Cosas m{s difíciles hacen diariamente los santos…

De pronto, Cadfael contrajo los músculos y extendió una mano para indicarles a los jóvenes que guardaran silencio. Aguzando el oído, captó por segunda vez el suave crujido de un pie moviéndose cautelosamente sobre los rastrojos cerca de la puerta abierta.

—¿Qué es eso? —preguntó Godith en un alarmado susurro.

—¡Nada! —contestó Cadfael en voz baja—. Los oídos me han gastado una broma —levantando la voz, añadió—: Bueno, tú y yo tenemos que regresar para el rezo de vísperas. ¡Vamos! No estaría bien que llegáramos con retraso. Toroldo aceptó las órdenes y les dejó marchar sin decir nada. Si alguien les hubiera escuchado… Pero él no oyó nada e incluso le pareció que Cadfael no estaba seguro. ¿Por qué alarmar a Godith? Fray Cadfael era su mejor protector y, una vez dentro de los muros de la abadía, la muchacha estaría otra vez a salvo. En cuanto a él, pensó Toroldo, ¡hubiera estado más tranquilo teniendo una espada a mano!

Fray Cadfael introdujo la mano en su ancho cinto, sacó un largo puñal protegido por una vieja y gastada vaina de cuero y lo depositó en silencio en las manos de Toroldo. El joven lo tomó y lo contempló con asombro y reverencia al ver que su deseo obtenía respuesta. Estaba contemplando todavía su empuñadura cuando ellos se retiraron y cerraron la puerta a su espalda. Salieron al fresco y azafranado aire del ocaso, y Cadfael tomó nota de aquella mirada. Él también debió de contemplar la empuñadura con el mismo arrobamiento. Cuando, años atrás, participó en la cruzada, hizo el juramento sobre aquella empuñadura, y el puñal le acompañó a Jerusalén y durante diez años recorrió con él los mares de Oriente. Incluso cuando dejó su espada junto con las demás cosas de este mundo y abandonó el orgullo de las posesiones, quiso conservar el puñal. Mejor cederlo, al final, a alguien que lo necesitaba y no lo deshonraría.

Miró a su alrededor mientras doblaban la esquina del molino y cruzaban el canal. Su oído, tan fino como el de las criaturas salvajes, no percibió el menor

murmullo hasta los últimos momentos de la conversación. Tampoco podía asegurar que lo que oyó fuera una pisada humana. Hubiera podido ser un animalillo que atravesara corriendo los rastrojos. Aun así, tenía que tomar medidas previendo lo que pudiera ocurrir si alguien les hubiera espiado. En el peor de los casos, sólo hubiera escuchado las últimas frases, aunque, por desgracia, éstas eran suficientemente reveladoras. ¿Mencionaron el tesoro? Sí, él mismo dijo que sólo tendría que buscar los caballos, recuperar el tesoro y ayudarles a escapar al País de Gales. ¿Hubo alguna referencia al lugar donde estaba oculto el tesoro? No, eso fue mucho antes. Pero el que escuchaba, si efectivamente hubo alguien, debió averiguar que un fugitivo del bando de FitzAlan se escondía allí y, peor todavía, que la hija de Adeney se ocultaba en la abadía.

La situación era muy peligrosa. Convendría que se fueran en cuanto el joven estuviera en condiciones de cabalgar. Sin embargo, si después de aquella tarde y aquella noche nadie les traicionaba, sospecharía que sus temores eran infundados. Allí no había más que un solitario mozo, pescando en la orilla del río.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Godith, siguiéndole humildemente—. Algo os preocupa, lo sé.

—Nada por lo que tengas tú que inquietarte —contestó Cadfael—. Me he equivocado. Todo está como debe estar.

Justo en aquel momento, Cadfael advirtió por el rabillo del ojo un súbito movimiento en la orilla del río, más allá de los arbustos entre los cuales la muchacha había descubierto a Toroldo. Una figura ágil y esbelta apareció detrás de los arbustos, acercándose en ángulo oblicuo hacia ellos. Hugo Berengario, caminando con indiferencia como si el encuentro fuera casual, esbozó una amable sonrisa, mirando a Cadfael con simpatía y a su ayudante con benevolencia.

—¡Qué atardecer tan hermoso, hermano! ¿Vais a vísperas? Yo también.

¿Podemos ir juntos?

—No faltaría más —contestó Cadfael. Dándole a Godith una palmada en el hombro, le entregó la bolsa en la que guardaba las hierbas y los ungüentos y le dijo—. Adelántate, Godric, y guarda todo eso. Después, baja a vísperas con los demás muchachos. Así daré un poco de descanso a las piernas y tú tendrás tiempo de agitar la loción que estoy preparando. ¡Anda, hijo mío, date prisa!

Godith tomó la bolsa y echó a correr, procurando hacerlo como un vigoroso mozo mientras rozaba con la mano los altos rastrojos y silbaba de placer, alegrándose de poder alejarse de la vista de Berengario. Sus ojos y sus pensamientos estaban enteramente concentrados en Toroldo.

—Tenéis un muchacho muy servicial —comentó Hugo Berengario como

quien no quiere la cosa.

—Es buen chico —convino Cadfael mientras cruzaban el descolorido campo de rastrojos—. Se quedará un año con nosotros, pero dudo que tome el hábito. De todos modos, habrá aprendido las letras y la aritmética y sabrá

mucho de hierbas y medicinas. Eso le ayudará a abrirse paso en la vida. ¿Hoy no tenéis nada que hacer, mi señor?

—No es que no tenga que hacer —contestó plácidamente Hugo Berengario— sino que más bien necesito vuestras habilidades y conocimientos. Os busqué primero en el huerto interior y, al no encontraros, pensé que estaríais ocupado en los huertos principales. Como no os vi por ninguna parte, decidí

disfrutar del sol de la tarde en la orilla del río. Sabía que asistiríais al rezo de vísperas, pero ignoraba que la abadía tuviera campos de labor al otro lado. ¿Ya habéis segado todo el trigo?

—Todo el que teníamos. Las ovejas empezarán a pastar muy pronto en los rastrojos. ¿Qué deseabais de mí, mi señor? Si en algo puedo serviros, con mucho gusto lo haré.

—Ayer por la mañana, os pregunté, fray Cadfael, si tomaríais en consideración cualquier petición que os hiciera, y me contestasteis que siempre tomabais en consideración todo lo que hacíais. Y lo creo. Pensaba en algo que entonces era una mera amenaza y ahora es una realidad. Tengo razones para pensar que el rey Esteban se dispone a levantar el campamento y necesita provisiones y cabalgaduras. El asedio de Shrewsbury le ha salido muy caro, y ahora tiene más bocas que alimentar y más hombres a los que proporcionar monturas. La gente no sabe lo que yo sé, de lo contrario, muchos tratarían de eludir la orden —reconoció Berengario con una maliciosa sonrisa—, pero el rey está a punto de decretar el registro de todas las casas de la ciudad y de exigir el diezmo de todo el forraje y los víveres para su ejército. Aparte todos los caballos, repito, todos, que todavía no estén en el ejército o al servicio de la guarnición, sin importarle quiénes sean sus propietarios. Los establos de la abadía no se librarán de la orden.

Aquello no le gustó ni un pelo a Cadfael. Venía demasiado a cuento y era una astuta alusión a su necesidad de disponer de un par de caballos, lo cual le indujo a pensar que Hugo Berengario, que tan bien informado estaba de lo que iba a ocurrir en la ciudad, tal vez sabría también lo que sucedía en otros lugares. Nada de lo que aquel joven decía o hacía era exactamente lo que parecía, y el juego que se llevaba entre manos era exclusivamente suyo. Cuanto más lacónica fuera la respuesta, mejor. Ambos podrían jugar a su propio juego y obtener un beneficio. Primero, convendría dejarle decir lo que quisiera; después, ya lo estudiaría desde todos los ángulos y lo sometería a todas las pruebas pertinentes.

—Será una mala noticia para el prior —comentó Cadfael.

—Y para mí también —dijo Berengario tristemente— porque tengo cuatro caballos en los establos de la abadía, y, aunque podría reclamarlos para mí y para mis hombres cuando el rey me encomiende una misión, no sería oportuno que lo hiciera. Me lo podría conceder o me lo podría negar. Y, si he de seros sincero, no tengo la menor intención de que requisen mis dos mejores caballos para destinarlos al ejército del rey. Quiero sacarlos de aquí y esconderlos en lugar seguro, donde puedan escapar de los saqueos de los hombres de Prestcote hasta que terminen todos los trastornos.

—¿Sólo dos? —preguntó Cadfael con inocencia—. ¿Por qué no todos?

—Vamos, por Dios, sé que sois muy astuto. ¿Cómo iba a estar aquí sin ningún caballo? Si no encontraran ninguno de los míos, los buscarían todos y entonces no tendría ninguna posibilidad de ganarme el favor del rey. Si se llevan dos jamelgos, no me harán más preguntas. Puedo permitirme el lujo de perder dos caballos. Fray Cadfael, basta con permanecer unos cuantos días en este lugar para que uno se dé cuenta de que sois un hombre capaz de afrontar cualquier empresa, por difícil y arriesgada que parezca —Berengario se expresaba en tono amable y cordial y no parecía hablar con doble intención—. El abad recurre a vos cuando se enfrenta con una prueba superior a sus fuerzas. Yo recurro a vos para que me echéis una mano. Vos conocéis toda esta campiña.

¿Hay algún lugar seguro donde pueda ocultar por unos cuantos días a mis caballos, hasta que terminen las confiscaciones?

Aquella petición tan inesperada fue para Cadfael como un maná llovido del cielo. El monje no dudó ni un instante en aprovecharse de ella para sus propios fines. Aunque de los caballos no hubieran dependido unas vidas humanas, Cadfael sabía que Berengario quería aprovecharse de él sin el menor escrúpulo. Por esa razón, no debería tener el menor reparo en pagarle con la misma moneda. Sospechaba incluso que en aquel momento sabía lo que él pensaba, y no le preocupaba que adivinara sus propósitos. Cada uno de nosotros, pensó, ejerce cierto dominio sobre el otro y conoce los métodos, aunque no los motivos. Será una lucha en buena lid. Y, sin embargo, aquel joven aparentemente afable podía ser el asesino de Nicolás Faintree. Sería un combate muy distinto, en el que no se pediría ni ofrecería ningún cuartel. Entretanto, convendría sacar el mejor provecho de aquellas circunstancias presuntamente accidentales.

—Sí —contestó Cadfael—, conozco un lugar.

Berengario ni siquiera preguntó dónde y tampoco quiso saber si estaría lo suficientemente apartado como para ser seguro.

—Mostradme el camino esta noche —dijo, mirándole con una sonrisa—. Esta noche o nunca, la orden se dará a conocer mañana. Si podemos regresar a pie antes de que amanezca, acompañadme. ¡Me fío de vos más que de nadie!

Cadfael reflexionó y no tuvo que pensar demasiado la respuesta.

—En tal caso, será mejor que saquéis los caballos después de vísperas y os dirijáis a San Gil. Yo me reuniré con vos después de completas; para entonces, ya habrá oscurecido. No es oportuno que me vean cabalgando con vos. En cambio, vos podéis ejercitar vuestros caballos por la noche siempre que os apetezca.

—¡Muy bien! —dijo Berengario, satisfecho—. ¿Dónde está el lugar?

¿Tenemos que cruzar el río?

—No, y ni siquiera el arroyo. Es una vieja granja que tiene la abadía en el bosque Largo, más allá de Pulley. Desde que todo empezó a ponerse tan revuelto, retiramos de allí las ovejas y el ganado, pero aún tenemos a dos hermanos legos en la casa. Allí nadie buscará unos caballos porque todo el mundo sabe que está abandonado. Y los hermanos legos creerán lo que yo les diga.

—¿Y San Gil está en nuestro camino?

Era una capilla de la abadía, situada junto al extremo oriental de la puerta fortificada.

—Sí. Nos dirigiremos al sur, hacia Sutton, y después giraremos hacia el oeste y nos adentraremos en el bosque. Tendremos que recorrer una legua para regresar por el atajo. Sin los caballos, podremos ahorrarnos una cuarta de legua.

—Creo que mis piernas resistirán esa distancia —dijo humildemente Berengario—. Después de completas, en la capilla de San Gil. Sin más palabras o preguntas, el joven se alejó, apurando el paso porque Aline Siward acababa de salir de su casa para dirigirse a la iglesia. Con unas cuantas zancadas, Berengario se situó a su lado. La joven levantó el rostro y le dedicó una sonrisa confiada. A pesar de su inocencia, la muchacha no carecía de orgullo ni de astucia, y se abrió como una flor al ver a un joven tan tortuoso como una serpiente, del que se decían tantas cosas buenas y malas.

¿Eso, se preguntó Cadfael mientras les observaba caminar delante de él en animada conversación, significará algo a su favor? ¿O sería tal vez una simple prueba de la confianza infantil de la muchacha? Muchas veces, las jóvenes incautas se dejaban engañar por villanos de malas entrañas e incluso por asesinos; y muchos villanos de malas entrañas y asesinos se habían dejado seducir por jóvenes de conducta intachable, contradiciendo así su propia naturaleza.

Cadfael se consoló y animó al ver a Godith en la iglesia. La moza, que no tenía un pelo de tonta, estaba dando codazos y hablando en susurros con los novicios, pero en seguida le dirigió una rápida e inquisitiva mirada azul a la que él contestó con una tranquilizadora sonrisa. Aunque su confianza no estuviera muy bien fundada, él conseguiría darle un sentido. Por mucho que admirara a Aline, Godith se había ganado su corazón. Le recordaba a Ariadna,

la griega del barco, con la falda levantada por encima de la rodilla y su corto cabello ensortijado, apoyada en el largo remo y llam{ndole desde el agua…

¡En fin! Toroldo aún no había alcanzado la edad que él tenía entonces. Aquello era para los jóvenes. Entretanto, ¡aquella noche, después de completas, en la capilla de San Gil!

7

El camino a través de Sutton hasta el bosque Largo, denso y primitivo en toda su extensión menos en los brezales, fue como una repentina visita a ciertos aspectos de su pasado, las incursiones nocturnas y las desesperadas emboscadas antaño tan frecuentes como aburridas, pero ahora ya desprovistas de cualquier emoción. El caballo era altivo y fogoso como pocos. Cadfael llevaba casi veinte años sin montar una criatura tan hermosa, y el halago y la tentación le hicieron recordar que era mortal y falible como todo el mundo. Hasta el joven que cabalgaba a su lado, aceptando sus instrucciones sin vacilar, le recordaba el lejano ayer en el que sus exaltados y audaces compañeros le hacían placenteros todos los esfuerzos y las privaciones. Una vez lejos del camino y entre las sombras del bosque, Hugo Berengario pareció despreocuparse del mundo, sin temer la menor traición por parte de su acompañante. Incluso conversó con él para pasar el rato, y le hizo preguntas sobre su pasado antes de entrar en el claustro y sobre los países que conoció tan bien como conocía aquel bosque.

—¿O sea que vivisteis tantos años en el mundo y visteis tantas cosas sin pensar jamás en casaros? Y eso que, según dicen, la mitad del mundo está

formada por mujeres.

La suave voz parecía indiferente y hasta un poco burlona, pero hacía preguntas sinceras y exigía respuestas.

—Una vez pensé en casarme —contestó Cadfael con toda sinceridad—, antes de marchar a la cruzada. Era una mujer muy bella pero, a decir verdad, en Oriente me olvidé de ella y en Occidente ella se olvidó de mí. Estuve demasiado tiempo lejos, ella se cansó de esperar y se casó con otro, cosa que no le reprocho.

—¿Volvisteis a verla? —preguntó Hugo.

—No, jamás. Ahora puede que tenga nietos: confío en que sean buenos con ella. Riquilda era una buena mujer.

—Pero en Oriente también hay hombres y mujeres, y vos erais un joven cruzado. Me sorprende —dijo Berengario en tono pensativo.

—¡Pues, sorprendeos todo lo que queráis! Vos también me sorprendéis a mí

—dijo Cadfael en voz baja—. ¿Conocéis muchas criaturas humanas que no sean extrañas las unas para las otras?

Un leve resplandor brilló entre los árboles. Los hermanos legos permanecían levantados hasta muy tarde con una vela de sebo encendida, jugando a los dados, según sospechaba Cadfael. ¿Por qué no? Allí debían de aburrirse mucho. Sin duda, aquellos buenos hermanos acogerían con agrado su

presencia.

Pronto quedó demostrado que estaban alerta al menor rumor de una visita inesperada, ya que ambos aparecieron inmediatamente en la puerta. Fray Anselmo, alto y musculoso como un roble que tuviera cincuenta y cinco años como él, blandía en la mano una vara larga. Fray Luis, de origen francés pero nacido en Inglaterra, era bajo, nervudo y extremadamente ágil. En medio de aquella soledad, llevaba constantemente un puñal y sabía cómo usarlo. Con rostro sereno y mirada vigilante, ambos se adelantaron, dispuestos a enfrentarse con lo que fuera. Pero, al ver a fray Cadfael, sus labios se abrieron en una sonrisa cordial.

—Pero, ¿cómo sois vos, viejo amigo? Nos alegra ver un rostro conocido, pero no os esperábamos a estas horas. ¿Os quedaréis a pasar la noche con nosotros? ¿Adónde os dirigís?

Ambos miraron a Berengario con comedido interés, pero éste dejó que las explicaciones las diera Cadfael dado que allí los decretos de la abadía tenían más poder que los del rey.

—Nos dirigimos aquí —contestó Cadfael, desmontando—. Mi señor pide que ofrezcáis cobijo a estas bestias en los establos y las escondáis de la vista de la gente —no había necesidad de ocultar la razón a aquellos dos legos que hubieran compartido perfectamente los motivos del propietario de semejantes animales—. Están requisando todos los caballos para el ejército y esa no es vida para estas bestias. Las guardaremos para mejor uso.

Fray Anselmo observó con interés el caballo de Berengario y pasó una cariñosa mano por su cuello arqueado.

—¡Hace mucho tiempo que no tengo en nuestros establos un animal tan hermoso! Mucho tiempo que no tenía ningún caballo, exceptuando la mula del prior Roberto cuando viene por aquí, cosa que últimamente hace muy de tarde en tarde. A decir verdad, esperamos que pronto nos llamen; este lugar está

demasiado aislado y no merece la pena conservarlo. Sí, muchacho mío, os daremos cobijo a ti y también a tu compañero. Con tanto más placer, mi señor, si me permitís montarlo de vez en cuando para hacer un poco de ejercicio.

—Creo que podría soportar vuestro peso sin la menor dificultad —

reconoció Berengario—. No los entreguéis a nadie más que a mí o a fray Cadfael.

—Por supuesto. Aquí nadie les verá.

Los hermanos legos condujeron los caballos a los establos, alegrándose de poder disfrutar de una pausa en su tediosa existencia y de aprovechar la generosidad de Berengario a cambio de sus servicios.

—Los hubiéramos aceptado por el puro placer de tenerlos aquí —dijo

sinceramente fray Luis—. En otros tiempos, fui mozo de cuadra del conde Roberto de Gloucester, y me gusta un buen caballo de pelaje lustroso y paso orgulloso que haga honor a mis cuidados.

Cadfael y Hugo Berengario regresaron a la abadía a pie.

—Una hora de paseo, poco más —dijo Cadfael—, si tomamos el atajo. El camino estaba demasiado cubierto de maleza para los caballos, pero lo conozco muy bien y nos dejará a dos pasos de la puerta fortificada. Tenemos que cruzar el arroyo más arriba del molino y entrar en la abadía por el huerto sin que nadie nos vea, siempre y cuando estéis dispuesto a vadear la corriente.

—Me parece —dijo Berengario con absoluta serenidad— que os estáis burlando de mí. ¿Pretendéis que me pierda en el bosque o que me ahogue en el canal del molino?

—Dudo mucho que pudiera conseguir nada de eso. No, sólo será un agradable paseo, ya lo veréis. Espero que merezca la pena. Curiosamente, a pesar de que cada uno sabía que el otro lo estaba utilizando para sus propios fines, el paseo nocturno fue muy agradable tanto para el veterano monje sin ambiciones personales como para el joven de ambiciones tan audaces como ilimitadas. Berengario debió de preguntarse por qué razón Cadfael se habría mostrado tan dispuesto a ayudarle y, por su parte, Cadfael debió de devanarse los sesos tratando de adivinar por qué Berengario le invitó a conspirar con él de aquella forma, pero daba igual porque, de ese modo, la contienda resultaba más interesante. La cuestión de cuál de ellos ganaría y sacaría el máximo provecho de aquel forcejeo estaba bastante equilibrada.

Ambos tenían aproximadamente la misma estatura, aunque Cadfael era más fornido y corpulento mientras que Berengario era más delgado, flexible y ligero de pie. El muchacho seguía atentamente las pisadas de Cadfael sin que la oscuridad, sólo levemente suavizada por el cielo estrellado a través de las ramas, pareciera molestarle lo más mínimo. De ahí que hablara por los codos con entera libertad.

—El rey quiere volver a Gloucester mejor preparado, por eso necesita hombres y caballos. Estoy seguro de que, dentro de unos días, iniciará la partida.

—¿Y vos iréis con él?

Puesto que le había dado por hablar, ¿por qué no animarle? Todo lo que dijera estaría calculado, naturalmente, pero más tarde o más temprano podía cometer un error.

—Eso depende del rey. ¡No lo vais a creer, fray Cadfael, pero ese hombre desconfía de mí! Yo preferiría que me diera un mando aquí, en mi propia tierra.

He procurado visitarle con cierta asiduidad…, ver constantemente el mismo rostro podría ejercer el efecto contrario y no verlo nunca sería fatal. Menuda cuestión de criterio.

—Me parece —dijo Cadfael— que cualquier hombre podría tener una considerable confianza en vuestro criterio. Ya estamos llegando al arroyo, ¿lo oís?

Había unas piedras por las que se podía cruzar la corriente sin mojarse, aunque allí el agua era poco profunda y el lecho más angosto. Berengario, tras haber analizado un momento la distancia y el terreno, cruzó la corriente con un salto perfectamente equilibrado que sirvió para corroborar la afirmación de Cadfael.

—¿De veras lo creéis? —preguntó el joven, tomando de nuevo el hilo de la conversación mientras reanudaba la marcha con el monje—. ¿Tenéis en alto aprecio mi criterio? ¿Sólo con respecto a los riesgos y las ventajas? ¿O tal vez con respecto a los hombres? ¿O a las mujeres?

—No pongo en duda vuestro criterio con respecto a los hombres —contestó

Cadfael secamente—, puesto que habéis confiado en mí. Si tuviera algún recelo, me guardaría mucho de decir tal cosa.

—¿Y con respecto a las mujeres?

Ambos caminaban ahora con más soltura porque estaban cruzando campos abiertos.

—Creo que éstas harían bien en guardarse de vos. ¿Qué otra cosa se chismorrea en la corte del rey, aparte la próxima campaña? ¿No se ha comentado nada más sobre FitzAlan y Adeney?

—Ni se ha comentado ni se comentará —contestó rápidamente Berengario—. Tuvieron suerte y no lo lamento. No se sabe dónde están, pero seguramente se encuentran de camino hacia Francia.

No había razón para dudar de él; cualquiera que fuera su objetivo, lo perseguía a través de la verdad y no de la mentira. Por consiguiente, Godith podía estar tranquila, ya que la distancia entre su padre y la venganza de Esteban era cada vez más larga. Por si fuera poco, dos magníficos caballos se encontraban adecuadamente situados en una ruta de huida para Godith y Toroldo, al cuidado de dos fieles hermanos que los cederían si Cadfael lo ordenaba. El primer paso ya estaba dado. Ahora tendría que recuperar las alforjas del río para que los jóvenes pudieran llevarlas consigo. La tarea no sería nada fácil, pero tampoco imposible.

—Ahora ya veo dónde estamos —dijo Berengario unos veinte minutos más tarde. Habían cruzado la extensión de terreno rodeada por los meandros del arroyo y se hallaban de nuevo en la orilla. Al otro lado se encontraban los

desnudos campos de guisantes, de un color blanquecino bajo el cielo estrellado y, más allá, los huertos y la gran hilera de los edificios del monasterio—. Veo que sabéis orientaros muy bien en el campo, incluso en la oscuridad. Enseñadme el camino. Me fío de vos hasta para atravesar un vado sin hoyos. A Cadfael le bastó con levantarse los faldones del hábito puesto que no podía mojarse otra cosa que las sandalias. Se adentró en el agua justo enfrente de la baja techumbre de la cabaña de Godith, que apenas se distinguía por encima de los árboles, los arbustos y el muro del herbario. Berengario le siguió

con las botas y los calzones puestos. El agua le llegaba a las rodillas, pero le daba igual. Cadfael notó que avanzaba con mucho cuidado, casi sin provocar ondas a su alrededor. Tenía todas las cualidades intuitivas de las criaturas salvajes, tan alerta de noche como de día. Al llegar a la otra orilla, el joven rodeó

instintivamente el borde de los bajos rastrojos de guisantes para evitar hacer ruido entre las raíces secas que pronto serían devoradas por las ovejas.

—Un conspirador nato —dijo Cadfael, pensando en voz alta. El hecho de que pudiera hacerlo así fue una prueba inequívoca de un sólido, aunque hostil, vínculo entre ambos.

De pronto, Berengario le miró con una extraña sonrisa en los labios.

—Nos conocemos muy bien el uno al otro —dijo. Ambos se habían acostumbrado a hablar en susurros perfectamente audibles—. Acabo de recordar un rumor que olvidé comentaros. Hace unos días, durante la noche persiguieron a un hombre en el río, un vasallo de FitzAlan, según dijeron. Al parecer, un arquero le alcanzó en el hombro izquierdo y puede que le atravesara el corazón. Sea como fuere, el caso es que se hundió bajo las aguas y quizás encuentren su cuerpo allá por Atcham. Al día siguiente, descubrieron un soberbio caballo sin jinete que probablemente era suyo.

—¿De veras? —dijo Cadfael, levemente sorprendido—. Aquí podéis hablar sin temor. De noche no hay nadie en mi huerto botánico, y ya están acostumbrados a que me levante a extrañas horas para vigilar mis pócimas.

—¿De eso, no se encarga el mozo? —preguntó inocentemente Hugo Berengario.

—Si un muchacho escapara del dormitorio durante la noche, pronto tendría ocasión de lamentarlo. Aquí cuidamos a los niños mucho mejor de lo que vos parecéis suponer, mi señor —dijo Cadfael.

—Me alegra saberlo. Bien está que los curtidos soldados transformados en monjes se enfrenten con los rigores nocturnos, pero a los jóvenes hay que protegerlos —la voz de Berengario era dulce y suave como la miel—. Os estaba hablando de ese curioso hecho de los caballos… No os lo vais a creer, pero, un par de días más tarde, encontraron otro caballo pastando en los brezales del norte de la ciudad, todavía con la silla. Dicen que, cuando se inició el asalto al

castillo, tal vez enviaron a un solo guardia para recoger a la hija de Adeney del lugar donde estaba escondida y escoltarla fuera del cerco que rodeaba Shrewsbury. Creen que el intento falló cuando su escolta bajó hacia el río para salvarla —añadió el joven en voz baja—. Todavía no la han encontrado y piensan que se esconde por aquí. Y la buscar{n, fray Cadfael…, ahora la buscarán más que nunca.

Ya habían llegado a los huertos interiores. Berengario dijo «¡Buenas noches!» casi en un susurro, y se alejó como una sombra hacia la hospedería.

Antes de conciliar el sueño, fray Cadfael permaneció despierto el tiempo suficiente como para pensar un poco. Cuanto más pensaba, tanto más se convencía de que alguien se había acercado sigilosamente al molino para escuchar las últimas frases que se pronunciaron dentro, y que aquel alguien era sin duda Hugo Berengario. Había demostrado saber moverse en silencio y adaptar instintivamente sus movimientos a las circunstancias. Había suscitado el inicio de una expedición compartida en la que cada cual estaba ligado a la discreción del otro, tras haber hecho toda una serie de crípticas confidencias, destinadas a suscitar la sospecha y la alarma y provocar, a ser posible, una imprudente acción precipitada…, pero Cadfael no pensaba darle esta última satisfacción. No creía que hubiera escuchado muchas cosas, aunque, a través de sus últimas palabras, Berengario debió de comprender que pretendía conseguir dos caballos, recuperar el tesoro oculto y ayudar a Toroldo a escapar con «ella». En caso de que hubiera estado allí un poco antes, debió de oír también el nombre de la joven, sobre la que ya debía de sospechar algo. ¿Qué juego se traía entre manos con sus dos mejores caballos, con los fugitivos a los que podía delatar en cualquier momento y a los que, sin embargo, aún no había delatado, y con el propio fray Cadfael? Tal vez perseguía un trofeo mucho mayor que la simple captura de un joven y el aprovechamiento en su propio beneficio de una muchacha a la que no guardaba el menor rencor. Un hombre como Berengario era muy capaz de correr riesgos y jugarse el todo por el todo. Toroldo, Godith y el tesoro, todo de una vez. ¿Para él solo, tal como intentara antes sin éxito? ¿O

tal vez para ganarse el favor del rey? Era un joven de infinitas posibilidades. Cadfael pensó mucho en él antes de quedarse dormido, y una cosa, por lo menos, quedó clara. Si Berengario sabía que Cadfael se proponía recuperar el tesoro, no le perdería de vista ni un solo momento dado que necesitaba conocer el lugar. Una prometedora luz empezó a brillar débilmente, poco antes de que llegara el sueño. A Cadfael le pareció que apenas había transcurrido un instante cuando la campana le despertó junto con los demás monjes para el rezo de prima.

—Hoy —le dijo Cadfael a Godith en el huerto después del desayuno—, haz lo de siempre. Ve a misa antes del capítulo y luego acude a clase. Después de la comida deberías trabajar un poco en el huerto y vigilar las medicinas; más tarde podrías ir al viejo molino hasta vísperas, pero con mucha discreción. ¿Podrías curarle la herida a Toroldo sin mí? Hoy posiblemente no me acerque por allí.

—Pues, claro —contestó la joven muy contenta—. Lo he visto hacer, y ahora conozco las hierbas. Pero… ¿y si hoy volviera quien nos espió ayer?

Cadfael le había comentado brevemente los pormenores de la expedición nocturna y las posibles consecuencias la habían reconfortado y consolado a un tiempo.

—No lo hará —contestó Cadfael sin la menor vacilación—. Si todo va bien, dondequiera que yo vaya, él también irá. Por eso quiero alejarte de mi lado. Lejos de mí respirarás más tranquila. Además, quiero que tú y Toroldo esta noche hagáis una cosa a última hora, si todo sale como espero. Cuando nos reunamos para vísperas, te diré que sí o que no. Si digo que sí, será suficiente, y esto es lo que deberéis hacer…

Godith le escuchó en atento silencio y asintió enérgicamente.

—Sí, vi el barco junto a la pared del molino. Sí, sé dónde están los arbustos junto al huerto, hacia el final del puente… Sí, ¡pues, claro que podemos hacerlo Toroldo y yo!

—Espera lo suficiente para estar segura —le advirtió Cadfael—. Y ahora, corre a la misa y las clases, procura comportarte como los demás mozos y no temas. Si hubiera algún motivo de temor, espero enterarme en seguida y reunirme inmediatamente con vosotros.

Una parte de las deducciones de Cadfael resultaron acertadas. Aquel domingo, el monje se mostró muy activo dentro del recinto de la abadía. Asistió

a todas las funciones religiosas, corrió de un lado para otro, desde la caseta de vigilancia a la hospedería y desde ésta a los aposentos del abad, la enfermería y los huertos: dondequiera que fuera, siempre a la vista, discreto pero presente, Hugo Berengario le siguió. Jamás había visitado tan asiduamente la iglesia, incluso cuando Aline no figuraba entre los fieles. Ahora veremos, pensó

Cadfael con cierta malicia, si podré apartarle del objeto de su deseo para que deje campo libre al segundo pretendiente cuando ella aparezca. Porque sin duda Aline asistiría a misa después del capítulo, y su última incursión a la caseta de vigilancia le había mostrado a Adam Courcelle, devotamente vestido para una misión de paz, acercándose a la puerta de la casita donde ella se

alojaba con su doncella.

Era inaudito que fray Cadfael no asistiera a la celebración de la misa, pero, por una vez, éste se inventó una diligencia como excusa. Sus habilidades con las medicinas eran famosas en la ciudad, y la gente a menudo le pedía ayuda y consejo. El abad Heriberto se mostraba indulgente con tales peticiones y permitía de buen grado que su herbolario las atendiera. En los alrededores de San Gil, cerca de la puerta fortificada del monasterio, había un niño a quien solía atender de vez en cuando a causa de una infección en la piel y, aunque ya estaba mucho mejor y no necesitaba que el monje le visitara aquel día, nadie tenía autoridad para contradecir a Cadfael cuando éste consideraba necesario ir a algún sitio.

Junto a la caseta de vigilancia, Cadfael se tropezó con Aline Siward y Adam Courcelle, ella ligeramente arrebolada y sin duda satisfecha de aquella compañía, aunque tal vez un poco turbada; y el oficial del rey solícitamente atento y también arrebolado, pero de puro placer. Si Aline esperaba la habitual presencia de Berengario a aquella hora del día, por una vez se llevó una sorpresa, aunque nadie hubiera podido decir si estaba contenta o decepcionada. A Berengario no se le veía por ninguna parte.

Prueba positiva, pensó Cadfael satisfecho, encaminándose serenamente y sin prisas a su visita. Berengario era la discreción personificada y consiguió no ser visto hasta que Cadfael, de vuelta a casa, le encontró paseando alegremente con uno de sus restantes caballos para que el animal hiciera ejercicio. Saludó

efusivamente a Cadfael, como si ningún encuentro hubiera podido ser más inesperado y placentero para él.

—Fray Cadfael, ¿cómo vos por aquí un domingo por la mañana?

Cadfael le informó minuciosamente de sus andanzas y le comunicó que los resultados eran satisfactorios.

—El alcance de vuestras habilidades y conocimientos es admirable —dijo Berengario, parpadeando—. Confío en que pudierais disfrutar en un sueño reparador después de vuestra larga jornada de ayer.

—Mi mente estuvo muy ocupada durante un buen rato —replicó Cadfael—, pero después pude dormir muy bien. Veo que aún os queda un caballo para montar.

—Sí, es verdad. Cometí una equivocación. Hubiera tenido que comprender que, aunque la orden se dictara en domingo, su cumplimiento no tendría lugar hasta que terminara el descanso dominical. Mañana vos mismo lo veréis —el joven sin duda decía la verdad y estaba seguro de la información—. La caza será muy exhaustiva —añadió, haciéndole comprender a Cadfael que no se refería únicamente a caballos y víveres—. El rey Esteban está un poco preocupado por sus relaciones con la Iglesia y los obispos. Hubiera tenido que

comprender que en domingo se abstendría de hacer nada. Tanto mejor, así

podremos gozar de un día más de tranquilidad. Esta noche podremos quedarnos en casa a la vista de todo el mundo, como conviene a los inocentes,

¿verdad, Cadfael? —añadió Berengario con una sonrisa, inclinándose para darle al monje una palmada en el hombro.

Espoleó al caballo y se alejó al trote hacia San Gil.

Sin embargo, cuando Cadfael salió del refectorio después de comer, Berengario apareció en la puerta de la hospedería con aire distraído pero sin perderse el menor detalle de lo que ocurría a su alrededor. Cadfael le atrajo inocentemente hacia el claustro, donde se sentó al sol y dormitó hasta tener la certeza de que Godith ya estaría lejos y libre de cualquier vigilancia. Una vez despierto, permaneció allí todavía un ratito para estar más seguro y analizar las repercusiones.

No cabía duda de que sus movimientos eran vigilados de cerca por Berengario en persona. El joven no quiso delegar la tarea en uno de sus servidores o en otros ojos a sueldo sino que él mismo cumplía ese deber, probablemente con mucho gusto. Si estaba dispuesto a cederle Aline a Courcelle aunque sólo fuera durante una hora, eso significaba que lo que estaba haciendo revestía para él la máxima importancia. He sido elegido, pensó

Cadfael, como el medio para alcanzar el fin que se propone y que no es otro que el tesoro de FitzAlan. La vigilancia será implacable. ¡Muy bien, pues! Como no puedo eludirla, será mejor que la aproveche.

Por consiguiente, no canses demasiado al testigo ni le avises demasiado pronto de las actividades previstas. Ya que él te ha obligado a hacer tantas conjeturas, oblígale a hacer otro tanto.

Cadfael se encaminó al herbario y pasó la tarde vigilando pócimas y preparando otras nuevas hasta la hora de vísperas. No se molestó en preguntarse dónde estaría Berengario. Confiaba en que para un hombre tan veleidoso y activo como él la vigilancia fuera tediosa en extremo. Tanto si Courcelle se quedó (la oportunidad parecía un regalo del cielo y no se podía desaprovechar) como si regresó para asistir a las celebraciones de la tarde, el caso fue que apareció con Aline recatadamente tomada de su brazo. Al ver salir a fray Cadfael de los huertos, se detuvo y le saludó cordialmente.

—Es un placer encontraros en mejores circunstancias que la última vez que nos vimos, hermano. Espero que no tengáis que cumplir otros deberes semejantes. Por lo menos, Aline y vos conferisteis un poco de donosura a lo que, de otro modo, hubiera sido un asunto totalmente desdichado. Ojalá

hubiera podido ablandar la mente de Su Alteza con respecto a esta casa. El rey todavía guarda cierto rencor al abad porque no se dio demasiada prisa en aceptar su paz.

—Un error que muchos también cometieron —comentó filosóficamente Cadfael—. Pero que sin duda podremos reparar.

—Así lo espero. Pero, de momento, Su Alteza no tiene intención de conceder a la abadía ningún privilegio por encima de los restantes pobladores. Si me viera obligado a cumplir dentro de los muros de la abadía unas órdenes que, si de mí dependiera, se quedarían en la puerta, confío en que comprendáis que lo hago a regañadientes y porque no tengo más remedio. Pide perdón por anticipado, pensó Cadfael, por la invasión de mañana. O

sea que es cierto, tal como ya imaginaba. Le han encomendado esta desagradable tarea y quiere puntualizar por adelantado que no le gusta y quisiera evitarla, si pudiera. Puede que exagere un poco en sus afirmaciones para no disgustar a la dama.

—En caso de que algo ocurriera —dijo benévolamente Cadfael—, estoy seguro de que los monjes del monasterio comprenderán que os limitáis a cumplir con vuestro deber, tal como hace el soldado que obedece órdenes. No temáis que nadie os odie por eso.

—Eso le he repetido yo a Adam varias veces —terció Aline, ruborizándose intensamente por haber utilizado su nombre de pila. Quizás era la primera vez que lo hacía—. Pero no hay forma de convencerle. No, Adam, es verdad…, os echáis la culpa de cosas en las que no tuvisteis ninguna responsabilidad, como si vos mismo hubierais matado a Gil con vuestras propias manos, lo cual es falso. ¿Cómo podría yo culpar siquiera a los flamencos? Ellos también cumplían órdenes. En estos tiempos tan revueltos, lo único que se puede hacer es elegir un camino según la propia conciencia y arrostrar las consecuencias, cualesquiera que sean.

—En cualquier tiempo, bueno o malo —sentenció Cadfael—, eso es lo mejor que puede hacer un hombre. Y, puesto que se me ofrece esta ocasión, señora, quiero rendiros cuentas del destino de la limosna que me encomendasteis. Fue distribuida entre tres pobres almas necesitadas. A falta de sus nombres, que no pregunté, rezad alguna oración por esos tres desdichados que sin duda rezarán por vos.

Sin duda así lo haría, pensó Cadfael mientras la observaba entrar en la iglesia del brazo de Courcelle. En aquella etapa tan crítica de su vida, privada de su hermano y dueña de un patrimonio que había decidido entregar a la causa del rey, Cadfael juzgó que la joven debía de vacilar entre el claustro y el mundo, y, aunque él eligió el claustro en su edad madura, deseaba con todas sus fuerzas que ella eligiera un mundo a ser posible más placentero que el que ahora la rodeaba, donde pudiera ver cumplidos sus deseos. Cuando se dirigía a su puesto entre los monjes, Cadfael se cruzó con Godith, que se dirigía a su acostumbrado rincón. Al ver que los ojos de la joven lo miraban inquisitivamente, dijo en voz baja:

—¡Sí! Haz lo que te he dicho.

Durante el resto de la noche, Cadfael tendría que conducir a Berengario hacia unos pastos muy alejados del lugar donde Godith actuaría. Lo que él hiciera tendría que ser claramente visible; lo que hiciera la joven tendría que ser invisible y pasar inadvertido. Y eso no podría conseguirse cumpliendo la habitual rutina de todas las noches. Como la cena era siempre muy breve, cuando ellos salieran Berengario estaría sin duda en las inmediaciones del refectorio. Las colaciones en la sala capitular, las lecturas de vidas de santos, eran algunas de las obligaciones a las que Cadfael solía faltar de vez en cuando. Tal como hizo ahora, encaminándose, seguido por su discreto vigilante, primero a la enfermería, donde visitó brevemente a fray Reginaldo, que era muy viejo, tenía las articulaciones deformadas por el reuma y agradecía la compañía, y después al otro extremo del huerto del abad, situado a mucha distancia del herbario y a una distancia todavía mayor de la caseta de vigilancia. Para entonces, Godith ya habría terminado su clase con los novicios y podría aparecer en cualquier lugar entre la cabaña, el herbario y las puertas. Convenía por tanto que Berengario no se apartara de Cadfael aunque éste no hiciera más que cortar las flores secas de los rosales y las clavelinas del abad. De vez en cuando Cadfael comprobaba que la vigilancia continuaba y estaba casi seguro de que ésta proseguiría con paciencia ejemplar. Durante el día, fue algo casi casual porque apenas se esperaba ninguna acción, si bien Cadfael era un adversario muy marrullero, capaz de actuar precisamente cuando menos se esperara. Sin embargo, las cosas empezarían a ocurrir de noche. Después de completas y cuando hacía buen tiempo, siempre había una breve pausa de ocio en el claustro y los vergeles antes de que los monjes se retiraran a descansar. Para entonces, ya había oscurecido casi por completo y Godith ya estaría con Toroldo donde tenía que estar. Pero Cadfael decidió

quedarse todavía un ratito e irse al dormitorio con los demás. Tanto si salía de allí por la escalera que se utilizaba de noche para ir a la iglesia como si lo hacía por la escalinata exterior, alguien que montara guardia desde el otro lado del patio donde estaba la hospedería, podría verle sin la menor dificultad. Eligió la escalera nocturna y la puerta norte de la iglesia, y rodeó el extremo este de la capilla de Nuestra Señora y la sala capitular para cruzar el patio y dirigirse a los huertos. No tuvo necesidad de prestar atención ni de mirar a su alrededor. Sabía que su sombra estaría allí, moviéndose en silencio desde lejos, pero sin perderle de vista. La noche estaba razonablemente oscura, pero los ojos se acostumbran en seguida y él conocía cuan hábilmente Berengario se movía en la oscuridad. Éste esperaría probablemente que el peregrino nocturno cruzara el vado tal como ambos hicieran la víspera. Alguien que se dirigiera a

una misión secreta no pasaría por delante del portero de la caseta de entrada, por muy autorizado que estuviera a hacerlo.

Tras vadear el arroyo, Cadfael se detuvo un instante para cerciorarse de que Berengario le seguía. Los cambios en el ritmo del agua fueron muy ligeros, pero él los percibió y se alegró. Ahora seguiría el curso del arroyo corriente abajo hasta llegar casi a su confluencia con el río. Allí había una pequeña pasarela desde la que se alcanzaba sin dificultad el puente de piedra de Shrewsbury Tras cruzar el camino y bajar por la ladera que conducía a los vergeles principales de la abadía, Cadfael se encontró a la sombra del primer ojo del puente, contemplando los débiles resplandores de luz de los remolinos de agua en el lugar donde antaño estuvo amarrada una barca molino. En aquel rincón, bajo el embarcadero de piedra, los arbustos crecían muy apiñados porque no merecía la pena desbrozar la ladera. Unos sauces llorones rozaban el agua con sus hojas, y la maleza que crecía bajo sus ramas hubiera podido ocultar a media docena de testigos.

La barca estaba allí, a flote y amarrada a una de las ramas inclinadas, aunque, por ser de juncos y pellejo, era muy liviana y hubiera podido llevarse fácilmente a tierra. Esta vez, había buenas razones para no arrastrarla a la orilla y volcarla sobre el césped, tal como normalmente se hubiera hecho. Cadfael esperaba que en su interior hubiera un buen fardo, sólidamente envuelto en uno o dos sacos del molino. No convenía que le vieran portando un bulto. Confiaba en que antes le hubieran visto claramente con las manos vacías. Bajó a la barca y soltó la cuerda de amarre. El fardo estaba allí dentro y debía de pesar lo suyo, pensó Cadfael cuando lo tocó con disimulo. Un poco más arriba, entre los matorrales de la ladera, el monje captó el leve movimiento de una sombra mientras él se adentraba en la corriente con la ayuda del largo remo y pasaba bajo el primer ojo del puente.

Todo resultó extremadamente fácil. Por muy buena vista que tuviera, Hugo Berengario no podría distinguir lo que ocurría bajo el puente, detalle por detalle. Por muy fino que fuera su oído, sólo podría oír el rumor de una cadena rozando la piedra, con un considerable peso en su extremo, un goteo de agua escurriéndose de algún objeto recién izado, y después el chirriante sonido de la cadena al volver a bajar, tal como efectivamente ocurrió; sólo que las manos de Cadfael amortiguaron y aminoraron la velocidad del descenso para disimular el hecho de que el peso seguía todavía atado en el mismo sitio, y de que sólo el fardo oculto en el bote había sido sumergido brevemente en el Severn para que luego se escuchara el goteo del agua sobre el embarcadero de piedra. La siguiente fase podría ser más peligrosa porque Cadfael no estaba muy seguro de haber interpretado correctamente las intenciones de Berengario. Fray Cadfael se jugaba la vida y las de otras personas al acierto de sus deducciones. Sin embargo, hasta aquel momento, todo había salido a pedir de boca.

Remó en su liviana embarcación para acercarse a la orilla y vio que una sombra se movía rápidamente y se retiraba ladera arriba para agacharse probablemente junto al sendero, con intención de seguirle dondequiera que fuera. Aunque él hubiera apostado cualquier cosa a que su sombra ya habría adivinado el camino que tomaría, Cadfael amarró a toda prisa el bote. La prisa era una parte muy significativa de su disfraz aquella noche, lo mismo que el sigilo. Cuando subió

cautelosamente al camino y su figura se recortó claramente contra el cielo nocturno, deteniéndose un instante como si quisiera cerciorarse de que podría cruzar sin que nadie le viera, a su observador no le debió de pasar inadvertido que ahora su silueta estaba visiblemente jorobada por un grueso fardo que llevaba colgado a la espalda.

El monje cruzó rápidamente y regresó por el mismo camino de la ida, siguiendo el arroyo aguas arriba, tras atravesar el vado, para adentrarse en los campos y los bosques que cruzara con Berengario justo la noche anterior. Por suerte, el fardo no pesaba tanto como aparentaba, si bien Toroldo o Godith habían considerado oportuno darle una apariencia adecuada. Más que suficiente, pensó Cadfael, pura que un anciano monje lo lleve a cuestas a lo largo de casi una legua. Sus noches resultaban cada vez más cortas. Una vez aquellos jóvenes estuvieran relativamente a salvo, se pasaría durmiendo maitines, laudes e incluso prima, y después haría la debida penitencia. Ahora, todo sería cuestión de adivinar. ¿Daría Berengario por sentado el lugar adonde él se dirigía y se retiraría demasiado pronto con cierto aire de sospecha, echándolo todo a rodar? ¡No! En lo tocante a Cadfael, el joven no daría nada por sentado hasta comprobar con sus propios ojos dónde había ocultado el fardo y verificar sin el menor asomo de duda que regresaba a sus deberes sin él.

Cadfael se imaginaba claramente cuál sería la escena en el peor de los casos. Si Berengario hubiera matado a Nicolás en su afán de apoderarse del tesoro, su objetivo sería ahora no sólo lograr lo que antes no consiguiera sino también una cosa que solamente se le había revelado después de su fallido intento. Permitiendo que fray Cadfael le guardara a buen recaudo tanto los caballos como el tesoro, se había asegurado su objetivo principal; pero, además, en caso de que Cadfael condujera en secreto a los fugitivos al mismo lugar, tal como a todas luces pretendía hacer, Berengario podría eliminar al único testigo de su asesinato y tomar a su antigua prometida como rehén para forzar el regreso de su padre. ¡Qué gran regalo para el rey Esteban! Su puesto de privilegio estaría asegurado, y su crimen quedaría enterrado para siempre. Eso, naturalmente, en el peor de los casos. Pero las posibilidades eran muy amplias. Berengario podía ser inocente de la muerte de Faintree, pero tener mucho empeño en adueñarse del tesoro de FitzAlan, tras haber descubierto su paradero. En tales circunstancias, un veterano monje no sería obstáculo para sus planes de enriquecimiento personal o de obtención del favor real, si así lo

prefería. En cualquier caso, puede que Cadfael no sobreviviera mucho tiempo tras depositar la infernal carga que soportaban sus doloridos hombros en la granja donde se encontraban estabulados, los caballos.

¡Bien, pensó Cadfael, más alborozado que oprimido, ya veremos!

Una vez en el bosque, más allá del recodo del arroyo, se detuvo, soltó

gruñendo la carga que llevaba sobre la espalda, y se sentó en ella como si quisiera descansar. Pero en realidad lo hizo para escuchar los débiles rumores de otro hombre que también se había detenido, aunque no para descansar. Los rumores eran mínimos, pero los percibió y se alegró. El joven estaba allí, incansable, sereno, un aventurero nato. Vio un rostro oscuro y taciturno, a punto de soltar una carcajada. Entonces estuvo razonablemente seguro de cómo terminaría la noche. Con un poco de suerte (¡mejor con la ayuda de Dios!, rectificó), regresaría a tiempo para maitines.

No había ninguna luz visible en la granja cuando él llegó, pero bastó el leve susurro de sus pisadas para que apareciera fray Luis con una pequeña linterna en una mano y el puñal en la otra, tan despierto como al mediodía, pero mucho más peligroso.

—Dios os bendiga, hermano —le dijo Cadfael, soltando con un suspiro de alivio la carga que llevaba sobre su espalda. ¡Ya le diría cuatro cosas al joven Toroldo la próxima vez que hablara con él! Alguien o algo que no fueran sus propios hombros podría cargar con aquello en la siguiente ocasión—. Dejadme entrar y cerrad la puerta.

—¡De mil amores! —contestó fray Luis, cumpliendo la orden. Al salir, menos de un cuarto de hora más tarde, fray Cadfael prestó

atención, pero no oyó el menor rumor de alguien que le siguiera o le acompañara, y tanto menos de una posible amenaza. Hugo Berengario le habría visto entrar en la granja desde su escondrijo. Tal vez esperó a que saliera sin la carga y luego se alejó en la noche, donde con tanta soltura sabía moverse, regresando alegre y satisfecho a la abadía. Cadfael abandonó toda precaución e hizo lo mismo. Ahora ya sabía qué terreno pisaba. Cuando empezó a tocar la campana para maitines, Cadfael ya estaba preparado para salir del dormitorio con los demás y bajar por la escalera nocturna con el fin de alabar debidamente a Dios en la iglesia.

8

Antes del amanecer de aquel lunes de agosto, los oficiales del rey desplegaron pequeñas partidas cerrando todos los caminos de salida de Shrewsbury. Dentro de las murallas de la ciudad, otros grupos de hombres armados aguardaban dispuestos a recorrer metódicamente todas las calles y registrar todas las casas. Tenían órdenes de hacer algo más que requisar caballos y víveres, aunque eso se haría sobre la marcha, y muy exhaustivamente, por cierto.

—Todo indica que la moza tiene que estar escondida por aquí cerca —dijo Prestcote, presentando su informe al rey—. El caballo que encontramos pertenece a los establos de FitzAlan y el joven que perseguimos hasta el Severn tenía sin duda un compañero que todavía no hemos localizado. Estando sola, la muchacha no puede haber llegado muy lejos. Todos vuestros consejeros coinciden en que Vuestra Alteza no puede dejar pasar la ocasión de apresarla. Adeney regresaría sin duda para rescatarla, ya que es su única hija. Es posible que incluso pudiéramos forzar el regreso de FitzAlan, que no querrá enfrentar la ignominia de dejarla morir.

—¿Morir? —repitió el rey, erizándose con cólera siniestra—. ¿Acaso es probable que yo le quite la vida a la muchacha? ¿Quién ha hablado de su muerte?

—Vistas las cosas desde aquí —replicó secamente Prestcote—, parece absurdo, pero, para un padre que espera ansioso buenas noticias, todo es posible. Vos no le causaríais el menor daño a la joven, naturalmente. Tampoco sería necesario causar daño a su padre y ni siquiera a FitzAlan, si les echarais el guante a los dos. Pero Vuestra Alteza debe hacer todo lo posible por impedir que se pongan al servicio de la emperatriz. Ya no es cuestión de vengarse por lo de Shrewsbury sino de tomar una medida acertada para preservar vuestras fuerzas y debilitar las del enemigo.

—Eso es muy cierto —reconoció Esteban sin excesivo entusiasmo. Su cólera y su odio habían dejado sitio a su natural bondad, por no decir pereza—. Aunque no estoy muy seguro acerca de usar a la muchacha para esos fines. Recordó que prácticamente le había ordenado al joven Berengario que localizara a su prometida a cambio del favor real. Y que el joven, a pesar de haberle presentado respetuosa y esporádicamente sus respetos, jamás había mostrado excesivo celo en la búsqueda. Tal vez, pensó el rey, porque supo leer mis pensamientos mejor que yo mismo.

—No sería necesario causarle daño, y Vuestra Alteza evitaría tener que enfrentarse con las fuerzas leales a su padre, y tal vez incluso a las de su señor.

Si podéis arrebatarle todas esas fuerzas al enemigo, os ahorraréis muchas dificultades y muchos de vuestros hombres os deberán la vida. No podéis permitiros el lujo de dejar pasar esta oportunidad.

El consejo era muy sensato, y el rey lo sabía. Las armas están donde uno las encuentra, y Adeney podría impacientarse todo lo que quisiera en su dorado encierro, una vez lo hubieran capturado.

—¡Muy bien! —dijo Esteban—. Realizad una búsqueda exhaustiva. Los preparativos fueron ciertamente muy minuciosos. Adam Courcelle descendió sobre la puerta principal de la abadía con una compañía de flamencos. Guillermo Ten Heyt estableció un puesto de guardia en San Gil para interrogar a todos los jinetes y registrar todos los carros que intentaran abandonar la ciudad; su lugarteniente colocó centinelas en todos los caminos y los posibles puntos de cruce del río. Courcelle tomó posesión, con gran cortesía no exenta de firmeza, de la caseta de vigilancia de la abadía y ordenó que cerraran las puertas a todos los que intentaran entrar o salir. Faltaban unos veinte minutos para prima y ya era de día. Apenas hubo ruido, pero el prior Roberto vio desde el dormitorio una insólita agitación en la caseta de vigilancia, a la cual daba la ventana de su celda, y bajó presuroso para ver qué ocurría. Courcelle le hizo una reverencia que no engañó a nadie y pidió

respetuosamente unos privilegios que ya estaba autorizado a tomarse, tal como todo el mundo sabía. Pese a ello, su amabilidad sirvió para aplacar en parte la indignación del prior.

—Mi señor, Su Alteza el rey Esteban, me ordena exigir libre entrada a todos los lugares de vuestra casa, un diezmo de vuestras provisiones para las necesidades de Su Alteza y todos los caballos que todavía no estén en poder de su ejército. También he recibido el encargo de registrar y hacer interrogatorios en todas partes, en busca de la doncella llamada Godith, hija del traidor Fulke Adeney la cual se cree que permanece todavía oculta en Shrewsbury. El prior Roberto arqueó una fina ceja plateada y deslizó la mirada por una larga nariz aristocrática.

—No esperaréis encontrar a semejante persona dentro del recinto de nuestra abadía, supongo. Os aseguro que no hay nadie de tales características en la hospedería, que es el único lugar donde se la podría encontrar sin desdoro.

—Será una mera formalidad, os lo garantizo —dijo Courcelle—, pero cumplo órdenes y no puedo tratar más favorablemente una casa que otra. Unos hermanos legos y un par de muchachos de mirada soñolienta y asustada contemplaban la escena desde cierta distancia. El maestro de novicios acudió para acompañarlos de nuevo a sus cuartos, pero, una vez allí, se quedó a escuchar con ellos.

—El abad debe ser informado de inmediato —dijo el prior Roberto con admirable aplomo, dirigiéndose hacia los aposentos del abad Heriberto. A su espalda, los flamencos cerraron las puertas y montaron guardia antes de dirigir su atención a los establos y los graneros.

Fray Cadfael, que durante dos noches seguidas se había perdido las primeras horas de sueño, permaneció durmiendo durante el revuelo inicial de la invasión y sólo se despertó cuando la campana tocó llamando a prima, demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera vestirse a toda prisa y bajar a la iglesia con el resto de los hermanos. Únicamente cuando oyó los susurros que pasaban de uno a otro y vio las puertas cerradas, observó a los flamencos montando guardia y a los novicios con los ojos abiertos como platos. El rumor de cascos de caballos en los establos le indicó que, por una vez, los acontecimientos se le habían adelantado, arrebatándole la iniciativa de las manos. Entre los asustados y nerviosos novicios congregados en la iglesia no vio el menor rastro de Godith. Tan pronto como terminó el rezo de prima, Cadfael corrió a la cabaña del herbario. La puerta no tenía la aldaba corrida y estaba abierta, las hierbas secas, los morteros y las redomas se encontraban en perfecto orden, las mantas se habían retirado del banco que servía de cama, y un cestillo de lavanda recién cortada y uno o dos frascos de medicamentos aparecían inocentemente colocados junto a él. Godith no estaba en la cabaña ni en el huerto ni en los campos de guisantes a la orilla del arroyo, donde los tallos secos amontonados, tan pálidos como el lino, aguardaban ser trasladados a los graneros para mezclarse con el heno. Tampoco se veía la menor traza del gran fardo envuelto en sacos y ahora probablemente húmedo, que seguramente habría pasado la noche debajo del montón de tallos secos, ni tampoco de la pequeña embarcación cuidadosamente cubierta, que hubiera debido estar volcada encima de él. El bote, el tesoro de FitzAlan y Godith habían desaparecido como por ensalmo.

Godith despertó poco antes de prima, consciente de la enorme responsabilidad que ahora pesaba sobre ella, y salió sin excesivo temor para ver qué ocurría en la caseta de vigilancia. Aunque todo se hizo en silencio y con la mayor discreción, su mente se inquietó un poco ante el insólito sonido de aquellas voces, carentes de la decorosa serenidad propia de los monjes benedictinos. Estaba a punto de salir del huerto cerrado cuando vio a los flamencos desmontando y cerrando las puertas, y a Courcelle acercándose al prior. Se quedó helada al escuchar pronunciar su propio nombre con tanta frialdad. Si hicieran un registro exhaustivo, la encontrarían. Interrogada junto con los novicios, bajo todas aquellas miradas hostiles, no podría interpretar su papel. Y, si la encontraran a ella, tal vez ampliarían la búsqueda y localizarían

también lo que tenía a su cargo. Además, tenía que proteger a fray Cadfael y a Toroldo. Éste había regresado fielmente al molino tras acompañarla a casa con el tesoro. La víspera, sintió deseos de quedarse con él, pero ahora se alegraba de que el Gaye le separara de aquella alarma matutina y de que el joven tuviera un tupido bosque a su espalda y unos rápidos sentidos que le permitirían captar en seguida las señales de alarma, induciéndole a escapar sin la menor dilación. La víspera fue como un alegre y atrevido sueño de inenarrable dulzura, durante el cual contuvieron la respiración mientras Cadfael se alejaba del puente, seguido por su sombra, y soltaron la amarra de la pequeña embarcación, izaron las alforjas que chorreaban agua, las envolvieron en sacos secos para que se parecieran al fardo de Cadfael, tomaron con sus manos la cadena y la apartaron del embarcadero de piedra para que no se oyera el menor ruido. Después remaron corriente arriba hasta rodear los campos de guisantes. Esconded también la barca, les dijo Cadfael, porque la necesitaremos mañana por la noche si se nos presenta la ocasión. La aventura de la víspera fue un sueño, pero aquella mañana era el despertar, y en aquel momento ella necesitaba la barca.

No tenía la menor posibilidad de reunirse con fray Cadfael para recibir órdenes, tenía que sacar inmediatamente de allí lo que guardaba y no podía salir por las puertas. Nadie podía indicarle lo que tenía que hacer, y la responsabilidad era exclusivamente suya. Por suerte, no era probable que los flamencos saquearan los huertos antes de registrar los establos, los graneros y las despensas. Todavía le quedaba un poco de tiempo.

La muchacha regresó rápidamente a la cabaña. Dobló las mantas y las escondió debajo del banco detrás de una hilera de redomas y morteros, deshizo la cama convirtiéndola en un simple estante donde colocar frascos y dejó la puerta abierta de par en par para que penetrara la inocente luz del día. Después se dirigió hacia el montón de tallos secos, sacó la embarcación de su escondrijo junto con el fardo y, gracias a que la suave pendiente del campo estaba cubierta de tallos y a que la barca era muy ligera, consiguió empujarla sin dificultad hacia el arroyo. La dejó varada, regresó por el tesoro, lo arrastró hacia la orilla y lo izó a bordo.

Hasta la víspera, nunca había estado en una embarcación semejante, pero Toroldo le enseñó a utilizar el remo y la suave corriente del arroyo le facilitó la labor.

Ya sabía lo que tenía que hacer. No tendría ninguna posibilidad de escape en caso de que bajara corriente abajo hacia el Severn; habría hombres vigilando en el camino principal, el puente e incluso a lo largo de las orillas. Sin embargo, a escasa distancia de donde ella se encontraba, había, un poco a la derecha, un ancho canal que llegaba hasta el estanque del principal molino de la abadía, cuyo canal, tras pasar por el estanque de la abadía y los estanques de los peces,

hacía girar la rueda y se vaciaba de nuevo en el estanque para regresar al riachuelo y acompañarlo hasta el río. Más allá del molino, se encontraban alineadas las tres casas para huéspedes con sus jardincitos que llegaban hasta la orilla, mientras que otras tres semejantes protegían el estanque de la vista desde el otro lado. La casa al lado del molino era la que ocupaba Aline Siward. Courcelle había dicho que buscaría a la fugitiva por todas partes, pero si en el recinto monacal había algún lugar que no recibiría de él más que una visita de cumplido, ése sería donde se alojaba Aline.

Qué importa que pertenezcamos a bandos contrarios, pensó Godith, remando torpe pero obstinadamente para rodear la curva y adentrarse en el ancho canal. No es posible que me arroje a los lobos con esa cara tan angelical que tiene. Pero ¿de veras pertenecemos a bandos contrarios? ¿No estaremos las dos en ambos bandos? Mi padre se juega la vida y las tierras por la emperatriz, pero no creo que a ella le importe lo más mínimo lo que le suceda a él o a los suyos, siempre y cuando consiga salirse con la suya. Estoy segura de que su hermano era para Aline mucho más importante de lo que jamás pueda ser el rey Esteban, y yo me preocupo más por mi padre y por Toroldo que por la emperatriz Matilde. Ojalá el hijo del viejo rey no se hubiera ahogado durante el horrible naufragio de aquel barco, ya que, en tal caso, ahora no habría discusiones sobre derechos hereditarios y tanto Esteban como Matilde se hubieran quedado en sus respectivos castillos y nos hubieran dejado a todos en paz.

El molino se levantaba a la derecha, pero su rueda no giraba y el agua del canal fluía libremente hacia el estanque para regresar al arroyo junto con las lentas contracorrientes de la otra orilla. En aquel punto la orilla tenía una altura de unos tres palmos para ofrecer la mayor cantidad de terreno posible a los pequeños huertos. Sin embargo, si primero conseguía izar el fardo hasta la orilla, Godith estaba segura de que después podría arrastrar la barca a tierra. Se agarró a la raíz de un sauce llorón que sobresalía del agua y amarró a ella la embarcación antes de intentar levantar el tesoro hasta la herbosa orilla. El fardo era muy pesado para ella, pero la joven lo tomó al través y lo sujetó con los brazos. A duras penas consiguió alcanzar el nivel de la orilla sin inclinar demasiado la embarcación. El fardo permaneció estable y, mientras lo sujetaba con ambos brazos, la joven sintió que las lágrimas asomaban por primera vez a sus ojos y le bajaban por las mejillas.

¿Por qué, se preguntó en un súbito acceso de rebeldía, me tomo tantas molestias por esta basura, si lo único que me importa es mi padre y Toroldo? ¡Y

también fray Cadfael! Lo decepcionaría si dejara caer este peso al fondo del estanque después de lo mucho que se ha esforzado. Debo seguir adelante. Toroldo está empeñado en cumplir la tarea que le encomendaron. Eso vale más que el oro. ¡Este fardo no es lo más importante!

La muchacha se pasó una mano impaciente y mugrienta por las mejillas y

los ojos, e intentó encaramarse a la orilla, lo cual no era nada fácil porque la embarcación tendía a desplazarse bajo sus pies a lo largo de la cuerda de amarre. Cuando, al final, consiguió subir a la orilla, soltando maldiciones en lugar de llorar, no pudo tirar de la barca hacia arriba y temió agujerearla con las raíces melladas. La tendría que dejar allí. Se tendió boca abajo, acortó el amarre e hizo un fuerte nudo. Después arrastró la detestada pesadilla hasta la casa y aporreó la puerta.

Abrió Constanza. Godith se percató de que apenas eran las ocho de la mañana. Aline tenía por costumbre asistir a misa de diez y tal vez aún no estaría levantada. Pero, al parecer, el revuelo que reinaba en la abadía había llegado hasta aquel apartado rincón porque Aline ya estaba levantada y vestida y salió inmediatamente a ver qué sucedía.

—¿Qué ocurre, Constanza? —al ver a Godith tan sucia, desgreñada y sin aliento, apoyada en un gran fardo que había dejado en el suelo, se acercó con inocente solicitud—. ¡Godric! ¿Qué te pasa? ¿Te ha enviado fray Cadfael?

¿Ocurre algo malo?

—¿Conocéis a este mozo, señora? —le preguntó Constanza, sorprendida.

—Le conozco, es el ayudante de fray Cadfael, hemos hablado algunas veces

—Aline estudió a Godith de pies a cabeza, vio las huellas de las lágrimas y la agitación de su pecho, y apartó rápidamente a su doncella en cuanto distinguió

los signos de la desesperación, aunque éstos no fueran muy patentes—. ¡Entra, por favor! Deja que te ayude a llevar tus cosas. ¡Cierra la puerta, Constanza!

Ya estaban a salvo en el interior de aquella casa de paredes de madera, a través de una de cuyas ventanas abiertas penetraba a raudales la luz del sol matutino.

Ambas jóvenes se miraron, Aline con un precioso vestido azul y el cabello dorado enmarcándole el rostro como una nube, y Godith con una arrugada chaqueta parda que le estaba demasiado grande y unos calzones que le sentaban muy mal, el corto cabello desgreñado y el rostro desencajado y sucio de tierra, hierbas y sudor.

—He venido para pediros refugio —dijo Godith con toda naturalidad—. Me buscan los soldados del rey. Valdré mucho para ellos, si me encuentran. No soy Godric sino Godith. Godith Adeney la hija de Fulke Adeney. Aline contempló conmovida el bello rostro ovalado y las raídas prendas que cubrían las delicadas extremidades. Después miró de nuevo el desafiante rostro y se le iluminaron los ojos.

—Será mejor que os ocultéis en mi dormitorio —dijo, dando un vistazo a la ventana abierta—. Allí nadie os molestar{… y podremos hablar libremente. Sí, traed vuestras pertenencias, os ayudaré a llevarlas.

El tesoro de FitzAlan fue trasladado por manos femeninas a la estancia interior donde ni siquiera Courcelle, y tanto menos otro hombre, se atrevería a entrar. Aline cerró suavemente la puerta mientras Godith se sentaba en un escabel junto a la cama, sintiendo por primera vez que todas sus inquietudes empezaban a desvanecerse. Después, apoyó la cabeza en la pared y miró a Aline.

—¿Os dais cuenta, señora, de que se me considera enemiga del rey? No quisiera poneros en peligro. Tal vez os sintáis en la obligación de entregarme.

—Sois muy honrada —dijo Aline— y tened la certeza de que no me pondréis en peligro. Ni siquiera estoy muy segura de que el rey me lo agradeciera, aunque sí estoy segura de que Dios no. Además, sé que nunca podría tener la conciencia tranquila. Podéis descansar tranquilamente aquí. Constanza y yo nos encargaremos de que nadie se acerque a vos.

Fray Cadfael se mostró muy tranquilo durante el rezo de prima, la primera misa conventual y la abreviada reunión del capítulo. Pero en realidad se estaba devanando los sesos y se mordía los nudillos, pensando en la inexplicable necedad que le había llevado a quedarse dormido mientras las fuerzas hostiles se cerraban a su alrededor. Las puertas estaban cerradas y no había modo de salir de allí. No podía pasar, y estaba seguro de que Godith tampoco habría pasado por allí. No había visto soldados en la otra orilla del río, aunque no cabía duda de que estaría vigilada. En caso de que Godith hubiera tomado la embarcación, ¿adónde habría ido? Corriente arriba, no, porque el arroyo resultaba visible durante un buen trecho y, más adelante, el lecho era demasiado pedregoso e irregular para surcarlo con aquella barca. Estaba esperando de un momento a otro el grito que anunciara su captura, pero cada minuto que transcurría sin que se escuchara semejante grito era un bálsamo de alivio para él. La joven no era tonta y, al parecer, había escapado, pero cualquiera sabía adonde, cargada con el tesoro que intentaban conservar y enviar a su destino.

En el capítulo, el abad Heriberto pronunció unas breves y desilusionadas palabras para explicar la invasión de la abadía, aconsejando a los monjes que obedecieran las órdenes de los soldados del rey con dignidad y fortaleza y que procuraran cumplir con sus obligaciones cotidianas con toda la fidelidad posible. Ser privados de los bienes de este mundo no debería ser más que una agradable disciplina para aquellos que aspiraban a los bienes del más allá. Por lo que respectaba a su propia cosecha, fray Cadfael podía estar tranquilo dado que no era muy probable que el rey le exigiera el diezmo de sus hierbas y remedios, aunque tal vez agradeciera una o dos garrafas de vino. El abad les despidió, rogándoles encarecidamente que se dedicaran a sus respectivas tareas

hasta la misa mayor de las diez.

Fray Cadfael regresó a los huertos y se entretuvo en pequeñas labores que le permitieran pensar en otra cosa. Godith tal vez había vadeado el arroyo en pleno día para esconderse en el bosque. Sin embargo, no era posible que se hubiera llevado el fardo del tesoro porque pesaba demasiado para ella. Seguramente se habría alejado con el tesoro y la embarcación para que no hubiera ninguna prueba de actividades irregulares. Cadfael estaba seguro de que no había llegado hasta la confluencia del río, pues en tal caso la hubieran capturado antes. Cada momento que transcurría sin que se recibieran malas noticias era un nuevo rayo de esperanza. Dondequiera que estuviera, la joven necesitaría ayuda.

Además, no podía olvidar a Toroldo, oculto más allá de los campos de labor en aquel molino abandonado. ¿Se habría percatado a tiempo del significado de aquellas señales y habría conseguido esconderse en el bosque? Cadfael lo deseaba con toda su alma. Entretanto, no podía hacer otra cosa que esperar. En caso de que cesara la persecución antes de que finalizara el día y al anochecer él pudiera encontrar a los dos jóvenes, procuraría por todos los medios que emprendieran viaje hacia el oeste aquella misma noche. Tal vez las circunstancias fueran favorables dado que el recinto de la abadía ya habría sido registrado concienzudamente, los soldados estarían cansados y deseosos de olvidar su vigilancia, la comunidad se hallaría totalmente entregada a la tarea de comparar notas para establecer lo que los soldados les habían arrebatado y los monjes estaría rezando fervientes oraciones de acción de gracias por el término de aquella prueba.

Cadfael se encaminó hacia el patio para asistir a misa. Los carros del ejército estaban siendo cargados de sacos de cereales procedentes del granero, y los flamencos entraban y salían constantemente de los establos. Los apurados huéspedes, que se quedarían a mitad de viaje sin caballos, suplicaban en vano que no se llevaran sus monturas, pero todo era inútil salvo en los casos en que alguien pudiera demostrar que ya estaba al servicio del rey. Sólo los pobres jamelgos corrieron mejor suerte. Los soldados también requisaron uno de los carros de la abadía con sus mulos correspondientes, y lo cargaron de trigo. Cadfael observó que algo extraño ocurría en las puertas. Las grandes puertas destinadas a los carruajes estaban cerradas y vigiladas, pero alguien había tenido la serena osadía de llamar al portillo, pidiendo entrar. Puesto que podía tratarse de alguien de los suyos, un correo del puesto de guardia de San Gil o bien del campamento real, el portillo se abrió y, en el estrecho espacio, apareció la recatada figura de Aline Siward, con el devocionario en la mano y el cabello dorado modestamente cubierto por la toca y el velo blanco de luto.

—Tengo permiso —dijo la joven con dulzura— para entrar en la iglesia —al ver que los guardias no entendían el inglés, repitió amablemente la frase en

francés.

Los soldados no querían franquearle la entrada y estaban dispuestos a cerrarle la puerta en las narices cuando uno de los oficiales observó la discusión y se acercó a toda prisa.

—Tengo permiso de mi señor Courcelle para asistir a misa —repitió

pacientemente Aline—. Me llamo Aline Siward. Si lo dudáis, preguntádselo, y él mismo os lo dirá.

Al final, consiguió hacer valer su privilegio y, tras un rápido intercambio de palabras, se abrió el portillo de par en par y los soldados se apartaron para franquearle la entrada. La joven cruzó el gran patio como si allí no ocurriera nada y se encaminó hacia el claustro y la puerta sur de la iglesia. Pero aminoró

la marcha al ver que fray Cadfael se abría paso entre los soldados y los viajeros que protestaban, para cruzarse en su camino junto al porche. Aline le saludó

modestamente delante de todo el mundo, pero, en el momento en que ambos estaban más cerca, le susurró:

—Tranquilizaos, Godric está a salvo en mi casa.

—¡Gracias a Dios y también a vos! —contestó Cadfael, suspirando—. Cuando oscurezca, iré por ella —aunque Aline había utilizado el nombre masculino, el monje adivinó por su leve sonrisa que la referencia femenina no constituía ninguna sorpresa para ella—. ¿Y la embarcación? —preguntó en un susurro.

—Preparada al final de mi jardín.

La joven entró en la iglesia y Cadfael, con el corazón súbitamente aliviado, se fue decorosamente a ocupar su lugar en la procesión de monjes.

Sentado en la rama de un árbol en el lindero del bosque situado al este del castillo de Shrewsbury, comiéndose los restos de pan que llevaba y un par de manzanas verdes robadas de un árbol de la abadía, Toroldo miró hacia el oeste al otro lado del río y no sólo vio la gran roca de las murallas y torres del castillo sino también, un poco más a la derecha, apenas visibles por encima de las copas de los árboles, las tiendas del campamento real. A juzgar por la cantidad de gente que había en el monasterio y la ciudad, en aquellos momentos el campamento debía de estar casi vacío.

El cuerpo de Toroldo había soportado muy bien aquel repentino ajetreo, para su gran satisfacción y también, ¿por qué no decirlo?, para su sorpresa. Su mente, en cambio, se resentía bastante. Aunque no había caminado mucho ni hecho demasiado ejercicio, aparte encaramarse al frondoso árbol, estaba muy complacido por la respuesta de sus dañados músculos y la cicatrización de la

herida del muslo, que apenas le dolía, y la del hombro, que no estaba roto ni le impedía el uso del brazo. Su mente, por el contrario, estaba inquieta y preocupada por Godith, el hermanito súbitamente transformado en una criatura medio hermana y medio otra cosa. Confiaba en fray Cadfael, por supuesto, pero no podía cargar todo el peso de la responsabilidad sobre unos hombros enclaustrados, por muy anchos y fuertes que fueran. Aunque estaba furioso y angustiado, Toroldo siguió comiendo las manzanas robadas. Tendría que estar bien alimentado para resistir el esfuerzo.

Una compañía de vigilancia recorría metódicamente la orilla del Severn. Él no se atrevía a moverse hasta tanto no se retiraran hacia la abadía y el puente. Aún no sabía qué rodeo tendría que dar por las afueras de la ciudad para eludir el cerco real.

Le despertaron unos inequívocos sonidos desde el puente, lo bastante fuertes como para interrumpir su sueño. Muchos, muchísimos hombres a pie y a caballo, anunciaban su presencia y su paso por un arco de piedra sobre el agua. Los ecos combinados fueron transportados por la corriente, desde la madera del molino y los canales de agua que lo alimentaban, hasta sus inquietos oídos. El sobresalto le indujo a vestirse instintivamente, y antes de asomarse a mirar recogió todo lo que hubiera podido delatar su presencia. Vio cómo las compañías se desplegaban en abanico al final del puente y ya no quiso ver nada más porque comprendió que la situación era muy peligrosa. Eliminó

todas las huellas de su estancia en el molino, arrojando al agua lo que no pudo llevar consigo. Cruzó los límites de las tierras de la abadía y se alejó de la compañía que avanzaba a lo largo de la orilla del río, hasta alcanzar el lindero del bosque que se extendía al otro lado del castillo.

No sabía para quién o para qué se había decretado aquella batida, pero sabía muy bien quién podía quedar atrapado en ella, por lo que su único propósito en aquel momento era reunirse con Godith dondequiera que estuviera, interponerse entre ella y el peligro. Y, a ser posible, llevársela desde allí a Normandía, donde estaría a salvo.

A lo largo de la orilla, los hombres se separaron para batir el terreno a través de los arbustos donde Godith le había encontrado. Ya habían registrado el molino abandonado en el que, gracias a Dios, no habían hallado ninguna huella. Ahora que ya casi los había perdido de vista, Toroldo bajó del árbol para adentrarse más profundamente en el bosque. Desde el puente hasta San Gil, el camino real que conducía a Londres estaba flanqueado por tiendas y casas a las que no debía acercarse. ¿Sería mejor seguir hacia el este y cruzar el camino más allá de San Gil, o bien esperar y regresar por donde había venido, una vez cesara el tumulto? Lo malo era que no sabía cuándo iba a ocurrir tal cosa y la angustia que sentía por Godith era casi insoportable. Seguramente tendría que seguir hasta más allá de San Gil antes de atreverse a cruzar el camino; aunque allí el arroyo ya no sería un obstáculo, cuando se acercara al lugar situado

enfrente en los huertos de la abadía, correría un grave peligro. Podría esperar en el escondrijo más cercano que encontrara, pasar a los campos de guisantes a la primera ocasión que se le presentara y, desde allí, si todo estaba tranquilo, dirigirse al herbario, que no conocía, y a la cabaña donde Godith había dormido las últimas siete noches. Sí, mejor seguir adelante y dar un rodeo. Si retrocediera, tendría que atravesar el puente, donde habría soldados hasta el atardecer y probablemente durante toda la noche.

A pesar de su impaciencia, el joven tuvo que actuar con mucha precaución. El repentino asalto había asustado e indignado a la población, y Toroldo tenía que procurar que no le vieran puesto que era un joven desconocido en un lugar donde todos los vecinos eran como de la familia y cualquier forastero suscitaba actitudes desafiantes nacidas del temor. Varias veces tuvo que esconderse hasta que pasara el peligro.

Quienes vivían cerca del camino y habían sufrido los primeros sobresaltos se escondían donde podían. Quienes cuidaban diariamente del ganado o cultivaban las tierras lejos del camino oyeron el tumulto y se acercaron para averiguar qué ocurría. Atrapado entre esas dos mareas, Toroldo pasó un día terrible, pero, al final, consiguió superar el inflexible y brutal puesto de guardia de Guillermo Ten Heyt que, para entonces, ya había requisado una considerable cantidad de bienes y una docena de magníficos caballos. Allí terminaban las últimas casas de la ciudad y empezaban los campos y las aldeas. Más allá del puesto de guardia, el tráfico era muy escaso. Toroldo cruzó el camino y se ocultó una vez más entre los arbustos que crecían por encima del arroyo. Desde allí, analizó el terreno.

En ese lugar el arroyo tenía dos brazos porque el canal del molino recibía sus aguas a través de una esclusa construida algo más arriba. Las dos cintas plateadas brillaban ahora bajo un sol que estaba empezando a declinar hacia el oeste. Ya casi debía ser la hora de vísperas. ¿Habría terminado el rey Esteban de registrar la abadía y saquear todo Shrewsbury?

Aquella parte del valle era angosta y empinada, por lo que nadie había construido en ella ningún edificio, prefiriendo dejar la hierba para las ovejas. Toroldo se deslizó hacia la bifurcación, superó fácilmente de un salto el canal del molino y se acercó al arroyo, saltando de piedra en piedra. Después echó a andar orilla abajo, pasando de un escondrijo a otro, hasta que, hacia la hora de vísperas, llegó a los suaves prados que se extendían al otro lado de los campos de guisantes de fray Cadfael. Allí el terreno era demasiado abierto y el joven tuvo que apartarse del arroyo y buscar entre los matorrales un escondrijo desde donde examinar el panorama. Distinguió los tejados de los edificios de la abadía por encima de los muros del huerto, y el tejado y el alto campanario de la iglesia, pero no vio nada de lo que ocurría en el recinto del monasterio. Todo parecía muy tranquilo, los pálidos campos de la ladera ya despojados de sus cosechas, el montón de rastrojos donde Godith ocultó la barca y el tesoro

diecinueve horas antes, el muro rojizo del huerto más allá del tejado inclinado del granero. Tendría que esperar a que anocheciera, o bien correr el riesgo de cruzar el arroyo hasta el montón de paja del otro lado a la primera oportunidad que se le presentara. Por allí pasaba de vez en cuando alguna persona dedicada a sus quehaceres, un pastor dirigiendo su rebaño a los pastizales, una mujer que volvía a casa tras recoger setas en el bosque, dos niños con unas ocas. Hubiera podido cruzarse con ellos y saludarles sin que nadie le hiciera el menor caso, pero no hubiera podido cruzar el vado y entrar en los huertos de la abadía sin despertar sospechas. Eso hubiera llamado la atención. Además, desde el otro lado de los huertos, aún se oían rumores insólitos, gritos, órdenes y chirridos de carros y arneses. Por si fuera poco, un hombre a caballo recorría los prados algo más abajo como si vigilara la única salida no amurallada de la abadía. Parecía tomarse su misión con bastante calma. Un solo hombre, pero era más que suficiente. Le hubiera bastado con gritar o silbar para que inmediatamente se acercara una docena de flamencos.

Toroldo se agachó entre los arbustos y le vio acercarse. El caballo era grande y musculoso, pero no muy bonito, con manchas entre crema y gris oscuro. El jinete era un joven de cabello negro y tez aceitunada, con el rostro enjuto y un porte extremadamente arrogante. Fue precisamente su gesto altanero y el curioso color de su caballo lo que llamó la atención de Toroldo. Era la misma montura que había visto al amanecer, encabezando la compañía de soldados junto a la orilla del río; y aquel hombre fue el que primero desmontó

para registrar el molino abandonado donde Toroldo se ocultaba. Después aparecieron unos seis hombres a pie para colaborar en la tarea de búsqueda, pero él se alejó al trote y los dejó rezagados. Toroldo estaba seguro de su identidad y tenía sobradas razones para extremar la cautela. Temía que, a pesar de todas sus precauciones, los soldados hubieran descubierto algún detalle que despertara sus sospechas. Eran el mismo caballo y el mismo hombre. Ahora el jinete cabalgaba corriente arriba con aparente negligencia, pero Toroldo no se fiaba. Aquel hombre lo veía todo, a pesar de su mirada displicente y lánguida. Sin embargo, en aquellos momentos se encontraba de espaldas y no había nadie en los campos. Si se alejara un poco más, Toroldo intentaría cruzar el arroyo. Aunque se equivocara en el cálculo y se mojara, no podría ahogarse en tan poca agua, y la noche sería muy templada. Tenía que intentarlo y llegar hasta la cabaña de Godith para asegurarse de que nada le había ocurrido. El oficial del rey siguió adelante hasta el límite del terreno llano sin volver la cabeza ni una sola vez. Ninguna criatura se movió. Toroldo se levantó, atravesó de carrerilla la franja de prado, cruzó el arroyo tanteando instintivamente con los pies, y emergió a los pálidos campos del otro lado. Después se escondió en el montón de rastrojos como un topo oculto en la tierra. En medio de la agitación de aquel día, no le sorprendió que la barca y el fardo hubieran desaparecido, y tampoco tuvo tiempo de pararse a pensar si aquello

era un buen o un mal presagio. Extendió los tallos secos a su alrededor como si fueran una rígida sábana de color marfil entretejida de sol y calor, y se tendió

temblando sin dejar de atisbar, a través de los rastrojos, el sereno paso de su enemigo al otro lado del arroyo.

De pronto, el hombre se detuvo con su caballo y miró corriente abajo, como si un escozor en los pulgares le hubiera advertido de algún peligro. Permaneció

inmóvil unos minutos y después inició el camino de vuelta con tanta suavidad como el de ida.

Toroldo contuvo la respiración y le vio acercarse. No se daba prisa sino que cabalgaba con ociosa inocencia como si no tuviera nada mejor que hacer, aparte del repetido paseo arriba y abajo para pasar el rato. Sin embargo, al llegar a la altura de los campos de guisantes, se detuvo y miró hacia el otro lado del arroyo, clavando los ojos en el montón de tallos secos. A Toroldo le pareció ver una leve sonrisa en su rostro moreno e incluso un pequeño movimiento de la mano semejante a un saludo. ¡Debían ser figuraciones suyas! El jinete reanudó

su paseo corriente abajo, contemplando el canal del molino y su confluencia con el río. No volvió la mirada hacia atrás ni una sola vez. Toroldo permaneció tendido bajo la ingrávida manta de paja, hundió su cabeza cansada entre los brazos, y las caderas en la suave tierra. Se quedó

dormido de puro agotamiento. Cuando despertó, ya estaba oscureciendo y todo seguía tranquilo. El joven prestó atención un buen rato y después se movió a rastras y subió furtivamente por la pálida ladera hasta los huertos de la abadía, avanzando en solitario entre la miríada de soleadas fragancias de las hierbas de Cadfael. Localizó la cabaña con la puerta hospitalariamente abierta de par en par y atisbo casi con temor el tibio silencio y la luz del interior.

—¡Loado sea Dios! —exclamó fray Cadfael, levantándose del banco para saludarle—. Pensé que vendríais y cada media hora más o menos he estado saliendo a mirar. Finalmente, os tengo aquí. Sentaos y desahogad vuestro corazón, ¡hemos salido bastante bien librados!

En tono apremiante, Toroldo hizo la única pregunta que le importaba:

¿Dónde está Godith?

9

Él no lo sabía, pero en aquellos momentos Godith estaba mirándose al espejo en casa de Aline mientras Constanza se apartaba a un lado para permitirle ver mejor su imagen. Lavada, peinada y ataviada con un vestido de Aline, de brocado marrón e hilo de oro, y una diadema dorada alrededor de sus bucles, la joven movía la cabeza a uno y otro lado, alegrándose de volver a ser una mujer. Su rostro ya no era el de un chiquillo travieso sino el de una noble dama, segura de sus encantos. La suave luz de la vela le confería un aire misterioso y extraño a la vez.

—Ojalá él pudiera verme así —dijo en tono nostálgico, olvidando que hasta entonces no había mencionado a ningún hombre que no fuera fray Cadfael. Y

no podía revelarle a nadie, ni siquiera a Aline, nada referente a la persona y la misión de Toroldo. Con respecto a sí misma, lo había dicho casi todo. Era lo menos que podía hacer en agradecimiento por la ayuda.

—¿Hay un «él»? —preguntó Aline con comprensiva curiosidad—. ¿Y él será quien os acompañe a vuestro destino? No, no debo preguntaros nada, sería injusto. Pero ¿por qué no podéis lucir este vestido en su presencia? Una vez fuera de aquí, podréis viajar tanto vestida de mujer como de mozo.

—Lo dudo —dijo Godith tristemente—. De la manera en que viajaremos, no lo creo posible.

—En tal caso, lleváoslo. Podríais guardarlo en ese fardo tan grande que lleváis. Yo tengo muchos y, por otra parte, necesitaréis un vestido cuando lleguéis sana y salva a vuestro destino.

—¡Oh, si supierais cuánto me tentáis! Sois muy amable, pero no puedo aceptar. Además, durante la primera etapa del viaje iremos muy cargados. Pero os lo agradezco mucho y jamás lo olvidaré.

Se probó por simple placer, ayudada por Constanza, todos los vestidos de Aline, y en todos se imaginó presentándose de pronto ante Toroldo y viendo la respetuosa y asombrada mirada del joven. A pesar de no saber dónde estaba ni cómo le habían ido las cosas, la muchacha pasó una tarde muy feliz, libre de toda inquietud. Estaba segura de que él la vería en todo su esplendor, si no con aquel vestido, con otros igualmente hermosos, cubierta de joyas y con el cabello largo trenzado y recogido por una diadema dorada como la que lucía en aquellos momentos. Recordó la ocasión en que ambos se sentaron a comer ciruelas, arrojando los huesos al Severn a través de las tablas del molino, y se echó a reír. ¿Cómo podría darse humos con Toroldo después de aquello?

Estaba a punto de quitarse la diadema de la cabeza cuando oyeron una súbita pero circunspecta llamada a la puerta. Por un momento, ambas jóvenes

quedaron petrificadas.

—¿Será que, al final, han decidido registrar esta casa? —se preguntó Godith en un angustiado susurro—. ¿Os he puesto en peligro?

—¡No! Esta mañana, cuando vinieron, Adam me aseguró que no sería molestada —Aline se levantó resueltamente—. Quedaos aquí con Constanza, y corred la aldaba. Yo iré. ¿No será fray Cadfael que viene por vos?

—No, no lo creo, aún estarán vigilando.

La llamada parecía muy suave, pero aun así Godith permaneció inmóvil detrás de la puerta, escuchando con atención los retazos de voces que le llegaban desde el otro lado. Aline había franqueado la entrada a su visitante. La voz que se alternaba con la de Aline era masculina, baja y ardientemente cortés.

—¡Adam Courcelle! —susurró Constanza, esbozando una sonrisa comprensiva—. ¡Está tan enamorado que no puede apartarse de ella!

—¿Y ella…, Aline? —preguntó Godith con curiosidad.

—¡Quién sabe! Ella… ¡todavía no!

Godith había oído la misma voz aquella mañana, dirigiéndose en un tono muy distinto al portero y a los criados legos de la entrada. Sin embargo, tales misiones no debían de ser muy agradables y podían convertir a un hombre honrado en un ser hosco y arrogante. Tal vez aquel joven atento y solícito que se interesaba por el bienestar de Aline era e) que más correspondía a su verdadero temperamento.

—Espero que toda esta conmoción no os haya disgustado demasiado —le dijo a Aline—. Ya no habrá más molestias, podéis descansar tranquila.

—No me han molestado en absoluto —le aseguró Aline—. No tengo ninguna queja, todos se han portado muy bien conmigo. Pero me compadezco de las personas que se han visto privadas de sus bienes. ¿Sucede lo mismo en la ciudad?

—Sí —contestó Adam con tristeza—, y mañana seguirán haciendo lo mismo. Pero la abadía ya puede respirar tranquila. Aquí ya hemos terminado.

—¿Y no la habéis encontrado? Me refiero a la moza a la que buscabais.

—No, no la hemos encontrado.

—¿Qué pensaríais si os dijera que me alegro? —preguntó Aline con intención.

—Pensaría que no esperaba otra cosa de vos y que eso os honra. Sé que no podríais desear ningún daño, dolor o peligro a ninguna criatura, y tanto menos a una inocente doncella. He aprendido demasiadas cosas de vos, Aline —tras una pausa, Courcelle añadió en un susurro—: Aline…

Después, bajó tanto la voz que Godith ya no pudo oír sus palabras. Tampoco lo hubiera querido, porque el tono era demasiado íntimo y apremiante. Al poco rato, se oyó la voz de Aline:

—Esta noche no me exijáis demasiado, ha sido un día agotador para muchos. No puedo evitar sentirme casi tan cansada como deben de sentirse ellos. ¡Y como os debéis de sentir vos! Dejadme que duerma bien esta noche y ya habrá un momento más oportuno para hablar de estas cosas.

—¡Muy cierto! —dijo Courcelle, hablando de nuevo como un soldado a punto de cumplir una orden—. Perdonadme, no era el momento más indicado. A esta hora, casi todos mis hombres ya han salido; me reuniré con ellos y os dejaré descansar. Oiréis rumor de pisadas y chirridos de ruedas durante un cuarto de hora, pero después todo quedará tranquilo.

Las voces se perdieron hacia la puerta. Godith oyó que ésta se abría y se volvía a cerrar tras un breve intercambio de palabras en voz baja. Después se oyó correr la aldaba y, a los pocos momentos, Aline llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio.

—Podéis abrir, ya se ha ido —con el ceño fruncido, la joven apareció en el dintel, perpleja y arrebolada—. Me parece —añadió, esbozando una sonrisa que a Adam de Courcelle le hubiera encantado ver— que, al haberos dado cobijo, no le he disgustado. Creo que se alegra de no haberos encontrado. Ya se van. Todo ha terminado. Ahora sólo tenemos que esperar que oscurezca y que venga fray Cadfael.

En la cabaña del herbario, fray Cadfael dio de comer, tranquilizó y curó a su paciente. Tras haber obtenido una respuesta satisfactoria a su primera pregunta, Toroldo se tendió sumisamente en la cama de Godith y dejó que le curaran la herida del hombro y le volvieran a vendar la del muslo, pese a que ya estaba cicatrizada.

—Si tenéis que emprender el camino hacia el País de Gales esta noche —

dijo Cadfael—, no quiero que sufráis ningún daño que os obligue a aplazarlo. La herida podría volverse a abrir muy fácilmente.

—¿Esta noche? —preguntó Toroldo con ansiedad—. ¿Ella y yo juntos? ¿Será

esta misma noche?

—Debe ser esta noche, y ya es hora. No creo que pudiera soportar mucho tiempo esta situación —contestó Cadfael, aunque, en realidad, parecía muy satisfecho—. Y no es que os haya visto demasiado, la verdad, pero, aun así, estaré más tranquilo cuando estéis en camino hacia el país de Owain de Gwynedd. Incluso os daré un recuerdo mío para el primer galés que encontréis.

Aunque ya tenéis la recomendación de FitzAlan ante Owain, y Owain siempre cumple su palabra.

—Una vez emprendamos el camino —dijo solamente Toroldo—, intentaré

por todos los medios cuidar bien de Godith.

—Y ella cuidará de vos. Le daré un tarro del ungüento que he utilizado para curaros, y unas cuantas cosas más que pueda necesitar.

—¡Y Godith se llevó la barca y la carga ella sola! —exclamó Toroldo con afectuoso orgullo—. ¿Cuántas doncellas hubieran salido airosas de semejante prueba? ¡Y esa joven que la protegió y os comunicó tan hábilmente la noticia!

Os digo, fray Cadfael, que aquí, en Salop, criamos unas mujeres extraordinarias

—tras una pausa, el muchacho preguntó, preocupado—: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí? Quizá han puesto una guardia. Además, no puedo salir por la caseta de vigilancia porque el portero jamás me ha visto. Y, por si fuera poco, la barca está allí, no aquí.

—Callad un momento y dejadme pensar —dijo Cadfael mientras terminaba de vendarle la herida—. ¿Cómo fue vuestra jornada? Me parece que no tuvisteis el menor contratiempo. Debisteis de salir del molino con toda tranquilidad porque no he oído ningún comentario al respecto. Seguramente en seguida os disteis cuenta de lo que ocurría.

Toroldo le describió todas sus andanzas durante aquel día tan largo, peligroso y terriblemente aburrido en el que se había pasado el rato corriendo y escondiéndose.

—Vi la compañía en la orilla del río y el molino, seis soldados a pie y un oficial a caballo. Pero ya había procurado no dejar ninguna huella de mi presencia. Primero entró el oficial solo y después lo hicieron sus hombres. Volví

a verle esta tarde —Toroldo se sobresaltó bruscamente ante aquella coincidencia—, cuando crucé el vado y me escondí en los rastrojos. Paseaba arriba y abajo entre el río y el canal del molino. Le reconocí por su porte y su caballo. Crucé el arroyo aprovechando que estaba de espaldas y, cuando bajó de nuevo, se detuvo y miró hacia donde yo estaba escondido. ¡Juraría que me vio y esbozó una sonrisa! Temí que me hubiera descubierto, pero siguió adelante, lo cual significa que no me vio.

Cadfael apartó los ungüentos con aire pensativo.

—¿Y le reconocisteis por el caballo? —preguntó en un susurro—. ¿Qué tenía de especial?

—El tamaño y el color del pelaje. Era una bestia enorme, no demasiado bonita, pero muy fuerte, con manchas crema en el vientre y gris casi negro en el lomo y los cuartos traseros.

Cadfael se rascó la chata nariz bronceada por el sol y la tonsura todavía más

bronceada.

—¿Y cómo era el hombre?

—Un joven poco mayor que yo. Moreno y bien plantado. Lo único que le vi esta mañana fueron la ropa que vestía y su altiva manera de montar una bestia que no resultaría demasiado fácil. Esta tarde también vi su cara, enjuta, de huesos pronunciados y los ojos y cejas negros. ¡Por cierto, silbaba muy bien! —

añadió Toroldo, recordando el detalle con asombro.

¡Una gran verdad!, recordó a su vez Cadfael. También recordaba el caballo, dejado en los establos de la abadía cuando se llevaron otros dos mucho mejores. Estaría dispuesto a perder dos caballos, dijo su propietario, pero no los cuatro, y tanto menos los más valiosos. Sin embargo, tras la requisa, aún le quedaba uno para montar y seguramente también el otro seguía a su disposición. O sea que había mentido. Su posición ante el rey ya estaba asegurada, e incluso aquel día había cumplido una labor de vigilancia. ¿Una labor especialmente elegida? ¿Y

quién la había elegido?

—¿Y pensáis que os vio cruzar?

—Cuando estaba escondido, me pareció que se volvía a mirarme. Pensé que habría visto mi movimiento por el rabillo del ojo.

Ése, pensó Cadfael, tiene la cabeza llena de ojos y sólo se le escapa lo que no merece la pena. Pero a Toroldo se limitó a preguntarle:

—¿Se detuvo a miraros y después siguió adelante?

—Hasta me pareció que me saludaba con la mano en la que sujetaba la brida —contestó Toroldo, sonriendo como si se burlara de su propia credulidad—. Pero es que yo en mi afán por reunirme con Godith veía visiones en todas partes. Después, dio media vuelta y siguió adelante como si tal cosa. Eso significa que no me vio.

Cadfael se preguntó, admirado, qué significaría todo aquello. Ya casi no había luz, y el crepúsculo estaba dando paso a la noche. Aún no había oscurecido por completo, pero el sol ya se había puesto del todo, dejando únicamente un leve resplandor verdoso por el oeste; como la prometedora confirmación de los primeros rayos solares antes del amanecer.

—Seguramente no me vio, ¿verdad? —preguntó Toroldo, temiendo haber puesto en peligro a Godith.

—No temáis —contestó Cadfael—. Todo va bien, hijo mío, no os preocupéis. Yo me encargo de todo. Y ahora, debo ir a completas. Corred la aldaba cuando yo salga y tendeos a dormir aunque sólo sea una hora en la cama de Godith. Al amanecer, os hará mucha falta. Volveré en cuanto termine el oficio.

Sin embargo, Cadfael perdió unos minutos en acercarse a los establos. No le

sorprendió que ni el caballo gris y crema ni su compañera, la vigorosa jaca parda, estuvieran en las cuadras. Una inocente visita a la hospedería después de completas le confirmó que Hugo Berengario no estaba en los aposentos destinados a la nobleza, y que sus tres criados no se encontraban entre los plebeyos. El portero le comentó que los tres criados se habían marchado poco después de que Berengario regresara de cumplir su misión, hacia el final de vísperas, y que éste había salido sin la menor prisa aproximadamente una hora más tarde.

Conque ésas tenemos, ¿eh?, pensó Cadfael. Ha apostado la mano a que será

esta noche y está dispuesto a impedirlo o a morir en el empeño. Muy bien, pues, ya que es tan audaz y astuto como para leerme el pensamiento, veamos si puedo leer el suyo y hacer una apuesta tan arriesgada como la suya. Berengario sabía desde un principio que contaba con el favor del rey y que sus caballos estaban a salvo. Por consiguiente, debió de sacarlos de los establos por otro motivo. ¡Y me convirtió en cómplice de su maquinación! ¿Por qué?

Hubiera podido encontrar por sí mismo un refugio para sus caballos si realmente lo hubiera necesitado. No, quería que yo supiera dónde estaban los caballos, disponibles y tentadores. Sabía que tenía que sacar a dos personas de la ciudad y del dominio del rey, y que aprovecharía la ocasión para mis propios fines. Me lanzó el anzuelo de los dos caballos para que yo trasladara el tesoro al mismo lugar, listo para la fuga. Y, finalmente, no tenía que perseguir a los fugitivos sino que le bastaba con esperar a que yo los llevara a la granja en cuanto pudiera. De ese modo, conseguiría todo de golpe. Lo cual significa que esta noche nos aguardará, pero esta vez en compañía de hombres armados.

Quedaban ciertos detalles que todavía le desconcertaban. Si Berengario había hecho de veras la vista gorda la tarde en que descubrió a Toroldo en su escondrijo, ¿cuál fue su propósito? Claro que, tal vez, en aquel momento no sabía dónde estaba Godith y prefería dejar volar un pájaro para capturar también al otro. Sin embargo, teniendo en cuenta lo ocurrido, no se podía pasar por alto la posibilidad de que el joven también hubiera hecho la vista gorda desde un principió ante el disfraz masculino de Godith, y que supiera perfectamente dónde estaba su prometida. En tal caso, de haber sabido que Godric era Godith y que un hombre de FitzAlan se ocultaba en el viejo molino, tras comprobar que Cadfael tenía el tesoro en su poder, hubiera podido presentarse con una partida de hombres armados y conseguir los tres trofeos de una vez para ofrecérselos a un rey presuntamente encantado y agradecido. Puesto que no lo había hecho, eligiendo en su lugar aquel camino más tortuoso, su propósito debía de ser otro. Por ejemplo, capturar a Godith y a Toroldo y entregarlos al rey para recibir la debida recompensa, pero al mismo tiempo enviar el tesoro de FitzAlan, personalmente o a través de sus hombres, no a Shrewsbury sino a su propio castillo. En este caso, habría trasladado los

caballos a la granja no sólo para engañar a un pobre monje sino también para transportar el tesoro secreta y directamente a Maesbury, sin necesidad de acercarse a Shrewsbury.

Eso, suponiendo que Berengario no fuera el asesino de Nicolás Faintree. En tal caso, el plan diferiría en un detalle muy importante: Hugo Berengario hubiera procurado que Godith cayera en la trampa para forzar el regreso de su padre, y que Toroldo Blund fuera apresado, no vivo sino muerto. Muerto, para que no pudiera abrir la boca. Un segundo asesinato para borrar el primero. La cosa tenía muy mal cariz, pensó Cadfael, sorprendentemente tranquilo. A no ser que todo aquello significara algo completamente distinto. ¡Pues, claro que lo significa! ¡Y o yo no me llamo Cadfael o jamás en mi vida volveré a medir fuerzas con un joven inteligente!

El monje regresó al herbario, completamente sereno y dispuesto a pasar otra noche en blanco, Toroldo se despertó de golpe y descorrió la aldaba en cuanto estuvo seguro de quién era.

—¿Ya es hora? ¿Podremos dar un rodeo a pie para ir a la casa?

Estaría sobre ascuas hasta que no la viera y la tocara y supiera que estaba sana y salva.

—Siempre hay medios. Pero aún no ha oscurecido por completo y no está

todo lo suficientemente tranquilo. Por consiguiente, sentaos a descansar un rato mientras podáis, porque luego tendréis que llevar una parte de la carga hasta donde están los caballos. Tengo que acostarme con los demás en el dormitorio. No os apuréis, volveré. Una vez cada uno está en su celda, salir es muy fácil. Yo duermo al lado de la escalera nocturna y el prior tiene la celda en el otro extremo. Además, duerme como un tronco. ¿Acaso no sabéis que en la iglesia hay una puerta que da directamente a la puerta fortificada de la abadía? Desde allí hasta la casa de la señora Siward la distancia es muy corta y, aunque tengamos que pasar por la caseta de vigilancia, ¿creéis que el portero se fija en todos los hombres que pasan por allí a semejante hora?

—O sea que Aline hubiera podido ir a misa utilizando esa puerta, tal como hacen otras personas —comentó Toroldo, asombrado.

—Hubiera podido hacerlo, pero entonces no hubiera tenido ocasión de hablar conmigo. Además, quiso ejercer el privilegio otorgado por Courcelle y mostrarles a los flamencos que con ella no se juega. ¡Qué lista es esa joven! Pero la vuestra tampoco tiene un pelo de tonta, mi joven Toroldo, y espero que seáis bueno con ella. Lo que hace Aline es utilizar sus poderes para ver lo que vale y hasta dónde puede llegar, y os aseguro que todavía hará tantas proezas como nuestra Godith.

Toroldo sonrió en la cálida penumbra de la cabaña, pensando que no había más que una Godric-Godith.

—Habéis dicho que el portero no se fija demasiado en los hombres que vuelven tarde a casa —le recordó a Cadfael—, pero quizá le sorprenderá ver a alguien con el hábito benedictino.

—¿Quién ha dicho que será un benedictino quien salga de aquí tan tarde?

Seréis vos, mi joven amigo, quien vaya en busca de Godith. La puerta lateral de la iglesia por la que suelen entrar los feligreses nunca está cerrada porque no hace falta, estando tan cerca de la puerta fortificada de la abadía. Os haré salir por allí cuando llegue el momento. Id a la última casa, junto al molino, y bajad con Godith y la barca desde el estanque al lugar en que el agua vuelve al arroyo. Os esperaré allí.

—La tercera casa de las tres que haya a este lado del canal —dijo Toroldo con el rostro resplandeciente de gozo en medio de la oscuridad—. La conozco.

¡Iré! —el calor de su gratitud y alegría llenó toda la cabaña. Las fragancias de las hierbas medicinales se le subieron a la cabeza, pensando que iba a ser él, y no otro, quien fuera en busca de Godith para llevársela consigo de una forma más portentosa que en cualquier vulgar fuga de enamorados—. ¿Y estaréis en la orilla cuando bajemos al arroyo?

—Así es, ¡y no vayáis a ninguna parte sin mí! Y ahora, tendeos a descansar una hora, o algo menos. No corráis la aldaba por si os quedarais dormido. Volveré cuando todo esté tranquilo.

Los planes de fray Cadfael se cumplieron sin ningún contratiempo. Tras una jornada tan agitada, los hombres estaban deseando cerrar los postigos, apagar las luces y retirarse a dormir. Toroldo esperaba despierto cuando llegó

Cadfael. Ambos atravesaron los huertos, el pequeño patio que había entre la hospedería y los aposentos del abad, el claustro y la puerta sur de la iglesia, en un profundo silencio, como si no pertenecieran ni al día ni a la noche sino tan sólo al extraño y retirado mundo que media entre los oficios religiosos. No intercambiaron ni una sola palabra hasta llegar a la iglesia, hombro con hombro bajo el gran campanario, pegados a la puerta oeste. Cadfael abrió la pesada puerta y prestó atención. Atisbando con precaución, vio las puertas cerradas de la abadía, pero el portillo galanamente abierto. Era una minúscula ojiva de crepúsculo recortándose en la oscuridad de la noche.

—Todo está en calma. ¡Id ahora! Estaré en el arroyo.

El joven se deslizó a través de la angosta abertura y echó a andar por el camino con tanta tranquilidad como si regresara de una feria de caballos. Cadfael cerró cuidadosamente la puerta. Se retiró sin prisa por donde había venido, atravesó el solitario huerto iluminado por las estrellas, bajó al campo y avanzó pegado a la orilla del arroyo hasta que ya no pudo seguir. Entonces se sentó a esperar entre la hierba, las arvejas y los pastizales. La noche de agosto era tibia y serena y sólo soplaba una leve brisa que agitaba los arbustos de vez en cuando, hacía suspirar los árboles y cubría con su ligero susurro los rumores

todavía más ligeros de hombres cautelosos y expertos. Pero aquella noche nadie les seguiría. ¡Ni falta que hacía! El que hubiera podido hacerlo estaba aguardándoles al final del trayecto.

Constanza abrió la puerta y le sobresaltó ver a aquel joven, en lugar del monje que esperaba. Pero Godith estaba allí, aguardando impaciente a su espalda, y en seguida lanzó un grito entrecortado y se arrojó en sus brazos. Volvía a ser Godric, aunque para él ya no sería más que Godith, a quien jamás había visto vestida de mujer. La joven rió y lloró de emoción, le abrazó, le reprendió y le amenazó, le palpó cuidadosamente el hombro vendado, le exigió

explicaciones y canceló todas sus exigencias hasta que, al final, enmudeció de repente y levantó el sosegado rostro para que él la besara. Sorprendido y alborozado, Toroldo la besó.

—Vos debéis de ser Toroldo —dijo Aline desde el fondo de la estancia como si sobre aquellas relaciones ya supiera mucho más de lo que sabía el propio Toroldo—. Cierra la puerta, Constanza, todo va bien —la joven le observó con detenimiento y, a través de sus propias experiencias recientes, adivinó sus cualidades. Inmediatamente sintió aprecio por él—. Sabía que fray Cadfael haría algo. Godith quería regresar cuando llegó esta mañana. Pero se lo impedí. Él dijo que vendría. No sabía que os enviaría a vos. Pero el mensajero de Cadfael es bienvenido a esta casa.

—¿Ella os ha hablado de mí? —preguntó Toroldo, turbándose un poco al pensarlo.

—Sólo lo necesario para mí. Es la discreción personificada, lo mismo que yo

—contestó modestamente Aline. Ella también estaba arrebolada y aturdida a causa de la emoción y la alegría, aunque lamentaba que su participación en el plan acabara allí—. Si fray Cadfael está esperando, no debemos perder el tiempo. Cuanto más lejos estéis al amanecer, tanto mejor. Aquí está el fardo que trajo Godith. Esperad aquí dentro hasta que compruebe que todo está tranquilo en el jardín.

La joven salió a la oscuridad de la noche y permaneció de pie al borde del estanque, escuchando con atención. Estaba segura de que no habría nadie montando guardia. ¿Para qué, si ya lo habían registrado todo y se habían llevado lo que querían? Sin embargo, podía haber alguien en las casas del otro lado. Todo estaba oscuro e incluso le pareció que los postigos estaban cerrados a pesar del calor de la noche. Tal vez por miedo a que algún flamenco solitario regresara para apoderarse de todo lo que pudiera al amparo de los saqueos oficiales del día. Hasta las ramas de los sauces colgaban inmóviles, protegidas de la suave brisa que agitaba la hierba en la orilla del río.

—¡Salid! —dijo Aline en voz baja, abriendo un resquicio de puerta—. No hay nadie. Seguidme por donde yo pise, la ladera es muy pedregosa. Aquella tarde, Aline pensó incluso en cambiarse el vestido de color claro por otro oscuro, para ser una sombra entre las sombras. Toroldo tomó el saco del tesoro por la cuerda que lo sujetaba y apartó a Godith con firmeza cuando intentó compartir el peso con él. Sorprendentemente, la muchacha obedeció y bajó sigilosamente hacia el lugar donde estaba amarrada la barca, medio oculta por las ramas del sauce llorón. Aline se inclinó junto a la orilla para acercar la barca y sujetarla, dado que una franja de tierra rebajada de más de dos palmos se interponía entre ellos y el agua. La joven hasta entonces enclaustrada estaba aprendiendo rápidamente a ser dueña de sus propias decisiones y a aprovechar al máximo sus aptitudes.

Godith bajó a la embarcación y utilizó ambos brazos para colocar el fardo en el centro. La barca estaba hecha para transportar un máximo de dos personas, y se hundió levemente cuando Toroldo bajó hasta ella. Pero era sólida y resistente y los llevaría hasta donde tuvieran que ir, tal como sucediera la primera vez.

Godith se inclinó para abrazar a Aline, que todavía se encontraba de rodillas en la herbosa orilla. Ya era demasiado tarde para dar las gracias con palabras, pero Toroldo besó la mano pequeña y bien cuidada que la muchacha le tendió. Después, Aline soltó la amarra y la arrojó al interior de la barca mientras ésta se alejaba de la orilla y cortaba los remolinos para dirigirse al arroyo que alimentaba el estanque. El ímpetu de las aguas del canal empujó

levemente la barca y Toroldo no tuvo que utilizar el remo para abandonar el estanque. Cuando Godith miró hacia atrás, sólo pudo ver la silueta del sauce y algo más allá una casa con las luces apagadas.

Fray Cadfael surgió entre las altas hierbas cuando Toroldo remó para acercarse a la orilla.

—¡Bien hecho! —dijo en un susurro—. ¿Ninguna dificultad? ¿Nadie os ha visto?

—Ninguna dificultad. Ahora sois nuestro guía.

Con aire pensativo, Cadfael tanteó la embarcación con una mano.

—Llevad a Godith y la carga a la otra orilla y venid después por mí. No me fío demasiado.

Cuando los tres estuvieron a salvo en la otra orilla, Cadfael arrastró la barca desde el agua hasta tierra, y Godith le ayudó a esconderla entre unos matorrales. Luego se tomaron un respiro para hablar un poco. La noche estaba serena y tranquila, y cinco minutos bien aprovechados allí, dijo Cadfael, les ahorrarían muchas dificultades.

—Podemos hablar, pero en voz baja. Escuchad, no creo que otros ojos vean este fardo hasta que estéis muy lejos, camino del oeste. Sería mejor que lo abriéramos y volviéramos a repartir otra vez la carga. Dos alforjas serán más cómodas de llevar sobre los hombros que un fardo.

—Yo puedo llevar una —dijo Godith.

—Durante un ratito, tal vez —contestó Cadfael con indulgencia. El monje estaba intentando desatar los dos pares de bolsas envueltas en sacos. Las correas eran muy anchas y se podrían colgar fácilmente del hombro. Los pesos estaban muy bien equilibrados—. Pensé que podríamos ahorrarnos un cuarto de legua utilizando el río en la primera etapa del camino —añadió—, pero, en esta cascara de nuez, los tres nos hundiríamos. Además, no tenemos que andar mucho…, algo así como una legua.

Cadfael se echó al hombro un par de alforjas en la posición más cómoda posible. Toroldo tomó el otro par y se lo echó sobre el hombro sano.

—Jamás en mi vida había transportado objetos de tanto valor —dijo Cadfael, poniéndose en marcha—, y ahora ni siquiera podré ver lo que contienen.

—Un tesoro muy amargo para mí —contestó Toroldo a su espalda—. Le costó la vida a Nicolás y ni siquiera podré vengarle.

—Pensad en vuestra propia vida y soportad las cargas que conlleve —

contestó Cadfael—. Nicolás será vengado. Pensad en el futuro y dejádmelo a mí.

Su forma de guiar a los jóvenes difería de la que utilizó para acompañar a Berengario. En lugar de cruzar el arroyo y encaminarse directamente hacia la granja situada más allá de Pulley Cadfael se desvió al oeste para que, cuando ya estuvieran tan al sur como la granja, también se encontraran media legua al oeste de ella, más cerca de Gales y en una densa extensión de bosque.

—¿Y si alguien nos siguiera? —preguntó Godith.

—Nadie nos seguirá.

Cadfael estaba tan seguro que la joven aceptó sus palabras y ya no preguntó

nada más. Si fray Cadfael lo decía, así sería. Godith insistió en llevar la carga de Toroldo durante un buen trecho, pero él se la quitó a las primeras señales de respiración afanosa y paso vacilante.

El encaje del cielo empezó a palidecer entre las ramas de los árboles. Los tres amigos emergieron cautelosamente a un ancho camino que se cruzaba con el suyo en ángulo oblicuo. Más adelante, el sendero proseguía a través de una

zona algo menos boscosa que la anterior.

—Ahora, prestad atención —dijo Cadfael, deteniéndose con ellos—. Tendréis que encontrar el camino de vuelta hasta aquí, sin que yo os acompañe. Este camino que se cruza con el nuestro es una excelente vía recta construida por los romanos. Hacia el este, a nuestra izquierda, conduce hasta el puente del Severn en Atcham. Hacia el oeste, a nuestra derecha, lleva directamente hasta Pool y Gales. Si encontrarais algún obstáculo por el camino, dirigíos un poco más al sur y cruzad el río por el vado de Montgomery. Una vez allí, podréis cabalgar más rápido aunque algunos tramos del camino sean escabrosos. Ahora cruzaremos aquí y nos quedará un cuarto de legua hasta el vado del arroyo. Fijaos bien en el camino.

A partir de allí, el camino era más llano y los caballos podrían recorrerlo sin grandes dificultades. Al llegar al vado, comprobaron que era ancho y llano.

—Y aquí —dijo Cadfael— dejaremos las cargas. Un árbol entre otros muchos se podría confundir, pero un árbol junto al único vado que hay en el camino no se puede confundir.

—¿Dejar las cargas? —preguntó Toroldo—. ¿Por qué? ¿Acaso no vamos directamente a la granja donde se encuentran los caballos? Vos mismo dijisteis que de noche no nos seguirían.

—Y no nos seguirán —cuando sabes adonde irá la presa y confías en la noche, puedes aguardarla allí pensó Cadfael—. No, no perdamos el tiempo, confiad en mí y haced lo que os digo.

Cadfael dejó sus alforjas en el suelo y miró a su alrededor en la oscuridad. Junto a unos arbustos cerca del vado había un viejo y nudoso árbol con una mitad ya muerta y una gruesa rama baja hundida entre los arbustos. Cadfael colgó de ella sus alforjas y, sin una palabra, Toroldo hizo lo propio con las suyas, retrocediendo después para cerciorarse de que sólo quienes las hubieran escondido allí podrían encontrarlas más tarde. El follaje las cubría por completo.

—¡Buen chico! —exclamó Cadfael satisfecho—. Ahora, a partir de aquí, nos desviaremos un poco hacia el este, y el camino en el que nos encontramos se unirá con el camino más directo que utilicé la otra vez. Tenemos que acercarnos a la granja desde la dirección correspondiente. Una persona curiosa podría pensar que hemos estado un cuarto de legua más cerca de Gales. Libres de la carga, los jóvenes le siguieron tomados inocentemente de la mano como niños. Ahora que estaban cerca de la huida, no tenían nada que decir. Simplemente creían que todo iría bien.

El camino se cruzó con el otro más recto a escasa distancia del pequeño claro en el que se levantaba la empalizada de la granja. El cielo parecía allí

todavía más pálido. Una luz débil se filtraba desde el interior de la casa. A su

alrededor, la noche les envolvía con su plácido silencio. Fray Anselmo abrió la puerta con tanta presteza que a Cadfael no le cupo duda de que algún agraviado viajero de Shrewsbury les había comunicado la noticia de los saqueos, advirtiéndoles de la posible llegada de alguien que pretendiera escapar de peores desgracias. Inmediatamente les franqueó la entrada y miró con curiosidad a los jóvenes que acompañaban a Cadfael mientras cerraba la puerta.

—¡Lo sabía! Me escocían los pulgares. Pensé que sería esta noche. Me han dicho que todo anda muy revuelto por allí.

—Bastante —reconoció Cadfael con un suspiro—. Ojalá pudieran escapar todos nuestros amigos. Y, sobre todo, estos dos. Hijos míos, estos buenos hermanos han custodiado lo que les encomendasteis y lo tienen aquí, a vuestra disposición. Anselmo, ésta es la hija de Adeney y éste es el vasallo de FitzAlan.

¿Dónde está Luis?

—Ensillando los caballos —contestó fray Anselmo—, en cuanto vio quién venía. Hemos pasado el día pensando que os tendríais que dar prisa. Tengo comida preparada. Aquí está la bolsa. Es malo cabalgar en ayunas. Dentro hay un frasco de vino.

—¡Muy bien! —dijo Cadfael, vaciando su propia bolsa—. Aquí están las medicinas. Godith conoce sus aplicaciones.

Godith y Toroldo les escucharon, maravillados.

—Voy a ayudar al hermano a ensillar los caballos —dijo Toroldo, casi sin poder hablar a causa de la emoción. Soltó la mano de Godith y se dirigió a los establos situados al otro lado del pequeño y descuidado patio. Aquellos enredados matorrales pronto volverían a ser bosques y las edificaciones de madera, muy modestas de por sí, se mezclarían con la lujuriosa maleza de muchos veranos sucesivos. En cuestión de tres o cuatro años, el bosque Largo lo devoraría todo sin dejar el menor rastro.

—Fray Anselmo —dijo Godith, mirando al gigantón desde los pies a la cabeza—, os agradezco de todo corazón lo que habéis hecho por nosotros dos…

aunque, en realidad, creo que lo hicisteis por fray Cadfael. Ha sido mi maestro durante ocho días, y lo comprendo. Esto y mucho más haría yo por él, siempre que pudiera. Os prometo que ni Toroldo ni yo lo olvidaremos jamás, y nunca menospreciaremos lo que hicisteis.

—Dios os bendiga, hija mía —contestó fray Anselmo, mirándola con afecto—, habláis como un libro sagrado. ¿Qué debe hacer un hombre honrado cuando una joven está amenazada sino librarla de sus dificultades? Junto con el mozo que la acompaña.

Fray Luis salió de los establos con el ruano que montaba Berengario la

noche en que los dos caballos fueron conducidos allí. Le seguía Toroldo con el negro. Estaban preciosos, perfectamente cuidados, alimentados y bien descansados.

—Y el equipaje —dijo fray Anselmo significativamente—. Eso lo tenemos muy bien guardado. Si por mí hubiera sido, lo hubiera repartido en dos para equilibrarlo mejor sobre la bestia, pero pensé que no tenía derecho a abrirlo y lo dejé como estaba. Yo lo colocaría sobre la grupa con el jinete que pese menos, pero haced lo que creáis conveniente.

Los hermanos legos fueron en busca del fardo envuelto en sacos que fray Cadfael les confiara unas noches antes. Al parecer, no les habían explicado ciertas cosas, de la misma manera que Godith y Toroldo habían aceptado otras sin comprenderlas. Anselmo salió de la casa con el fardo sobre sus anchas espaldas y lo dejó en el suelo, al lado de los caballos ensillados.

—Llevo unas correas para atarlo a la silla.

Los hermanos legos habían pensado en ello con mucho detenimiento, y decidieron acoplar unas anillas a las cuerdas de las ataduras. Mientras estaban pasando las correas por las anillas, una espada cortó las cuerdas que sujetaban la aldaba de la entrada, y una voz clara y autoritaria les ordenó con aspereza:

—¡Deteneos donde estáis! ¡Que nadie se mueva! Volveos todos hacia acá, despacio y con las manos bien visibles. ¡En bien de la dama!

Todos obedecieron como si estuvieran soñando. La puerta de la empalizada estaba abierta de par en par y en la entrada se encontraba de pie Hugo Berengario, espada en mano. Por encima de cada uno de sus hombros, asomaba un arco largo tensado, con un penetrante ojo y una experta mano detrás. Ambos arcos apuntaban hacia Godith. La luz era escasa, pero suficiente. Los que ya estaban acostumbrados a ella hubieran podido disparar con precisión.

—¡Admirable! —exclamó Berengario, satisfecho—. Me habéis entendido muy bien. Ahora quedaos donde estáis, y que nadie se mueva mientras el tercer hombre que me acompaña cierra la puerta.

10

Todos reaccionaron según su propia naturaleza. Fray Anselmo miró