
Un cadáver de más
Ellis Peters
Índice
MAPA............................................................................ 3
1 ..................................................................................... 4
2 ................................................................................... 21
3 ................................................................................... 33
4 ................................................................................... 47
5 ................................................................................... 60
6 ................................................................................... 75
7 ................................................................................... 91
8 ................................................................................. 105
9 ................................................................................. 118
10 ............................................................................... 132
11 ............................................................................... 146
12 ............................................................................... 161
CONTRAPORTADA ................................................. 173
MAPA
1
Fray Cadfael estaba trabajando en el pequeño huerto de la cocina, junto a los estanques de peces del abad, cuando le llevaron por primera vez al muchacho. Era un caluroso mediodía de agosto y, de haber contado con los ayudantes necesarios, a aquella hora todos hubieran estado roncando a la sombra en lugar de sudar bajo el sol. Sin embargo, uno de sus auxiliares habituales, aún sin terminar el noviciado, había decidido abandonar su vocación monástica y reunirse con su hermano mayor, que combatía en el bando del rey Esteban en la guerra civil por el trono de Inglaterra; el otro se había asustado ante la proximidad del ejército real, pues su familia pertenecía a la facción de la emperatriz Matilde, y su mansión del condado de Chester le pareció un lugar mucho más seguro que la abadía de Shrewsbury bajo asedio. Por ello ahora Cadfael tenía que encargarse de todo, aunque en sus tiempos había trabajado bajo soles mucho más ardientes que aquél, y estaba firmemente dispuesto a que sus dominios no se llenaran de maleza, tanto si el mundo exterior se sumía en el caos como si no.
En aquellos primeros días de verano del año 1138, la lucha fratricida, hasta entonces más bien desigual, ya había cumplido dos años, pero nunca se había acercado tanto a Shrewsbury. Ahora su amenaza se cernía sobre el castillo y la ciudad como la sombra de la muerte. Pese a ello, la mente de fray Cadfael estaba enteramente entregada a la vida y el crecimiento, no a la destrucción y la guerra. Jamás hubiera podido imaginar que otra forma de muerte, furtiva o ilegal incluso en tiempos tan revueltos como aquellos, rompería muy pronto la calma de la existencia que había elegido.
En circunstancias normales, en el mes de agosto no solía haber mucho trabajo en el huerto, aunque para un hombre solo era más que suficiente. La única ayuda que le ofrecieron fue fray Atanasio, sordo y medio lelo, y de quien no podía esperarse que supiera distinguir entre una hierba útil y una mala hierba, por lo que Cadfael rechazó el ofrecimiento enérgicamente. Mejor arreglárselas solo. Tenía que preparar un lecho para trasplantar repollos tardíos y sembrar las semillas de la variedad que crece en invierno, así como recoger guisantes y eliminar los rastrojos de la primera cosecha para dedicarlos a forraje y cama de los animales. Por si fuera poco, en un cobertizo de madera del herbario, que era su mayor orgullo, tenía una docena de preparaciones en vasijas de cristal y morteros colocados en estantes, las cuales exigían atención por lo menos una vez al día, aparte los vinos de hierbas que burbujeaban sin cesar en aquella fase del proceso. Era el momento culminante de la cosecha de hierbas, y todas las medicinas para el invierno exigían sus cuidados. No obstante, Cadfael no era un hombre dispuesto a permitir que una parte de su reino se le escapara de las manos, por muy encarnizadas que fueran las
luchas entre los regios primos Esteban y Matilde por el trono de Inglaterra más allá de los muros de la abadía. Cuando levantaba la cabeza e interrumpía la tarea de abonar el lecho de los repollos, podía ver las columnas de humo, cerniéndose sobre los tejados de la abadía, la ciudad y el castillo situado a lo lejos, y aspirar el acre residuo de las hogueras de la víspera. Aquella sombra y aquel olor cubrían Shrewsbury como un sudario desde hacía casi un mes. El rey Esteban efectuaba violentas incursiones desde su campamento más allá de la barbacana del castillo, que era el único camino a pie enjuto para entrar en la ciudad, a no ser que pudiera apoderarse de los puentes. En el interior de la fortaleza, Guillermo FitzAlan apenas podía resistir el asedio y contemplaba con inquietud la mengua de sus provisiones, dejándole los truenos del reto a su incorregible tío Arnulfo de Hesdin que nunca había aprendido a templar el valor con la discreción. Los habitantes de la ciudad mantenían las cabezas gachas, atrancaban las puertas, cerraban sus talleres y, si podían, se dirigían al oeste, hacia el País de Gales, junto a sus antiguos y cordiales enemigos, menos temibles que Esteban. Los galeses se alegraban de que los ingleses temieran a los ingleses (si Matilde y Esteban podían considerarse ingleses) y dejaran al País de Gales en paz, por lo que no se negaban a tender la mano a los fugitivos con tal de que la guerra siguiera por sus fueros.
Cadfael enderezó la espalda y se secó el sudor de la tonsura, bronceada por el sol hasta adquirir el color de las avellanas maduras. Vio que el limosnero fray Oswaldo se acercaba presuroso por el camino con los faldones ondeando al viento. Empujaba por el hombro a un mozo de unos dieciséis años, vestido con una áspera túnica de estameña y unos calzones cortos de verano que dejaban al descubierto las piernas, pero decentemente calzado con sandalias. El muchacho tenía todo el aspecto de haberse aseado y arreglado para una ocasión especial, y caminaba mirando humildemente al suelo. Otra familia que procura alejar a sus hijos para no tener que ceder a las presiones de uno u otro bando, pensó
Cadfael sin el menor sentimiento de reproche.
—Fray Cadfael, creo que necesitáis ayuda y este joven dice que no le asusta el trabajo duro. Una buena mujer de la ciudad lo trajo al portero, y pidió que lo admitieran e instruyeran como siervo lego. Dice que es su sobrino de Hencot y que sus padres han muerto. Tiene una dote de un año. El prior Roberto ha dado licencia para que se quede y hay sitio en el dormitorio de los jóvenes. Asistirá a las clases con los novicios pero no hará los votos a menos que lo desee. ¿Qué os parece, queréis quedaros con él?
Cadfael observó al muchacho con interés y lo aceptó sin la menor vacilación, alegrándose de poder contar con alguien joven, sano y dispuesto a trabajar. El mozo era delgado, pero vigoroso, tenía los pies firmes y parecía muy ágil. Cuando levantó los ojos bajo una maraña de bucles castaños, el monje vio unos astutos e inteligentes ojos azul oscuro, orlados de largas pestañas, su porte era humilde y decoroso, pero no parecía intimidado.
—Gustosamente te aceptaré —dijo Cadfael—, siempre y cuando estés dispuesto a trabajar al aire libre conmigo. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Godric, señor —contestó el mozo con la voz ronca, observando a Cadfael con el mismo interés con que es te le observara a él.
—Muy bien, pues, Godric, tú y yo nos llevaremos muy bien. Primero, si quieres, recorrerás conmigo los huertos para que veas lo que tenemos entre manos y le acostumbres a vivir entre estos muros. Me imagino que te parecerá
un poco extraño, pero es mucho más seguro que la ciudad; seguramente por eso tu buena tía te trajo aquí.
Los brillantes ojos azules se iluminaron de repente, pero en seguida volvieron a empañarse.
—Procura asistir al rezo de vísperas con fray Cadfael —le dijo el limosnero—. Fray Pablo, el maestro de novicios, te enseñará tu cama y te indicará las obligaciones que deberás cumplir después de la cena. Presta atención a lo que te diga fray Cadfael y obedécele como es debido.
—Sí, señor —le contestó, virtuosamente, el mozo.
Por debajo del acento humilde, una burbuja de risa parecía a punto de estallar. Cuando fray Oswaldo se alejó a toda prisa, los ojos azules le miraron hasta que se perdió de vista y después se fijaron en Cadfael. En aquel modesto rostro ovalado, la boca ancha y bien dibujada parecía hecha a propósito para la risa aunque en aquellos momentos mostraba una expresión de sombría gravedad. Los tiempos eran difíciles incluso para las personas de carácter jovial.
—Ven a ver la clase de tareas que tendrás que cumplir —dijo alegremente Cadfael, dejando la pala para acompañar a su nuevo pupilo en un recorrido por el huerto.
Le mostró las hortalizas, las hierbas que llenaban el aire del mediodía con su embriagadora fragancia, los estanques de los peces, y las plantaciones de guisantes que llegaban casi hasta el arroyo. El primer campo estaba seco y amarillo bajo el sol, con toda la cosecha ya recolectada, y hasta los guisantes más tardíos parecían inclinarse a causa del peso, con las vainas a punto de reventar.
—Ésos tenemos que recogerlos entre hoy y mañana. Con este calor, se estropean en un día. Estos otros ya secos se tienen que desbrozar. Ya puedes empezar. No los arranques, toma la hoz y córtalos a ras del suelo; las raíces son buenas para la tierra —Cadfael hablaba en tono despreocupado para eliminar los residuos de añoranza y extrañeza que pudiera sentir el muchacho ante aquel cambio tan brusco—. ¿Cuántos años tienes, Godric?
—Diecisiete —contestó la ronca voz a su lado. Era más bien bajito para tener diecisiete años, pensó Cadfael. Más tarde lo pondría a cavar; esa tierra era
muy pesada de cultivar—. Puedo trabajar duro —añadió el mozo como si hubiera adivinado el pensamiento y estuviera ofendido—. No sé mucho, pero haré lo que me mandéis.
—Muy bien, pues, ya puedes empezar con los guisantes. Amontona lo seco aquí, lo usaremos para las camas de las bestias en los establos. Y las raíces volverán a la tierra.
—Como la humanidad —dijo, rápido, Godric.
—Sí, como la humanidad —demasiados volvían a la tierra prematuramente en aquella guerra fratricida. Cadfael observó que el muchacho volvía casi involuntariamente la cabeza y miraba más allá del recinto y los tejados de la abadía, hacia donde las torres almenadas del castillo se elevaban al cielo, envueltas en un sudario de humo—. ¿Tienes algún pariente allí, hijo mío? —le preguntó con dulzura.
—¡No! —se apresuró a contestar el joven—. Pero no puedo evitar pensar en ellos. En la ciudad dicen que eso no puede durar mucho…, que podría caer mañana. ¡Pero ellos simplemente han cumplido con su deber! Antes de morir, el rey Enrique obligó a sus barones a reconocer a la emperatriz Matilde como su heredera, y ellos juraron lealtad. Era su única hija viva y tenía que ser reina. Y, sin embargo, cuando su primo el conde Esteban se apoderó del trono y se hizo coronar rey, muchos lo aceptaron dócilmente y olvidaron su juramento. Eso no es justo. Y permanecer fielmente al lado de la emperatriz no puede ser malo.
¿Cómo pueden justificar su cambio de bando? ¿Cómo pueden justificar la pretensión del conde Esteban?
—Justificar no es la palabra más idónea, pero algunos señores, muchos más de los que sostienen el punto de vista contrario, prefieren tener por amo a un hombre antes que a una mujer. Puestos a elegir a un hombre, Esteban era el más cercano al trono. Es tan nieto del rey Guillermo como Matilde.
—Pero no es hijo del último rey. Y, en cualquier caso, a través de su madre, que era mujer como Matilde. ¿Dónde está la diferencia? —la voz juvenil había olvidado su prudente tono moderado y ahora hablaba con claridad y vehemencia—. La diferencia está en que el conde vino a toda prisa y se apoderó
de lo que quería mientras Matilde se encontraba en Normandía sin sospechar nada. Y, ahora que la mitad de los barones ha recordado su juramento y se muestra favorable a ella, ya es tarde. ¿Qué saldrá de todo ello sino derramamiento de sangre y muertes? Ha empezado aquí, en Shrewsbury pero esto no es más que el principio.
—Hijo mío —dijo Cadfael con gran delicadeza—, ¿no exageras un poco en la confianza que me manifiestas?
El mozo, que había tomado la hoz y estaba blandiéndola en su mano a modo de prueba, se volvió a mirarle con sus grandes ojos azules súbitamente
indefensos.
—Pues, sí —contestó.
—Y bien puedes hacerlo. Pero procura mantener la boca cerrada con los demás. Aquí estamos en el campo de batalla tanto como en la ciudad. Nuestras puertas nunca se cierran a nadie. Aquí se mezclan toda clase de hombres y, en tiempos difíciles, algunos pueden intentar comprar favores contando historias. Otros pueden incluso ganarse la vida recogiendo tales historias. Tus pensamientos están a salvo en tu cabeza, mejor que te los guardes ahí. El mozo retrocedió e inclinó la cabeza, sintiéndose tal vez reprendido. ¡Pero tal vez no!
—Te devolveré confianza por confianza —dijo Cadfael—. A mi juicio, hay poco que elegir entre ambos monarcas, pero mucho a favor del hombre leal que cumple su palabra. Y ahora, déjame ver cómo trabajas. Cuando termine de plantar los repollos, vendré a echarte una mano.
Cadfael observó que el muchacho ponía manos a la obra con gran entusiasmo. La áspera túnica le venía excesivamente holgada, probablemente porque la había heredado de algún pariente fornido. Amigo mío, pensó
Cadfael, con el calor que hace no podrás mantener ese ritmo mucho tiempo,
¡después, ya veremos!
Cuando se reunió de nuevo con su ayudante en el campo seco de agostados tallos de guisantes, el mozo estaba acalorado y sudoroso y jadeaba a cada golpe de hoz, pero no había aminorado sus esfuerzos. Cadfael tomó un montón de rastrojos y lo dejó en el borde del campo al tiempo que le decía, con la cara muy seria:
—Esto no es un castigo, muchacho. Desnúdate de cintura para arriba y ponte cómodo.
Después, él mismo se despojó de la parte superior de su hábito, que ya lo tenía subido hasta las rodillas, y dejó al descubierto sus poderosos hombros morenos, con los faldones colgando del cinto.
El efecto fue complejo, pero no del todo concluyente. El joven interrumpió
momentáneamente su tarea y dijo:
—¡Ya estoy bien como estoy!
Pronunció las palabras con admirable compostura, pero varios tonos por encima del áspero nivel adolescente y viril de sus anteriores frases. Al mismo tiempo reanudó su tarea, mientras una clara oleada de intenso rubor le subía desde la clavícula hasta el cuello delicado y la curva de sus mejillas.
¿Significaba aquello necesariamente lo que parecía significar? Tal vez había mentido sobre su edad y la voz acababa de cambiarle. Quizá no llevaba camisa bajo la túnica corta y temía revelar sus carencias ante un desconocido. En fin,
quedaban todavía otras pruebas. Mejor cerciorarse cuanto antes. En caso de que fuera cierto lo que Cadfael sospechaba, la cuestión exigiría una cuidadosa reflexión.
—¡Otra vez la garza que nos roba los peces! —gritó súbitamente Cadfael, señalando hacia el arroyo Meole donde la confiada ave vadeaba la corriente tras haber cerrado sus inmensas alas—. ¡Arrójale una piedra para asustarla, muchacho, tú que estás más cerca que yo!
La garza era una inocente desconocida, pero, si Cadfael no estaba en un error, era improbable que el mozo le causara el menor daño. Godric miró hacia el riachuelo, tomó una piedra de gran tamaño y la levantó; echó el brazo hacia atrás y hacia adelante, impulsándolo por abajo con el cuerpo, y arrojó la piedra hacia los bajíos del otro lado del arroyo. Las salpicaduras indujeron a la garza a levantar el vuelo, aunque a bastante distancia de donde él se encontraba.
—¡Bien, bien! —dijo Cadfael en voz baja, y se dispuso a reflexionar sobre el asunto.
En su campamento de asedio, instalado sobre la explanada que se extendía frente a la barbacana del castillo, entre unos amplios recodos del río Severn, el rey Esteban, nervioso y enfurecido, celebraba la presencia de los pocos salopianos leales (¡leales a él, naturalmente!) que habían acudido a ponerse a sus órdenes, y rumiaba su venganza contra los muchos desleales que no se habían presentado.
Era un hombre alto y ruidoso, de apariencia agradable y cabello muy rubio, totalmente desconcertado por la colisión entre su bondad natural y el intenso dolor de su orgullo herido. Decían que no era muy listo, pero, cuando murió su tío Enrique sin más heredera que una hija que estaba en Francia, casada con un hombre de la casa de Anjou, y a pesar de que los vasallos de su tío se habían inclinado servilmente aceptando a su prima como reina, Esteban, por una vez en su vida, actuó con admirable rapidez y precisión. Sorprendió a sus súbditos potenciales, convenciéndoles de que lo aceptaran antes de que tuvieran tiempo de considerar sus propios intereses y tanto menos de recordar sus renuentes juramentos de lealtad. ¿Por qué aquel golpe tan afortunado se había trocado de pronto en amargura? Jamás llegaría a comprenderlo. ¿Por qué la mitad de sus más influyentes súbditos, aparentemente tranquilos durante algún tiempo, se habían rebelado ahora contra él? ¿Escrúpulos de conciencia? ¿Antipatía hacia el rey que les había sido impuesto? ¿Supersticioso temor a la influencia del rey Enrique cerca de Dios?
Obligado a tomar posiciones en serio y a recurrir a las armas, Esteban abrió
el camino que le pareció más lógico, golpeando con fuerza donde debía y manteniendo gozosamente la puerta abierta para que los arrepentidos regresaran. ¿Y cuál fue el resultado? Tuvo compasión y los demás se aprovecharon y le despreciaron por ello. Les invitó a someterse sin castigo mientras avanzaba hacia el norte contra las plazas rebeldes, y los barones locales se apartaron de él con desprecio. Bien, pues, el ataque del próximo amanecer decidiría el destino de la guarnición de Shrewsbury y serviría de ejemplo de una vez por todas. Si aquellas gentes de las regiones centrales del país no respondían pacífica y lealmente a su invitación, tendrían que huir como ratas para salvar el pellejo. En cuanto a Arnulfo de Hesdin… Le obligaría a lamentar amarga, aunque brevemente, los insultos y desafíos que le había lanzado desde las torres de Shrewsbury.
El rey estaba despachando a última hora de la tarde, en su tienda plantada en mitad de un prado, con su principal ayudante y primer alguacil de Salop, Gilberto Prestcote, y con el capitán de sus mercenarios flamencos, Guillermo Ten Heyt. Era aproximadamente la hora en que fray Cadfael y el mozo Godric estaban lavándose las manos y aseando la ropa para acudir al rezo de vísperas. El hecho de que los nobles locales no hubieran puesto a su disposición sus ejércitos en apoyo de su causa había obligado a Esteban a confiar en los flamencos, los cuales eran intensamente odiados tanto por su calidad de forasteros como por su carácter despiadado, capaces no sólo de embriagarse sino también de incendiar una aldea, o de ambas cosas a la vez llegado el caso. Ten Heyt era alto y bien proporcionado, tenía el cabello pelirrojo y unos poblados mostachos, y, aunque contaba apenas treinta años, ya podía considerarse un soldado veterano. Prestcote era un reposado y lacónico caballero de cincuenta y tantos años, experto y formidable en la batalla, prudente en los consejos y poco inclinado a las soluciones extremas, si bien, en aquel caso, hasta él exigía severidad.
—Vuestra Alteza ya ha probado con la generosidad, y ésta ha sido aprovechada vilmente en contra de vuestros intereses. Ha llegado el momento de sembrar el terror.
—Primero —dijo Esteban—, hay que tomar el castillo y la ciudad.
—Eso Vuestra Alteza ya puede darlo por hecho. Mañana Shrewsbury estará
en vuestras manos. Después, si sobreviven al ataque, Vuestra Alteza podrá
hacer lo que desee con FitzAlan, Adeney y Hesdin; los plebeyos de la guarnición no valen gran cosa, pero también convendría sentar precedente con ellos.
El rey se hubiera conformado con vengarse de los tres cabecillas de la rebelión. Guillermo FitzAlan le debía a Esteban su puesto de alguacil de Salop y, sin embargo, defendía el castillo en nombre de su rival. Fulke Adeney, el más destacado vasallo de FitzAlan, había participado en la traición y apoyaba con
todas sus fuerzas a su señor. Y Hesdin se había condenado repetidamente a través de los insultos surgidos de su arrogante boca. Los demás eran simples peones, útiles, pero sin la menor importancia.
—Se dice en la ciudad, y yo mismo lo he oído —añadió Prestcote—, que FitzAlan ha mandado salir a su mujer y a sus hijos antes de que cerremos el camino del norte. Pero Adeney también tiene una hija y dicen que aún se encuentra dentro de los muros del castillo. Han sacado muy pronto a las mujeres del castillo —Prestcote era también un hombre del condado y conocía, por lo menos de nombre y de fama, a los barones de la comarca—. La hija de Adeney está prometida en matrimonio desde niña al hijo de Roberto Berengario de Maesbury en Oswestry Tenían tierras colindantes en aquella región. Os lo digo porque ése es el hombre que os pide audiencia ahora, Hugo Berengario de Maesbury. Utilizadle como gustéis, Alteza, pero, hasta hoy, yo diría que ha sido el hombre de confianza de FitzAlan, vuestro enemigo. Recibidle y juzgadle vos mismo. Si ha cambiado de parecer, santo y bueno, porque tiene muchos hombres bajo su mando, pero yo que vos no le aceptaría demasiado fácilmente. El oficial de la guardia acababa de entrar en el pabellón y aguardaba a que le invitaran a hablar; Adam Courcelle era uno de los principales lugartenientes de Prestcote, su mano derecha y un valeroso soldado a pesar de sus treinta años de edad.
—Vuestra Alteza tiene otra visita —anunció cuando el rey se volvió hacia él—. Una dama. ¿Queréis recibirla primero? Aún no tiene alojamiento aquí, y dada la hora… Afirma llamarse Aline Siward y dice que su padre, al que acaba de dar sepultura, fue siempre uno de vuestros hombres más leales.
—El tiempo apremia —dijo el rey—. Que pasen los dos, pero primero atenderemos a la dama.
Courcelle la condujo, tomada de la mano, ante la presencia del rey, haciéndola objeto de toda clase de deferencias y atenciones, cosas de las que la muchacha era justamente acreedora. Se trataba de una tímida y esbelta joven, cuya edad no debía superar los dieciocho años; la austeridad de su duelo, la toca blanca y el velo de los que se escapaban unos mechones de cabello dorado que enmarcaban sus mejillas, contribuían a conferirle una apariencia todavía más tierna y conmovedora. La muchacha poseía una tímida y orgullosa dignidad infantil. Sus ojos, del color de los lirios, se abrieron asombrados al ver la impresionante figura del rey, ante quien se inclinó en profunda reverencia.
—Señora —dijo Esteban, extendiendo la mano—, lamento vuestra pérdida, de la cual acabo de enterarme en este momento. Si mi protección os puede servir de algo, mandadme lo que queráis.
—Vuestra Alteza es muy amable —contestó la joven con voz asustada—. Ahora soy huérfana y la única persona de mi familia que os puede ofrecer la debida lealtad. Hago lo que mi padre hubiera deseado hacer. De no haber sido
por su enfermedad y su muerte, él mismo hubiera venido, o yo hubiera venido más temprano. Hasta que Vuestra Alteza llegó a Shrewsbury no tuvimos la oportunidad de entregaros las llaves de los dos castillos que se encuentran en nuestro poder. ¡Ahora os las entrego!
Su doncella, una discreta joven que debía llevarle por lo menos diez años, la había seguido al interior de la tienda y aguardaba a cierta distancia. Desde allí
se adelantó para entregarle las llaves a Aline y ésta las depositó
ceremoniosamente en la mano del rey.
—Podemos reunir para Vuestra Alteza a cinco caballeros y a más de cuarenta soldados, que, en este momento, están destinados a las guarniciones de mi casa. Podrán ser muy útiles a Vuestra Alteza —Aline citó por su nombre a sus castellanos y sus propiedades. Fue como oír a un niño, recitando una lección aprendida de memoria, pero su dignidad y seriedad eran semejantes a las de un capitán en el campo de batalla—. Hay algo que debo deciros con toda claridad, para mi inmenso dolor. Tengo un hermano que hubiera tenido que cumplir este deber y este servicio —la voz de la joven se quebró levemente, pero en seguida se recuperó—. Cuando Vuestra Alteza asumió la corona, mi hermano Gil se pasó al bando de la emperatriz Matilde y, tras una amarga disputa con nuestro padre, se fue de casa para unirse a sus huestes. No sé
dónde está ahora, aunque hemos oído rumores de que se encuentra en Francia. No podía dejar a Vuestra Alteza en la ignorancia de esta disensión que me aflige tanto como os debe de afligir a vos. Espero que no rechacéis mi ofrecimiento y que lo uséis libremente, tal como hubiera deseado mi padre y yo misma deseo.
La muchacha suspiró profundamente, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
El rey parecía encantado con ella hasta el punto que, en determinado momento, la tomó de la mano y la besó en la mejilla. A juzgar por la expresión de su rostro, Courcelle le envidió aquella oportunidad.
—No permita Dios, hija mía —agregó el rey—, que yo añada ni un ápice a vuestros dolores o que me abstenga de aliviarlos en lo que pueda. Acepto de todo corazón vuestra lealtad, tan querida para mí como la de un conde o un barón, y os agradezco las molestias que os habéis tomado para ayudarme. Y
ahora, decidme en qué puedo serviros porque en este campamento militar no hay alojamiento apropiado para vos y tengo entendido que aún no habéis resuelto esta cuestión. Pronto caerá la noche.
—Yo había pensado —dijo tímidamente la joven—, que podría alojarme en la hospedería de la abadía, si pudiéramos encontrar una embarcación que nos llevara a la otra orilla del río.
—Os ofreceremos una escolta que os acompañe en la travesía del río, con nuestra petición al abad de que ponga a vuestra disposición una de las casas
pertenecientes a la abadía, donde podáis gozar de intimidad y protección hasta que otra escolta pueda conduciros a vuestra mansión —el rey miró a su alrededor, buscando a un mensajero adecuado, y no le pasó por alto el vehemente interés de Courcelle. El joven que tenía un lustroso cabello castaño y unos ojos del mismo color ardiente, contaba con el fervor de su rey—. Adam,
¿queréis acompañar a la señora de Siward y cuidar de que sea cómodamente alojada?
—De mil amores, Alteza —contestó Courcelle con entusiasmo, ofreciéndole una mano ardiente a la dama.
Hugo Berengario vio pasar a la joven, guiada por una fuerte mano morena, sus ojos mirando al suelo, su rostro dulce y la noble frente cansada y triste, tras haber cumplido fielmente su misión. Desde fuera de la tienda real, lo había oído todo. Ahora la muchacha parecía a punto de echarse a llorar, como una chiquilla desvalida tras superar una dura prueba, o como una niña novia, vestida para exhibir sus riquezas y su linaje y enviada después a su cuarto, una vez asegurada la transacción. El oficial del rey caminaba a su lado como un conquistador conquistado, y así era.
—Ven, el rey te espera —dijo la gutural voz de Guillermo Ten Heyt. Él se volvió a mirarle y agachó la cabeza para atravesar el dosel de entrada de la tienda. La relativa oscuridad ocultaba en parte la presencia imponente y rubia del rey.
—Aquí estoy, mi señor —dijo, inclinándose profundamente ante él—. Hugo Berengario de Maesbury al servicio de Vuestra Alteza con todo cuanto me pertenece. Mis posesiones no son muchas, seis caballeros y unos cincuenta soldados, la mitad de ellos arqueros muy hábiles. Todos son vuestros.
—Vuestro nombre, Berengario, nos es conocido —contestó el rey secamente—. Vuestra situación, también. Que fuerais partidario de nuestra causa, no tanto. Me han dicho que, hasta hace poco, habíais estado asociado con FitzAlan y Adeney nuestros traidores. Llevo unas cuatro semanas en esta comarca sin haber tenido noticias vuestras.
—Alteza —dijo Berengario sin parecer molesto ante aquella fría acogida—, crecí de niño considerando a quienes vos tenéis comprensiblemente por traidores como compañeros y amigos míos, y debo decir que su amistad nunca me falló. Vuestra Alteza es lo bastante ecuánime como para reconocer que, para alguien como yo, que hasta ahora no ha jurado lealtad a nadie, la elección de un camino en este momento puede exigir una considerable reflexión, tratándose de algo definitivo.
»Que las pretensiones de la hija del rey Enrique son razonables, está fuera de toda duda y yo no puedo llamar traidor a un hombre por haber elegido esa causa, aunque sí puedo reprocharle el haber roto el juramento que os hiciera. En cuanto a mí, vine a mis tierras hace apenas unos meses y, hasta ahora, a nadie le he jurado lealtad. He preferido decidir con calma a quién quiero servir. Aquí
estoy. Los que acuden a vos sin pensarlo puede que más tarde se alejen con la misma ligereza.
—¿Y vos no lo haréis? —preguntó el rey con escepticismo, analizando con crítico interés a aquel joven tan locuaz y atrevido. Era delgado, no superaba la estatura media y no parecía muy fuerte, aunque sus movimientos eran seguros y equilibrados. Tal vez compensaba con su rapidez y agilidad lo que le faltaba de peso y vigor. Debía de tener unos veintidós o veintitrés años, era moreno y poseía facciones delicadas y pobladas cejas oscuras. Por su rostro no cabía adivinar lo que había detrás de aquellos ojos profundamente hundidos en las órbitas. Sus palabras podían ser sinceras o calculadas. Parecía lo suficientemente astuto como para haber sopesado el carácter de su soberano y haber llegado a la conclusión de que la audacia no sería mal recibida.
—No lo haré —contestó el muchacho con firmeza—. Pero no tenéis por qué
fiaros de mi palabra. Podéis ponerme a prueba. Estoy a la disposición de Vuestra Alteza.
—¿No habéis traído vuestras fuerzas?
—He venido sólo con tres hombres. Hubiera sido una locura dejar desguarnecido o poco guarnecido un buen castillo, y un flaco servicio a Vuestra Alteza pediros que alimentarais otros cincuenta hombres sin que antes se hubiera autorizado este incremento. Basta con que Vuestra Alteza me diga dónde quiere que le sirva, y así se hará.
—No tan rápido —dijo Esteban—. Otros también pueden necesitar tiempo y reflexión antes de unirse a vos, joven. Hace algún tiempo fuisteis muy amigo y gozasteis de la confianza de FitzAlan.
—Lo fui. Y sigo sin tener nada contra él, aparte el hecho de que él haya elegido un camino y yo el otro.
—Tengo entendido que estáis comprometido en matrimonio con la hija de Fulke Adeney.
—No sé qué responder a eso. ¡Lo estoy! o ¡lo estaba! Los tiempos han alterado muchos planes previamente acordados, tanto en mi caso como en el de otros muchos. En estos momentos, ignoro dónde está la joven y si el pacto sigue en pie.
—Dicen que ya no hay mujeres en el castillo —señaló el rey, observándole detenidamente—. Es muy posible que a esta hora, la familia de FitzAlan ya esté
muy lejos, tal vez incluso fuera del país. En cambio, dicen que la hija de Adeney
permanece oculta en la ciudad. No me disgustaría —añadió, subrayando suavemente sus palabras— tener en salvaguardia a una dama tan valiosa en caso de que mis planes también sufrieran alguna alteración. Vos que pertenecíais al bando de su padre conoceréis sin duda los lugares donde posiblemente se aloja. Cuando el camino esté expedito, vos, mejor que nadie, podréis encontrarla.
El muchacho le miró con rostro inescrutable. Sus astutos ojos oscuros dieron a entender que lo había comprendido todo, pero nada más, ni anuencia ni resistencia, como tampoco el menor reconocimiento de que le encomendaban una tarea de la que podía depender la aceptación y el favor. Con semblante inexpresivo y tono inocente, el joven contestó:
—Ése es mi propósito, Alteza. Vine de Maesbury pensando también en ello.
—Bien —dijo Esteban, cautamente satisfecho—, podéis aguardar hasta la caída de la ciudad. No tenemos ninguna tarea inmediata que encomendaros aquí. Si tuviera ocasión de llamaros, ¿dónde os podría encontrar?
—Si hay sitio, en la hospedería de la abadía.
El muchacho Godric asistió al rezo de vísperas entre los pupilos y los novicios, en la parte de atrás de la iglesia, donde estaban los moradores menos importantes de la abadía y cerca de los lugareños que vivían fuera de los muros monásticos, pero en esta orilla del río, por lo que todavía tenían acceso a aquel refugio sagrado. Cuando volvió la cabeza para mirarle, fray Cadfael pensó que parecía muy pequeño y desvalido, y que su rostro, audaz y descarado en el herbario, había asumido una expresión extremadamente solemne en la iglesia. Ya estaba a punto de caer la noche, la primera que él pasaría en el monasterio. En fin, sus asuntos se resolverían mucho mejor de lo que esperaba y, si las cosas iban bien, no tendría que inquietarse por las pruebas que le esperaban, tanto menos aquella noche. Fray Pablo, el maestro de novicios, tenía otros jóvenes a su cuidado y se alegraba de que uno de ellos hubiera sido encomendado a otra persona.
Cadfael llamó a su protegido después de la cena, en cuyo transcurso observó complacido que Godric comió con buen apetito. El mozo tenía sin lugar a dudas temple suficiente para luchar contra los temores y escrúpulos que lo dominaban, y un sentido común que le impulsaba a fortalecer la carne para poder enfrentarse mejor con las luchas del espíritu. Lo más tranquilizador fue verle mirar con alivio y gratitud a Cadfael cuando éste apoyó la mano sobre su hombro en el momento de abandonar el refectorio.
—Ven conmigo, estamos libres hasta completas y en el huerto se está fresco. No hace falta permanecer aquí dentro, a menos que lo desees.
El mozo Godric no lo deseaba y se alegró de poder salir a la noche estival. Bajaron despacio hasta los estanques de los peces y el herbario. El muchacho se puso a brincar y silbar de contento hasta que, de pronto, se detuvo bruscamente.
—Dijo el limosnero que el maestro de novicios hablaría conmigo después de la cena. ¿Es correcto que me haya ido con vos de esta manera?
—Todo está aprobado y permitido, hijo mío, no tengas miedo. He hablado con fray Pablo, tenemos su palabra. Estás a mi cargo y soy responsable de ti. Ambos entraron en el huerto cerrado e inmediatamente se vieron envueltos por las fragancias del romero, el tomillo, el hinojo, el eneldo, la salvia, la lavanda y todo un mundo de secretas dulzuras. El calor del sol perduraba todavía en el fresco anochecer, mezclado con los embriagadores perfumes. Sobre sus cabezas, los vencejos evolucionaban en el aire, llenándolo con sus extasiados chillidos.
Habían llegado al cobertizo de madera, cuyas tablas untadas con aceite aún irradiaban calor. Cadfael abrió la puerta.
—Éste es tu cuarto de dormir, Godric.
En un extremo de la estancia había un lecho bajo, esmeradamente arreglado. El mozo lo miró y su mano se estremeció en la de Cadfael.
—Estoy elaborando todas estas medicinas y hay varias que necesitan atención constante, algunas de ellas desde muy temprano ya que, de lo contrario, se estropearían. Te enseñaré todo lo que tienes que hacer, no es una tarea muy difícil. Aquí tienes tu cama y una reja que puedes abrir para que entre el aire —el mozo había dejado de temblar, y sus grandes ojos azul oscuro miraban implacablemente a Cadfael. Parecía estar a punto de sonreír, pero en su semblante se advertía una leve sombra de orgullo herido. Cadfael se volvió
hacia la puerta y señaló la gruesa tranca que la cerraba por dentro e impedía que pudiera abrirse desde fuera—. Puedes excluirnos al mundo y a mí hasta que estés preparado para reunirte con nosotros.
El mozo Godric, que tenía muy poco de niño, miraba ahora con expresión acusadora, medio ofendido, medio radiante y totalmente aliviado.
—¿Cómo lo adivinasteis? —preguntó, adelantando una beligerante barbilla.
—¿Cómo te las hubieras arreglado en el dormitorio? —replicó suavemente Cadfael.
—Me las hubiera arreglado. Los mozos no son muy listos, hubiera podido engañarles. Bajo estos muros —dijo, tomando unos pliegues de su amplia túnica— todos los cuerpos parecen iguales, y los hombres son ciegos y estúpidos —de pronto, el joven se echó a reír ante la sagacidad de Cadfael, y se convirtió en una mujer sorprendentemente hermosa—. ¡Vos, no! ¿Cómo lo
adivinasteis? Me disfracé con tanto esmero que creí poder superar todas las pruebas. ¿En qué me equivoqué?
—Lo hiciste muy bien —contestó Cadfael en tono tranquilizador—. Pero, hija mía, pasé cuarenta años recorriendo el mundo de uno a otro extremo antes de tomar la cogulla y venir a este dulce y verde final. ¿En qué te equivocaste?
No te lo tomes a mal sino como un sabio consejo de un aliado, si yo te respondo. Cuando discutiste y te acaloraste sin darte cuenta, levantaste la voz sin quebrarla ni un solo momento para disimular el cambio. Eso se puede aprender, ya te lo enseñaré cuando tengamos tiempo. Después, cuando te animé a que te pusieras cómoda y te desnudaras de cintura para arriba… Ah, nunca te ruborices, hija mía, ¡entonces ya no me cupo ninguna duda!… Por supuesto que me desconcertaste. Y, finalmente, cuando te pedí que arrojaras una piedra al arroyo, lo hiciste como las niñas, balanceando el brazo, no por arriba sino por abajo. ¿Cuándo viste a un mozo haciendo un lanzamiento semejante? No permitas que nadie te tienda esta trampa, hasta que domines el arte. Es algo que te delataría en seguida.
Cadfael guardó paciente silencio al ver que la joven se había sentado en la cama, cubriéndose el rostro con las manos, primero para llorar, después para reír y, al final, para hacer ambas cosas a la vez. No quiso decirle nada porque la vio tan perpleja como un hombre que se debatiera entre ventajas e inconvenientes, sin saber qué determinación adoptar. Ahora ya le parecía más probable que tuviera diecisiete años. Era una mujer en ciernes, y por cierto muy hermosa.
Una vez tranquila, la joven se secó los ojos con el dorso de la mano y esbozó
una sonrisa tan radiante como la luz del sol a través de un arco iris.
—¿Lo dijisteis de veras? —preguntó—. ¿Eso de que sois el responsable de mi persona? ¡Os dije que confiaba en vos hasta el extremo!
—Hija querida —replicó Cadfael en tono paternal—, ¿qué otra cosa podría hacer ahora sino servirte lo mejor que pueda y ayudarte a salir de aquí para que consigas regresar a donde desees?
—Ni siquiera sabéis quién soy —dijo la moza, asombrada—. ¿Quién es el que confía demasiado ahora?
—¿A mí qué más me da, hija mía, conocer tu nombre? Una moza abandonada aquí para que capee el temporal y pueda reunirse de nuevo con los suyos…, ¿no te parece suficiente? Lo que quieras decir, ya me lo dir{s, no necesito más.
—Me parece que deseo decíroslo todo —dijo humildemente la muchacha, mirándole con unos ojos tan grandes y puros como el cielo—. Mi padre, o está
en este momento en el castillo de Shrewsbury con la vida pendiente de un hilo, o bien fuera de él, tratando de salvar el pellejo con Guillermo FitzAlan, en un
intento de alcanzar las tierras de la emperatriz en Normandía. Corre peligro de que, de un momento a otro, lancen una jauría en su persecución. Soy una carga para cualquiera que me demuestre amistad y puedo convertirme en una codiciada rehén en cuanto me echen en falta en el castillo. Hasta para vos, fray Cadfael, podría ser peligrosa. Soy la hija del principal amigo y aliado de FitzAlan. Mi nombre es Godith Adeney.
El cojo Osbern, que nació con ambas piernas marchitas y se desplazaba con increíble rapidez con las manos metidas en unos zuecos de madera, arrastrando a su espalda las rodillas encogidas sobre un carrito de ruedas, era el más humilde seguidor del campamento real. Normalmente, solía sentarse junto a las puertas del castillo en la ciudad, pero había abandonado a tiempo aquellos lugares ahora tan peligrosos, prefiriendo trasladar su esperanzada lealtad hasta el mismo límite del campamento de asedio, lo más cerca posible de la guardia principal donde los grandes entraban y salían a su antojo. El rey era manifiestamente generoso, excepto con sus enemigos, y las ganancias eran buenas. A veces, los principales capitanes estaban demasiado ocupados como para perder el tiempo o dar limosna a un pordiosero, pero algunos de los que llegaban con retraso a suplicar el favor real, tras haber calibrado de qué lado parecía inclinarse la fortuna, solían entregar limosnas al pobre para congraciarse con Dios, y los arqueros comunes e incluso los flamencos, cuando estaban alegres y disponían de tiempo libre, le arrojaban a Osbern algunas monedas o bien los restos de sus raciones.
El mendigo tenía el carrito bien apoyado, al amparo de unos arbustos cerca del puesto de guardia para que les fuera más fácil arrojarle un mendrugo de pan o darle algo de beber mientras él disfrutaba del brillo de las hogueras del campamento por la noche. Cuando alguien sólo podía cubrirse con unos andrajos, hasta las noches estivales podían ser frías después de una calurosa jornada de agosto. Las hogueras estaban parcialmente apagadas para que sólo iluminaran lo suficiente como para ver quién llegaba con retraso. Cerca de la medianoche Osbern se despertó de un agitado sueño y, aguzando el oído, percibió el susurro de las hojas de los arbustos que tenía a su espalda, a la izquierda, hacia la barbacana del castillo pero lejos del camino. Alguien se aproximaba desde la ciudad, pero no desde las puertas principales sino más bien dando un rodeo para que no le vieran desde la orilla del río. Osbern conocía la ciudad como la rugosa palma de su mano. O bien era alguien que regresaba de efectuar un reconocimiento (pero, en tal caso, ¿a qué venía tanto sigilo en la misma entrada del campamento?) o bien alguien que había abandonado subrepticiamente la ciudad o el castillo por el único camino que quedaba en la muralla de aquel lado, es decir, el portón que conducía al río.
Una figura en sombras, visible más como movimiento que como materia en una noche sin luna, emergió entre los arbustos y corrió agachada hacia el puesto de guardia. Al oír la voz del centinela se detuvo de inmediato y se quedó inmóvil. Osbern vio un cuerpo cimbreño, envuelto en una capa negra que sólo permitía distinguir el brillo de un pálido rostro. La voz que respondió
al santo y seña era joven, estridente, asustada y apremiante.
—Suplico audiencia… No llevo armas. Condúceme hasta tu capitán. Tengo algo que decir… en beneficio del rey…
Le permitieron acercarse y le registraron para cerciorarse de que no llevaba armas. Osbern no oyó lo que le dijeron, pero comprendió que la anónima figura se había salido con la suya. Pasó al interior del campamento y allí se perdió de vista.
Osbern ya no pudo conciliar de nuevo el sueño porque, a aquellas horas de la noche, el frío se filtraba a través de los andrajos. ¡Una capa como ésa quisiera yo que me enviara el buen Dios!, pensó el mendigo temblando. Sin embargo, el propietario de aquella hermosa prenda también temblaba y su voz se quebraba de miedo, aunque también de ansiosa esperanza. Un curioso incidente, que de nada le serviría a un desventurado mendigo. Mejor dicho, de nada hasta que Osbern vio salir a la misma figura entre los oscuros caminos del campamento y detenerse una vez más a la entrada. Ahora caminaba con paso más firme y seguro y su porte era menos furtivo y temeroso. Llevaba algún salvoconducto suficiente para permitirle salir tal como había entrado, sin sufrir el menor daño. Osbern oyó algunas palabras:
—Tengo que regresar pues no conviene que recelen… ¡He recibido órdenes!
En agradecimiento por la merced recibida, el visitante tal vez estuviera dispuesto a dar algo. Osbern se adelantó con su carrito y tendió una mano suplicante.
—¡Por el amor de Dios, señor! ¡Si él ha sido benévolo con vos, sed vos benévolo con el pobre!
Vio el brillo de un rostro pálido y sereno, oyó unos profundos suspiros de alivio y esperanza. Un destello de luz brilló en la compleja forma de la pieza metálica que ajustaba la capa a la garganta. De entre los pliegues, emergió una mano que arrojó una moneda sobre la palma extendida.
—Reza una oración por mí mañana —dijo un leve susurro mientras el desconocido se alejaba tal como había venido, perdiéndose entre los árboles antes de que Osbern hubiera terminado de darle las gracias por la limosna.
Antes del amanecer Osbern despertó de nuevo de su agitado sueño y se
retiró hacia los arbustos para que nadie le viera. De momento, sólo había la promesa de un claro amanecer, pero el campamento real ya estaba en movimiento, si bien con tanto sigilo que el pordiosero adivinó más que oyó la revista de los hombres, la ordenación de las filas y la comprobación de las armas. El aire matutino pareció vibrar con las pisadas de los soldados, aunque apenas se escuchaba el menor sonido. Desde una a otra curva del río Severn, al otro lado de la franja de tierra que permitía aproximarse a pie enjuto a la ciudad, se oyó un incesante y jubiloso murmullo de actividad cuando el ejército del rey Esteban salió en orden de batalla para el asalto final contra el castillo de Shrewsbury.
2
Mucho antes del mediodía todo terminó con las puertas incendiadas y derribadas, los obstáculos eliminados uno a uno, los últimos arqueros perseguidos en las murallas y las torres y un humo denso y pegajoso cubriendo toda la fortaleza y la ciudad como un sudario. En las calles no se movía ninguna criatura humana, ni siquiera había perros. En cuanto se produjo el primer asalto, todos los hombres se arrojaron al suelo con sus mujeres, su familia y sus animales, tras las puertas cerradas y atrancadas, mientras escuchaban aterrados el fragor y los gritos de la batalla. Todo fue muy breve. La guarnición estaba agotada, falta de suministros y debilitada por las deserciones producidas mientras hubo alguna posibilidad de huir. Todos estaban seguros de que el siguiente ataque provocaría la caída de la ciudad. Los mercaderes de Shrewsbury esperaban con el corazón encogido los inevitables pillajes, y lanzaron un suspiro de alivio al enterarse de que el rey los había impedido, no porque quisiera privar a sus flamencos del botín sino porque no deseaba que se alejaran de su persona. Un rey era tan vulnerable como cualquier otro hombre y aquélla era una ciudad enemiga, todavía sin pacificar. Además, el asunto más urgente era la guarnición del castillo y, sobre todo, FitzAlan, Adeney y Arnulfo de Hesdin.
Esteban avanzó entre el humo y la sangre y entró en la sala del castillo, enviando a Courcelle, Ten Heyt y sus hombres con órdenes expresas de aislar a los cabecillas y conducirlos a su presencia. A Prestcote quiso tenerlo a su lado; las llaves estaban en manos del nuevo lugarteniente y ya se habían tomado medidas para abastecer a la guarnición real.
—Al final —dijo Prestcote en tono levemente crítico—, Vuestra Alteza ha pagado un precio muy bajo. En pérdidas, sin la menor duda. En dinero…, las demoras fueron muy costosas, pero el castillo está intacto. Tendrán que efectuarse algunas reparaciones en los muros…, construir nuevas puertas. Esta plaza no tenéis que perderla nunca más. Considero muy valioso el tiempo que nos costó ganarla.
—Ya veremos —contestó Esteban muy serio, pensando en los insultos que le había lanzado Arnulfo de Hesdin desde las torres. ¡Se hubiera dicho que cortejaba la muerte!
Entró Courcelle, que se había quitado el yelmo y exhibía todo el esplendor de su cabello castaño. Un joven muy prometedor, siempre alerta, inmensamente fuerte en el combate cuerpo a cuerpo y experto en el mando de tropas. Esteban le tenía en gran aprecio.
—Bien, Adam, ¿ya les tenemos? No creo que FitzAlan se haya escondido en los graneros como un criado cobarde, ¿verdad?
—¡No, Alteza, de ninguna manera! —contestó Courcelle tristemente—. Hemos recorrido la fortaleza desde los tejados a las mazmorras, y os aseguro que no hemos dejado nada por registrar. ¡Pero FitzAlan se ha escapado! Dadnos tiempo, y descubriremos el día, la hora, el camino que siguieron, los planes que ellos tenían…
— ¿Ellos? —preguntó el rey, enfurecido al percatarse del plural.
—Adeney se fue con él. No cabe duda de que han huido. Lamento tener que dar a Vuestra Alteza esta noticia, pero la verdad es la verdad —contestó el joven, atreviéndose a proclamarla—. A Hesdin sí lo tenemos. Está herido, pero no de gravedad, unos simples arañazos. Lo tengo prisionero para más seguridad, aunque no creo que sea tan arrogante como cuando mandaba aquí
dentro y vos estabais fuera.
—Traedlo ante mi presencia —ordenó el rey, muy disgustado por el hecho de que dos de sus principales enemigos se le hubieran escapado de las manos. Arnulfo de Hesdin entró cojeando y arrastrando las cadenas que le aherrojaban los tobillos y las muñecas. Era un hombre corpulento de unos sesenta años, desfigurado por el polvo, el humo y la sangre. Dos flamencos le obligaron a arrodillarse ante el rey. Parecía asustado, pero en sus ojos brillaba todavía un cierto desafío.
—¿Cómo, estáis domado? —le preguntó el rey, exultante de gozo—.
¿Dónde está vuestra insolencia ahora? Hace apenas uno o dos días teníais muchas cosas que decir. ¿Os habéis quedado mudo? ¿O es que acaso ahora habláis otro idioma?
—Alteza —contestó Hesdin sin apenas disimular el odio que sentía—, sois el vencedor y estoy a vuestra merced y a vuestros pies. He luchado en buena lid y confío en recibir un trato honroso. Soy un noble de Inglaterra y Francia. Vos necesitáis dinero. Yo valgo el rescate de un conde y puedo pagarlo.
—Demasiado tarde para hablarme de buenas lides, vos que fuisteis tan arrogante y mal hablado cuando unas murallas se interponían entre nosotros. Juré entonces arrebataros la vida, y ahora os la arrebataré. El rescate de un conde no la podrá pagar. ¿Queréis que os diga mi precio? ¿Dónde está
FitzAlan? ¿Dónde está Adeney? Decidme inmediatamente dónde puedo echar el guante a esos dos, y será mejor que recéis para que lo consiga, y entonces es posible, ¡sólo posible! , que os permita conservar vuestra miserable vida. Hesdin levantó la cabeza y miró al rey a los ojos.
—Vuestro precio me parece demasiado alto —dijo—. Sólo una cosa os diré
con respecto a mis compañeros: no huyeron de vos hasta que todo estuvo perdido. Tanto si vivo como si muero, eso es lo único que conseguiréis de mí.
¡Proseguid vuestra noble cacería!
—¡Ya veremos! —replicó el rey, enfurecido—. ¡Ya veremos si no logramos obtener algo más de vos! Mandad que se lo lleven, Adam, y entregadlo a Ten Heyt, a ver qué se puede hacer con él. Hesdin, tenéis tiempo hasta las dos de la tarde para decirnos todo lo que sabéis con respecto a su huida, de lo contrarío, os haré colgar de las almenas. ¡Lleváoslo!
Se lo llevaron a rastras, todavía de rodillas. Esteban permaneció sentado, mordiéndose los nudillos.
—¿Pensáis que es cierto lo que ha dicho, Prestcote? ¿Que huyeron sólo cuando el combate ya estaba perdido? En tal caso, es muy posible que todavía se encuentren en la ciudad. ¿Cómo podrían escapar? Por la puerta fortificada, atravesando nuestras filas, por supuesto que no. Las primeras compañías se dirigieron inmediatamente hacia los dos puentes. Deben de permanecer ocultos en la ciudad. ¡Buscadlos!
—No es posible que alcanzaran los puentes —dijo Prestcote—. Sólo hay otro camino para salir, y es el portón que conduce al río. Dudo que hubieran podido cruzar a nado el Severn sin ser vistos, y estoy seguro de que no disponían de una embarcación. Lo más probable es que estén ocultos en algún lugar de la ciudad.
—¡Registradlo todo! ¡Encontradlos! No habrá saqueo hasta que les tenga en mi poder. Buscad por todas partes, y encontradlos.
Mientras Ten Heyt y sus flamencos reunían a los prisioneros y colocaban la nueva guarnición bajo las órdenes de Prestcote, Courcelle y otros, junto con sus compañías, recorrieron la ciudad, confirmaron la seguridad de los dos puentes y empezaron a registrar todas las casas y los talleres situados dentro de las murallas. El rey, con la conquista ya asegurada, regresó al campamento con su guardia y esperó noticias sobre los dos fugitivos. Courcelle se presentó ante él, pasadas las dos de la tarde.
—Alteza —dijo sin preámbulos—, lamento no traer más que un fracaso. Hemos buscado por todas las calles de la ciudad, interrogado a todos los funcionarios y mercaderes y registrado todas las casas. La ciudad no es muy grande y, a no ser por un milagro, me parece imposible que hayan podido salir del interior de las murallas sin ser vistos. Sin embargo, no hemos encontrado a FitzAlan ni a Adeney no hay la menor huella ni se sabe nada de ellos. Por si hubieran cruzado el río a nado y se encontraran más allá de la barbacana de la abadía, he enviado una patrulla rápida. Con todo, dudo de que ahora podamos averiguar algo sobre ellos. Hesdin sigue en sus trece. No le han sacado ni una sola palabra, pese a que Ten Heyt ha hecho todo lo posible. No conseguiremos nada de él. Conoce su condena. Las amenazas no servirán de nada.
—Recibirá lo que le prometimos —dijo Esteban, frunciendo el ceño—. ¿Y
los demás? ¿Cuántos prisioneros hicimos en la guarnición?
—Aparte Hesdin, noventa y tres hombres armados —Courcelle estudió el bello rostro del monarca; por muy disgustado y enfurecido que estuviera, no era probable que el rencor anidara mucho tiempo en su corazón. Llevaban semanas diciéndole que no debía mostrarse compasivo—. Alteza, la clemencia ahora sería tomada por debilidad —añadió enérgicamente Courcelle.
—¡Ahorcadlos! —dijo Esteban, dando rápidamente la orden antes de que tuviera tiempo de arrepentirse.
—¿A todos?
—¡A todos! Inmediatamente. Expulsadlos de este mundo antes del amanecer.
Encomendaron la desagradable tarea a los flamencos. Para eso estaban los mercenarios. El trabajo les mantuvo ocupados todo el día, lejos de las casas de la ciudad, que, de otro modo, hubieran sido saqueadas. Aquel siniestro intervalo permitió a los gremios, los magistrados y los alguaciles reunir apresuradamente una delegación de lealtad al rey y conseguir de él, por lo menos, un escéptico y renuente gesto de gracia. Aunque el monarca no creyera en su repentina fidelidad, sí valoró la urgencia con que le fue ofrecida. Prestcote desplegó su nueva guarnición y puso en orden el castillo mientras Ten Heyt y sus compañías despachaban a la antigua guarnición desde las almenas. El primero en morir fue Arnulfo de Hesdin. El segundo fue un joven señor feudal al mando de una pequeña tropa; tenía un miedo atroz y fue arrastrado a la muerte, protestando y gritando que le habían prometido respetar su vida. Los flamencos apenas entendían el inglés y las súplicas les hicieron mucha gracia hasta que el dogal interrumpió su diversión. Adam Courcelle se alegró de no tener nada que ver con aquella matanza y prosiguió su búsqueda hasta los confines de la ciudad, cruzando los puentes para registrar los arrabales. Pero no encontró el menor rastro de Guillermo FitzAlan ni de Fulke Adeney.
Desde la primera alarma de la mañana hasta la continua carnicería nocturna, un murmullo de sobrecogido horror recorrió la abadía de San Pedro y San Pablo. Los rumores eran tan densos como los enjambres de abejas; nadie sabía lo que ocurría, pero todos estaban seguros de que era algo terrible. Los monjes siguieron con sus costumbres de siempre, los oficios, el capítulo, la misa y las horas de trabajo, en la creencia de que la vida sólo se podría preservar impidiendo que la guerra, las catástrofes o la muerte la desbarataran. A la misa
celebrada después del capítulo asistió Aline Siward con su doncella Constanza, pálida, angustiada y heroicamente serena. Tal vez, como consecuencia de ello, asistió también Hugo Berengario, el cual vio pasar a la dama desde la casa que le habían cedido junto a la barbacana de la abadía, cerca del molino principal. Durante el oficio religioso, el joven prestó más atención al turbado y adolescente perfil cubierto por el velo blanco de luto, que a las palabras del celebrante.
La muchacha mantenía las manos devotamente entrelazadas y sus labios delicados se movían en silencio, rezando por los moribundos y los que estaban sufriendo mientras ella permanecía arrodillada allí. La protectora presencia de la doncella Constanza la vigilaba celosamente, pero no podía alejar de ella las calamidades de la guerra.
Berengario la siguió de lejos hasta que la vio entrar de nuevo en su casa. No intentó darle alcance y tampoco hablar con ella. Cuando la joven desapareció, despidió a sus servidores y recorrió el muro de la puerta fortificada hasta el final del puente. La parte levadiza estaba todavía levantada para aislar el monasterio de la ciudad, pero, a su derecha, donde se levantaba el castillo envuelto en humo al otro lado del río, el clamor y los gritos de la batalla ya casi se habían extinguido.
Aún tendría que esperar a fin de conseguir cumplir la promesa de buscar a su prometida. En caso de que los signos no le engañaran, el puente volvería a bajar y se abriría. Entretanto, él se iría tranquilamente a almorzar. No tenía ninguna prisa.
Los rumores corrieron por la hospedería como en todas partes. Los que tenían negocios honrados que atender en otros lugares corrieron a hacer el equipaje para marcharse cuanto antes. Todos estaban seguros de que el castillo había caído y que el precio sería muy alto. A partir de aquel momento, convendría respetar los decretos del rey Esteban, que era quien estaba allí y se había alzado con el triunfo, dado que la emperatriz Matilde, por muy legítimas que fueran sus aspiraciones, se encontraba muy lejos, en Normandía, y no era probable que pudiera ofrecerles demasiada protección. También corrían rumores de que FitzAlan y Adeney, en el último momento, habían escapado de la trampa. De lo cual muchos se alegraban, en silencio. Cuando Berengario volvió a salir, el puente ya estaba bajado y abierto, y los centinelas del rey vigilaban la entrada. Éstos examinaron con todo detalle sus credenciales y, al comprobar que todo estaba en regla, le franquearon el paso respetuosamente. El rey Esteban debía de haber dado órdenes con respecto a él. Berengario cruzó el puente y llegó a la puerta fortificada de la muralla, vigilada pero abierta. La calle era empinada porque la ciudad se asentaba en una loma. Berengario la conocía muy bien y sabía a dónde tenía que ir. En lo alto de la colina se extendía la hilera de los tenderetes y las casas de los carniceros,
silenciosa y desierta.
La tienda de Edric Flesher era la mejor de la hilera, pero estaba cerrada y en silencio como las demás. Sólo se asomó alguna que otra cabeza, pero muy furtivamente, y en seguida se ocultaban tras las puertas atrancadas. A juzgar por el aspecto de la calle, los pillajes aún no habían llegado hasta allí. Berengario se detuvo ante una puerta cerrada y, cuando oyó unos ligeros movimientos en su interior, levantó la voz:
—¡Abridme, soy Hugo Berengario! Edric… Petronila… ¡Dejadme entrar, vengo solo!
Ya se imaginaba que la puerta estaría cerrada como una tumba y que los moradores de la casa no abrirían la boca, cosa que él no les reprochaba. De pronto, se abrió la puerta y apareció Petronila, con los brazos extendidos y con una radiante sonrisa como si fuera su salvador. Se estaba haciendo vieja, pero todavía era hermosa, suculenta y amable, lo más bello que él había visto en aquella ciudad asediada. Llevaba el cabello gris pulcramente recogido bajo la cofia blanca y sus vivos e inteligentes ojos grises le miraron con afecto, dándole una cordial bienvenida.
—Mi señor Hugo…, ¡qué alegría ver aquí un rostro conocido y de confianza! —Berengario comprendió de inmediato que no confiaba plenamente en él—. ¡Pasad, y bienvenido se{is! Edric, es Hugo… ¡Hugo Berengario!
En seguida apareció el marido, corpulento, rubicundo y competente, el mejor maestro de su oficio en aquella ciudad, a cuyo concejo pertenecía. Ambos esposos le franquearon la entrada y atrancaron la puerta, cosa que Berengario observó y aprobó. Sin más preámbulos, el joven dijo lo propio de un enamorado:
—¿Dónde está Godith? He venido en su busca, para ofrecerle lo que necesite. ¿Dónde se esconde?
Los esposos estaban muy ocupados asegurándose de que los postigos estuvieran bien cerrados y de que no se oyeran pisadas hostiles en la calle, por lo que no prestaron demasiada atención a lo que él decía. Además, tenían muchas preguntas que hacer, antes de responder a las del muchacho.
—¿Os persiguen? —preguntó Edric con cierta inquietud—. ¿Necesitáis un lugar donde ocultaros?
—¿Estabais en la guarnición? —inquirió Petronila, palpándole con expresión preocupada en busca de heridas. Como si hubiera sido su nodriza y no la de Godith, y como si le hubiera visto todos los días de su vida, en lugar de sólo dos o tres veces desde que se concertara el infantil compromiso de matrimonio. ¡Demasiada solicitud! ¡Y una brevísima pausa mientras ambos esposos consideraban qué decirle y qué no decirle!
—Ya han venido a registrar por aquí —explicó Edric—. Dudo que vuelvan, lo revolvieron todo de arriba abajo, buscando al alguacil y al señor Fulke. Sois bienvenido en esta casa si la necesitáis. ¿Os persiguen acaso?
Berengario comprendió que ya estaban informados de que nunca estuvo en el interior del castillo ni jamás se alió con FitzAlan. Aquella astuta y vieja criada y su marido gozaban de la plena confianza de Adeney y sabían muy bien quién era su aliado y quién no había querido comprometerse.
—No, no se trata de eso, no corro peligro y no necesito nada. He venido sólo en busca de Godith. Dicen que su padre decidió demasiado tarde enviarla con la familia de FitzAlan. ¿Dónde puedo encontrarla?
—¿Os ha enviado alguien en su busca? —preguntó Edric.
—No, no, no me envía nadie… Pero ¿en qué otro lugar hubiera podido dejarla su padre? ¿Quién podría ser más digno de confianza que su nodriza?
¡Como es natural, lo primero que he hecho es venir a veros! ¡No me digáis que no está aquí!
—Estuvo —contestó Petronila—. Hasta hace una semana. Pero ya se fue, Hugo, llegáis demasiado tarde. Su padre envió a dos caballeros que no quisieron revelarnos adonde la llevaban. De este modo, no sabiendo nada, nada podrían obligarnos a confesar. Creo que se la llevaron a tiempo muy lejos de la ciudad y que ahora debe de estar a salvo. ¡Dios lo quiera!
No cabía duda del fervor de aquella oración. La nodriza hubiera estado dispuesta a luchar y morir por su niña. ¡Y también a mentir por ella, en caso necesario!
—Pero, por el amor de Dios, amigos míos, ¿no podéis ayudarme a encontrarla? Soy su futuro esposo. Soy responsable de ella si su padre muriese, tal como bien puede haber ocurrido a estas horas…
Estas palabras permitieron que el joven averiguara algo. La fugaz mirada que ambos esposos intercambiaron antes de exclamar al unísono «¡No lo quiera Dios!», le hizo comprender que sabían muy bien que FitzAlan y Adeney no habían muerto ni habían sido hechos prisioneros. No tenían certeza de que estuviera a salvo, pero apostaban sus vidas y su lealtad por ello. Ahora ya sabía que él, un renegado, no conseguiría sacarles nada más. Por lo menos, de forma directa.
—Lamento no poder ofreceros mejor consuelo —dijo Edric Flesher en tono apesadumbrado—, pero así están las cosas. Tranquilizaos y pensad que ningún enemigo le ha puesto las manos encima. Por nuestra parte, pedimos a Dios que ninguno de ellos lo haga jamás.
Eso podría ser una velada alusión a mi persona, pensó Berengario.
—En tal caso, debo irme para intentar enterarme de algo en otra parte —
dijo el joven con gesto abatido—. No quiero poneros en peligro. Abre la puerta, Petronila, y mira si la calle está vacía.
La mujer obedeció y dijo que estaba tan vacía como la palma de la mano de un pordiosero. Berengario estrechó la mano de Edric y besó a su mujer, que reaccionó a su gesto con un culpable rubor en las mejillas.
—Rezad por ella —les dijo. Eso, por lo menos, no se lo negarían. Después salió por la puerta entreabierta y oyó que la cerraban a su espalda. Sin hacer demasiado ruido, para demostrar que caminaba con cautela, pero procurando que le oyeran, se alejó rápidamente hasta la esquina de la casa. Una vez allí, dio media vuelta y regresó de puntillas para acercar el oído a la ventana.
—¡Buscando a su prometida! —le oyó decir a Petronila—. ¡Y un buen precio que estaría dispuesto a pagar, siendo ella el señuelo para el regreso de su padre, ya que no para el de FitzAlan! Ahora ya se ha congraciado con Esteban, y mi niña es su mejor arma.
—Tal vez somos demasiado duros con él —dijo Edric, más benévolo—.
¿Quién podría afirmar que no desea sinceramente que la moza esté a salvo?
Reconozco que hemos hecho bien en no decirle nada. Que la busque por su cuenta.
—¡Nunca podrá saber —añadió la esposa con orgullo— que oculté a mi corderita en el único sitio en el que ningún hombre en su sano juicio la buscaría!
—la mujer se rió al pronunciar la palabra «hombre»—. Ya habrá tiempo de sacarla de allí más tarde, cuando estos trastornos estén olvidados. Ahora rezo para que su padre ya se encuentre a muchas leguas de aquí. Y para que esta noche aquellos dos chicos de Frankwell consigan escapar hacia el oeste con el tesoro del alguacil. ¡Que lleguen sanos y salvos a Normandía y sirvan lealmente a nuestra emperatriz, que Dios bendiga!
—¡Cállate, amor mío! —dijo Edric en tono de reproche—. Hasta detrás de las puertas cerradas…
Ambos esposos se retiraron hacia una estancia interior y cerraron la puerta. Hugo Berengario se alejó y bajó sin prisas el largo y curvado sendero de la colina hasta llegar a la puerta de la ciudad y el puente, silbando muy contento por el camino.
Había obtenido más información de la que esperaba. O sea que pretendían sacar a FitzAlan con su tesoro y dirigirse al oeste, hacia el País de Gales, aquella misma noche. En medio de la desesperada situación en que se encontraban, habían tenido el acierto de guardarlo fuera de las murallas de la ciudad, en algún lugar del arrabal de Frankwell. De este modo, no tendrían que atravesar ninguna puerta ni cruzar ningún puente. En cuanto a Godith, Berengario tenía ahora una vaga idea del lugar donde podría encontrarla. ¡Con la chica y el
dinero, pensó, un hombre podría comprar el favor de personas mucho menos corruptibles que el rey Esteban!
Una hora antes de vísperas, Godith se encontraba en la dependencia del herbario, agitando, diluyendo y mezclando sustancias, tal como le habían enseñado a hacer. Su corazón estaba angustiado y su mente se debatía entre la esperanza y la desesperación. Tenía el rostro tiznado de tanto enjugarse las lágrimas con una mano manchada de tierra del huerto, y sus ojos estaban rodeados por unas profundas ojeras causadas por el dolor y la tensión. Unas lágrimas escaparon de sus esfuerzos por contenerlas mientras sus manos estaban ocupadas, y cayeron en un brebaje que no debía diluirse. Godith lanzó
un juramento que había aprendido hacía tiempo en el lugar donde estaban las jaulas de los halcones, cuando los halconeros regañaron a un descarado e imprudente aprendiz a quien ella tenía en mucho aprecio.
—Pronuncia más bien una bendición —le aconsejó la amable voz de fray Cadfael a su espalda—. Seguramente será la mejor tisana para los ojos que jamás he preparado. No dudes de que Dios te estaba mirando —la muchacha volvió hacia él su tiznado y conmovedor rostro, y se consoló al oír sus palabras—. Me he llegado hasta la caseta de vigilancia, el molino y el puente. Las noticias son todavía muy malas, y en seguida rezaremos por las almas de los que abandonan este mundo. Sin embargo, ése no es el peor de los males porque al final, todos tenemos que abandonarlo.
»Pero hay una buena noticia. Por lo que he oído a este lado del Severn y también en el puente (entre los que montan guardia, hay un arquero que estuvo conmigo en Tierra Santa), tu padre y FitzAlan no están muertos ni tampoco heridos o prisioneros, y, a pesar de todos los registros que se han hecho en la ciudad, no han conseguido encontrarles. Está claro que ya están muy lejos, Godric, muchacho. Dudo que ahora Esteban pueda atraparlos, por mucho que los busque.
»Y ahora ya puedes dedicar tu atención a aquel vino que estás aguando y ejercitarte en tu fingida personalidad de varón hasta que podamos sacarte de aquí y conducirte junto a tu padre.
Por un instante, la joven derramó tantas lágrimas como agua contiene el deshielo primaveral, pero en seguida brilló con tanto fulgor como el sol de primavera. Tenía tantas cosas por las que afligirse y tantas por las que alegrarse, que no sabía qué hacer primero, por lo que decidió ensayar ambas a la vez, tal como sucede en abril. Sin embargo, su edad era abrileña y salió triunfante el sol de la esperanza.
—Fray Cadfael —dijo, un poco más tranquila—, me gustaría que mi padre
os hubiera conocido. Y, sin embargo, es evidente que vos no pertenecéis a su mismo bando, ¿verdad?
—Hija querida —contestó Cadfael—, mi monarca no es ni Esteban ni Matilde, y, durante toda mi vida, sólo he luchado por un rey. No obstante, aprecio la lealtad y la fidelidad, y dudo que los defectos del objeto tengan importancia. Lo importante es lo que eres y lo que haces. Tu lealtad es tan sagrada como la mía. Ahora lávate la cara, báñate los ojos y échate a dormir media hora antes de vísperas… Pero, no, ¡eres demasiado joven para poseer este don!
La muchacha no poseía el don que se adquiere con la edad, pero sí el cansancio nacido del esfuerzo juvenil, por lo que en cuestión de segundos se quedó dormida en la cama, tranquilizada por el jarabe del alivio. Cadfael la despertó a tiempo para el rezo de vísperas. Ella le siguió discretamente, con sus apretados rizos peinados sobre la frente para disimular sus ojos todavía enrojecidos.
Impulsados por el miedo y el terror, todos los ocupantes de la hospedería, entre ellos Hugo Berengario, se dirigieron a la iglesia. El joven tal vez no lo hizo por miedo sino atraído por el delicado anzuelo de Aline Siward, la cual acababa de salir de su casa junto al molino, con los ojos entornados y el corazón afligido. Pese a ello, a Berengario no le pasó por alto nada de lo que sucedía a su alrededor. Al ver las dos figuras contrastadas procedentes del huerto, el joven se puso a pensar. Un monje corpulento de mediana edad, de rostro bronceado por el sol y andares de marinero, apoyaba una mano protectora sobre el hombro de un mozo vestido con una túnica holgada quizá heredada de algún pariente más fornido, que caminaba a grandes zancadas con sus piernas desnudas y miraba a hurtadillas a través de unos bucles castaños. Berengario sonrió, pero tan hacia adentro que la sonrisa apenas se adivinó en sus labios. Godith procuró dominar su gesto y sus pasos y no dio la menor muestra de haberle reconocido. Una vez en la iglesia, se reunió con sus compañeros, e incluso intercambió con ellos algunas sonrisas y codazos. En caso de que él aún estuviera mirándola, quería sorprenderle, hacerle dudar y cambiar de parecer. Llevaba más de cinco años sin verla. Por mucho que lo sospechara, no podría estar seguro. La joven vio que Berengario miraba hacia otro lado. Sus ojos se pasaron casi todo el rato clavados en una dama desconocida, vestida de luto. Godith empezó a respirar más tranquila e incluso se permitió observar a su prometido casi con la misma atención con la que él miraba a Aline Siward. La última vez que le vio, era un muchacho desgarbado de dieciocho años, todo codos y rodillas, que todavía no dominaba por completo su cuerpo. Ahora mostraba un porte más bien frío, arrogante y despectivo. Reconoció que era bastante bien parecido, pero ya no le interesaba y no poseía ningún derecho sobre ella. Las circunstancias podían alterar las situaciones. Se alegró al ver que ya no volvía a mirarla.
Sin embargo, se lo contó a fray Cadfael tan pronto como se reunieron en el huerto después de la cena, una vez finalizada la lección nocturna con sus compañeros. Cadfael analizó el asunto con seriedad.
—¡Conque ése es el joven con quien tenías que casarte! Llegó aquí
directamente del campamento del rey, y está claro que se ha unido a su bando. Según fray Dionisio, que recoge todos los rumores que circulan entre los huéspedes, aún no ha sido plenamente aceptado y tiene que demostrar lealtad antes de que le otorguen algún puesto de mando —Cadfael se rascó la chata nariz y reflexionó un momento—. ¿Te pareció que te reconocía? ¿O que te miraba con insistencia, como si le recordaras a un conocido?
—Al principio creo que miraba con insistencia, como si dudara un poco. Pero después ya no volvió a mirarme ni mostró el menor interés. No, creo que no me reconoció. En cinco años he cambiado mucho, y vestida de esta manera…
Dentro de un año —añadió Godith, asombrada y casi alarmada ante aquella posibilidad— hubiéramos tenido que casarnos.
—¡Eso no me gusta nada! —dijo Cadfael, preocupado—. Procuraremos que no te vea. Si logra ganarse el favor del rey, se irá de aquí con él más o menos dentro de una semana. Hasta entonces, no te acerques a la hospedería ni a los establos, y tampoco a la caseta de vigilancia o cualquier otro lugar donde puedas encontrártelo. Procura evitar por todos los medios que te vea.
—¡Ya lo sé! —exclamó Godith con voz temerosa—. Si me encuentra, podría entregarme para hacer méritos ante el rey. ¡Lo sé! Aunque mi padre ya estuviera embarcado, regresaría y se entregaría para salvarme. Y entonces le matarían como han matado a todas esas pobres almas… —la muchacha no se atrevió a mirar hacia las torres del castillo, horrendamente adornadas. Algunos de los hombres todavía estaban moribundos, aunque ella lo ignoraba. La tarea se había prolongado hasta el anochecer—. Le evitaré como si fuera la peste —
añadió con vehemencia—, y rezaré para que se marche pronto.
El abad Heriberto era un hombre viejo, cansado y amante de la paz. La decepción provocada por los malos tiempos que corrían, combinada con el vigor y la ambición del prior Roberto, le habían inducido a apartarse del mundo y a hundirse cada vez más en los consuelos del espíritu. Además, sabía que no gozaba del favor del rey, al igual que todos aquellos que no habían corrido a rendirle pleitesía y manifestarle su inquebrantable apoyo. Sin embargo, enfrentado con un ineludible y horrendo deber, todavía tuvo el valor de estar a la altura de las circunstancias. Había noventa y cuatro muertos o moribundos a los que se estaba eliminando como si fueran bestias, pese a que todos poseían un alma inmortal y tenían derecho a un entierro digno, por muy graves que hubieran sido sus delitos y errores. Los benedictinos de la abadía eran los
defensores naturales de tales derechos, y el abad Heriberto no estaba dispuesto a permitir que los felones del rey Esteban fueran arrojados anónimamente y al azar a una fosa común. Aun así, la tarea le horrorizaba, por lo que miró
alrededor en busca de alguien más experimentado que él en las duras cuestiones de la guerra y los derramamientos de sangre. La persona más idónea era naturalmente fray Cadfael, quien había atravesado el mundo en la primera cruzada y después había pasado diez años como patrón de barco en aguas de Tierra Santa, donde los combates eran incesantes.
Después de completas, el abad Heriberto mandó llamar a Cadfael a sus aposentos privados.
—Hermano, esta misma noche pienso ir a pedirle al rey Esteban su licencia para dar cristiana sepultura a todos los prisioneros ajusticiados. Si el rey accede, mañana recogeremos sus pobres cuerpos y los prepararemos decentemente para el sepulcro. Es posible que algunos sean reclamados por sus familias; a los demás, los enterraremos como es debido y con los ritos que correspondan. Hermano, vos habéis sido soldado. ¿Querríais encargaros de esta misión en caso de que obtenga la venia del rey?
—No de buen grado, pero, a pesar de todo, lo haré con todo mi corazón, padre —contestó fray Cadfael.
3
—Así lo haré —dijo Godith—, si de ese modo os puedo ser más útil. Sí, acudiré a la lección de la mañana y a la de la noche, cenaré sin hablar ni mirar a nadie y después me encerraré aquí, entre las pócimas. Sí, atrancaré la puerta en caso necesario, y esperaré hasta que oiga vuestra voz antes de volver a abrirla. Haré lo que me mandéis, pero desearía poder acompañaros. Son los hombres de mi padre y los míos, y quisiera prestarles un último servicio.
—Aunque pudieras acompañarme sin peligro —contestó Cadfael con firmeza—, cosa que desgraciadamente no es cierta, no te lo permitiría. La maldad que el hombre es capaz de cometer contra el hombre podría arrojar una sombra entre tu conciencia y la certeza de la justicia y misericordia que Dios puede concederle en el más allá. Hace falta media vida para alcanzar el lugar desde el que la eternidad es siempre visible y la cruda injusticia del momento se encoge hasta perderse de vista. Ya llegarás a él en el momento oportuno. No, te quedarás aquí y procurarás mantenerte bien alejada de Hugo Berengario. Cadfael pensó incluso en la posibilidad de pedirle al joven que se incorporara a su grupo de piadosos ayudantes para evitar, de este modo, que durante el día pudiera tropezarse con Godith en algún lugar del monasterio. Ya fuera para adquirir méritos para sus almas, por secreta simpatía con la causa de los muertos o por algún angustioso deseo de buscar a parientes o amigos, tres de los viajeros que se alojaban en la hospedería habían ofrecido su ayuda voluntariamente. A la vista de tal ejemplo, tal vez hubiera sido posible conseguir que otros, incluso Berengario, se sintieran obligados a participar. Pero, al parecer, el joven ya se había alejado a caballo, en su esperanzado afán de servir al rey. Un recién llegado que busca favores no puede permitirse el lujo de que su rostro sea olvidado. La noche anterior también había salido a caballo nada más terminar vísperas, según dijeron los hermanos legos de los establos. Sus tres servidores estaban allí y pasaban el día sin hacer nada después de almorzar, dar de comer y ejercitar los caballos, pero no veían ninguna razón para participar en una actividad desagradable y que posiblemente disgustaría al rey. Cadfael no se lo reprochaba. El grupo que cruzó el puente y recorrió las calles de la ciudad para subir al castillo estaba integrado por veinte hombres, contando a los monjes, los hermanos legos y los tres bondadosos viajeros. Al rey Esteban debió de alegrarle que le ofrecieran voluntariamente aquel servicio que, de otro modo, hubiera tenido que imponer mediante una orden. Alguien tenía que enterrar a los muertos, so pena de que la nueva guarnición sufriera las consecuencias, y de que, en una fortaleza cerrada de una ciudad amurallada,
las
enfermedades
pudieran
enconarse
y
multiplicarse
espantosamente. Al mismo tiempo, cabía la posibilidad de que el rey jamás le
perdonara al abad Heriberto aquel implícito reproche y aquel recordatorio de sus deberes cristianos. Aun así, el anciano hizo valer la autoridad necesaria, y el grupo atravesó las puertas sin ningún contratiempo. Cadfael fue recibido por el propio Prestcote.
—Vuestra señoría ya habrá sido informada sobre nosotros —dijo inmediatamente Cadfael—. Hemos venido para hacernos cargo de los cuerpos, y pido un espacio limpio y adecuado donde podamos depositarlos hasta que mañana los enterremos. Si pudiéramos sacar agua del pozo, no necesitaríamos nada más. Los lienzos ya los traemos nosotros.
—La sala interior está vacía —contestó Prestcote con indiferencia—. Allí
hay sitio, y también unas tablas que podéis utilizar si os hacen falta.
—El rey también ha dado su venia para que los desventurados que vivieron en esta ciudad y tuvieron familia o vecinos aquí, puedan ser reclamados y enterrados en privado. ¿Tendréis la bondad de mandar que lo anuncien en la ciudad cuando todo esté a punto? ¿Y otorgar a los familiares libre entrada y salida?
—Si algunos tienen la audacia de venir —contestó Prestcote con arrogancia—, pueden llevarse a su pariente, y bienvenidos sean. Cuanto antes se retire esta carroña, tanto más me alegraré.
—¡Muy bien! ¿Qué habéis hecho con ellos?
Antes del amanecer, los muros y las torres habían sido despojados de su repentina cosecha de amargos frutos. Los flamencos debieron pasar la mitad de la noche trabajando para eliminar aquellas pruebas, cosa que sin duda no se les ocurrió a ellos sino más bien a Prestcote. Éste había aprobado la matanza, pero no quería complacerse en ella. Era un soldado de costumbres estrictas y ordenadas y quería tener una guarnición limpia.
—Cortamos las sogas cuando ya estaban muertos y los arrojamos por encima del parapeto al foso que hay bajo el muro. Id hacia la barbacana y, entre las torres y el camino, los encontraréis.
Cadfael examinó la pequeña sala que le habían ofrecido. Estaba limpia y recogida, y habría sitio para todos. Cruzó con su grupo la puerta de la muralla de la ciudad y bajó al profundo foso que había al pie de las torres. Altas hierbas y achaparrados arbustos ocultaban parcialmente lo que, visto más de cerca, parecía un campo de batalla. Los muertos yacían amontonados junto al muro como juguetes rotos. Cadfael y sus ayudantes se levantaron las túnicas y los faldones de los hábitos y empezaron a trabajar silenciosamente en parejas, desenredando la enmarañada madeja de cuerpos, retirando primero los más accesibles y separando a los convertidos en una masa informe a causa de la caída. El sol se elevó en el cielo y el calor se reflejó sobre ellos desde la piedra de los muros. Los tres piadosos viajeros se despojaron de sus camisas. El aire
resultaba sofocante en el profundo foso, y todos sudaban y jadeaban, pero seguían trabajando sin desmayo.
—Con mucho cuidado —les advirtió Cadfael—, todavía podría haber alguno vivo. Tenían prisa y quizá dejaron caer a alguno demasiado pronto. Con el almohadón de cuerpos que había aquí abajo, alguno pudo sobrevivir a la caída.
Pero los flamencos, a pesar de sus prisas, habían hecho un trabajo concienzudo. Nadie se había salvado de la matanza.
Empezaron muy temprano, pero cuando terminaron de depositar los cuerpos en la sala ya era cerca del mediodía. Los lavaron y compusieron de la mejor manera posible, estirando las extremidades rotas, cerrando los párpados, peinando incluso los cabellos desgreñados y juntando las mandíbulas abiertas para que el rostro del muerto no horrorizara a los desdichados progenitores o a la esposa que lo hubiera amado en vida. Antes de presentarse ante Prestcote para recordarle que hiciera la prometida proclama, Cadfael revisó las hileras de cadáveres para comprobar que estuvieran lo más presentables posible. Mientras efectuaba el recorrido, aprovechó para contarlos. Al terminar, frunció el ceño, reflexionó un instante y decidió repetir la cuenta. Luego inició un examen minucioso de todos los que no se había encargado personalmente, retirando los lienzos de lino que cubrían los peores estragos. Cuando se levantó tras haber examinado al último, se fue con la cara muy seria en busca de Prestcote sin decirle ni una palabra a nadie.
—¿Cuántos me dijisteis que habían sido ajusticiados por orden del rey? —
preguntó Cadfael.
—Noventa y cuatro —contestó Prestcote, perplejo e impaciente.
—O bien no los contasteis —dijo Cadfael— o bien os equivocasteis en la cuenta. Allí hay noventa y cinco.
—Noventa y cuatro o noventa y cinco —replicó Prestcote exasperado—,
¿qué más da? Todos son traidores y condenados, ¿tendré que mesarme el cabello porque el número no cuadra?
—Vos tal vez no —dijo Cadfael sin inmutarse—, pero Dios exigirá cuentas. Teníais orden de ajusticiar a noventa y cuatro, incluido Arnulfo de Hesdin. Justificada o no, ésa era la orden, vos habíais recibido la sanción y todo estaba convenido en estos términos. La rendición de cuentas vendrá más tarde y en otro tribunal. Pero el nonagésimo quinto no figuraba en la cuenta, ningún rey había decretado su desaparición de este mundo, ningún castellano había recibido órdenes de ejecutarle, jamás fue acusado de rebelión, traición o cualquier otro delito, y el hombre que lo destruyó es culpable de asesinato.
—¡Santas llagas de Cristo! —estalló Prestcote con violencia—. ¡En el calor del combate un soldado se equivoca en la cuenta y vos queréis convertir el error
en un caso coram rege! Lo omitieron en la cuenta, pero fue hecho prisionero y ahorcado como los demás, tal como merecía. Se rebeló como los demás, lo ahorcaron como a los demás, y sanseacabó. Pero ¿qué queréis que haga, hombre de Dios?
—Sería conveniente —contestó Cadfael— que vinierais a echarle un vistazo, para empezar. Porque no es como los demás. No lo colgaron como a los demás, no tenía las manos atadas como los otros… No se puede comparar en modo alguno con ellos, aunque alguien debió de dar por sentado que pensaríamos lo que vos, y no llevaríamos la cuenta. Os digo, mi señor Prestcote, que hay un hombre asesinado entre los ajusticiados, una hoja escondida en vuestro bosque. Y, si lamentáis que mis ojos lo hayan descubierto, ¿creéis que Dios no lo había visto mucho antes? Y, suponiendo que pudierais hacerme callar, ¿creéis que Dios callaría?
Prestcote dejó de caminar arriba y abajo y miró fijamente a Cadfael.
—Tenéis razón —dijo con voz alterada—. ¿Cómo es posible que haya un hombre ejecutado de otra manera? ¿Estáis seguro de lo que decís?
—Totalmente. Venid a verlo. Está allí porque algún felón quiso hacerlo pasar entre los demás, sin despertar sospechas ni curiosidad.
—En tal caso, debía saber que los otros estarían allí.
—Al anochecer, eso lo sabía casi toda la ciudad y toda la guarnición. El acto se cometió por la noche. ¡Venid a verlo!
Prestcote le acompañó, consternado y preocupado, tal como hubiera hecho un culpable. ¿Y quién mejor situado que él para conocer todo lo que necesitaba saber un culpable con el fin de protegerse? Aun así Prestcote se arrodilló con Cadfael junto al cuerpo. Era distinto de los demás y se encontraba hacia el fondo de la sala, entre los altos muros, envuelto por el olor de la muerte que ya empezaba a extender sobre ellos su insidioso sudario.
Se trataba de un joven. No llevaba armadura, pero los demás también habían sido despojados de las suyas pues las cotas de malla se consideraban muy valiosas. Sin embargo, su atuendo sugería que no llevaba cota de malla ni ninguna prenda de cuero. El joven iba vestido con prendas de tejido ligero y de color oscuro, pero calzaba botas, como alguien que hubiera emprendido un viaje en una jornada estival, queriendo cabalgar con comodidad y a la vez tener suficiente abrigo durante la noche, tras haberse quitado la camisola para estar más fresco durante el día. Aparentaba unos veinticinco años de edad, no más, era pelirrojo y tenía un rostro redondo y hermoso, siempre y cuando el observador pasara por alto la congestión de la estrangulación, parcialmente suavizada por los expertos dedos de Cadfael. Había logrado disimular el abultamiento de los ojos, pero no el de los párpados.
—Murió estrangulado —dijo Prestcote, y suspiró de alivio.
—Cierto, pero no por una soga. Y no con las manos atadas como los demás.
¡Mirad! —Cadfael apartó los pliegues del capuchón que cubrían la joven garganta y mostró la línea cruel y áspera que parecía separar la cabeza del cuerpo—. ¿Veis la delgadez de la cuerda que le arrebató la vida? Ningún hombre colgó jamás de semejante dogal. Le rodea el cuello y es tan fina como un sedal. Quizá era un sedal. ¿Veis los bordes de este pliegue de piel, descolorido y reluciente? La cuerda que lo mató estaba encerada para que entrara más profundamente y con más suavidad. ¿Y veis este hueco aquí
detrás? —preguntó, levantando delicadamente con su brazo la cabeza sin vida para mostrar, junto a la columna vertebral, un profundo hueco con sangre ennegrecida en su interior—. Es la huella del garfio de una clavija de madera que se retuerce cuando la cuerda rodea la garganta de la víctima. Los estranguladores usan estas cuerdas enceradas con estos garfios en los extremos… para matar a traición en los caminos. Si mano y muñeca tienen fuerza suficiente, es la manera más fácil de quitar de este mundo a los enemigos. ¿Y veis, mi señor, cómo el cuello está lacerado y ensangrentado en la línea de contacto con la cuerda? Ahora, observad las manos… Fijaos en las uñas, orladas de sangre. El mozo agarró la cuerda que lo estaba matando.
¿Habéis ahorcado alguna vez a alguien que no tuviera las manos atadas?
—¡No! —contestó Prestcote, tan fascinado por los detalles que la respuesta se le escapó involuntariamente. Hubiera sido de todo punto inútil intentar retirarla. Mientras miraba a fray Cadfael, situado al otro lado del anónimo cuerpo, su rostro se endureció de pronto en una mueca de hostilidad—. Dando a conocer una historia tan extraña no ganaremos nada —dijo muy despacio—. Conformaos con enterrar a vuestros muertos. ¡Y dejemos el resto tal como está!
—No habéis considerado —replicó Cadfael en voz baja— que, hasta ahora, nadie puede identificar a este joven. Tanto podría ser un enviado del rey como un enemigo. Mejor tratarle con cuidado y estar en paz con Dios y con los hombres. Además —añadió en un tono todavía más monásticamente inocente—
, si intentarais ocultar la verdad podríais despertar dudas sobre vuestra honradez. Yo que vos, informaría fielmente de lo ocurrido y mandaría inmediatamente la proclama a los ciudadanos. Nosotros ya estamos preparados. Entonces, si alguien reclama a este joven, tendréis el alma a salvo. Y, si no, habréis hecho todo lo posible para enderezar un entuerto. Y aquí
terminará vuestro deber.
Prestcote le miró con recelo un instante y después se puso bruscamente en pie.
—Haré la proclama —dijo, retirándose majestuosamente de la sala.
La noticia se dio a conocer en toda la ciudad, e incluso se comunicó
oficialmente a la abadía para que pudiera anunciarse en la hospedería. Hugo Berengario, que regresaba por el este procedente del campamento del rey, tras haber vadeado el río, aprovechando una pequeña isla en mitad de la corriente, oyó la proclama al llegar a la caseta de vigilancia de la abadía. Entre quienes la escuchaban con inquietud, vio la esbelta figura de Aline Siward, que había salido de su casa para oír la noticia. La joven iba por primera vez con la cabeza descubierta. Su cabello era tan dorado como Berengario imaginaba, y unos bucles ensortijados le enmarcaban el rostro ovalado. Las largas pestañas que protegían sus ojos eran varios tonos más oscuras, de un reluciente color bronce. La muchacha escuchó con atención, mordiéndose el labio y retorciendo nerviosamente sus manos delicadas. Estaba inquieta y asustada, y parecía muy joven.
Berengario desmontó a pocos pasos de ella, como si hubiera elegido aquel lugar para oír mejor lo que estaba diciendo el prior Roberto.
—… y Su Alteza el rey da licencia a cualquiera que lo desee para que acuda a reclamar a sus parientes, si hubiera alguno entre los ajusticiados, y los entierre en sus sepulturas por su propia cuenta. Además, puesto que hay uno cuya identidad se desconoce, desea que todos cuantos le vean comuniquen su nombre, si lo saben. Todo eso podrá hacerse sin temor a castigos o represalias. No todos estaban dispuestos a aceptar la sinceridad de aquellas palabras, pero la joven sí la aceptó. Estaba preocupada, no por las consecuencias que ella pudiera sufrir sino más bien por la desesperada convicción de que debía hacer aquel doloroso peregrinaje, por mucho que la angustiaran los horrores que tendría que ver. Berengario recordó que ella tenía un hermano que había desafiado a su padre y se había unido a los partidarios de la emperatriz. Aunque ella había oído rumores de que estaba en Francia, no tenía posibilidad de averiguar si eran ciertos. Ahora hubiera querido no verse obligada, dondequiera que hubiera guarniciones adeptas a la emperatriz destruidas por la guerra, a cerciorarse de que su hermano no figuraba entre las víctimas. Su rostro ingenuo y elocuente dejaba traslucir todos sus pensamientos.
—Señora —dijo respetuosamente Berengario—, si os puedo servir en algo, os ruego que me lo mandéis —la joven le miró sonriendo. Le había visto en la iglesia y sabía que era un huésped de la abadía como ella. La tensión había convertido Shrewsbury en una ciudad en la que todos se comportaban como leales vecinos o potenciales informadores, actitud esta última de la que ella hubiera sido incapaz. Pese a todo, Berengario consideró oportuno presentarse—
. Recordaréis que comparecí ante el rey para ofrecerle mi lealtad cuando vos lo hicisteis. Soy Hugo Berengario, de Maesbury. Tendría sumo gusto en serviros. Me ha parecido que estabais algo perpleja y afligida por lo que acabamos de oír. Si hay algo que yo pueda hacer por vos, lo haré de buen grado.
—Ya os recuerdo —contestó Aline— y agradezco vuestro amable
ofrecimiento, pero se trata de algo que sólo yo puedo y debo hacer. Nadie más conocería el rostro de mi hermano. A decir verdad, tenía un poco de miedo…
pero sé que habrá mujeres de la ciudad que acudirán allí para buscar a sus hijos. Si ellas pueden hacerlo, yo también podré.
—Pero vos no tenéis ninguna razón —dijo Berengario— para suponer que vuestro hermano se encuentra entre esos desventurados.
—Ninguna, excepto que no sé dónde está y me consta que abrazó la causa de la emperatriz. Sería mejor asegurarse, ¿no os parece? Y no perderse ninguna posibilidad. Mientras no le encuentre muerto, puedo esperar volverle a ver vivo.
—¿Le queríais mucho? —preguntó Berengario.
La joven vaciló antes de responder.
—No, jamás le conocí como una hermana debe conocer a un hermano. Gil andaba siempre con sus amigos, tenía su vida y me llevaba cinco años. Cuando yo tenía once o doce años, se fue de casa y sólo regresaba para discutir con mi padre. Pero es el único hermano que tengo, yo no le he desheredado. He escuchado que hay un cadáver de más, a quien nadie conoce.
—No será Gil —dijo Berengario con firmeza.
—Pero ¿y si lo fuera? En ese caso, necesitaría tener un nombre y una hermana que hiciera lo que corresponde en estos casos —de pronto, Aline tomó
una determinación—. Debo ir.
—Yo creo que no. Pero, en caso de que os empeñéis, no deberíais ir sola. Berengario pensó con tristeza que la joven respondería que iría con su doncella, pero, en su lugar, Aline dijo:
—¡No llevaré a Constanza a semejante lugar! Ella no tiene a ningún pariente allí, ¿por qué hacerla sufrir como yo?
—Siendo así, os acompañaré, si me lo permitís.
Berengario se preguntó si la joven estaría simulando, aunque le pareció que no. Su rostro apenado se iluminó de repente mientras le miraba con ingenuo asombro, esperanza y gratitud. Sin embargo, la muchacha seguía dudando.
—Es muy amable de vuestra parte, pero no puedo permitirlo. ¿Por qué
debería someteros a semejante suplicio sólo porque yo tenga un deber que cumplir?
—¡Por favor! —dijo Berengario con indulgencia, tan seguro de sí mismo como de ella—. No tendré un momento de paz si rechazáis mi ofrecimiento y vais sola. Sin embargo, si me decís que mi insistencia aumenta vuestra congoja, guardaré silencio y os obedeceré. Pero sólo en este caso.
—No… —los labios de Aline se estremecieron—, sería mentira. ¡No soy
muy valiente! Os estaré muy agradecida.
Berengario ya tenía lo que quería y había sacado el máximo provecho de la situación. ¿Para qué ir a caballo si un paseo a pie por la ciudad duraría más tiempo y le daría mejores oportunidades de conocer a la muchacha? Hugo Berengario envió su caballo a los establos y se fue con Aline, cruzando el puente de Shrewsbury.
Fray Cadfael montaba guardia en un rincón de la sala junto al joven asesinado al lado de una arcada cerca de la cual deberían pasar todos los que acudieran en busca de algún hijo o pariente. De este modo, esperaba poder interrogarles con más facilidad. Sin embargo, de momento no había obtenido más que silenciosos gestos con la cabeza y miradas entre compasivas y aliviadas. Nadie conocía al muchacho. ¿Qué interés podía esperarse por parte de aquellos pobres seres que acudían en busca de alguna cara conocida y apenas se fijaban en las demás?
Prestcote cumplió su palabra y no hubo represalias contra ellos ni ningún tipo de impedimento o pregunta. Quería librar cuanto antes el castillo de aquel horrendo recordatorio. La guardia, bajo el mando de Adam de Courcelle, tenía órdenes de no molestar a nadie e incluso de prestar ayuda para acelerar la retirada de los incómodos invitados antes del anochecer. Cadfael había conseguido que todos los miembros de la guardia examinaran al desconocido, pero ninguno de ellos pudo identificarlo. Courcelle contempló largo rato el cadáver sacudiendo la cabeza.
—Jamás le he visto. ¿Qué pudo haber hecho este joven señor para que alguien lo odiara al punto de asesinarle?
—Puede haber asesinatos sin odio —explicó Cadfael—. Los salteadores de caminos y los bandidos del bosque toman a sus víctimas tal como vienen, sin ningún sentimiento de simpatía o de odio.
—Pero ¿qué beneficio podía deparar este joven que le hiciera acreedor de la muerte?
—Amigo mío —dijo Cadfael—, en este mundo hay personas capaces de matar por las pocas monedas que haya podido reunir un pordiosero durante el día. Cuando algunos ven que los reyes son capaces de ahorcar de golpe a más de noventa hombres por el solo delito de pertenecer a otro bando, ¿es de extrañar que los malvados lo tomen como una justificación? ¿O, por lo menos, como una licencia? —el rostro de Courcelle se ruborizó violentamente y en sus ojos brilló un momentáneo destello de cólera, aunque se abstuvo de replicar—. Sé que vos habíais recibido órdenes y no teníais más remedio que obedecerlas.
En mis tiempos fui soldado y estuve sometido a la misma disciplina, e hice cosas que ahora quisiera no haber hecho. Ésa es una de las razones por las cuales finalmente acepté someterme a otra disciplina.
—Dudo que yo tome alguna vez esta determinación —dijo Courcelle con aspereza.
—Yo también lo hubiera dudado entonces. Pero aquí estoy, y por nada del mundo cambiaría mi vocación por la vuestra. ¡Todos hacemos lo mejor que podemos con nuestras vidas!
Y también lo peor con las vidas de los demás, si tenemos poder para ello, pensó Cadfael en silencio, contemplando las largas hileras de formas inmóviles tendidas en el suelo de la sala.
Para entonces ya había algunos huecos en las hileras. Aproximadamente una docena de cuerpos habían sido reclamados por padres o esposas. Muy pronto aparecerían unos carritos de mano empujados pendiente arriba hasta la puerta, y los hermanos y vecinos se llevarían en brazos los fláccidos cuerpos. Muchos ciudadanos seguían cruzando tímidamente la arcada, mujeres con las cabezas cubiertas con pañuelos y los rostros medio ocultos, ancianos resignados, buscando a sus hijos. No era raro que Courcelle, que jamás hubo de montar una guardia como aquélla, pareciera casi tan afligido como los deudos de los difuntos.
El joven estaba mirando al suelo con el ceño fruncido cuando Aline apareció en la arcada, dando el brazo a Hugo Berengario. Tenía el rostro pálido y contraído en una mueca de angustia, mantenía los ojos muy abiertos y los labios apretados, y sus dedos se clavaban en la manga de su acompañante como los de los náufragos en las ramas que flotan sobre las aguas, pero mantenía la cabeza alta y avanzaba con paso firme. Berengario acompasó sus pasos a los de la joven y no hizo el menor esfuerzo por apartar los ojos del terrible espectáculo de la sala, limitándose a mirar de soslayo de vez en cuando el pálido semblante de la muchacha. Hubiera sido un grave error, pensó Cadfael, adoptar una actitud de ardorosa protección; por muy joven e ingenua que fuera, la chica pertenecía a una linajuda y orgullosa familia a la que no podía tratarse con ligereza cuando su noble sangre se encendía. Si hubiera acudido allí como aquellos pobres y desdichados deudos, no le hubiera dado las gracias a cualquier hombre que intentara librarla de aquel enojoso deber. Pese a ello, debía agradecer sin duda la considerada y discreta presencia de Berengario. Courcelle levantó los ojos casi como si hubiera percibido la brisa de inquietud que los envolvía, y vio a los dos jóvenes iluminados por el cruel sol de la tarde que penetraba en la estancia sin ocultar ningún detalle. Su cabeza hizo un brusco movimiento y el cabello se le encendió como una hoguera.
—¡Dios bendito! —exclamó en voz baja, acercándose a ellos a toda prisa para impedirles el paso—. ¡Aline!… Señora, ¿cómo vos aquí? Éste no es lugar
para vos. Me sorprende —añadió, mirando enfurecido a Berengario— que la hayáis traído aquí para contemplar una escena tan desoladora.
—Él no me ha traído —se apresuró a decir Aline—. Yo insistí en venir. Al no poder impedírmelo, ha tenido la bondad de acompañarme.
—En tal caso, mi estimada señora, habéis sido una insensata, imponiéndoos este castigo —dijo Courcelle con fiereza—. ¿Por qué? ¿Acaso tenéis algún asunto pendiente aquí? Estoy seguro de que aquí no hay nadie que os pertenezca.
—Rezo para que no os equivoquéis —contestó la joven. Sus grandes ojos, destacando en el pálido rostro, contemplaron con temerosa fascinación las hileras de cuerpos envueltos en sudarios. El horror y repugnancia iniciales se trocaron poco a poco en un emocionado sentimiento de compasión humana—.
¡Pero debo saberlo! ¡Como todas estas gentes! Sólo hay un medio de asegurarme, y no es peor para mí que para ellas. Vos sabéis que tengo un hermano…, estabais presente cuando se lo dije al rey…
—Pero él no puede estar aquí. Vos dijisteis que huyó a Normandía.
—Dije que corrían rumores… pero ¿cómo puedo estar segura? Puede haber llegado a Francia, puede haberse unido a alguna compañía bajo las órdenes de la emperatriz en algún lugar cercano, no lo sé. Debo comprobar por mí misma si eligió Shrewsbury o no.
—Pero los de la guarnición de aquí eran muy conocidos. No es probable que vuestro hermano figurara entre ellos.
—La proclama del alguacil —terció Berengario en voz baja— señalaba que aquí había un hombre desconocido. Al parecer, uno más de la cuenta.
—Debéis permitirme que lo vea por mí misma —dijo Aline con firmeza—, de lo contrario, ¿cómo podría vivir tranquila?
Courcelle no tenía ningún derecho a impedirle el paso, por mucho que lo lamentara. Por suerte, el cuerpo del desconocido estaba allí cerca y seguramente le confirmaría que no se trataba de su hermano.
—Está aquí —dijo, indicándole a la joven el rincón donde se encontraba fray Cadfael.
La muchacha miró y esbozó una radiante y sincera sonrisa involuntaria que, sin embargo, se borró de inmediato.
—Creo que os conozco. Os he visto en la abadía. Sois fray Cadfael, el herbolario.
—Ése es mi nombre —dijo Cadfael—, aunque no comprendo cómo lo habéis averiguado.
—Le pregunté al portero quién erais —confesó Aline, ruborizándose—. Os
vi en el rezo de vísperas y completas, y… perdonadme, hermano, si he sido entrometida, pero os vi con un aspecto… como de alguien que hubiera vivido aventuras antes de encerrarse en el claustro. Me dijo que participasteis en la cruzada… ¡con Godofredo de Bouillon en el asedio de Jerusalén! Qué empresa tan extraordinaria… ¡Oh! —la joven apartó los ojos, avergonzándose un poco de su ardor y, en aquel momento, vio el rostro del muchacho, tendido a sus pies. Lo miró una y otra vez en sobrecogido silencio. El rostro no resultaba repulsivo porque la congestión se había suavizado. Más bien parecía hermoso—. Les habéis prestado a todos un servicio muy cristiano. ¿Éste es el desconocido? ¿El que sobraba en la cuenta?
—Así es —contestó Cadfael. Después, se inclinó para apartar el lienzo y mostrarle a la joven el sencillo pero costoso atuendo y la ausencia de cualquier implemento guerrero—. Aparte el puñal que lleva todo hombre cuando viaja, el muchacho no iba armado.
La joven levantó bruscamente la cabeza. Por encima de su hombro, Berengario contempló con el ceño fruncido el rostro redondo que en vida debió
ser alegre y despreocupado.
—¿Me estáis diciendo —preguntó Aline— que no participó en los combates de aquí? ¿Que no fue capturado con la guarnición?
—Eso parece. ¿Vos no le conocéis?
—No —contestó la muchacha, bajando los ojos con pura e impersonal compasión—. Ojalá pudiera deciros su nombre, pero jamás le vi antes de ahora.
—¿Señor Berengario?
—No. Me es totalmente desconocido.
Berengario seguía sin apartar los ojos del cadáver. Ambos eran aproximadamente de la misma edad. Todo hombre que entierra a su hermano gemelo ve su propio entierro.
Courcelle apoyó solícitamente una mano sobre el brazo de la joven y le dijo en un tono persuasivo:
—Vamos, ya habéis cumplido con vuestro deber; ahora podéis marcharos de este triste lugar que no está hecho para vos. Ya veis que los temores eran infundados, vuestro hermano no está aquí.
—No —contestó Aline—, ése no es él, pero podría estar aquí. ¿Cómo puedo estar segura si no les veo a todos? —preguntó, zafándose hábilmente del apremiante contacto—. Ya que estoy aquí, no será peor para mí que para los demás. Fray Cadfael —añadió la joven—, ésa es ahora vuestra misión. Sabéis que necesito serenar mi espíritu. ¿Queréis acompañarme?
—De mil amores —contestó Cadfael sin más palabras, sabiendo que éstas no iban a disuadirla de su propósito.
Los dos jóvenes les siguieron el uno al lado del otro porque ninguno quería dar la precedencia a su compañero. Aline contempló los distintos rostros, apenada pero serena.
—Tenía veinticuatro años…, no se parecía mucho a mí, su cabello era m{s oscuro… ¡Todos los demás son mucho mayores que él!
Llevaban recorrido más de la mitad del doloroso camino cuando, de pronto, la muchacha asió el brazo de Cadfael y se quedó inmóvil donde estaba. No gritó, sólo tuvo aliento para un leve gemido que únicamente pudo oír Cadfael porque estaba muy cerca.
— ¡Gil! —repitió Aline un poco más fuerte mientras desaparecía el poco color que le quedaba en las mejillas y el rostro se le ponía casi translúcido. Contemplando aquel semblante en otros tiempos altanero, obstinado y hermoso, la joven cayó de rodillas y se inclinó para observar más detenidamente el cadáver. Después lanzó un breve grito, se arrojó sobre el cuerpo y lo recogió en sus brazos. La mata de sus cabellos se derramó como un manto de oro sobre ambos.
Fray Cadfael, lo suficientemente experto como para dejarla en paz hasta que para su dolor necesitara consuelo en vez de discreta reserva, hubiera esperado en silencio, pero Adam Courcelle le apartó rápidamente a un lado, se arrodilló junto a la muchacha y la sostuvo por los brazos para que se apoyara contra su hombro. El impacto del descubrimiento lo había conmovido tan profundamente como a ella. Estaba tan afligido y consternado que, cuando habló, lo hizo entre balbuceos.
—¡Señora!… Aline… Dios mío, ¿de veras es vuestro hermano? Si lo hubiera sabido… lo habría salvado para vos… al precio que fuera, lo hubiera librado…
¡Que Dios me perdone!
A través de la cortina de su cabello dorado, la joven levantó un rostro sin lágrimas y le miró con asombro y compunción al verle tan apenado.
—Callad, por Dios. ¿Qué culpa tenéis vos? Vos no podíais saberlo. Hicisteis lo que os ordenaron. ¿Cómo hubierais podido salvar a uno, dejando morir a los demás?
—Entonces, ¿ése es de veras vuestro hermano?
—Sí —contestó Aline, contemplando al joven muerto con rostro casi inexpresivo—. Éste es Gil.
Ahora ya sabía lo peor y sólo le quedaba por cumplir el deber que le correspondería, a falta de padre o hermanos. Se quedó inmóvil en brazos de Courcelle, contemplando el rostro del muerto. Al verlo, Cadfael se alegró de haber conseguido devolver un poco de forma a unas facciones otrora hermosas pero, en la muerte, hundidas en un terror total. Por lo menos, la joven no vio
aquella desintegración casi inhumana.
Lanzando un breve y profundo suspiro, Aline hizo ademán de levantarse. Hugo Berengario, que hasta entonces había hecho gala de un admirable comedimiento, le ofreció la mano desde el otro lado y la ayudó a ponerse de pie. Aline se mostraba tal vez más dueña de sí misma que en ningún otro momento de su vida, ya que nunca había tenido que enfrentarse con semejante prueba. Podría hacer, y haría, cualquier cosa que tuviera que hacer.
—Fray Cadfael, os agradezco todo lo que habéis hecho, no sólo por Gil y por mí, sino también por todos los demás. Ahora, si me lo permitís, me encargaré del entierro de mi hermano, tal como me corresponde.
—¿Adonde queréis que lo lleven? —preguntó Courcelle, profundamente emocionado—. Mis hombres lo trasladarán y estarán a vuestras órdenes en todo lo que necesitéis. Quisiera poder serviros yo mismo, pero no puedo abandonar mi guardia.
—Sois muy amable —contestó ella, un poco más serena—. La familia de mi madre tiene un sepulcro en la iglesia de San Alkmundo, aquí, en la ciudad. El padre Elías me conoce. Os agradeceré vuestra ayuda para trasladar a mi hermano hasta allí, pero no quiero que vuestros hombres se aparten por más tiempo de su deber. De lo demás, ya me encargaré.
Aline había recuperado el aplomo. Tenía cosas que hacer y asuntos que resolver. Debería actuar con rapidez porque hacía calor y los preparativos del entierro no podían demorarse.
—Mi señor Berengario —dijo con autoridad—, habéis sido muy amable y os agradezco todo lo que habéis hecho por mí, pero ahora debo quedarme para disponer la ceremonia del entierro. No es necesario que os amargue el resto de la jornada. Podéis dejarme tranquilamente aquí.
—Vine con vos —contestó Hugo Berengario— y no me iré sin vos. Era la mejor manera de dirigirse a ella, sin discusiones y sin mostrarle simpatía abiertamente. Aline aceptó su opinión y empezó a tomar decisiones. Dos guardias se acercaron con unas estrechas parihuelas, donde colocaron el cuerpo de Gil Siward mientras su hermana le enderezaba la cabeza exangüe. En el último momento, Courcelle, mirando apenado al muerto, dijo bruscamente:
—i Esperad! Acabo de recordarlo…, creo que aquí hay algo que debió
pertenecerle.
Cruzó rápidamente la arcada y se dirigió a las torres de vigilancia. Al poco regresó con una capa negra colgada del brazo.
—Esto estaba entre las prendas que dejaron en el cuarto de la guardia. Creo que es suyo… El broche del cuello tiene el mismo diseño que la hebilla de su
cinturón.
Era cierto, se trataba de un dragón de la eternidad mordiéndose la cola, labrado en bronce.
—Lo he recordado justo ahora. No puede ser casualidad. Dejadme, por lo menos, que se la devuelva.
Courcelle extendió la capa delicadamente sobre las parihuelas y cubrió el rostro del muerto. Cuando levantó la mirada, vio que Aline le miraba por primera vez con lágrimas en los ojos.
—Ha sido un gesto muy amable —dijo la joven, tendiéndole la mano—. Nunca lo olvidaré.
Cadfael regresó a su puesto junto al cadáver desconocido y reanudó su tarea de interrogar a la gente, pero no obtuvo ninguna respuesta útil. Por la noche, todos los cuerpos que quedaran debían ser trasladados en carros a la abadía; el calor del verano no permitía más demoras. Al amanecer, el abad Heriberto consagraría una nueva parcela de tierra dentro del recinto de la abadía y en ella se cavaría una fosa común. Pero aquel desconocido que jamás había sido condenado ni acusado de ningún delito, no debía ser enterrado entre los ajusticiados. No podría haber descanso hasta que se le pudiera enterrar con su nombre y con los debidos honores.
En casa del padre Elías, sacerdote de la iglesia de San Alkmundo, Gil Siward fue reverentemente desnudado por su hermana, lavado y envuelto en un sudario, con la ayuda del buen religioso. Hugo Berengario esperó para acompañarlos, pero no entró en la estancia donde ambos trabajaban. Aline no necesitaba la presencia de nadie más, ella sola se bastaba y sobraba para cumplir la tarea. Si alguien la hubiera privado de alguna parte de la misma, se hubiera sentido molesta, y no agradecida. Cuando terminó de preparar a su hermano para su lugar de descanso frente al altar de la iglesia, la joven se sintió
súbitamente agotada y se alegró de contar con la casi silenciosa presencia de Berengario y con el brazo que éste le ofreció para acompañarla de nuevo a su casa junto al molino.
A la mañana siguiente, Gil Siward fue enterrado con la debida ceremonia en la sepultura de su abuelo materno, en la iglesia de San Alkmundo, mientras los monjes de la abadía de San Pedro y San Pablo enterraban con los ritos de rigor a los sesenta y seis soldados de la guarnición derrotada que todavía estaban a su cargo.
4
Aline se llevó la túnica y los calzones de su hermano, junto con la capa que lo había cubierto, tras sacudir las prendas y doblarlas ella misma con amoroso cuidado. No quería que la camisola la usara otra persona, por lo que decidió
quemarla. En cambio, aquellas sólidas prendas de buen tejido no se podían desechar, habiendo tantas personas medio desnudas y muñéndose de frío. La joven tomó el pulcro fardo y entró por la puerta junto a la caseta de vigilancia de la abadía. En el patio no había nadie, y se dirigió hacia los estanques y el huerto en busca de fray Cadfael. No le encontró. Cavar una tumba lo suficientemente grande como para sesenta y seis cuerpos llevaba más tiempo que abrir un sepulcro de piedra para sólo un cuerpo. Los monjes trabajaron sin desmayo hasta pasadas las dos de la tarde.
Sin embargo, aunque Cadfael no estaba allí, sí estaba su ayudante, ocupado bajo el sol en cortar cabezuelas de plantas y hojas y tallos de ajedrea en flor para posteriormente ponerlos a secar. Todo el extremo de la cabaña, bajo el alero, estaba festoneado de hierbas puestas a secar. El diligente mozo trabajaba descalzo, estaba todo cubierto de tierra y un tiznón verdoso le manchaba una mejilla. Al oír las pisadas que se acercaban, se volvió a mirar y salió a toda prisa de entre sus plantas, envuelto en una oleada de fragancias que le rodeaba como un halo y se escapaba de los pliegues de su tosca túnica como el milagroso olor de santidad a veces atribuido a algún santo. El rápido gesto de una mano sobre su cabello enmarañado sólo sirvió para manchar la otra mejilla y la mitad de su frente.
—Busco a fray Cadfael —dijo Aline casi en tono de disculpa—. Tú debes de ser el mozo Godric, que trabaja con él.
—Sí, mi señora —dijo Godith con aspereza—. Fray Cadfael está ocupado pues todavía no han terminado.
La joven hubiera querido asistir al entierro, pero Cadfael no se lo permitió. Cuanto menos la vieran a la luz del día, mejor.
—¡Oh! —exclamó Aline, turbada—. Claro, hubiera tenido que suponerlo.
¿Os puedo dejar un mensaje para él? Es que… traigo la ropa de mi hermano. Él ya no la necesita; está en buen estado y alguien puede aprovecharla. ¿Queréis pedirle a fray Cadfael que disponga de ella como crea más conveniente?
Godith se limpió las manos en los faldones de su túnica antes de tomar el fardo. De pronto, miró a Aline, tan sobresaltada y conmovida que por un momento se olvidó de alterar el timbre de su voz.
—Ya no la necesita… ¿Teníais a un hermano allí, en el castillo? ¡Oh, cu{nto lo siento! ¡Sí, lo siento muchísimo!
Aline se miró las manos y las sintió vacías, tras haber cumplido aquel último deber.
—Sí. Uno de tantos —contestó—. Tomó una decisión. Me enseñaron a creer que era equivocada, pero, por lo menos, la respetó hasta el final. Aunque mi padre se enfadó con él, nunca hubiera tenido motivo para avergonzarse.
—¡Cuánto lo siento! —Godith estrechó el fardo contra su pecho sin saber qué decir—. Transmitiré vuestro mensaje a fray Cadfael en cuanto vuelva. Hasta que él os las pueda dar en persona, os doy las gracias por vuestra caridad.
—Entregadle también esta bolsa. Quiero que se celebren misas por todos. Una misa especialmente por el que no hubiera tenido que estar aquí… ese a quien nadie conoce.
Godith la miró, perpleja y asombrada.
—Pero ¿es que hay alguien así? ¿Uno que no era como los demás? ¡No lo sabía!
La joven había estado sólo un momento con Cadfael cuando regresó
cansado, y éste no tuvo tiempo de contarle nada. Sólo sabía que los restantes soldados habían sido conducidos a la abadía para su entierro; aquella misteriosa mención de alguien ajeno a la tragedia común constituía una novedad para ella.
—Eso dijo él. Había noventa y cinco y sólo tenía que haber noventa y cuatro. Y parece que uno de ellos no era soldado. Fray Cadfael pedía a todos los que entraban que lo miraran y dijeran si lo conocían, pero creo que hasta el momento nadie le ha reconocido.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Godith, sorprendida.
—No lo sé. Supongo que lo habrán traído aquí, a la abadía. No creo que fray Cadfael permita que lo entierren junto con los demás sin que se sepa su nombre ni qué hacía. Vos le conoceréis mejor que yo. ¿Lleváis mucho tiempo trabajando con él?
—No, muy poco —contestó Godith—, pero ya empiezo a conocerle. Estaba poniéndose un poco nerviosa, al verse tan inocentemente observada por aquellos ojos claros del color de los lirios. Una mujer podía ser más peligrosa que un hombre para su secreto, pensó, volviéndose a mirar los cuadros de hierbas en que trabajaba.
—Sí —dijo Aline, comprendiendo la indirecta—, no debo apartaros de vuestro trabajo.
Godith la vio alejarse y casi lamentó no poder prolongar el encuentro con una muchacha en aquel refugio exclusivamente masculino. Dejó el fardo de
ropa sobre su cama en la cabaña y reanudó su trabajo, esperando con cierta inquietud el regreso de Cadfael. Cuando éste volvió, parecía muy fatigado, y aún tenía que cumplir otros encargos.
—Me envían al campamento del rey. Al parecer, su alguacil consideró
oportuno darle cuenta del extraño suceso que descubrimos, y quiere escuchar mi versión. Pero si aún no he tenido tiempo de cont{rtelo… —dijo Cadfael, pasándose una mano encallecida por sus mejillas cansadas.
—Pues, ya sé algo —replicó Godith—. Aline Siward vino a veros. Trajo eso para que lo entreguéis como limosna donde mejor os parezca. Era de su hermano.
Me contó lo ocurrido. Este dinero es para misas…, sobre todo, quiere que se diga una misa por el desconocido que encontraron. Ahora, decidme, ¿qué
significa todo este misterio?
Cadfael agradeció aquella oportunidad de sentarse a conversar un rato. La joven le escuchó con atención y, cuando terminó, de pronto le preguntó:
—¿Y dónde está ahora ese hombre al que nadie conoce?
—En la iglesia, en un catafalco delante del altar. Quiero que todos los que asistan a los oficios religiosos pasen por delante de él, en la esperanza de que alguien le conozca y nos diga su nombre. No podremos tenerle así más allá de mañana, hace demasiado calor —contestó fray Cadfael—. Pero, si tenemos que enterrarle sin saber quién es, quiero que se haga en un lugar donde podamos desenterrarle fácilmente, conservar su ropa y hacer un dibujo de su rostro, hasta que descubramos la identidad del pobre muchacho.
—¿Y creéis de veras que fue asesinado? —preguntó Godith con sobrecogido asombro—. ¿Y que fue arrojado entre las víctimas del rey para ocultar el crimen?
—¡Ya te lo he dicho, hija mía! Le atacaron por detrás. Con una cuerda de estrangulador preparada para tal fin. El acto se cometió la misma noche en que murieron los soldados de la guarnición, arrojados posteriormente al foso. ¿Qué
mejor oportunidad se le podía ofrecer a un asesino? Entre tantos, ¿quién iba a contar, separar y exigir respuestas? Llevaba muerto más o menos el mismo tiempo que los demás. Parecía una solución perfecta.
—Pero no lo fue —exclamó Godith, encendiéndose de vengativo celo—. Porque vos intervinisteis. ¿Quién hubiera sido tan minucioso habiendo noventa y cinco muertos? ¿Quién hubiera defendido en solitario los derechos de un hombre que no fue condenado sino asesinado fuera de la ley? Oh, fray Cadfael, en esta cuestión me habéis convertido en una persona tan inflexible como vos. Yo estoy aquí, y no he visto a ese hombre. ¡Que el rey aguarde un poco!
¡Dejadme ir a verlo! O acompañadme, si es necesario, pero permitidme que lo vea.
Cadfael reflexionó un instante y después se levantó con cierto esfuerzo. Ya no era tan joven como antes, y había tenido un día y una noche muy duros.
—Vamos, pues, que se haga como tú quieras. ¿Quién soy yo para excluirte de algo en lo que a otros incluyo? Ahora creo que todo estará bastante tranquilo, pero no te separes de mí. También debo encargarme de sacarte de aquí sana y salva cuanto antes.
—¿Tan ansioso estáis de libraros de mí? —replicó la moza, ofendida—.
¡Justo ahora que estoy aprendiendo a distinguir la salvia de la mejorana! ¿Qué
haríais sin mí?
—Pues, enseñar a algún novicio que pueda permanecer a mi lado algo más que unas cuantas semanas. Por cierto, hablando de hierbas —dijo Cadfael, y de la pechera del hábito se sacó una pequeña bolsa de cuero de la que extrajo una ramita, de unos quince centímetros, de una hierba seca formada por un fino tallo punteado a intervalos por pares de hojas con bolitas color pardo en sus nudos—, ¿sabes lo que es esto?
La joven observó la hierba con curiosidad. En pocos días había aprendido muchas cosas.
—No. Aquí no lo cultivamos. Podría saber lo que es si lo viera fresco.
—Es bardana…, también llamada cadillo. Una extraña hierba trepadora que tiene espinas como ganchos para sujetarse, incluso en estas pequeñas semillas que ves aquí. ¿Ves que está rota en mitad de este pequeño tallo?
La joven examinó la ramita con interés. Allí había algo más. El tallo pardo y reseco tenía una clara fractura en su centro.
—¿Qué es esto? ¿Dónde lo encontrasteis?
—Prendido en el pliegue de la garganta de ese pobre muchacho —contestó
Cadfael en voz baja para que la joven lo comprendiera sin sobresaltarse—, roto por la cuerda que lo estranguló. Y es de la cosecha del año pasado. Esta temporada crece por todas partes y envía sus semillas por doquier; esto debía ser de forraje o de cama para animales, cortado y puesto a secar el otoño pasado. No rechaces nunca esta hierba, es un remedio insuperable para curar heridas que no cicatrizan. Todas las hierbas silvestres tienen su aplicación adecuada, sólo el mal uso las convierte en perjudiciales —Cadfael volvió a guardarse la ramita seca en la bolsa de su hábito y apoyó el brazo sobre los hombros de la joven—. Vámonos, pues, a ver a ese joven tú y yo juntos. Era la media tarde, hora de trabajo para los monjes y de recreo para los jóvenes y los novicios, una vez finalizadas sus limitadas tareas. Bajaron a la iglesia sin tropezarse más que con unos mozos que jugaban, y entraron en el recinto frío y oscuro.
El misterioso joven del foso del castillo yacía austeramente envuelto en un
sudario sobre un catafalco en el coro del templo, con la cabeza y el rostro descubiertos. La escasa luz lo iluminaba de lleno. Bastaron pocos minutos para que los visitantes se acostumbraran a la suave luz de aquella tarde estival y lo vieran todo con claridad. Godith se acercó y le contempló en silencio. Puesto que en la iglesia no había nadie más, ambos podían hablar sin temor. Cadfael ya estaba seguro de la respuesta cuando en voz baja le preguntó a la muchacha:
—¿Le conoces?
—Sí —susurró ella.
—¡Ven!
Salieron al exterior con el mismo sigilo con el que habían entrado. Bajo la luz del sol, Cadfael la oyó respirar afanosamente. La muchacha no hizo ningún comentario hasta que ambos estuvieron en el herbario a salvo de oídos indiscretos, sentados a la sombra de la cabaña en medio de la embriagadora fragancia estival de las flores.
—Y bien, pues, ¿quién es ese joven que nos perturba tanto a ti como a mí?
—Su nombre —contestó Godith en voz baja— es Nicolás Faintree. Le conozco y le he visto esporádicamente desde que tenía doce años. Era un vasallo de FitzAlan, de uno de sus castillos del norte, y en los últimos años sirvió como correo de su señor. No creo que fuera muy conocido en Shrewsbury. Si fue asaltado y asesinado aquí, debía de estar cumpliendo alguna misión por cuenta de su señor. Sin embargo, la tarea de FitzAlan en esta región ya estaba casi concluida —la joven se sostuvo la cabeza entre las manos, tratando de pensar—. Algunos habitantes de Shrewsbury os hubieran podido indicar su nombre, ¿sabéis?, si es que tenían motivos para buscar a algún pariente. Conozco a ciertas personas que podrían deciros qué hacía aquí aquel día y aquella noche. Pero ¿tenéis la certeza de que eso no les acarreará ningún perjuicio?
—Por mi parte, no, lo prometo —contestó Cadfael.
—Tengo a mi nodriza, la que me acompañó aquí, alegando que yo era su sobrino. Petronila estuvo al servicio de mi familia toda la vida hasta que, siendo ya muy vieja y no pudiendo tener hijos, se casó con un buen amigo de la casa de FitzAlan y de la nuestra, Edric Flesher, el primer representante del gremio de carniceros de la ciudad. Ambos estaban al corriente de todos los planes, cuando FitzAlan se declaró partidario de la emperatriz Matilde. Si acudís a ellos de mi parte —añadió Godith—, os dirán todo lo que saben. Conoceréis la tienda por el rótulo con una cabeza de jabalí, en la calle de los carniceros. Cadfael se frotó la nariz con gesto pensativo.
—Si tomo prestada la mula del abad, iré más rápido y descansaré las piernas. No tendré que hacer esperar al rey sino que me detendré en la tienda
en el camino de vuelta. Dame alguna señal para que comprendan que confías en mí y que ellos pueden hacer otro tanto sin ningún temor.
—Petronila sabe leer y conoce mi escritura. Escribiré unas líneas si me prestáis un trozo de pergamino, me bastará una esquina —la muchacha estaba tan ansiosa de desentrañar el misterio como él—. Nicolás era un mozo muy alegre, sé que jamás hizo el menor daño a nadie y que nunca perdía los estribos. Se reía mucho… Si le decís al rey que pertenecía al otro bando, perder{ todo interés en aclarar el misterio, ¿no os parece? Os dirá que era el destino que le correspondía y os despedirá sin contemplaciones.
—Le diré al rey —señaló Cadfael— que tenemos a un hombre evidentemente asesinado, que conocemos el medio utilizado y la hora en que se cometió el acto, pero que ignoramos el lugar y el motivo. Le diré también que conocemos su nombre…, un nombre muy modesto que no significar{ nada para Esteban. Puesto que, en este momento, no hay nada más que decir, no podré
añadir más. Aunque el rey se encoja de hombros y me diga que deje las cosas tal como están, no lo haré. Con mis medios o con los que Dios me otorgue, o con ambas cosas a la vez, no descansaré hasta que se haga justicia a Nicolás Faintree.
Montando en la mula del abad, fray Cadfael se dirigió al campamento del rey, llevando consigo las prendas de excelente tejido que Aline le había confiado. El monje acostumbraba a cumplir de inmediato las tareas que se le encomendaban, en lugar de aplazarlas para el día siguiente. En aquella parte de la ciudad había muchos mendigos. Los calzones se los regaló a un anciano con los ojos cubiertos por una gruesa membrana blanca, que permanecía sentado junto a la puerta de la ciudad con la mano extendida y un bastón a su lado. Su aspecto era extremadamente lastimoso y llevaba unos raídos calzones llenos de remiendos. La excelente túnica fue a parar a las manos de una frágil criatura de no más de veinte años que pedía limosna junto a la cruz de piedra, un pobre retrasado enfermo de perlesía, a quien una menuda anciana llevaba de la mano y cuidaba con amoroso celo. Sus gritos de gratitud acompañaron a Cadfael hasta la misma puerta del castillo. Cuando llegó al puesto de guardia del campamento real, vio el carrito de madera de Osbern el cojo junto al tronco de un árbol. Se fijó en sus inútiles piernas marchitas y sus manos encallecidas de tanto tirar con la sola fuerza de sus músculos aquel peso muerto. Los zuecos de madera se encontraban a su lado, sobre la hierba. Al ver acercarse al monje a lomos de una soberbia mula, Osbern introdujo las manos en ellos y empezó a moverse para interceptar el camino de Cadfael. Era curioso observar con cuánta rapidez se desplazaba en las distancias cortas, con breves intervalos de descanso. Pese a ello, una criatura totalmente paralizada y con medio cuerpo
inerte, debía de pasar mucho frío en las noches templadas, y un frío espantoso en invierno.
—Buen hermano —dijo Osbern con voz suplicante—, ¡dale una limosna a este pobre tullido y Dios te lo recompensará!
—Así lo haré, amigo —contestó Cadfael—, y será algo más que una monedita. Reza una oración por la gentil dama que te la envía por mi mano —
sin bajar de la mula, desdobló la prenda que todavía llevaba colgada del brazo y arrojó sobre aquellas manos sorprendidas y deformes la capa de Gil Siward.
Hicisteis bien en informarme del hallazgo —dijo el rey—. No me extraña que mi castellano no lo descubriera, con lo ocupado que estaba. ¿Decís que ese hombre fue atacado por detrás con una cuerda de estrangular? Parece obra de un salteador de caminos. ¡No consentiré que para ocultar el delito se haya arrojado esa víctima entre mis enemigos ajusticiados! ¿Cómo se atrevió a convertirnos a mí y a mis soldados en cómplices suyos? Lo considero una afrenta a la corona. Sólo por ello ese felón debería ser apresado y juzgado.
¿Decís que el joven se llamaba Faintree?
—Nicolás Faintree. Me lo dijo alguien que le vio en la iglesia donde lo tenemos depositado. Procede de una familia del norte del país, pero eso es todo lo que sé de él.
—Es posible —señaló el rey esperanzado— que se hubiera trasladado a Shrewsbury para unirse a nosotros. Varios jóvenes del norte del país han abrazado nuestra causa.
—Es posible —convino Cadfael con la cara muy seria.
Porque todo es posible y los hombres cambian fácilmente de chaqueta.
—O que le haya asaltado algún bandido del bosque para robarle… ¡Son cosas que ocurren! Ojalá pudiera decir que nuestros caminos son seguros, pero, en esta anarquía que nos rodea, Dios sabe que no puedo afirmar tal cosa. Bueno, pues, podéis proseguir vuestras averiguaciones sobre esta cuestión, si así lo deseáis. En caso de que se descubra al asesino pedidle a mi alguacil que haga justicia. Él conoce mi voluntad. No me agrada que me utilicen como escudo para ocultar un delito tan despreciable.
Eso era lo más importante para él, por lo que tal vez no cambiara de parecer, pensó Cadfael, aunque supiera que Faintree era vasallo y correo de FitzAlan y aunque se demostrara, cosa que ciertamente no se había hecho, que cuando halló la muerte cumplía una misión por cuenta de FitzAlan. A juzgar por lo que estaba ocurriendo, en un cercano futuro habría muchos asesinatos en el reino de Esteban, y no era probable que el rey perdiera el sueño por ellos. Sin
embargo, el monarca consideraba un insulto que alguien matara a traición escudándose en él, y estaba dispuesto a vengarse. En el rey Esteban se alternaban constantemente la energía y el letargo, la generosidad y la mezquindad, la astucia y la ingenuidad. Pero, en lo más hondo de aquel ser alto, apuesto y cándido, se albergaba una punta de hidalguía.
—Acepto y agradezco el apoyo de Vuestra Alteza —dijo sinceramente fray Cadfael—, y me esforzaré al máximo para que se haga justicia. Un hombre no puede rehuir el deber que Dios ha puesto en sus manos. De este joven sólo conozco el nombre y su aspecto, sé que parece sincero e inocente y que no fue condenado por ningún crimen, que nadie le acusó de causar ningún daño y que murió injustamente. Creo que eso desagrada tanto a Vuestra Alteza como a mí. Si puedo enderezar este entuerto, así lo haré.
Al llegar a la puerta que ostentaba el rótulo de la cabeza de jabalí en la calle de los carniceros, Cadfael fue acogido con la deferencia que cualquier ciudadano le hubiera mostrado a un monje de la abadía. Petronila, oronda y canosa, le hizo pasar y le hubiera ofrecido todas las pequeñas atenciones que suelen levantar un muro ante las personas de las que se recela, si él no le hubiera entregado de inmediato el gastado trozo de pergamino en el que Godith había expresado con cierta cautela y dificultad su confianza en el mensajero, firmando debajo con su nombre. Petronila se ruborizó de placer y miró con lágrimas de felicidad a aquel amable y vigoroso monje bronceado por el sol.
—Entonces, ¿la corderita de mi niña está bien? ¡Sé que vos cuidáis muy bien de ella! Me lo dice aquí, conozco su letra, aprendí a escribir con ella. La tuve conmigo casi desde que nació, mi preciosa. Por desgracia, fue hija única. Hubiera necesitado hermanos y hermanas. Por eso quería hacerlo todo con ella, incluso escribir las cartas, para estar a su lado siempre que me necesitara. Sentaos, hermano, sentaos y habladme de ella. Contadme si está bien y decidme si necesita algo que pueda enviarle a través de vuestra persona. Hermano,
¿cómo podremos sacarla de allí sana y salva? ¿Podrá quedarse con vos aunque pasen varias semanas?
Cuando logró interrumpir aquel torrente de palabras, Cadfael le contó
cómo estaba su niña y le dijo que seguiría cuidando de ella mientras fuera necesario. No se había dado cuenta hasta entonces de lo bien que la moza sabía conquistar los corazones de los demás, sin proponérselo tan siquiera. Cuando Edric Flesher regresó de darse una vuelta por la ciudad para ver cómo estaba la situación, Cadfael ya había conseguido ganarse el favor de Petronila y convertirse en un amigo de confianza.
Edric acomodó su impresionante cuerpo en una silla y dijo con cauteloso
alivio:
—Mañana abriré la tienda. ¡Hemos tenido suerte! Creo que se arrepiente de la venganza que tomó en represalia por los que no logró apresar. Ha ordenado que no se cometan actos de pillaje y, por una vez, cuidará de que se cumpla su voluntad. Si sus aspiraciones fueran justas y tuviera un poco más de temple, creo que sería partidario suyo. Parecer un héroe sin serlo debe de ser muy duro para un hombre —el carnicero dobló sus largas piernas bajo la silla, miró a su mujer y después, con más detenimiento, a Cadfael—. Petronila me dice que tenéis la confianza de la moza, y eso me basta. Decidme lo que necesitáis. Si lo tenemos, vuestro es.
—En cuanto a la joven —se apresuró a responder Cadfael—, la tendré a salvo en la abadía hasta que haga falta y, a la primera ocasión, me encargaré de que la conduzcan adonde desee. En lo que yo necesito, podéis ayudarme. En la iglesia de la abadía tenemos, y allí lo enterraremos mañana, a un muchacho al que vosotros tal vez conozcáis, asesinado la misma noche en que se rindió el castillo, la noche en que los prisioneros fueron ahorcados y arrojados al foso. Pero él murió en otro lugar y fue arrojado junto con los demás para que lo enterraran sin que hubiera sospechas. Os puedo decir cómo murió y cuándo. Pero no puedo deciros dónde, por qué o quién lo hizo. Sin embargo, Godith me ha dicho que se llama Nicolás Faintree y que era un vasallo de FitzAlan. Lo dijo todo apresuradamente, sin que sus interlocutores le interrumpieran ni una sola vez. Estaba claro que éstos sabían ciertas cosas y muy claro también que ignoraban la muerte del joven. La noticia había sido para ellos como un golpe mortal.
—Más os puedo decir —añadió Cadfael—. Pienso averiguar la verdad y me encargaré de que se haga justicia. Y, otra cosa, cuento con la autorización del rey para hacer averiguaciones. Este asesinato le gusta tan poco como a mí. Tras un prolongado silencio, Edric preguntó:
—¿Sólo hubo un asesinado de esa manera? ¿No hubo un segundo?
—¿Hubiera debido haberlo? ¿Con uno no basta?
—Eran dos —contestó Edric con cierta aspereza—. Dos que emprendieron el viaje juntos para cumplir la misma misión. ¿Cómo se descubrió su muerte? Al parecer, sois el único que está al corriente.
Fray Cadfael se reclinó en su asiento y les contó sin prisas toda la historia. Si se perdía las vísperas, alabado fuera Dios. Valoraba y respetaba sus deberes, pero, cuando se producía algún conflicto, sabía hacia dónde tenía que ir. Godith no se movería de su seguro refugio sin él, hasta que llegara la hora de la lección nocturna.
—Ahora será mejor que me lo contéis todo —añadió—. Tengo que proteger
a Godith y vengar a Faintree, y pienso hacer ambas cosas lo mejor que pueda. Los esposos intercambiaron una mirada y se comprendieron el uno al otro en silencio. Fue el hombre quien decidió hablar primero.
—Una semana antes de que la ciudad y el castillo cayeran, cuando la familia de FitzAlan ya se había ido y nosotros habíamos decidido ocultar a la moza en vuestra abadía, FitzAlan tomó disposiciones para el caso de que muriera. No escapó hasta que los enemigos irrumpieron en la fortaleza, ¿lo sabíais? Consiguió huir por los pelos, cruzó a nado el río acompañado de Adeney, y alcanzó la libertad, ¡gracias a Dios! Pero la víspera del final, adoptó
unas disposiciones válidas tanto si vivía como si moría. Todo su tesoro nos lo encomendó a nosotros aquí; quería que fuera entregado a la emperatriz en caso de que él muriera. Aquel día, trasladamos el tesoro a Frankwell, donde tengo un huerto, para que no hubiera necesidad de cruzar ningún puente en caso de que tuviéramos que trasladarlo a toda prisa a otro lugar. Y establecimos una especie de santo y seña. En caso de que alguien de los suyos se presentara con cierta señal (era una nadería, un dibujo que sólo conocíamos nosotros), deberíamos indicarle dónde estaba el tesoro, proporcionarle monturas y todo lo que hiciera falta, y ayudarle a recoger los objetos de valor y a reemprender el camino de noche.
—¿Se hizo así?
—La mañana de la caída del castillo. Ocurrió tan temprano y con tanta violencia que nos sorprendió a todos. Vinieron dos. Les enviamos a cruzar el puente y a esperar la llegada de la noche. ¿Qué hubieran podido hacer de día?
—Seguid. ¿A qué hora de la mañana se presentaron ambos hombres, qué
dijeron, qué ordenes habían recibido? ¿Cuántas personas conocían el plan?
¿Cuántas conocían el camino que seguirían? ¿Cuándo les visteis vivos por última vez?
—Llegaron al amanecer. Para entonces, ya se oía el fragor del asalto. Tenían un trozo de pergamino con la señal convenida, la cabeza de un santo dibujada con tinta. Dijeron que la víspera habían celebrado un consejo, y FitzAlan les ordenó que vinieran al día siguiente tanto si él vivía como si moría, y que le llevaran el tesoro a la emperatriz para que lo utilizara en la defensa de sus derechos.
—Eso quiere decir que todos los que participaron en el consejo sabían que ambos se pondrían en camino a la noche siguiente, en cuanto oscureciera.
¿Conocían también el camino? ¿Sabían dónde estaba oculto el tesoro?
—No, nadie lo sabía, salvo que el escondrijo estaba en Frankwell. Sólo lo sabíamos FitzAlan y yo. Los dos vasallos tenían que ir conmigo.
—En tal caso, quien albergaba malos propósitos con respeto al tesoro, no pudo ir allí por su cuenta, aunque supiera la hora; sólo hubiera podido asaltar a
los hombres por el camino. Si todos los colaboradores de FitzAlan sabían que el tesoro se trasladaría a Gales desde Frankwell, el camino no ofrecía ninguna duda. Durante un buen trecho, hay un solo camino debido a los meandros del río en ambas orillas.
—¿Creéis que alguien que lo sabía quiso apoderarse del oro por medio del asesinato? —preguntó Edric—. ¿Uno de los hombres de FitzAlan? ¡No puedo creerlo! Estoy seguro de que todos, o la mayoría, se quedaron hasta el final y murieron en el castillo. Dos hombres que cabalgan de noche pueden ser asaltados casualmente por los bandidos que viven en el bosque…
—¿Tan cerca de las murallas de la ciudad? No olvidéis que quienquiera que matara a ese mozo lo hizo muy cerca del castillo de Shrewsbury para poder arrojarlo al foso mucho antes de que terminara la noche. Sabía muy bien que los demás cuerpos estarían allí. Bien, pues, llegaron, mostraron la contraseña y os revelaron el plan que habían elaborado la víspera, con independencia de lo que ocurriera. Pero lo que ocurrió, se produjo mucho más temprano y con más violencia de lo que se esperaba. Entonces, ¿qué? ¿Vos les acompañasteis a Frankwell?
—Sí. Allí tengo un huerto y un establo, donde ambos permanecieron con sus caballos hasta que amaneció. Los objetos de valor se ocultaron en dos pares de alforjas dentro de un pozo seco que hay en mis tierras. Cargar a un caballo con este peso y su jinete hubiera sido demasiado. Les dejé allí escondidos y me fui hacia las nueve de la mañana.
—¿Y a qué hora emprendieron el camino?
—Cuando oscureció por completo. ¿Y me decís que Faintree fue asesinado poco después de emprender la marcha?
—Sin la menor duda. Si lo hubieran asesinado más tarde, se hubieran deshecho de su cuerpo de otra manera. Eso estaba preparado y era muy hábil, pero no lo bastante. Vos conocíais bien a Faintree… por lo menos, eso me dijo Godith. ¿Quién era el otro? ¿Le conocíais también?
—¡No! —contestó Edric, acongojado—. Me pareció que Nicolás le conocía muy bien, como si fueran amigos y se tuvieran mucha confianza, aunque Nicolás era un mozo muy abierto y cordial con todo el mundo. Jamás había visto a aquel joven. Procedía de otro castillo norteño de FitzAlan. Dijo llamarse Toroldo Blund.
Los esposos le habían contado a Cadfael todo lo que sabían y algo más de lo que le dijeron con palabras. El ceño fruncido de Edric fue de lo más elocuente. El joven a quien conocían y en quien confiaban había muerto; y el otro, a quien no conocían, había desaparecido con el tesoro de FitzAlan, sus monedas, su plata y sus joyas, todo destinado a las arcas de la emperatriz. La tentación era más que suficiente para cualquier hombre. El asesino sabía todo lo que tenía
que saber para apoderarse de aquel tesoro; ¿y quién hubiera podido saberlo mejor que el segundo correo? Otro se hubiera apoderado del tesoro durante el camino. Toroldo Blund ni siquiera tuvo que hacer tal cosa. Ambos jóvenes permanecieron ocultos aquel día en el establo de Edric. Cabía la posibilidad de que Nicolás Faintree hubiera salido de allí sobre la grupa de un caballo para desandar el breve trecho hasta el foso del castillo, antes de que un solo jinete con dos caballos emprendiera el camino hacia el oeste en dirección a Gales.
—Aquel día sucedió otra cosa —terció Petronila mientras Cadfael se levantaba para marcharse—. A eso de las dos, cuando los hombres del rey ya se habían apoderado de los dos puentes y habían bajado el puente levadizo, vino él, Hugo Berengario, el prometido en matrimonio con mi niña desde hace muchos años, simulando estar muy preocupado por ella y preguntándonos dónde podía encontrarla. ¿Iba yo a decírselo? ¿Por quién me tomáis? Le contesté que antes de que cayera la ciudad se la habían llevado lejos de aquí y que no sabíamos nada más, aunque suponíamos que ya estaba a salvo, fuera de los confines de las tierras de Esteban. En seguida comprendimos que venía con el permiso del rey, ya que, de lo contrario, no le hubieran dejado pasar así como así. Antes de venir en busca de mi Godith, debió de acudir al campamento, y os digo que no la busca por amor. Ella vale una gran recompensa como anzuelo para su padre, ya que no para el propio FitzAlan. No dejéis que se acerque a mi corderita; tengo entendido que él vive ahora en la abadía.
—¿Estuvo aquí aquella tarde? —preguntó Cadfael, preocupado—. Sí, sí, me encargaré de que no la vea, ya sé el peligro que corre. Pero, cuando él vino aquí, no le mencionasteis la misión de Faintree, ¿verdad? ¿No comentasteis nada que le hiciera levantar las orejas? ¡Es muy r{pido y muy taimado! No, no…, os pido perdón, sé que no se os escapó ni una sola palabra. Bien, gracias por vuestra ayuda. Os comunicaré si descubro alguna cosa.
Ya estaba junto a la puerta cuando Petronila le dijo pesarosa:
—¡Tan buen chico que parecía Toroldo Blund! ¿Quién puede adivinar lo que se oculta tras un rostro aparentemente honrado?
—¡Toroldo Blund! —exclamó Godith, pronunciando lentamente el nombre, sílaba por sílaba—. Es un nombre sajón. Hay muchos allá en los castillos del norte, todos pertenecientes a familias muy nobles. Pero no le conozco. Seguramente nunca le vi. ¿Y decís que Nicolás parecía muy amigo suyo?
Nicolás era confiado, pero no tonto. Si eran aproximadamente de la misma edad, él debía conocerle bien. Y, sin embargo…
—Sí —dijo Cadfael—. ¡Ya te entiendo! ¡Y, sin embargo! Hija mía, estoy demasiado cansado para seguir pensando. Me voy a completas y después me acostaré en seguida, tal como debes hacer tú. Y mañana…
—Mañana —repitió la joven, levantándose para tocar su mano—
enterraremos a Nicolás. ¡Nosotros! En cierto modo era mi amigo y debo asistir.
—Asistirás, hija mía —dijo Cadfael mientras la tomaba del brazo y celebraba con gratitud, tristeza y esperanza, el término de aquel día.
5
Nicolás Faintree fue enterrado, con los debidos honores, bajo una lápida del transepto de la iglesia de la abadía, lo cual constituyó un privilegio excepcional. Era uno solo, después de haber enterrado a tantos, y su singularidad resultó
motivo de celebración, aparte el hecho de que dentro había más sitio que fuera, y el esfuerzo requerido era muy inferior. El abad Heriberto estaba cada vez más decepcionado y deprimido por los acontecimientos del mundo, y agradecía la presencia de aquel solitario invitado que no era un símbolo de la guerra fratricida sino una víctima de la maldad y la crueldad personal. Contra todas las probabilidades y a su debido tiempo, Nicolás podría llegar a santo. Era joven, había sido misteriosamente asesinado, era limpio de corazón y de vida, e inocente de cualquier pecado, es decir, poseía todos los requisitos de los mártires.
Aline Siward asistió al funeral acompañada, intencionadamente o no, por Hugo Berengario. Aquel joven inquietaba a Cadfael cada vez más. Cierto que no había cometido ningún acto hostil y no mostraba demasiado interés en buscar a su prometida, en caso de que efectivamente la buscara. Pero la desenvoltura y arrogancia de su porte, la curva levemente sardónica de sus labios y la cándida claridad de sus ojos cuando se cruzaban con los de Cadfael, le provocaban a éste una extraña desazón. Estaré más tranquilo, pensó Cadfael, cuando saque a la moza sana y salva de aquí; entretanto, procuraré apartarla de los lugares donde pueda tropezarse con Berengario.
Los principales huertos de la abadía no se encontraban dentro de sus murallas sino al otro lado del camino, en una franja de tierra a lo largo del río, llamada el Gaye. Al final de aquellas fértiles tierras se encontraba un campo de trigo, ligeramente más elevado. Estaba casi frente al castillo y a escasa distancia del campamento real, por cuyo motivo había sufrido algunos daños durante el asedio. Lo que quedaba de la cosecha de trigo llevaba casi una semana maduro para la siega, pero la dureza de los combates había impedido realizarla. Ahora que todo estaba tranquilo, los monjes tenían que apresurarse a salvar una cosecha que no se podía perder, y pretendían hacer el trabajo en un día. El segundo molino de la abadía se hallaba al final del campo y, a causa de los mismos peligros, se había abandonado justo cuando era más necesario; los daños sufridos lo mantendrían inutilizado hasta que pudieran efectuarse las debidas reparaciones.
—Tú ve con los segadores —le elijo Cadfael a Godith—. Me pican los pulgares y, aunque no creo mucho en estos presagios, prefiero que estés fuera del recinto del monasterio, aunque sólo sea por un día.
—¿Sin vos? —preguntó Godith, sorprendida.
—Debo quedarme aquí para vigilarlo todo. Si hubiera algún peligro, me reuniré contigo todo lo rápido que me permitan las piernas. No ocurrirá nada porque nadie tendrá tiempo para mirarte hasta que todo el trigo esté en los graneros. Procura situarte al lado de fray Atanasio que está más ciego que un topo y no distinguiría entre un venado y una cierva. ¡Cuidado con la hoz, no vayas a regresar con un pie de menos!
La joven se fue muy contenta con los segadores, alegrándose de poder hacer una excursión y cambiar un poco de ambiente. No tenía miedo, pensó Cadfael, porque contaba con un viejo insensato que se preocupaba por ella, de la misma manera que antes tenía a una vieja nodriza que la protegía como la gallina a sus polluelos. Tras verles salir por la caseta de vigilancia y cruzar el camino hacia el Gaye, regresó, suspirando de alivio, a sus propias tareas en los huertos del interior de la abadía. Llevaba un buen rato de rodillas, arrancando malas hierbas, cuando una fría y suave voz a su espalda, casi tan sigilosa como las pisadas que no oyó acercarse, le susurró:
—Conque aquí es donde pasáis vuestras horas más tranquilas. Un cambio muy agradable después de cosechar tantos muertos.
Fray Cadfael terminó de desyerbar la última esquina del cuadro de menta antes de volverse a mirar a Hugo Berengario.
—Un cambio muy agradable, en efecto. Esperemos que esa clase de cosecha ya se haya terminado en Shrewsbury
—¿Cómo conseguisteis averiguar el nombre del desconocido? Nadie en la ciudad le conocía.
—Todas las preguntas tienen respuesta, si uno tiene la paciencia de esperar
—sentenció fray Cadfael.
—¿Y todas las búsquedas encuentran? Ah, claro, no habéis dicho cuánto tiene que durar la paciencia —Berengario esbozó una sonrisa—. Si un hombre encuentra a los ochenta años lo que buscaba a los veinte, no creo que se alegre demasiado.
—Es muy posible que haya perdido la esperanza mucho antes, lo cual es en sí mismo una respuesta a cualquier necesidad —contestó secamente fray Cadfael—. ¿Buscáis algo en el herbario que os pueda ayudar a encontrar, o simplemente tenéis curiosidad por conocer mis sencillas tareas?
—No, yo no he venido a estudiar la sencillez —reconoció Berengario con una sonrisa más abierta que al principio; arrancó una ramita de menta, la estrujó entre los dedos, la acercó a su nariz y después la mordió con sus blancos dientes—. ¿Qué podría buscar aquí alguien como yo? Puede que haya provocado algunas enfermedades en el curso de mi vida, pero no he tenido habilidad para curarlas. Me dicen, fray Cadfael, que tuvisteis una existencia muy azarosa antes de ingresar en el claustro. ¿No os parece todo esto
insoportablemente aburrido y sin ningún enemigo contra el que luchar, después de tantas batallas?
—Últimamente no me aburro en absoluto arrancando la lisimaquia que crece entre el tomillo —contestó Cadfael—. En cuanto a los enemigos, os diré
que el demonio se introduce en todas partes, incluso en el claustro, la iglesia y el herbario.
Berengario echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada hasta que un mechón de cabello negro le danzó sobre la frente.
—¡Vendrá en vano si pretende perderos aquí donde estáis! ¡No creo que quiera romperse los cuernos contra un viejo cruzado! ¡He comprendido la alusión!
Aunque apenas volvía la cabeza y no parecía prestar la menor atención a lo que le rodeaba, los ojos negros del joven no se perdían el menor detalle y sus oídos estaban alerta pese a las risas y las bromas. Berengario ya había comprendido que el amable mozo de quien Aline le había hablado inocentemente no iba a aparecer por allí, y que a fray Cadfael no le importaría que metiera las narices en todos los rincones del huerto, husmeara todas las hierbas puestas a secar y examinara todas las pócimas de la cabaña puesto que nada conseguiría averiguar. El catre estaba sin su manta y tenía encima un mortero de gran tamaño y una jarra de vino burbujeante. No había ni rastro de Godith. El muchacho era uno de tantos y seguramente dormía en el mismo sitio que los demás.
—Bien, os dejo con las tareas de limpieza —dijo Berengario—, no quiero interrumpir vuestras meditaciones con mi cháchara. ¿O acaso queréis encomendarme alguna labor?
—¿El rey no os ha encomendado ninguna? —preguntó solícitamente Cadfael.
La velada alusión fue acogida con otra carcajada.
—Pues, todavía no, pero ya vendrá. No es posible que recele eternamente de mí. Me puso a prueba, pero parece que he adelantado muy poco —el joven arrancó otra ramita de menta, la restregó entre los dedos y la mordió con placer—. Fray Cadfael, os considero el hombre más hábil de aquí, tanto material como espiritualmente. Si necesitara vuestra ayuda, no me la negaríais sin la debida reflexión, ¿verdad?
Fray Cadfael se irguió con los músculos de la espalda doloridos, y le dirigió
una larga mirada.
—Espero nunca haber hecho nada sin antes pensarlo debidamente —dijo en tono precavido—, aunque a veces el pensamiento tiene que correr para dar alcance a la acción.
—Me lo imaginaba —dijo Berengario con una dulce sonrisa en los labios—. Lo tendré en cuenta como si fuera una promesa —hizo una leve reverencia y regresó sin prisas al patio.
Los segadores regresaron a tiempo para vísperas, cansados, sudorosos y con el rostro enrojecido por el sol, tras haber segado y agavillado todo el trigo. Después de la cena, Godith abandonó el refectorio a toda prisa y se acercó a Cadfael, tirando disimuladamente de su manga.
—¡Fray Cadfael, debéis venir! ¡Es algo vital! —el monje notó el temblor de su mano y la vehemente intensidad de su susurro—. Hay tiempo antes de completas…, regresad al campo conmigo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cadfael en voz baja para evitar que le oyeran. Sabía que la joven no le hubiera molestado de no ser por algo importante—.
¿Qué te ha sucedido? ¿Qué asunto urgente has dejado allí?
—¡Un hombre herido! Estaba en el río, le perseguían aguas arriba, y bajó
con la corriente. No me atreví a preguntarle nada, pero necesita ayuda. ¡Y está
hambriento! Lleva allí un día y una noche…
—¿Cómo le encontraste? ¿Estabas sola? ¿Nadie más lo sabe?
—Nadie más —Godith apretó con más fuerza la manga de Cadfael y añadió
en un tímido susurro—: Fue una jornada muy larga…, tuve necesidad de apartarme a los arbustos cerca del río. Nadie vio…
—¡Pues, claro, hija mía! ¡Lo comprendo! —gracias a Dios, pensó Cadfael, los mozos de su edad estaban ocupados y no repararon en sus remilgos, y fray Atanasio no se hubiera enterado ni del estallido de un trueno a su espalda—.
¿Estaba allí, entre los arbustos? ¿Y aún sigue allí?
—Sí. Le di mi pan y mi trozo de carne, y le dije que volvería cuando pudiera. La ropa ya se le había secado encima…, tenía sangre en la manga…, pero creo que se recuperará si vos le cuidáis. Podríamos ocultarle en el molino…, allí no va nadie todavía.
La joven, que había pensado en todo, no le acompañó hacia la caseta de vigilancia sino hacia la cabaña del huerto. Necesitarían medicinas, lienzos y comida.
—¿Qué edad tiene el herido? —preguntó fray Cadfael, hablando con más tranquilidad, ahora que nadie podía oírles.
—Es un muchacho algo mayor que yo. ¡Y le persiguen! Cree que soy un mozo, claro. Le di a beber agua de mi vasija y me llamó Ganimedes…
¡Vaya, vaya, pensó Cadfael, entrando en la cabaña, parece un joven muy
culto e instruido!
—Bueno, pues, Ganimedes —dijo, entregándole a Godith una pieza de lino, una manta y un frasco de ungüento—, guarda eso mientras lleno esta pequeña redoma y recojo unas vituallas. Espera un poco, y en seguida nos vamos. Por el camino me contarás más cosas que hayas descubierto, así nadie nos oirá. Por el camino, Godith, todavía ansiosa pero algo más tranquila, dijo efectivamente lo que no se hubiera atrevido a decir a la luz del día. Aún no había anochecido sino que les envolvía una suave penumbra, en la cual se distinguían el uno al otro, pero sin colores.
—Los arbustos son muy tupidos allí. Oí un movimiento y unos gemidos, y fui a ver. Parece un joven noble, el vasallo de algún señor. Sí, habló conmigo, pero… pero no me dijo nada. Fue como si hablara con un niño testarudo. Estaba muy débil, tenía sangre en el hombro y en el brazo, y bromeaba un poco… Pero me tuvo la suficiente confianza como para comprender que no le traicionaría —
la muchacha atravesó con Cadfael los altos rastrojos en los que pronto pastarían las ovejas de la abadía, fertilizando el campo con sus deyecciones—. Le di lo que tenía y le dije que no se moviera, que le llevaría ayuda en cuanto oscureciera.
Las estrellas salieron antes de la puesta del sol, en medio de una deliciosa luz de agosto que, a pesar de que aún les duraría una hora porque tenían los ojos acostumbrados, serviría para protegerles de las miradas curiosas. Godith retiró la mano que mientras cruzaban los rastrojos había aferrado la de Cadfael, y se adelantó hacia los arbustos. A su izquierda, el río discurría con un susurro semejante a un sollozo entrecortado, y los remolinos de sus aguas brillaban con reflejos de plata.
—¡Sssss! Soy yo… ¡Ganimedes! ¡Vengo con un amigo común!
Una forma oscura se movió en la penumbra, levantando un pálido rostro ovalado y una maraña de pelo no menos pálido. El desconocido apoyó una mano sobre la hierba para incorporarse. No tenía ningún hueso roto, pensó
Cadfael con satisfacción. La respiración afanosa revelaba rigidez y dolor, pero no gravedad mortal. Una voz joven susurró:
—¡Buen chico! Amigos es lo que necesito…
Cadfael se arrodilló a su lado y le prestó el hombro para que se apoyara.
—Primero, antes de que os movamos, ¿dónde tenéis el daño? Por vuestro aspecto, no parece que tengáis nada roto ni descoyuntado —dijo, palpando el cuerpo y las extremidades del joven.
—Unos cuantos cortes —musitó el muchacho, y jadeó cuando Cadfael le tocó una herida—. He perdido suficiente sangre como para delatar mi presencia, pero en el río… Estuve a punto de ahogarme… Ellos deben de
suponer que ya estoy muerto… —añadió, suspirando de alivio ante el amoroso cuidado con que le atendían.
—La comida y el vino os devolverán la sangre a su debido tiempo. ¿Podéis levantaros para caminar?
—Sí —contestó el paciente, pero cuando lo intentó poco faltó para que les arrastrara al suelo.
No, será mejor hacer otra cosa. Agarraos fuerte a mí y colocaos a mi espalda. Ahora, rodeadme el cuello con los brazos…
El mozo era alto pero delgado. Cadfael se agachó, rodeó con sus musculosos brazos los muslos del joven y equilibró el peso sobre sus hombros. Las ropas del muchacho aún conservaban el húmedo aroma del agua del río.
—Peso demasiado —protestó débilmente el desconocido—. Hubiera podido andar…
—Haréis lo que os mande, y basta de discusiones. Godric, adelántate y cerciórate de que no hay nadie.
La distancia entre los arbustos y el molino era muy corta. La silueta oscura se recortaba contra el cielo y en la rueda se advertían aquí y allá huecos semejantes a los de una dentadura en mal estado. Godith abrió la puerta y entró
primero. A través de las rendijas de las tablas del suelo, distinguió el brillo de las aguas del río que discurrían debajo. A pesar de la estación seca y calurosa, el Severn bajaba con gran rapidez, aunque con menos caudal.
—Habrá cantidad de sacos amontonados junto a la pared que da a tierra —
dijo Cadfael, jadeando a su espalda—. Búscalos —había también una gruesa capa de paja de la cosecha anterior, cuyo polvillo les cosquilleaba la nariz. Godith se acercó a trompicones al rincón y extendió varios sacos para formar un cómodo colchón, y dobló otros dos como almohada—. Ahora toma a esta garza de largas patas por los sobacos y ayúdame a bajarla…, así. ¡Ser{ una cama tan buena como la mía en el dormitorio! Cierra la puerta antes de que encendamos una vela para verle.
Cadfael llevaba consigo un trozo de vela. Un puñado de paja seca colocado sobre una muela sirvió de yesca para provocar chispas. Una vez encendida la vela, introdujo el otro extremo en una palmatoria donde la cera se derritió y volvió a solidificarse y la colocó sobre la paja.
—¡Ahora, vamos a ver! —dijo.
El joven se tendió agradecido sobre los sacos y suspiró profundamente, abandonándose confiado en las manos de sus salvadores. En su rostro cansado, unos vivos ojos de un color indefinido los miraron con interés. El desconocido tenía labios muy bien formados. Intentó sonreír, a pesar de su agotamiento. El cabello sucio y enmarañado, cuando estaba limpio debía de ser del color del
trigo.
—Veo que os han herido en el hombro —dijo Cadfael, desabrochándole y quitándole la oscura chaqueta, una de cuyas mangas estaba manchada de sangre seca—. A ver la camisola… Necesitaréis ropa nueva antes de abandonar esa hospedería, amigo mío.
—Pues tendré dificultades para pagar la cuenta —contestó el joven, esbozando una sonrisa que se trocó en mueca cuando le despegaron dolorosamente la manga de la herida.
—Cobramos precios muy bajos. Podréis pagar la hospitalidad que os ofrecemos con un relato sincero. Godric, muchacho, necesito agua, y el agua del río es la mejor. Busca algo donde recogerla.
Godith encontró, bajo la rueda del molino, una gran jarra desportillada, la limpió cuidadosamente con los faldones de su túnica y fue por agua, mientras Cadfael desabrochaba el cinturón del mozo, le quitaba los zapatos y los calzones, y preparaba la manta que posteriormente cubriría su desnudez. El joven tenía en el muslo derecho una herida larga, pero poco profunda, causada probablemente por una espada, varias magulladuras azuladas en su piel blanca, un corte en el lado izquierdo del cuello y otro muy semejante en la muñeca derecha. Aquellos arañazos convertidos en finas líneas oscuras tenían uno o dos días más que las heridas.
—Se ve que últimamente habéis tenido una vida muy agitada —dijo Cadfael.
—Suerte he tenido de conservarla —musitó el joven, medio dormido en su cómodo colchón.
—¿Quién os perseguía?
—Los hombres del rey…, ¿quién si no?
—¿Y os siguen todavía?
—Claro. Pero en pocos días os podréis librar de mi carga…
—Eso no importa ahora. Volveos un poco hacia mí…, así. Vamos a vendar este muslo, la herida es limpia y ya está cicatrizando. Te escocerá un poco. El joven contrajo los músculos y emitió un pequeño jadeo, pero no se quejó. Cuando Godith regresó con la jarra de agua, Cadfael ya había vendado la herida y cubierto al mozo con la manta. La jarra carecía de asa, y la muchacha la sujetó con ambas manos.
—Ahora veamos el hombro. Por aquí habéis perdido la sangre. ¡Esto lo hizo una flecha! —era un corte oblicuo a través de la parte externa del brazo derecho justo por debajo del hombro; llegaba hasta el hueso y estaba abierta. Cadfael empezó a retirar la sangre reseca y trató de juntar ambos lados de la herida con
una compresa de lino empapada de ungüento a base de hierbas—. Esto necesitará un poco de ayuda para cicatrizar —dijo, vendando el brazo—. Tenéis que comer, pero no demasiado pues estáis exhausto y no podríais aprovecharlo. Aquí hay algo de carne, queso y pan. Guardaos un poco para mañana ya que podríais despertar con un hambre canina.
—Si queda agua —dijo el joven con voz suplicante—, me gustaría lavarme las manos y la cara. ¡Me siento sucio!
Godith se arrodilló a su lado, humedeció un trozo de lino en la jarra y ella misma se encargó de limpiarle y apartarle de la frente los mechones de cabello enmarañado, desenredándole los nudos con dedos solícitos. Tras sorprenderse, el muchacho permaneció tendido y aceptó aquellos cuidados mientras sus ojos ya limpios observaban aquel rostro tan cercano al suyo y se abrían cada vez más con expresión de respetuoso asombro. Durante todo el proceso, ella apenas abrió la boca.
El joven estaba demasiado agotado para comer, y en seguida se quedó
medio adormilado. Pasó unos minutos atisbando a sus salvadores a través de los párpados entornados y después dijo, tartamudeando a causa del sueño:
—Os debo mi nombre, después de todo lo que habéis hecho por mí…
—Mañana —le acalló Cadfael con firmeza—. Os estáis muriendo de sueño, y creo que aquí podréis dormir tranquilo. Ahora bebed esto…, evita que las heridas se enconen y calma el corazón —era un fuerte cordial preparado por él mismo—. Y aquí tenéis un pequeño frasco con vino para que os haga compañía si despertáis. Por la mañana vendré a veros temprano.
—¡Vendremos! —puntualizó Godith en voz baja.
—¡Otra cosa! —Cadfael acababa de recordar algo en el último momento—. No llev{is armas… y, sin embargo, creo que teníais una espada.
—La arrojé al río —explicó el joven con voz soñolienta—. Pesaba demasiado para mantenerme a flote… y ellos disparaban flechas sin parar. Estaba en el río cuando me hirieron…, tuve el acierto de bucear bajo el agua y debieron de suponer que me había ahogado… ¡Sólo Dios sabe que me salvé por un pelo!
—Bueno, pues, hasta mañana. Tenemos que buscaros un arma. Ahora,
¡buenas noches!
El muchacho se quedó dormido antes de que apagaran la vela y cerraran la puerta. Cruzaron en silencio los rastrojos bajo el arco azul oscuro del cielo que palidecía en sus extremos hasta adquirir un tono verde mar.
—Fray Cadfael —preguntó Godith bruscamente—, ¿quién era Ganimedes?
—Un joven hermoso, el copero de Júpiter. Éste le quería mucho.
—Ah —dijo la muchacha, dudando entre si alegrarse o entristecerse, dado que el cumplido estaba claramente dirigido a un varón.
—Pero algunos dicen que es otro de los nombres de Hebe —añadió Cadfael.
—Ah. ¿Y quién era Hebe?
—También le servía las copas a Júpiter y éste le tenía un gran aprecio…
pero era una hermosa muchacha.
—¡Ah! —exclamó Godith, suspirando profundamente. Mientras cruzaban el camino hacia la abadía, añadió muy seria—: Vos sabéis quién es, ¿verdad?
—¿Júpiter? El m{s divino de todos los dioses paganos…
— ¡Él! —la muchacha tomó el brazo de Cadfael y lo sacudió con fuerza—. Nombre sajón, cabello sajón y perseguido por los hombres del rey… Es Toroldo Blund, el compañero de Nicolás para salvar el tesoro de FitzAlan y entregárselo a la emperatriz. Está claro que no tuvo nada que ver con la muerte del pobre Nicolás. ¡No creo que haya cometido la menor fechoría en toda su vida!
—Eso no lo diría yo tan fácilmente de ningún hombre, y tanto menos de mí
mismo —dijo Cadfael—. Pero te aseguro, hija mía, que él no cometió el asesinato. ¡Puedes dormir tranquila!
Fray Cadfael, el fiel hortelano y boticario, acostumbraba a levantarse mucho antes de lo necesario para el rezo de prima, y dedicar una hora al trabajo antes de reunirse con sus hermanos. Nadie se sorprendió cuando aquella mañana se vistió y salió temprano. Nadie se enteró tampoco de que fue a despertar a su ayudante, tal como le había prometido. Ambos salieron con medicamentos y comida, y con una túnica y unos calzones que fray Cadfael sustrajo del montón de prendas que recibía el limosnero para las obras de caridad. La víspera, Godith se llevó la camisola manchada de sangre del joven, la lavó antes de acostarse y, al levantarse, remendó el desgarrón provocado por la flecha, dado que era de excelente tejido de lino y hubiera sido una lástima tirarla. En aquella calurosa noche de agosto, extendida sobre los arbustos del huerto, la camisola se había secado muy bien.
El convaleciente estaba sentado en la cama de sacos, comiendo pan con mucho apetito. Debía de confiar totalmente en ellos porque no hizo el menor gesto de protegerse cuando se abrió la puerta. Se había echado sobre los hombros la chaqueta manchada de sangre, pero, por lo demás, estaba completamente desnudo bajo la manta y tenía al descubierto el pecho y las caderas. En su cuerpo y sus ojos aún se veían algunas magulladuras azuladas, pero, tras una larga noche de descanso, estaba mucho mejor.
—Ahora —dijo Cadfael, satisfecho—, ya podéis hablar todo lo que queráis,
amigo mío, mientras yo os curo las heridas. La pierna puede esperar hasta que tengamos más tiempo, pero esta herida del hombro es más peligrosa. Godric, pasa al otro lado mientras yo le quito la venda; podría estar pegada. Sujeta el brazo y yo retiraré el vendaje —después añadió, como el que no quiere la cosa—: Ahora, mi señor… Me llaman fray Cadfael, soy gales como Dewi Sant y he corrido mucho mundo, tal como ya habréis adivinado. Y este mozo es Godric, tal como ya habéis oído, y es quien me trajo hasta vos. Confiad en los dos, o en ninguno.
—Confío en los dos —dijo el muchacho. Tenía más color en la cara, debido tal vez al rosado reflejo de la aurora, y sus ojos eran color avellana, más verdosos que castaños—. Os debo mucho más de lo que la confianza puede pagar. Decidme qué otra cosa puedo hacer, y la haré. Me llamo Toroldo Blund, soy de una aldea de Oswestry, partidario de FitzAlan de la cabeza a los pies —
la venda estaba pegada y, al notar que se estremecía, Godith sujetó el pliegue hasta que consiguió desprenderla mediante delicados toques—. Si eso supone algún riesgo para vosotros —añadió Toroldo, tratando de vencer el dolor—, creo que ya estoy en condiciones de irme, y me iré. Por nada del mundo quisiera poneros en peligro por mi culpa.
—Os iréis cuando nosotros lo permitamos —dijo Godith, arrancando de un tirón el último pliegue de la venda para vengarse, aunque con mucho comedimiento y sin mover de sitio la compresa impregnada de ungüento—. Y
eso no será hoy.
—Calla, deja que hable, el tiempo apremia —dijo Cadfael—. Proseguid, muchacho. Nosotros no vendemos los hombres de Matilde a Esteban, ni los de Esteban a Matilde. ¿Cómo vinisteis a parar aquí?
Toroldo respiró hondo y contestó:
—Vine a este castillo con Nicolás Faintree, que también era un hombre de FitzAlan, desde el castillo más próximo de mi padre. Nos incorporamos a la guarnición una semana antes de que cayera. La víspera del asalto, se celebró un consejo en el que no participamos porque éramos peces chicos; se decidió sacar el tesoro de FitzAlan al día siguiente y enviarlo a la emperatriz, sin saber que el día siguiente sería el último. Nos encomendaron la tarea a Nicolás y a mí
porque en Shrewsbury no éramos conocidos y podríamos pasar con más facilidad que otros a los que se identificaría a primera vista. Los bienes, que, gracias a Dios, no abultaban demasiado porque no había mucha plata sino más bien monedas y, sobre todo, joyas, estaban ocultos en algún lugar que sólo conocía nuestro señor y el hombre que los custodiaba. Teníamos que dirigirnos allí cuando nos lo ordenaran, sacarlos de su escondrijo y por la noche trasladarlos a Gales. FitzAlan tenía un pacto con Owain de Gwynedd; éste no pertenece a ningún bando porque es galés, pero la guerra le es muy provechosa. Él y FitzAlan son amigos, el asalto comenzó antes del amanecer, y en seguida
comprendimos que no resistiríamos. Entonces nos ordenaron emprender nuestra misión…, teníamos que acudir a una tienda de la ciudad…
El mozo vaciló, temiendo dar excesivos detalles.
—Lo sé —dijo Cadfael, retirando de la herida del hombro las supuraciones de la noche y aplicando otro apósito impregnado de ungüento—. Era Edric Flesher, él mismo me reveló la parte que le correspondió en todo eso. Os acompañaron a su granero de Frankwell y permanecisteis allí escondidos con el tesoro hasta la caída de la noche. ¡Proseguid!
El joven contempló con indiferencia sus heridas y añadió:
—En cuanto oscureció nos pusimos en camino. La distancia desde el claro del bosque hasta los árboles es muy corta. Hay una cabaña de pastor al borde del camino que discurre entre el bosque y los campos. Estábamos allí cuando el caballo de Nicolás empezó a cojear. Desmonté para ver qué ocurría, pues la bestia caminaba muy mal. Había pisado un abrojo y se le había clavado hasta el hueso.
—¿Abrojos? —preguntó fray Cadfael, sorprendido—. ¿En un camino del bosque, lejos del campo de batalla?
Aquellas discretas crueldades marciales destinadas a clavarse en los cascos de las monturas, siempre con una púa hacia arriba, no servían para nada en un angosto camino del bosque.
—Abrojos —repitió Toroldo sin vacilar—. No hablo sólo por la herida; la púa se había clavado y se la arranqué. La pobre bestia estaba herida. Cargada como iba, no llegaría muy lejos. Conozco una granja cerca de allí y decidí
cambiar el caballo de Nicolás por una montura nueva. No era un buen negocio, ya lo sé, pero ¿qué podíamos hacer? No descargamos el caballo, pero Nicolás desmontó para liberar a la pobre criatura de su peso, y dijo que esperaría en la cabaña. Yo me fui, conseguí un nuevo caballo en la granja… Est{ a la derecha, hacia el oeste, el hombre se llama Ulf y somos parientes lejanos por parte de madre. Luego regresé con la mitad de la carga de Nicolás en la nueva montura.
»Me acerqué a la cabaña —añadió el joven, estremeciéndose al recordarlo—
, y pensé que Nicolás me saldría al encuentro, dispuesto a reanudar el camino cuanto antes, pero no le vi. No sé por qué razón me inquieté. No soplaba la menor brisa y, a pesar de mi cautela, hubiera podido oírme cualquier persona que estuviera cerca. Nicolás no apareció ni me llamó. Decidí no seguir adelante. Regresé y até juntos a los dos caballos para ir más de prisa. Con un nudo que pudiera deshacerse de un tirón. Después volví a la cabaña.
—¿Ya había anochecido del todo? —preguntó Cadfael mientras le vendaba el brazo.
—Del todo, pero mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Dentro
estaba oscuro como la pez. Vi la puerta entreabierta. Entré aguzando el oído, pero no se oía ni un solo murmullo. En el centro de la cabaña tropecé con él.
¡Con Nicolás! De no haber sido así, puede que ahora no estuviera aquí para contarlo —dijo Toroldo, mirando de pronto a su Ganimedes, que debía de tener algunos años menos que él y que con tan solícito cuidado le atendía—. Esto no es muy agradable de escuchar —añadió mientras sus ojos apelaban elocuentemente a Cadfael por encima del hombro de Godith.
—Podéis seguir tranquilamente —dijo Cadfael—. Está metido en todo este asunto más de lo que vos pensáis, y sería capaz de matarnos si le excluyéramos. Nada de lo que ha ocurrido en Shrewsbury es agradable de escuchar, pero tal vez pueda salvarse algo. Contadnos vuestra participación y nosotros os contaremos la nuestra.
Godith, toda ojos, oídos y serviciales manos, optó prudentemente por no decir nada.
—Estaba muerto —dijo Toroldo sin más rodeos—. Le caí encima, boca contra boca, y no percibí el menor aliento. Me incliné hacia delante y le sostuve en mis brazos, tan inerte como un montón de trapos. Luego oí el crujido del forraje seco a mi espalda y me volví asustado porque no soplaba la menor brisa.
—¡No me extraña! —le interrumpió Cadfael, aplicando un nuevo apósito impregnado de ungüento de hierbas sobre la húmeda herida—. Teníais motivos más que sobrados. No os inquietéis por vuestro amigo, sin duda ya está con Dios. Ayer le enterramos en la abadía. Tiene un sepulcro de príncipe. Creo que debisteis de escapar por un pelo cuando el asesino se abalanzó sobre vos desde detrás de la puerta.
—Yo también lo creo —convino el muchacho, conteniendo la respiración mientras Cadfael le curaba la dolorosa herida—. Allí debía de estar. La hierba seca me alertó cuando intentó atacarme. No sé por qué, pero todo el mundo levanta el brazo derecho para parar los golpes contra su cabeza, y eso hice yo. La cuerda me rodeó la muñeca y la garganta. No me porté con demasiada inteligencia ni quise ser un héroe; agité los brazos y le arrebaté la cuerda de las manos. Él me cayó encima en la oscuridad. Sé que tal vez no me creeréis —
añadió a la defensiva.
—Hay ciertas cosas que confirman vuestro relato. No dudéis tanto de vuestros amigos. Empezasteis a luchar cuerpo a cuerpo, lo cual, por lo menos, era mejor que lo anterior. ¿Cómo escapasteis de él? —inquirió Cadfael.
—Más por suerte que por valentía —reconoció Toroldo tristemente—. Rodamos sobre el heno, intentando agarrarnos mutuamente la garganta. No veíamos nada y nos movíamos a tientas sin espacio ni tiempo para apartarnos. La situación no debió de prolongarse más de diez minutos. Creo que me golpeé
la cabeza contra una tabla de un viejo pesebre medio roto que había entre el heno. La recogí, lo golpeé con fuerza y cayó. Dudo de que le hiciera mucho
daño, pero, por lo menos, perdió el conocimiento lo suficiente como para escapar de allí, desatar los caballos y alejarme hacia el oeste como alma que lleva el diablo. Tenía una misión que cumplir en la que nadie podría ayudarme. De lo contrario, tal vez me hubiera quedado para aclarar la muerte de Nicolás. Aunque tal vez no —reconoció Toroldo con insólita honradez—. Dudo que en aquellos momentos pensara en la misión que me había encomendado FitzAlan, pero ahora sí pienso en ella. Huí simplemente para salvar el pellejo. Temía que otros acudieran en ayuda de mi asaltante y me tendieran una emboscada. Lo único que yo quería era escapar de allí cuanto antes.
—No hace falta que os disculpéis —dijo Cadfael, asegurando el vendaje—. No hay que avergonzarse del sentido común. Pero, amigo mío, habéis tardado dos días enteros, según vuestro propio relato, en regresar al lugar de donde partisteis. Deduzco de ello que el rey debe de tener muchos aliados en los caminos entre nuestra región y el País de Gales.
—¡Abundan más que las abejas de un enjambre! Me alejé por el camino situado más al norte y allí me tropecé con un grupo que impedía el paso a toda cosa que se moviera. ¿Qué posibilidades tenía yo, con dos caballos y una carga muy valiosa? Me adentré en el bosque, pero el día ya estaba despuntando y no pude hacer más que esperar el nuevo anochecer y probar por el camino del sur. La decisión no fue muy afortunada pues las compañías de soldados recorrían toda la campiña. Pensé que podría escapar siguiendo la curva del río, pero con eso perdí otra noche. Permanecí oculto entre la maleza de una colina todo el jueves e intenté reanudar la marcha por la noche; fue entonces cuando me atraparon. Eran cuatro o cinco hombres y no tuve más remedio que huir hacia el río. Me acorralaron y no logré escapar de la trampa. Tomé las alforjas de los caballos, solté las bestias y las ahuyenté, confiando en desviar la atención de mis perseguidores hacia ellas, pero uno de los hombres estaba allí cerca, comprendió mis intenciones y se lanzó tras de mí. Él fue quien me hirió en el muslo. Sus gritos atrajeron a los demás. Sólo podía hacer una cosa: bajar hacia el río sin soltar las alforjas. Nado muy bien, pero el peso me impedía mover los brazos. Entonces me dejé arrastrar por la corriente y ellos empezaron a dispararme flechas. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la oscuridad y el agua despide destellos de luz cuando algo se mueve en ella. Cuando me hirieron en el hombro, me sumergí y así permanecí hasta que tuve resuello. El Severn baja muy rápido, incluso en verano. Ellos corrieron un rato por la orilla y dispararon algunas flechas más hasta que, al final, debieron de suponer que me había ahogado. Cuando me pareció prudente, me acerqué a la orilla para respirar un poco, pero sin salir del agua. Sabía que el puente estaría vigilado y no me atreví
a salir. Para entonces, ya había transcurrido un buen rato. Recuerdo que me arrastré entre los arbustos y que procuré no moverme cuando aparecieron vuestros segadores. Poco después, Godric me descubrió. Y ésa es toda la verdad
—dijo el joven, mirando a Cadfael sin pestañear.
—No toda —le corrigió Cadfael amablemente—. Godric no vio las alforjas
—añadió, sonriendo mientras el joven rostro permanecía inmóvil, con los labios firmemente apretados—. No, no temáis, no os haremos preguntas. Sois el único custodio del tesoro de FitzAlan, y lo que hayáis hecho con él y cómo conseguisteis hacerlo en la situación en que estabais, es cosa vuestra y sólo Dios lo sabe. Por mi parte os diré que no parecéis un correo incapaz de cumplir su misión. Para vuestra tranquilidad, sabed que en la ciudad corren rumores de que FitzAlan y Adeney rompieron el cerco y escaparon. Ahora debemos dejaros aquí hasta la tarde. Nosotros también tenemos deberes que cumplir. Uno de nosotros, o tal vez los dos, vendremos a ver cómo estáis. Aquí tenéis comida y bebida y unas prendas de vestir que espero os vayan bien. No os mováis pues aún no estáis en condiciones de hacerlo, por muy partidario que seáis de FitzAlan.
Godith dejó la camisola lavada y remendada sobre las demás prendas. Estaba a punto de salir tras Cadfael cuando la mirada de asombro de Toroldo la obligó a detenerse, dominada por una mezcla de inquietud y alegría. El joven contempló admirado la camisola limpia y las finas puntadas del remiendo. Un suave silbido se escapó de sus labios.
—¡Santa Madre de Dios! ¿Quién ha hecho eso? ¿Acaso tenéis una costurera dentro de los muros de la abadía? ¿O habéis rezado para que se produjera un milagro?
—¿Eso? Es obra de Godric —contestó Cadfael sin demasiada inocencia, saliendo fuera mientras ella se quedaba dentro, ruborizada hasta las orejas.
—En la abadía aprendemos algo más que a segar trigo y preparar cordiales
—dijo la joven con arrogancia, huyendo a toda prisa en pos de Cadfael. Durante el camino de regreso, Godith repasó mentalmente la historia de Toroldo y pensó en lo fácil que hubiera sido que el muchacho muriera antes de que ella le encontrara; no sólo la primera vez a causa de la cuerda del asesino ni la segunda a manos de las compañías del rey Esteban, sino también la tercera en el río o la cuarta entre los matorrales debido a sus heridas. Pensó que la gracia divina cuidaba de él y se había servido de ella como instrumento. Pero aún le quedaban ciertas inquietudes.
—Fray Cadfael, ¿le creéis?
—Le creo. Sobre lo que no pudo decir la verdad, tampoco hubiera mentido.
¿Por qué? ¿En qué estás pensando?
—En que, antes de verle, dije que el compañero de Nicolás era el que más probabilidades tenía de haberle matado. ¡Qué fácil hubiera sido! Pero ayer vos dijisteis que él no lo hizo. ¿Estáis completamente seguro? ¿Cómo lo sabéis?
—¡No es tan sencillo, mi querida muchacha! En la muñeca y el cuello tenía las marcas de la cuerda del estrangulador. ¿Acaso no comprendiste lo que eran
aquellas finas cicatrices? Él hubiera tenido que desaparecer de este mundo junto con su compañero. No, no debes temer nada a este respecto. Lo que contó, es verdad. Pero puede haber cosas que no contó y que nosotros tenemos que descubrir en nombre de Nicolás Faintree. Godith, esta tarde, cuando hayas terminado tu labor con los brebajes y los licores, puedes abandonar el huerto e ir a hacerle compañía, si quieres. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda. Tengo que echar un vistazo a ciertas cosas en Frankwell.
6
Desde Frankwell, el suburbio que se extendía al otro lado de las murallas y el río, el camino subía hacia el oeste, dejando atrás los huertos que bordeaban el pueblo. Al principio era sólo un sendero que ascendía por la colina a orillas del Severn, pero después se bifurcaba en dos, el más sureño de los cuales se dividía posteriormente en tres senderos que apuntaban hacia el País de Gales, Cadfael tomó el camino que siguieron Toroldo y Nicolás la noche en que cayó el castillo, es decir, el de más al norte.
Pensó en visitar a Edric Flesher en la ciudad para comunicarle que, por lo menos, uno de los jóvenes correos había sobrevivido y conservado el tesoro, pero después decidió no hacerlo. Toroldo aún no estaba a salvo y, hasta que no estuviera muy lejos, cuantas menos personas conocieran su paradero, tantas menos probabilidades habría de que alguna palabra se escapara involuntariamente y sus enemigos la oyeran. Más tarde habría tiempo para compartir y comentar ampliamente la venturosa noticia con Edric y Petronila. El camino se adentró en el bosque del que había hablado Toroldo y se convirtió en una vereda herbosa y estrecha entre los árboles, pero cerca del lindero desde donde se veían los campos de labranza. Un poco más allá estaba la pequeña choza de madera. Desde allí hubiera sido muy fácil trasladar un cadáver a lomos de un caballo hasta el foso del castillo. El río, como en todas partes, formaba intrincados meandros y se hubiera necesitado cruzarlo para alcanzar el foso donde habían sido arrojados los muertos, pero en un lugar frente al castillo una isla central permitía vadear la corriente incluso en una estación tan seca como aquélla. La distancia era muy corta y la noche fue muy larga. Algo más a la derecha se encontraba la granja de Ulf en la que Toroldo cambió los caballos. Cadfael se encaminó hacia allá y en seguida encontró la alquería.
Ulf estaba espigando tras la siega del trigo y, al principio, no parecía muy dispuesto a hablar con un monje desconocido. Sin embargo, la mención de Toroldo y la clara afirmación de que el monje gozaba de su confianza, le soltaron la lengua.
—Sí, vino con un caballo cojo y a cambio le ofrecí el mejor de los míos. De todos modos salí ganando porque el animal que me dejó procedía de los establos de FitzAlan. Sigue cojeando, pero ya está mejor. ¿Queréis verlo? He escondido las preciosas guarniciones porque si alguien las viera podría pensar que lo he robado o cosa peor.
Incluso sin los bellos arneses, el soberbio caballo ruano hubiera resultado demasiado hermoso para pertenecer a un granjero. El animal cojeaba de una pata delantera. Ulf le mostró la fea herida a Cadfael.
—Toroldo dijo que lo hirió un abrojo —comentó Cadfael—. Extraño lugar para semejante cosa.
—Sí, fue un abrojo. Lo tengo aquí junto con otros varios que al día siguiente encontré entre la hierba. Mis animales pasan por allí y no quería que alguno se me quedara cojo. Alguien los distribuyó por la parte más estrecha del camino. Seguramente para obligarles a detenerse junto a la cabaña. ¿Para qué si no?
—Alguien que sabía de antemano lo que iban a hacer y el camino que tomarían, y que tuvo mucho tiempo para preparar la trampa y tenderles una emboscada.
—El rey debió de enterarse —dijo Ulf—, y envió en secreto a algunos de sus hombres para apoderarse del tesoro. Necesita dinero…, tanto como los del otro bando.
Aun así, pensó Cadfael mientras se dirigía a la cabaña del bosque, por lo que veo, esto no fue obra de una partida enviada por el rey sino de un solo hombre y en su propio provecho. De haber sido un emisario del rey, hubiera llevado consigo a otros hombres. En caso de que todo hubiera sucedido de acuerdo con los planes, las arcas del rey Esteban no se hubieran beneficiado de aquella acción.
Resumiendo, estaba demostrado que aquella noche hubo un tercer hombre allí. Toroldo parecía cada vez más inocente. Los abrojos eran reales y fueron distribuidos por el camino para derrengar a algún caballo. La estratagema dio mejor resultado que el previsto porque obligó a los dos jóvenes a separarse, dejando mano libre al asesino para liquidar primero a uno y aguardar al acecho al otro.
Cadfael no entró en seguida en la cabaña; los alrededores también le interesaban. Fuera de la cabaña, Toroldo receló y ató los caballos, listos para la huida. Y allí también, probablemente oculto, el tercer hombre debía de tener un caballo a punto. Quizá fuera posible descubrir las huellas. Desde aquella noche no había llovido y no era probable que muchos hombres hubieran atravesado aquel bosque. Todos los habitantes de Shrewsbury permanecían encerrados en sus casas a menos que tuvieran alguna necesidad urgente, y las compañías del rey Esteban preferían los campos porque allí les era más fácil lanzarse al galope. Tardó un rato, pero encontró lo que buscaba. Al caballo solitario lo habían dejado suelto pastando y, a juzgar por las señales, debía de ser una criatura preciosa pues las huellas de herradura que se veían en una zona de terreno más blando (un hueco en el barro reseco, donde solía concentrarse el agua de lluvia) eran muy grandes y estaban muy bien dibujadas. El lugar donde los dos caballos estaban atados juntos se encontraba al oeste de la cabaña, oculto entre los árboles. En una rama baja se observaba una marca que correspondía al punto en que se arrancó la cuerda de un tirón, y podían distinguirse dos pares de huellas allí donde desaparecía la hierba para dar paso a la tierra desnuda.
Cadfael entró en la cabaña. Era de día y, a través de la puerta abierta, penetraba mucha luz. El asesino que esperó allí a su víctima, debió de dejar alguna huella.
Los restos de forraje de invierno, segado en los soleados linderos del bosque, debieron de estar amontonados allí dentro junto a la pared del fondo, pero ahora un tormentoso mar de hierba cubría todo el suelo, como si una tempestad hubiera provocado un terrible estrago. El decrépito pesebre del que Toroldo había arrancado una tabla suelta, estaba inclinado como un borracho. La hierba seca aparecía mezclada con pequeñas hierbas ya muertas, pero todavía fragantes, entre las que abundaba el espinoso cadillo. Eso le recordó a Cadfael no sólo la minúscula ramita hundida en la garganta de Nicolás Faintree por la cuerda que lo mató, sino también la peligrosa herida del hombro de Toroldo. Necesitaba cadillo para curársela y buscaría en los bordes de los campos de cultivo, donde debía de haber mucho. La imparcial justicia de Dios que había llamado la atención sobre el asesinato de uno de los jóvenes mediante una ramita de la cosecha del año anterior podría, por la misma razón, curar las heridas del otro joven mediante la cosecha de aquel año. En la cabaña sólo quedaba el caos creado por la lucha cuerpo a cuerpo que tuvo lugar en su interior. Sin embargo, en las ásperas tablas de madera detrás de la puerta, había unos cuantos hilos de paño de lana azul oscuro, aunque más bien eran pelusa que hilos. Alguien debió de permanecer oculto allí, con la puerta pegada a su cuerpo. También había un trébol seco con un pequeño coágulo de sangre. Pero Cadfael buscó en vano el arma del estrangulador entre el crujiente forraje. O bien el asesino la había recuperado y se la había llevado, o bien estaba oculta en algún rincón. Cadfael retrocedió a gatas desde el pesebre hasta la puerta. Ya estaba a punto de desistir de su intento y levantarse cuando la mano en la que apoyaba el peso de su cuerpo rozó algo duro y afilado. Se apartó súbitamente. Algo estaba hundido en la tierra bajo las capas de heno, cual otro abrojo clavado allí para escarmiento de monjes curiosos y entrometidos. Cadfael se sentó sobre los talones y apartó con cuidado las hierbas resecas hasta que descubrió el objeto oculto y lo arrancó sin la menor dificultad, llenándose la palma de la mano con su gélida dureza. Lo sostuvo contra la luz que penetraba por la puerta y el objeto brilló con destellos amarillos como un sol en miniatura.
Fray Cadfael se levantó y salió de la cabaña para observar mejor su hallazgo. Era una piedra preciosa toscamente tallada, del tamaño de una manzana silvestre, un topacio amarillo todavía sujeto y medio rodeado por una garra de águila de plata sobredorada. La garra estaba entera, pero con la canilla rota por debajo de la piedra preciosa que sujetaba. Era el extremo de alguna joya de plata, tal vez un broche…, no, era demasiado grande para eso. ¿Quizá la punta de la empuñadura de una daga? En tal caso, sería una daga muy aristocrática, no un cuchillo cualquiera. Debajo estaría el mango redondeado y
en la cruceta tal vez unos cuantos topacios más pequeños, a juego con el grande. Roto en su mano, el objeto semejaba una lastimosa bola de oro facetada. Un hombre se había agitado y revuelto allí en medio de su agonía, otros dos habían librado un combate mortal; cualquiera de los tres, con el movimiento y el peso de un cuerpo convulso, podía haber clavado aquella pieza en el suelo de tierra, separando sin percatarse la piedra principal en su punto más frágil. Fray Cadfael se la guardó cuidadosamente en la bolsa que llevaba colgada del cinto y fue en busca del cadillo. Lo encontró en gran cantidad, entre las tupidas hierbas del lindero del bosque iluminadas por el sol. Se llenó la bolsa y regresó a casa con docenas de ganchudas semillas pegadas a los faldones de su hábito.
Godith salió sigilosamente en cuanto los monjes se dispersaron para cumplir sus tareas vespertinas. Dando un rodeo, se dirigió al molino del Gaye. Llevaba consigo unas cuantas ciruelas maduras del huerto, media barra de pan y una botella de vino que elaboraba Cadfael. El convaleciente tenía mucho apetito y ella se alegró de verle comer y beber como si, por haberle encontrado herido y necesitado de ayuda, tuviera sobre él algún derecho de propiedad. El mozo estaba sentado sobre su cama de sacos, completamente vestido, con la espalda apoyada contra las tablas de la pared y las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos. La chaqueta y los calzones le sentaban bastante bien, aunque las mangas le quedaban un poco cortas. Estaba sorprendentemente animado aunque un poco pálido, y se movía con cierta dificultad a causa del dolor de las heridas. A Godith no le gustó que se hubiera esforzado en ponerse la chaqueta, y así se lo dijo.
—Debéis mantener el hombro inmóvil, no tenéis que forzarlo para introducir el brazo en la manga. Si no lo dejáis en reposo, no se curará.
—Ya estoy muy bien —replicó el joven—. Si quiero marcharme pronto, tendré que soportar las molestias. Estoy seguro de que cicatrizará sin dificultad
—estaba preocupado no por sus males sino por otras cuestiones—. Godric, no tuve tiempo de hacer preguntas esta mañana, pero… fray Cadfael dijo que Nicolás estaba enterrado en la abadía. ¿Es cierto eso? —el joven no dudaba de la palabra del monje, más bien se asombraba de que ello hubiera sido posible—.
¿Cómo le encontraron?
—Fue mérito del propio fray Cadfael —contestó Godith, sentándose a su lado para contarle la historia—. Había un cuerpo más de los que tenía que haber, y fray Cadfael dijo que no descansaría hasta descubrir de quién se trataba. Desde entonces, no ha dejado descansar a nadie. El rey sabe que se cometió un asesinato y ordenó que se hiciera justicia. Si alguien puede
conseguirlo, ése será fray Cadfael.
—O sea que al hombre que estaba en la cabaña apenas le hice daño, sólo le dejé sin sentido unos minutos. Luego se recuperó y tuvo la suficiente astucia como para librarse antes del amanecer del hombre al que había asesinado.
—Pero no lo suficiente como para engañar a fray Cadfael. Siempre se tiene que averiguar quién es cada cual. Ahora, por lo menos, Nicolás ha recibido los ritos de la iglesia con el nombre que le corresponde y ha sido enterrado como un noble.
—Me alegro de que no le dejaran pudrir sin honores o de que no le enterraran anónimamente entre los demás. Algunos eran compañeros nuestros y no se merecían semejante muerte —dijo Toroldo—. De haber permanecido en el castillo, hubiéramos corrido la misma suerte. Si me atrapan puede que todavía la corra.
¡Y, sin embargo, el rey Esteban aprueba la persecución del asesino que cometió ese acto por él! ¡Qué mundo tan loco!
Godith estaba de acuerdo, aunque, en cierto modo, comprendía la diferencia. El rey aceptaba la responsabilidad de los noventa y cuatro cuya muerte había decretado, pero rehusaba la del nonagésimoquinto, muerto a traición sin su consentimiento.
—Despreció ese asesinato y no quiso convertirse en cómplice. A vos nadie os capturará —dijo la muchacha, sacándose las ciruelas de la pechera de la chaqueta y esparciéndolas sobre la manta—. Esto es más dulce que el pan.
¡Probadlas!
Ambos se sentaron a comer como buenos amigos, arrojando los huesos al río a través de un resquicio en las tablas del suelo.
—Aún me queda una tarea que cumplir —dijo Toroldo con la cara muy seria—. Ahora tendré que hacerla yo solo. Sólo el cielo sabe, Godric, qué
hubiera sido de mí sin vuestra ayuda. Me pondré muy triste cuando me vaya pues no creo que volvamos a vernos. Jamás olvidaré lo que hicisteis por mí. Pero tengo que partir en cuanto esté en condiciones. Cuando me vaya, estaréis más tranquilos.
—¿Hay alguien que esté tranquilo en algún lugar? —replicó Godith, hincando el diente en una purpúrea ciruela madura—. No hay ningún sitio seguro.
—El peligro tiene distintos grados. Yo tengo cosas que hacer, y ya estoy restablecido —añadió Toroldo.
La joven le dirigió una larga mirada. Hasta entonces, no se había enfrentado con la idea de su partida. Acababa de descubrirle y, a no ser que hubiera interpretado erróneamente sus palabras, él estaba a punto de escapársele de las
manos y desaparecer para siempre de su vida. Menos mal que tenía por aliado a fray Cadfael. Contando con la autoridad de su maestro, dijo severamente:
—Si pensáis iros sin estar plenamente curado, ya os lo podéis quitar de la cabeza. ¡Permaneceréis aquí hasta que os den permiso para marcharos, y eso no será hoy ni mañana, tenedlo por seguro!
Sorprendido por su vehemencia, Toroldo echó la cabeza hacia atrás y soltó
una carcajada.
—Pareces mi madre, la vez que tuve una mala caída en un torneo. A pesar de lo mucho que te aprecio, tal como la apreciaba a ella, tengo que irme. Ya estoy fuerte y plenamente restablecido, Godric, y he recibido órdenes que están por encima de las tuyas. Debo irme. En mi lugar, tú ya te habrías ido, con lo terco que eres.
—No es cierto —contestó la joven, furiosa—, yo tengo más sentido común.
¿Qué haréis sin un arma y sin un caballo? Recordad que soltasteis los caballos para desconcertar a vuestros perseguidores, ¡vos mismo nos lo dijisteis! ¿Creéis que podríais llegar muy lejos? ¿Pensáis que FitzAlan agradecerá vuestra imprudencia? Ni siquiera podríais llegar al río. Tendríais que regresar sobre los hombros de fray Cadfael, como la primera vez.
—¿Lo crees así, Godric, mi pequeño amigo? —preguntó Toroldo, mirando maliciosamente a su amigo. Había olvidado momentáneamente sus cuitas ante el atrevimiento de aquel mocoso que le pronosticaba la humillación y el fracaso—. ¿Tan débil te parezco?
—Tanto como un gato famélico —contestó Godith, arrojando violentamente un hueso de ciruela entre las tablas del suelo—. ¡Un niño de diez años os podría tumbar de espaldas!
—Conque sí, ¿eh? —Toroldo se volvió de lado y la tomó por el talle con el brazo sano—. ¡Ahora verás, mi señor Godric, si estoy restablecido o no! —
riéndose de placer, el muchacho sintió que sus músculos se estiraban y exultaban en su súbito afán de jugar con un mozuelo que necesitaba una buena zurra que le bajara un poco los humos. El arrogante mozo emitió un grito entrecortado cuanto Toroldo le tumbó de espaldas—. ¡Me bastará con una sola mano para darte tu merecido, desvergonzado rapaz! —exclamó Toroldo, y para demostrarlo apoyó la palma de su mano izquierda sobre la pechera de aquella chaqueta excesivamente holgada.
De pronto, Toroldo retiró la mano, sorprendido e ilustrado a la vez, mientras Godith le escupía una retahíla de insultos y le soltaba un salutífero sopapo en la oreja.
Sumidos en un siniestro silencio, ambos se sentaron entre los sacos arrugados, separados por una distancia de unos cinco palmos. El silencio y la quietud se prolongaron un buen rato. Pasó un minuto largo antes de que ambos
ladearan cautelosamente la cabeza y se miraran de soslayo. El perfil de la joven, que estaba pasando del enojo a la culpable simpatía, era delicado y extremadamente femenino. Debí de estar muy débil y enfermo, pensó Toroldo, de lo contrario me hubiera dado cuenta en seguida. La voz áspera y ronca era simplemente un encanto un poco ambiguo, un engaño natural. El muchacho se rascó con expresión pensativa la oreja enrojecida y, al final, preguntó con sumo cuidado:
—¿Por qué no me lo dijisteis? No quería ofenderos, pero ¿cómo podía saberlo?
—No teníais por qué saberlo —contestó Godith, todavía un poco alterada—
si hubierais tenido el sentido común de hacer lo que os mandaban, o de tratar a vuestros amigos con gentileza.
—¡Pero vos me pinchasteis! —protestó Toroldo—. Son los juegos a los que yo me entregaba con mi hermano menor, y vos los pedíais a gritos con vuestro comportamiento. ¿Lo sabe fray Cadfael? —preguntó de pronto el joven.
—¡Pues, claro que lo sabe! Él, por lo menos, sabe distinguir entre un venado y una corza.
Se produjo un silencio un poco más prolongado, lleno de resentimiento, curiosidad y recelo, mientras ambos se analizaban mutuamente a través de los párpados entornados, ella mirando furtivamente la manga que le cubría la herida y temiendo descubrir una reveladora mancha de sangre, y él admirando de nuevo las delicadas curvas de su rostro, el mohín de sus labios y el frunce de su ofendido ceño.
Dos hilillos de voz preguntaron al unísono:
—¿Os he lastimado?
En aquel instante, los jóvenes se echaron a reír ante lo absurdo de la situación. La fingida desavenencia desapareció por completo y se abrazaron sin poder contener la risa. No hubo nada que enturbiara la relación como no fuera el exagerado comedimiento con el cual se tocaron el uno al otro.
—No hubierais tenido que usar el brazo de esa forma —dijo Godith cuando se separaron y volvieron a sentarse—. La herida hubiera podido abrirse de nuevo. El corte es muy profundo.
—No, no hay peligro de que eso suceda. Pero vos… Por nada del mundo hubiera querido ofenderos. ¿Quién sois? —preguntó el joven con toda naturalidad, consciente de que tenía derecho a saberlo—. ¿Y cómo os visteis envuelta en semejante enredo?
—Los míos se fueron demasiado tarde y no pudieron enviarme lejos de Shrewsbury antes de la caída de la ciudad —contestó la muchacha—. Convertirme en siervo de una abadía fue un lance desesperado, pero estaba
segura de que nadie se daría cuenta. Y así fue, con la excepción de fray Cadfael. A vos os conseguí engañar, ¿verdad? Soy una fugitiva de vuestro bando, Toroldo, ambos pertenecemos a la misma facción. Soy Godith Adeney.
—¿De veras? —el joven la miró con una expresión de radiante felicidad—.
¿Sois la hija de Fulke Adeney? ¡Loado sea Dios! ¡Estábamos muy preocupados por vos! Sobre todo, Nicol{s, que os conocía… Nunca tuve ocasión de veros hasta ahora, pero… —inclinando la rubia cabeza, Toroldo besó la delicada mano no demasiado limpia que acababa de tomar la última ciruela—. ¡Mi señora Godith, estoy a vuestro servicio para lo que gustéis mandar! ¡Qué
maravilla! De haberlo sabido, os hubiera contado algo más que la mitad de la historia.
—Contádmela ahora —dijo Godith, partiendo generosamente la ciruela y arrojando el hueso al río Severn. Con la mitad más madura, selló por un momento la boca del joven—. Y después os contaré lo que sé y así tendremos una historia completa.
A la vuelta, fray Cadfael no se encaminó directamente al molino sino que antes pasó por la cabaña para comprobar que todo estuviera en orden, machacar el cadillo en un mortero y preparar un suave ungüento de color verde. Después decidió reunirse con sus jóvenes pupilos, cuidando de rodear el molino por el otro lado y de vigilar que no hubiera nadie por los alrededores. El tiempo apremiaba y, en cuestión de una hora, él y Godith tendrían que regresar para el rezo de vísperas.
Los jóvenes reconocieron sus pisadas. Cuando entró, ambos se encontraban sentados el uno al lado del otro con las espaldas apoyadas en la pared, mirando hacia la puerta con sonrisas expectantes. En sus rostros se advertía una curiosa serenidad, como si habitaran en un mundo inmune a los contactos y cuitas comunes, pero generosamente abierto para él. Con sólo mirarles, Cadfael comprendió que ya no había ningún secreto entre ambos; se veía tan a las claras que eran hombre y mujer, que ni siquiera hubo necesidad de preguntar nada.
¡Sin embargo, ambos estaban deseando decírselo!
—Fray Cadfael… —empezó Godith con contenida emoción.
—Lo primero es lo primero —la cortó Cadfael—. Ayúdale a quitarse la chaqueta y la camisa y desenrolla la venda hasta que se pegue…, porque se os pegará, amigo mío, aún no estáis fuera de peligro. Después, espera y yo se la quitaré.
No quería turbarles ni reprenderles. La muchacha se levantó
inmediatamente y con cuidado le quitó la chaqueta a Toroldo. A continuación, le desabrochó la camisa, se la apartó cuidadosamente de los hombros y empezó
a desenrollar la venda de lino. El joven se inclinó hacia uno y otro lado para facilitarle la labor, sin quitarle ni un momento los ojos de encima, de la misma manera que ella tampoco se los quitaba a él como no fuera para atenderle en sus necesidades.
¡Vaya, vaya! pensó filosóficamente Cadfael. Me parece que Hugo Berengario buscar{ en vano a su prometida…, si es que efectivamente la busca.
—Bueno, muchacho —dijo en voz alta—, sois un honor tanto para mí como para vos, la herida está cicatrizando muy bien. Este corte con el que alguien intentó cercenaros el brazo lo conservaréis toda la vida, pero, dentro de un mes, ya podréis sostener un arco. Sin embargo, la cicatriz la tendréis toda la vida. Ahora, valor porque esto escuece un poco, pero es el mejor ungüento para las heridas. Los músculos desgarrados duelen mucho cuando se juntan, pero se juntan muy bien.
—No duele nada —dijo Toroldo como en un sueño—. Fray Cadfael…
—Callaos hasta que os hayamos vendado. Después, ambos podréis hablar todo lo que queráis.
Tan pronto como Cadfael y la muchacha hubieron ayudado a Toroldo a ponerse la camisa y echarse la chaqueta sobre los hombros, los jóvenes empezaron a hablar por los codos, tomando cada uno el hilo del otro como en una ceremonia previamente establecida, al igual que sucede en los pasos de una danza. Incluso sus voces se parecían, como si ambos quisieran igualar los tonos sin darse cuenta. Aún no sabían que estaban enamorados. Creían, en su candor, estar unidos tan sólo por el bando al que pertenecían, lo cual no era sino la parte menos significativa de todo lo sucedido en ausencia de fray Cadfael.
—Le he contado a Toroldo toda mi historia —dijo Godith— y él me ha contado lo único que no nos dijo antes. Ahora os lo quiere contar a vos. Toroldo tomó gustosamente el hilo.
—Tengo el tesoro de FitzAlan bien escondido en lugar seguro —dijo sin andarse con rodeos—. Lo tenía repartido en dos alforjas unidas entre sí, y conseguí mantenerlo a flote en el río, aunque tuve que desprenderme de la espada, la vaina y todo lo demás para aligerar peso. Me detuve bajo el primer ojo del puente de piedra. Vos lo conocéis tan bien como yo. Hace algún tiempo, había un molino de barca amarrado debajo, y la cadena de amarre sigue allí, sujeta a una anilla clavada en una roca. Uno puede agarrarse a ella para recuperar el resuello, y eso hice yo. Después, tiré de la cadena hacia arriba, aseguré con ella las alforjas y las dejé caer al fondo. Me dejé arrastrar por la corriente y llegué desfalleciente hasta aquí, donde Godith me encontró —el muchacho no tuvo el menor reparo en llamar a la joven por su nombre—. Espero y creo que el oro todavía estará en el Severn hasta que yo lo recoja y lo entregue a quien corresponda. Gracias a Dios que está vivo y podrá disfrutar de
él —de pronto, Toroldo experimentó una punzada de inquietud—. No lo habrá
encontrado nadie, ¿verdad? No, pues en tal caso lo sabríamos.
—¡Por supuesto que lo sabríamos, no os quepa la menor duda! No, nadie ha pescado ese pez. ¿Quién buscaría allí? Sin embargo, sacarlo del escondrijo sin que nadie lo vea no será nada fácil. Los tres tendremos que devanarnos los sesos —dijo Cadfael—, a ver qué se nos ocurre. Ahora os diré lo que hice mientras vosotros sellabais vuestra alianza. Lo encontré todo tal como vos dijisteis —añadió, procurando abreviar al máximo su relato—. Las huellas de vuestros caballos y las de vuestro enemigo. Sólo uno. Debió de tratarse de un simple ladrón, no de un fiel servidor deseoso de llenar las arcas reales. Para ello, sembró el camino de abrojos; vuestro pariente recogió varios al día siguiente para que su ganado no se lastimara. Dentro de la cabaña quedan las señales de vuestra lucha. Y, clavado en el suelo de tierra, encontré esto —Cadfael se sacó
de la bolsa del cinto una piedra amarilla toscamente tallada y sujeta por una garra rota, de plata sobredorada.
Toroldo la tomó y la examinó cuidadosamente, sin reconocerla.
—¿Pensáis que pertenece a la empuñadura de una espada?
—¿No a la de la vuestra?
—¿De la mía? —Toroldo soltó una carcajada—. ¿Cómo podría un pobre vasallo como yo poseer un arma tan hermosa como debió de ser ésta? No, la mía era una sencilla espada que perteneció a mi abuelo, con una daga a juego en una gruesa vaina de cuero. Si hubiera sido tan ligera como ésta, hubiera intentado conservarla. No, esto no es mío.
—¿Tampoco de Faintree?
Toroldo sacudió enérgicamente la cabeza.
—Si hubiera tenido una espada así, yo lo hubiera sabido. Nicolás y yo éramos vasallos y amigos desde hacía más de tres años —de pronto, el joven clavó los ojos en el rostro de Cadfael—. Ahora recuerdo un pequeño detalle que tal vez tenga importancia. Cuando conseguí librarme y dejé al otro inconsciente, pisé algo que había bajo el heno, una cosa dura que me hizo dar un traspiés. Puede que fuera esto. ¿Sería acaso de aquel hombre? ¡Sí, claro que sí! Se le rompió mientras rodábamos por el suelo.
—Sin duda, y es lo único que tenemos para identificarlo —dijo Cadfael, tomando de nuevo la piedra para guardársela en la bolsa—. Nadie se desprendería de una pieza tan hermosa por el simple hecho de que hubiera perdido una piedra. El propietario todavía la conserva y en cuanto se atreva se la hará arreglar. Si encontramos la daga, habremos encontrado al asesino.
—¡Quisiera irme y quisiera quedarme! —exclamó Toroldo con vehemencia—. Me gustaría vengar a Nicolás, mi mejor amigo. Sin embargo,
debo obedecer las órdenes y trasladar los bienes de FitzAlan a Francia. Además
—añadió, mirando fijamente a Cadfael—, tengo que llevarme a la hija de Fulke Adeney y entregarla sana y salva a su padre. Si tenéis a bien confiármela.
—Y ayudarnos —añadió Godith, esperanzada.
—Confi{rosla…, es posible que lo haga —contestó Cadfael—. E intentaré
ayudaros en todo lo que pueda. ¡Será muy fácil! Lo único que tengo que hacer,
¡que conste que ella ha tenido la confianza de pedírmelo!, es sacarme dos buenos caballos de la manga, donde incluso los pobres jamelgos tienen un valor inestimable, recuperar el tesoro de su escondrijo y llevaros fuera de la ciudad para que podáis emprender el camino hacia el País de Gales. ¡Una fruslería!