Cuando despierta, es tarde. De inmediato nota que algo no va bien. Extiende la mano y no encuentra nada. Se incorpora asustado, mira a la derecha, mira a la izquierda…

—¡Sang Diu! ¡Sang Diu! —La pequeña ha desaparecido, no está en el colchón—. ¡Sang Diu! —Sus gritos hacen volverse a las mujeres, que pelan verdura sentadas alrededor de la olla. Sus maridos roncan—. ¡Sang Diu! ¡Sang Diu! —repite el anciano como un poseso, y se levanta de golpe, oyendo crujir todos los huesos de su cuerpo y latir su corazón.

De pronto, en la otra punta del dormitorio ve a los tres niños más pequeños. Están riendo a carcajadas. ¿Y a quién ve con ellos? A su nieta, que parpadea asustada mientras los críos se la pasan de mano en mano sin cuidado, sin la menor delicadeza. El señor Linh pega un respingo, cruza el dormitorio y se abalanza sobre los niños.

—¡Quietos! ¡Quietos! ¡Vais a hacerle daño! ¡Todavía es demasiado pequeña para jugar con vosotros!

Coge a Sang Diu, la acaricia, la calma, la tranquiliza. La niña está temblando. Ha tenido miedo.

Al regresar a la esquina de su colchón pasa cerca de las mujeres.

—Sólo son niños, tío —le dice una de ellas—. Tienen derecho a jugar. ¿Por qué no los deja en paz? —El señor Linh aprieta a la niña contra su pecho, pero no dice nada. La mujer lo mira con una mueca de desprecio—. ¡Viejo loco! —refunfuña.

Poco después, para no tener que acercarse a él, la misma mujer le arroja el paquete de cigarrillos diario. El anciano se apresura a guardárselo en el bolsillo del abrigo, con el otro.

Ese día tarda en salir. Se queda un buen rato tumbado en el colchón junto a Sang Diu, que ha vuelto a dormirse. No toca la comida que otra de las mujeres le ha dejado al lado de la cama.

De repente el dormitorio se llena de gritos. Los dos hombres discuten acaloradamente. Se han puesto de pie y se hacen frente como dos gallos de pelea. Uno acusa al otro de hacer trampas. Se agarran y forcejean. Las tres mujeres los miran asustadas. El señor Linh no quiere que su nieta presencie semejante espectáculo. La prepara rápidamente, se viste, sin olvidar ninguna de sus prendas de lana, y sale en el momento en que uno de los hombres, con los ojos desorbitados por la furia, blande un cuchillo ante la cara del otro.

Fuera, el día está gris. Cae una gélida llovizna, la misma que los recibió el día de su llegada, cuando bajaron del barco. El cielo, muy bajo, parece querer aplastar la ciudad. El señor Linh ajusta el gorrito en la cabeza de la criatura. Ya casi no se la ve. Luego se levanta el cuello del abrigo.

La muchedumbre que recorre las aceras ha reanudado su frenética carrera. Ya no hay familias paseando, ya no hay hombres ni mujeres mirando alrededor con una sonrisa. La gente camina a toda prisa con la cabeza baja. Entre ellos, el señor Linh parece un arbolillo arrancado por una corriente que lo arrastra y zarandea sin que él pueda evitarlo.

—¡Señor Taolai! ¡Señor Taolai!

Como en un sueño, el anciano oye una voz cálida y ronca que le da los buenos días dos veces. Pero al punto comprende que la voz no viene de ningún sueño, sino de detrás de él, y en ese preciso instante reconoce la voz. Así que, a riesgo de que se lo lleven por delante, se detiene y se vuelve. A diez metros, ve levantarse un brazo y luego otro, y oye la voz, que le da los buenos días dos veces más.

El señor Linh sonríe. Es como si el sol hubiera desgarrado el gris del cielo. En pocos segundos, el señor Bark llega a su lado, casi sin aliento pero con una ancha sonrisa en el rostro. El anciano cierra los ojos, busca en su memoria las palabras que le enseñó la joven intérprete y, mirando al señor Bark, exclama:

—¡Buenos días!

Al señor Bark le cuesta recuperar el resuello. Ha corrido demasiado. El señor Linh percibe el olor a tabaco de su aliento. El hombre gordo le sonríe.

—¡No sabe usted cuánto me alegro de verlo! Pero venga, si nos quedamos aquí con esta lluvia vamos a coger una pulmonía.

Y, sin pedirle opinión, lo arrastra hacia algún lugar desconocido. El señor Linh se deja llevar. Está contento. Iría a cualquier parte que el hombre gordo quisiera llevarlo. Nota los paquetes de tabaco en el bolsillo y eso le hace sonreír todavía más. Ya no tiene frío. Se olvida del dormitorio, de la mezquindad de las mujeres y las trifulcas de los hombres… Está allí, caminando con su nieta en brazos, al lado de un hombre que le saca dos cabezas, que debe de pesar el doble que él y que fuma sin parar.

El señor Bark empuja la puerta de un café y lo hace entrar. Elige una mesa en un rincón, indica al anciano que se siente en el banco y se deja caer en la silla.

—¡Vaya tiempecito! ¡Qué ganas tengo de que llegue el calor! —exclama el señor Bark frotándose las manos. Luego enciende otro cigarrillo y da la primera calada cerrando los ojos unos segundos, como de costumbre. Mira a la niña y sonríe—. ¡Sandiú! —dice.

El señor Linh asiente con la cabeza y contempla a su nieta, que ha cerrado los ojos en cuanto la ha acostado en el banco, a su lado.

—Sang Diu… —murmura a su vez con orgullo, porque le parece preciosa, porque le recuerda a su hijo y a la mujer de su hijo, y porque a través de ella se remonta al amado rostro de su propia mujer.

—Voy a pedir —anuncia el señor Bark—, o no nos servirán nunca. Confíe en mí, señor Taolai, con este tiempo sé lo que necesitamos para entonarnos, ¿de acuerdo?

El señor Linh no sabe por qué el otro le dice buenos días tantas veces, pero como lo hace con tanta amabilidad y simpatía lo encuentra entrañable. Ha comprendido que acaba de hacerle una pregunta, así que, aunque ignora su significado, asiente levemente con la cabeza.

El señor Bark se levanta y se acerca a la barra. Se dirige al camarero para pedirle las bebidas. El anciano aprovecha para sacar los dos paquetes de cigarrillos y dejarlos en la mesa, junto al encendedor del hombre gordo, un encendedor metálico lleno de abolladuras, como si hubiera recibido innumerables golpes. El señor Bark se entretiene unos instantes en la barra, esperando a que le sirvan. Es la primera vez que el señor Linh lo ve de espaldas. Tiene los hombros un poco encorvados, como los porteadores que se pasan la vida transportando pesados fardos con una pértiga. Puede que trabaje en eso, llevando pértigas cargadas de ladrillos, yeso o tierra.

La voz del señor Bark lo saca de sus meditaciones:

—¡Cuidado, que quema!

Trae dos tazas que humean y difunden un extraño y delicioso aroma, con un toque de limón. Las deja en la mesa y se sienta. Como está concentrado en no derramar las tazas, y también en no quemarse, todavía no ha visto los paquetes de cigarrillos. Cuando repara en ellos, lo primero que piensa es que alguien se ha equivocado. Hace ademán de volverse, pero se detiene, porque acaba de comprender. Mira al anciano, que sonríe pícaramente.

Hace mucho tiempo que el señor Bark no recibe un regalo. De vez en cuando su mujer le compraba una nadería, una estilográfica, una corbata, una cartera… Él también le hacía pequeños regalos fuera de las ocasiones tradicionales: una rosa, un perfume, un pañuelo… Era como un juego entre ambos.

Los coge y los sostiene en la mano, emocionado por esos dos simples paquetes de cigarrillos, que por otra parte son de una marca que no le gusta, que nunca fuma, porque tienen un sabor mentolado que no soporta. Pero eso es lo de menos. Mira los paquetes, mira al anciano sentado frente a él… Siente el impulso de darle un abrazo. No encuentra las palabras, que se le atascan en la garganta. Carraspea y dice simplemente:

—Gracias… Gracias, señor Taolai, no hacía falta pero es un detalle muy bonito, de verdad, muy bonito…

El señor Linh se siente feliz, porque comprende que el hombre gordo también se siente así. Y como parece que en aquel país la gente se da los buenos días cada dos por tres, vuelve a dárselos al señor Bark con las palabras que le ha enseñado la joven intérprete.

—Tiene usted toda la razón —responde el señor Bark—. ¡Es un día estupendo!

Y con sus gruesos dedos retira el celofán de un paquete, quita el papel de plata, le da un golpecito en la parte inferior, ofrece un cigarrillo al señor Linh, que lo rechaza sonriendo, sonríe a su vez con una expresión que viene a significar «¿no, eh?», lo enciende con su abollado mechero, cierra los ojos y da la primera calada.

Y como se los ha regalado el anciano, de repente le saben mucho mejor de lo que recordaba. Sí, muchísimo mejor. El olor a menta le resulta incluso agradable. El señor Bark se siente como aligerado. Tiene la sensación de que sus pulmones se ensanchan, de que respira mejor. Se arrellana en la silla. Se está bien en aquel café.

Eso mismo piensa el señor Linh. Se está bien allí. Apenas hay gente. Están prácticamente solos. La niña duerme como si estuviera en una cama. Todo es perfecto.

—Pero ¡beba, beba! Esto hay que beberlo caliente, si no es como si nada…

El señor Bark da ejemplo. Coge la taza entre las manos, sopla el líquido varias veces y le da un sorbo produciendo una especie de silbido. El anciano intenta imitarlo: coge la taza, sopla, sorbe, silba, pero de pronto le entra tos.

—¡Sí, está fuerte! Pero ya verá, ya verá cómo le hace entrar en calor. El secreto es servirlo bien caliente. Agua hirviendo, azúcar, limón y un buen lingotazo de licor, no importa cuál, el que se tenga a mano. ¡Así de fácil!

El señor Linh nunca ha bebido nada parecido. Desde luego reconoce el sabor del limón, pero todo lo demás le resulta nuevo. Aunque no tanto como la extraña ingravidez que va apoderándose de él y lo hace balancearse en el banco a medida que bebe y el líquido inunda su estómago de calor.

La cara del hombre gordo se ha arrebolado. Tiene las mejillas tan rojas como farolillos de papel. Parece que los cigarrillos le han gustado, porque fuma uno tras otro, encendiéndolos con la colilla del anterior.

El anciano se desabrocha el abrigo, se abre también el impermeable y luego ríe sin motivo. Tiene la cara ardiendo. Y la cabeza un poco ida.

—¿Qué? ¿A que se siente mejor? —le dice el señor Bark—. Mi mujer y yo veníamos aquí a veces, en invierno. Es un sitio tranquilo. No hay demasiado ruido…

Pero de pronto se queda pensativo. Su risa se apaga, como un fuego al que se arroja un puñado de tierra. Hace girar la taza, casi vacía, en la que flota la rodaja de limón. Tiene los ojos brillantes. Inclina la frente. Guarda silencio. Incluso se olvida de encender otro cigarrillo. Es el camarero quien lo saca de su ensimismamiento. Retira las tazas y deja la nota. El señor Bark se mete la mano en el bolsillo, saca unas monedas y se las da.

El señor Linh lo mira y sonríe.

—Qué injusta es la vida a veces, ¿verdad? —le dice el señor Bark.

El anciano no responde, pero sigue sonriendo. Luego, como empujado por una necesidad que no puede controlar, empieza a canturrear:

La mañana siempre vuelve…

Canta la canción en la lengua de su país, que tiene una musicalidad frágil, sincopada y un poco sorda:

siempre vuelve con su luz,

siempre hay un nuevo día…

El señor Bark lo escucha. La cadencia lo subyuga.

y un día serás madre tú.

El señor Linh se calla. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué le ha cantado la canción al hombre gordo? ¿Por qué le ha tarareado unas palabras que él no puede comprender? De pronto se siente avergonzado, pero ve que el señor Bark lo mira y que de nuevo parece feliz.

—Es muy bonito, señor Taolai, muy bonito, aunque no entienda las palabras. Gracias. —El anciano coge con cuidado a la niña, que sigue durmiendo y apenas abre los ojos cuando se la apoya en el pecho, se levanta y se inclina delante del hombre gordo—. He pasado un rato muy agradable —le dice el señor Bark—. Me ha sentado muy bien.

—Buenos días —responde el señor Linh.

—Adiós, señor Taolai —dice el señor Bark—. ¡Hasta mañana, espero!

El anciano se inclina ante él dos veces más. El hombre gordo le pone la mano en el hombro. El señor Linh se va, pero, cuando está a punto de cruzar la puerta del café, oye exclamar al señor Bark:

—¡Y gracias por los cigarrillos!

El anciano se vuelve, lo ve agitando los dos paquetes en la mano, sonríe, inclina la cabeza y sale.

El aire frío le abofetea la cara. El paseo desentumece sus viejas piernas. Se siente muy pesado y muy ligero a la vez. Le duele un poco la cabeza. Tiene un sabor raro en la boca, pero está contento, contento porque ha visto al hombre gordo y ha compartido unos momentos con él, mientras la niña descansaba.

Cuando llega al dormitorio, fuera ha caído la noche. Los dos hombres juegan a las cartas en silencio. Le echan un vistazo con unos ojos sin vida, sin movimiento, que no ven nada, como si el señor Linh ya no existiera. En cuanto a las mujeres, ni siquiera se vuelven. Los niños tampoco.

Desnuda a la pequeña. La lava cuidadosamente y le pone la camisa de algodón. Luego le da un poco de arroz, leche y un trocito de plátano hecho puré. Él no tiene hambre. Se quita la ropa y se acuesta al lado de la niña, que ya se ha dormido. Vuelve a pensar en el hombre gordo, en su sonrisa de sorpresa al comprender que había sido él, el señor Linh, quien le había llevado los cigarrillos. Cierra los ojos. Piensa en el sabor de esa bebida caliente y ácida que ha tomado con él.

Se duerme como un bebé.