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Viernes, 25 de julio de 2003
Mi madre tenía por lo menos razón en una cosa: John no me necesitaba en la galería. Incluso era probable que sin mí por allí trabajara más, porque nos llevábamos bien y pasábamos mucho tiempo charlando. Mis tareas eran limitadísimas: en primer lugar, yo era el responsable de eliminar los restos que se acumulaban en los cubos de basura al final de cada jornada. A la gente le encantaba tratar esas obras de arte valoradas en dieciséis mil dólares como si fueran receptáculos de desechos ordinarios, exactamente la manera en que el artista que las había creado deseaba que el espectador «conectara» con ellas. Encontraba sobre todo monedas (la gente tiene ese impulso, para mí incomprensible, de tirar literalmente su dinero), pañuelos usados y envoltorios de caramelos, pero en ocasiones eran más creativos: llegué a encontrar un condón usado y un pañal sucio. Como suponía que los actos sexual y excretorio causantes de aquellos objetos no habían tenido lugar en la galería, solo cabía pensar que la gente había traído consigo tales contribuciones y esos intentos de creatividad me parecían un tanto inquietantes.
El artista creador de los cubos de basura carecía de nombre. Era japonés y tenía unas interesantes teorías sobre la identidad. Durante un tiempo, al comienzo de su carrera, cambió de nombre cada mes, pues creía que la identidad era líquida y no debía estar constreñida por algo tan rígido como un nombre, pero como al parecer, tras una temporada cambiando de nombre mensualmente, la gente primero le perdía la pista y a continuación el interés por conocerlo o recordarlo, eliminó los nombres por completo. Creo que la irritación de mi madre por la nueva postura de Gillian con respecto a su nombre tenía que ver con la experiencia que había vivido con ese artista. Al principio había pensado que un artista sin nombre que trabajaba con cubos de basura y textos sagrados conseguiría mucha publicidad, pero el hecho de que no tuviera nombre dificultaba su promoción y el entusiasmo inicial de mi madre había derivado en frustración. No se había vendido ni uno solo de los cubos de basura y mi madre lo atribuyó a la falta de atención por parte de los medios o, como decía ella, a la falta de «rumorología». Suplicó al artista innominado que se refiriese a sí mismo como «El Artista Sin Nombre» o, sencillamente, «Sin Nombre» o algo por el estilo que llamara la atención, pero él se negó razonando que esas denominaciones eran nombres, ni más ni menos.
Yo debía conservar todas las cosas que recogía en un cubo de basura guardado en el almacén, porque el próximo proyecto de aquel artista consistía en transformar en arte aquellos desechos. (Mi madre me obligó a tirar el condón usado y el pañal, por razones obvias). Mi segunda tarea en la galería era mantener la agenda de direcciones, es decir, introducir los nombres y direcciones de quienes las anotaban en el libro de visitantes que estaba sobre el mostrador. Como muy pocas personas visitaban la galería en aquellos tórridos días de verano y la mayoría de los visitantes no firmaban en el libro, poner al día la agenda no era una actividad pesada. Todas las mañanas le servía a John un capuccino, una madalena de yogur y dos clases de bayas, dos botellines de agua Evian, The New York Times, el Post y, según el día de la semana, The New Yorker, New York, Time Out o The New York Observer. (John se negaba a suscribirse a diarios y revistas porque opinaba que las etiquetas con las direcciones que les pegaban eran estéticamente comprometedoras).
Si John no comía con alguien, y él se esforzaba por hacerlo a diario, yo iba a buscarle un plato de ensalada a Fabu, la tienda de comida chic situada en la esquina de la Décima Avenida. Todos los días ofrecían un surtido de una docena de ensaladas, entre las que podías escoger una selección de tres por 11,95 dólares, té o café con hielo y un trozo de pan artesano incluidos. (El pan no lo cortaban en rebanadas sino que lo «partían a mano», ya que, al parecer, cortarlo afectaba negativamente a su sabor y textura). Fabu daba a conocer su menú a todo el mundo por fax a las once de la mañana y decidir cuáles iban a ser las tres entre las doce ensaladas que iba a seleccionar ocupaba buena parte de la mañana de John. Finalmente, hacia las cuatro de la tarde me enviaba en busca de un capuccino helado y una barrita de chocolate negro de la marca Milky Way.
Cuando no estaba dedicado a mantener los niveles de azúcar y cafeína de John y había alguien en la galería (cosa que sucedía raramente), me sentaba detrás del mostrador y me dedicaba a teclear con rapidez y eficiencia en el ordenador para dar así la impresión de que el negocio florecía o, al menos, que seguía su curso. Y también estaba preparado para responder a las preguntas de la gente o dar información sobre el arte o el artista, pero lo que la gente solía preguntar era la dirección de otra galería o si podían usar el lavabo.
El resto del tiempo permanecía sentado, charlando con John, un hombre que nunca parecía tener mucho trabajo. John me gustaba mucho. De hecho, aparte de mi abuela, era la única persona que me gustaba. John se había criado en Georgia y a los dieciséis años completó la enseñanza media y obtuvo unas notas increíbles en el examen de acceso a la universidad. Consiguió una beca para estudiar en Harvard, con la obligación de trabajar para la universidad. En tercero consiguió un empleo como guarda de seguridad en el Museo Fogg y lo promovieron rápidamente a guía cuando resultó evidente que podía responder a muchas de las preguntas que dejaban perplejos a los demás guías. John amaba el arte, sobre todo la pintura. Decía que no había visto un cuadro auténtico, un buen cuadro, hasta que llegó a Harvard, pero de niño miraba un libro de arte tras otro y aprendió él solito la historia del arte. Después de Harvard siguió un máster en el Instituto Courtauld de Londres. Se ocupó de la colección de arte del bufete de abogados de mi padre antes de que mi madre lo atrajera hacia ella. (Ignoro la razón por la que los bufetes de abogados tienen colecciones de arte millonarias).
El día siguiente al del inesperado regreso de mi madre era viernes y, sorprendentemente, John ya estaba en su despacho cuando llegué a la galería por la mañana. Estaba sentado a la mesa de su despacho y daba la impresión de estar trabajando, pero yo no tenía idea de en qué podría estar tan ocupado. Dejé sobre la mesa el capuccino, la madalena y una botella de Evian (la otra estaba en el frigorífico).
—Qué temprano has venido —comenté.
—Sí, quería estar aquí en caso de que viniera tu madre. Y una ausencia de varios días genera trabajo. Hay muchos faxes y correos electrónicos que responder. —Señaló el desorden sobre su mesa.
—¿Hay algo que pueda hacer? —le pregunté.
—¿Está al día la agenda?
—Sí, a menos que la gente entrara aquí cuando no estábamos y dejara sus nombres y direcciones.
—Si te parece, dejemos hoy el sarcasmo de lado —protestó John—. Dime, ¿qué ha ocurrido?
Me senté en una de las dos butacas estilo Le Corbusier ante su mesa.
—Parece ser que el señor Rogers es un jugador compulsivo. Robó las tarjetas de crédito de mi madre y perdió unos tres mil dólares.
—¿Tres mil dólares? ¿Eso es todo? Algunas de mis citas me cuestan casi tanto. No creo que eso sea motivo para poner fin a un matrimonio.
—No se trata de la cantidad. Creo que el problema es más bien la pérdida de confianza. Esperó a que estuviera dormida para coger las tarjetas de crédito y salir. La tercera noche de su luna de miel.
—Bien, admito que es una mala manera de comportarse. Y qué vergüenza. Ahora querrá volver a la galería. Las mujeres desdeñadas siempre vuelcan su atención en el trabajo. Esperaba con ilusión un agradable, largo y tranquilo verano. ¿Vendrá hoy?
—No lo sé. Aún estaba acostada cuando he salido de casa.
—Bueno, habrá que esperar a ver qué pasa. Hay mucho correo. Lo he dejado sobre el mostrador. ¿Por qué no lo abres y lo clasificas?
—De acuerdo.
John quitó la tapa perforada de su taza de capuccino.
—¿Qué le pasa a esto? —preguntó.
—¿Cómo? No le pasa nada.
—¿Estás seguro de que lo has pedido con leche semidesnatada?
—Sí —respondí.
Él olisqueó el café.
—No parece estar bien. Tiene ese desagradable aspecto desnatado.
—Es semidesnatada —le dije—. Estoy seguro.
—De acuerdo. Anda, ve a trabajar un poco. Hoy debemos dar en todo momento la sensación de que estamos muy ocupados.
Salí de su despacho y me senté detrás del mostrador. Allí había un gran rimero de correo y empecé a clasificarlo. Hacia las once, cuando el menú de Fabu salía por la ranura del fax, John abandonó su despacho. Tenía tan misteriosa habilidad para percibir exactamente cuándo llegaba el menú de Fabu que solía estar al lado del aparato mientras iba saliendo el papel.
—Maldita sea —masculló—. Hoy me apetecía la ensalada tailandesa de mango y cacahuetes. No hay. ¿Es que no la sirven los viernes?
—No lo sé.
—Me apetece de veras —dijo John—. He estado pensando en ella toda la mañana. Tal vez se han olvidado de incluirla en la lista. ¿Por qué no llamas y les preguntas si tienen?
—Estoy seguro de que si tuvieran estaría en el menú —respondí.
—Bueno, llama de todos modos para asegurarte. —Regresó a su despacho, todavía examinando el menú.
Como sabía que si Fabu ofreciera la ensalada tailandesa de mango y cacahuetes, estaría sin duda en el menú, no llamé para confirmar lo evidente: esperé un momento y entré en el despacho de John y le di la mala noticia.
—Mierda —dijo él—. ¿Por qué me la juegan? ¿Por qué no pueden servir las mismas puñeteras ensaladas todos los días? Esto es de locos. ¿Qué vas a comer tú?
—Hoy es viernes y como con mi padre —contesté. Todos los viernes tenía una cita fija con mi padre para comer en el centro de la ciudad.
—Ah, bueno —dijo John—. Así que estaré aquí solo. Bien, pediré los brotes de espinacas con pera, el orzo con aceitunas y tomates secos, y supongo que la mozzarella con tomate y albahaca.
—¿Y qué quieres para beber?
—Pues… —suspiró, como si le estuviera poniendo las cosas muy difíciles— limonada de jengibre, si tienen. Si no, té de menta con hielo. ¿Irás a buscarlo? Cuando lo traen, tardan una eternidad y las ensaladas terminan hechas una papilla. Me revienta que estén blandas y húmedas.
—He de ir al centro —le dije.
—Lo sé, pero solo será un momento. Por favor. Y tráela con cuidado, no vaya a terminar hecha una papilla.
—De acuerdo, pero tendré que irme temprano.
—Vete cuando quieras —dijo John.
Antes era muy fácil visitar a mi padre en su despacho: solo tenías que cruzar el vestíbulo, tomar el ascensor y subir al piso cuarenta y nueve, pero desde el 11 de septiembre, tienes que hacer cola en el vestíbulo y enseñar a un guarda de seguridad un documento de identidad. Si tu nombre figura en la lista de los visitantes con cita, puedes subir en el ascensor. De lo contrario, has de hacer otra cola, decir al guarda a quién vas a visitar, esperar a que llame a esa persona y te dé su permiso para entrar. Como mi padre se olvida siempre de ponerme en la lista de visitantes («Estoy demasiado ocupado para recordar esa clase de cosas», me dijo, y entonces le pedí que le pidiera a su ayudante que lo haga, pero su ayudante lleva tanto tiempo trabajando para él, creo que unos veinte años, que ya no se considera un ayudante y se niega a hacer tareas administrativas insignificantes y, como su trabajo consiste básicamente en tareas administrativas insignificantes, apenas hace nada), siempre tardo entre quince y veinte minutos en trasladarme desde el vestíbulo a su despacho, donde he de anunciarme a la recepcionista y esperar hasta que mi padre salga a buscarme, pues no les inspiro confianza para que me permitan ir por el pasillo hasta el despacho.
Me senté en la recepción y, mientras esperaba a mi padre, apareció una mujer y firmó en el registro de salidas. Me miró sonriente.
—¿Eres el hijo de John Bigley? —me preguntó.
—No, soy el hijo de Paul Sveck.
Ella dejó de sonreír al instante, como si le hubiera dicho que era el hijo de Adolf Hitler. Me pregunté qué le habría hecho mi padre para alejarla de él. Mientras pensaba en ello, Myron Axel, el supuesto ayudante de mi padre, apareció y me hizo una seña para que lo siguiera. Myron Axel es un hombre raro. En tantísimos años que lleva trabajando para mi padre nunca ha revelado ningún aspecto de su vida privada. Uno podría creer que se trata de una persona reservada, pero cuando lo conoces caes en la cuenta de que es mucho más probable que no tenga una vida privada que revelar. Myron Axel también camina de una manera extraña, con el cuerpo rígido y moviendo solo los pies, como si cualquier otro movimiento pudiera parecer impropio. Le seguí por el largo pasillo en uno de cuyos lados había grandes despachos con ventanas y en el otro pequeños despachos sin ventanas. No creo que pudiera trabajar jamás en un entorno empresarial tan abiertamente jerárquico. Sé que en este mundo no somos todos iguales, pero no soporto los ambientes en los que esta verdad resulta tan obvia. El despacho de mi padre se encuentra en un ángulo del edificio y tiene un panorama asombroso, un cuadro de Diebenkorn (gracias a John Webster), una mesa antigua Florence Knoll, un sofá de cuero (Le Corbusier, por supuesto) y una pecera de agua salada, mientras que Myron Axel trabaja en un armario iluminado por un fluorescente al otro lado del pasillo.
Mi padre estaba hablando por teléfono, pero me hizo una seña para que entrara.
—Gracias —le dije a Myron, que no se molestó en contestar.
Entré en el despacho de mi padre y miré por la ventana el panorama siempre cambiante según las estaciones del año, la luz y la hora del día. Las visitas al despacho de mi padre son el único momento en que soy consciente de que vivo en una gran ciudad. El resto del tiempo, cuando estoy abajo, al nivel del suelo, esa idea de alguna manera desaparece.
—Sé que estás mintiendo y además son unas mentiras tan estúpidas que solo me haces perder tiempo —decía mi padre—. Ni siquiera son interesantes. Cuando estés dispuesto a hablar juiciosamente, vuelve a llamarme. —Y colgó el teléfono—. Hola, James —me dijo—. Aunque parezca que has dormido con ellas puestas, me alegro de que lleves chaqueta y corbata. He pensado que podríamos ir al comedor de los socios. —Mi padre prefiere almorzar en el comedor de los socios porque es más rápido y más barato que cualquiera de los restaurantes del centro, pero siempre finge que lo hace para complacerme, como si comer en una sala llena de trajes fuese emocionante.
Pero mi padre me gusta, aunque sea irritante y bobo. Cómo podría no gustarte un hombre tan apuesto y encantador. Creció en el seno de una familia de clase obrera en New Bedford, Massachusetts, y no se ha habituado a su éxito. Viaja a Londres una vez al año para comprarse los trajes, un zapatero italiano que tiene un molde de escayola de sus pies le confecciona los zapatos, su ropa interior procede de Suiza y las camisas se las hace a medida un sastre de Chinatown. Todas estas extravagancias le producen un gran placer. Es feliz y generoso.
Tamborileó sobre su mesa y se puso en pie.
—¿Nos vamos? Tengo que estar de vuelta a las dos para atender una llamada. —Lo seguí al exterior del despacho. Se detuvo ante la puerta del armario de Myron y le dijo—: Si llama Dewberry, que te dé una dirección a la que podamos enviarle los documentos por FedEx.
No aguardó la respuesta de Myron, supongo que mi padre ya sabe que Myron no suele responder. Avanzó briosamente por el pasillo y yo lo seguí.
Nos dieron una mesa junto a las ventanas, con vistas al puerto de Nueva York, la Estatua de la Libertad y Governor Island. A nuestra derecha, una gran porción de cielo estaba despejada y veíamos partes de Nueva Jersey y del río Hudson que antes habían estado ocultas. Traté de no mirar en esa dirección.
—¿Has tenido noticias de mamá? —le pregunté.
—No —contestó—. ¿Por qué habría de tener noticias de tu madre? ¿No está en la luna de miel de una de sus bodas? —A mi padre siempre le gusta insinuar que mi madre se casa con frecuencia y de una manera indiscriminada por más que en realidad solo se ha casado tres veces.
—No —respondí—. Ayer volvió a casa.
—Tenía entendido que estaría fuera hasta el día 29.
—Así debía ser, pero ha cambiado de planes.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—El señor Rogers le robó las tarjetas de crédito y perdió en el juego unos tres mil dólares.
Mi padre soltó una carcajada, trató de convertirla en una tos y se llevó a los labios el vaso de agua.
—No tiene ninguna gracia —observé.
—Lo sé —admitió él—. Claro que no tiene ninguna gracia. Es solo que bueno, por eso no debes casarte nunca, James. Ya no hay ningún motivo por el que un hombre deba casarse. Las mujeres intentarán convencerte de que sí, pero créeme, no lo hay. No hay ninguna buena razón.
—Bueno, no tengo intención de casarme —comenté.
—Estupendo —dijo mi padre—. Me alegra saberlo.
Llegó el camarero para tomar nota. Mi padre pidió un bistec y yo penne con albahaca y tomates de la huerta.
—Deberías haber pedido un bistec —observó mi padre—. No deberías comer pasta como plato principal. No es propio de hombres.
—Lo tendré en cuenta —añadí.
—No, no lo tendrás en cuenta —dijo mi padre—. Y escucha, ya que estamos hablando de ello, permíteme que te pregunte algo.
—¿Qué?
—¿Eres gay?
—¿Qué? ¿Por qué me preguntas eso?
—¿Por qué? ¿Por qué no? Solo quiero saberlo.
—¿Por qué? ¿Es que así conseguirás alguna exención fiscal o algo por el estilo?
—Muy gracioso, James. No. Es solo que nunca hemos hablado de tu sexualidad y, si eres gay, quiero ayudarte como es debido. No me importa que seas gay, solo quiero saberlo.
—¿No me ayudarías si fuese heterosexual?
—Claro que sí, pero no… Bueno, el mundo ayuda a los heterosexuales. Es la norma. Los heterosexuales no necesitan en realidad ayuda, pero los gays sí. Así que debería hacer un esfuerzo especial. Eso es todo lo que quiero saber. ¿Debería hacer un esfuerzo especial? ¿No debería decir que comer pasta es cosa de maricas?
—La verdad es que no me importa lo que digas —contesté.
—En cualquier caso, me gustaría saber qué cosas debería abstenerme de decir.
—Mira, papá, si eres homófobo, no quiero que cambies por mí.
—¡No soy homófobo, James! Acabo de decir que no me importaría que fueses gay. No me importaría en absoluto.
—Y, entonces, ¿por qué no puedo tomar pasta como plato principal?
—Porque eso no es propio de los gays, yo no he dicho que lo fuera. He dicho que no es propio de hombres.
Interrumpió tan estúpida conversación uno de los colegas de mi padre, el señor Dupont, quien se disponía a salir del comedor e hizo un alto junto a nuestra mesa. Yo había coincidido con el señor Dupont unas cuantas veces en los últimos años.
—Hola, Paul —le dijo a mi padre—. Hola, James.
—Hola, señor Dupont.
—Bueno, tu padre me ha dicho que estudiarás en Yale.
—Creo que en Brown —contesté.
—Ah, sí, Brown. Muy buena universidad, Brown. Huck irá a Dartmouth. Ha rechazado una beca como jugador de hockey en la Universidad de Minnesota. Imagínate cuánto me habría ahorrado.
—Un pastón —dijo mi padre.
—Sí, me costará un ojo de la cara —comentó el señor Dupont—. Bueno, que disfrutéis de la comida. Espero que hayáis pedido el bistec. Hoy es excelente.
Permanecimos un momento en silencio y al rato el camarero nos sirvió la comida. Mi padre miró mi plato de pasta, pero no dijo nada. Cortó el bistec casi crudo y sonrió ante la carne sangrante.
—Bien —dijo después de tomar un bocado—, ¿no vas a decírmelo?
—¿A decirte qué?
—Si eres gay o no.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso tú se lo dijiste a tus padres?
—Yo no era gay —respondió mi padre—. Era hetero.
—¿Entonces si eres gay tienes la obligación moral de informar a tus padres y si eres hetero no?
—Solo trato de ayudarte, James. Solo intento ser un buen padre. No tienes que mostrarte hostil conmigo. He pensado que podrías ser gay y, de ser así, quería hacerte saber que eso no es ningún problema y que me gustaría ayudarte en lo que pueda.
—¿Qué te hace pensar que podría ser gay?
—No lo sé. Es que pareces… bueno, digámoslo de esta manera: no parecen interesarte las chicas. Tienes dieciocho años y, que yo sepa, nunca has tenido una cita con una chica. —Permanecí en silencio—. ¿Me equivoco? ¿No es cierto?
—Que no haya tenido una cita con una chica no significa que sea gay. Y, además, eso de las citas ya no se lleva, nadie tiene citas…
—Bien, lo que tú digas… pero los jóvenes normales pasan el rato, salen a la calle. Puede que tener una cita con una chica no sea el concepto apropiado, pero ya sabes lo que quiero decir.
—¿Crees que no soy normal?
—Los dos sabemos que nunca has sido normal, James. No es necesario que discutamos sobre eso. Bueno, cambiemos de tema. Es evidente que te he tocado la fibra sensible. Lo siento. Solo trataba de ayudarte. —No protesté. Mi padre atacó su bistec como todo un hombre y yo comí con delicadeza mi pasta. Al cabo de un momento me dijo—: ¿Qué significa eso de «creo»?
—¿Cómo?
—Le has dicho al señor Dupont que «crees» que irás a Brown.
—Bueno, es que no estoy seguro.
—¿Cómo que no estás seguro? Claro que irás a Brown. Ya hemos pagado la matrícula. Ahora no puedes cambiar de universidad.
—No estaba pensando en cambiar de universidad.
—Estupendo —dijo mi padre.
—Estoy pensando en no ir a la universidad.
Mi padre dejó los cubiertos sobre la mesa.
—¿Qué?
—No estoy seguro de querer ir. La verdad es que estoy bastante seguro de que no quiero ir.
—¿Qué significa eso de que no quieres ir a la universidad? Pues claro que quieres ir. ¿Qué harás si no, fugarte y unirte a un circo ambulante?
—No lo sé. Tal vez. Pero no quiero ir a la universidad.
—¿Por qué? ¿Por qué no?
—Creo que será una pérdida de tiempo.
—¡Una pérdida de tiempo! ¿La universidad?
—Para mí sí. Estoy convencido de que puedo aprender por mí mismo todo lo que desee saber leyendo libros y buscando el conocimiento que me interesa. No veo la utilidad de pasar cuatro años, cuatro años muy caros, aprendiendo un montón de cosas que no me interesan especialmente y que sin duda olvidaré, tan solo porque eso es lo que se debe hacer. Y, además, no soporto la idea de pasar cuatro años en compañía de estudiantes universitarios. Me aterra.
—¿Qué problema tienen los estudiantes universitarios?
—Serán todos como Huck Dupont.
—No conoces a Huck Dupont.
—No necesito conocerlo. El hecho de que se llame Huck y que le hayan dado una beca como jugador de hockey en la Universidad de Minnesota me basta.
—¿Qué tiene de malo el hockey?
—Nada, si te gustan los deportes sangrientos, pero no creo que a alguien se le deba conceder una beca en una universidad estatal por ser un psicópata.
—Mira, olvídate de Huck Dupont. Él irá a Dartmouth y tú a Brown. Dudo de que tengan siquiera un equipo de hockey.
—Que en Brown haya un equipo de hockey o no es lo de menos. La cuestión es que no quiero que te gastes un montón de dinero en algo que no valoro ni tiene significado para mí. Me parece una obscenidad pagar miles de dólares para que vaya a la universidad habiendo tanta gente pobre en el mundo.
—Pero, James, que exista pobreza no es una buena razón para que no vayas a la universidad. Y la existencia de la pobreza no te impide hacer otras cosas tontas y extravagantes, como comerte un plato de pasta de dieciocho dólares.
—Esto no cuesta dieciocho dólares —protesté.
—Lo costaría si pagáramos el precio de mercado.
—Bueno, si eso es tonto y extravagante, ¿por qué ir a la universidad no es tonto y extravagante?
—Porque la universidad es una inversión de futuro. No recorre tu aparato digestivo en veinticuatro horas. Pero no digas bobadas, James. Vas a ir a la universidad. Te encantará. Eres un joven inteligente. Sé que la secundaria te ha resultado un tanto difícil y aburrida, pero la universidad es diferente. Te enfrentarás a retos y te sentirás estimulado, créeme.
—¿Por qué todo el mundo tiene que ir a la universidad?
—No va todo el mundo —respondió mi padre—. La verdad es que lo hace muy poca gente. Pasarte cuatro años en busca de conocimiento es un privilegio. Yo diría que es precisamente lo más apropiado para un chico como tú.
—Yo no lo veo así. Creo que puedo aprender todo lo que necesito y quiero saber leyendo a Shakespeare y Trollope.
—¿Qué te propones hacer entonces? ¿Quedarte en casa sentado y leyendo a Trollope durante cuatro años?
—No —respondí—. Quiero comprar una casa.
—¿Una casa? ¿Estás loco? ¿Tienes idea de lo que valen las casas?
—No me refiero a Nueva York sino a Indiana o Kansas o Dakota del Sur, algún sitio así.
—¿Y de dónde sacarás el dinero para comprar una casa?
—Si me dieras un tercio del dinero que vas a gastarte para enviarme a Brown, fácilmente podría dar una buena entrada para comprar una bonita casa.
—¿Y qué harías en esa bonita casa en Kansas? ¿Leer a Trollope?
—Sí, entre otras cosas —respondí—. También me gustaría trabajar.
—Supongo que en el McDonald’s del pueblo.
—Tal vez. ¿Por qué no?
—Tu madre y yo no te hemos criado para que trabajes en un McDonald’s de Kansas, James. Te hemos criado para que seas una persona educada y bien formada. Si después de cuatro años de universidad, deseas trasladarte a Kansas y trabajar en un McDonald’s, la decisión será tuya. Tu madre y yo estamos de acuerdo al respecto, así que no seguiremos hablando de este tema, porque vas a ir a la universidad, donde te formarás, serás feliz y además leerás a Shakespeare y Trollope.
No le respondí. Comimos en silencio durante un rato.
—Dime, ¿cómo está tu madre? —me preguntó finalmente—. ¿Está bien?
—Creo que sí —respondí—. Solo está molesta. Y triste.
—Ya, pero si algo bueno tiene tu madre es que no estará triste mucho tiempo.
Detesto que mi padre haga esta clase de observaciones sobre mi madre o que ella las haga sobre mi padre. Creo que cuando te divorcias pierdes el derecho a comentar las acciones o el carácter de tu ex.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana? —le pregunté—. ¿Irás a la playa?
Cuando mis padres se separaron, también tenían una casa en East Hampton: mi madre se quedó con el piso en Manhattan y mi padre con la casa en la playa. Los primeros años Gillian y yo pasamos allí con él los meses de julio y agosto, pero en los dos últimos años ese plan había sido más informal y, con la aquiescencia de mi padre, habíamos utilizado la casa a nuestro antojo.
—No, este fin de semana me quedo en la ciudad.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Nada importante. Me voy a someter a una pequeña intervención.
—¿Intervención? ¿Qué te pasa?
—No me pasa nada.
—¿Entonces por qué van a operarte?
—En realidad no es una intervención quirúrgica. No estaré ingresado en un hospital. Se trata de un procedimiento muy simple. Nada grave.
—Bueno, ¿de qué se trata? ¿Qué van a hacerte?
—Una operación ocular.
—Ah. ¿Cirugía con láser?
—No exactamente.
—¿Qué es entonces?
—Prefiero no decirlo, James. La cuestión es que este fin de semana no estaré en la casa. Tú y Gillian podéis ir cuando queráis.
—¿Es una operación de cirugía estética?
—No —respondió mi padre.
—Menos mal.
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé. Me parecería muy raro que alterases tu aspecto por simple vanidad. Creo que estás muy bien, papá, y no necesitas ninguna operación.
—¿Y qué me dices de estas bolsas que tengo bajo los ojos? —preguntó.
—¿Qué bolsas?
—Estas —respondió, señalando la oscura bolsa ligeramente protuberante debajo de cada ojo.
—Eso no son bolsas, papá. Duerme bien por la noche y deja de comer carne. Eso es todo lo que tienes que hacer.
—Claro que son bolsas y me las van a arreglar el sábado. Y eso no es asunto tuyo.
—Vaya, papá. Cirugía estética.
—Ya no se llama cirugía estética. Es cirugía cosmética voluntaria.
—Vaya, papá. Cirugía cosmética voluntaria.
—No es nada serio. No se lo digas a Gillian ni a tu madre, por favor. Bueno, yo tengo que volver. No quiero desatender esa llamada telefónica. ¿Quieres algo de postre? Puedes quedarte y pedir lo que quieras.
—No, gracias.
—Pues entonces alcemos el vuelo —dijo mi padre.
En el metro que me llevaba al norte de la ciudad, de regreso a la galería, pensé en lo que le había dicho a mi padre. Yo no tenía el menor deseo de ir a la universidad y prácticamente desde el momento en que Brown me aceptó había tratado de idear un plan alternativo factible, pero había llegado a la conclusión de que era inevitable, creía no tener la opción de saltarme la universidad. Después de haber comido con mi padre, sabía que sí la tenía. No sería fácil y mis padres se enfadarían, pero yo ya era mayor de edad y no podían obligarme a estudiar contra mi voluntad.
El principal problema era que no me gusta la gente en general ni la gente de mi edad en particular y la gente de mi edad es la que va a la universidad. Consideraría la posibilidad de ir si se tratara de una universidad de mayores. Si bien no soy un sociópata ni un bicho raro (aunque no creo que los sociópatas y los bichos raros se identifiquen a sí mismos como tales), lo cierto es que no me gusta estar con gente. Las personas, por lo menos según mi experiencia, pocas veces se dicen cosas interesantes. Siempre hablan de sus vidas, unas vidas que no son muy interesantes, y eso me impacienta. En cierto modo, creo que solo deberías decir algo si es interesante o es absolutamente preciso decirlo. La verdad es que hasta la primavera pasada nunca había sido consciente de hasta qué punto mis sentimientos al respecto me dificultan las cosas.
Viví una experiencia horrible.