espera de que volvieran a salir. Ningún galés se movió de su sitio. Todos confiaban en la voz que hasta entonces había hablado en su nombre y lo seguiría haciendo después. En la pequeña estancia que olía a leña y parecía oscura en comparación con la claridad exterior, Roberto se enfrentó a su oponente con rostro calmo y benigno.
—Habéis hablado muy bien —dijo— y alabo vuestra fe y el alto valor que atribuís a la santa porque también nosotros la tenemos en muy alto aprecio. Creemos que, obedeciendo su voluntad, hemos venido hasta aquí sólo para servirla. Tanto la Iglesia como la monarquía están con nosotros y vos sabéis mejor que yo los deberes que un noble de galés tiene para con ambas. Pero yo no quisiera dejar a Gwytherin agraviado. Sé que la partida de santa Winifreda es una gran pérdida, eso lo reconocemos y yo desearía reparar debidamente a Gwytherin.
—¿Una reparación a Gwytherin? —repitió Rhisiart cuando se lo hubieron traducido—. No entiendo cómo…
—Y también a vos —añadió Roberto en voz baja—, si retiráis vuestra oposición, porque entonces no me cabe la menor duda de que vuestros paisanos harán lo mismo, y aceptarán juiciosamente lo que el príncipe y el obispo han decretado.
Mientras interpretaba sus palabras y antes incluso de que el prior iniciara el lento y significativo movimiento de una aristocrática mano hacia la parte superior de su hábito, a Cadfael se le ocurrió pensar que Roberto estaba en vías de cometer el más desastroso error de cálculo de toda su vida. Rhisiart se mantuvo imperturbable y distante mientras el prior sacaba de entre los pliegues de su hábito una suave bolsa de cuero atada con una cinta y la depositaba sobre la mesa, empujándola delicadamente hasta rozar su mano derecha. El avance de la bolsa sobre las ásperas tablas de madera produjo un leve rumor chirriante. Rhisiart la observó con expresión recelosa y después levantó los ojos, mirando desconcertado al prior.
—No os entiendo. ¿Qué es eso?
—Es vuestro —contestó Roberto—, si convencéis a vuestros paisanos para que accedan a cedernos la santa.
Demasiado tarde, Roberto percibió la increíble frialdad del aire e intuyó el lamentable error que acababa de cometer. Inmediatamente trató de recuperar parte del terreno perdido.
—Para que lo utilicéis en lo que, a vuestro juicio, sea mejor para Gwytherin…, una elevada suma…
Ya todo era inútil. Cadfael prefirió no decir nada.
—¡Dinero! —exclamó Rhisiart en tono perplejo, burlón y asqueado a la vez. Sabía lo que era el dinero, claro, e incluso para qué servía, pero lo consideraba una aberración en las relaciones entre los hombres. En las regiones rurales de Gales, que era como decir en casi todo el País de Gales, apenas se utilizaba y se necesitaba. Las provisiones se obtenían por medio del trueque de bienes y servicios, nadie era tan pobre que careciera de medios de vida y los pordioseros no existían. Las familias se hacían cargo de sus miembros más desvalidos y las casas estaban abiertas a todo el mundo. Las monedas acuñadas que se habían filtrado a través de las fronteras eran una inútil excentricidad. Sólo tras un momento de despectivo asombro, se le ocurrió pensar a Rhisiart que, en aquel caso, eran un insulto imperdonable. Apartó la mano de aquel ultrajante contacto y la sangre le afluyó incluso al blanco de los ojos.
—¿Dinero? ¿Os atrevéis a proponernos la compra de nuestra santa?
¿Pretendéis comprarme a mí? Tenía ciertas dudas con respecto a vos y a lo que yo debería hacer, pero ahora, ¡voto a bríos que ya sé lo que debo pensar!
Vosotros teníais vuestros presagios. ¡Ahora yo tengo los míos!
—¡Estáis equivocados! —gritó Roberto, corriendo a trompicones tras su incalificable error mientras éste se le escapaba de las manos—. No se puede comprar lo que es sagrado, yo tan sólo quería ofrecer un obsequio a Gwytherin, en prenda de gratitud y en compensación por su sacrificio…
—Mío dijisteis que era —le recordó Rhisiart, encendido de justa cólera—. Mío, si yo convencía… ¡No es una dádiva sino un soborno! Esta insensatez que tenéis en más estima que vuestra honra, no creáis que os servirá para comprar mi conciencia. Ahora sé que estaba en lo cierto al dudar de vos. Ya habéis manifestado vuestro parecer, ahora yo manifestaré el mío a las personas que aguardan fuera, y sin ningún impedimento, tal como vos me prometisteis.
—¡No, esperad! —el prior estaba tan alterado que llegó incluso al extremo de extender la mano y agarrar a su interlocutor por la manga—. ¡No os precipitéis! No me habéis interpretado bien y, aunque yo haya cometido un error, ofreciendo una limosna a Gwytherin, os pido perdón. Pero no digáis que es un…
Rhisiart se zafó enojado y cortó inmediatamente su protesta, mirando a Cadfael.
—Decidle que no tema. Me avergonzaría de tener que explicarle a mi pueblo que un prior de Shrewsbury intentó corromperme con un soborno. Yo no tomo parte en esta clase de guerras. Pero mi parecer… ése lo sabr{n, y vos también.
Acto seguido, Rhisiart se alejó y el padre Huw tuvo que hacer un gesto de advertencia con la mano para evitar que intentaran impedírselo o lo siguieran.
—¡Ahora no! Está fuera de sí. Mañana podrá hacerse algo para ablandarle, pero ahora no. Dejadle decir lo que quiera.
—Procuremos, por lo menos, disimular —dijo el prior, recogiendo soberbiamente los pedazos de la ruina que acababa de provocar. Tras lo cual, salió fuera y se situó de pie junto al portal de la iglesia, seguido de todos sus monjes, con la cabeza erguida y las manos serenamente cruzadas a la vista de todos mientras Rhisiart pronunciaba su tronante declaración ante todo el pueblo reunido de Gwytherin.
—He escuchado lo que estos hombres de Shrewsbury querían decirme, me he forjado un juicio al respecto y os lo voy a exponer. Os digo que, lejos de modificar mi parecer, me ratifico mil veces en la creencia de que estaba en lo cierto al oponerme al sacrilegio que ellos nos proponen. Digo que el lugar de santa Winifreda está aquí, entre nosotros, donde siempre estuvo, y que sería un pecado mortal permitir que se la llevaran a un lugar desconocido donde ni siquiera las plegarias serían en la lengua que ella conoce y donde unos forasteros indignos de ella serían su única compañía. Me opongo firmemente a
cualquier intento de trasladar sus huesos y os invito a hacer lo propio. No tengo nada más que decir.
Así lo dijo, y así fue. Hubiera sido imposible intentar discutir con él. El prior se vio obligado a permanecer de pie con expresión marmórea y manos inmóviles mientras Rhisiart se encaminaba hacia el sendero del bosque y los restantes miembros de la asamblea, en sobrecogido y deliberado silencio, se dispersaban misteriosamente en todas direcciones de tal modo que, en pocos minutos, el espacio tapizado de verde hierba quedó completamente vacío.
4
—Hubierais debido comunicarme vuestro propósito —dijo el padre Huw en tímido tono de reproche—. En tal caso, os hubiera dicho que era la peor de las locuras. ¿Qué interés os parece que puede tener el dinero para un hombre como Rhisiart? Aunque estuviera a la venta, cosa que no está, hubierais tenido que buscar otro medio para comprarle. Pensé que ya le habríais tomado la medida y le expondríais la apurada situación de los peregrinos ingleses que carecen de poderosos santos y están necesitados de una protectora. Él hubiera accedido si apelabais a su generosidad.
—Vengo con la bendición de la Iglesia y el soberano —replicó el prior, aunque, de tanto repetirlo, ya estaba empezando a cansarse—. No puedo ser obstaculizado por la voluntad de un señor comarcal. ¿Acaso mi orden no tiene ningún derecho aquí en Gales?
—Muy pocos —contestó bruscamente Cadfael—. Mi pueblo tiene una natural reverencia, pero tiende más a la ermita que al claustro. La acalorada discusión se prolongó hasta la hora de vísperas e incluso envenenó los rezos con su amargura, pues el prior Roberto predicó un temible sermón que revelaba todos los presagios según los cuales Winifreda deseaba por encima de todo trasladarse a la santa casa de Shrewsbury y denunció
proféticamente a todos quienes se oponían al traslado de sus reliquias. Terrible sería la cólera de la santa contra los que se atrevieran a impedir el cumplimiento de su voluntad. De este modo el prior Roberto echó los cimientos para una reconciliación con Rhisiart. Y, aunque Cadfael en su traducción procuró rebajar todo lo que pudo el tono de la amenaza, algunos de los congregados conocían el suficiente inglés como para comprender plenamente la intención de las palabras. Cadfael lo intuyó a través de la dura expresión de sus rostros. Ahora darían a conocer la noticia a los que no habían estado presentes y el pueblo de Gwytherin sabría que el prior les había recordado lo sucedido al príncipe Cradoc, cuya carne desapareció en la tierra como si fuera lluvia y la suerte de cuya alma nadie se atrevía a imaginar. Lo mismo podría ocurrirles a quienes tuvieran la osadía de contrariar la voluntad de Winifreda. El padre Huw, angustiado y preocupado, hacía sinceramente lo que podía para complacer a todo el mundo. Le llevó casi toda la tarde conseguir que el prior le escuchara, aunque éste lo hizo más por cansancio que por otra cosa.
—Rhisiart no es un impío…
—¡Que no es un impío! —exclamó fray Jerónimo, levantando los ojos al cielo—. ¡Muchos hombres han sido excomulgados por menos!
—En tal caso, han sido excomulgados sin motivo —dijo Huw con determinación—, tal como yo creo sinceramente que ha sucedido algunas veces. Afirmo que es un hombre honrado, devoto, generoso y justo, y que tenía derecho a ofenderse cuando recibió la afrenta. Si queréis que retire su oposición, deberéis ser vos, padre prior, quien dé el primer paso, aunque en otras condiciones. No os aconsejaría que lo hicierais en persona, de momento. Yo que vos, le enviaría a fray Cadfael, que es un buen galés, y le rogaría que olvidara todo lo dicho y hecho y que accediera a reiniciar la discusión. Creo que no se negaría. El solo hecho de ir a verle le desarmaría porque tiene un corazón generoso. No digo que cambiara necesariamente de parecer, eso dependerá de cómo se plantee el tema esta vez, digo que accedería a escuchar.
—Lejos de mí perder la oportunidad de salvar un alma de la perdición —
dijo el prior Roberto con altivez—. No le deseo a ese hombre el menor daño, si modera sus ofensas. No es humillante inclinarse para salvar a un pecador.
—¡Oh, portentosa clemencia! —exclamó fray Jerónimo—. ¡Santa generosidad para con el malhechor!
Fray Juan le miró de soslayo con ojos fulgurantes y movió nerviosamente un pie, como si tratara de refrenar el impulso de soltarle una patada. El padre Huw, deseoso de preservar sus buenas relaciones con el príncipe, el obispo, el prior y el pueblo, le dirigió una mirada de advertencia y se apresuró a añadir:
—Esta misma noche iré a ver a Rhisiart y le pediré que venga a comer mañana a mi casa. Entonces, si podemos llegar a un acuerdo, se convocará otra asamblea a fin de que todos sepan que se ha restablecido la paz.
—¡Muy bien! —dijo el prior, tras reflexionar un instante. De este modo, no tendría que reconocer ninguna culpa por su parte ni pedir perdón ni molestarse en averiguar lo que Huw pensaba decir en su nombre—. Muy bien, pues, hacedlo así y confío en que consigáis vuestros propósitos.
—Sería una demostración de vuestra nobleza y de la importancia de este gesto —sugirió Cadfael con expresión solemne—, enviar a vuestros emisarios a caballo. Aún no ha oscurecido y a los caballos les vendría bien un poco de ejercicio.
—Cierto —dijo el prior, complacido—, eso realzaría nuestra dignidad y conferiría mayor peso a nuestra misión. Muy bien, pues, que fray Juan traiga los caballos.
—¡A eso llamo yo un amigo! —dijo fray Juan exultante de gozo, cuando los tres ya estaban cruzando el bosque a caballo bajo las primeras sombras del crepúsculo; el padre Huw y Juan montados en los dos caballos, y fray Cadfael
en la mejor de las mulas—. Diez minutos más, y me hubiera ganado un castigo de por lo menos un mes de duración; ahora, en cambio, estoy aquí con la mejor compañía del mundo, cumpliendo una misión como Dios manda y disfrutando de la quietud de la noche.
—¿Dije yo que vendrías con nosotros? —preguntó Cadfael en tono socarrón—. Yo dije que los caballos añadirían lustre a la embajada, no que tú lo añadirías.
—Yo voy con los caballos. ¿Oíste hablar alguna vez de un embajador que viajara a caballo sin un mozo? Me quitaré de en medio mientras dure la discusión y haré las veces de obediente criado. Por cierto, Bened subirá a beber a la casa esta noche. Lo hacen por turnos, y esta vez le toca a Cai.
—¿Y cómo te enteraste de tantas cosas sin saber ni una sola palabra de galés? —preguntó Cadfael.
—Entiendo más o menos lo que dicen, y ellos me entienden a mí. Además, yo conozco algunas palabras de galés. Si me quedara aquí algún tiempo, pronto aprendería muchas más, siempre y cuando consiguiera llegar a pronunciarlas. También aprendería el oficio de herrero. Esta mañana le eché una mano a Cai en la fragua.
—Pues, ha sido un honor. En Gales, no todo el mundo puede ser herrero. Huw les indicó la valla que discurría a su izquierda.
—La propiedad de Cadwallon. Todavía nos queda media legua de bosque para llegar a casa de Rhisiart.
Aún no había anochecido del todo cuando llegaron a un claro muy grande, con tierra arada y sembrada alrededor de una empalizada. En el aire se aspiraba el olor de la leña quemada y el resplandor de las antorchas iluminaba la puerta abierta de la casa. Los establos, los graneros y los rediles estaban adosados a la parte interior de la empalizada. Varios hombres y mujeres iban de acá para allá, entregados a las distintas tareas de la enorme mansión.
—Vaya, vaya —dijo la voz del labrador Cai desde un banco situado bajo el alero de uno de los establos—. Veo que por el olfato habéis descubierto dónde estaba el hidromiel esta noche, fray Cadfael —añadió, desplazándose hacia Bened para hacerle sitio—. Padrig está dentro, tocando música y, por lo que he oído, bien podría ser música de guerra, pero pronto se reunirá con nosotros. Sentaos y seáis bienvenidos. Nadie os considera enemigos. Con ellos había un tercer hombre, sentado en un rincón más sombrío, con las largas piernas estiradas indolentemente hacia adelante y el cabello amarillo rojizo destacando en la oscuridad. El joven forastero Engelardo dobló
gustosamente las piernas y se desplazó también en el banco, mostrando la blancura de sus dientes al sonreír.
—Hemos venido justamente para detener la guerra —dijo fray Cadfael mientras desmontaba con sus acompañantes. Un mozo de la casa se apresuró a tomar las bridas—. El padre Huw es portador de la paz y yo sólo vengo como testigo. Por desgracia, debemos regresar en seguida en cuanto hayamos hablado con vuestro señor, pero si acogéis a fray Juan mientras nosotros hacemos los tratos, él os lo agradecerá mucho. Podrá hablar en inglés con Engelardo; un hombre tiene que practicar su idioma siempre que pueda. Sin embargo, en aquellos momentos fray Juan se había quedado imposibilitado de hablar cualquier idioma porque mantenía la mirada fija en un punto y dejó que le quitaran las riendas de las manos como si estuviera dormido. No miraba a Engelardo sino hacia la puerta de la casa donde acababa de aparecer una moza que inmediatamente se acercó a los que estaban sentados en el banco junto al establo, sosteniendo una enorme jarra con ambas manos. Sus amables ojos castaños miraron fugazmente a los visitantes, se posaron en fray Cadfael y el cura con familiaridad y se abrieron como platos al ver a fray Juan, de pie como una estatua viviente, con su cabello cobrizo encrespado, sus mejillas curtidas por la intemperie y la expresión rendida de su mirada. Fray Cadfael siguió la dirección de los ojos de Annest y vio a un vigoroso joven muy bien parecido que le debía llevar unos dos o tres años a la moza. El hábito benedictino, subido hasta las rodillas para montar con más comodidad, parecía una típica túnica galesa y la tonsura, por mucho que uno (¡o una!) supiera que estaba allí, resultaba casi invisible bajo los llameantes rizos.
—¡Veo que estáis sedientos! —dijo Annest con la mirada fija en fray Juan mientras posaba la jarra en el banco al lado de Cai y se sentaba con un revuelo de faldas y un movimiento de su cabello castaño claro, aceptando la cuerna que Bened le ofrecía. Fray Juan la miró subyugado.
—Ven aquí, muchacho —dijo Bened, haciéndole sitio al joven entre su propia persona y Cai, a escasa distancia de la moza que, en aquellos momentos, tomaba delicadamente un sorbo de hidromiel.
Fray Juan se acercó como un sonámbulo al lugar que le habían reservado.
—Bien, bien —musitó para sus adentros fray Cadfael, dejando lo insoluble en manos de Aquel que todo lo puede resolver, y acompañó al padre Huw al interior de la casa.
—Iré —dijo Rhisiart, encerrado con sus visitantes en una pequeña estancia—. Pues, claro que iré. Ningún hombre debe negarle a otro la posibilidad de expresar su parecer. Ningún hombre puede tener la certeza de que el otro no rectificará y obrará con rectitud. Dios me libre de negarle a alguien una segunda oportunidad. Yo mismo me he precipitado a veces,
afirmando algo de lo que después me he arrepentido, y así lo he dicho, tal como acaba de hacer vuestro prior —Roberto no lo había expresado tan claramente y el padre Huw tampoco había afirmado que lo hubiera hecho. Éste más bien había manifestado su propio pesar y su vergüenza por lo ocurrido, pero, si Rhisiart quería atribuir aquellos sentimientos a Roberto, el padre Huw no pensaba sacarle de su error—. Pero os confieso que espero muy poco de este encuentro. La brecha entre nosotros es demasiado grande. A vosotros puedo deciros lo que no he dicho a nadie de los que no estuvieron allí. Es algo que me avergüenza. Ese hombre me ofreció dinero. Ahora dice que lo ofreció a Gwytherin, pero ¿cómo es posible? ¿Acaso yo soy Gwytherin? Yo no soy más que un hombre como los demás. Ocupo mi lugar lo mejor que puedo, pero sólo soy un hombre. No, la bolsa me la ofreció para que no me opusiera a sus propósitos y para que convenciera a mis paisanos de que accedieran a sus deseos. Acepto su voluntad de volver a hablar conmigo para que yo consiga ver las cosas tal como él las ve. Pero no puedo olvidar que él las vio como algo que puede comprarse con dinero. Si él quiere que yo cambie, eso también deberá
cambiar. En cuanto a sus amenazas, porque fueron amenazas, y a vos os agradezco que me las tradujerais fielmente, no me asustan. Mi reverencia por nuestra santa es tan grande como la suya o como la de cualquier otro hombre.
¿Acaso pensáis que ella no lo sabe?
—Estoy seguro de que sí —contestó el padre Huw.
—Y, si lo que quieren es honrarla y venerarla como es debido, ¿por qué no pueden hacerlo aquí, donde está ella? Podrían incluso engalanar la sepultura que tenemos tan descuidada, si eso les molesta.
—Una buena pregunta —dijo fray Cadfael—, yo mismo me la he hecho. El sueño de los santos debería ser más sagrado y respetable que el de los hombres corrientes.
Rhisiart le miró con sus bellos ojos desafiantes, algo más claros que los de su hija, y esbozó una sonrisa.
—De todos modos, iré y os agradezco las molestias. Al mediodía o un poco más tarde, iré a comer a vuestra casa y escucharé lo que él quiera decirme. Las risas sonaban alegremente de un extremo a otro del banco bajo el alero del establo. Hubiera sido agradable unirse a los bebedores, por lo menos para tomar unos tragos, tal como Cai les pedía. Bened se había levantado para volver a llenar la cuerna, y fray Juan, silencioso y arrebolado, pero con expresión inmensamente feliz, permanecía sentado sin ninguna barrera al lado de la moza; las mangas de ambos se rozaban cuando ella se inclinaba con curiosidad, dejando caer sobre su hombro un mechón de su cabello.
—Pero bueno, ¡qué prisa os habéis dado! —exclamó Cai, escanciándoles un poco de hidromiel—. ¿Irá a hablar con vuestro prior?
—Sí —contestó Cadfael—. Pero dudo que lleguen a un acuerdo. Sufrió una grave afrenta. Pero irá a comer, y eso ya es algo.
—Toda la comunidad se habrá enterado antes de que regreséis a la parroquia —dijo Cai—. Aquí las noticias corren más que el vino y, después de lo de esta mañana, os digo que todo el mundo respalda a Rhisiart. Si él cambiara de parecer y dijera que sí, ellos lo aceptarían. Y no porque no tuvieran dudas y vacilaciones sino porque confían en él. Manifestó su parecer y ellos saben que no lo abandonará más que por una buena razón. Si lográis ablandarle, os saldréis con la vuestra.
—Con la mía, no —replicó Cadfael—. Nunca he podido comprender por qué un hombre no puede venerar a su santo preferido sin necesidad de manosear sus huesos, pero últimamente hay mucha rivalidad en las abadías por la cuestión de las reliquias. El hidromiel es muy bueno, Cai.
—Lo preparó nuestra Annest —dijo Bened, mirando con paternal orgullo a su sobrina mientras apoyaba cariñosamente una mano sobre su hombro—. ¡Y
ésa no es más que una de sus cualidades! Cuando se case, será un tesoro para su marido, pero una triste pérdida para mí.
—Podría traerte a un buen herrero que trabajara contigo —la moza esbozó
una graciosa sonrisa—. ¿Dónde estaría entonces la pérdida?
Ya había anochecido por completo y, aunque gustosamente se hubieran quedado un rato allí, los visitantes tenían que marcharse. El padre Huw estaba nervioso, imaginándose la impaciencia del prior Roberto paseando su alta figura por el jardín a la espera de que regresaran los mensajeros.
—Tenemos que irnos. Nos esperan. Vamos, hermano, despedíos de los amigos.
Fray Juan se levantó con cierta renuencia, pero de buen grado. El mozo se acercó con los caballos, sujetándolos por sus cuellos arqueados. Con rostro sereno y mirada brillante, fray Juan dio a todos las buenas noches, ¡en un cuidadoso pero sonoro galés!
El eco de las voces acompañó a los jinetes hasta la entrada. En medio de las risas y los buenos deseos, se elevó la clara voz de la joven mientras un cordial
«¡Id con Dios!» de Engelardo en inglés equilibraba los idiomas.
—¿Quién te enseñó a decir eso entre el anochecer y la noche? —preguntó
fray Cadfael con interés mientras los tres se adentraban en el bosque—. ¿Cai o Bened?
—Ninguno de los dos —contestó fray Juan, alegrándose en secreto de algo. Hubiera resultado inútil preguntar cómo había conseguido la moza
enseñarle la frase sin conocer ella el inglés y sin que él entendiera el galés. El lenguaje que ambos utilizaban no necesitaba traducción.
—Bueno, pues, si algo se ha aprendido podemos decir en justicia que el día no se ha desperdiciado totalmente —reconoció generosamente Cadfael—.
¿Hiciste algún otro descubrimiento?
—Sí —contestó fray Juan con sonrisa satisfecha—. Pasado mañana será día de hornear en casa de Bened.
—Podéis dormir y descansar, padre prior —dijo Huw, levantando hacia la pálida y despejada frente la suya estrecha y morena—. Rhisiart vendrá y os escuchará. Ha sido muy generoso y amable. Mañana al mediodía o un poco más tarde, estará aquí.
El prior Roberto disimuló un suspiro de alivio. Pero necesitaba algo más para poder descansar. Ricardo se acercó a él con inquietud.
—¿Se habrá percatado de que su resistencia era un error? ¿Retirará su oposición?
En la oscuridad donde apenas llegaba la luz de la vela, fray Jerónimo y fray Columbano temblaron ya que, mientras persistiera la duda, no se les permitiría retirarse a descansar a casa de Cadwallon. La luz se reflejaba en sus inquietos ojos suplicantes.
El padre Huw contestó con evasivas porque también estaba deseando irse a dormir.
—Ofrece un amistoso interés y una amable consideración. No le pedí más.
—Tendréis que ser muy persuasivos y sinceros —intervino bruscamente fray Cadfael—. Él es sincero. Y no estoy muy seguro de que se le pueda convencer fácilmente —estaba harto de halagar vanidades heridas y decía claramente lo que pensaba—. Padre prior, cometisteis un error con él esta mañana. Hará falta un cambio de corazón, del suyo o del vuestro, para deshacer el entuerto.
En cuanto terminó la misa a la mañana siguiente, el prior Roberto elaboró
cuidadosamente sus planes.
—Sólo el viceprior y yo, con el padre Huw y fray Cadfael como intérprete, nos sentaremos a la mesa. Vos, fray Juan, ayudaréis en la cocina y haréis lo que haga falta. También podréis cuidar del ganado y las gallinas del padre Huw. Y
vosotros dos, fray Jerónimo y fray Columbano, cumpliréis una misión especial que os he preparado. Puesto que vamos a discutir la cuestión de santa Winifreda, quiero que paséis las horas que duren nuestras deliberaciones en vigilia y oración, implorando su auxilio para que ese hombre obstinado se avenga a razones y podamos concluir felizmente nuestra misión. No aquí en la iglesia sino en su propia capilla del viejo cementerio donde está enterrada. Llevaos comida y vino e idos allí ahora mismo. El niño Edwin os mostrará el camino. Si logramos convencer a Rhisiart, tal como así lo espero gracias al patrocinio de la santa, os mandaré llamar. Entretanto, orad hasta que yo os avise.
Los monjes se fueron cada uno a cumplir su tarea. Juan se alegró de poder ayudar a Marared a vigilar el fuego e ir por las cosas que ella le encomendara. La anciana, viuda y con hijos crecidos, estaba muy contenta de tener como ayudante a aquel joven tan apuesto, y Cadfael pensó que Juan disfrutaría seguramente de los mejores bocados antes de que la comida llegara a la mesa. Jerónimo y Columbano se fueron con el niño, portando pan y carne envueltos en servilletas en el interior de las pecheras de sus hábitos. Fray Columbano llevaba, además, un frasco con las raciones de vino y una botellita con agua del manantial para él.
—Sé que es ofrenda insignificante —dijo con humildad—, pero no tocaré
más que agua hasta que nuestra causa se vea coronada por el triunfo.
—Peor para él —dijo fray Juan, esbozando una sonrisa picara—, ¡porque a lo mejor se pasa la vida sin volver a probar el vino!
Era una hermosa mañana de primavera, pero tan caprichosa como pueden ser las del mes de mayo. El prior Roberto y sus acompañantes permanecieron sentados en el jardín hasta que un chaparrón de casi media hora les obligó a entrar en la casa. Ya era casi mediodía, la hora en que Rhisiart se reuniría con ellos. Se habría mojado en el bosque. O tal vez habría esperado en casa de Cadwallon a que saliera nuevamente el sol. En esta creencia, no se preocuparon cuando pasó otra media hora sin que apareciera. Al cabo de una hora, el prior Roberto adoptó una expresión cautamente triunfal.
—Oyó mi advertencia contra su pecado y teme venir a enfrentarse conmigo
—dijo.
—Oyó la advertencia, ciertamente —comentó el padre Huw—, pero no vi en él la menor señal de temor. Habló con gran firmeza y serenidad. Y es un hombre de palabra. Esta demora no es propia de él.
—Comeremos frugalmente —dijo el prior— y le daremos la oportunidad de cumplir su promesa, en caso de que se haya retrasado por culpa de algún contratiempo. Puede ocurrirle a cualquiera. Le esperaremos hasta la hora de prepararnos para vísperas.
—Me acercaré hasta la casa de Cadwallon —se ofreció fray Ricardo—. Hasta allí hay un solo sendero, tal vez le encuentre o me digan que ya está en camino.
Tardó más de hora y media y regresó solo.
—Fui un poco más lejos, pero no vi ni rastro de él. Al volver, pregunté por él en la puerta de Cadwallon, pero nadie le ha visto pasar. Pensé que tal vez había seguido el camino más corto mientras yo tomaba el otro.
—Le esperaremos hasta vísperas, pero no más —dijo el prior cada vez más satisfecho.
Ya no esperaba la llegada del invitado. El enemigo saldría mal parado y él ganaría. Esperaron hasta vísperas, cinco horas después de la hora de la cita. Los habitantes de Gwytherin no podrían decir que no se había tenido paciencia con Rhisiart.
—Esto se ha terminado —dijo el prior, levantándose y sacudiéndose los faldones del hábito como quien se sacude de encima una duda o una pesadilla—. Se ha echado atrás y ahora nadie le hará caso. ¡Vámonos!
El sol todavía brillaba un poco sobre la verde extensión de hierba que rodeaba la iglesia y varias personas se habían congregado allí para asistir al oficio religioso. De las verdes sombras donde comenzaba el sendero del bosque emergió no Rhisiart sino su hija, galanamente vestida de verde, con el cabello trenzado y una cofia de lino en la cabeza. La acompañaba Peredur, tomándola posesivamente del codo sin que ella le prestara la menor atención. La joven les vio salir en silenciosa procesión desde la puerta de Huw y sus ojos se posaron en cada uno de ellos, deteniéndose en Cadfael, que era el último; entonces frunció el ceño, como si faltara alguien.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó sorprendida, aunque no preocupada—. ¿No está aquí con vosotros? ¿Acaso nos hemos cruzado sin vernos? He ido a caballo a casa de Cadwallon. Mi padre venía a pie. Por consiguiente, si se fue hace más de una hora, puede que ya esté en casa. Vine para hacerle compañía en la iglesia y regresar después con él. El prior la miró sorprendido mientras una fugaz inquietud se apoderaba de él.
—Pero ¿qué es lo que dice? ¿Me estáis diciendo que el señor Rhisiart se puso en camino para reunirse con nosotros?
—¡Pues, claro! —contestó Sioned, asombrada—. Dijo que vendría.
—Pero no vino —replicó Roberto—. Llevamos esperándole desde el mediodía y aún no ha aparecido por aquí. El viceprior recorrió una parte del camino para ver si le encontraba, pero todo fue en vano. No ha estado aquí.
La joven comprendió el sentido de las palabras sin necesidad de que Cadfael se las tradujera y contempló desconfiada y enfurecida los distintos rostros.
—¿Me estáis diciendo la verdad? ¿O acaso lo tenéis encerrado bajo llave hasta que podáis sacar a Winifreda de su sepulcro y llevárosla a Shrewsbury? Él es el único que se interpuso en vuestro camino. ¡Y vos le habéis amenazado!
Peredur comprimió su brazo y la atrajo a su lado.
—Sssh, no debes decir estas cosas. Los monjes no serían capaces de semejante mentira.
—¿A qué hora salió tu padre de casa esta mañana? —preguntó Cadfael. La joven le miró y se tranquilizó un poco. El círculo de silenciosos espectadores se había acercado y escuchaba con atención, dispuesto a ponerse de su parte en caso de que necesitara un ejército.
—Faltaba una hora larga para el mediodía. Primero quería pasar por los campos del claro y después pensaba tomar un atajo, atravesando el bosque hasta el sendero. Tenía tiempo de sobra. Engelardo le acompañaría hasta el claro y después se iría a los establos del cerro, donde hay dos vacas a punto de parir.
—Decimos la verdad, hija mía —terció el padre Huw en tono preocupado—
. Le esperamos, pero no vino.
—¿Qué puede haberle sucedido? ¿Dónde estará?
—Se habrá cruzado con nosotros al volver a casa —dijo Peredur, inclinándose hacia ella—. Volvamos a casa y ya verás cómo le encontramos allí.
—¡No! ¿Por qué razón hubiera regresado sin acudir a la cita? Y, en caso de que lo hiciera, ¿por qué esta tardanza? En caso de que hubiera cambiado de parecer hubiera llegado mucho antes de que yo me peinara y saliera a reunirme con él. Pero eso jamás lo hubiera hecho.
—Creo —dijo el padre Huw— que toda la comunidad está interesada en aclarar lo ocurrido, por lo que será mejor que aplacemos todo lo demás, incluso los oficios religiosos, hasta que encontremos a Rhisiart y nos cercioremos de que no le ha pasado nada. Seguramente se trata de una equivocación y un malentendido, pero es mejor que primero lo resolvamos y después nos hagamos las preguntas. Aquí somos muchos. Nos distribuiremos en grupos por todos los caminos que pueda haber seguido, y Sioned nos mostrará el lugar donde ella cree que Rhisiart tomó el atajo para bajar desde los campos de la loma, hasta el sendero del bosque. Es imposible que en este bosque se haya tropezado con alguna bestia, pero puede haber sufrido una caída o una lesión que le haya obligado a detenerse o a caminar muy despacio. Padre prior,
¿queréis acompañarnos?
—Faltaría más —contestó el prior Roberto—, todos nosotros os acompañaremos.
Los menos ágiles fueron enviados al sendero con la orden de distribuirse a ambos lados del mismo y buscar en los alrededores, mientras los más capacitados subían por una angosta vereda, al otro lado de la empalizada de Cadwallon. Allí el bosque todavía no era muy denso y sólo crecían hierba y algunos arbustos dispersos. Se distribuyeron en semicírculo, a pocos pasos unos de otros. Sioned subió por el camino con los labios fruncidos y los ojos clavados en el suelo. Peredur la seguía con desesperado afecto, murmurándole palabras tranquilizadoras que ella no escuchaba. Tanto si creía en aquellas palabras de consuelo como si no, Peredur era un joven profundamente enamorado y dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de servir y proteger a Sioned, la cual no veía en él más que al molesto vecino de la heredad colindante. Cuando ya se habían alejado un buen trecho de la empalizada de Cadwallon, el padre Huw tiró de repente de la manga de Cadfael.
—¡Nos hemos olvidado de fray Jerónimo y de fray Columbano! La capilla de la colina está aquí cerca, a la derecha. Preguntadle al prior Roberto si no convendría mandarles llamar para que se reúnan con nosotros.
—Lo había olvidado —reconoció el prior—. Mandad a un lugareño que conozca el camino.
Un joven se adelantó para cumplir el encargo y echó a correr hacia la loma. La guadaña humana se adentró despacio en el bosque.
—Por aquí —dijo Sioned, deteniéndose— hubiera bajado desde el claro. Si nos desplazamos hacia la derecha y nos distribuimos como antes, cubriremos su posible camino.
El terreno se elevaba y la maleza ya era más tupida. Empezaron a avanzar entre los arbustos y se vieron obligados a separarse unos metros los unos de los otros y a perder momentáneamente de vista a sus compañeros. Habían avanzado de esta guisa un breve trecho cuando Bened, el herrero, abriéndose paso entre la maleza a la izquierda de fray Cadfael, gritó consternado y todos los que formaban la sinuosa línea se detuvieron sobresaltados. Cadfael se encaminó hacia el lugar de donde procedía el grito, apartando las ramas espinosas de los arbustos, y salió a una angosta extensión ovalada de hierba, rodeada por un tupido muro de maleza en el que se abría un hueco no más ancho que el hombro de una persona. En el espacio ovalado, justo en el lugar por donde habría entrado, Rhisiart yacía boca arriba con la cadera derecha hundida en la hierba, los hombros apoyados en el suelo y los brazos extendidos. Tenía las piernas encogidas y las rodillas dobladas, la izquierda cruzada sobre la derecha. Su corta barba desafiante apuntaba al cielo. Exactamente igual y con la misma inclinación que la flecha emplumada que
asomaba por debajo de sus costillares.
5
Acudieron desde ambos lados, atraídos por el grito del herrero, abriéndose paso entre los arbustos como una manada de ciervos asustados hasta detenerse en círculo alrededor del espacio ovalado donde yacía el cuerpo. Cadfael se arrodilló y buscó algún signo de vida en los labios entreabiertos, algún resto de pulso en la garganta o algún movimiento en el pecho atravesado, pero no vio nada. Por un instante, fue el único que se movió en el espacio de hierba, en medio de un extraño silencio, como si los que lo rodeaban contuvieran la respiración.
De pronto, todo se puso ruidosamente en movimiento. Sioned penetró a través del círculo de personas, vio el cuerpo de su padre, soltó un penetrante grito más de rabia que de dolor y se arrojó hacia él. Peredur la sujetó por las muñecas y la atrajo hacia sí, acercando una mano a su cabeza para empujarle el rostro contra su hombro, pero ella volvió a gritar y le golpeó con todas sus fuerzas hasta que consiguió soltarse. Se arrodilló de cara a Cadfael y se inclinó
para abrazar el cuerpo de su padre. Cadfael se agachó para impedírselo, con una mano apoyada sobre la hierba bajo la axila derecha de Rhisiart.
—¡No! ¡No toques nada! ¡Todavía no! Déjale solo, ¡tiene cosas que decirnos!
Por una intuitiva rapidez mental que no la había abandonado ni siquiera en aquel momento, Sioned obedeció el tono de voz y de inmediato comprendió las palabras. Mirando inquisitivamente a Cadfael con los ojos muy abiertos, se sentó en la hierba y cruzó las manos sobre su regazo, repitiendo silenciosamente las palabras con sus labios:
—…¡cosas que decirnos!
Miró el rostro de Cadfael y luego el del muerto. Sabía que su padre estaba muerto. Y también sabía que los muertos hablaban, a menudo en tono amenazador. Y ella procedía de una orgullosa estirpe galesa para la cual las luchas encarnizadas entre clanes eran algo sagrado, un deber que trascendía incluso el dolor.
Cuando los demás se acercaron y alguien se inclinó para tocar el cuerpo, ella extendió el brazo en ademán protector al tiempo que decía en tono autoritario:
—¡No! ¡Dejadle!
Cadfael había retirado el brazo y, por un momento, no supo por qué razón se inquietó al levantar la palma de la mano de la hierba junto al cuerpo de Rhisiart. Inmediatamente lo comprendió. El lugar donde se había arrodillado
sobre la hierba estaba mojado a causa del fuerte aguacero de la mañana. Lo notó
por la forma en que el hábito se pegó a la hierba cuando desplazó la rodilla. Y, sin embargo, bajo el brazo derecho estirado la hierba estaba seca y la mano no tenía el menor asomo de humedad ni el más leve olor de lluvia. Volvió a tocar y desplazó los dedos a lo largo del costado derecho de Rhisiart. Cuando llegó a la altura de la rodilla, notó la humedad y percibió la fragancia que despedía la hierba. Se inclinó hacia el otro lado del cuerpo y comprobó lo mismo. ¡Curioso!
¡Muy curioso! Su mente tomó nota para estudiarlo más tarde porque había otros detalles que analizar. Toda clase de daños se estaban abatiendo sobre toda clase de personas.
La alta figura situada gélidamente inmóvil a su espalda no podía ser otra que la del prior Roberto, un prior Roberto sumido en un estado de sobresaltada emoción más parecido al ataque de éxtasis de fray Columbano que a cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida. La estridente y forzada voz preguntó por sobre el estremecedor rumor de los sollozos sin lágrimas de Sioned:
—¿Está muerto?
—Muerto —contestó Cadfael lacónicamente, clavando la mirada en los grandes ojos de Sioned como si le prometiera algo por ahora indefinido. Sea lo que fuere, la moza se tranquilizó y le comprendió porque él también era galés y sabía lo que significaban las luchas entre clanes. Ella era la única heredera, la única pariente cercana de un hombre al que habían matado. Por encima de su dolor, tenía una tarea que cumplir.
La voz del prior se elevó súbitamente entre temerosa y emocionada:
—¡Contemplad la venganza de la santa! ¿No os dije yo que su cólera caería sobre los que se interpusieran en el camino de sus deseos? ¡Repetidles mis palabras! ¡Decidles que vean aquí el cumplimiento de mi profecía para que otros corazones obstinados comprendan la admonición! Santa Winifreda acaba de mostrar su poder y su enojo.
No hizo falta traducir nada porque todos los presentes habían intuido su sentido. Varios de los que estaban más cerca retrocedieron entre murmullos de sumisión. Por nada del mundo se opondrían a la voluntad de la santa.
—El impío cosecha lo que siembra —declamó Roberto—. Rhisiart fue advertido, pero no hizo caso.
Los más pusilánimes se arrodillaron, acobardados y horrorizados. En realidad, santa Winifreda no significaba demasiado para ellos hasta que alguien la reclamó y Rhisiart invocó el derecho de prioridad en nombre de la parroquia. Pero Rhisiart había sufrido una muerte violenta e inexplicable en sus propios bosques.
Los ojos de Sioned sostuvieron la mirada de Cadfael por encima del
corazón traspasado de su padre. Era una joven valiente que aún no había dicho ni una sola palabra, pese a tener muchas a punto de soltar o, mejor dicho, de escupir contra el pálido y aristocrático rostro alabastrino del prior Roberto. Sin embargo, de repente no fue ella quien habló, sino Peredur.
—¡No lo creo! —la hermosa y clara voz del joven resonó bajo las ramas—.
¿Cómo es posible que una santa virgen y mártir se vengue de tal modo en un hombre bueno? ¡Sí, un hombre bueno, aunque estuviera equivocado! Si la santa hubiera sido tan despiadada como para querer matarle, ¡cosa que me niego a creer de ella!, ¿qué necesidad hubiera tenido de arcos y flechas? Con el fuego del infierno hubiera conseguido lo mismo y hubiera manifestado mejor su poder. Aquí estáis viendo a un hombre asesinado, padre prior. Un hombre preparó esta flecha, la mano de un hombre tensó el arco, y por una razón humana. Otros debían tener alguna inquina contra Rhisiart, otros cuyos planes él obstaculizaba, aparte santa Winifreda. ¿Por qué culparla a ella de este asesinato?
Cadfael tradujo las palabras galesas al inglés para que las entendiera Roberto, el cual ya había advertido el tono disidente, pero no el significado.
—El muchacho tiene razón —añadió Cadfael—. Esta flecha jamás fue disparada desde el cielo. Fijaos en la inclinación, desde bajo las costillas hacia el corazón. ¡Esto vino más bien de la tierra! ¿Un hombre armado con un arco corto y arrodillado entre los arbustos? Claro que, dada la pendiente del terreno, a lo mejor estaba algo m{s abajo que Rhisiart, pero, aun así…
—¡Los santos vengadores pueden utilizar instrumentos terrenos! —dijo Roberto con altanería.
—No por eso el instrumento dejaría de ser un asesino —replicó Cadfael—. En galés también hay leyes. Tendremos que dar aviso al alguacil del príncipe. Bened había pasado todo el rato contemplando en silencio el cadáver, la sangre que rodeaba la herida y la flecha con las plumas recortadas. De pronto, dijo muy despacio:
—Conozco esta flecha. Conozco a su propietario o, por lo menos, al hombre a quien pertenece esta marca. En las casas donde conviven varios jóvenes, éstos marcan sus flechas con un signo distintivo para que no pueda haber discusiones. Fijaos en la punta de las plumas de este lado, teñida de azul. Así era, en efecto. Al oír sus palabras, varios de los presentes contuvieron la respiración porque conocían la marca tanto como él.
—Es de Engelardo —dijo Bened sin vacilar.
Tres o cuatro voces apagadas corroboraron su afirmación. Sioned levantó su rostro petrificado en aparente calma, la cual se vino abajo, superada por la cólera y el temor. Rhisiart había muerto y ella no podía
hacer por él otra cosa que no fuera llorarle y esperar. En cambio, Engelardo estaba vivo y era muy vulnerable por ser un forastero sin parientes que pudieran defenderle. La muchacha se levantó bruscamente y contempló con los ojos encendidos de rabia los semblantes de los que la rodeaban.
—Engelardo es el más honrado de todos los hombres de mi padre y antes de atentar contra su vida, se cortaría la mano. ¿Quién se atreve a decir que esto es obra suya?
—Yo no he dicho tal cosa —contestó Bened en tono conciliador—. Lo que digo es que la flecha lleva su marca. Es el mejor tirador con arco corto de toda la región.
—Y todo el mundo en Gwytherin sabe —añadió una vez galesa, no en tono acusatorio, sino de simple constatación— que ha tenido violentas discusiones con Rhisiart por cierto asunto que ambos se llevaban entre manos.
—Por mí —dijo Sioned con aspereza—. ¡Habla claro! Yo, mejor que nadie, conozco la verdad. Sí, es cierto que han disputado muchas veces por eso y sólo por eso, y lo hubieran seguido haciendo pero, a pesar de ello, ambos se entendían muy bien y ninguno hubiera hecho jamás el menor daño al otro.
¿Creéis acaso que la que era el objeto de sus disputas no conocía los riesgos a que se exponían tanto ella como los dos contendientes? Es verdad que discutían, pero se tenían más aprecio que el que pudieran sentir por cualquiera de vosotros, y con razón.
—Y, sin embargo —terció Peredur en voz baja—, ¿quién puede decir hasta qué extremo puede alejarse un hombre de su naturaleza por amor?
—¡Pensaba que eras su amigo! —exclamó Sioned, volviéndose a mirarle con desprecio.
—Y lo soy —contestó Peredur, palideciendo aunque sin inmutarse—. He dicho lo que pienso no sólo de él sino también de mí.
—¿Qué es este asunto del tal Engelardo? —preguntó el prior Roberto, un poco al margen de la discusión—. Traducidme lo que dicen —le ordenó a fray Cadfael. Cuando éste lo hizo con la mayor concisión posible, el prior, arrogándose una autoridad a la que no tenía derecho, añadió—: Parece que convendría pedirle a este joven que diera cuenta de sus actos de hoy. Tal vez otros han estado con él y podrán confirmar sus afirmaciones. En caso contrario…
—Salió esta mañana con tu padre —dijo Huw, contemplando afligido el desafiante rostro de la muchacha—. Tú nos lo dijiste. Ambos se dirigieron juntos a los campos. Después, tu padre dio media vuelta para reunirse con nosotros y Engelardo hubiera tenido que subir a los establos donde unas vacas estaban a punto de parir. Tenemos que preguntar por ahí si alguien vio a tu
padre después de que se separara de Engelardo. ¿Hay alguien que pueda dar testimonio?
Silencio. Los congregados eran cada vez más numerosos. Algunos rezagados habían subido hasta allí sin haber descubierto nada y, al llegar, se habían encontrado con que el misterio ya había sido dramáticamente resuelto. Otros, al enterarse de la desaparición de Rhisiart, se habían desplazado desde la aldea. El mensajero del padre Huw regresó de la capilla con fray Columbano y fray Jerónimo. Pero nadie dijo haber visto a Rhisiart ni haberse tropezado con Engelardo aquel día.
—Hay que interrogarle —dijo el prior Roberto— y, si sus respuestas no son satisfactorias, se le tendrá que detener y entregar al alguacil. Porque está claro, según lo que aquí se ha dicho, que ese hombre tenía ciertamente un motivo para quitar de en medio a Rhisiart.
—¡Un motivo! —exclamó Sioned, encendiéndose de repente como un rescoldo que de pronto se avivara. Instintivamente volvió a refugiarse en el galés, pese a que ya había demostrado lo bien que comprendía el inglés y la principal razón de su reticencia a expresarse en dicho idioma había sido cruelmente eliminada—. ¡El motivo no era tan perentorio como el vuestro, padre prior! Todo el mundo sabe en esta aldea el empeño que vos teníais en arrebatarnos a santa Winifreda y la gloria que eso le reportaría a vuestra abadía, y, sobre todo, a vos. ¿Y quién se interponía en vuestro camino sino mi padre?
¡En el vuestro, no en el de la santa! ¡Mostradme una mejor razón para desear su muerte! ¿Quién, durante todos estos años, quiso levantar alguna vez la mano contra él? Hasta que vos vinisteis aquí en demanda de las reliquias de Winifreda. Las diferencias de Engelardo con mi padre eran habituales y conocidas, las vuestras eran nuevas y apremiantes. Nuestra necesidad podía esperar porque somos jóvenes. La vuestra no podía. ¿Y quién mejor que vos sabía a qué hora mi padre cruzaría el bosque para ir a Gwytherin, y que no cambiaría de parecer?
El padre Huw había extendido una escandalizada mano para acallarla mucho antes de que la joven pronunciara esta acusación, pero ella no le hizo caso.
—Hija, hija mía, no debes lanzar estas terribles acusaciones contra el reverendo padre prior; es pecado mortal.
—Yo simplemente expongo hechos, que hablen ellos por sí mismos —
replicó Sioned—. ¿Dónde está la ofensa? El prior Roberto destaca los hechos que le convienen, y yo destaco los que no le convienen. Mi padre era el único obstáculo que se interponía en su camino, y mi padre ha sido eliminado.
—Hija mía, todos los habitantes de este valle sabían que tu padre acudiría a mi casa y a qué hora, y muchos debían conocer los posibles caminos bastante
mejor que estos buenos monjes de Shrewsbury Tal vez alguien le guardaba rencor por algo. Debes saber que el prior Roberto estuvo conmigo y con fray Ricardo y fray Cadfael desde la misa de esta mañana —volviéndose a mirar a Roberto, el padre Huw se retorció las manos en actitud de súplica al tiempo que le decía—: Padre prior, os ruego que no tengáis en cuenta lo que esta muchacha acaba de decir. Est{ muy apenada…, acaba de perder a su padre… No es extraño que se revuelva contra todos nosotros.
—No pronunciaré ninguna palabra de reproche —contestó fríamente el prior—. Adivino que ha expresado ciertas dudas con respecto a mí y a mis compañeros, pero estoy seguro de que vos ya le habréis contestado. Decidle a esta joven en mi nombre que tanto vos como otras personas pueden dar testimonio de mí, ya que en todo el día no me he apartado de vuestro lado. Alegrándose de poder contar por lo menos con aquella certeza, el padre Huw le repitió a Sioned las palabras del prior Roberto, pero, una vez más, la joven reaccionó con prontitud, olvidándose de todas sus precauciones ante la imperiosa necesidad de enfrentarse cara a cara con Roberto sin la tediosa intervención de los intérpretes.
—Puede que así sea, padre prior —replicó Sioned en inglés—. En cualquier caso, no os imagino como un buen tirador con arco. Sin embargo, el hombre que intentó comprar la voluntad de mi padre bien podría estar dispuesto a comprar a una persona más complaciente para que le hiciera este trabajo. ¡Aún teníais la bolsa en vuestro poder! ¡Rhisiart la rechazó!
—¡Tened cuidado! —tronó Roberto a punto de perder su frágil paciencia—.
¡Estáis poniendo vuestra alma en peligro! ¡Os he tolerado hasta ahora porque comprendo vuestro dolor, pero no sigáis por este camino!
Ambos se miraban como adversarios en liza antes de la caída de la posta; él, alto, erguido y más frío que el hielo; ella, grácil, bravía y con su sedosa mata de cabello negro cayendo sobre los hombros, tras haber perdido la cofia entre los arbustos. En aquel momento, antes de que la joven pudiera escupir más fuego o de que el prior la amenazara con una condena más inminente, se oyeron las voces de unas personas que bajaban por el bosque: la de un hombre y la de una muchacha que conversaban preocupados y se acercaban a toda prisa, como si hubieran oído los gritos y las amenazas y corrieran para averiguar qué sucedía. Los dos antagonistas les oyeron y su concentración se disipó de inmediato. Sioned los conocía, y una fugaz sombra de desesperación y temor cruzó por su rostro. La joven miró asustada a su alrededor, en busca de ayuda. El brazo de una muchacha separó los arbustos que rodeaban el óvalo de hierba y en seguida apareció Annest, que contempló asombrada aquella inexplicable reunión de gente.
La angostura del sendero, no mayor que la sombra de un camino de
venados en la hierba, y la brusquedad con la cual Annest se había detenido le ofrecieron a Sioned una oportunidad que ella intentó aprovechar valerosamente.
—Vuelve a casa, Annest —dijo en voz alta—. Regresaré acompañada. Date prisa en prepararlo todo para los invitados porque tendrás poco tiempo —
añadió con apremio.
Annest aún no había bajado los ojos hacia donde el cuerpo de Rhisiart yacía medio oculto por la hierba y las sombras.
El esfuerzo fue inútil. Una mano grande y fuerte se apoyó en el hombro de la vacilante joven y la apartó a un lado.
—La compañía parece un poco enojada —dijo una clara y poderosa voz varonil—. Con tu permiso, Sioned, nos iremos todos juntos. Engelardo apartó suavemente a un lado a la joven con tanta familiaridad como si fuera su hermano y entró en el claro del bosque. Después se acercó a Sioned con los pasos seguros de un dueño y, de pronto, observó la rigidez de su cuerpo, el fuego de su mirada y la gélida desesperación de su semblante, inmediatamente reflejados en el suyo. Entonces frunció el ceño, y la amable sonrisa de sus labios desapareció de golpe mientras sus ojos ardían con un azul más intenso que el de las flores del aciano. Pasó por delante del prior como si no le viera o como si éste fuera un simple tocón o un árbol muerto al borde del camino, y extendió las manos sobre las cuales Sioned apoyó
las suyas, cerrando los ojos por un instante. Ahora ya no podía indicarle por señas que se alejara. Ya estaba allí, en medio de todos y sin ninguna defensa. El círculo de personas todavía no hostiles se estrechó a su alrededor para impedirle la huida.
Aún no había soltado las manos de Sioned cuando vio el cuerpo de Rhisiart. La impresión penetró con tanta violencia en su interior como debió penetrar la flecha en Rhisiart, paralizándole de golpe. Cadfael le tenía directamente delante y vio que sus labios se entreabrían y murmuraban casi en silencio:
«Jesucristo nos valga!». Lo que aconteció a continuación fue de lo más elocuente. El muchacho sajón se movió con amorosa lentitud, tomó las manos de Sioned en una de las suyas y, con la otra, empezó a acariciarle el cabello, las sienes, la mejilla, el mentón y el cuello. Lo hizo con tanta dulzura que ella se tranquilizó como por ensalmo. Él temblaba sin poder dominar su emoción. Después, la rodeó con su brazo y la estrechó, contemplando uno por uno los rostros que le miraban, hasta posar finalmente los ojos en el cuerpo de su señor.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó, palideciendo.
Miró a su alrededor, buscando al que, por derecho, hubiera tenido que ser
el vocero de los demás, y dudó entre el prior Roberto, que se había arrogado la autoridad, y el padre Huw, que era conocido y apreciado por todos. Repitió la pregunta en inglés, pero ninguno de los dos contestó, cosa que nadie hizo durante un buen rato. Al final, Sioned habló con una nota de clara advertencia en la voz:
—Aquí algunos dicen que has sido tú.
—¿Yo? —exclamó Engelardo asombrado y despectivo, más que alarmado, clavando los ojos en el angustiado rostro de la muchacha.
«¡Huye! —gritaron los labios de Sioned en silencio—. ¡Te acusan a ti!»
Era lo único que ella podía hacer. El joven la entendió porque ambos se comprendían en silencio y con sólo una mirada. Engelardo calculó con un rápido vistazo el número de sus enemigos y los espacios que mediaban entre ellos, pero no se movió.
—¿Quién me acusa? —preguntó—. ¿Y por qué motivos? Me parece que más bien tendría que ser yo quien os interrogara a vosotros, que estáis aquí de pie alrededor del cuerpo de mi amo muerto, mientras que yo he pasado todo el día con las vacas, más allá de Bryn: Cuando regresé a casa, Annest estaba preocupada porque Sioned no había vuelto y el pastor le había dicho que las vísperas no se rezarían en la iglesia. Salimos en su busca y os encontramos a todos aquí, gritando como locos. Ahora vuelvo a preguntar, y lo sabré antes de darme por vencido: ¿Quién lo hizo?
—Es lo que todos nos preguntamos —contestó el padre Huw—. Hijo mío, aquí nadie te acusa. Pero hay ciertas cosas que nos dan derecho a interrogarte, y un hombre que tenga la conciencia tranquila no debe avergonzarse de responder. ¿Has examinado detenidamente la flecha que abatió a Rhisiart?
¡Pues, mírala bien!
Engelardo se acercó frunciendo el ceño, miró con amargura al muerto y sólo después se fijó en la flecha. Vio las plumas azul oscuro y emitió un jadeo.
—¡Es una de las mías! —exclamó, mirándoles recelosamente a todos—. O
eso, o alguien ha copiado mi marca. Pero no, es mía, conozco el adorno, le puse las plumas nuevas hace apenas una semana.
—¿Reconoce que es suya? —preguntó Roberto, tratando de entender sus palabras—. ¿Lo confiesa?
—¿Confesar? —replicó Engelardo en inglés—. ¿Qué tengo que confesar?
¡Lo afirmo! Cómo fue traída hasta aquí o quién la disparó, lo ignoro tanto como vos, pero sé que la flecha es mía, ¡tan cierto como que existe Dios! —gritó
enfurecido—. ¿Creéis que, si yo hubiera tenido parte en esta villanía, hubiera dejado mi huella en la herida? ¿Acaso soy tonto además de forastero? ¿Y me creéis capaz de hacerle daño a Rhisiart? ¿El hombre que me demostró su
amistad y me ofreció un medio de subsistencia cuando tuve que escapar del condado de Chester a causa de mi afición a cazar venados?
—Él no te aceptaba como pretendiente de su hija —dijo Bened casi a regañadientes—, aunque en todo lo demás fuera bueno contigo.
—Es cierto y, según su sentir, tenía razón. Lo sé porque conozco las costumbres del País de Gales y, aunque en mi fuero interno me doliera, sabía que la razón y las tradiciones estaban de su parte. Nunca cometió la menor injusticia conmigo y yo nunca tuve ocasión de quejarme de nada. En cambio, él toleró mi arrogancia y mi impaciencia. No hay en todo Gwynedd un hombre a quien yo estime y respete más. Antes que causarle el menor daño a Rhisiart me hubiera cortado la garganta.
—Él lo sabía y lo sabe —dijo Sioned—, y yo también lo sé.
—Y, sin embargo, la flecha es tuya —dijo Huw con inmensa tristeza—. En cuanto a la conveniencia de retirarla o esconderla, puede que la precipitación de la huida, tras cometer este execrable acto, fuera más importante que lo otro.
—Si hubiera planeado este acto —contestó Engelardo—, aunque Dios me libre de tener que imaginar alguna vez tan gran vileza, no me hubiera sido difícil hacer lo que algún maldito diablo me ha hecho a mí, utilizando la flecha de otro.
—Pero, hijo mío, es más propio de tu naturaleza —añadió dolorosamente el sacerdote— que cometieras este acto sin premeditación y que en aquel momento sólo tuvieras tu arco y tus flechas. Otra petición, otra disputa, ¡y un súbito acceso de furia! Nadie supone que esto se urdió de antemano.
—No he usado el arco en todo el día. Estaba ocupado con las vacas, ¿por qué lo hubiera necesitado?
—Esto tendrá que establecerlo el alguacil real —dijo el prior Roberto, reclamando una posición de dominio sobre los demás—. Lo que hay que preguntarle ahora mismo a este joven es dónde estuvo todo el día, qué hizo y quién le acompañó.
—Nadie me acompañó. Los establos del otro lado de Bryn se encuentran en un lugar apartado, con muy buenos pastos, pero lejos de los caminos habituales. Hoy han parido dos vacas, una al mediodía y la otra a última hora de la tarde. Ha sido un parto difícil que me ha dado mucho trabajo, pero ahora los ternerillos están vivos. Ya se sostienen sobre sus patas y son la prueba de lo que estuve haciendo.
—¿Dejaste a Rhisiart en sus campos a mitad de camino?
—Así es. Me fui a mi trabajo y no volví a verle hasta ahora.
—¿Hablaste con alguien en los establos? ¿Alguien puede atestiguar dónde
estuviste durante el día?
Ahora era improbable que alguno intentara arrebatarle la iniciativa a Roberto. Engelardo miró rápidamente a su alrededor, calculando las posibilidades. Annest se adelantó en silencio y se situó al lado de Sioned. Los emocionados ojos de fray Juan la siguieron, aprobando una lealtad que no tenía otro medio para expresarse.
—Engelardo no regresó a casa hasta hace media hora —contestó la joven con firmeza.
—Hija mía —dijo el padre Huw con profundo pesar—, el lugar donde no estuvo no sirve para confirmar que estuvo donde dice. Las dos vacas pueden haber parido más rápido de lo que él afirma. ¿Cómo podemos saberlo si no estuvimos allí? Pudo tener tiempo de bajar de nuevo aquí, cometer el acto y regresar junto al ganado sin que nadie le viera. A no ser que haya alguien que declare haberle visto en otro sitio a la hora en que se cometió esta acción, en cuyo caso me temo que deberíamos retener a Engelardo hasta que el alguacil del príncipe asuma la responsabilidad de la situación. Los hombres de Gwytherin empezaron a murmurar entre sí, algunos convencidos por las palabras de Huw y muchos encolerizados por la trágica muerte de Rhisiart.
Otros vacilaban, aunque reconocían la necesidad de retener al forastero hasta que se demostrara su inocencia o se probara su culpabilidad. El círculo se cerró y los murmullos se convirtieron en unánime asentimiento.
—Es justo que así se haga —dijo Bened entre susurros de aprobación de los demás.
—Un inglés solitario con la espada contra la pared —le susurró fray Juan al oído a Cadfael—. ¿Qué posibilidades puede tener si nadie confirma sus dichos?
¡Estoy seguro de que dice la verdad! ¿Acaso habla o se comporta como un asesino?
Peredur había pasado todo el rato inmóvil como una roca sin apartar los ojos de Engelardo como no fuera para mirar con triste anhelo a Sioned. Cuando el prior levantó su brazo autoritario hacia Engelardo y todo el grupo se cerró
obedientemente a su alrededor dispuesto a ponerle las manos encima, Peredur retrocedió un poco hacia los árboles y Cadfael le vio mirar a Sioned y hacer un movimiento de cabeza como llamándola. Vencida por el agotamiento y el dolor, la joven respondió de la misma manera y se inclinó rápidamente para murmurarle algo al oído a Engelardo.
—Cumplid con vuestro deber —ordenó Roberto— para con vuestras leyes, vuestro príncipe y vuestra Iglesia, ¡y detened a este hombre!
Hubo un instante de silencio y, de pronto, todos los presentes se
abalanzaron sobre él. Engelardo se alejó de un salto de Sioned como queriendo refugiarse en los arbustos, pero, en su lugar, tomó una rama caída sobre la hierba y empezó a blandiría en círculo a su alrededor, derribando al suelo a dos desprevenidos ancianos y empujando a otros hacia atrás. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, cambió de dirección, saltó por encima de uno de los caídos en el suelo, se alejó de ellos, se libró del único que casi había conseguido agarrarle y se dirigió hacia la brecha que Peredur había dejado en sus filas. El padre Huw pidió a gritos a Peredur que lo detuviera, y éste saltó
para impedirle la huida. Nunca quedó muy claro lo ocurrido entonces aunque en cierto modo fray Cadfael lo adivinó. El caso fue que, cuando su brazo extendido estaba casi a punto de rozar la manga de Engelardo, Peredur pisó
una rama podrida, perdió pie y cayó de bruces medio aturdido entre los arbustos. Y probablemente sin resuello porque no hizo el menor ademán de levantarse hasta que Engelardo ya estaba muy lejos.
Pero el acoso no terminó ahí. Los más cercanos perseguidores de ambos lados, al ver el sesgo que adquiría la huida, empezaron a correr como liebres, siguiendo caminos convergentes hacia el fugitivo en el mismo borde del claro. Por la izquierda, se acercó uno de los siervos de la gleba de Cadwallon, corriendo como un galgo con sus largas piernas, mientras, por la derecha, fray Juan, con el hábito ondeando al viento, golpeaba poderosamente la tierra con sus sandalias. Fue quizás la primera vez que fray Juan disfrutó de la plena aprobación del prior Roberto. Y, sin duda, la última. Ya no quedaban en la carrera más que ellos tres y, aunque Engelardo era muy veloz, todos creyeron que el siervo de las largas piernas acabaría atrapándole antes de que pudiera escapar, o que los tres se precipitarían juntos en una impresionante colisión. El siervo estiró unos brazos tan largos como sus piernas, y fray Juan hizo lo mismo por el otro lado. Una poderosa mano agarró
un pliegue de la túnica de Engelardo por un lado; fray Juan saltó ágilmente por el otro. El prior Roberto suspiró de alivio, esperando que el fugitivo fuera apresado por un doble abrazo. Entonces fray Juan se agachó, apresó al siervo de Cadwallon por las rodillas y le hizo caer al suelo. Engelardo, librando su túnica de la presa del enemigo, saltó hacia los arbustos y desapareció entre el susurro de las ramas hasta que el silencio y la quietud cubrieron como un manto el camino de su huida.
La mitad de los hombres, más por la emoción que por verdadera hostilidad, se distribuyeron por el bosque tras el fugitivo, pero ya sin demasiado entusiasmo. Ya no tenían muchas posibilidades de atraparle. Probablemente tampoco les apetecía hacerlo, si bien, una vez iniciada la persecución, los sabuesos tenían que seguir el rastro. La verdadera tragedia estaba detrás, en el claro. Allí, por lo menos, la justicia tenía un culpable inequívoco. Fray Juan apartó los brazos de las rodillas de su víctima, se sentó en la
hierba, esquivó plácidamente un débil golpe que el siervo iba a propinarle y dijo en un sonoro pero incomprensible inglés:
—¡Vamos, muchacho, déjale en paz! ¿A ti qué daño te ha hecho? A fe mía que siento haberte agarrado de esta manera. ¡Si crees que te castigarán por eso, consuélate! Yo seguramente lo pagaré mucho más caro que tú. Después se levantó, sacudiéndose las hojas y la tierra adheridas a su hábito, y miró complacido a su alrededor.
El prior Roberto, todavía no recuperado de la decepción, alto, erguido y majestuoso, parecía un señor normando pensando en el terrible castigo que debería imponer al traidor. Pero allí estaba también Sioned, cansada, afligida y vacía de pasión, pero con un leve resplandor en los ojos. Y, a su lado, Annest, rodeándole protectoramente la cintura con su brazo, pero con su rostro de flor vuelto hacia Juan. De nada servirían los truenos y los relámpagos de Roberto mientras ella sonriera de aquella forma y le expresara de tal guisa su gratitud y admiración.
Fray Ricardo y fray Jerónimo se acercaron como heraldos de la condena, situándose uno a cada lado del joven monje.
—Fray Juan, os llaman. Habéis cometido un grave delito. Fray Juan les siguió resignado. A pesar de la tormenta que se avecinaba, jamás en su vida se había sentido más libre. Puesto que ya no tenía nada más que perder como no fuera su pundonor, estaba firmemente decidido a no sacrificarlo.
—Infiel e indigno hermano —dijo el prior Roberto con voz sibilante y tono de terrible indignación—, ¿qué habéis hecho? No neguéis lo que todos hemos visto. No sólo habéis contribuido a la fuga de ese malvado sino que, además, habéis frustrado el intento de apresarle de aquel fiel servidor. Habéis provocado deliberadamente la caída de aquel buen hombre, para ayudar a Engelardo a escapar. Traidor contra la Iglesia y la ley, habéis cometido una acción reprobable. Si hay algo con que podáis defenderos, decidlo ahora.
—Pensé que al muchacho le perseguían sin razón, por una sospecha muy sospechosa —contestó fray Juan con audacia—. He hablado con Engelardo, le tengo por un alma sincera y honrada, incapaz de cometer violencia a traición contra ningún hombre y mucho menos contra Rhisiart, a quien tanto apreciaba y valoraba. No creo que haya tenido parte en su muerte y, lo que es más, creo que no descansará hasta descubrir quién la tuvo. ¡Y entonces, que Dios se apiade del asesino! ¡Por eso le he dado una oportunidad y le deseo mucha suerte!
Ambas jóvenes, con las cabezas juntas en gesto de femenina solidaridad, interpretaron el tono, ya que no las palabras y, con expresión radiante, le
dedicaron un silencioso aplauso. El prior Roberto estaba indefenso, pero no lo sabía. Fray Cadfael, en cambio, lo sabía muy bien.
—¡Insolente! —tronó Roberto, erizándose hasta mostrar el cortante filo de su indignación ante aquella afrenta—. Os habéis condenado por vuestra propia boca y sois una deshonra para nuestra orden. Yo no tengo autoridad en lo que respecta a la ley galesa. El alguacil del príncipe deberá resolver este crimen que clama venganza. Pero, por lo que respecta a mis subordinados, en caso de que hayan infringido las leyes de este país del que somos huéspedes, dos disciplinas os amenazan, fray Juan. No puedo hablar en nombre del soberano de Gwynedd, pero en el mío sí puedo y así lo haré. Os habéis situado más allá de una simple sanción eclesiástica. Os confino en prisión hasta que yo hable con la autoridad secular de aquí, y entretanto os niego todas las confortaciones y los consuelos de la Iglesia —el prior hizo una breve pausa de reflexión mientras el padre Huw le miraba angustiado y perdido en aquel océano de quejas y acusaciones—. Fray Cadfael, preguntadle al padre Huw en qué lugar hay una prisión segura donde podamos encerrarle.
Fray Juan no había contado con aquella posibilidad y, aunque no se arrepentía de nada, como hombre pragmático que era, empezó a mirar a su alrededor, buscando el medio de escapar de allí. Estudió las brechas del semicírculo, tal como previamente hiciera Engelardo, separó sus poderosos pies e inclinó los hombros experimentalmente como si se dispusiera a propinarle un codazo en el vientre a fray Ricardo y una patada en las piernas a Jerónimo para luego correr hacia la libertad, pero se detuvo justo a tiempo cuando fray Cadfael dijo en tono pausado:
—El padre Huw dice que sólo hay un lugar apropiado. Si Sioned nos permite utilizar su casa, allí estaría seguro.
Al oír aquellas palabras, fray Juan perdió inesperadamente el interés por la fuga.
—Mi casa está a disposición del prior Roberto —se apresuró a decir Sioned en galés y con la mayor frialdad posible. Ya había recuperado el dominio de sí
misma y no cometió el error de expresarse en inglés—. Hay graneros y establos, si queréis utilizarlos. Prometo no acercarme al prisionero y no conservar en mi poder la llave de su prisión. El padre prior puede elegir al guardián que mejor le plazca entre los suyos. Mi casa le proporcionará el sustento, pero esta tarea se la encomendaré también a otra persona. Si la cumpliera yo misma, temo que se dudara de mi imparcialidad, después de lo ocurrido.
Es una buena chica, pensó fray Cadfael, traduciendo sus palabras más para Roberto que para Juan. Lo suficientemente lista como para evitar las mentiras aunque ello le provocara un inconveniente tras otro, pero lo bastante generosa como para pensar en los anhelos y deseos de los demás. La persona a quien se encomendaría alojar y alimentar debidamente a Juan se encontraba de pie al
lado de su ama, mejilla contra mejilla y cabello claro contra cabello oscuro. Eran unas mozas admirables. Pero tal vez no hubieran encontrado aquel inesperado y prometedor camino abierto de no haber sido por la inocente intervención del célibe sacerdote de su parroquia.
—Tal vez sea lo mejor —dijo el prior Roberto con una gelidez no exenta de cortesía—. Os agradezco vuestro amable ofrecimiento, hija mía. Tratadle severamente, dadle lo que necesite para vivir, pero nada más. Está en grave peligro de perder su alma y justo es que su cuerpo expíe la culpa. Si lo permitís, nosotros nos adelantaremos a encerrarle, comunicaremos a vuestro tío lo ocurrido y le pediremos que mande a alguien a buscaros. No quiero molestar más en una casa que está de luto.
—Yo os mostraré el camino —dijo Annest, apartándose modestamente del lado de Sioned.
—¡Sujetadle fuerte! —advirtió Roberto mientras iniciaban la marcha a través del bosque.
Sin embargo, de haberle mirado con más detenimiento, el prior hubiera observado que la resignación del reo se había transformado en algo muy cercano a la complacencia. Juan caminaba con tanta ligereza como sus guardianes, más interesado en contemplar el fino talle y los gráciles hombros de Annest que en buscar una oportunidad de fugarse.
Bien, pensó Cadfael, decidiendo no acompañarles mientras se volvía a mirar a Sioned, ¡que Dios lo resuelva todo! ¡Tal como indudablemente está
haciendo, ahora y siempre!
Los hombres de Gwytherin cortaron unas ramas jóvenes y entretejieron unas parihuelas verdes para trasladar el cuerpo de Rhisiart a casa. Cuando levantaron el cadáver, vieron en la parte inferior mucha más sangre que alrededor de la herida, pese a que la punta de la flecha apenas había atravesado la piel de la espalda y la ropa. Cadfael hubiera deseado examinar más detenidamente la túnica y la herida, pero se abstuvo de hacerlo porque Sioned se encontraba de pie a su lado, rígidamente erguida en su pétreo dolor. Nada, ni una palabra ni un acto que no fuera hierático y ceremonioso, hubiera sido permisible en su presencia. Por si fuera poco, acababan de llegar todos los criados de Rhisiart para llevarse a su señor a casa. El mayordomo esperaba en la puerta con los bardos y las plañideras para recibirle por última vez, y aquello ya no era la indagación de un delito sino la primera celebración de un gran rito funerario, por lo que cualquier intento de examen hubiera resultado indecoroso. No había ninguna esperanza de hacer ulteriores averiguaciones aquella noche. Hasta el prior Roberto comprendió la necesidad de retirarse respetuosamente,
junto con los suyos, de aquella afligida comunidad de la que no formaban parte. Cuando llegó el momento de levantar las parihuelas con el cadáver, ahora debidamente tendido con las piernas estiradas y las manos en los costados, Sioned miró a su alrededor, buscando a alguien más a quien encomendar una participación en aquella honrosa tarea. Pero no le encontró.
—¿Dónde está Peredur? ¿Qué ha sido de él?
Nadie le había visto alejarse, pero se había ido. Nadie le prestó atención tras completar fray Juan lo que Peredur había comenzado. Se había ido sin decir nada, como si hubiera cometido un acto vergonzoso del que esperara reproches y no gratitud. En medio de su inmenso dolor, Sioned lamentó su deserción.
—Pensé que querría ayudar en el traslado de mi padre a casa. Él lo quería y sabe que mi padre lo apreciaba muchísimo. Desde niño, entraba y salía de nuestra casa como si fuera la suya.
—Tal vez temió no ser bien recibido —apuntó Cadfael—, tras haber hecho un comentario sobre Engelardo que te disgustó.
—¿Y haber hecho después algo que lo borró con creces? —replicó Sioned en voz baja para que sólo lo oyera Cadfael. No tenía por qué proclamar a los cuatro vientos lo que ella sabía muy bien, es decir, que Peredur le había facilitado la huida a su enamorado—. No, no entiendo por qué se ha ido de esta manera, sin decir nada —añadió, suplicándole al monje con una mirada que la acompañara mientras ella echaba a andar tras las parihuelas. Al cabo de un rato de silencio, Sioned preguntó sin volver la cabeza—: ¿Os dijo mi padre las cosas que os tenía que decir?
—Algunas —contestó Cadfael—. No todas.
—¿Hay algo que yo deba o no deba hacer? Necesito saberlo. Tenemos que prepararle esta noche —al día siguiente el cuerpo ya estaría rígido, y ella lo sabía—. Si necesitáis algo de mí, decídmelo ahora.
—Guarda la ropa que lleva cuando se la quitéis, y observa dónde está
mojada por la lluvia de esta mañana y dónde está seca. Si ves algo extraño, recuérdalo. Mañana, en cuanto pueda, vendré a verte.
—Tengo que saber la verdad —dijo la joven—. Vos sabéis por qué.
—Sí, lo sé. Pero, esta noche, cantad y bebed por él, y ten la absoluta certeza de que él oirá vuestros cantos.
—Sí —Sioned suspiró profundamente—. Sois un hombre bueno. Me alegro de que estéis aquí. Vos no creéis que haya sido Engelardo.
—Estoy completamente seguro de que no. En primer lugar, no es propio de él. Los jóvenes como Engelardo pueden atacar cuando se enfurecen, pero con los puños, no con las armas. En segundo lugar, si hubiera tenido la intención, lo
hubiera hecho mejor. Ya viste el ángulo de la flecha. Calculo que Engelardo supera la estatura de tu padre por lo menos en tres dedos. ¿Cómo pudo disparar una flecha por debajo de las costillas de un hombre más bajo que él, aunque lo hiciera desde un terreno situado a un nivel inferior? Aunque se arrodillara o agachara entre la maleza, dudo que lo hubiera conseguido. ¿Y por qué razón hubiera cometido ese delito? Es una locura. ¿Cómo el mejor tirador de la región no pudo disparar limpiamente la flecha desde una distancia en la que pudiera verle con toda claridad? Y, lo que es peor, ¿cómo es posible que un buen arquero buscara un sitio tan angosto y complicado? No han mirado bien el terreno, de lo contrario no dirían semejante sandez. Pero, sobre todo, Engelardo es demasiado sincero y honrado como para matar a traición, por mucho que odie a un hombre. Y a Rhisiart no lo odiaba. No hace falta que me lo digas, lo sé.
Buena parte de lo que Cadfael acababa de decirle hubiera podido herir a Sioned, pero no la hirió. La joven siguió todos sus argumentos y, al oír ensalzar de tal guisa a su enamorado, se ruborizó de emoción en su vulnerable doncellez.
—No parecéis sorprendido de que no me preocupe por lo que pueda haber sido de Engelardo y por dónde pueda estar ahora.
—No —dijo Cadfael, sonriendo—. Tú sabes dónde está y cómo comunicarte con él siempre que lo necesites. Creo que vosotros tenéis dos o tres lugares secretos más apartados que aquel roble, y en uno de ellos descansa ahora Engelardo o pronto descansará. Me parece que sabes que está a salvo. No me digas nada, a menos que necesites ayuda o un mensajero.
—Vos podéis ser mi mensajero para otro, si queréis —dijo la joven. Habían dejado atrás el bosque y se encontraban en los linderos de los campos de Rhisiart. El prior Roberto, con expresión severa y reservada, se encontraba de pie, discretamente acompañado por los suyos, tratando de comunicar con sus manos, sus facciones y la leve inclinación de su cabeza, el respeto que sentía por el muerto y la compasión que le inspiraban sus deudos sin que ello significara que había perdonado la ofensa. Su prisionero estaba a buen recaudo y Roberto sólo aguardaba para recoger al último de su rebaño y retirarse con majestuoso decoro—. Decidle a Peredur que le he echado de menos entre aquellos que mi padre hubiera querido que le llevaran a casa. Decidle que lo que hizo fue muy generoso, y que le estoy agradecida. Y que lamento que lo haya dudado por un instante.
Ya se estaban acercando a la entrada y tío Meurice, el mayordomo, había salido a recibirles con su bondadoso rostro desfigurado por la angustia y el dolor.
—Y venid mañana —añadió Sioned casi en un susurro mientras se alejaba de Cadfael y entraba en la casa tras el cuerpo sin vida de su padre.
6
El mensaje de Sioned pudo haberse demorado bastante en llegar a su destinatario, pues no era fácil alejarse de la casa de Cadwallon sin una palabra de petición o excusa al prior Roberto. Sin embargo, en la oscuridad del bosque, Cadfael distinguió la sombra de alguien que trataba de ocultarse, y comprendió
que era Peredur. Al parecer, éste no esperaba que lo siguieran puesto que sólo se había apartado un poco del camino para no tropezarse con nadie. Estaba sentado cabizbajo sobre un tronco caído, con la espalda apoyada en un árbol joven que se inclinaba bajo su peso mientras hundía un pie en las hojas que cubrían el suelo. Cadfael se le acercó sin pedir permiso. Peredur levantó los ojos al oír el rumor de unas pisadas sobre las esporas de los helechos, y se puso de pie para retirarse y no tener que hablar con nadie, pero lo pensó mejor y se quedó donde estaba con expresión resignada.
—Tengo que comunicarte un mensaje —dijo Cadfael en voz baja— de parte de Sioned. Me pidió que te dijera que te echó de menos cuando necesitó tus hombros para llevar en andas a su padre. Dice que lo que hiciste fue muy generoso y te lo agradece.
Peredur movió nerviosamente los pies y se adentró un poco más en las sombras.
—Ya tenía mucha gente allí —contestó tras una pausa dictada más por timidez que por enojo—. A mí no me necesitaba para nada.
—Cierto que había manos y hombros de sobra —convino Cadfael—, pero de todos modos te echó de menos. A mi parecer, te considera alguien que ocupa un lugar muy destacado entre su gente. Desde la infancia has sido como un hermano para ella, y ahora no le vendría mal un hermano a su lado. La tensión del cuerpo joven de Peredur fue claramente visible en la verde oscuridad del bosque, y tan fuerte que incluso le trabó la lengua.
—No es un hermano lo que yo quería ser para ella —replicó y soltó una carcajada amarga.
—Lo comprendo. Pero, en el momento más difícil, te has comportado como si lo fueras tanto para ella como para Engelardo.
Aquellas palabras que pretendían ser de consuelo y alabanza le hirieron interiormente y le provocaron un nuevo acceso de malhumor.
—O sea que se considera en deuda conmigo y quiere pagarme, pero no por mí. A mí no me quiere.
—Mira —dijo Cadfael en tono pausado—, ya te he transmitido su mensaje.
Si vas a verla, ella te convencerá mejor que yo. Hay otro que hubiera deseado tu presencia allí, si hubiera podido hablar.
—¡Callaos, por Dios! —exclamó Peredur, moviendo la cabeza en un gesto de dolor—. No dig{is m{s…
—No, perdóname, sé que eso es tan doloroso para ti como para Sioned. Ella misma lo dijo. «Él lo quería y sabe que mi padre lo apreciaba muchísimo…»
El muchacho jadeó y, dando bruscamente media vuelta, se alejó velozmente entre los árboles mientras fray Cadfael regresaba meditabundo junto a sus compañeros, con la sensación de haber hurgado en una llaga en carne viva.
—Vos y yo —dijo Bened cuando Cadfael regresó a la herrería después de completas— tendremos que beber solos esta noche, amigo mío. Huw aún no ha regresado de la mansión de Rhisiart y Padrig estará ocupado, cantando en honor del muerto hasta la madrugada. Menos mal que estaba aquí ahora. Es mejor que a un hombre le acompañe a la tumba un buen poeta y arpista con sus cantos. Los hijos lo recuerdan después con agrado. Y a Cai no le veremos muy a menudo por aquí hasta que venga el alguacil y se lleve al prisionero.
—¿Quieres decir que Cai será el carcelero de Juan? —preguntó Cadfael, alegrándose en su fuero interno.
—Se ofreció voluntariamente a cumplir esa tarea. Creo que esta chica mía le pidió que lo hiciera, aunque no hubiera sido necesario. Fray Juan estará muy bien atendido durante uno o dos días. No debéis preocuparos por él.
—Nada más lejos de mi mente —dijo Cadfael—. ¿Y es Cai quien guarda la llave?
—Podéis estar seguro. El príncipe Owain se ha ido al sur, según dicen, y dudo mucho que el juez o el alguacil tengan tiempo que perder en una pequeña cuestión de insubordinación en Gwytherin —Bened suspiró, contemplando su cuerna, llena esta vez de áspero vino tinto—. Me arrepiento de haber llamado la atención sobre el color azul de las plumas; por lo menos, delante de la moza. Pero alguien lo hubiera hecho. Es muy cierto que ahora, teniendo por guardián sólo a su tío Meurice, Sioned se hubiera salido con la suya. Le hace bailar al son que ella toca y el pobre hombre jamás se hubiera interpuesto en su camino. Pero ahora tengo mis dudas. Nadie hubiera sido tan necio como para dejar su huella personal en un muerto, a la vista de todo el mundo. A menos que ocurriera un imprevisto y tuviera que salir por piernas. Le hubiera bastado una trasquiladora, ¿cuánto hubiera tardado en acuchillarle? No, es difícil de comprender. ¡Y, sin embargo, pudo ser así!
Por la zozobra que le dominaba, tenía que haber algo más en la mente de
Bened. En su fuero interno, éste se preguntaba si no habría hablado en la esperanza de tener mejores oportunidades con Sioned una vez eliminado su máximo rival. El herrero sacudió tristemente la cabeza.
—Me alegré de que huyera, pero estaré más contento cuando regrese al condado de Chester después del escándalo. A pesar de todo, no creo que sea un asesino.
—Podríamos examinar un poco este asunto, si quieres —dijo Cadfael—. Tú
conoces a las gentes de aquí mejor que yo. Admitámoslo, la acusación de la joven contra el prior Roberto es la que más de uno habrá pensado, tanto si lo dice como si no. Hemos venido a este lugar e iniciado una disputa con el único hombre (no discutamos ahora quién tiene razón) que se oponía a nuestro propósito y, de pronto, alguien le mata. ¿Qué más natural que todas las sospechas recaigan sobre nosotros?
—Es blasfemia pensar siquiera en semejante acusación contra tan venerables monjes —dijo Bened, escandalizado.
—Los reyes y los abades también son hombres y pueden caer en la tentación. Por consiguiente, ¿qué podemos pensar de los acontecimientos de este día? Seis de nosotros estuvimos juntos o muy cerca los unos de los otros hasta después de misa. El prior Roberto, fray Ricardo y yo estuvimos con el padre Huw, primero en el jardín y después, cuando empezó a llover media hora más tarde, en el interior de la casa. Ninguno de nosotros pudo ir al bosque. Fray Juan tampoco porque estaba en la casa, tal como Marared puede confirmar. El único que se marchó antes de vísperas en busca de Rhisiart fue fray Ricardo, el cual se ofreció a ir a ver si le encontraba o si averiguaba alguna noticia sobre él, y regresó con las manos vacías. Se marchó pasada una hora del mediodía y afirma que en el bosque no habló con nadie. A la vuelta, preguntó
en la puerta de Cadwallon sobre las dos y media. Tengo que hablar con el portero, para confirmar si es cierto. Quedan dos, pero sabíamos dónde estaban. Fray Jerónimo y fray Columbano habían sido enviados a la capilla de santa Winifreda a fin de que oraran por la consecución de un acuerdo pacífico. Todos les vimos marcharse juntos y ya debían de estar arrodillados en la capilla mucho antes de que Rhisiart bajara por el camino. Allí se quedaron hasta que el padre Huw les envió un mensajero para que se reunieran con nosotros. Cada uno de ellos es testigo del otro.
—Esto es lo que yo digo —señaló Bened, más tranquilo—. Los santos varones no suelen cometer asesinatos.
—Buen hombre —dijo Cadfael con la cara muy seria—, hay santos varones tanto dentro como fuera de los conventos y te diré, en honor a la verdad, que hay tantos hombres buenos fuera de la fe cristiana como dentro de ella. En Tierra Santa conocí algunos sarracenos que me merecían más confianza que la mayoría de los cruzados; hombres honrados, generosos y corteses que hubieran
desdeñado disputar y empujarse unos a otros por los mejores puestos y las mejores mercaderías, tal como hacían algunos de nuestros aliados. Trata a cada hombre según lo veas porque todos somos iguales bajo el hábito, la túnica o los harapos. Algunos están mejor hechos que otros, y algunos mejor atendidos, pero todos estamos cortados por el mismo patrón. Pero, volvamos a lo nuestro. Que yo sepa, sólo uno de nosotros, fray Ricardo, tuvo ocasión de estar cerca cuando mataron a Rhisiart y de entre todos, es el que menos probabilidades tiene de ser un asesino. Por consiguiente, tenemos que buscar a otros a quienes tal vez santa Winifreda les sirvió de oportunidad y pretexto. ¿Tenía Rhisiart algún enemigo en Gwytherin? ¿Alguien que quizás nunca le hubiera atacado si nosotros no hubiéramos desencadenado esta tormenta, ofreciéndole la tentación en bandeja?
Bened reflexionó un instante, con la cuerna de vino en la mano.
—No existe hombre a quien alguien no le desee mal pero, de eso al asesinato, media un buen trecho. Hubo un tiempo en que el propio padre Huw disputó con Rhisiart por una franja de tierra, que ambos reclamaban como propia, y hubo muchas discusiones, pero, al final, todo se arregló poniendo por testigos a los vecinos, y ya nunca se volvió a hablar del asunto. También hubo algún juicio. ¿Habéis oído hablar de algún propietario de tierras galés que no tenga un juicio entre manos? Uno fue con Rhys de Cynan sobre unos lindes, y otro sobre unas cabezas de ganado extraviadas. Pero eso no provoca rencores duraderos. Aquí, en el País de Gales, los juicios se nos dan muy bien. Una cosa es cierta: con el interés que habéis despertado aquí, en varias leguas a la redonda todo el mundo sabía que Rhisiart acudiría al mediodía a casa del padre Huw. Imposible saber quién pudo asaltarle por el camino. No pudieron llegar más lejos. El campo era muy ancho, tan ancho como para incluir también a Engelardo, por muy convencido que estuviera Cadfael de su inocencia. Tan ancho como para abarcar a vecinos como Cadwallon, siervos de la gleba y criados.
Pero no como para incluir, pensó fray Cadfael mientras regresaba al henil de Huw en la verde y fragante oscuridad, a aquel extraño joven, el preferido de Rhisiart y a quien tanto quería, y de cuya casa entraba y salía desde la infancia como si fuera su hijo, ¿verdad? El joven que había dicho de Engelardo, y también de sí mismo, que un hombre puede desviarse de su naturaleza por amor y que, seguramente por amor, le facilitó el camino de la fuga a Engelardo, tal como Cadfael había visto con sus propios ojos. El joven rechazaba ahora la gratitud y el afecto de Sioned, quizás porque no era amor o quizás porque el amor era lo único que quería de ella o por otra oscura razón. Cuando se adentró
en silencio en el bosque tenía el aire de alguien perseguido por un demonio. Pero sin duda se trataría de otro demonio, y no de aquél. La muerte de Rhisiart, lejos de favorecer sus posibilidades, le había privado de su más firme aliado, el
cual esperaba pacientemente e instaba en todo momento a su hija a aceptar el deseado matrimonio. No, se mirara como se mirara, Peredur era un inquietante misterio.
El padre Huw no regresó aquella noche de casa de Rhisiart. Fray Cadfael se acostó solo en el henil y, recordando que fray Juan estaba encerrado en alguno de los graneros de Sioned y que no había nadie para preparar la comida, se levantó temprano para encargarse de la tarea. Se dirigió a la dehesa de Bened para ver a los caballos, que tampoco tenían a nadie que los cuidara. Le apetecía más trabajar al aire libre de buena mañana que permanecer encerrado con el prior Roberto, aunque se vio obligado a regresar a tiempo para el capítulo, que, según decreto del prior Roberto, tenía que celebrarse diariamente como en la abadía, por muy breves que fueran los asuntos a tratar. Los cinco se reunieron en el jardín y el prior Roberto lo presidió todo con la solemne dignidad acostumbrada. Fray Ricardo leyó los santos de aquel día y del siguiente. La recia figura de fray Jerónimo hizo los habituales gestos de servil reverencia y dio todas las respuestas de rigor, pero a Cadfael le pareció
que fray Columbano se mostraba insólitamente circunspecto y turbado, con sus grandes ojos azules empañados como por un velo. El contraste entre su vigorosa figura y su bella cabeza autocrática, y la humildad de su porte y semblante era siempre motivo de desconcierto, pero, aquella mañana, su extrema inquietud por alguna crisis interna o algún pecado real o imaginario hubiera resultado tremendamente dolorosa para cualquier observador. Fray Cadfael suspiró, temiendo que le diera otro ataque de mal caduco como el que había motivado aquel peregrinaje. ¿Quién sabía lo que podía hacer aquel desequilibrado medio santo y medio idiota?
—Aquí no tenemos más que un asunto que discutir —dijo con firmeza el prior Roberto— y lo estudiaremos con la debida atención. Quiero reivindicar con más fuerza que nunca nuestro derecho a tomar las reliquias de la santa y trasladarlas a Shrewsbury. Sin embargo, tenemos que reconocer que, de momento, no hemos conseguido convencer a la gente. Ayer tenía la esperanza de que todo se resolviera satisfactoriamente. Nos habíamos preparado con toda reverencia y merecíamos el triunfo…
Al llegar a este punto, el prior fue interrumpido por un audible sollozo de fray Columbano, que atrajo todas las miradas sobre el joven. Éste se levantó, trémulo y humilde, y permaneció de pie con los ojos cerrados y las manos cruzadas delante de Roberto.
—¡Padre prior, mea culpa, ay de mí! He sido infiel y deseo confesarme. He venido al capítulo dispuesto a purificar mi alma y pedir un castigo porque mi
reincidencia es la causa de nuestra continua desgracia. ¿Se me permite hablar?
Ya sabía yo que algo se estaba cociendo, pensó fray Cadfael, hastiado y resignado. ¡Menos mal que esta vez no le ha dado por rodar por el suelo y morder la hierba!
—Hablad —dijo el prior con cierta benevolencia—. Puesto que nunca habéis tomado a la ligera vuestras faltas, no creo que debáis temer una condena muy dura. Siempre habéis sido vos mismo vuestro más severo juez. Así era, en efecto, pero semejante actitud, utilizada con astucia, podía ser un medio de eludir o aplazar los juicios de los demás.
Fray Columbano cayó de hinojos sobre la hierba del jardín. Qué apostura y qué aristocracia, reconoció Cadfael, admirando, sin poderlo evitar, la compacta gracia y fortaleza de su cuerpo y la suave flexibilidad de sus movimientos.
—Padre, vos me enviasteis ayer con fray Jerónimo a hacer vigilia en la capilla y orar por un feliz resultado amistoso y pacífico. Padre, llegamos allí
muy temprano, antes de las once calculo yo; y, tras haber comido, nuestras provisiones, entramos y ocupamos nuestros lugares, porque dentro hay reclinatorios y el altar está muy limpio y bien cuidado. Oh, padre, mi voluntad de hacer vigilia era sincera, pero la carne es débil. No llevaba ni media hora arrodillado en oración cuando caí dormido sobre mis brazos en el reclinatorio para mi eterna deshonra. No puedo aducir como excusa que duermo mal y cavilo mucho desde que llegamos aquí. La plegaria fortalece y purifica la mente. Me quedé dormido y nuestra causa se debilitó. Debí de pasarme toda la tarde durmiendo porque lo único que recuerdo es a fray Jerónimo, sacudiéndome por el hombro y diciéndome que un mensajero nos pedía que le acompañáramos —
el joven contuvo la respiración mientras una gruesa lágrima resbalaba por su mejilla, rodeando el atrevido hueso normando—. No miréis de soslayo a fray Jerónimo porque sin duda no se percató de que me había quedado dormido y no debe culpársele de ello ni de no haber dado cuenta de mi pecado. Desperté
cuando me sacudió por el hombro, me levanté y fui con él. Pensó que había estado orando como él y no sospechó nada malo.
A nadie se le había ocurrido mirar de soslayo a fray Jerónimo hasta aquel momento, pero fray Cadfael fue probablemente el más rápido y el único que observó la curiosa expresión de inquietud, trocada inmediatamente en complacencia, que cruzó por el semblante habitualmente imperturbable del fraile. Jerónimo no se había entregado a las mismas elucubraciones que Cadfael ya que, de lo contrario, su rostro hubiera distado mucho de mostrarse complacido. Fray Columbano, en su ensimismada inocencia, había eliminado cualquier certeza de que Jerónimo hubiera pasado el mediodía y la tarde del día anterior rezando inmóvil en la capilla de santa Winifreda por el feliz resultado de las deliberaciones. Su único testigo había dormido todo el rato y él hubiera podido marcharse sigilosamente.
—Hijo mío —dijo el prior Roberto con una indulgencia que ciertamente jamás hubiera utilizado con fray Juan—, vuestra falta es humana, y la fragilidad es propia de nuestra naturaleza. Al defender a vuestro hermano, compensáis con creces vuestro error. ¿Por qué no lo dijisteis ayer?
—¿Cómo hubiera podido hacer tal cosa, padre? No tuve ocasión antes de que conociera la muerte de Rhisiart. Con la pesada carga que llevabais sobre vuestras espaldas, ¿cómo podía yo echaros otra en aquel momento? Decidí
guardarlo para este capítulo, que es el lugar apropiado para que los frailes que pecaron reciban su penitencia y se humillen, tal como yo me humillo ahora como indigno de la vocación que elegí. Dadme vuestro veredicto, deseo hacer penitencia.
El prior estaba a punto de emitir su juicio, desarmado ante aquella devota sumisión y conciencia del pecado, cuando de repente le distrajo el ruido de la tranca de madera de la verja del jardín y vio al padre Huw cruzando el césped para acercarse a ellos, con el cabello y la barba más desgreñados que de costumbre y los ojos cansados por falta de sueño, pero el semblante decidido y sereno.
—Padre prior —dijo el párroco, deteniéndose ante ellos—, vengo de celebrar una reunión con Cadwallon, Rhys y Meurice y todos los hombres de mayor peso en mi parroquia. Ha sido la mejor oportunidad, si bien lamento la causa que la ha propiciado. Todos acudieron a dar su condolencia por Rhisiart, el cual halló la muerte tal como le habían profetizado…
—Dios me libre de vaticinar la muerte de nadie —se apresuró a contestar el prior Roberto—. Yo dije que a su debido tiempo santa Winifreda sería vengada en el hombre que se interpusiera en su camino.
—Pero, cuando él ya estaba muerto, vos dijisteis que era la venganza de la santa. Todos lo oyeron y casi todos lo creyeron. Yo aproveché la oportunidad para volver a hablar con ellos sobre el asunto. No quieren hacer nada contrario a la voluntad del cielo ni ofender a la orden benedictina y la abadía de Shrewsbury Después de lo ocurrido, no consideran acertado ni conveniente poner en peligro la vida de ningún hombre, mujer o niño de Gwytherin. Padre prior, se me ha encomendado deciros que retiran cualquier oposición a vuestros planes. Las reliquias de santa Winifreda están a vuestra disposición y os las podéis llevar cuando queráis.
El prior Roberto lanzó un profundo suspiro de triunfo y gozo y, en aquel momento, se olvidó de cualquier deseo de imponer aunque fuera un leve castigo al joven fraile. Aquello era el cumplimiento de todas sus esperanzas. Fray Columbano, todavía de rodillas, elevó los ojos al cielo con expresión extasiada y juntó las manos en gesto de gratitud, como si, tras haber compensado el daño de su infidelidad con contrición y penitencia, él fuera la causa de aquel deseado final. Fray Jerónimo, dispuesto a impresionar con su
devoción tanto al prior como al párroco, levantó las manos y pronunció en latín una reverente invocación de alabanza a Dios y los santos.
—Estoy seguro —dijo el prior Roberto con magnanimidad— de que el pueblo de Gwytherin nunca tuvo intención de ofender. Ahora ha obrado con prudencia y rectitud. Me alegro, tanto por este pueblo como por mi abadía, de que hayamos cumplido nuestra misión aquí y podamos despedirnos amistosamente de vosotros. Y a vos, padre Huw, os damos las gracias por la parte que habéis tenido en la consecución de este satisfactorio final. Habéis hecho lo debido por vuestra parroquia y por vuestro pueblo.
—Me veo en la obligación de deciros —contestó Huw con toda sinceridad—
que no les hace felices perder a la santa. Pero ninguno de ellos quisiera poner trabas a vuestros deseos. Si os parece bien, hoy mismo os acompañaremos a su sepulcro.
—Iremos en procesión después de la próxima misa —dijo el prior con su severo semblante insólitamente risueño tras haber conseguido su propósito—. No probaremos la comida hasta postrarnos ante el altar de santa Winifreda para darle las gracias —sus ojos se posaron en fray Columbano, el cual, pacientemente arrodillado, miraba a su alrededor con ojos perrunos, insistiendo en que se reconociera su pecado. Roberto le miró levemente sorprendido, como si se hubiera olvidado de su existencia—. Levantaos, hermano, y tened confianza. Ya veis que el perdón se respira en el aire. No seréis privado de participar en el deleite de visitar a la santa doncella y tributarle honor.
—¿Y mi castigo? —insistió el incorregible penitente. En la sumisión de fray Columbano había una considerable cantidad de hierro.
—En penitencia, os encargaréis de las humildes tareas que cumplía fray Juan y serviréis a vuestros hermanos y a las bestias hasta que regresemos a casa. Pero vuestra parte en la gloria de este día no la perderéis y os permitiré portar con vuestros hermanos el relicario donde descansarán los huesos de la santa. Lo llevaremos con nosotros y lo depositaremos ante el altar. En presencia de todo el mundo pediré que la santa doncella apruebe cualquier cosa que hagamos.
—¿Y hoy mismo emprenderéis el regreso? —preguntó el padre Huw con gesto cansado.
Estaba deseando olvidar aquel episodio y librarse de todos ellos para que Gwytherin volviera a ser como antes, aunque con la ausencia de un hombre bueno.
—No —contestó el prior Roberto tras reflexionar un instante—, quiero mostrar a cada paso nuestra voluntad de ser guiados y la veracidad de nuestra afirmación, según la cual esta misión fue inspirada por la propia santa
Winifreda. Decreto tres noches de vigilia y oración ante el altar de la capilla con anterioridad a nuestra partida, para confirmar que todo lo que hacemos cuenta con la bendición del cielo. Aquí somos seis, si vos queréis uniros a nosotros, padre Huw. De dos en dos, nos turnaremos durante toda la noche en la capilla y rezaremos para que seamos debidamente guiados.
Confiando en el feliz resultado de la misión, tomaron el féretro con incrustaciones de plata labrado en Shrewsbury y lo llevaron en procesión bosque arriba. Pasaron por delante de la casa de Cadwallon y siguieron el camino de la derecha que discurría en sentido oblicuo al del escenario de la muerte de Rhisiart, hasta llegar a un pequeño claro de la ladera de la colina, rodeado por tres lados por altos espinos cubiertos de flores blancas. La capilla era de madera ennegrecida por el tiempo, pequeña y oscura en su interior, con un minúsculo campanario sin campana junto a la entrada. A su alrededor, el camposanto se extendía en fluctuantes terrazas cubiertas de hierba y maleza. Al llegar allí, ya les seguía una ingente y silenciosa comitiva de lugareños que los miraban con rostros recelosos, inquisitivos y humildes. Nadie hubiera podido adivinar si aún estaban resentidos. Sus ojos empañados no deseaban revelar nada ni perderse ningún detalle.
Al llegar a la vieja puerta de madera que cerraba el camino, el prior Roberto se detuvo y trazó la señal de la cruz con amplios y majestuosos ademanes.
—¡Esperad aquí! —dijo cuando Huw se disponía a acompañarle—. Ahora veremos si la plegaria puede guiar mis pasos. Debéis saber que he rezado mucho. No quiero que me mostréis la sepultura de la santa. Yo os la mostraré a vos, si ella viene en mi ayuda.
Todos permanecieron inmóviles mientras la alta figura avanzaba con pasos cautelosos, como tanteando el terreno mientras los faldones de su hábito rozaban la maraña de hierbas y flores. Sin prisas y sin la menor vacilación, el prior se dirigió hacia un pequeño montículo cubierto de maleza al este de la capilla y cayó de rodillas delante de él.
—Santa Winifreda está enterrada aquí —dijo.
Cadfael pensó en ello durante el camino cuando aquella tarde cruzó el bosque hacia la casa de Rhisiart. Era previsible que el prior Roberto hiciera algo para impresionar a los demás, pero aquel pequeño milagro fue un auténtico golpe maestro. Aún no había olvidado el susurro de asombro y los comentarios en voz baja de los hombres de Gwytherin. A aquellas horas, las más remotas
cabañas de los siervos de la gleba y las casitas más humildes de la aldea ya se habrían enterado de la noticia. Los monjes de Shrewsbury ya estaban justificados. La santa había tomado a su prior de la mano y lo había conducido hasta su sepultura. No, aquel hombre jamás había estado en aquel lugar y la tumba no tenía ninguna marca que facilitara su identificación como, por ejemplo, un tardío intento de cortar la maleza que la cubría. Estaba como siempre había estado y, sin embargo, él la reconoció entre todas las demás. De nada hubiera servido recordarle a aquella gente tan dominada por el asombro que, si bien el prior Roberto jamás había estado en la capilla, sus fieles servidores fray Jerónimo y fray Columbano estuvieron allí la víspera con el pequeño Edwin. ¿Y qué más probable que uno de ellos le pidiera al niño que le mostrara la sepultura de la santa a la que habían venido a buscar desde tan lejos?
Tras haber demostrado con aquel triunfo lo justificado de su petición, el prior Roberto se había concedido tres días con sus noches, durante los cuales tal vez ocurrirían otros prodigios similares que corroborarían sus afirmaciones. Un paso muy atrevido, pero Roberto era un hombre atrevido e ingenioso, capaz de jugarse sus posibilidades de ofrecer ulteriores milagros contra el riesgo de otras posibilidades que los desmintieran. Quería quitar a la aldea de Gwytherin aquello que había ido a buscar, pero, al mismo tiempo, dejarla si no plenamente satisfecha, sí por lo menos bastante atemorizada. No quería alejarse a toda prisa con el trofeo de los huesos como si temiera que alguien frustrara sus propósitos. Pero él no pudo haber matado a Rhisiart, pensó Cadfael sin dudarlo ni un instante. De eso estoy seguro. Pero ¿pudo tal vez llegar al extremo de buscar a alguien que…? Consideró la posibilidad con toda honradez, y la rechazó. Soportaba de mal grado al prior Roberto, le tenía antipatía y, en cierto modo, lo admiraba. A la edad de fray Juan lo hubiera detestado, pero con el tiempo Cadfael se había vuelto tolerante y comprensivo.
Llegó a la choza de vigilancia con techumbre de paja que había en un rincón de la empalizada de la mansión de Rhisiart. El hombre le conocía de la víspera y le franqueó la entrada. Cai se acercó sonriendo a saludarle desde el otro lado del patio. En aquella casa todas las sonrisas eran un poco amargas, pero en la del labriego subsistía un destello de picardía.
—¿Habéis venido a rescatar a vuestro compañero? —preguntó Cai—. Dudo que os dé las gracias porque aquí está muy cómodo y tan bien alimentado como un gallo de pelea, y aún no ha recibido ninguna amenaza del alguacil. Ella no ha dicho una palabra, podéis estar seguro, y supongo que el padre Huw no tiene ninguna prisa. Calculo que aún nos quedan un par de días, a menos que vuestro prior se meta donde no debe. En caso de que lo hiciera, tenemos por ahí
a muchos mozos que nos lo harían saber antes de que cualquier jinete llegara a esta puerta. Fray Juan está en buenas manos.
Hablaba el compañero de Engelardo, el hombre que le conocía mejor que nadie. Estaba claro que fray Juan había hecho amistad con su carcelero, y la misión de Cai era más bien la de protegerle de las amenazas del mundo que la de impedir que escapara. Cuando hiciera falta la llave para algún fin determinado, ésta aparecería.
—Cuida tu cabeza —dijo Cadfael sin demasiada inquietud. Sabían lo que estaban haciendo—. Vuestro príncipe podría tener mentalidad de leguleyo y ayudar a los benedictinos más allá de la frontera.
—¡No os preocupéis por eso! La huida de un felón no es culpa de nadie.
¡Todos somos piezas de caza y nadie es un trofeo! ¿Nunca habéis buscado celosamente en lugares que no debíais algo que no deseabais encontrar?
—No digas más —replicó Cadfael—, de lo contrario, tendré que cubrirme los oídos. Y dile al mozo que ni siquiera he preguntado por él, porque sé que no es necesario.
—¿Queréis hablar con él? —preguntó generosamente Cai—. Está alojado en un pequeño establo vacío de allí. ¡Y os aseguro que come como un rey!
—No me cuentes más porque podrían hacerme preguntas —dijo Cadfael—. Un ojo ciego y un oído sordo pueden ser útiles a veces. Después me encantará
pasar un rato contigo, pero ahora tengo que ir a verla a ella. Tenemos asuntos que discutir.
Sioned no estaba en la sala sino en una pequeña estancia con un cortinaje de separación al fondo. Era la habitación de Rhisiart. Allí estaba él solo con su hija, tendido inmóvil sobre unas pieles en una mesa de caballete y cubierto con una sábana blanca de lino. La joven permanecía sentada a su lado, vestida severamente y con el cabello recogido en una austera trenza alrededor de la cabeza. Parecía mayor y más alta, tras haberse convertido en la señora de la mansión. Sin embargo, se levantó para saludar a fray Cadfael con la sonrisa triste y ansiosa de una niña finalmente segura de haber encontrado a alguien que le ofrecerá consejo y ayuda.
—Os busqué antes, pero no importa. Me alegro de que estéis aquí. Os guardé la ropa y no la doblé. De haberlo hecho, la humedad se hubiera extendido a todas partes. En cambio, ahora, aunque se haya secado un poco, creo que notaréis la diferencia —la joven le entregó las calzas, la túnica y el blusón. Fray Cadfael tomó las piezas una a una y las tocó cuidadosamente—. Ya veo —añadió sonriendo Sioned— que sabéis dónde tocar. Las calzas de Rhisiart, aunque en parte cubiertas por la túnica que llevaba, estaban todavía húmedas en la parte de atrás de los muslos y las piernas, pero secas por delante, si bien la humedad se había extendido un poco a la parte seca a través de las costuras. La túnica estaba húmeda por la espalda hasta el dobladillo, y la parte de los hombros todavía conservaba la forma de unas alas
extendidas como una mancha oscura. En cambio, la pechera, incluso alrededor del orificio orlado de negro abierto por la flecha, estaba completamente seca. El blusón, aunque con menos claridad, ofrecía la misma apariencia. La parte anterior de las mangas estaba seca, y la posterior, mojada. En la parte de la espalda perforada por la flecha, tanto el blusón como la túnica estaban empapados de sangre, ahora ya reseca y agrietada.
—¿Recuerdas —preguntó Cadfael— cómo estaba tendido cuando le encontramos?
—Lo recordaré toda mi vida —dijo Sioned—. Tendido boca arriba, pero con la cadera derecha vuelta hacia la hierba y las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha, como si… —la joven vaciló y frunció el ceño, tratando de adivinar el significado hasta que, al final, lo encontró—. Como un hombre que estuviera tendido boca abajo y que, durante el sueño, se volviera boca arriba y se quedara nuevamente dormido.
—O como un hombre que, estando tendido boca abajo —añadió Cadfael—, fuera agarrado por el hombro izquierdo y colocado boca arriba. ¡Cuando ya estaba completamente dormido!
La joven le miró fijamente, con sus ojos oscuros abiertos como heridas.
—Decidme lo que pensáis. Debo saberlo.
—Primero —contestó fray Cadfael—, quiero llamar la atención sobre el lugar donde ocurrieron los hechos. Un lugar cerrado por unos arbustos, de no más de cincuenta pasos de longitud en cualquier dirección. ¿Es ése un terreno propicio para un arquero? Creo que no. Aunque quisiera dejar el cuerpo en el bosque de tal forma que tardaran horas en encontrarlo, hubiera podido buscar cientos de sitios más favorables. Un hábil arquero no necesita acercarse a su pieza, lo que necesita es espacio para disparar sobre una pieza a la que pueda ver bien, y apuntar con precisión.
—Sí —dijo Sioned—. Aunque le creyéramos capaz de matar, eso nos obligaría a descartar a Engelardo.