20
Wesley me dejó ante la escalinata de la iglesia de piedra granítica un poco temprano, pero los feligreses ya empezaban a llegar. Los vi apearse de sus coches y entrecerrar los ojos para protegerse del sol mientras tomaban de la mano a sus hijos. Arriba y abajo de la estrecha calle se oían los golpes de las portezuelas al cerrarse. Noté las miradas de curiosidad clavadas en mi espalda mientras seguía el sendero de piedras que se desviaba a la izquierda hacia el cementerio.
La mañana era muy fría y el sol, aunque deslumbraba, resultaba falto de fuerza, como una sábana fría contra mi piel. Abrí sin resistencia la verja de hierro forjado, algo oxidada, cuya única función era, en realidad, servir de objeto ornamental y de muestra de respeto, pues no impedía que entrara quien quisiera y, desde luego, no era necesaria para retener a quienes allí reposaban.
Las lápidas nuevas de granito pulimentado despedían un brillo frío y las más antiguas estaban ladeadas en diferentes ángulos, como lenguas sin sangre que hablaban desde la boca de las tumbas. Allí, los muertos hablaban también. Hablaban cada vez que alguien los recordaba. La escarcha crujía suavemente bajo mis zapatos mientras me acercaba al rincón donde estaba enterrada la niña. Su tumba, reabierta y vuelta a cerrar, era una cicatriz reciente de arcilla roja. Me saltaron las lágrimas al contemplar de nuevo el monumento, con su dulce ángel y su triste epitafio:
No existe otra en el mundo, la mía fue única.
Pero, esta vez, el verso de Emily Dickinson tenía un sentido distinto. Lo leí con una idea nueva y con una conciencia absolutamente distinta de la mujer que lo había escogido. Sobre todo destacaba aquella expresión «la mía»… Emily no había tenido vida propia, sino que había sido la prolongación de una mujer narcisista y demente con un apetito insaciable de satisfacer su ego.
Para su madre, Emily era un peón, como todos los demás. Todos éramos muñecos a disposición de Denesa, para que ella nos vistiera o nos desnudara, para que nos abrazara o nos descuartizara. Recordé el interior de la casa, lleno de volantes y puntas y estampados infantiles. Denesa era una niña pequeña ávida de atención que había crecido y aprendido a conseguirla. Había destruido cuantas vidas tocó y, cada vez, supo llorar en el tierno regazo de un mundo compasivo. Pobre, pobrecilla Denesa, decían todos de aquella maternal criatura asesina cuyos dientes rezumaban sangre.
El hielo formaba finas columnas sobre la arcilla roja de la tumba de Emily. Yo no estaba muy segura de la explicación física de aquello, pero llegué a la conclusión de que cuando la humedad de la arcilla —un material impermeable— se congelaba, se expandía, como corresponde al hielo, no encontraba otra vía para hacerlo que hacia arriba. Era como si el espíritu de la chiquilla hubiera quedado atrapado por el frío en su intento de levantarse del suelo y brillara al sol con la pureza del agua y el cristal. Sumida en una oleada de pesadumbre, me di cuenta de que amaba a aquella chiquilla, a la que sólo había conocido en la muerte. Podía haber sido Lucy, o Lucy podía haber sido ella. Ninguna de las dos tuvo una buena madre, y una había sido devuelta a casa, mientras que la otra fue eliminada. Hinqué la rodilla y recé una oración. Luego, con un profundo suspiro, me encaminé a la iglesia.
Cuando entré, el órgano tocaba Roca de los Tiempos, porque me había retrasado y la congregación ya entonaba el primer himno. Tomé asiento al fondo de la iglesia con toda la discreción posible, pero aun así provoqué que varias cabezas se volvieran a observarme. En aquel recinto, los extraños destacaban enseguida, probablemente porque eran escasos. El servicio religioso continuó y me santigüé después de cada oración; en mi mismo banco, un chiquillo me contemplaba fijamente mientras su hermana leía la hoja parroquial.
Con su nariz aguileña y la sotana negra, el reverendo Crow tenía el aspecto de un cuervo. Sus brazos eran alas que batían el aire mientras predicaba el sermón y, en los momentos más espectaculares, casi parecía a punto de levantar el vuelo. Las cristaleras de colores que describían los milagros de Jesús brillaban como joyas y las motas de mica en el granito parecían un rocío de oro sobre la piedra.
En el momento de la comunión, observé a los presentes mientras coreaban las estrofas correspondientes al himno. No formaron una fila para acercarse al altar a recibir la hostia y el vino; al contrario, unos ayudantes recorrieron los pasillos repartiendo vasitos de mosto y pequeños pedazos de pan seco. Tomé lo que me ofrecían y después llegó el Gloria y la bendición y, de pronto, todo el mundo inició la salida. Yo me lo tomé con calma. Esperé a que el predicador se quedara solo en la puerta, tras despedir a los últimos feligreses, y le llamé por su nombre.
—Gracias por su sermón tan inspirado, reverendo Crow. Me ha gustado mucho su glosa evangélica.
—Todos podemos aprender siempre del Evangelio. Así se lo digo a mis hijos.
El reverendo me estrechó la mano con una sonrisa.
—A todos nos conviene recordarlo —asentí.
—Estamos muy contentos de haberla tenido con nosotros esta mañana. Supongo que es usted la doctora del FBI de la que me han hablado. Y también la vi el otro día en las noticias.
—Soy la doctora Scarpetta —me presenté—. ¿Tendría la bondad de indicarme quién es Rob Kelsey? Espero que no se haya marchado todavía.
—No, no. —Su respuesta fue la que yo esperaba. Volvió la cabeza hacia la sacristía y añadió—: Rob me ha ayudado en la comunión. Debe de estar guardando los ornamentos.
—¿Le importa si intento localizarlo?
—En absoluto. Y, créame —el reverendo adoptó un tono pesaroso—, apreciamos mucho lo que intentan ustedes aquí. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo. —Movió la cabeza y continuó—: Esa pobre madre… Hay quien le volvería la espalda a Dios después de lo que ella ha pasado. Pero no, señora. Denesa, no. Denesa no falta un domingo. Es una de las mejores cristianas que he conocido.
—¿Estaba aquí esta mañana? —pregunté, notando que una sensación estremecedora me subía por el espinazo.
—Cantaba en el coro, como siempre.
No la había visto, pero en la iglesia había doscientos feligreses por lo menos y el coro estaba en la galería superior, a mi espalda.
Rob Kesley, hijo, era un cincuentón nervudo, vestido con un traje azul barato de rayas finas, que recogía los vasitos de la comunión de los soportes fijados a los bancos. Me presenté, convencida de que se alarmaría al verme, pero parecía uno de esos hombres de carácter imperturbable. Tomó asiento a mi lado en un banco y se dio unos tirones al lóbulo de la oreja con aire pensativo mientras le explicaba lo que pretendía.
—En efecto —asintió con el acento de Carolina del Norte más cerrado que había oído nunca—. Papá trabajó en la fábrica toda su vida. Cuando se jubiló, le regalaron un televisor a color estupendo. Y una aguja de oro macizo.
—Seguro que fue un gran supervisor —apunté.
—Bueno, tardó muchos años en serlo. Antes de eso fue inspector de cajas y antes incluso, un simple embalador.
—¿Qué hacía exactamente? Como embalador, por ejemplo.
—Se encargaba del rellenado de cajas con los rollos de aquella cinta y, más adelante, supervisaba a todos los demás embaladores para asegurarse de que el trabajo se hacía como era debido.
—Entiendo. ¿Recuerda usted que la fábrica produjera alguna vez una cinta adhesiva de color anaranjado fluorescente?
Rob Kelsey, con su cabello cortado casi al cepillo y sus ojos azul marino, meditó la respuesta.
—Desde luego —dijo por fin, y acompañó sus palabras con una expresiva mueca—. Lo recuerdo porque era una cinta fuera de lo común. Nunca he visto otra igual, ni antes ni después. Creo que era para una cárcel de no sé dónde.
—Eso es —confirmé—. Pero me pregunto si un par de rollos de aquella cinta no podría haber terminado aquí. En el pueblo, me refiero.
—Se supone que esas cosas no deben suceder. Pero suceden; porque hay devoluciones y otras incidencias, como rollos de cinta con algún defecto.
Pensé en las manchas de grasa de los bordes de la cinta empleada para atar a la señora Steiner y a su hija. Era muy posible que un lote se hubiera enganchado en alguna pieza de maquinaria o se hubiera manchado de grasa de algún otro modo.
—Y en general, cuando hay productos que no pasan el control de calidad —apunté—, los empleados pueden llevárselos o comprarlos a precio de ganga.
Kelsey no dijo nada. Parecía un poco desconcertado.
—Señor Kelsey, ¿sabe de alguien a quien su padre pudiera haber dado un rollo de esa cinta anaranjada? —le pregunté.
—Sólo una persona se me ocurre. Jake Wheeler. Ya lleva bastante tiempo enterrado, pero antes era el propietario de la lavandería junto al Mack’s Five & Dime. Y, según recuerdo, también era el dueño de la droguería de la esquina.
—Y bien, ¿por qué habría de darle su padre un rollo de esa cinta?
—Verá, a Jake le gustaba la caza, pero recuerdo que, según mi padre, tenía tanto miedo de recibir una bala perdida de alguien que le confundiera con un pavo en la espesura, que nadie quería salir de cacería con él.
Yo callé y esperé. No sabía adonde conducía todo aquello.
—Siempre procuraba hacer mucho ruido y, además, llevaba ropas de tipo reflectante cuando estaba en su puesto. Jack ahuyentaba a todos los cazadores. No creo que le disparase nunca a nada, como no fuera a una ardilla.
—¿Qué tiene que ver eso con la cinta adhesiva?
—Estoy seguro de que mi padre se la daría en son de broma. Quizás era para que Jake envolviera con ella su escopeta, o para que la llevara en la ropa.
Kelsey sonrió y advertí que le faltaban varios dientes.
—¿Dónde vivía Jake? —pregunté.
—Cerca del Pine Lodge. A medio camino entre el centro de Black Mountain y Montreat.
—¿Cabe alguna posibilidad de que su padre regalara ese rollo de cinta a otra persona?
Kelsey contempló la bandeja de los vasitos de la comunión que tenía en las manos y frunció el entrecejo con aire pensativo.
—Por ejemplo —añadí—, ¿Jake cazaba con alguien más? ¿Con alguien que pudiera necesitar la cinta, ya que era del anaranjado fluorescente que al parecer utilizan los cazadores?
—No tengo modo de saber si Jake se la dio a otro. Pero le diré que era muy amigo de Chuck Steiner. Cada temporada salían a perseguir osos, mientras que los demás rezaban para que no encontraran ninguno. No entiendo por qué ha de querer nadie encontrarse frente a frente con un oso pardo. Pues, aunque lo mates, ¿qué hace uno con él, como no sea convertirlo en alfombra? No puedes comerte un oso, a menos que seas Daniel Boone y estés a punto de morir de hambre…
—¿Chuck Steiner era el marido de Denesa Steiner? —pregunté, sin permitir que mi voz trasmitiera lo que sentía.
—Sí, señora. Y un hombre estupendo, además. Todos lo sentimos mucho cuando murió. Si hubiéramos sabido que estaba tan mal del corazón, no le habríamos forzado tanto, le habríamos obligado a tomárselo con más calma.
—Pero era cazador —insistí; tenía que estar segura.
—Desde luego. Yo salí con él y Jake algunas veces. A ellos dos les gustaban los bosques. Siempre les decía que deberían irse a África. Ahí es donde está la auténtica caza mayor. Yo, personalmente, no podría matar un insecto palo, ¿sabe?
—Si es lo mismo que una mantis religiosa, no debería disparar contra un insecto palo. Trae mala suerte.
—No es lo mismo —replicó Kelsey sin inmutarse—. La mantis religiosa es otro bicho completamente distinto. Pero pienso igual que usted: no, señora; por nada del mundo tocaría ni mantis ni palos.
—Señor Kelsey, ¿usted conocía bien a Chuck Steiner?
—Lo conocía de cazar y de la iglesia.
—Enseñaba en la escuela.
—Enseñaba la Biblia en una escuela privada religiosa. Si hubiera podido enviar ahí a mi hijo, lo habría hecho.
—¿Qué más puede decirme de él?
—Conoció a su esposa en California, cuando él estaba en el ejército.
—¿Le habló alguna vez de una hija que murió al poco de nacer? ¿Una niña llamada Mary Jo, que probablemente nació en California?
—Pues no. —El hombre puso cara de sorpresa—. Siempre tuve la impresión de que Emily era su única hija. ¿También perdieron un bebé recién nacido? ¡Oh, Señor, Señor…!
Su expresión era ahora de profunda pena.
—¿Qué sucedió cuando dejaron California? —continué—. ¿Lo sabe usted?
—Vinieron aquí. A Chuck no le gustaba el oeste y había estado ya aquí de muchacho, de vacaciones con su familia. Normalmente, se alojaban en una cabaña, en Gray Beard Mountain.
—¿Dónde queda eso?
—En Montreat. La ciudad donde vive Billy Graham. Ahora, el reverendo Graham no está mucho por aquí, pero he visto a su esposa. —Hizo una pausa—. ¿Sabía usted que Thomas Wolfe vivió en Asheville?
—Sí, ya lo sabía.
—Chuck era muy hábil arreglando relojes. Lo hacía por entretenerse y terminó reparando todos los de la casa Biltmore.
—¿Dónde los arreglaba?
—Fue a la casa Biltmore para ocuparse de los de allí. Pero la gente de por aquí se los llevaba a domicilio: tenía un taller en el sótano.
El señor Kelsey habría seguido charlando todo el día, pero me desembaracé de él con toda la amabilidad posible. Una vez fuera de la iglesia llamé al busca de Wesley desde el teléfono portátil y dejé el código policial 1025, que significaba simplemente: «Reúnete conmigo». Él sabría dónde. Ya contemplaba la conveniencia de volver al pórtico de la iglesia para resguardarme del frío cuando empezó a salir un pequeño grupo de gente que, a juzgar por su conversación, deduje que eran miembros del coro. Casi fui presa del pánico. Y en el instante mismo en que ella aparecía en mi mente, lo hizo también ante mis ojos: Denesa Steiner estaba en la puerta de la iglesia y me sonreía.
—Bienvenida —dijo con voz cálida y ojos duros como el bronce.
—Buenos días, señora Steiner. ¿El capitán Marino ha venido con usted?
—Él es católico.
Denesa vestía un abrigo negro de lana que casi rozaba sus zapatos negros y se estaba poniendo unos guantes negros de cabritilla. No llevaba más maquillaje que un toque de color en sus labios sensuales, y la cabellera, rubia miel, le caía en grandes rizos sobre los hombros. Su belleza me pareció tan fría cómo el día y me pregunté cómo había podido sentir simpatía por ella o dar por sincero su dolor.
—¿Qué la trae por esta iglesia? —inquirió acto seguido—. En Asheville hay una iglesia católica.
Me pregunté qué más sabría de mí. Qué más le habría contado Marino.
—Quería presentar mis respetos a su hija —respondí, mirándola directamente a los ojos.
—Ah, qué gesto tan gentil…
No desvió la mirada y mantuvo su sonrisa.
—A decir verdad, es una suerte que nos hayamos encontrado —continué—. Necesito hacerle unas preguntas. ¿Le parece bien si lo hago ahora?
—¿Aquí?
—Bueno, preferiría en su casa.
—Pensaba almorzar solamente unos emparedados. No tengo ganas de preparar una gran comilona dominical, y Pete está de acuerdo.
—Por favor, no crea que me invito a comer.
Apenas me esforzaba en disfrazar mis sentimientos. La expresión severa de mi rostro reflejaba lo que latía en mi corazón. Aquella mujer había intentado matarme y estuvo a punto de matar a mi sobrina.
—Entonces, supongo que nos reuniremos en casa.
—Le agradecería que me llevara. No tengo coche. Quería ver su coche. Tenía que verlo.
—Pues el mío está en el taller.
—Qué raro, ¿no? El coche es muy nuevo, según recuerdo. Si mis ojos hubieran sido rayos láser, ya le habrían perforado el cuerpo de parte a parte.
—Me temo que me ha tocado el tarado del lote: he tenido que dejarlo en un concesionario de fuera del estado, porque se estropeó mientras estaba de viaje. He venido con una vecina, pero la llevaremos a usted con mucho gusto. Ya debe estar esperando.
Bajé los peldaños de granito tras ella y la seguí por un sendero hasta un nuevo tramo de escaleras. Aparcados en la calle quedaban todavía unos cuantos coches, un par de los cuales ya se disponían a alejarse. La vecina aludida era una mujer mayor que llevaba un sombrerito rosa y un audífono. Estaba tras el volante de un viejo Buick blanco, con la calefacción a toda marcha y escuchando música gospel. La señora Steiner me ofreció el asiento delantero y lo rechacé. No quería tenerla detrás de mí. Quería ver qué hacía en todo momento y deseaba haber traído conmigo la pistola del 38, pero no me había parecido correcto llevar un arma a la iglesia y no se me había ocurrido la idea de que pudiera sucederme nada de aquello.
La señora Steiner y su vecina parlotearon en el asiento delantero y yo permanecí callada en el de atrás. El viaje duró unos pocos minutos y, tras ellos, nos encontramos ante la casa donde Denesa Steiner residía. Advertí que el coche de Marino seguía en el mismo sitio en que estaba la noche anterior, cuando Wesley y yo habíamos pasado por delante del lugar. No podía imaginar cómo sería mi encuentro con Marino. No tenía idea de qué le diría o de cuál sería su actitud hacia mí. La señora Steiner abrió la puerta principal, entramos y distinguí las llaves del coche de Marino y de su habitación del motel, colocadas sobre una bandeja decorada con una ilustración de Norman Rockwell en la mesilla del vestíbulo.
—¿Dónde está el capitán Marino? —pregunté.
—Arriba, durmiendo. —Denesa se quitó los guantes—. Anoche no se sentía muy bien. Ya sabe, corre por aquí un microbio…
Se desabrochó el abrigo y sacudió los hombros levemente para desprenderse de él. Mientras lo hacía, desvió la mirada como si estuviera acostumbrada a ofrecer a quien le interesara la ocasión de contemplar unos pechos que ninguna prenda, por muy matronil que fuese, era capaz de disimular. Su lenguaje corporal resultaba seductor, y en aquel instante me lo dedicaba a mí. Denesa estaba provocándome, aunque no por las mismas razones que provocaría a un hombre: con su actitud sólo se halagaba a sí misma. Era muy competitiva con las demás mujeres, cosa que me revelaba aún más cuál habría sido su relación con Emily.
—Tal vez debería subir a comprobar su estado —propuse.
—Pete sólo necesita dormir. Le llevaré un té caliente y enseguida estoy con usted. ¿Por qué no se acomoda en el salón? ¿Le apetece té o café?
—No, nada, gracias —respondí.
El silencio de la casa me desasosegaba.
Tan pronto la oí subir al piso de arriba, eché una ojeada a mi alrededor. Volví al vestíbulo, guardé las llaves del coche de Marino en mi bolsillo y pasé a la cocina. A la izquierda del fregadero había una puerta que conducía al exterior. Enfrente había otra, cerrada con un pestillo. Retiré éste e hice girar el tirador.
El aire frío y rancio anunciaba el acceso al sótano. Palpé la pared en busca del interruptor de la luz. Mis dedos lo encontraron y lo pulsé, inundando de luz una escalera de madera pintada de rojo. Bajé los peldaños porque sentía el impulso incontenible de que tenía que ver qué había allí. Nada, ni siquiera el temor a que Denesa me descubriera, iba a detenerme.
El banco de trabajo de Chuck Steiner aún seguía en su sitio y sobre él, un montón de herramientas y engranajes y la esfera de un viejo reloj con las agujas paralizadas por el tiempo. Esparcidos sobre la tabla había numerosos botones de médula vegetal, y la mayoría de ellos mostraba alguna huella grasienta de las delicadas piezas que un día habían sostenido o limpiado. Algunos habían caído al suelo de cemento. Los vi acá y allá, revueltos con fragmentos de alambre, clavos de pequeño tamaño y tornillos. Las cajas vacías de varios antiguos relojes de péndulo montaban guardia silenciosa en las sombras. También distinguí antiguas radios y televisores, junto a un surtido de muebles cubiertos de una gruesa capa de polvo.
Las paredes eran de ladrillo macizo blanco, sin ventanas. Sobre un largo tablero había un considerable surtido de ovillos del cable, cordeles y cuerdas de diversos materiales y grosores. Pensé en el macramé que adornaba algunos muebles del piso superior, en la compleja filigrana de hilos anudados que cubría los apoyabrazos, los respaldos de las sillas y las macetas de las plantas colgadas de unos ganchos del techo y evoqué la visión del nudo de horca que le habían retirado del cuello a Max Ferguson. Recapacitando, parecía increíble que nadie hubiera investigado aquel sótano con anterioridad. Mientras la policía buscaba a la pequeña Emily, la niña probablemente ya estaba muerta allí abajo.
Tiré de un cordón para encender otra luz, pero la bombilla estaba fundida. Yo seguía sin linterna y el corazón me latía con tal fuerza que casi era incapaz de respirar mientras deambulaba en torno. En una de las paredes, junto a un montón de leña apilada y cubierta de telarañas, descubrí otra puerta cerrada que conducía al exterior; cerca de la caldera de la calefacción había una tercera que conducía a un cuarto de baño completo. Entré en el baño y encendí la luz. Ante mí tenía unas paredes de porcelana blanca, antigua, salpicada de pintura, y un retrete cuya cisterna no debía de haberse descargado desde hacía años, pues el agua estancada había teñido la taza de herrumbre. En el lavabo había un cepillo de cerdas rígido y doblado como una mano. A continuación, eché un vistazo al interior de la bañera. Casi en el centro de ésta descubrí la moneda de cuarto de dólar con la cara de George Washington hacia arriba, y detecté un resto de sangre en torno al desagüe. De pronto, di un respingo: la puerta de la escalera se había cerrado de golpe. Oí pasar el pestillo. Denesa Steiner acababa de encerrarme en el sótano.
Corrí en una dirección y otra, busqué a mi alrededor con la mirada e intenté pensar qué hacer. Llegué a la puerta contigua a la leña, la que conducía al exterior, retiré el pestillo, quité la silla encajada bajo el tirador y me encontré en el soleado patio trasero. No vi ni oí a nadie, pero tuve la certeza de que ella me observaba. Tenía que saber que saldría por aquella puerta. Y entonces comprendí con creciente horror lo que sucedía. Denesa no pretendía en absoluto encerrarme. Lo que había hecho era dejarme fuera de la casa, asegurarse de que no pudiera volver escaleras arriba.
Pensé en Marino, y las manos me temblaban tanto que casi no pude sacar las llaves del bolsillo mientras doblaba la esquina de la casa y corría hacia el camino particular. Abrí la puerta del copiloto del reluciente Chevrolet. El Winchester de acero inoxidable estaba bajo el asiento delantero, donde Pete guardaba siempre su arma larga.
Noté el fusil frío como el hielo en mis manos cuando corría de nuevo a la casa, tras dejar abierto el coche. Como esperaba, la puerta estaba cerrada, pero a ambos lados había sendas cristaleras y golpeé una de ellas con la culata del arma. El cristal se hizo añicos y cayó suavemente sobre la alfombra del vestíbulo. Me envolví la mano en un pañuelo, la introduje con cuidado por el hueco y abrí la puerta desde dentro. Al cabo de un instante, corría escaleras arriba y, mientras subía los peldaños enmoquetados, me sentí como si fuera otra o como si hubiera perdido mi propia mente: era más una máquina que una persona. Recordé la habitación que tenía la luz encendida la noche anterior y me apresuré hacia allí.
La puerta estaba cerrada y, cuando la abrí, encontré a Denesa sentada plácidamente al borde de la cama en que yacía Marino, quien tenía la cabeza envuelta en una bolsa de basura de plástico, ajustada en torno al cuello mediante cinta adhesiva. Lo que sucedió a continuación fue simultáneo: yo quité el seguro y cargué el fusil al tiempo que ella cogía su pistola de la mesilla y se ponía en pie. Las dos armas se alzaron a la vez y disparé. La ensordecedora descarga la golpeó como una potente ráfaga de viento, y Denesa salió despedida hacia atrás hasta chocar contra la pared mientras yo cargaba y disparaba y volvía a cargar y a disparar, una y otra vez.
Denesa Steiner se deslizó hasta el suelo a lo largo de la pared y la sangre dejó unas largas vetas de color en el papel decorado con motivos infantiles. El humo y la pólvora quemada impregnaron el aire. Abrí a tirones la bolsa que cubría la cabeza de Marino. Vi su rostro amoratado y no le encontré pulso en las carótidas. Le aporreé el pecho, le insuflé aire por la boca una vez y le comprimí el tórax cuatro veces y con un jadeo empezó a respirar de nuevo.
Cogí el teléfono, marqué el 911 y pedí ayuda a gritos, como si hablara por un radioemisor de la policía durante una emergencia.
—¡Agente herido! ¡Agente herido! ¡Envíen una ambulancia!
—¿Dónde se encuentra usted, señora? No tenía idea de la dirección.
—¡La casa Steiner! ¡Por favor, dense prisa! Dejé descolgado el aparato e intenté incorporar un poco a Marino, pero pesaba demasiado y renuncié a hacerlo.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Volví su rostro hacia un lado y hacia otro y, agarrándolo por la barbilla, tiré de ella hacia delante para abrir al máximo sus vías respiratorias. Busqué con la mirada algún frasco de píldoras o cualquier otra indicación de lo que pudiera haberle administrado Denesa. Sobre la mesilla de noche había unos vasos largos vacíos. Olían a bourbon y, aturdida, me volví hacia la mujer. Vi sangre y sesos por todas partes y me puse a temblar como un animal en trance de muerte. Me estremecí y me retorcí entre estertores agónicos. Denesa estaba caída en el suelo, casi sentada, con la espalda apoyada en la pared y en medio de un charco de sangre cada vez mayor. Sus ropas negras estaban empapadas y acribilladas de agujeros. La cabeza le colgaba hacia un lado y desde ella descendía hasta el suelo un reguero de sangre.
Cuando percibí el ulular de las sirenas, sus lamentos se me hicieron eternos hasta que, por fin, reconocí el sonido de numerosas pisadas que subían la escalera a toda prisa y el ruido de una camilla al ser desplegada; y luego, no sé cómo, Wesley estaba allí. Me protegió los hombros con su brazo y me apretó con fuerza mientras unos hombres con mono de trabajo rodeaban a Marino. Al otro lado de la ventana parpadeaban las luces rojas y azules y me di cuenta de que había reventado el cristal con mis disparos. El aire que venía del exterior era muy frío y agitaba las cortinas salpicadas de sangre. Contemplé el estampado de éstas, globos que ascendían por un cielo amarillo pálido, y paseé la mirada por el edredón azul hielo y los animalitos de peluche dispersos por la estancia. En el espejo había calcomanías del arco iris y un cartel del osito Winnie Pooh.
—Es su habitación —murmuré a Wesley.
—Está bien, ya pasó.
Él me acariciaba los cabellos.
—Es la habitación de Emily…