21

Dejé Black Mountain la mañana siguiente, que era lunes, y Wesley quiso acompañarme pero preferí ir sola. Aún me quedaban asuntos por resolver y Benton tenía que quedarse con Marino, que había sido ingresado en el hospital después de un lavado de estómago para evacuar el Demoral que le había administrado Denesa. Cuando estuviera recuperado, al menos en el aspecto físico, Wesley le llevaría consigo a Quantico. Sería preciso interrogar a Marino como se hace con un agente cuando ha estado infiltrado en una organización criminal. Pete Marino necesitaba descanso, seguridad y a sus amigos.

En el avión, no tenía vecino de asiento y tomé muchas notas. El caso del asesinato de Emily Steiner había quedado resuelto cuando yo di muerte a su madre. Ya había efectuado mi declaración ante la policía y el caso seguiría bajo investigación durante un tiempo, pero no estaba preocupada ni tenía motivo para estarlo. Sencillamente, no sabía qué sentía, aunque me molestaba un poco no lamentar en absoluto lo sucedido.

Sólo tenía conciencia de estar tan fatigada que el menor ejercicio me suponía un esfuerzo. Era como si me hubieran transfundido plomo en las venas. Incluso mover el bolígrafo me resultaba difícil, y la mente me funcionaba casi al ralentí. A intervalos, me descubría con la mirada perdida, sin parpadear, e incapaz de saber cuánto tiempo había permanecido así o en qué había estado pensando.

Mi primera obligación era redactar un informe del caso, en parte para la investigación del FBI y en parte para la policía que me investigaba a mí. Las piezas encajaban bien, pero había algunas cosas que no tendríamos forma de saber con seguridad, porque no había quedado nadie para corroborarlas. Por ejemplo, nunca sabríamos a ciencia cierta lo sucedido la noche de la muerte de Emily. Pero yo había desarrollado una teoría.

En mi opinión, Emily se marchó corriendo a su casa antes de que terminara la reunión de juventud y tuvo una disputa con su madre, tal vez durante la cena, en la que, según mis sospechas, puede que la señora Steiner castigara a Emily echando una gran cantidad de sal en su comida. La ingestión de sal es una forma de malos tratos a niños que, por horrible que parezca, no resulta inhabitual.

Puede que Emily fuera obligada a beber agua salada y tras ello empezara a vomitar, lo cual sólo habría servido para que su madre se enfureciese todavía más. Emily habría sufrido una hipernatremia y a continuación entrado en coma. Debía de estar agonizante o ya muerta cuando Denesa Steiner la había trasladado al sótano.

Esta hipótesis explicaría los datos físicos, aparentemente contradictorios, obtenidos del cuerpo de Emily. Explicaría la deshidratación, el elevado contenido en sodio y la ausencia de respuestas vitales a las lesiones.

Respecto a por qué la madre había decidido emular el asesinato de Eddie Heath, sólo se me ocurría que un caso que había recibido tanta publicidad debía de haber despertado un profundo interés en una mujer que, como Denesa, padecía el síndrome de Munchausen por transferencia. Sólo que, en ella, la reacción no había sido la habitual. Denesa había fantaseado acerca de la atención que recibiría una madre si perdía a una hija de una modo tan terrible.

Era una fantasía que debía de producirle una gran excitación y es posible que la desarrollara con detalle en su mente. Aquel domingo por la noche, puede que envenenase y matase a su hija de forma deliberada para hacer realidad su plan, o puede que llevara a cabo éste después de envenenar a Emily accidentalmente, en un ataque de furia. Jamás sabría la respuesta pero, a fin de cuentas, no importaba. Aquel caso no llegaría nunca a un tribunal.

En el sótano, Denesa Steiner había depositado el cuerpo de su hija en la bañera. Según mis cálculos, había sido en aquel momento cuando le disparó un tiro en la nuca, de modo que la sangre escapara por el desagüe. También la desnudó, lo cual explicaba la presencia de la moneda, que Emily no había depositado en la bandeja de la iglesia aquella tarde porque abandonó la reunión antes de que el chico que le gustaba hubiese efectuado la colecta. El cuarto de dólar había caído del bolsillo de Emily sin que su madre —enfrascada en quitarle los pantalones— lo advirtiera, y las nalgas desnudas de la chiquilla habían permanecido sobre la moneda durante los seis días siguientes.

Imaginé que sería de noche cuando, casi una semana más tarde, la señora Steiner fue a recuperar el cuerpo de Emily que había permanecido prácticamente en refrigeración durante todo aquel tiempo. Puede que lo envolviera en una manta, lo cual explicaría las fibras de lana que habíamos encontrado. O puede que lo metiera en un saco de plástico usado para recoger hojarasca. Los restos microscópicos de médula vegetal también encajaban puesto que el señor Steiner había utilizado tal material durante años, cuando trabajaba en la reparación de relojes en aquel sótano. Hasta el momento, la cinta adhesiva de color naranja fluorescente que la mujer había cortado a tiras para inmovilizar a su hija y para atarse ella misma no había aparecido, y tampoco el arma de nueve milímetros. Dudé que encontráramos ninguna de ambas cosas. La señora Steiner era demasiado lista como para conservar unas pruebas tan incriminatorias.

Visto en perspectiva, todo resultaba muy simple. Muy evidente, en muchos aspectos. Por ejemplo, la secuencia en que se habían cortado los pedazos de cinta encajaba perfectamente con lo sucedido. Naturalmente, la señora Steiner había atado a su hija primero y no había tenido necesidad de cortar los fragmentos y pegarlos en el borde de un mueble antes de proceder a ello. No había necesitado vencer la resistencia de Emily porque Emily estaba inmóvil y, por tanto, su madre tenía ambas manos libres.

En cambio, atarse a sí misma resultaba un poco más complicado. Primero, cortó los fragmentos de cinta que iba a utilizar y los pegó a la cómoda por un extremo. Después, procedió a inmovilizarse lo suficiente como para que su versión del asalto resultara creíble, y no se dio cuenta de que no cogía los fragmentos por orden, aunque tampoco había motivo para sospechar que el detalle tuviera importancia.

En Charlotte cambié de avión y, cuando llegué a Washington, tomé un taxi hasta el edificio Russell, donde tenía una cita con el senador Lord. Cuando llegué a su despacho, a las tres y media, estaba en el escaño, en plena votación. Esperé pacientemente en la antesala, donde varios hombres y mujeres jóvenes atendían llamadas sin cesar, pues todo el mundo solicitaba, al parecer, la ayuda del senador. Me pregunté cómo podría vivir con tal carga.

Frank Lord no tardó en aparecer y sonrió al verme. Leí en su mirada que estaba al corriente de todo lo sucedido.

—Kay, cuánto me alegro de verte.

Le acompañé y cruzamos otra sala con más mesas y más personal que atendía más teléfonos, antes de llegar a su despacho privado. Una vez dentro, cerró la puerta. En el despacho colgaban muchos cuadros de pintores excelentes y era evidente que Lord apreciaba los buenos libros.

—El director me ha llamado hace unas horas. Vaya pesadilla. No sé muy bien qué decir…

—Me encuentro bien —le aseguré.

—Ven aquí, por favor.

Me ofreció el sofá y se situó frente a mí, sentado en una simple silla. El senador Lord rara vez ponía el escritorio entre sus visitantes y él. No necesitaba hacerlo pues, como todas las personas poderosas que yo conocía, y eran unas cuantas, la grandeza le hacía humilde y amable.

—Llevo todo el día en un estado de estupor. Un estado mental muy extraño —continué—. Será más adelante cuando tenga problemas. Estrés postraumático y esas cosas. Saber que se produce no la inmuniza a una.

—Quiero que te cuides mucho. Vete a alguna parte y descansa un tiempo.

—Senador, ¿qué podemos hacer por Lucy? Quiero que su nombre quede limpio.

—Creo que eso ya lo has conseguido.

—No del todo. El FBI sabe que la huella dactilar inspeccionada y autorizada por el sistema de identificación biométrica no pudo ser la del pulgar de Lucy, pero eso no exculpa por completo a mi sobrina. Al menos, es la impresión que he sacado.

—No es eso. No es eso en absoluto. —El senador cruzó de nuevo sus largas piernas y desvió la mirada—. Pero puede haber un problema en relación a lo que circula por toda la Central. Los chismorreos, me refiero. Comoquiera que ha salido a relucir el nombre de Temple Gault, hay muchas cosas que no pueden comentarse.

—De modo que Lucy tendrá que callar y aguantar el tipo delante de todo el mundo porque no se le permitirá divulgar lo sucedido, ¿no es eso?

—Lo has expuesto muy bien.

—Entonces, seguirá habiendo quien desconfíe de ella y crea que no debería estar en Quantico…

—Sí, puede que así sea.

—No me parece suficiente —protesté.

Frank me miró con aire paciente y me reprendió:

—No puedes seguir protegiéndola eternamente, Kay. Déjala que encaje sus golpes y afronte los menosprecios. A la larga, eso la hará mejor persona. Tú, limítate a darle consejo legal —añadió con una sonrisa.

—Respecto a eso, voy a hacer cuanto pueda —respondí—. Todavía tiene pendiente una acusación por conducción bajo los efectos del alcohol.

—Lucy fue víctima de un choque en el que el otro vehículo se dio a la fuga, o incluso de un intento de asesinato. Yo diría que eso debería cambiar un poco las cosas a ojos del juez. También le sugeriría que se ofreciera voluntariamente a realizar algún servicio a la comunidad.

—¿Has pensado en algo?

Estaba segura de que sí; de otro modo, Frank no lo habría mencionado.

—A decir verdad, sí. Me pregunto si Lucy estaría dispuesta a volver al ERF. No sabemos hasta dónde ha husmeado Gault en los archivos de CAÍN. Me gustaría sugerirle al director que el FBI utilice a Lucy para seguir los pasos de Gault en el sistema y observar qué partes pueden rescatarse.

—¡Oh, Frank! Sé que estará encantada —declaré con el corazón rebosante de gratitud.

—No se me ocurre nadie mejor cualificado —continuó—. Y le dará ocasión de restaurar su buen nombre. Lucy no hizo nada malo a sabiendas, pero demostró tener poco criterio.

—Se lo diré —asentí.

Al salir del despacho, fui al Willard y tomé una habitación. Estaba demasiado cansada para volver a Richmond y lo que quería hacer realmente era volar a Newport. Quería ver a Lucy, aunque sólo fuera por un par de horas. Quería que supiera lo que había hecho el senador, que su nombre estaba limpio y que tenía un futuro brillante.

Todo iba a salir bien, lo sabía. Deseaba decirle cuánto la quería. Quería ver si era capaz de decírselo, porque me costaba mucho pronunciar tales palabras. Mi primer impulso era mantener prisionero el amor en mi corazón por miedo a que, si lo expresaba, fuera a abandonarme, como había ocurrido con tanta gente en mi vida. Así, había convertido en costumbre atraer sobre mí aquello que temía.

Desde la habitación, llamé a Dorothy y no tuve respuesta. Marqué, pues, el número de mi madre.

—¿Desde dónde llamas esta vez? —preguntó, y oí correr el agua.

—Estoy en Washington —respondí—. ¿Dónde esta Dorothy?

—Casualmente, está aquí, a mi lado, ayudándome a preparar la cena. Tenemos pollo al limón y ensalada… Deberías ver el limonero, Katie. Y los pomelos están enormes. Ahora mismo, mientras hablamos, estoy lavando la lechuga. Si visitaras a tu madre de vez en cuando, podríamos comer juntas. Comidas normales. Podríamos ser una familia.

—Querría hablar con Dorothy.

—Aguarda.

El teléfono golpeó contra algo y Dorothy se puso enseguida.

—¿Cómo se llama el consejero de Lucy en Edgehill? —le pregunté directamente—. Supongo que le habrán asignado a alguien, a estas alturas.

—Tanto da. Lucy ya no está allí.

—¿Cómo dices? ¿Qué es lo que acabas de decir?

—No le gustó el programa y me dijo que quería marcharse. No podía retenerla a la fuerza. Ya es una mujer adulta. Y tampoco estaba condenada a quedarse o algo así.

—¿Qué? —No daba crédito a lo que oía—. ¿Está ahí, con vosotras? ¿Ha vuelto a Miami?

—No —contestó mi hermana con absoluta tranquilidad—. Quería quedarse un tiempo en Newport. Comentó que Richmond no era lugar seguro de momento, o alguna tontería por el estilo. Y no quería venirse aquí.

—¿Que Lucy está sola en Newport con una herida en la cabeza y un problema de alcoholismo y tú te quedas ahí sin hacer nada?

—Vamos, Kay, no empieces a exagerar las cosas como de costumbre.

—¿Dónde se aloja?

—No tengo idea. Sólo dijo que quería perderse por ahí, de momento.

—¡Dorothy!

—Deja que te recuerde que es hija mía, no tuya.

—Sí, ésa será la mayor tragedia de su vida.

—¿Por qué no apartas tus jodidas narices de este asunto, por una vez en la vida? —exclamó ella.

—¡Dorothy! —Oí a mi madre en la lejanía—. ¡No tolero esas palabras malsonantes, ya lo sabes!

—Deja que te diga una cosa —respondí a mi hermana, en el tono medido y frío de la furia homicida—. Si le ha sucedido algo a Lucy, te haré responsable al ciento por ciento. No sólo eres una madre pésima, sino también un ser humano espantoso. Lamento de verdad que seas mi hermana.

Colgué el teléfono. Abrí la guía telefónica y empecé a llamar a compañías aéreas. Había un vuelo a Providence que podía tomar si me apresuraba. Salí de la habitación y crucé el vestíbulo del Willard lo más deprisa que pude. La gente se volvió a mirarme. El portero llamó un taxi y le dije al conductor que le pagaría el doble de lo que marcara la tarifa si me llevaba al aeropuerto volando. El taxista pisó gas a fondo y llegué a la terminal cuando anunciaban el vuelo. Una vez hube ocupado mi asiento, noté un nudo en la garganta y luché por contener las lágrimas. Tomé una taza de té caliente y cerré los ojos. No conocía Newport y no tenía idea de dónde alojarme.

El taxista me advirtió en el aeropuerto de Providence que el trayecto hasta Newport iba a durar más de una hora, puesto que estaba nevando. Tras los cristales salpicados de agua de la ventanilla del taxi contemplé la faz oscura de las escarpadas paredes de granito a ambos lados de la carretera. La piedra estaba acribillada de agujeros de barrena y salpicada de hielo; y el viento que barría el suelo, cargado de humedad, resultaba atrozmente frío. Grandes copos de nieve se estrellaban contra el parabrisas como frágiles insectos blancos, y mirándolos con demasiada fijeza empecé a sentirme mareada.

—¿Podría usted recomendarme algún hotel en Newport? —pregunté al taxista, que hablaba con el acento característico de la gente de Rhode Island.

—Yo diría que el mejor es el Marriott. Está al borde del agua y desde él se puede llegar a todas las tiendas y restaurantes dando un paseo. También hay un Doubletree en Goat Island.

—Probemos en el Marriott.

—Sí, señora. Es el que más le conviene.

—Si fuera usted una muchacha y buscara trabajo en Newport, ¿dónde probaría? Tengo una sobrina de veintiún años que querría pasar una temporada aquí…

Plantear tal cuestión a un completo desconocido parecía una estupidez, pero no sabía qué más hacer.

—En primer lugar, yo no escogería esta época del año. Ahora mismo, Newport está casi muerta.

—Pero si decidiera venir en esta época; si tuviera unos días de vacaciones en la universidad, por ejemplo…

—Hum…

El hombre permaneció pensativo mientras yo me dejaba hipnotizar por el ritmo de los limpiaparabrisas.

—¿En los restaurantes, tal vez? —aventuré.

—Sí, claro. Hay muchos jóvenes empleados eventuales en los restaurantes. Los que están al borde del agua. La paga es bastante buena porque la principal industria de Newport es el turismo. No haga usted caso a quien le diga que es la pesca. Hoy día, un barco con una bodega para catorce mil kilos de pescado vuelve a puerto con mil quinientos, como mucho. Y eso, en un buen día.

El hombre continuó hablando mientras yo pensaba en Lucy y dónde estaría. Intenté penetrar en su mente, leerla, alcanzarla de algún modo a través de mis pensamientos. Recé muchas oraciones en silencio y reprimí las lágrimas y el más terrible de todos los miedos. No podría soportar otra tragedia. No podía perder a Lucy. Eso sería lo último. Sería demasiado.

—¿Hasta qué hora suelen estar abiertos esos locales? —pregunté.

—¿Qué locales?

Me di cuenta de que el taxista seguía hablando de la pesca. Algo acerca de ciertas variedades de peces que se destinaban a comida para gatos.

—Los restaurantes. ¿Estarán abiertos todavía a estas horas?

—No, señora. La mayoría de ellos, no. Es casi la una de la madrugada. Si de veras quiere ayudar a su sobrina a encontrar un empleo, lo mejor es que salga por la mañana. Casi todos los locales abren a las once; algunos, más temprano, si sirven desayunos.

Naturalmente, el taxista tenía razón. De momento, lo único que podía hacer era irme a la cama e intentar dormir un poco. Mi habitación en el Marriott tenía vistas al puerto. Desde mi ventana, el agua era negra y las luces de los hombres que habían salido a pescar se mecían en un horizonte que no alcanzaba a distinguir.

Me levanté a las siete porque de nada me servía seguir acostada. No había dormido. Tenía miedo de lo que pudiera soñar.

Pedí el desayuno, abrí las cortinas y me enfrenté a una mañana gris plomiza. El agua casi se confundía con el cielo. A lo lejos, unos gansos volaban en formación como una escuadrilla militar, y la nieve se había convertido en lluvia. Saber que lo encontraría casi todo cerrado a aquella hora tan temprana no me desanimó para intentarlo y, a las ocho, ya estaba fuera del hotel con una lista de tabernas populares, bares y restaurantes que me había facilitado el conserje.

Deambulé un rato por los muelles, entre marineros de indumentaria adecuada para el tiempo que hacía: impermeables amarillos y pantalones de peto. Me detuve a hablar con cualquiera que quisiera escucharme y en cada ocasión mi pregunta fue la misma, igual que lo fueron las respuestas. Yo describía a mi sobrina y mi interlocutor decía no saber si la había visto. Había tantas muchachas empleadas en los locales para turistas…

Caminaba sin paraguas y el pañuelo que llevaba en la cabeza no me protegía de la lluvia. Pasé junto a esbeltos veleros y yates cubiertos de gruesos plásticos como protección para el invierno, y dejé atrás pilas de grandes anclas rotas y corroídas por el óxido. No había mucha gente, pero varios locales habían abierto ya y hasta que vi fantasmas, duendes y otras criaturas espectrales en los escaparates de Brick Market Place no caí en la cuenta de que estábamos en el día de Difuntos.

Anduve durante horas sobre los adoquines de Thames Street y me detuve a mirar los escaparates de tiendas en las que se vendía de todo, desde conchas pintadas hasta obras de arte. Tomé por Mary Street y pasé por la taberna Inntowne Inn, cuyo encargado no había oído nunca el nombre de mi sobrina. Tampoco la conocían en Christie’s, donde tomé un café y, sentada tras una ventana, contemplé la bahía de Narragansett.

Los muelles estaban húmedos y salpicados de gaviotas como manchas blancas, todas vueltas en la misma dirección.

En aquel momento dos mujeres se acercaban a la orilla a contemplar las aguas. Iban muy abrigadas, con gorros y guantes, y había algo en ellas que me hizo pensar que eran más que amigas. De nuevo me asaltó la preocupación por Lucy y sentí la imperiosa necesidad de seguir la búsqueda.

Entré en The Black Pearl, que estaba en Bannister Wharf, y después en Anthony’s, en el Brick Alley Pub y en The Inn, los tres en Castle Hill. Tampoco obtuve nada del Callahan’s Cafe Zelda ni de un pintoresco local donde vendían strudels y natillas. Visité tantos bares que perdí la cuenta e incluso entré dos veces en alguno de ellos. No vi el menor rastro de Lucy. Nadie podía ayudarme. Estaba segura de que a nadie le importaba, y deambulé por Bowden Wharf presa del abatimiento mientras arreciaba la lluvia. El agua caía en auténticas sábanas desde un cielo gris pizarra. Una mujer que pasaba por mi lado apresuradamente me dirigió una sonrisa.

—No se empape, querida —me dijo—. No hay nada peor.

La vi entrar en el edificio de la Compañía de Langostas Aquidneck, al final del muelle, y decidí seguirla simplemente porque se había mostrado amistosa conmigo. La descubrí al instante en una pequeña oficina, tras un tabique de cristal tan ahumado y tan cubierto de albaranes sujetos con cinta adhesiva que yo apenas alcanzaba a ver sus rizos teñidos y sus manos moviéndose entre los papeles.

Para llegar hasta ella pasé junto a unos tanques de agua verdes, cada uno del tamaño de una barca, llenos de langostas, cangrejos y almejas. Los tanques se apilaban hasta el techo —me recordaron nuestra manera de apilar las camillas en el depósito de cadáveres— y unas conducciones aéreas que transportaban agua bombeada de la bahía la vertían sobre los grandes recipientes y la derramaban por el suelo. El interior del almacén de langostas olía a mar y atronaba como un monzón. Los hombres, enfundados en sus pantalones con peto y en sus botas altas de caucho, tenían el rostro curtido por el viento y el sol y hablaban entre ellos a voz en grito.

—Discúlpeme —dije desde la puerta de la oficina. Hasta aquel momento no había reparado en que la mujer estaba en compañía de un pescador. Sólo entonces lo vi, sentado en una silla de plástico, fumando. Tenía las manos enrojecidas, como en carne viva.

—Querida, pillará un resfriado. Pase a calentarse. —La mujer, que estaba sobrada de peso y sin duda trabajaba demasiado, me sonrió de nuevo—. ¿Quiere comprar unas langostas? —añadió, e hizo ademán de incorporarse.

—No —me apresuré a decir—. Verá, he perdido a mi sobrina. Se ha mudado, o me dio mal la dirección o algo así. Tenía que encontrarme con ella y… En fin, me pregunto si por casualidad la habrán visto ustedes.

—¿Qué aspecto tiene? —quiso saber el pescador. Describí a Lucy.

—Bien, ¿dónde la ha visto por última vez? —inquirió la mujer, que ahora parecía desconcertada.

Hice una profunda inspiración y el pescador adivinó lo que me sucedía. Leyó en mi mente hasta la última palabra. Lo advertí en sus ojos.

—Se fugó, ¿no? A veces, los jóvenes lo hacen —comentó mientras daba una chupada a su Marlboro—. La cuestión es de dónde ha escapado. Si me dice eso, señora, quizá pueda formarme una idea más precisa de dónde pueda estar.

—Estaba en Edgehill —le informé.

—¿Y ha salido con el alta?

El pescador era de Rhode Island y, con su peculiar acento, aplastaba las últimas sílabas como si pisara el extremo de sus palabras.

—Se ha marchado por su cuenta.

—Entonces, o no ha terminado el programa de rehabilitación o el seguro no se hace cargo de los gastos. Sucede muy a menudo, por aquí. Amigos míos internados en ese sitio han tenido que marcharse a los cuatro o cinco días porque el seguro no quería pagar. ¡Para lo que sirve…!

—Mi sobrina no ha terminado el programa —le aclaré. El pescador se quitó la sucia gorra que llevaba y se alisó hacia atrás los rebeldes cabellos negros.

—Supongo que estará usted muy preocupada —intervino la mujer—. Puedo prepararle un café instantáneo…

—Es usted muy amable, pero no, gracias.

—Cuando se marchan tan pronto, suelen empezar de nuevo con la bebida y las drogas —insistió el hombre—. Me disgusta decírselo, pero así son las cosas. Lo más probable, pues, es que la chica haya buscado empleo de camarera o de encargada de barra para estar cerca de lo que quiere. Los restaurantes de por aquí pagan bastante bien. Yo preguntaría en Christie’s o en The Black Pearl, en la zona de Bannister Wharf, o en Anthony’s, en Waites Wharf.

—Ya he probado en todos esos sitios.

—¿Y en The White Horse? Allí podría sacar un buen dinero.

—¿Dónde queda?

—Por ahí. —Señaló en dirección opuesta a la bahía—. Junto a Marlborough Street, cerca del Best Western.

—¿Y dónde podría alojarse? —pregunté—. No es probable que tenga mucho dinero.

—Querida —dijo la mujer—, le diré dónde probaría yo. En el Instituto del Marinero. Queda bastante cerca. Ha tenido usted que pasar por delante de él para llegar hasta aquí.

El pescador asintió y encendió otro cigarrillo.

—Ahí lo tiene. Es un buen lugar para empezar. Allí hay camareras, y en la cocina trabajan vanas chicas.

—¿Qué es ese instituto? —quise saber.

—Un lugar donde los pescadores que pasan una mala racha pueden alojarse temporalmente. Se parece un poco a un albergue de la Asociación de Jóvenes Cristianos, con habitaciones en el piso superior y un comedor y una cafetería.

—Lo gestiona la iglesia Católica. Puede hablar con el padre Ogren, querida. Es el cura que se encarga del local.

—Mi sobrina es una joven de veintiún años. ¿Por qué habría de acudir allí en lugar de a cualquier otro de los sitios que han mencionado? —pregunté.

—Por ninguna razón especial —fue la respuesta del pescador—, a menos que no quiera volver a beber. En ese local no se tolera la bebida —me aseguró con un expresivo gesto de cabeza—. Ahí es precisamente donde va uno si deja el programa antes de tiempo pero no quiere caer de nuevo en la bebida y las drogas. He conocido un montón de tipos que han pasado por el instituto; incluso yo estuve una temporada.

Cuando salí llovía tanto que el agua que caía rebotaba en la acera y se elevaba de nuevo hacia el cielo. Yo estaba calada hasta los huesos, hambrienta, aterida de frío y sin ningún lugar donde ir, como era el caso de tanta gente que llegaba al Instituto del Marinero.

El aspecto del local era el de una pequeña iglesia de ladrillo, pero en la entrada había un menú escrito con tiza sobre un encerado y una pancarta que decía: «Bienvenidos todos». Entré y, al otro lado de la puerta, vi a unos hombres sentados a una barra ante sendas tazas de café y a otros que ocupaban las mesas de un sencillo salón comedor. Las miradas se volvieron hacia mí con cierta curiosidad y vi reflejados en los rostros muchos años de bebida y mala vida. Una camarera que no parecía mayor que Lucy me preguntó si quería comer algo.

—Busco al padre Ogren —le dije.

—Hace un rato que no lo veo, pero pruebe en la biblioteca o en la capilla.

Subí la escalera y entré en una pequeña capilla cuyos únicos ocupantes eran los santos pintados en los frescos de las paredes. Me pareció una capillita encantadora, con cojines de punto de motivos náuticos y suelo de piezas de mármol de varios colores que formaban un dibujo de conchas. Permanecí un instante quieta y contemplé a san Marcos sosteniendo un mástil y a San Antonio de Padua bendiciendo las criaturas de los mares. San Andrés recogía sus redes, y a lo largo de la parte superior de la pared se leía una cita de la Biblia:

Pues Él hará que la tormenta cese y que las olas se calmen. Y ellos se alegrarán de estar en paz y él los llevará a su anhelado refugio.

Mojé las yemas de los dedos en una gran concha llena de agua bendita y me santigüé. Después de una breve oración ante el altar, deposité una limosna en una pequeña cesta de paja. Dejé un billete por Lucy y por mí y un cuarto de dólar por Emily. De la escalera, tras la puerta cerrada, llegaron hasta mí las voces animadas y los silbidos de los residentes. La lluvia repiqueteaba en el tejado como un redoble de tambores sobre un colchón. Más allá de las ventanas opacas chillaban las gaviotas.

—Buenas tardes —dijo una voz serena a mi espalda. Di media vuelta y me encontré ante el padre Ogren, que vestía de negro.

—Buenas tardes, padre —respondí.

—Parece que ha dado usted un buen paseo bajo la lluvia. El sacerdote tenía una mirada apacible y una expresión muy amable.

—Busco a mi sobrina, padre, y estoy desesperada.

No fue necesario que le dijera gran cosa de Lucy. De hecho, aún no había terminado de describirla cuando advertí que el sacerdote sabía de quién le hablaba, y el corazón se me abrió como una rosa.

—Dios es bueno y piadoso —dijo el padre Ogren con una sonrisa—. La ha guiado a usted hasta aquí como guía a otros que se han perdido en el mar. Y como guio a su sobrina hasta nosotros hace unos días. Creo que está en la biblioteca. La he puesto a trabajar allí: cataloga libros y hace otras tareas. Es muy lista. Tiene un proyecto maravilloso para llevar todo esto por ordenador.

La encontré en una mesa de refectorio, en una sala mal iluminada, de paredes con arrimaderos de madera oscura y estanterías llenas de libros gastados por el uso. Estaba de espaldas a mí, enfrascada en elaborar un programa informático por escrito, sin contar con ordenador, como los buenos músicos que componen sus sinfonías en silencio. La noté más delgada. El padre Ogren me dio unas palmaditas en el brazo como despedida y cerró la puerta sin hacer ruido.

—Lucy… —murmuré.

Se volvió y me miró con perplejidad.

—¿Tía Kay? ¡Dios mío! —exclamó en el tono cuchicheante que se emplea en las bibliotecas—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido dónde…?

Tenía las mejillas sonrojadas y una cicatriz en la frente, una marca de un rojo encendido. Acerqué una silla y tomé una de sus manos entre las mías.

—Ven a casa conmigo, por favor.

Lucy continuó mirándome como si viera una aparición.

—Tu nombre está libre de sospechas.

—¿Totalmente?

—Totalmente.

—Así pues, me conseguiste un buen protector.

—Te dije que lo haría.

—Y el protector eres tú misma, ¿verdad, tía Kay? —musitó Lucy, desviando la mirada.

—El FBI ha aceptado que fue Carrie quien te involucró —le aseguré. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Lo que hizo Carrie fue horrible y sé lo dolida y furiosa que debes de estar. Pero te recuperarás. Se sabe la verdad y el ERF quiere que vuelvas. Nos ocuparemos de la denuncia de la policía de tráfico por conducir bebida. El juez se mostrará más comprensivo si se demuestra que alguien te echó de la carretera, y tenemos las pruebas. Pero sigo queriendo que te sometas a tratamiento.

—¿No puedo hacerlo en Richmond? ¿No puedo quedarme contigo?

—Claro que puedes. Bajó la vista y le saltaron las lágrimas. No quería causarle más dolor, pero tenía que preguntarle otra cosa todavía.

—¿Era Carrie con quien estabas en la zona de picnic la noche que te vi allí? Debe de fumar. Lucy se frotó los ojos.

—A veces.

—Lo siento mucho.

—Tú no lo entenderías.

—¡Pues claro que lo entiendo! Tú la querías.

—Todavía la quiero… —Rompió en sollozos—. Eso es lo más absurdo. ¿Cómo es posible? Pero no puedo evitarlo. Y mientras tanto… —se sonó la nariz—, mientras tanto ella estaba con Jerry o comoquiera que se llame… ¡Estaba utilizándome!

—Utiliza a todo el mundo. No has sido la única. Continuó llorando como si fuera a hacerlo el resto de su vida.

—Vamos, Lucy, eso también lo entiendo —susurré, y le rodeé los hombros con el brazo—. No se puede dejar de querer a alguien como si tal cosa. Llevará tiempo…

Mantuve el abrazo largo rato. Sus lágrimas me bañaron el cuello. La abracé hasta que el horizonte fue una línea azul oscuro que cruzaba la noche, y entonces recogimos sus pertenencias y dejamos su espartana habitación. Echamos a andar por las calles adoquinadas y por las aceras llenas de charcos, mientras ventanas y escaparates se iluminaban porque era la Noche de las Ánimas, y la lluvia caída empezaba a helarse.