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Lunes, 28 de julio de 2003
Como la galería cerraba los sábados y domingos durante el verano, mi madre insistía en abrirla los lunes, porque creía que las galerías que solo estaban abiertas cuatro días a la semana no eran «serias». El lunes posterior al prematuro regreso de su luna de miel, John y mi madre se pasaron la mayor parte del día detrás de las puertas cerradas de sus respectivos despachos. Nadie visitó la galería y, hacia las dos de la tarde, el cielo se oscureció y se volvió de un extraño verde cenagoso que me produjo una escalofriante sensación de fin del mundo. De repente se puso a llover. El agua azotaba las grandes ventanas como una lluvia mal fingida en una película y fui a mirar a la gente que se escabullía por la calle. Al cabo de un momento, la calle estaba desierta. Cuando me senté de nuevo, vi que una ventanita se había abierto en la pantalla del ordenador y contenía un mensaje: Hola.
Devolví el saludo. Al cabo de un momento apareció el siguiente mensaje: Solo quería decirte que me gusta tu perfil.
¿Qué perfil?, escribí.
En Gent4Gent: Ardiente e inquieto. Soy Narciso Negro. ¿Has leído mi perfil?
Ok. Comprendí que era John. Al parecer, había visto el perfil que yo había creado la semana anterior. Por un momento pensé poner: «John, soy yo, James», pero antes de que hubiera podido hacerlo John escribió: ¿Trabajas de veras en Sotheby’s?
Sí.
Vaya, eso es fantástico. Yo dirijo una galería de arte en Chelsea.
¿Cuál?
No puedo decirlo. Debo ser discreto. :–)
Muy bien. Comprendo.
¿Has leído mi perfil?
Sí. Es muy interesante.
Gracias. El tuyo también me gusta. ¿Tienes una foto?
No, lo siento.
No importa. Tu descripción es impresionante.
Gracias. La tuya también.
¿En el trabajo?
Sí.
Yo también.
¿Ocupado?
No. Hay muy poco que hacer. ¿Y tú?
Lo mismo que tú. En esta época del año apenas hay movimiento.
Cuéntame lo que haces.
Hubo una pausa y entonces oí que John se levantaba y cerraba la puerta de su despacho.
Perdona. Acabo de cerrar la puerta.
¿Quieres decir que ahora estamos solos?
Ja, ja. Un poco, sí. Me sorprende no conocerte. El mundo del arte es muy pequeño.
Puede que me conozcas.
No lo creo. La única persona a la que conozco en la sección de arte contemporáneo de Sotheby’s es Kendra Katrovicht.
Pues no soy Kendra Katrovicht.
Estupendo. ¿Sabes quién soy?
¿Qué quieres decir?
He pensado que podrías conocerme o haber oído hablar de mí. En el mundo del arte hay muy pocos negros.
No conozco a ninguno. ¿Está lloviendo en el centro?
Sí, muy fuerte.
Lo mismo que aquí.
No estás muy lejos.
Lo sé. Bueno, he de volver al trabajo.
Ok. Yo también.
Ha sido agradable chatear contigo.
Lo mismo te digo. Espero que sigamos en contacto.
Claro. Te añadiré a mis favoritos.
Fantástico. Yo te añadiré también.
Hasta luego.
Seguiremos hablando. Ahora, adiós.
Adiós.
Al cabo de unos minutos John salió de su despacho. Noté que se había detenido detrás de mí y también noté su olor: siempre olía bien, un aroma cálido y limpio que me hacía pensar en su piel.
—¿Estás ocupado? —me preguntó.
—Sí, mucho —respondí—. Toma un número, siéntate y pronto te atenderé.
—Muy divertido, James. La verdad es que voy a encargarte una tarea. Me gustaría que llamaras a Sotheby’s y consiguieras los nombres de todas las personas que trabajan en el departamento de arte contemporáneo, pero no les digas desde dónde llamas. No menciones la galería. ¿De acuerdo?
—¿Quieres que mienta?
—No. Simplemente, no se lo digas.
—¿Y si me lo preguntan?
—Entonces inventa algo.
—¿Quieres decir que mienta?
—Sí —respondió John.
Telefoneé a Sotheby’s, les dije que era un verificador de The New Yorker que estaba poniendo al día la base de datos y obtuve los nombres de todas las personas que trabajaban en el departamento de arte contemporáneo. Añadí a la lista unos pocos nombres falsos y se la envié por correo electrónico a John. Unos minutos después apareció en mi pantalla una ventana con un mensaje.
Hola, decía.
Hola, escribí.
No quiero darte la sensación de que te asedio ni nada de eso, pero esta noche voy a una fiesta en el Frick y me preguntaba si querrías venir conmigo.
No se me había ocurrido que John podría estar realmente interesado en un encuentro. Parecía demasiado extraño que alguien quisiera conocer de veras a alguien que, en el fondo, tal vez ni siquiera fuera una persona.
Perdona, escribió John, he pensado que sería una buena oportunidad para conocerte, pero probablemente estés ocupado.
No, escribí.
Me encantaría conocerte. Pareces muy interesante, aparte de la tontería de Gent4Gent. Es muy difícil conocer hombres inteligentes e interesantes.
¿Qué te hace pensar que soy inteligente e interesante?
Bueno, no conozco a muchos hombres estúpidos y aburridos que trabajen en Sotheby’s y hayan estudiado en la Sorbona.
Estuve a punto de escribir: ni trabajo en Sotheby’s ni he estudiado en la Sorbona, pero entonces recordé que lo había escrito. Y me planteé que si las personas inteligentes e interesantes estudiaban en la Sorbona y trabajaban en Sotheby’s y yo no había hecho ni una ni otra cosa, ¿significaba eso que era aburrido y estúpido? A menudo pienso de esa manera ridículamente reductiva, que achaco a las matemáticas del colegio (aunque no haya llegado muy lejos en ese campo) y que me impulsa a abalanzarme sobre cualquier solución que emerja de la oscuridad de una ecuación.
¿Sigues ahí?, tecleó John.
Sí.
Bien. Creía que te habías ido, asustado. Podemos vernos en otra ocasión, si lo prefieres. O nunca. Como quieras.
No, me va bien esta noche. Me gustaría que nos viéramos esta noche.
Estupendo. Se presenta un libro sobre Fragonard. Llamaré, pediré que incluyan tu nombre en la lista y nos encontraremos allí a las seis y media. ¿Te parece bien?
Claro. Perfecto. Nos veremos entonces.
Espera, escribió John. Necesito saber tu nombre, para la lista.
Ah, sí. Philip Braque. Era uno de los nombres inventados que había añadido a la lista.
Bien. Me llamo John Webster. Nos veremos allí a las 6.30. Encontrémonos en el patio, cerca de la fuente. Te será fácil localizarme.
¿Cómo?
Seré el único negro presente.
Nunca se sabe, escribí.
Créeme, lo sé. Nos vemos a las 6.30.
Muy bien. Hasta luego.
Estoy deseando conocerte. Nos vemos. Adiós.
Durante el trayecto hasta Frick, en el norte de la ciudad, me di cuenta de que no vestía adecuadamente para asistir a una recepción del mundillo artístico, pero ya era demasiado tarde para ir a casa y cambiarme. Me puse la camisa por fuera de los pantalones, confiando en que eso me daría un toque de sofisticación, descuidado pero elegante, como los modelos de la revista GQ.
Una chica de la edad de Gillian estaba sentada en la recepción del Frick. Supuse que acababa de licenciarse por Vassar o Sarah Lawrence y estaba encantada con su nuevo trabajo de asistente de prensa y comunicación de alguna editorial de libros de arte. Esa es otra razón por la que no deseo ir a la universidad, porque no quiero ser alguien que acaba de licenciarse y, con aire de suficiencia, realiza su primer «trabajo de verdad» blandiendo su poder inexistente y creyendo que será director de Vogue o Vanity Fair al cabo de uno o dos años. Era evidente que la aspirante a Anna Wintour sentada en la recepción soñaba con lujosos despachos, almuerzos en The Four Seasons y sesiones de fotos en Tánger.
—Esta noche el museo está cerrado —me dijo, con una sonrisa ruin—. Es una recepción privada.
—Lo sé. Por eso he venido.
—Ah. ¿Su nombre?
A punto estuve de decirle James Sveck, pero entonces recordé que ese no era yo.
—Julian Braque.
Ella examinó la lista de arriba abajo y volvió a hacerlo. Me miró.
—¿Ha dicho Julian Braque?
—Sí —respondí—. Con b. B-R-A-Q-U-E
—Sé cómo se deletrea Braque —dijo ella— y aquí no hay ningún Julian Braque. Hay un Philip Braque.
—Ese soy yo. Julian Philip Braque. Tercero. No suelo usar el primer nombre por razones profesionales. Me confunden con mi padre, Julian Braque, segundo.
—Entonces su padre sería Julian Braque junior.
—¿Qué?
—El nombre de su padre… El segundo es junior y el tercero es eso, tercero, pero no hay segundo.
—Desde luego —dije—, pero a mi padre le disgusta que le llamen junior. Mi padre es un hombre altísimo.
—Seguro —dijo la chica—. Bien, señor Braque, figura usted como invitado de John Webster.
—Exactamente.
—Que disfrute de la recepción.
En cuanto entré en el patio, vi a John. Estaba al lado de la fuente que había en el centro, hablando con una mujer a la que al principio tomé por mi madre, pero entonces me di cuenta de que casi todas las mujeres presentes se parecían a mi madre o, dicho con más precisión, ella se les parecía. Todas llevaban vestidos sin mangas que exponían sus pieles bronceadas y unos collares grandes, tintineantes, de monedas y dijes producto del saqueo a diversas civilizaciones antiguas. La mujer con la que John estaba hablando tenía el cabello largo y teñido de rojo con reflejos castaños, sujeto en lo alto de la cabeza con un descuido deliberado y, mientras conversaba con John, se lo tocaba, extraía las agujas que lo sujetaban y las introducía de nuevo. John se ladeaba un poco, apartándose de ella, como si la mujer lanzara gotitas de saliva al hablar. Consultaba disimuladamente su reloj y miraba a su alrededor, pero a la mujer no parecía importarle (ni percibir siquiera) su evidente falta de atención. Me quedé junto a la pared bajo una de las arcadas. Pasó un camarero con una bandeja de copas de champán y cogí una. Cuando miré de nuevo a John, me estaba mirando fijamente. Parecía sorprendido y perplejo. Levanté la copa, como si brindara por él, y tomé un sorbo. Él pidió disculpas a la mujer de cabello rojizo y se me acercó.
—¿Qué haces aquí, James? —me preguntó.
El tono exigente, casi de censura, en que me hizo la pregunta me molestó, como si fuese un niño en pijama que hubiese irrumpido en la fiesta de los mayores.
—¿Qué quieres decir?
—No bromees conmigo, James. ¿Qué haces aquí? Sé que no estabas invitado.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Estabas invitado?
—Sí, se podría decir que sí.
—¿Se podría decir que sí?
—Me invitó un invitado —respondí.
—¿A quién conoces aquí?
Miré a mi alrededor, esperando ver a alguien conocido o al que pudiera fingir que conocía, pero salvo la dama del cabello rojizo, con la que experimentaba una vaga proximidad, casi una relación, no había nadie. Miré de nuevo a John.
—A ti —le dije.
—Yo no te he invitado.
—Sí que lo has hecho —le dije, consciente de lo infantil que parecía.
Él me miró un momento con extrañeza, como si nunca me hubiera visto hasta entonces.
—No te he invitado, James. He invitado a otra persona y, si mi disculpas, iré a ver si está ahí.
Cuando empezó a irse, le dije:
—No está ahí.
Él se volvió hacia mí.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, podría decirse que está aquí…
—Basta de tonterías, James, no lo encuentro divertido.
Deslicé mi mirada por el patio, como si Philip Braque pudiera estar realmente allí, pero no estaba, claro.
—Soy yo —le dije.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó John.
—Philip Braque soy yo.
—¿Entonces ha sido contigo con quien he chateado esta tarde?
—Sí.
John me miró un momento y al cabo dijo:
—Perdona, James, pero estás muy mal de la cabeza. Que te jodan. —Giró sobre sus talones y se dirigió a una de las salas laterales.
Había pronunciado las últimas palabras tan alto que las personas más cercanas se volvieron a mirarme. No sabía qué hacer. Tomé unos sorbos de champán, pero la mano me temblaba y vertí un poco en la pechera de mi camisa. Fingí no haberme dado cuenta. Me sentía muy tonto observado por todas aquellas personas elegantes y triunfadoras, con la camisa mojada y por fuera de los pantalones, algo que, acababa de comprobar, no me daba un toque sofisticado sino estúpido. Seguí allí un poco más, para no dar la impresión de estar huyendo y, cuando consideré que había dejado bien clara mi ecuanimidad, me di la vuelta y crucé el patio hacia el vestíbulo. Mi amiga estaba colocando hileras de bolsas con un regalo en el suelo de mármol.
—No se olvide de su regalo, señor Braque —me dijo cuando pasé apresuradamente por su lado hacia la salida.
Me quedé un momento en la acera, aturdido, tratando de explicarme lo que había ocurrido, pero en lo único que podía pensar era en que John me había dicho que estaba mal de la cabeza.
Oí que alguien pronunciaba mi nombre y me volví. John estaba detrás de mí. Vi que llevaba una bolsa de regalo y pensé de una manera absurda que, si había cogido una de aquellas bolsas, no podía estar enfadado, pero sí lo estaba.
—Ven conmigo —me dijo.
Me cogió del brazo por encima del codo y me llevó a la esquina de la Quinta Avenida, donde permanecimos un momento en silencio. Pensé que tal vez se disponía a parar un taxi, pero ¿adónde me llevaría?, ¿a algún sitio solitario donde poder matarme? Entonces cambió el semáforo y cruzamos la calle. Caminamos una o dos manzanas en dirección norte y entonces entramos en el parque y fuimos hacia un banco, donde él, con cierta rudeza, hizo que me sentara.
Serían las siete de una hermosa tarde veraniega y el parque estaba denso, verde y encantador. El parque siempre me asombra: el mero hecho de que exista ese enorme espacio abierto en medio de la ciudad. La gente paseaba o patinaba o corría. Todo el mundo parecía tranquilo y feliz.
Durante un rato estuvimos sentados sin decir nada. Temía mirar a John, así que me puse a mirar a los transeúntes. Debí de pensar que, si no lo miraba, él no hablaría, que podríamos estar eternamente sumidos en la idílica quietud que nos rodeaba. Y entonces, de repente, no pude soportar el silencio, la espera a que él me hablara, y le dije:
—Lo siento.
Él no reaccionó, tan solo emitió un extraño gemido. Le miré. Estaba inclinado adelante, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. ¿Lloraba?
—Estoy muy enfadado contigo, James —me dijo al cabo de un momento.
—Lo sé —dije—. Y lo siento…
—No, creo que no lo entiendes. Escúchame. —Pero no habló de inmediato. Un setter irlandés pasó trotando por delante de nosotros, tirando de un hombre con patines que iba detrás—. Lo que has hecho ha sido despreciable, James. Ha sido cruel. No puedes jugar con la gente de esa manera. No es divertido. Es evidente que no tienes idea de lo que significa para mí pensar que he conocido a un hombre interesante que se interesa por mí. Significa mucho. No hay nada que desee más que eso. Nada.
—Lo siento —repetí.
—Ha sido muy cruel. Si fueras adulto, lo comprenderías. ¿Creíste que era divertido?
—No —respondí—. Bueno, sí, en cierto modo. No creí que te lo tomarías tan en serio. Creí que solo pensarías…
—¿Qué?
—No lo sé. Ha sido una estupidez, de acuerdo, pero creí que así te impresionaría, siendo capaz de crear a una persona que te gustara.
—¿Crees que no me gustas?
—Sí, supongo que sí, pero no digo de ese modo. Pensé que te gustaría más…
—¿Qué quieres decir?
—Lo que pensé, supongo, es que si podía crear a una persona que te gustara, verías que yo soy esa persona.
—Pero no eres esa persona. No lo eres, en absoluto.
—Lo sé. Imagino que no me gusta ser quien soy y quiero ser esa persona. Me gustaría serlo.
—Pues entonces conviértete en esa persona. Trabaja y vete a estudiar a la Sorbona, pero no juegues con los demás.
Quería decirle de nuevo que lo sentía, pero sabía que era una excusa demasiado pobre. Lo dije, de todos modos, porque no sabía qué otra cosa decir.
Estuvimos un rato sentados en silencio y entonces John se levantó.
—Me voy caminando al West Side —dijo.
Como no sabía por qué me decía eso, no supe cómo reaccionar.
—Vale.
—Siento mucho que haya ocurrido esto —me dijo—. Estoy muy decepcionado contigo. —Entonces giró sobre sus talones y empezó a alejarse rápidamente de mí.
No sabía qué hacer. Me quedé allí sentado hasta que oscureció. Ocurrió muy despacio, de una manera casi imperceptible. En un momento determinado, cuando parecía que aún quedaba algo de luz en el cielo, los faroles que bordeaban los senderos se encendieron y entonces resultó difícil distinguir la luz real de la artificial. O supongo que la luz de los faroles no era menos real que la luz del cielo, pero había algo falso en ella, y, finalmente, al cabo de un buen rato, esa fue toda la luz que quedó.