El señor Bark arroja el cigarrillo mentolado al suelo y lo aplasta con el tacón. Se siente cansado. Cansado e inútil. Lleva días y días viniendo al banco. Se pasa la tarde entera sentado allí, solo, durante toda la semana, y ahora también los domingos. El señor Taolai no ha vuelto a aparecer y el señor Bark no para de pensar en él. Lo apreciaba. Apreciaba su sonrisa, sus atenciones, su respetuoso silencio, la canción que murmuraba, y también sus gestos. Era su amigo. Se entendían sin necesidad de largos discursos.

El señor Bark ha intentado averiguar qué ha podido pasarle. Al cabo de unos días, cuando comprendió que el anciano no volvería a acudir a la cita, fue al edificio al que tantas veces lo había acompañado. El portero le dijo que, efectivamente, en el primer piso había un dormitorio común para refugiados, pero que ya lo habían cerrado. Habían vendido el piso e iban a poner una compañía de seguros, una agencia de publicidad o algo por el estilo.

El señor Bark le describió a su amigo.

—Sí —dijo el portero—. Sé a quién se refiere. No era mala persona. Un poco solitario, eso sí, pero mala persona no. Alguna vez intenté hablar con él, pero el pobre no entendía ni palabra. Los demás se burlaban de él. Pero, como le digo, ya no está. Se lo llevaron unas mujeres.

En la oficina para los refugiados, a la que se dirigió a continuación, le dijeron, tras consultar una larga lista, que no tenían registrado a nadie que se llamara Taolai. El señor Bark se marchó desalentado.

Es tarde. Tendrá que irse. No le gusta volver a casa. A decir verdad, ya no le gusta casi nada, aparte de fumar, porque eso le recuerda al amigo que ha perdido. Así que saca el paquete de cigarrillos, le propina un golpecito en la parte inferior, coge uno, se lo lleva a los labios, cierra los ojos y da la primera calada.

Y de pronto, mientras el humo perfumado de menta penetra en sus pulmones, mientras contempla la oscuridad con los párpados cerrados, oye una voz lejana, tan lejana como si viniera del más allá, una voz que grita: «¡Buenos días! ¡Buenos días!». El señor Bark se estremece. Abre los ojos. ¡Es la voz de su amigo! ¡La ha reconocido!

—¡Buenos días! ¡Buenos días! —repite la voz.

El señor Bark se ha puesto en pie. Se agita como un poseso, mira a diestro y siniestro intentando descubrir de dónde procede la voz, que se oye cada vez más fuerte, cada vez más cerca, pese a las innumerables bocinas que rugen como si quisieran ahogarla. El señor Bark tiene el corazón en un puño. ¡Ahí está! Al otro lado de la calle, muy cerca, a treinta, a veinte metros quizá, el señor Taolai, vestido con una extraña bata azul, avanza hacia él mirándolo, con una mano tendida y el apergaminado rostro iluminado por una sonrisa.

—¡Buenos días! ¡Buenos días!

El anciano sigue avanzando. El señor Bark se acerca al bordillo de la acera. Está tan contento…

—¡Quédese ahí, no se mueva, cuidado con los coches! —le grita, porque en su alegría y su cansancio el anciano se ha olvidado de la calle, del tráfico, de las motos, los coches y los autobuses que pasan rozándolo, frenan, lo evitan en el último momento…

El anciano avanza radiante, como si lo hiciera sobre una nube o la superficie de un lago. Ve que su amigo el hombre gordo se acerca a él. Lo ve con toda claridad. Oye su voz dándole los buenos días. Mira a su nieta y le dice exultante:

—¿No te había dicho que acabaríamos encontrándolo? ¡Pues ahí lo tienes! ¡Qué alegría!

El señor Bark grita y grita, pero su amigo no parece oírlo. Sigue avanzando. Sonríe. Ahora los dos hombres están a unos diez metros de distancia. Pueden percibir con nitidez el rostro del otro, la alegría del reencuentro en sus ojos.

Pero de repente, como en una película a cámara lenta que no acabara nunca, el señor Linh advierte que las facciones de su amigo cambian, se congelan. Su boca se abre. Lo ve gritar pero no oye su grito, porque en ese preciso instante un ruido espantoso cubre todos los demás. El anciano se vuelve y ve el coche que se abalanza hacia él, medio derrapando con un agudo chirrido de frenos, y al conductor con el rostro crispado y las manos aferradas al volante. El anciano lee el miedo en sus ojos, mezclado con una terrible impotencia. Instintivamente protege lo mejor que puede a su nieta, la rodea con sus brazos, la cubre con su cuerpo como lo haría una armadura, y espera, espera…

Mas la espera no acaba: el grito mudo de su amigo el hombre gordo, al que mira de nuevo sonriendo, la inevitable colisión con el coche lanzado hacia él a toda velocidad, las facciones del conductor desencajadas por el miedo… El tiempo se estira. El señor Linh no tiene miedo, ya no está asustado, ha vuelto a ver a su amigo, es primavera, sólo piensa en proteger a su nieta y le murmura las primeras palabras de la canción, ya tiene el coche casi encima, la niña abre los ojos y lo mira, el anciano le besa la frente y, de pronto, acuden a su mente todos los rostros amados, y a su memoria el olor de la tierra de su país, y el del agua, el del bosque, el del cielo y el del fuego, el olor de los animales, de las flores y los cuerpos, todos los olores juntos, por fin, en el instante en que el coche lo atropella lanzándolo a varios metros de distancia. El anciano, que no siente ningún dolor, logra ovillarse alrededor del cuerpecito de Sang Diu antes de golpearse la cabeza contra el suelo secamente. Y de pronto es de noche.