Capítulo 1
Ahora me despierto temprano.
Pero antes, inmediatamente antes de que eso se produzca, dedico a Alice y a la librería el espacio de beatitud que está a caballo entre el sueño y la vigilia. Ese momento se anuncia alrededor de las seis, como mucho a las seis y cuarto, cuando el mejunje de hierbas que ha sustituido a las pastillas rompesueños ha cumplido con su deber dejándome clavada a la cama con los ojos bien abiertos y una única sorpresa: las mejores ideas se componen en el silencio hueco de mi habitación.
Y el corazón se apacigua.
Mis tempranos despertares tienen un lado molesto: nada más comer me deslizo en un lamentable estado de letargo y los párpados se cierran como unas puertas metálicas. Si pudiera me cruzaría de brazos sobre el mostrador de la librería y apoyaría la cabeza para echarme una siesta, aunque fuera breve, o me tumbaría sobre el kilim que tengo a mis pies con la nariz entre las patas y la cola reclinada a un lado como Mondo, el setter gordon de Gabriella.
Es evidente que no puedo, así que me contengo.
Para sacudirme la pereza voy al piso de arriba y, con la excusa de llenar el termo, me refugio en el rincón que he dedicado al reposo. No tiene nada de especial, no es una cafetería en el verdadero sentido de la palabra, consiste tan sólo en dos sillones y en varias mesas y sillas de bar que compré en el mercadillo de la Porte de Clignancourt y que luego me enviaron como si fuesen las reliquias de un santo, dado el precio que tuve que pagar por el transporte.
A las diez en punto Sueños & Hechizos abre sus puertas al mundo.
El horario no es casual. Es raro sentir la necesidad de hojear las páginas de una historia de amor nada más desayunar o justo antes de sentarse más tieso que un palo delante del ordenador de la oficina. En caso de que se trate de un lector insomne, mi artesanal salle de thé no es el lugar más adecuado. Los estados de ánimo complejos, como la euforia del enamoramiento, el dolor que produce el abandono inexplicable, el remordimiento que siente el que ha perdido una ocasión, el aturdimiento de la primera noche o la repentina decisión de follar no se ahogan en el café con leche, a pesar del confortante refinamiento de las tazas de porcelana y de los vasos de cristal que se exponen alineados como si se tratase de un batallón de soldados rechonchos. Nada de vasos de papel de coffee break aquí dentro, ni siquiera cruasanes, bollos con uvas pasas o los trozos de pastel típicos de las novelas victorianas: no tengo permiso para vender artículos de consuelo sólidos y jamás he preparado un soufflé.
Antes de abrir el local inhalo mi hora de libertad y me dedico a quitar el polvo. Mi puño ligero, apenas un cosquilleo en descenso, guía la danza del plumero sobre los cantos y las cubiertas. El palo de bambú y la nube de plumas de oca en la punta son un homenaje a mi vieja tata. Se llamaba Maria («como la Callas», decía, orgullosa de ser portadora de un nombre tan consistente y digno) y sacaba brillo a los muebles del comedor entonando Grazie dei fior y Vola Colomba. Cuando regresaba del colegio por la tarde me las encontraba sentadas en la cocina, a ella y a mamá, hablando por los codos. Escuchaba a escondidas los desahogos de una vida desgraciada y, a mis ojos de niña con una imaginación en exceso fértil, Maria era un infatigable modelo de paciencia ante la adversidad.
Mientras quito el polvo canturreo. Canciones pop de los años setenta, la antología de Lucio Battisti, de los Beatles y de Bruce Springsteen. Excluyo las arias de ópera, demasiado complejas para mi débil vocecita. El polvo revolotea en el aire provocándome unos estornudos sincopados de alérgica, pero la tarea de desempolvar es una gimnasia necesaria y el plumero un aliado seguro: se relaciona con los títulos y los escritores, memoriza las portadas, echa un vistazo a las tramas que figuran en las solapas, encuentra a los ausentes, recupera a los que han caído injustamente en el olvido. La silenciosa llamada de la mañana es una bienvenida a las novedades, una forma de intimidad con las novelas que desconozco, la posibilidad de entrelazar historias sin vínculos de género, siglos o ambientaciones. Desde la lúgubre morada de Thornfield Hall, Jane Eyre confiesa la desesperada adoración que siente por Rochester a la impasible Elisabeth Bennet, que simula escapar del astuto señor Darcy, mientras que, guarecido en el sector «Amores bajo el hielo», el señor Stevens suspira encerrado en un testarudo mutismo por la señorita Kenton a la vez que saca brillo a la plata y se traga la envidia que siente hacia La mujer del teniente francés, cuya historia escribió John Fowles y que hace compañía a la carta de Mary McCarthy a Hannah Arendt que me regaló Gabriella para la inauguración en la vitrina de los «Intocables».
Es una infracción, lo sé.
Los manuales para libreros establecen unas reglas precisas para quitar el polvo e insisten sobre la necesidad de ordenar la mercancía — según la llaman los indolentes— por la noche, antes de cerrar. Yo, en cambio, prefiero dejar que los volúmenes dormiten sobre las mesas. Que se enfrenten a la noche solos, libres y sin dueña.
No fue un paso fácil.
Construir un dique para contener mi desmesurada bulimia afectiva requirió un laborioso entrenamiento. El toque de alarma sonó cuando empecé a sentir la guillotina en la boca del estómago cada vez que pretendía comer algo. Normalmente sucedía por la tarde, a eso de las cuatro. Opté por las cosas ligeras, reconsideré la soledad cromática del arroz con aceite, me convertí en una apasionada de las dietas hospitalarias, eliminé la carne roja y devoré batidos de verdura cocida e insulsa. En vano. La hoja invisible regresaba puntual a la hora del té. Vivía en un indefinible estado de espera, presagiaba un cambio, pero no sabía qué hacer ni por dónde empezar.
Buscaba la sencillez.
Necesitaba espacio, atención y dejar de pasarme la vida entre un avión y otro. De manera que, antes de abandonar definitivamente esa existencia, suspendí durante varios años los viajes de trabajo alrededor del mundo y me refugié en el blanco anonimato de Arvidsjaur, un pueblo de la Laponia sueca. Entre filetes de reno y jarras de cerveza oscura trataba de urdir una estrategia que me abriese la posibilidad de llevar una vida digna de ser llamada así. Hasta que un día, en el curso de una excursión «exclusiva e inolvidable» por la landa de hielo en compañía del gigante rubio que me había reservado el hotel y de la que yo disfrutaba acurrucada en un trineo, a unas tres cuartas partes de mi metro y sesenta se encendió la señal, una pantalla interior en la que parpadeaba una única frase: ES HORA DE CAMBIAR. Fue como nacer por segunda vez, pese a que no recordaba mínimamente cómo había sido la primera.
De vuelta en Italia me encontré con la convocatoria del notario Predellini, que luego resultó ser una atractiva señora de unos cuarenta años con la que mi tía se había puesto en contacto. El silbido del tren que pasa una sola vez y al que hay que subirse sin pensárselo dos veces sin importar cuál sea su destino.
Eres «ingenua, imprudente y cabezota. Te lo digo con afecto, Emma, te has vuelto loca». La retahíla de insultos tiene el timbre de barítono del Enemigo Fiel. Se llama Alberto, es asesor fiscal, además del marido de mi mejor amiga desde hace veinticinco años, y ha acaparado mi proyecto desde el principio antes de sentenciar: «No funcionará». La pesadilla de la insolvencia, del fracaso y de la miseria en que me iba a hundir durante los próximos seis meses me perseguía como el fantasma de Banquo, a causa, entre otras cosas, de mi ignorancia en materia financiera, de mi incompetencia abismal para las materias científicas, para resolver enigmas, para hacer punto de cruz o para criar cualquier tipo de raza canina.
«No funcionará», canturreaba como si se tratase de un mantra el Enemigo Fiel. Lo invité a cenar, él y yo solos, con la intención de enseñarle al menos las fotografías.
Estaba a dieta.
Tras desechar la pasta con salsa, me decidí por la lubina al vapor con patatas tempranas, las alubias con aceite y un Trebbiano d’Abruzzo que me había costado una fortuna. Por si acaso renunciaba a su rígido protocolo compré en Cova un pastel de chocolate que había que servir con el mejor vino de postre del mundo, el jerez Pedro Jiménez. El sablazo era necesario para convencerlo de mi proyecto.
— Aquí tienes. He fotografiado las habitaciones para que puedas hacerte una idea del ambiente. Cuando tengas un rato te llevaré a verla. Ya es preciosa y con unos cuantos retoques puede convertirse en una auténtica maravilla. Bastará dar una mano de pintura a las paredes, lijar el parqué, cambiar de sitio los mostradores, añadir un par de mesas y restaurar las estanterías.
Cuando temo una reacción susceptible de interponerse a mis deseos exagero con los detalles.
— Pareces una niña jugando a las tiendas. «Buenos días, señora, ¿en qué puedo ayudarla? ¿Se lo empaqueto?», ese tipo de gilipolleces. Es la crisis de la mediana edad, Emma, tarde o temprano todos pretendemos detener el paso del tiempo cambiando de vida. Se llama adolescencia de regreso. ¿Por qué no te vas de viaje con Gabriella?
— Venga, y también un lifting y una liposucción en los muslos. Quiero estar tranquila. Enséñame las reglas comerciales básicas. Sóóóólo te pido que me eches una mano.
— La competencia es despiadada, Emma. Tendrás que enfrentarte a los centros comerciales, unos tiburones que aplican unos descuentos del quince al veinte por ciento sobre el precio que figura en la cubierta. Por no mencionar las ventas en Internet: eliges un título en el ordenador, pulsas ENVÍA y pasados unos días recibes la mercancía en casa. Te estás metiendo en la boca del lobo.
— ¡Sólo ves el lado negativo de las cosas! Y además será una librería especializada, no una cualquiera.
— Los libros en idioma original se venden ya en todas partes.
— No me refería a eso. No existe una librería especializada en el amor.
— ¡Dios mío! Es una broma, ¿verdad? ¿O ya has decidido pintar las paredes de color rosa peladilla? Es paraliteratura, Emma, los quioscos están abarrotados de novelitas rosas.
— Será una auténtica novedad. Mira que ni siquiera en Londres o en París…
— Precisamente. Deberías preguntarte el motivo. El amor es un tema demasiado parcial como para resistir un balance. Algo parecido a la petanca, al ajedrez o a los caballos. Cosa de especialistas, de unos cuantos exaltados.
— Alberto, la historia de la literatura, toda la historia de la literatura es un flujo ininterrumpido de amor. No se trata de un género en vías de extinción, como los osos panda, la foca enana o las gallinas. Animales de museo, documentales de National Geographic.
— Los niños saben de sobra qué es una gallina; además, no es un animal en vías de extinción.
— Prueba a entrar en una escuela primaria de Milán y pedir a los alumnos que te dibujen una. De un total de diez cinco no sabrán hacerlo. ¿Sabes por qué? Porque nunca han visto un ejemplar vivo en la realidad.
— En resumidas cuentas, que vender novelas es una ruina y abrir una librería dedicada al amor un fracaso asegurado. Una gilipollez, sin ánimo de ofender.
— Te ruego que me creas, Alberto, nadie puede competir con la gracia disoluta del conde Vronsky, alardear del cutis de alabastro del príncipe Andréi, confabular como la marquesa de Merteuil o dar un vuelco a tu vida como ese sinvergüenza de Heathcliff — repliqué con un orgullo vacilante. Era un diálogo de sordos.
Mi asesor fiscal no tenía la menor idea de quién era Heathcliff.
— Devánate los sesos, cuenta hasta diez antes de responderme y explícame qué puede empujar a un cliente a adquirir libros en tu tienda en lugar de hacerlo en el supermercado el sábado por la mañana aprovechando la compra de la semana.
Doy un sorbo al agua con gas, me tomo mi tiempo, y escancio el Trebbiano en su copa. Soy una abstemia ortodoxa, por lo que desconozco el poder del alcohol y me fío de él ciegamente.
— Prueba a decirle a un dependiente anónimo de uno de esos inmensos centros comerciales que lleva prendido en la chaqueta el distintivo ME LLAMO MARCO F.: «Perdone, he reñido con mi novia, ¿me puede aconsejar un libro para hacer las paces?». Marco F. se concentrará en la pantalla de su ordenador mientras teclea el tríptico novia + riña + reconciliación confiando en que el aparato emita una suma algebraica disfrazada de respuesta inteligente o, sin dignarse mirarte a la cara, apuntará con el dedo a la sección de ensayos que se encuentra «al fondo a la izquierda». El ensayo, ¿me entiendes? Las librerías de esas cadenas son unos lugares que más vale no frecuentar, unos no-lugares, como diría Marc Augé. Mi librería será un sí-lugar. Yo no tendré clientes y consumidores, como decís los economistas, sino personas a quienes brindaré cortesía y respuestas, que no se sentirán perdidas como en un supermercado ni experimentarán la sensación de inferioridad que producen los establecimientos para bibliófilos, esa gente que trata a los libros como si fuesen unos monumentos que hay que mirar sin poder tocar. Mi tienda tendrá un rostro humano. Procuraré que la restauración del local cueste poco, meteré muebles de segunda mano, calcula lo que costará ponerla en marcha y, digamos, un año de actividad, pero, te lo ruego, no me apabulles con tus malditos números.
Si bien me sentía ya atrapada en la maraña de la humillación, trataba de agotarlo para contrarrestar su cínica contraofensiva. Tenía que convencerlo.
— Tu entusiasmo me conmueve, querida, pero te digo ya que el mundo, la vida, incluso la actividad reproductora de los animales, todo, en pocas palabras, gira alrededor de esos malditos números.
— La única alternativa es vender la tienda, pero eso supondría matarla. Un homicidio voluntario.
Exhaló un largo suspiro. El delito lo asusta. Quizá.
— Ganarías un buen pico, noventa y cinco metros cuadrados con altillo en pleno centro valen, a ojo de buen cubero, más de un millón de euros. En cualquier caso, de acuerdo, probaré. Estudiaré el asunto y te prepararé un informe de factibilidad. Tengo un par de clientes relacionados con el mundo editorial y no quiero que te deprimas. Sólo trato de evitar que te juegues tus ahorros. Tienes un hijo que mantener y gozas de una magnífica salud, tesoro.
Alberto, que es para mí el hermano que nunca he tenido, se había levantado de la mesa con aire de resignación, se había acercado a la puerta y, una vez allí, me había dejado helada con una risa sardónica, la misma con la que había conseguido llevar al altar a mi amiga del alma. Alberto es alto, fascinante, conserva una cabellera abundante impropia de un asesor fiscal y, tras su apariencia racional y escéptica, oculta un ánimo dulce y generoso. Me abrazó sin traicionarse a sí mismo.
— Ya que estamos, acuérdate de dedicar una estantería a las historias desafortunadas. Estadísticamente son más frecuentes que las felices.
La estantería de los «Corazones destrozados», que se encuentra en el piso de arriba, está dedicada a él con una tarjeta dorada. Él: el asesor fiscal que me permite vivir en paz ocupándose de los códigos de barras y de las facturas y que me autoriza a organizar el almacén con un registro en el que anoto a mano los títulos, los editores, las novelas que he vendido y las que debo reponer. En mi librería, de hecho, no hay ordenadores. Desde que leí que al menos veinte millones de italianos sufren de estrés a causa de las nuevas tecnologías y que la lectura de e-mails y de SMS reduce el coeficiente de inteligencia tengo un buen motivo para vivir sin una dirección de correo electrónico. Me doy el gusto de hacer una sola cosa a la vez. Habituarme a no manejar varios asuntos simultáneamente me resultó tan complicado como aprender un nuevo tipo de gimnasia. Ahora, en cambio, me enorgullezco. He dedicado un rincón al legado de la tía Linda, un verdadero tesoro de sobres y de papel de correspondencia de color pastel bordeado de violetas, de ramilletes de lápices Caran D’Ache con el grado de dureza adecuada, tres tinteros, un montón de cuadernos con las tapas negras y los cantos rojos, mojadedos de esponja, saquitos de gomas, un paquete de lacre rojo, pasadores y chinchetas con la cabeza de colores, borradores de pizarra de fieltro, tarros de Coccoina y de Vinavil, un único ejemplar de carpeta de piel roja con la tapa de potro y el estuche incorporado. En la trastienda de la papelería encontré una Lettera 22 Olivetti, una joya desvencijada que, gracias a la meticulosidad del único artesano milanés que todavía aprecia ese tipo de máquinas de escribir, puedo exponer hoy en la estantería de las novelas epistolares.
Mattia fue el único miembro de la familia que me apoyó.
— Lo más absurdo que le puede suceder a un hijo que conserva los libros escolares en su envoltorio original de celofán es tener una madre librera — dijo. El entusiasmo de mi hijo y el par de guantes pequeños de algodón que aparecieron por casualidad en un cajón de mi tía fueron el viático definitivo.
Ahora me encuentro a mis anchas entre los amores de papel.
Amores seguros que no se desvanecen en una telaraña de arrugas y que han acallado la preocupación compasiva de mis amigos, de mis ex maridos y de mis ex amantes, quienes estaban convencidos de que en el terreno amoroso yo sólo había seguido lo que ellos, los sabihondos, denominan evolución. Es mucho más sencillo: simplemente me he limitado a dar por zanjado el tema. Eso es todo. Y diez años después de que me fugase a Laponia ya no siento náuseas y malestar, mis quimeras están ahora a buen recaudo, en los momentos de desasosiego me basta abrir una buena novela para eliminar la necesidad de enfrentarme a los amores reales.
Soy una mujer realizada.
Paso el trapo por las «Moradas del amor», las alcobas y los hoteles donde se han consumado los matrimonios más sólidos y los enredos ilícitos; la «pequeña y encantadora casa de campo de dos pisos con una verja semicircular» de Margarita Gautier, el «vestíbulo con el suelo de mármol de colores» del intrigante Dambreuse, la «cabaña revestida de madera de abeto sin barnizar» donde la Connie del suicida David Herbert Lawrence no hacía otra cosa que esperar, las casas londinenses de Thomas Carlyle en Chelsea y de John Keats en Hampstead. No he vendido muchos ejemplares durante el Salón del Mueble, a saber por qué, quizá los carpinteros y los diseñadores no se enamoran. Faltan unos minutos para las diez, el tiempo justo para una taza de té a los cítricos.
Subo las escaleras orgullosa del orden monacal que reina en las mesas y en las estanterías. Por las páginas de Ballades d’amour à Paris (una copia única en idioma original que compré a un colega de París) asoma una banderita de color amarillo fluorescente. Detesto que manoseen los libros, pero la culpa de que la gente se comporte en este sitio como si estuviese en su casa la tiene mi tolerancia. Alguien ha dejado una marca y por suerte no ha doblado la esquina de la hoja. Arranco con delicadeza la etiqueta adhesiva para no desgarrar el papel. En ella aparecen escritos con rotulador verde un nombre y un número de teléfono. Ese nombre. ¿Será posible? Lo es.
— Te he comprado un bollo, todavía está caliente, ¿quieres que te lo suba?
Alice tiene la cara enrojecida a causa de la gimnasia, y su pelo mojado tiene el aroma a vainilla del bálsamo.
— Gracias, bajo en cuanto acabe de colocar las cosas en su sitio. Ve abriendo mientras tanto, es tarde.
Llevo ya veinte minutos sentada en esta silla tratando de ordenar mis ideas. Pienso que se trata de una broma, de una coincidencia o de una casualidad. Federico es un nombre bastante corriente. Busco en el cajón la calculadora que Mattia me regaló por Navidad, un juguete de color rojo rábano con teclas amarillas que recuerdan a los botones de un abrigo. Jamás la he usado. La enciendo. Funciona. Treinta y uno por doce por cincuenta y dos por trescientos sesenta y cinco por veinticuatro, dan como resultado treinta y un años, trescientos setenta y dos meses, mil seiscientas semanas, once mil trescientos días. Hace, por tanto, doscientas setenta y una mil seiscientas horas que no lo veo. Más o menos. No había vuelto a saber nada de él, e incluso con Gabriella, la única testigo de esa historia, el tema había quedado en la letra E. Errores.
O emociones.
A menudo, coinciden.
Marcar ese número sería como probar una speed date, una de esas terribles citas a ciegas en las que apenas tienes unos minutos para decidir si te apetece acostarte con un tipo y para dilucidar si éste comparte tu deseo. Lo de Federico no fue nunca una cuestión de sexo. Salió precipitadamente de mi vida, lo sepulté a una velocidad irresponsable y hace escasos minutos ha vuelto a aparecer procedente de los bancos del instituto.
No hay que dramatizar.
A partir de cierta edad es estadísticamente posible, diría incluso que probable, que uno de nuestros ex emerja de entre los seis mil millones de habitantes del globo terráqueo como si no hubiese sucedido nada en el ínterin. Lo que me molesta es que (suponiendo que no sea un homónimo) dé señales de vida en el preciso momento en que, tras haber empaquetado el pasado, camino radiante por mi edén de solterona recién estrenada. La tienda y los libros me protegen de todo lo que sucede fuera.
El problema es que a partir de hoy él también está fuera.
No puedo llamarlo después de doscientas setenta y una mil seiscientas horas. No soportaría la mirada de decepción de un hombre (educado, él siempre ha sido extremadamente educado) que jamás dice lo que le pasa por la cabeza mientras piensa: «De buena me he salvado». ¿Y si hubiese engordado o se hubiese convertido en uno de esos imbéciles del montón, en director de un concesionario de coches, en un representante de comercio, en un abogado, en un notario o en un mánager que dice slide en lugar de diapositiva, briefing en lugar de reunión, badge en lugar del «distintivo» de scout y de mariquitas o que llama phone room a la centralita? He eliminado las slides y he aprendido a mantener mi minúscula trastienda tan ordenada como si fuese una boutique. El único indicio es la etiqueta adhesiva que se me ha quedado pegada en el pulgar de la mano derecha. ¿A qué se deberá que vaya por ahí con un bloque de notas en el bolsillo? Quizá sea un artista o una persona meticulosa que apunta todo y luego pega las notas en la nevera. Tal vez sea un latoso llamado Federico. Ni se me pasa por la cabeza pedirle consejo a Gabriella. Sopesaría los pros y los contras, haría cábalas sobre posibles tejemanejes y adornaría la situación a su gusto. De las dos, siempre ha sido la más reflexiva. Tras una minuciosa ponderación de los elementos que tengo a mi disposición — el número de teléfono, la caligrafía, el libro en que ha dejado el mensaje, la valoración sobre el pasado y el tiempo transcurrido entre la despedida y el hallazgo del mensaje— aconsejaría la letra A.
Archivo.
— Hola, soy yo.
— Menos mal, empezaba a pensar que no ibas a dar señales de vida.
La respuesta se ha producido tras cinco llamadas interminables.
Los primeros seis intentos no han ido más allá del prefijo, pero ahora la voz, la pieza que me ha tenido todo el día suspendida entre el azar y el prudente titubeo, esa voz al otro lado del hilo habla con rapidez y no resulta tan pastosa como recordaba. Freno el impulso de concluir la conversación antes incluso de que se inicie, mejor sentarse tranquila, no tengo ningún motivo para inquietarme.
— ¿Cómo estás, Emma?
— Bien. Estoy bien. ¿Dónde estás?
Ya está, lo he dicho. Justo yo, que enarbolo a los cuatro vientos la repulsión que me producen los teléfonos móviles y esa pregunta a la que cualquiera puede responder con una mentira cualquiera. Justo yo, que pasé a Mattia el Nokia (en mi vida precedente lo usaba como los demás) y que al principio experimenté un sordo sentimiento de pérdida que luego se trocó en otro más bien esnob de liberación. Reconozco que los primeros días fueron un auténtico desastre, pero había anunciado ya mi histórica decisión a medio mundo y no podía echarme atrás, algo así como cuando comunicas a todos que te has puesto a dieta o que has dejado de fumar. Y, si bien las primeras horas, los primeros días y las primeras semanas sin conversaciones compulsivas son espantosos hay que decir que la autoestima aumenta de forma desmesurada a medida que la fuerza de voluntad va venciendo la necesidad de repetir. El móvil y el ordenador se habían convertido en unas extensiones de mi cuerpo hasta el punto de que cuando el segundo no funcionaba sentía que el alma se me hacía añicos, no contestar a los e-mails era un signo de mala educación, y si cancelaba los SMS que había memorizado tenía la impresión de perder mi identidad. Copié los más significativos en un pequeño cuaderno forrado con papel de Varese. Alice me acusa de «obstinación paleolítica». Se equivoca. Yo reivindico el sacrosanto derecho a ser ilocalizable y disfruto del perverso placer de estar en paradero desconocido. No estar always on tiene sus inconvenientes, durante mi metamorfosis he perdido a mucha gente, pero ahora gozo de la libertad de desaparecer sin dejar rastro. Soy un prototipo de nueva feminidad contemporánea: creo que es posible vivir sin tecnología. Los que de verdad me quieren saben dónde encontrarme. Tengo un número fijo tanto en casa como en la tienda, unos aparatos de mesa con auriculares pesados y discos con los números.
Emma la virtuosa ha preguntado dónde estás.
— En el hotel. Salgo el lunes por la mañana para Nueva York. Ahora vivo allí. — La noticia de su inminente partida me alivia— . Podríamos salir a cenar, aunque quizá hoy sea ya un poco tarde. ¿Nos vemos mañana?
— ¿A cenar?
¿Por qué balbuceo? No es la primera vez que alguien me invita a cenar. Me daría de bofetadas.
— ¿Qué te parece que nos tomemos un café para desayunar? ¿O que comamos juntos? Al menos para saludarnos…
Federico me acucia, dada la velocidad con que pronuncia las palabras se diría que está siendo víctima de una euforia infantil, o quizá tenga miedo de que su antigua compañera de instituto lo liquide con un «no» rotundo. O con un evasivo «no puedo», o «no sabes cuánto lo siento pero ya me he comprometido para este fin de semana, me habría encantado verte después de tanto tiempo». No he programado nada para las próximas veinticuatro horas. Nada que no sea acicalarme para cautivarlo. Mientras Federico habla vuelvo a ver sus dedos nudosos, sus uñas cuadradas y mordidas y sus manos asimétricas que se movían como peces en el recipiente redondo de cristal. Las he vuelto a ver no hace mucho. Antes de hacer acopio del valor suficiente para marcar el número he hurgado entre parientes, el grupo del colegio, los bautismos, las primeras comuniones y las cenas de licenciatura hasta que he logrado sacarlo del montón, delante de una casa de cal blanca apoyada en el mar. En la parte posterior, escrito con bolígrafo, un pie de foto: «23 de agosto de 1969». Dudo, como si me sintiese perpleja. ¿Qué aspecto tendrá un hombre de cincuenta años que dejé en manos de su destino cuando todavía no había cumplido los veinte?
— Federico…
— Emma…
— ¿Y si no nos reconocemos?
Puede que sea la voz, o la fotografía de esa tarde, pero veo sus dientes perfectos, unos pequeños botones de impecable blancura.
— Podemos avisarnos por teléfono, ¿no te parece? Y, además, yo te he visto hace apenas unas horas. ¿Reservo? ¿Todavía está abierta la taberna de Santa Marta?
Parece entusiasta, diría que incluso insolente. Me chirría la voz y a buen seguro se ha dado cuenta.
— Ahora lo lleva el hijo. Está bien, nos vemos allí a las ocho y media. En cualquier caso, mi número es 0234934738. ¿Tienes un bolígrafo a mano?
— Ya lo he anotado. Hasta mañana.
Clic. Dejo caer el auricular en el aparato como si estuviese viviendo una película, meditabunda.
¿Y ahora?
Mañana es domingo y si me lavo el pelo en casa mi carré de ochenta euros adoptará la forma de un cogollo de lechuga. El peluquero es una de mis drogas, igual que el gimnasio y la revisión semanal de la esteticista. La solución del problema responde al dulce nombre de Alice, quien por amor a los libros ha metido en un cajón su diploma en filología románica y ha aceptado que la contrate por tiempo definido en la categoría de comerciantes.
— Te busco en Internet la dirección de un peluquero a domicilio y te pido hora. Verás cómo logro que venga incluso mañana. Ah, Emma, ¿necesitas hacerte la manicura?
— Llego tarde, mamá, me he quedado sin gasolina, Andrea me espera debajo de casa y tengo el móvil descargado. Tengo nueve minutos y medio para darme una ducha.
El paso volátil e irritante de Mattia, que usa la casa como un autoservicio, me molesta esta noche. Mientras estoy con los cinco sentidos puestos en el alargador de pestañas oigo que llaman a la puerta del cuarto de baño con la impetuosa arrogancia que por lo general me enternece, pero que en este momento me impide realizar la restauración en la que llevo concentrada varias horas. He necesitado seis para empezar a sentirme un poco segura de mi aspecto y él ahora me mete prisa.
— Puedes llamarlo desde casa, ¿no? Me refiero a Andrea — grito mientras Mattia permanece pegado a la puerta.
— ¿Qué música ensordecedora es ésa, mum?
— Es My Girl, de Temptations, ignorante. Puedes usar el cuarto de baño de servicio.
Para Mattia, la higiene va estrechamente unida al sexo. Si tiene tanta necesidad de lavarse es porque hoy es un día de fiesta y es probable que acabe ligando con una tipa y se la lleve a la cama. Cuando utilizo esa expresión mi hijo se avergüenza de mí.
— Se dice follar, mamá.
Yo no consigo pronunciar esa palabrota, pero la noche en que lo vi utilizar el hilo interdental, devorar caramelos de menta y concentrarse en la parte inferior de su cuerpo a la vez que me pedía consejo sobre los desodorantes casi me conmoví. Suponiendo, a pesar de mi ignorancia sobre las costumbres sexuales de los jóvenes, que abrigase esperanzas más completas que la de dar un simple beso. Abro la puerta, giro sobre mí misma y hago el test de la credibilidad con el único fruto tangible de mi vida de esposa.
— ¿Qué te parece?
— Gracias, mami, en la otra bañera tengo que sentarme. ¿A qué se debe que hoy estés tan buenorra? ¿Se puede saber dónde vas con esa pinta?
— He quedado con la chica que fui — le respondo con la frase más literaria que encuentro a la vez que bajo el volumen del lector de CD y deseo con todas mis fuerzas que no me pregunte nada más. Pese a que nos une una gran confianza, no dejo de ser su madre y no puedo compartir con él mi temor a defraudar cuando comparen mi aspecto con el que tenía a los dieciocho años. Si bien me anima a buscar pretendientes, para Mattia mi vida sentimental se detuvo en Michele, su padre. Y mi ex marido.
El pelo rizado de la fotografía sigue estando en su sitio. La onda castaña que le caía sobre los hombros es ahora un arbusto recortado veteado de gris tórtola. Tiene las manos hundidas en la trenca con los alamares de cuerno por la que asoma el cuello de una Brooks Brothers, lleva además unos pantalones de franela con vuelta y unas Church de cordones de ante marrón oscuro. ¿Lo habrá hecho adrede? Tal vez no haya cambiado nunca de uniforme. Respiro hondo y… adelante, cruzo el tramo de calle que me separa de la trenca con la cabeza bien alta. En cuanto me vea notará el color de mis mejillas. Estoy ardiendo, seguro que tengo la cara roja como un tomate y salpicada de puntitos color berenjena. Soy muy tímida, si bien ese detalle de mi carácter sólo lo conocen mis amigos más íntimos. Los demás me consideran una tipa extrovertida que habla por los codos, si bien los años han borrado el tono melodramático y me han enseñado el valor terapéutico de la ironía. Nosotras, las más pequeñas, no caminamos con distinción sino que nos abrimos paso de manera que, pese a que sólo estoy a unos cuantos metros de él, tengo la impresión de estar viajando hacia un continente desconocido y de encontrarme a mitad del trayecto. Imposible retroceder, posponerlo, aunque sólo sea para decidir cómo se saluda a alguien que te robó el alma hace un sinfín de años. Un abrazo podría ser malinterpretado, considerado como un exceso de confianza. También podría estrecharle la mano sin más. Mucho gusto, hola, Emma. A fin de cuentas, es como si fuera la primera vez que nos vemos. Pero entonces quizá me juzgaría demasiado formal y eso lo bloquearía para el resto de la velada. Impensable saltarle al cuello, Federico supera el metro ochenta de estatura en tanto que yo, cuando me pongo de puntillas, llego como mucho a la cima de los ciento sesenta y cinco centímetros. El hombre de cabellera entrecana da un paso hacia mí. No dispongo del tiempo necesario para habituarme a esta cara nueva de rasgos antiguos, o para entender en qué punto se encuentra, por puro interés antropológico, porque apenas llego a su lado Federico me abraza con la mayor naturalidad del mundo. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?
— Hola, Emma.
— Federico…
— ¿Entramos?
La respiración va recuperando su ritmo regular, mi músculo cardiaco frena el galope al que se había lanzado de manera insensata. Guiada por su nuca, me adentro en la tibieza de la taberna. No ha cambiado de perfume: Eau Sauvage . Salta a la vista que sigue siendo un clásico, como mi Chamade, un recuerdo de duty-free de mi vida precedente. O quizá también lo haya elegido a propósito.
Calma, Emma, las novelas no tienen nada que ver con la vida real. Y, como diría el Enemigo Fiel, ése es un pensamiento típico de novelita rosa.
Federico resulta casi antiguo en sus maneras y su altura lo obliga a mantener el peso del cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. No ha engordado y, a diferencia de sus compañeros que se comportaban con rudeza para darse importancia, cuando íbamos al colegio ya era galante. Me quita el abrigo negro de los hombros y se lo entrega al camarero, aparta mi silla y, apenas tomo asiento, se acomoda a mi derecha. Coge la carta de vinos como si, después de todo este tiempo, fuese la cosa más natural del mundo.
— ¿Blanco o tinto?
¿Y ahora cómo le digo que sigo siendo abstemia?
Mi ex marido lo considera uno de los motivos que nos llevaron al divorcio y Federico era ya un entendido cuando frecuentábamos las pizzerías de tres al cuarto sin renunciar jamás a un vaso de vino «de la casa». Espero una reacción o quizá estoy sugestionada por la absoluta naturalidad con la que se mueve, por su aplastante seguridad.
— No bebo vino, quizá una cerveza.
— La cerveza no es lo mejor para celebrar.
— ¿Cómo me encuentras? — le pregunto mientras desmenuzo un colín sobre el mantel amarillo anaranjado de la taberna, donde nada ha cambiado desde la noche en que celebramos la cena de selectividad: las mismas sillas de paja, el aparador con los platos blancos y los vasos de color verde botella, las paredes recubiertas de carteles de películas y retratos en blanco y negro de cantantes de ópera, actores de teatro y personajes del mundo del espectáculo que no reconozco.
— Igual — responde sin una particular inflexión en la voz.
— Repítelo — le pido agradeciéndole en lo más hondo ese irresistible gesto de generosidad y sentido común.
— No has cambiado nada, Emma. Estás I-G-U-A-L — repite recalcando las letras y regalándome una sonrisa. Ésa sí que es I-G-U-A-L. La inmensa sonrisa engatusadora que me turbó en quinto de bachillerato, cuando las chicas nos veíamos obligadas a llevar un babi negro con lunares bordados en el cuello, mientras que ellos se podían permitir los vaqueros de pata de elefante y las camisas a cuadros. Cuando llegábamos al quinto lunar (de los míos se ocupaba Maria, que realizaba unos jeroglíficos perfectos con el hilo azul) exultábamos: en nueve meses ese infierno se habría acabado. El olvido lavó la vergüenza de la escafandra negra que ocultaba la gloriosa explosión de faldas escocesas, minifaldas, botas de mosquetero y suéteres ajustados que se produjo el 17 de julio de 1970. Matrícula de honor y la liberación de los padres que suponían las primeras vacaciones en grupo.
Al empezar el curso Federico había caído como un meteorito en nuestra clase procedente de un instituto privado; su llegada alteró mi existencia. Una espina en mi simbiótica amistad con Gabriella que, de hecho, lo tachó desde un principio de odioso, arrogante y banal como cualquier otro hijo de papá. Defectuoso, en pocas palabras, para sus gustos de joven de buena familia que había sido educada de manera espartana y que tenía un toque de esnobismo quisquilloso acentuado por la erre redonda que le ayudaba en francés. En realidad estaba celosa. Lo admitió muchos años más tarde, en el funeral de la profesora de inglés, cuando, para sobreponerse a la tristeza por la pérdida de la única persona que nos había entendido y alentado, nos entretuvimos jugando a recordar quién era quién y en qué se había convertido. Gabriella se acordaba de él, lo buscó entre los bancos de la iglesia de San Marco abarrotada por tres generaciones de estudiantes y dijo: «A saber cómo estará el larguirucho». Así lo llamaba ella.
— Faltan cuatro meses.
Es la primera frase que me viene a la cabeza mientras pido un risotto a la milanesa y unas albóndigas en salsa con puré de patatas. Necesito tiempo. Y calorías. Bajo la mirada como una quinceañera y contemplo mi reflejo en el plato vacío, donde las migas han formado una pequeña duna de color arena.
— ¿Para qué faltan cuatro meses, Emma?
— Para llegar a la mediana edad.
— Bueno, yo los acabo de cumplir y te aseguro que no me ha ocurrido nada grave, sólo una fiesta algo más suntuosa de lo habitual.
— Yo no daré ninguna fiesta. Ignorar el cumpleaños es la mejor forma de no caer en la depresión. Se te han afinado los labios — murmuro acercándome a su cara y arrepintiéndome de inmediato de haber intentado aplacar con una frase tan desafortunada las ganas que tengo de hablar sobre mí y, sobre todo, de tener noticias de él. Uno de los engorros de los reencuentros a mi edad es que éstos requieren el resumen previo de las respectivas trayectorias: la universidad, el trabajo, las esposas, los maridos, los novios y los gustos literarios. Las diez canciones de las que uno jamás se separa. La ventaja, con él, es que ya nos conocemos, excluyendo las cicatrices y las heridas de doscientas setenta y una mil seiscientas horas. Insinuándolas se podría comprender mejor el estado de ánimo actual y, sin embargo, ni siquiera se me ocurre una.
— Me gusta la tienda donde trabajas — dice.
— No es una tienda. Es una librería, y es mía. La he heredado.
— Me parece precioso heredar una librería en lugar del habitual montón de dinero.
— Tendrías que haberme visto en el notario, ¡que en realidad era una notaria! Me comporté como una heredera mientras esa tipa leía en tono austero la sencilla carta con la que la tía Linda, que murió después de pasarse setenta y nueve años afilando lápices, vendiendo cuadernos y consolando a los alumnos, me dejaba a mí, su sobrina predilecta, su histórica papelería. Era la única pariente que le quedaba y quería que sus cuadernos quedasen en buenas manos.
— ¿Y cómo fue que la papelería se transformó después en Sueños & Hechizos?
— Visité más centros comerciales en una semana que en toda mi vida y a fuerza de ver libros apilados sin ton ni son acabé convenciéndome de la necesidad de abrir una tienda donde las personas pudieran encontrarse y hojear libros sin necesidad de verse obligadas a comprar. Sondeé a mis amigos, los acribillé a preguntas, hasta que entendí que necesitaba entrar en una librería que se pareciese a mí. Un lugar donde se pueda hablar de los sentimientos.
— Veo que tampoco has cambiado en eso.
— ¿Te refieres a los sentimientos?
— Hablas por los codos y se te está enfriando el risotto.
— Mi intención era vender un producto inmortal: el amor.
— Inmortal pero deteriorable.
— Menos que cualquiera de esos chismes electrónicos que apenas los sacas de la caja ya han quedado superados por un modelo de nueva generación.
— Es un sitio precioso, y tú eres una anfitriona perfecta. Me habría quedado para poder disfrutar sin más de la atmósfera que se respira en ella.
— En cambio escapaste.
— Escapar no, pero estaba… A decir verdad no sabía cómo comportarme.
— ¿Jamás te has encontrado con una ex novia?
— Por lo general las evito. Te arriesgas a llevarte una desilusión. Y, además, tú no eres una ex novia corriente.
— En todo caso, ex es mejor que post.
— Perdona, a mí tampoco me gusta el prefijo.
Seguimos así durante horas, nuestro pasado de estudiantes se va componiendo como si fuese La Historia de Italia, unos tomos que jamás tendría en mi librería.
¿Qué habrá sido de la pelota que se sentaba en la primera fila?
¿Y Enrico, tu amigo del alma? ¿No se había casado con esa mosquita muerta de Teresa?
Me licencié en arquitectura.
Trabajo en el Renzo Piano Building Workshop, el estudio está en París, pero en estos momentos estoy siguiendo un proyecto en Nueva York.
Tengo un hijo de diecisiete años.
Y yo una hija de trece.
Estoy divorciada.
Yo no.
Estamos tan absortos con los deberes en clase que no nos percatamos de la presencia de él. Tiende a Federico la cuenta con mirada suplicante y con amable firmeza. Somos los últimos clientes del local y, dado que es domingo, a buen seguro su novia lo espera en alguna parte. Federico saca una tarjeta de crédito de una cartera esmirriada. Al parecer no lleva ninguna foto en ella. Salimos. La calle está desierta. Milán huele a primavera y a Eau Sauvage.
— ¿Cogemos un taxi? — pregunto.
— Si te apetece podemos pasear un poco.
— Claro que me apetece.
Caminamos hasta llegar a mi casa.
— Hemos llegado, yo vivo aquí.
Salta a la vista que nos sentimos cohibidos. Y también alegres, al menos en lo que a mí respecta. Me despido de un hombre bajo el portón y me siento como una debutante después de su primer baile. Una especie de Cenicienta calzada, con una ligera variación en el final de la historia. El príncipe la acompaña y desaparece en la noche. Lo extraño es que logro conciliar el sueño sin pociones y sin rumiar sobre lo que me ha sucedido.
Entro por la puerta trasera que da al patio. La librería está encajonada en el edificio como una bagatela de bisutería alrededor del cuello ajado de una mujer de principios de siglo. La portera filipina que vive en unos cuantos metros cuadrados abarrotados de quincalla de plástico y lámparas de papel de arroz sale a mi encuentro con la escoba de sorgo en la mano y me entrega un sobre. En él sólo aparece mi nombre escrito en tinta verde con una caligrafía recta y las mayúsculas redondeadas como las agujas de la Sagrada Familia.
Emma Valentini. Entregar personalmente.
— Lo trajo ese hombre tan guapo a primera hora de esta mañana — refunfuña Emily como si llevase en la mano un recibo que presagia futuras molestias.
Un caballero, por descontado. Hoy en día la gente te envía un sobre de color marfil para invitarte a su primera boda. Para la segunda o la tercera como mucho te llaman por teléfono y ni siquiera se hace la lista de bodas. Abro el sobre. Quienquiera que sea ese señor tan guapo debe de haberme leído el pensamiento.
Milán, 12 de abril de 2001
Grand Hotel et de Milan
Via Manzoni, 29
Querida Emma:
Mientras te escribo pienso en tus manos y bendigo al inventor de las puertas metálicas eléctricas. Te imagino abriendo mi carta y accediendo a tu reino «con los ojos todavía hinchados a causa de las lágrimas o al menos revestidos con la invisible película de la melancolía» (frase a decir poco tonta que copio de una novela que alguien ha olvidado en esta habitación de hotel). Me tomo mi tiempo, pero ya de joven me extendía demasiado sobre el título en las redacciones de clase. «No has desarrollado a fondo el tema propuesto» era el resultado de mis divagaciones. A veces me pregunto si no elegí arquitectura para aprender a ir directamente al grano. Ha sido una velada preciosa. Me gustaría llamarte por teléfono, pero se ha hecho tarde. Llevo varios días en Milán y no he llamado a nadie. No tengo ganas de ver a mis amigos, a sus familias y a sus hijos adolescentes. No tengo ganas de sentirme huésped, pese a saber que todos se cabrearán conmigo empezando por Enrico, que se jacta de tener sobre mí un derecho de prelación. No lo llamo porque me sentiría como un imbécil si no le contase que nos hemos vuelto a ver. Pensé que sentiría nostalgia. De eso nada. Debido a sus aires de gran almacén abarrotado de sofás, muebles, lámparas, mesitas, fiestas, cócteles e inauguraciones de todo tipo a cualquier hora del día, Milán me resulta desconocida. El otro día deambulaba por los alrededores de via Tortona, donde las antiguas obras del Ansaldo confieren a ese barrio cierta apariencia de ciudad internacional; en la via Torino ha desaparecido el cine donde nos guarecíamos por la mañana y en su lugar hay una hilera de tiendas idénticas; los mocasines con flecos, las botas de vaquero y las bragas son mercancías propias de un sex shop autorizado. He huido de los chirridos de los tranvías (pero ¿cómo es posible que hagan tanto ruido?) y me he desviado hacia la plaza de Sant’ Alessandro. El cielo se cernía como una reja metálica ensombreciendo la fachada de la basílica del año 1601, un magnífico ejemplo de arquitectura barroca. Cuatro ancianas, cuyos peinados eran tan vaporosos como las nubes, cojeaban sobre los escalones de piedra beola. La más menuda me rozó inesperadamente una manga. Al hacerlo percibí el aroma familiar de la naftalina y de los polvos de tocador. Traté de imaginar cómo hubiera sido mi madre a esa edad. Las señoras arrugadas parecían haberse puesto de acuerdo sobre el collar de perlas, las mismas que solía llevar ella sobre los suéteres de color lila o azul pastel, el broche en la solapa de la chaqueta y el sombrero de ceremonia. Me adentré con ellas en la oscuridad de la iglesia y nos encaminamos a la primera fila. Decenas de cirios votivos quemaban unos rezos que parecen no agotarse jamás. Dejé caer un billete en la caja de las ofrendas y encendí uno valiéndome de un cabo de vela. Me rodeaba la cantilena de los creyentes más veteranos. Me habría gustado permanecer allí, pero la entrada del sacerdote me incitó a escapar. Hice un amago de inclinación, una genuflexión de reflejo condicionado. Es que yo no sé hablar con Dios y eso me atemoriza y suscita en mí un vago sentimiento de culpa, como si no lo intentase todo, como si estuviese eludiendo ciertas responsabilidades. En la penumbra de la plaza noté una tienda digna de una postal victoriana. El letrero Sueños & Hechizos pintado a mano en amarillo dorado sobre un fondo azul oscuro llamó mi atención. En el escaparate, extendidos como si fuesen pañuelos, había unos costosos volúmenes fotográficos de hoteles rodeados de novelas. El Quisisana de Capri y las cartas de Simone de Beauvoir a Sartre, Asesinato en el Orient Express de Agatha Christie junto al Pera Palas de Estambul; una monografía sobre el Danieli de Venecia y un librito azul con la correspondencia entre George Sand y Alfred de Musset. Empujé la puerta de cristal y la campanilla advirtió de mi presencia a las dos piernas de flamenco que asomaban por debajo de una falda escocesa. En las dos estancias de paredes burdeos y, sobre todo, en la tercera, pintada de un delicioso color albaricoque, se respiraba el agradable aroma de los libros. Las estanterías de madera decapada rozaban los techos de cielorraso de casetones y flanqueaban dos grandes mesas de sastrería de nogal macizo. En las ventanas colgaban unas cortinas de algodón tupido que rozaban el suelo. De las cestas de mimbre brotaban revistas y libros ilustrados. Las paredes estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro con pies útiles a los que, como yo, desconocíamos quién era toda esa gente: una señora despeinada de ojos iracundos (una tal Colette) lanzaba desde una ventana granos de arroz a las palomas junto a la cara todavía lozana de Ernest Hemingway, que guiñaba un ojo a un Harold Pinter de rostro afilado. Doméstico: eso fue lo que me gustó en especial de ese sitio. Tenía la apariencia de un apartamento demasiado a lo Marie Claire Maison, quizá excesivamente femenino, pero en cualquier caso acogedor. Mis felicitaciones. Sea quien sea tu decorador. Subí al piso de arriba y crucé el pasillo lleno de estanterías donde los «Amores desesperados» se estrujaban entre los rincones «De aquí a la eternidad» y las «Misiones imposibles». Al fondo había tres mesitas, dos sillones de cuadros beis y burdeos y un viejo banco de carnicero sobre el que un espíritu de meticulosidad perpetua había colocado unos termos, unos cuantos sobrecitos de té y café soluble. Mientras deambulaba por la librería te vi acurrucada en un taburete, como un vigía en una inviolable avanzadilla. Tenías en las manos un pequeño volumen encuadernado en piel del que colgaba una cinta. Tu cara absorta en las páginas, en una posición de soledad extrema, me emocionó. Experimenté una absurda sensación, a caballo entre el pánico y el ansia, subí de nuevo las escaleras y me hice a un lado con la esperanza de pasar desapercibido, pero la eficiente centinela escocesa se acercó a mí. «¿En qué puedo ayudarle?», me preguntó. «Estoy buscando un regalo. Me gustaría ver ese libro que hay en el escaparate. Es para un arquitecto, ¿sabe?». La mentira sigue siendo una de mis especialidades cuando quiero salir de un apuro. Por eso no es casual que prefiera las librerías donde te puedes sentar en el suelo o en un sofá a hojear revistas sin que nadie pretenda saber cuáles son tus intenciones de compra. Menos aún tus deseos. «Elija con calma, estoy a su disposición», me respondió. «Volveré a echar un vistazo, gracias». Tú estabas allí. No podía ser un error. Unos pantalones de cintura alta, unas botas de cordones, una camisa blanca, unos tirantes masculinos, unos pendientes, la inconfundible melena cuadrada rozando los hombros y el aire de alguien que se toma todo muy en serio. Un mechón de pelo te cubría la mitad de la cara y, detrás de tu cabeza, un cartel en Times New Roman advertía: «El único consejo que se puede dar a una persona sobre la lectura es que no acepte ninguno, que siga su instinto, que use su cerebro y saque sus conclusiones sin la ayuda de nadie». Habría podido empezar siguiendo esa advertencia, eligiendo un libro y acercándome a la caja para ver si me reconocías. Pero me quedé paralizado. Dudé, titubeé, venga, me dije, lo peor que puede pasar es que lo tire y adiós muy buenas. Escribí mi número e hice bien. El resto lo sabes. Te dejo esta carta antes de marcharme con una propuesta. He abierto a través de Internet (confío en que no te tomes a mal este desliz tecnológico) un apartado de correos en Nueva York. Me encantaría que nos escribiésemos y esta estratagema, arcaica y tal vez incómoda, me parece ideal para poder hablar de nosotros sin interferir en nuestros hábitos. Un lugar privado. El único accesible a un ánimo como el tuyo, contrario a los modernos sistemas de comunicación. Mail for your eyes only es el eslogan que ha inventado para los apartados de correos americanos un publicitario genial. Serán unas cartas invisibles a los demás. Si quieres (y espero realmente que así sea) puedes escribirme a esta dirección.
Federico Virgili, Post Office Box 772 — New York, NY 10002.
Un beso transoceánico,
Federico.
El hecho de que haya abierto ese apartado de correos me demuestra que Federico tiene necesidad de hablar con alguien.
— Tengo dos noticias para ti, una buena y otra mala. ¿Cuál quieres que te diga antes? — me preguntó en el portal.
— Antes la mala — le respondí.
— La verdad es que se trata de la misma — me replicó con una mezcla de ternura y chulería— . Han pasado más de treinta años.
— ¿Y cuál es la noticia?
— Que han pasado más de treinta años y que, sin embargo, tengo la impresión de que fue ayer.
¿Se habrá casado con una mujer silenciosa? De ella sólo me ha dicho que se llama Anna.
La oficina de correos de la plaza Cordusio se encuentra a escasos minutos de la librería. Para llegar a ella tengo que recorrer varios callejones y las ruedas de la bicicleta se incrustan en el pórfido al igual que les pasa a mis tacones. Engancho la cadena al palo de una señal de tráfico azul con la flecha blanca que apunta hacia lo alto. Me enorgullezco de carecer de carné de conducir, motivo por el cual dichas señales no me dicen nada o, mejor aún, me cuentan sólo lo que yo quiero. La flecha indica un cielo que me gusta imaginar alegre con sus nubecitas y su corolario de paraíso democrático. Además de mis hermanos y mis padres, en él residen varias personas que amo y por eso me gusta saber que se encuentran en un lugar agradable.
El salón con la insignia amarilla está iluminado por unas luces de neón. Frente a las ventanillas varias decenas de personas languidecen y tiemblan, dependiendo de la edad y del carácter, mientras aguardan su turno. Otras esperan sentadas en unos silloncitos de metal con un numerito entre los dedos como si estuviesen junto al mostrador de los fiambres del supermercado. Algunos hojean unas revistas, dos jóvenes se besuquean indiferentes a las miradas de reproche que les lanza un señor arropado en un abrigo loden, pese a que no hace frío. Es primavera y seis clientes de un total de diez hablan por el móvil. La oficina de correos es una certeza. Aquí dentro se abren y se franquean sobres, se mandan recibos, se cumplimentan formularios, se teclea en el ordenador o se retira la pensión. En la oficina postal vive un mundo que habla de sí mismo a la otra mitad, y yo llevaba varios años sin entrar en ella. Enfilo un angosto pasillo de paredes cubiertas con los apartados de correos de metal ligero marcados con un número. La luz tenue crea un suave efecto ámbar en las trampillas de metal que, imagino, albergan paquetes olvidados, conversaciones clandestinas y asuntos perversos. Dentro de una jaula de cristal una muchacha parece aburrirse. Me ve y me indica que me acerque con un ademán. Me vuelve a la mente El bazar de las sorpresas, una película que había dejado archivada en las secuencias de una noche pasada delante de la televisión; a saber si esa señorita habrá oído hablar de ella.
— Me gustaría abrir un apartado de correos — le digo esforzándome por mostrar un aire desenvuelto. En realidad me avergüenzo como si estuviese cometiendo un acto ilícito. Ajena a la tempestad que desencadena en mi ánimo, la señorita alza los ojos de la revista que tiene sobre las rodillas.
— ¿Tiene un documento de identidad?
— Claro que tengo un documento de identidad, ¿por qué?
Pero, los apartados de correos, ¿no son anónimos?
— Tiene que rellenar el formulario. El pago es por anticipado, todas las casillas están numeradas, tienen una cerradura de seguridad y están disponibles en varios formatos, dejamos el correo por la mañana y usted puede recogerlo en cualquier momento.
En un país donde no se consigue hacer pasar la sacrosanta costumbre del horario continuado esa circunstancia me parece un milagro de excelencia. Por lo visto leer una carta a cualquier hora del día o de la noche es más urgente que comprar un litro de leche, una lechuga o un paquete de cigarrillos. Como si fuese lo más natural del mundo (para ella lo es) la señorita me entrega la llave del Servicio de domiciliación de la correspondencia.
Cuando entro en la librería, con un retraso culpable respecto a mis usos de reloj suizo, Alice está atendiendo a una cliente menuda y regordeta de cabellera naranja zanahoria que hurga en el rincón de «Amores y crímenes».
— Menos mal que has llegado, Emma. Empezaba a preocuparme.
Es cierto, no le dije que quizá llegaría tarde. Pelodezanahoria se ha decidido por Almas a la deriva, la historia de un uxoricida sediento de venganza. Paga y sale con un humor mucho más tranquilo, sin saber lo que le espera.
— ¿Conoces El bazar de las sorpresas, Alice?
— Es la primera vez que lo oigo. ¿Se me ha escapado un libro fundamental?
— Es una película de Ernst Lubitsch, creo. El título original es The Shop Around the Corner. James
Stewart trabaja como dependiente en un comercio, la típica tienda de la esquina, vaya, y está perdidamente enamorado de una chica que no conoce personalmente, pero con la que se escribe a menudo. En la tienda trabaja también Margaret. En apariencia no se soportan, aunque lo cierto es que el amor ha empezado a surgir entre ellos. De hecho, ella es la chica que James Stewart jamás ha llegado a conocer y que le ha hecho perder la cabeza… por correspondencia.
— ¡Pero si es el mismo argumento de Tienes un e-mail! Meg Ryan es una librera y Tom Hanks el arrogante propietario de una cadena de grandes librerías, muy parecida a esas que a ti te gustaría arrasar. Meg ha heredado de su madre una pequeña librería infantil, que corre el riesgo de tener que cerrar después de la apertura de la cadena en cuestión, y se desahoga mandando e-mails a un desconocido que acaba enamorándose de ella. Es un himno a la comunicación virtual. Deberías verla para convencerte de que Internet no es tan diabólico como crees.
— Me estás hablando del remake, Alice, yo me refiero a la película original.
— ¿Debería leer la novela?
— No creo que se base en una, de repente me he acordado de ella, eso es todo.
— Cuando vuelva a casa esta noche buscaré en Internet.
Lo hace adrede, no pierde una sola ocasión de echarme en cara que en la tienda no tenemos ordenador.
Ignoro la provocación, subo a prepararme un café y tomo en préstamo el relato de Ennio Flaiano Una e una notte. Medito sobre los títulos que me gustaría poner en el escaparate dedicado a los amores fugaces. «Los mejores», en opinión de mi ex marido, quien considera la segunda cita con una mujer demasiado comprometedora para su carácter.
Milán, 14 de abril de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
No estoy acostumbrada a oír el ruido que hace la pluma al rozar el papel y trato de no apretar para no hacer agujeros o manchas que me obligarían a copiar el texto en una nueva hoja. Ya no estoy acostumbrada a buscar el orden en la escritura.
Habría podido ser un desastre. Habríamos podido sentirnos distantes, aburridos, habría podido escapar. Tengo mala memoria. Cuando me contabas cómo éramos la trama que escuchaba me parecía inédita. Las personas cambian, evolucionan o se arrugan: ¿has experimentado el horror de quedar con un compañero de clase que recordabas maravilloso para después comprobar que es insignificante y que, sobre todo, ya no tienes nada que decirle? Bueno, a mí no me ha pasado. Fue una velada estupenda, en eso te doy la razón. Y aún más emocionante fue recibir tu carta con la propuesta de abrir un apartado de correos.
Desde la otra noche me siento frustrada por el espíritu de la escalera, un hándicap que me persigue desde hace mucho tiempo. Para superarlo he empezado a redactar una lista de preguntas que me gustaría hacerte en una próxima carta. Eres muy libre de no responderlas, pero si lo haces me ayudarás a recomponer la tela y de esa forma tendré más claro en qué cuadro debo colocarte. «Todos los seres humanos narran la historia de su vida insistiendo en ciertos recuerdos y relegando otros al olvido. A todos los seres humanos les interesa la casualidad», dice una de mis autoras preferidas, Antonia Byatt. En caso de que no hayas leído alguna de sus novelas, te ruego que lo hagas. Empieza con Posesión, si superas la prueba estarás listo para el resto. Cuando recibas mi lista puedes contestar a todas las preguntas o sólo a la mitad de ellas, pero te ruego que hagas por lo menos un tercio. Me moriría. Has tenido una idea magnífica, de verdad. Mi apartado de correos espera.
Emma
P.D. El espíritu de la escalera te afecta cuando te das cuenta de que has bajado una sin haber dicho todo lo que te habría gustado. Son los momentos en que se te ocurren las mejores salidas y las respuestas más agudas, pero ya es demasiado tarde para pronunciarlas.
Nueva York, 25 de abril de 2001
42 W 10th St
«Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni las tinieblas de la noche evitarán que estos mensajeros recorran el tramo de camino que les corresponde», son las palabras de Herodoto que he leído esta mañana en el frontón del General Post Office que se encuentra entre las calles Treinta y uno y Treinta y seis Oeste desde 1913. Piensa, Emma, que he pasado por delante de él una infinidad de veces y jamás lo había notado. Un descuido considerable para un arquitecto, ya que el proyecto de ese edificio fue firmado por Charles Follen McKim, William Rutherford Mead y Stanford White, unos nombres que, con toda probabilidad, no te dirán nada, pero que nosotros consideramos míticos. La frase la eligió William Mitchell Kendall, un colega de su estudio que la extrajo de las Historias de Herodoto, del pasaje en que éste describe la expedición de los griegos contra los persas durante el reino de Jerjes, alrededor del año 500 a.C. Los griegos idearon un sistema de mensajeros postales, los precursores de los actuales carteros. Mientras subía por las escaleras recordé el apartado de correos de Enrico. Durante los años setenta le entró la manía de responder a los anuncios de los periódicos, jamás le pregunté si lo había usado, si había contestado a una de esas desconocidas y si se había acostado con ella.
Mientras hacía cola en el check-in del aeropuerto me pregunté cómo habrías reaccionado. Delante de mí había una pareja de señores elegantes y risueños, dos gemelos con sus padres y un aparato de diferente color en los dientes (¿una manera para distinguirlos?), y una chica mona aunque demasiado esquelética. «Una modelo», pensé mientras me embarcaba aliviado por la pasión que siente mi hija por las ciencias naturales. Llevaba veinticuatro horas sin dormir, de forma que dejé que la azafata me acompañase y bendije los puntos Milmillas y la fila A detrás del morro del avión en tanto que la señorita del uniforme verde me servía el primer vaso de zumo de naranja previsto para los pasajeros de primera clase. Me quedé dormido mientras contemplaba el cemento de la pista de aterrizaje y me desperté en el JFK. Ver a Anna apareciendo y desapareciendo detrás del cristal de la aduana mientras estrechaba a Sarah en el abrazo que siempre he juzgado la confirmación de mi fortuna me reconfortó. Mis mujeres seguían allí y la vida continuaba. Habían pasado dos semanas. Entrar en el Main Post Office fue como precipitarme en un plató cinematográfico. Entregué el pasaporte a la empleada, quien me puso en la mano una llave de metal bruñido que cuesta 37 dólares al año. «Get your mail conveniently with a P.O. Box». Me sentía como un escolar en su primer día de colegio cuando nota que la maestra es el único rostro amoroso en una jungla de desconocidos que se agrupa en el patio, de forma que seguí a una señora con el pelo recogido en una trenza gris que se dirigía a su casilla como si fuese de la familia. «Están ordenadas por números, la 772 está al fondo», dijo mientras retiraba su paquete postal. ¡Y yo que pensaba que había tenido una idea original! A diferencia de los italianos, que nacemos y morimos en el mismo piso, en los Estados Unidos la gente se muda de casa sin cesar de forma que muchos son titulares de un apartado de correos. Soy un novicio, milady. Cuando me di la vuelta la mujer había desaparecido.
Era mi primera vez. Algo así como el primer cuaderno, el primer dibujo para un cliente, en un estudio gráfico, durante el Poli, el primer viaje solo. La primera y única hija. Introduje la llave en la cerradura y antes de girarla escruté el cofre de latón opaco con la misma inquietud que habría experimentado al tropezar con una gran concha escondida en la arena. En su interior, tal y como me contaban cuando era niño (¡y yo me lo creía!), estaba la perla que haría de mí un hombre rico. La abrí. El sobre azulado de Smythson of Bond Street se encontraba a escasos centímetros de mi nariz. Lo puse a buen recaudo en mi chaqueta, me monté en la Vespa y me sentí como Gregory Peck mientras tú, mi invisible Audrey, rodeabas con tus brazos la cintura de tu príncipe. Recorría Manhattan con la presunción de un muchachito alto y tonto, las bocas de las alcantarillas parecían unos medallones incrustados en el cemento y las casas aristocráticas de Madison Avenue unas abadesas preparadas para el crepúsculo. El sobre permaneció en mi bolsillo hasta la tarde. Cuando debo enfrentarme a una cita importante siempre la pospongo: ¿y si tú me pedías que te dejase en paz, te despedías y me decías que había sido bonito recordar los viejos tiempos y otras cosas por el estilo? En el apartado de correos de John, el amigo de Renzo que nos ha alquilado el apartamento desde el que te escribo, recibo sus resguardos, sus multas, los extractos de la tarjeta de crédito, la revista italiana Abitare, kilos de folletos publicitarios y otros melancólicos trozos de papel. El resto, todo lo demás, me llega por correo electrónico. Todo menos tú. Tu tecnofobia ha sido una bendición que me ha empujado a valerme de este arcaico medio de comunicación que introduzco en el bostezo metálico azul del US Postal Service. Te adjunto la fotografía de mi cincuenta cumpleaños. Como ves, sigo teniendo un aire bastante satisfecho.
Espero tu lista de preguntas.
Federico
P.D. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde la última vez que eché una carta al correo?
La tenaz indiferencia que reservo a mi pasado es una estrategia protectora. Gracias a Federico los montones de residuos cobardemente descuidados de una infancia de la que no conservo nada y de una adolescencia tan arriesgada como cualquier otra pueden convertirse en una ocasión. ¿O en una trampa? Leo su carta aovillada entre los cojines del sofá. En la mesa, encima de unas revistas y de varias pilas de libros, he colocado dos fotografías, la de las vacaciones está colocada en vertical, tendente al sepia, y junto a ella está su hermana mayor, en horizontal, la fotografía de su quincuagésimo cumpleaños. Ha añadido un pie, escrito en mayúsculas: ¿EN QUÉ SENTIDO TENGO AHORA LOS LABIOS MÁS FINOS? La brecha que divide a los hombres de las mujeres no es ideológica sino sencillamente cosmética. Debo de haberle ofendido al subestimar su vanidad, aunque también está la incapacidad de los hombres de pillar al vuelo las ocurrencias más inocentes. Una mujer sabe de sobra que los labios se repliegan sobre sí mismos con el pasar de los años. Ellos no. Por aquel entonces cualquier cumpleaños era un paso triunfal hacia la emancipación. Hoy en cambio tendemos a camuflarnos entre los números del calendario, más o menos como se hace con otras obsesiones inocentes. Observo de cerca al veinteañero de labios carnosos. Su cuerpo emana un indiscutible entusiasmo. Apenas le llego al hombro, Federico forma una V con el índice y el medio. A su derecha, Gabriella y Renata, una compañera de clase de pelo largo y cobrizo, y tres jóvenes con una melena rizada que les llega hasta el hombro y una barba estilo Cavour. Éramos encantadores, con la piel morena y los ojos inquietos. Si esos jóvenes hubiesen mirado al futuro, ¿qué habrían visto?
Su quincuagésimo cumpleaños, en la otra fotografía, es una fiesta con todas las de la ley. Federico está en el centro de una cascada de flores amarillas y rojas mientras sopla la vela de una tarta de tres pisos como las de las bodas. A su derecha, dos rubias lo miran con devoción en lo que constituye una síntesis de gracia y orgullo. La adulta tiene unos hilos sutiles alrededor de los ojos, demasiado colorete en los pómulos y una sombra que le vela la mirada. La pequeña se parece a ella: es ligera, aérea y clara. Federico se ha casado con una chica como es debido y tiene una familia unida y feliz. Y, sin embargo, da la impresión de que sus labios han renunciado a algo. Cojo el espejo, sostengo en la mano izquierda la fotografía en que aparece la otra yo. No puede decirse que fuese guapa, era demasiado menuda, mi talla de sujetador apenas llegaba a la 80, tenía las muñecas finas y el pelo descolorido a causa de la arena y la sal. Imposible recuperar los pensamientos que ocupaban esos ojos. También ellos han caído en el olvido. Audrey Hepburn y Gregory Peck, la comparación me gusta, el examen entre pasado y presente parece superado, a pesar de que, cada vez con mayor frecuencia, me sucede que no reconozco a las personas con las que me encuentro y que quizá me saludan con afecto. Me hacen preguntas sobre mi vida privada, aluden a Michele y a Mattia, de manera que están al corriente. Yo trato de eludir su identidad, ya que me arriesgo a quedar mal, como en la boda de Gabriella. «Puede que nosotras produzcamos también el mismo efecto en los demás», le dije cuando confundí a la ex novia de su hermano con una tía. «Claro que si una deja de teñirse el pelo la ocurrencia es inevitable», aseguré tratando de justificarme mientras mi amiga me perforaba el antebrazo con los dedos. Sé que dentro de un mes me habré olvidado ya de otras cosas, de otros rostros y de otras historias que me han contado. Borro. Olvido las noticias, tanto las buenas como las malas, olvido incluso aquello que sería bonito recordar. Mi memoria funciona de forma intermitente: es vívida en la actualidad, o cuando es fresca del día. Después de haber leído un libro consigo recordar durante más o menos una semana la página donde se encuentra una frase, un pasaje, a veces incluso una palabra que ha llamado mi atención. Las imágenes y los sentimientos que han surgido con la lectura se desvanecen gradualmente hasta desaparecer. Una auténtica calamidad para una librera, a pesar de que los clientes me obligan a efectuar vigorosos repasos. El abogado Pedrini, un civilista del tribunal de Milán que pasa por la tienda una vez a la semana, ha adoptado el sistema de las estrofas de poesía. Conoce unos dos o tres mil versos y los declama a diario por la mañana, durante al menos diez minutos seguidos, sin importar que sean laborables o festivos, para mantenerse entrenado. En mi trabajo anterior traducía simultáneamente del italiano al francés y al inglés, poseía un vocabulario que habría hecho palidecer de envidia a un aficionado a los crucigramas, escuchaba y manipulaba las frases, las palabras y los conceptos. En mi nueva vida reconozco a esa joven cuando me miro al espejo. Por hoy basta. Remover el pasado no es mi punto fuerte.
Milán, 1 de mayo de 2001
Via Londonio 8
Querido Federico:
La lista de preguntas era demasiado larga, de forma que las he reducido a dos; tratándose de una mujer tan prolija como yo es un esfuerzo que, espero, sabrás apreciar. ¿Cómo éramos? ¿Qué hacíamos? Te confieso que vivo inmersa en una especie de amnesia que me mantiene anestesiada. He apilado en el cerebro y en una parte de mi corazón un almacén de frases, de visiones y de fragmentos que nunca he deseado recomponer; se trata de un archivo mutilado de semanas y meses que la nada ha engullido. He intentado concentrarme y recoger, como si fueran cromos, las imágenes que te conciernen. Apuntadas de manera diseminada:
Clase V, sección B del instituto científico Alessandro Volta .
Un suéter (diré que horrendo) de color naranja, que apenas llegaba a la cintura, con unas rayas horizontales de color verde manzana y amarillas. Esto en lo que a mí concierne. Tú con un suéter de cuello alto azul claro y unos pantalones de pana azul. Muy suave (el jersey).
Un saludo que se queda encajado en las vías del tranvía.
Las rodillas arañadas y la vergüenza de entrar en clase: ese día había una traducción de latín y no tenía tiempo de remediar el daño (como ves sólo recuerdo los detalles y no el contexto general).
Una Vespa gris. Tuya.
Un pasillo de linóleo rayado por las suelas de las zapatillas de gimnasia.
El pelo hasta los hombros. Los dos.
El billar del bar de via Lecco (¿cómo se llamaba?) donde jugabas con Enrico y el resto de tus amigos con el palo en la mano y el rostro concentrado en la bola de colores; parecías un vaquero.
Los dardos en la terraza de tu casa: jamás daba en la diana (yo).
Los torneos de fútbol entre la V A y la V B: yo estaba en las gradas, no entendía una palabra de reglas y de acciones, excluyendo el hecho de que ganaba el que conseguía meter más veces el balón en la portería. En el referéndum que organizamos entre las chicas tus piernas quedaron proclamadas como las mejores del equipo.
El rock. La próxima vez que te escriba te mandaré una lista de canciones de las que sigo sin poder separarme.
Eso es todo, franqueo y salgo a echar la carta al correo.
Emma
Nueva York, 8 de mayo de 2001
42 W 10th St
Querida Emma:
Son las tres de la mañana y no consigo conciliar el sueño. Debajo de nuestro apartamento hay un Deli, de forma que he bajado a comprar una botella de leche. Me he hecho amigo de la dependienta, con la que me suelo entretener charlando cuando no tengo ganas de subir enseguida a casa después de salir del estudio o en plena noche, como ahora. Ella está siempre allí. No te imaginas cuántas personas trabajan por seis dólares la hora, incluso ochenta horas a la semana, poco importa que sea de día o de noche, ya que aquí casi todo es «24 hours operation». La cajera de mi Deli escapó de Nicaragua, donde los sandinistas habían masacrado a toda su familia. Bebo un vaso de leche caliente mientras escribo. Me preguntas cómo éramos y me parece increíble que tú hayas olvidado los meses más importantes de tu formación, esto es, los que pasaste conmigo (bromeo, aunque no del todo). Mi vida ha sido un juego relativamente sencillo: fútbol, música y arquitectura (sin seguir por necesidad este orden) en el seno de la clásica familia campesina «industrializada» de primera generación con un padre ausente que vivía en el culto del dinero y del trabajo, un hombre al que veíamos mucho en verano, cuando exigía mi presencia en la casa de la playa durante al menos un mes. Mi madre (¿te acuerdas al menos de ella?) murió en 1971. A partir de ese día empezaron las desgracias. Mi padre se encerró aún más en sí mismo, se volcó aún más en el trabajo (no lo veía nunca) y se preocupaba mucho de mi rendimiento escolar y poco de mi estado de ánimo. No entendía que yo habría salido adelante en cualquier caso. Tú supusiste la ruptura con el mundo en el que había crecido, eras diferente de las demás y, según me ha parecido entender, lo sigues siendo todavía. Tengo una biblioteca interior de la que sólo tú formas parte y donde puedo encontrar muchas cosas.
¿Cómo te conquisté (hoy nuestros hijos dirían «ligar»)? Te vi tumbada boca abajo en la mesa del pasillo durante la pausa, mientras me exhibía con la guitarra y cosechaba cierto éxito, al menos con las chicas. Te pregunté algo, ya no recuerdo qué, alzaste los ojos del libro (¿obsesión? ¿presentimiento?) y me miraste como si hubiese interrumpido a saber qué obra de arte. Me perforaste con tus faros oscuros y me hiciste sentir como el mayor de los cretinos. Necesité algunas semanas para ablandar tu actitud defensiva, pero después te abandonaste en mis brazos. Permite que conserve esta ilusión de conquistador y recuérdalo así. Otras tarjetas postales de un amor: excursión nocturna a Venecia con regreso al amanecer. Acababa de sacarme el carné y le había cogido el coche a mi padre sin su permiso. Me sentía un tío estupendo e invitarte a un café en el chiringuito de plaza Roma era el máximo del romanticismo para mí. Ocupación de la facultad de arquitectura, donde nos colamos como dos críos del instituto. La fulguración debe de haberse producido en esas aulas, donde los estudiantes parecían mucho más mayores que nosotros. Vacaciones en Calabria. Creo que a eso corresponde la fotografía. Un concierto de la compañía de canto popular. Alguien cumple dieciocho años: te duelen los dientes, mi amigo Daniele «te embruja», me muero de celos, a pesar de que no te odio, muchacha, por ese gesto de desconsiderada insensibilidad.
Escríbeme,
Federico
P.D. No creas que lo hago por vanidad, pero me pregunto qué efecto te habrá producido volver a verme.
Una de las ventajas de la librería es que me ha liberado de un complejo de culpa: el de no ser capaz de recordar todos los libros que he leído. He olvidado argumentos, inicios y finales y tengo la excusa de releer algunos como si verdaderamente fuese la primera vez que lo hago. Los clientes me sugieren los títulos y me instigan a esa inagotable actividad. Hoy el señor Bianchi ha entrado en la tienda y me ha pedido una copia de Relatos de amor de Guy de Maupassant para regalársela a una amiga de su mujer que los había invitado a cenar. Ni siquiera me acordaba de que existía esa antología de setenta y cinco, quizá setenta y cinco, historias de amor de uno de los seductores más infatigables de la literatura. Alice lo encontró en la estantería correspondiente a las «Latitudes amorosas». A continuación volvió a la carga con el tema de la absoluta necesidad de clasificar los libros en un archivo electrónico. La atajé, salí a tomarme un capuchino y me puse a escribir bajo la atenta mirada del camarero, que a buen seguro se preguntaba por qué estaba sentada allí cuando tenía toda la librería a mi disposición.
Milán, 19 de mayo de 2001
Bar estanco de la plaza Sant’ Alessandro
Querido Federico:
Vacilo. Tus cartas son un tiovivo de revelaciones. No recuerdo la noche que pasé contigo en Venecia, pero la de la ocupación es inolvidable. Mi padre estaba iracundo, iba a dormir fuera de casa y estaba convencido de que perdería la virginidad en el curso de sucesivos revolcones con desconocidos. Murió en 1976 de cáncer de hueso. Sé poco de su enfermedad, mi madre apenas si la mencionaba, como si fuese un tema que le concerniese sólo a ella, que estaba enamoradísima de él y que le sobrevivió diez años. Los dos tenemos en común unos padres que se querían. Tengo un vago recuerdo de las vacaciones que pasamos en Calabria (las de la foto). La anécdota del pasillo es graciosa. Me gusta pensar que me enamoré de ti y de las novelas en ese momento, a pesar de que cuando era niña los libros ya eran para mí una enfermedad y me imaginaba a los escritores (siempre hombres, a saber por qué) masticando frenéticamente la pluma mientras llenaban de frases el cuaderno que habían apoyado en las rodillas. Lo que siempre me ha fascinado, más que los cuadros y las esculturas (a los que Gabriella ha dedicado su vida, ya que enseña historia del arte en nuestro viejo instituto), es la condición no-material de la palabra, que no nace de un tubito de témpera o de la arcilla manipulada ni de los dibujos que después se transforman en puentes. Espero no ofender tu sensibilidad con esta revelación. La palabra es inmaterial y, sin embargo, la considero más poderosa que cualquier gesto físico. Brota de una idea, de un pensamiento, de cualquier observación de la naturaleza o de una calle, de un edificio, de una cara, emerge de una bofetada o de un coito y… paf, puede cambiarte el mundo. O, al menos, la perspectiva. A pesar de que Virginia Woolf escribió y explicó que «las palabras tienen poca vocación de utilidad», yo no puedo pasarme sin ellas.
¿Qué efecto me produjo volver a verte? El sentimiento predominante fue la curiosidad, quería averiguar en qué tipo de hombre te habías convertido. Me pareció que seguías siendo atractivo (en pocas palabras, no sufrí un choque, no te habías transformado en un monstruo, a pesar de que ambos debemos reconocer que corrimos un cierto riesgo de que así fuese) y la auténtica sorpresa fue la sensación de conocerte sin recordar los hechos que te concernían. Eras como un hombre nuevo, pese a que sentía entre nosotros una intimidad que eliminaba la tentación de defenderme, de protegerme y de fingir, como hago a menudo. Me sentí a mis anchas, diría que incluso más, me fiaba de ti. De vuelta en casa me dejé mecer por la convicción (no te rías, por favor) de que nuestras almas se habían seguido relacionando durante todos estos años mientras nosotros nos dedicábamos a otras cosas, y que por alguna extraña razón cuando volvieron a verse se… reconocieron. Cuando te marchaste mi lentitud necesitó algo de tiempo, quería comprender si eras un espejismo, prescindiendo de la historia de las dos personas que se vuelven a ver después de mucho tiempo, etcétera, etcétera. Después llegó tu carta y ahora me tienes aquí, prosiguiendo con nuestra conversación.
Eso es todo.
Emma
P.D. Lamento lo del tal Daniele. Me pregunto quién era y cómo pudo distraerme de ti. Espero más detalles sobre mi lamentable comportamiento.
Es sábado por la noche, Mattia debe de haber quedado con alguien. Hace treinta y siete minutos que entra y sale del cuarto de baño. Una vez lleva la camisa fuera de los pantalones, después la cambia por una oscura, a continuación desaparece y vuelve a aparecer con la blanca, más adherente, y con una corbata estrecha. El amor, y la inseguridad que conlleva, es igual a cualquier edad. A la fuerza.
— ¿Necesitas un consejo, cariño?
— No me decido, mamá. ¿Estoy mejor con la camisa o con la sudadera?
— Ponte las dos, una encima de la otra. Luego puedes quitarte la sudadera — le contesto distraída por la carta de Federico que me espera en el bolso. Aún no la he leído. Es larga y quiero disfrutar de ella con tranquilidad, apenas Mattia desaparezca.
— Déjalo, mamá, la sudadera y la camisa se dan de hostias. ¿Tienes diez euros?
Nueva York, 7 de junio de 2001
University Cafè
Querida Emma:
Estoy sentado en la mesa del bar junto a la Beyer Blinder Belle, el estudio donde trabajo con un grupo de colegas extraordinarios, friendly, como dicen ellos, con los que me he llevado bien desde que nos conocimos hace unos meses, cuando el Boss nos explicó el proyecto de restauración y de ampliación de la Morgan Library. Desde 1968 (fecha profética y no sólo para nosotros, los europeos) la Beyer Blinder Belle Arquitectos y Planificadores LLP proyecta una arquitectura destinada a las personas y predica la coherencia entre los edificios y la gente. Una cosa banal, me dirás, pero no todos comparten este concepto de la arquitectura. A la derecha de la entrada, donde hemos organizado un espacio para nuestro grupo, destacan los premios, los pergaminos enmarcados y los dibujos de los trabajos realizados en los Estados Unidos junto a los elogios bipartidistas y firmados en dos ocasiones por Bill Clinton y George W. Bush. En los bordes de las paredes que dividen el espacio del estudio hay unas maquetas de cartón que expresan la integración entre presente y pasado: el Museo de la Inmigración de la Ellis Island, el de South Street Seaport de Nueva York, el Centro Muhammad Ali en Louisville, Kentucky, el Museo de Arte de Montclair en Nueva Jersey, el Red Star Line Memorial (la versión europea de la Ellis Island) y muchos más. En la BBB trabajan ciento setenta arquitectos convencidos de que las personas necesitamos unos espacios donde poder reunirnos, estar juntos y emocionarnos. Mi compañero de banco, Frank Prial Jr., es simpático y está enamorado de sus hijos, de su mujer y de nuestro proyecto. Su pasión son los edificios históricos, a los que salva con un ánimo digno de una dama de la Cruz Roja, todo un cabezota a la hora de conservar el pasado a la vez que le confiere, sin embargo, una nueva vida y unas nuevas funciones. Puedes imaginar cómo concordamos en el proyecto de expansión de la Morgan, la caja fuerte de una de las más valiosas colecciones de manuscritos, de volúmenes, de partituras musicales y de cuadros de todo el mundo. En mi caso se trata del primer encargo de responsabilidad, en cambio para él supone un regreso a Europa, donde vivió con su familia durante unos años. Nos pasaron el proyecto de la Morgan Library hace un año. Yo me encontraba en Venecia con Piano, a bordo del vaporetto que nos llevaba a la estación. De repente Piano me miró y me preguntó con aire distraído si recordaba la propuesta: «Nos han vuelto a llamar para preguntarnos si la aceptamos», dijo. El encargo había sido asignado por unanimidad al Renzo Piano Building Workshop. La idea de nuestro jefe era conectar los edificios existentes a la vez que se aumentaba la volumetría de la biblioteca en la mitad de su cabida originaria eliminando todo lo superfluo. Lo importante era ponerse de acuerdo sobre qué debía considerarse superfluo, dado que la Morgan ya había sido objeto de varias transformaciones. De hecho, fue ampliada en 1928 con un anexo insignificante de estilo clásico y unida a la Brownstone del hijo de John Pierpont Morgan, Jack, mediante un tétrico pasaje de cristal. Nos pidieron que la proyectáramos de nuevo ampliando sus volúmenes, pero un rascacielos habría roto por completo la armonía de ese dulce rincón de Madison Avenue. ¿Qué podíamos hacer? «Cuando no se puede subir se baja», sugirió Renzo, que tiene el don de simplificar las cosas complejas y de no complicar las sencillas. «El espíritu del proyecto no es crecer sino reequilibrar y reexaminar la institución». Si no fuera un hombre heterosexual me habría enamorado ya de él. En realidad lo quiero desde que me hizo la entrevista en Génova, cuando estaba acabando la carrera, y me ofreció mi primer y auténtico trabajo, además de una posible fuga. Con este encargo me promovió a socio encargado del RPBW y la única que no lo celebró fue Sarah. Cuando supo que me trasladaban de París («no es definitivo, amor, dentro de unos años volveremos a casa», le dije intentando tranquilizarla), acababa de terminar secundaria. En lugar de alegrarse lloró durante varias semanas. Imposible no entenderla porque, a fin de cuentas, ¿qué le podía importar a ella mi promoción y Nueva York? «Mis compañeros se están matriculando en el Richelieu, allí no conozco a nadie, no puedes obligarme a cambiar de vida», lloriqueaba haciéndome sentir como un imbécil al que sólo le preocupa su carrera. Seguro que no debía de tener ni idea de quién era el cardenal Richelieu, pero era indudable que la estaba arrancando de las seguridades que había logrado erigir durante los años en que había combatido contra las crisis paralizantes derivadas de un carácter tímido e introvertido, del cual me sentía responsable en al menos un sesenta por ciento (el resto lo atribuyo a la casualidad). Durante todo el primer trimestre que pasamos en Manhattan me miró como si fuese un monstruo que le estuviese destrozando la adolescencia; por suerte pude contar con la ayuda de Ricki, el hijo de quince años de un colega que se tomó muy en serio la melancolía de Sarah. Se han hecho inseparables. Sólo espero (soy muy celoso) que ese adolescente con la cara llena de granos no trate de ir más allá de una espléndida y posesiva amistad. Me he extendido contándote los lugares de mi vida. Para un arquitecto son todo.
Hasta pronto, mi querida librera.
Federico
El 12 de octubre del 2000, a 508 años del descubrimiento de América, alzaba el telón sobre mi nuevo continente. La noche anterior había pasado el aspirador hasta en los rincones más recónditos (en vano, ya que el parqué resplandecía como una bola de billar), apilado los libros divididos en tipologías amorosas, limpiado los cristales con alcohol y papel de periódico y sacado el brillo a las manillas. A las dos de la mañana regresé a casa en una Milán ya fresca con la firme intención de dormir, pero a pesar de las gotas permanecí despierta con la ansiedad retorciéndome la garganta. Sentía de nuevo el estómago encogido y ni siquiera podía pedir ayuda a Gabriella, que había tenido la pésima idea de marcharse justo esos días a Aviñón para asistir a una conferencia sobre el arte medieval. El orgullo me impedía llamar por teléfono a Alberto en medio de la noche. Mattia se había quedado a dormir en casa de su padre. Me enfrentaba sola a mis pesadillas.
La solución, como siempre, estaba en la bañera. Al igual que sucede en las mejores películas y en innumerables novelas, la liturgia del relajamiento en ella obedece a unas reglas. Sentada en el borde con la mirada clavada en el pensamiento que versa sobre el único hombre que la ha hecho feliz por un instante, un día, una semana o un largo periodo de su vida, ella abre el grifo y cuando el agua llega hasta arriba se sumerge en la espuma. Tibieza y vapor en los azulejos, velas con aroma a vainilla y dos discos de algodón con camomila sobre los párpados mientras piensa. Que levante la mano quien no haya visto una escena similar en el cine. De forma que yo también lo hice, pero estaba tan cansada que me quedé dormida en tanto que la cera de las velas se deshacía formando pequeñas esculturas y los discos de algodón se arrugaban como flores secas. Me desperté sobresaltada. El agua se había enfriado y me habría gustado morir allí, arrastrada por el remolino del tapón. Me metí entre las sábanas sin quitarme el albornoz y me dormí de inmediato. Algunas horas más tardes me vestí de librera: una falda de tubo de mohair color berenjena, unos zapatos de salón con un tacón de ocho centímetros (regalo de Michele, que sigue siendo uno de los pocos que conoce mis gustos en lo tocante a calzado), unos pendientes de baquelita y un maquillaje ligero. Tras una fugaz visita al peluquero me presenté a los vecinos. En la plaza Sant’ Alessandro no son muchos, pero todos aseguraron estar entusiasmados con la tienda («¿Sólo novelas de amor? En ese caso tendrás como únicas clientes a las mujeres. A los hombres no les gusta hablar de ese tema», fue el único comentario perplejo) y encariñados con la tía Linda. El estanquero aún lozano y antitabaco que vende los cigarrillos con una mueca de desaprobación en la boca, el anticuario que se pasa los días entre muebles y fruslerías dispuestos con inestable desorden en un establecimiento que tiene dos escaparates, el propietario del café al que le expliqué que el capuchino me gusta sin espuma, la tintorera Luisa y el carnicero de la esquina. Invité a Emily, la portera, a darse una vuelta entre mis estanterías y accioné el primer cierre metálico de mi vida. El ansia no cejaba. Caminaba. Ordenaba los montones, controlaba el teléfono TU-TU-TUUU. Quién sabe, alguien podía llamar para pedirme un título, dado que había distribuido mi tarjeta de visita en todo el barrio, incluidas las cajas de la FNAC, que se encuentra a doscientos pasos (contados). La campanilla de la puerta funcionaba. A las once de la mañana me volví hacia mi magnífica mercancía y abracé la realización de un sueño, a pesar de la horda de disuasores y gracias a algún que otro generoso admirador que había prometido pasarse por la librería esa noche. Tratando de ahuyentar la mala suerte no había organizado el consabido cóctel de inauguración. Debía arreglármelas sola y enfrentarme al mercado con rudeza. Había sellado un pacto conmigo misma: si el primer día era un desastre haría al menos cinco cosas que detestaba. Dado que aborrezco muchas más me vi obligada a elegir. Si no entraba nadie durante la primera hora haría la compra en el supermercado y a continuación llevaría a casa un paquete de seis botellas de agua de un litro y medio; pasada la segunda aboliría la bicicleta sobre la acera durante una semana; pasadas tres horas, renunciaría al peluquero durante dos semanas. Y a continuación venían los votos y sacrificios más arduos como dejar de fumar durante un mes, caminar exclusivamente sobre las baldosas pares, hacer tres llamadas telefónicas indigestas al día durante una semana, correr media hora todas las mañanas, cosa que para una aficionada a la gimnasia suave como yo es todo un insulto al sentido común, ir al banco sin enfadarme con el cajero, no irritarme al comprobar la ineficacia de cualquier dependiente de cualquier tienda, ser pisoteada en el tranvía mientras leo, apurar un vaso de vino de un solo sorbo y no hacer comentarios al ver el montón de telas — vaqueros, calzoncillos y sudaderas de Mattia— que yacen en el suelo como esculturas, y el cenicero rebosante de colillas.
Una hora y siete minutos después entró ella, mi primera cliente. La primera de mi vida. Llevaba unas botas de elfo de color violeta, unos pantalones con unos bolsillos grandes en los muslos, una chaqueta ajustada de terciopelo color marrón, la melena escalonada a la altura del hombro, el pecho generoso (a ojo de buen cubero, una cuarta abundante), una piel y unos ojos clarísimos. La dejé hacer, muda de alegría. Rozaba los montones de libros con la punta de los dedos y con las pupilas ávidas, lanzaba grititos de felicitación y de eufórico entusiasmo. El canto de la sirena se posaba sobre los mostradores como una mariposa curiosa.
— Qué monaaaa — chirrió sin saber que había eliminado de un plumazo el dolor de espalda que me había causado el transporte de los paquetes— . ¿De verdad sólo vende novelas de amor? ¡Es increíble! ¿Y hace también paquetes regalo? ¡Usted es un genio!
Nada más y nada menos .
— No soporto a los que meten los libros en bolsas de plástico, sabe, esas que llevan la marca impresa, ¡ni que fuesen medias! Quiero que me envuelvan el libro y que le pongan un lazo, incluso cuando lo compro para mí.
El torrente dijo precisamente eso: quiero. Y yo, que pensaba haberme librado para siempre de los patrones, entendí que los nuevos iban a ser ellos: los lectores. Bien. Los transformaría en cómplices, puede que incluso en amigos, pensaba en el delirio de omnipotencia de la principiante.
— Trabajo en el edificio de enfrente, soy licenciada en estadística, por el momento hago estudios de mercado por mil ciento veintisiete euros al mes — me informó. Concisa, pero atenta a los detalles.
— Puede venir aquí para distraerse de los números — le respondí venciendo la timidez que me tenía enganchada al mostrador.
La primera cliente, un perro rastreador de trufas llamada Cecilia, me confortó con la compra de tres títulos: Tú serás mi cuchillo, de David Grossman, La carta de amor, de Cathleen Schine, y Besos de papel, de Reinhard Kaiser. Como no podía ser menos, exigió que le hiciese tres paquetes. Me esforcé, segura de que eran para uso personal y de que ella misma los desenvolvería esa noche. A partir de ese día Cecilia se deja caer por la tienda con cierta regularidad, olfatea, hojea, sus solicitudes de información son más bien interrogatorios: sí, porque desconfía de los best sellers, de los anuncios publicitarios, recela de las hipérboles, de las exageraciones, de las frases de las celebridades (por lo general escritores amigos de los escritores) que proclaman a voz en grito la obra de arte y las «esperadísimas novelas». Las elige con el especial instinto de una lectora desenvuelta que no se deja engañar por las solapas, que lee las primeras líneas y a continuación abre al azar cualquier página y, segura, pronuncia su sentencia. En pocas palabras, se enamora a primera vista o abandona el volumen en su sitio sin arrepentirse. Irrumpe en la tienda durante la pausa de la comida o hacia las seis de la tarde, aunque sólo sea para saludarme o para beber un té. Hablamos de libros y de sus volátiles novios. A pesar de la diferencia generacional sus neurosis de lectora encajan con las mías mientras que Alice, que es coetánea suya, la juzga un poco artificial.
Yo, claro está, la adoro.
Nueva York, 21 de junio de 2001
Barnes & Noble
Union Square
Querida Emma:
Comparado contigo soy un incompetente, un hombre reacio a acercarse a las novelas. Para vencer el sentimiento de inferioridad que has suscitado en mí hoy he comprado una voluminosa (798 páginas) biografía de John Pierpont Morgan, el hombre al que debo indirectamente mi experiencia americana. J.P.M. es mi patrono, si estoy aquí es gracias a su intuición, de manera que lo mínimo que puedo hacer es documentarme sobre su vida. Excluyendo las de los arquitectos hace siglos que no abría una biografía. La librería Barnes & Noble de Union Square se ha convertido en uno de mis sitios preferidos. Consta de cuatro pisos con un gran espacio para los discos y un rincón teenagers (sic) donde busco los libros para Sarah. Eres la única librera que conozco personalmente (a decir verdad, no conozco a ninguna otra) que acoge en el rincón destinado al café incluso a los que no compran. Estoy sentado a la mesa de la cafetería que se encuentra en el segundo piso en la que hay unas mesitas de madera oscura y cuyo suelo está cubierto por unas baldosas negras y blancas. Me he servido un muffin de uva y un brebaje de café. Dispongo de una hora y me tomo mi tiempo. En la pared de enfrente hay una panorámica de autores pintados de manera decadente y con colores llamativos: George Orwell, Vladimir Nabokov, James Joyce, Mary Shelley, Rudyard Kipling, George Eliot, Henry James elegantísimo, con una camisa blanca y un frac, a su derecha, casi tumbado, Oscar Wilde luce una bata y sostiene un lirio en un vaso, Mark Twain apoya la barbilla en el índice y en el pulgar con aire pensativo, George Bernard Shaw y por último, concentrada en el retrato, Emily Dickinson, la poetisa reclusa. Únicamente tres mujeres, dato que habla por sí solo del espacio que les reserva en el cerebro el aficionado que los retrató. Todos los ocupantes de las mesas leen o, mejor dicho, todos tienen un libro o una revista en la mano y parecen hojear las primeras páginas, tan intactas que se diría que están vacías. Algunos escriben, estudian o teclean en el PC. El porcentaje te consolaría: apenas hay cuatro ordenadores encendidos, el resto es papel. Te sentirías alegre en medio de esta multitud de lectores-hermanos. Doy un sorbo al bodrio hirviendo del vaso de cartón, pese a que el calendario anuncia el primer día del verano. Leo las primeras páginas de la apasionante hazaña humana de un hombre extraordinario. Resumo. Antepasados dignos de mención: James Pierpont, uno de los fundadores de la Universidad de Yale, y el reverendo John Pierpont, abolicionista y poeta. J.P.M. nació en 1837 en Hartford, Connecticut, cuando en los Estados Unidos se respiraba «una mediocre atmósfera estética» (palabras de la biógrafa): cualquiera que pretendiese dedicarse al estudio del arte o de la arquitectura debía refugiarse en la vieja Europa. Precoz en su pasión por el papel, cuando tenía catorce años pidió varias cubiertas de una edición especial del Illustrated London News y aconsejó a su primo Jim que hiciese lo mismo ya que, según le escribió: «estaban mejor hechas que las cubiertas corrientes». El padre le escribía cartas desde Inglaterra en que le mandaba unas aburridísimas lecciones de historia. Piensa que, después de una visita a la tumba del duque de Wellington, le recordó que «era el hombre que había derrotado a Napoleón en Waterloo». Imagina si nosotros escribiésemos a nuestros hijos sobre los descubrimientos que hacemos durante nuestros viajes, resoplarían un «qué coñazo» de conmiseración. El tomo especifica que la salud de J.P.M. nunca fue particularmente robusta, de hecho, durante su infancia enfermó de reumatismo y su familia lo mandó a las Azores. Sus padres fueron a visitarlo y a continuación efectuaron un Grand Tour por Inglaterra, Alemania, Bélgica y Francia, durante el cual él anotó de todo: las personas que conocía, los espectáculos a los que asistía, los museos que visitaba, el precio de la entrada del palacio de Versalles y de la tumba de Napoleón, la visita a la fábrica de tapices Gobelins, a la Ecole Nationale des Beaux Arts y al Louvre (Sarah ni siquiera toma apuntes en el colegio, «no hace falta, lo encuentro todo en Internet», dice). Es probable que la pasión de J.P.M. por el coleccionismo de arte naciese durante esos viajes juveniles, si bien los millonarios norteamericanos de finales del siglo XIX y de principios del XX solían dedicarse a comprar la historia como pasatiempo. Morgan no fue ni el más iluminado de ellos ni el más culto, pero sí el más genial. A la frase evangélica «llamad y se os abrirá» replicaba «si lo debes pedir jamás lo obtendrás». De hecho, nunca pedía las cosas sino que las compraba asegurando que «ningún precio era lo bastante alto para un objeto de indiscutible belleza». Así pues, J.P.M. era un filántropo y tú eres mi Pigmalión: si no me hubiese encontrado con la librera más encantadora de Milán hoy no habría leído el periódico. Mi hora de recreo está a punto de concluir. Hasta pronto.
Escríbeme.
Federico
Milán, 9 de julio de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Conozco las Barnes & Noble, recuerdo en particular una que está en los alrededores del Astor Place, me parece, si bien son librerías demasiado grandes para mi gusto. En Nueva York prefiero la Strand que se encuentra en la Broadway, un asilo de clase para volúmenes usados aunque todavía vivos que vi por primera vez hace una era geológica, cuando Gabriella, Alberto, Michele y yo pasamos allí unas inolvidables vacaciones. La primera cosa que busco en las ciudades que visito son las librerías. El morbo no es reciente, ya de niña charlaba con los dependientes y, si bien de manera inconsciente, los envidiaba, pues estaba convencida de que se pasaban el día leyendo gratis detrás del mostrador. A decir verdad he descubierto que los tiempos muertos en las librerías no son frecuentes: entre quitar el polvo y ordenar los libros, arreglar los rincones o inventar alguno nuevo, no estoy parada ni un minuto. Leyendo tu carta he recordado que en el pasado fotografiaba las librerías como si fuera una turista japonesa. Simplificando lo que en realidad ha sido un complicado cambio (de horarios, costumbres e incluso de indumentaria) diría que el viaje a Laponia transformó una inocente manía juvenil en un oficio. Cuéntame cosas de la Morgan en tu próxima carta: a pesar de que me considero una viajera atenta jamás he entrado en ella y eso me convierte en una librera diletante.
Emma
P.D. No recuerdo nuestro primer beso. ¿Y tú?
Cualquier cambio en la librería es objeto de discusión. Da la impresión de que nos hemos retrotraído a los años setenta en que las asambleas eran la forma más difundida de enfrentamiento: en el colegio, en casa, en las manifestaciones, en las reuniones con las amigas o en los garajes de los edificios donde nacieron nuestros primeros grupos de rock, en todas partes se debatía por puro placer. Pero, comparados con la controversia que está teniendo lugar en estos húmedos locales desde hace una semana, los debates de esos años eran unas agradables conversaciones de salón. Milán se ahoga bajo una capa de calor polvoriento que reduce de manera notable mi capacidad de soportar cualquier conversación que supere el umbral de lo meramente cotidiano. Preferiría disertar sobre la diferencia entre una Coca-Cola con cubitos de hielo y un granizado a la menta, entre un zumo de naranja o mi querido vaso de agua con gas. El resto, con esta temperatura, resulta intelectualmente trabajoso. El tema sobre el que no nos ponemos de acuerdo es el aparato de aire acondicionado. Alice insiste en la ventaja (para los clientes) de instalar al menos uno, examina los folletos, enumera las ofertas especiales, compara los precios y los modelos y repite en tono angustiado que «si no nos damos prisa se acabarán las existencias». El Enemigo Fiel no está de acuerdo y al enésimo ruego le ha replicado a mi ayudante que no tenemos dinero.
— Como mucho os concedo unos ventiladores en el techo. Quedan bien con la decoración de la librería, le dan un aire romántico y cuestan poco — ha sentenciado.
Un velo de serrín se ha posado como si fuera talco sobre los mostradores, a pesar de las indicaciones que les he dado a los instaladores y a que he protegido los libros con unos plásticos. Paso el aspirador, son las ocho y media y admito que el Enemigo Fiel tiene razón: esas bolas de metal que cuelgan por encima de la cabeza silban como los filetes en la parrilla, pero refrescan. Espero que Alice aborde el segundo tema que a lo largo de la semana se ha ido alternando — ¡un minueto!— a la absoluta necesidad de refrigeración: la clasificación. También sobre este tema estamos parcialmente en desacuerdo: destilar la clasificación de los libros es para mí un divertissement, en cambio Alice se lo toma terriblemente en serio. Yo las compilo con los títulos que he leído, o releído, con los que me gustaría que leyesen los clientes y con los que éstos me han aconsejado. De hecho, tienen libre acceso a la pizarra y pueden criticar, reseñar y dejar sus comentarios. Ella dice que debemos tener «una mirada más objetiva y amplia» y no personalizar demasiado la elección de las novelas a clasificar. Al Enemigo Fiel le importa un comino, pero sostiene que la pizarra quita espacio y que habría que sustituirla con un panel «de imanes».
La mía es una librería de democracia participada.
Esos dos no entienden que las listas y las enumeraciones aplacan la ansiedad como las partidas de Trivial Pursuit, de Monopoly, el tenderete y el continental, unos juegos de mesa inocentes y perfectos para los que no tienen demasiadas ganas de estudiar el libro de instrucciones como si fuese un manual de física cuántica. Yo no sé jugar ni al póquer ni a las damas, jamás me he aventurado con el ajedrez, juegos, todos ellos, para gente lista o intelectual. Dado que no soy ni una cosa ni otra y que me puedo jactar de haber obtenido varias victorias en el continental, uso las clasificaciones como un antídoto contra el aburrimiento. La discusión con Alice se inicia por lo general el lunes en tono sereno, la intención es llegar al sábado con la lista completa, escribirla primero en una hoja y a continuación copiarla con la tiza en la pizarra que he comprado en la subasta de muebles de una escuela primaria. Hoy es jueves y todavía estamos en punto muerto. Mi lista prevé los «Amores más vendidos», aunque en realidad yo incluyo en ella lo que me parece. Ella insiste en los «Amores de sombrilla».
— Faltan pocos días para el cierre y lo que más estamos vendiendo son las novelas para leer en la playa — comenta arrugando su pequeña nariz con aire de sabelotodo.
— ¿Y los que van a la montaña? ¿Y los clientes que veranean en las colinas, en los lagos, en barca o en alguna ciudad extranjera no tienen derecho a su novela? Me gustaría saber cuáles son las características del libro de sombrilla.
Podría elaborar unas listas para los que pasan sus vacaciones en París (Balzac, Zola, Maupassant y Proust) o, pongamos por caso, en Praga, a quienes ofrecería Kafka, que jamás escribió una novela de amor, pero al que no puedo pasar por alto si pienso en la desolación que experimentó su corazón. Y Kundera, La ignorancia, El vals de los adioses, La insoportable levedad del ser, mientras que Croacia, últimamente de moda como destino, me plantea algunos problemas. Demasiado minoritario, objetaría Alberto, que nunca mete la nariz en nuestras clasificaciones porque su coste es igual a cero. No soporto discutir con mi testaruda ayudante, si bien los nuestros no son litigios en sentido propio sino más bien escaramuzas y grescas. La diferencia generacional que existe entre ella y yo se aprecia de manera casi física en esas circunstancias: me vence por agotamiento aprovechándose de su resistencia psíquica y de mi incapacidad para tolerar los conflictos, incluso los que tienen un vago sabor intelectual. La espero con impaciencia. Me gustaría encontrar antes de mediodía el término medio entre el pino y la sombrilla, entre Londres, Praga y los ricachones de los barcos, unos lectores esporádicos pero despilfarradores. Mientras navegan acompañados del capitán y del marinero de turno, sus esposas o novias parten siempre bien provistas y, cuando finalizan las vacaciones, abandonan los libros en unas condiciones penosas, con las páginas acartonadas a causa de la sal. De hecho siempre aconsejo las ediciones de bolsillo para los barcos, ya que éstas se pueden dejar a bordo sin lamentarlo. Añadiría además los libros para los que no salen de vacaciones. Los auténticos lectores nunca se desprenden de los libros, ni siquiera durante los periodos de ocio.
1. Edward M. Forster, Regreso a Howard’s End (veinticinco copias gracias a una profesora del instituto que lo sugirió a los estudiantes de III como libro para las vacaciones).
2. Dino Buzzati, Un amor (para los que pasan en Milán todo el mes de agosto).
3. Emily Brontë, Cumbres borrascosas (a pesar de que Heathcliff es quizá demasiado vengativo para mi gusto).
4. Charlotte Brontë, Jane Eyre (por par condicio, ella sí que me gusta).
5. Marc Levy, Ojalá fuera cierto (hace falta un autor de aspecto agradable).
6. Nadia Fusini, El amor vil (la historia de un desertor del amor al que una tal Lavinia castiga al final de sus días).
7. Jeanne Ray, Julie y Romeo (material de sombrilla. Los Capuletos y los Montescos se convierten respectivamente en los Cacciamani y en los Roseman, unos floristas rivales de Boston).
8. William Shakespeare, Romeo y Julieta (sirve de contrapeso al precedente).
9. Louisa May Alcott, Mujercitas (éste lo meto siempre).
10. Luis Sepúlveda, El viejo que leía novelas de amor (no lo he leído pero lo incluyo por el título. De acuerdo con una estadística los clientes del género masculino se suelen fiar más de los escritores que de las escritoras).
Nueva York, 17 de julio de 2001
BBB, 41 E 11th St
Querida Emma:
¿El primer beso nunca se olvida? Es cierto. Me he documentado en un ensayo que he encontrado en el sector (abarrotado) dedicado a la salud de la Strand sobre la que me escribiste, los dieciocho mil libros de la Broadway. Sólo lo he ojeado, por vergüenza a llevarme a casa un manual que habría despertado las sospechas de cualquiera. El autor, cuyo nombre no he transcrito, es un neurólogo de no sé qué universidad norteamericana y sostiene que el primer beso está bajo llave, junto a un sinfín de otras primeras veces imborrables, en un rincón de nuestro cerebro. Deberías poder encontrarlo entre las células de tu cerebro. El doctor-no-sé-cómo-se-llama escribe que tú también memorizas porque todos los cerebros, incluido el tuyo, crean varias conexiones entre las neuronas que nos permiten recordar hoy lo que hicimos ayer, hace una semana o incluso muchos años. Los recuerdos permanecen grabados en nuestra mente durante toda la vida. He copiado en mi Moleskine: «Recordar un acontecimiento significa reactivar un grupo de neuronas que están asociadas a los sonidos, a los olores y a las imágenes de un momento especial». Los he reactivado y los he encontrado allí, junto al primer beso, o, mejor dicho, junto al instante que lo precedió cuando «el ADN de las neuronas del hipocampo, la zona del cerebro que registra los procesos de memorización, se percata de que algo fuera de lo común está a punto de suceder y da instrucciones a sus células para que fijen ese recuerdo entre las joyas que se deben introducir en la caja fuerte. El ADN es el director y las proteínas que potencian la memoria son los actores». En pocas palabras, la historia de cualquier persona se imprime en su ADN, un mapa geográfico emotivo sobre el que se puede investigar. Aquí tienes el nuestro. Atardecer, llovizna, estás sentada en el muro que hay frente al portón del instituto con las piernas colgando. La posición no era de las más favorables, la lluvia no ayudaba, pero a ti te daba igual. Te rodeaba la cintura con mis brazos. Acerqué mis labios a los tuyos. No te apartaste. No recuerdo con exactitud qué hora era, pero la felicidad de ese silencioso (e interminable)… sí. ¿Cómo puedes haber olvidado todo esto? No sé si lograré perdonarte, pensaré sobre ello.
Federico
P.D. Esta noche, después de cenar, Sarah se ha acurrucado a mi lado en el sofá. Yo leía el periódico, la he mirado y le he preguntado a bocajarro si «ya» había besado a algún chico. Me ha contestado con una pregunta: «¿Estás loco, papá?».
Milán, 24 de julio de 2001
Sueños & Hechizos
«¿Qué ha olvidado hoy? ¿Una cita decisiva, el pago de ese recibo, un número de teléfono importante, el nombre de un cliente o las páginas que ha estudiado hoy?». Alice me ha impreso este anuncio que ha recibido en su dirección de correo electrónico (de casa). En un primer momento he pensado que me estaba tomando el pelo, después he comprendido que era cierto. Federico: venden cursos para memorizar el aniversario de matrimonio, el cumpleaños de una amiga o las páginas ya leídas de un libro. Y sólo cuesta 248 euros. Una cifra astronómica, el coste de, al menos, quince novelas con sobrecubierta. Una cifra irrisoria, pensarás, si de verdad el curso en cuestión pudiese devolverme a ese muro. Acababa de recoger de la oficina de correos tu carta sobre el tratado del doctor-no-sé-cómo-se-llama y ese anuncio absurdo me ha parecido una exhortación al entrenamiento de las neuronas. Mientras espero la próxima he decidido decorar el escaparate con las novelas en las que el primer beso llega después de un extenuante cortejo, de dificultades insuperables y de rocambolescas desgracias. ¿El mejor? Lee aquí: «Entonces, no te muevas, mientras recojo el fruto de mi plegaria y así, por tus labios, queden los míos libres de pecado”. William Shakespeare. Romeo a la joven y emprendedora Julieta. Tengo que marcharme: Alice ha propuesto un escaparate veraniego y busca todo tipo de banalidades como campos soleados, playas incontaminadas, escenarios encantadores, plantas lujuriantes, rosaledas, frescura, frondas, setos, bosques, flirteos en lugar de amores y jardines, jardines y más jardines. Le he sugerido El jardín secreto, de Frances Burnett, Elizabeth y su jardín alemán, de Elizabeth von Arnim, Las afinidades electivas, de Goethe, Memorias de África, de Karen Blixen, La palabra amor en la tierra de Clare, de Niall Williams, que llegó justo ayer y que he comenzado a leer hace tan sólo unas horas. Lo estoy devorando y siento un gran deseo de partir de inmediato rumbo a Irlanda.
Te abraza Emma, la desmemoriada
P.D. ¿Qué me dices de Morgan? Entre ganar dinero y comprar arte, ¿le quedaba tiempo para el amor?
Nueva York, 30 de julio de 2001
Rapture Café
200 Avenue A
Querida Emma:
La noche del 26 de marzo de 1902, después de un día insatisfactorio para los negocios, John Pierpont Morgan se encontraba en su estudio. Solo, como sucedía a menudo. A la hora de cenar llamó al arquitecto Charles McKim y le pidió, mejor dicho, le intimó a que concertaran una cita: «Le espero mañana en mi casa, a las diez». McKim, que vivía en la esquina con la calle Treinta y cinco, a unas cuantas manzanas de la casa del banquero, no se hizo rogar dos veces y el jueves 27 de marzo se presentó en el número 219 de la Madison Avenue. Delante de una taza de té J.P.M. le contó al arquitecto que había comprado el terreno adyacente y le encargó que realizase una casa para su hija Luisa y un edificio para instalar una biblioteca: «Quiero una perla a la que poder transferir también la colección de la casa de Londres», ordenó. McKim propuso a Morgan que construyese una mansión de mármol al estilo italiano. Pocos meses después iniciaron las obras bajo la atenta mirada del dueño de la casa, quien controlaba personalmente todos los detalles: pidió que se bajasen las barandillas porque «estropeaban la línea de la cornisa posterior», impuso que se retiraran cinco piedras del lado externo de los escalones de la entrada, sugirió materiales y telas, firmaba los contratos de compra sin parpadear, piensa que incluso mandó a McKim a Roma para que comprase un par de morillos del siglo XVI. Conciliar la propia visión de la arquitectura con las exigencias del hombre cuyo mote era Lorenzo el Magnífico tuvo que ser para McKim un ejercicio de alta diplomacia, pero entre los dos se generó una empatía fortísima. Cuando, en el verano de 1905, McKim sufrió una neurastenia y tuvo que guardar reposo absoluto, propuso que fuese su socio, Stanford White, quien ultimase las obras: Morgan se negó en redondo y le dijo que se tomase unas vacaciones y que procurase olvidar la Morgan Library: «Las obras se detendrán hasta que vuelvas. Nadie más debe tocarlas». Una gran satisfacción para un arquitecto, mi querida Emma, me refiero al hecho de sentir que el cliente te considera indispensable. En noviembre de 1906 J.P.M. celebró su primera reunión de negocios en la West Room de la biblioteca rodeado de las paredes tapizadas con el damasco rojo que reproducía el escudo de armas renacentista de la familia Chigi. A partir de ese día J.P.M. apenas usó su despacho de Wall Street y prefirió la que sus colaboradores denominaban «la filial encumbrada». Esta mañana he estado allí con Frank. Nos ha recibido el director, Charles E. Pierce Jr., que conoce al dedillo esta joya. Nos ha acompañado hasta la caja fuerte del estudio, ha abierto un armario blindado, ha sacado una caja de tela azul de las dimensiones de un atlas (como esos que llevamos en el coche para consultar las carreteras) y a continuación nos ha dejado solos: «Es una de las copias de la Biblia en latín que imprimió Johann Gutenberg. Disfrutad de ella», ha dicho esbozando una sonrisa serena. Con esa frase quería darnos a entender que se trataba de una de las raras copias existentes en el mundo, ¿te das cuenta? Estaba aturdido, hipnotizado, tenía en las manos ese monumento impreso en un pergamino (que J.P.M. compró en 1896 a un comerciante inglés por 2.750 esterlinas, unos 13.500 dólares) y me sentía como si me hubiesen encerrado en la celda de un fraile, en el corazón de un lugar especial del que estaba reconsiderando las volumetrías y tuviese que respirar el alma que lo había generado. Mi pregunta es: ¿por qué un hombre tan acaudalado como él tenía una necesidad tan impelente de belleza? Quizá la respuesta está en la nariz. J.P.M. padecía acné rosáceo, una enfermedad misteriosa que lo desfiguró y que lo atormentó durante toda su vida. Fue a causa de su famosa, grande y espantosa nariz. Averiguaré los detalles, pero me parece una buena pista para humanizar al mito.
Te abrazo,
Federico
P.D. En otra carta te escribiré sobre sus historias de amor, si bien reconozco que ése es el aspecto de su vida que menos me interesa.
Milán, 4 de agosto de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
El espadachín narigudo ama en secreto a la hermosa Roxana, quien a su vez ama al hermoso Christián. Pero para conquistarla no basta con ser hermoso, además hay que ser poeta. Christián es hermoso, Cyrano es poeta. La unión hace la fuerza y la hermosa Roxana se rinde. Pero el tercero incómodo, el poderoso de turno, se ha prendado también de Roxana y manda a sus rivales al frente, donde Christián encuentra la muerte. La hermosa Roxana, como corresponde a la mejor tradición, se hace monja y sólo descubre el amor de Cyrano cuando ya es una anciana: si bien está dispuesta a corresponderlo, ya es demasiado tarde. Puede que J.P.M. leyese a Rostand y encontrase comprensión en la nariz más célebre de la literatura francesa.
Emma
P.D. Te equivocas al no interesarte por el lado afectivo de su vida. No hay mejores indicios para entender a las personas que la infancia y las experiencias amorosas.
P.D. bis. Me marcho dos semanas con Gabriella, Alberto y un grupo de amigos. Hemos alquilado una casa de campo en Rousillon, en Provenza. Mattia vendrá con su nueva novia, ¡la primera!, y todos esperamos que sea simpática, colaboradora y, sobre todo, ordenada. Tendré mucho tiempo para escribirte.
Nueva York, 11 de agosto de 2001
Banco en University Place
Querida Emma:
Nueva York es un horno a cielo abierto. Sarah y Anna están en Maine, una tierra de langostas y de almejas gigantes. Me uniré a ellas para pasar juntos unas vacaciones que nos llevarán hasta Canadá. Me he guarecido para escribirte en el parque próximo al estudio donde los estudiantes tocan música bajo los plátanos. El termómetro marca 98° Fahrenheit, la humedad pega la camisa a la piel como si fuese un sudario, da la impresión de que alguien ha pasado el aspirador por el Hudson, el asfalto está a punto de resquebrajarse mientras el aire acondicionado de los restaurantes y de los supermercados es poco menos que letal. He comprado una guía turística para aclimatar a mis chicas a la belleza de Mount Desert Island, donde nuestro Morgan hizo construir una de sus mansiones en el Acadia National Park, el punto donde primero se ve salir el sol de todo el continente. Emocionante. Hojeando la guía he pensado en ti; además de los Morgan, de los Vanderbilt y de los Ford en este parque vivió (y murió) una escritora que a buen seguro no falta en tu tienda: Marguerite Yourcenar, quien escribió Memorias de Adriano (libro que no he leído) en su casa de madera rodeada de arces, encinas y abedules. Según parece la casa permanece intacta: sigue tapizada de libros y con la mecedora bajo el cenador. Llevaré a Sarah a ver las ballenas, aunque en realidad yo también las quiero ver. Como debutante. Te deseo un buen viaje en Provenza, mi querida amiga.
Federico
P.D. Hasta hace unos meses no habría incluido la casa de una escritora en mi lista de lugares a visitar, ¿será mérito tuyo o de Morgan?
El lugar más alegre del pueblo es el café de la plaza donde me he instalado entre mesas de madera y de hierro forjado. Ocho ancianos con el rostro que parece grabado en la corteza de un árbol juegan a la petanca. El silencio de esta mañana era sospechoso: me evitaban, claro está, por un exceso de sensibilidad. Sólo Mattia irrumpió en mi dormitorio a las ocho y media.
— He puesto el despertador, mum. ¡Aprecia el esfuerzo y felicidades! — me gritó al oído con la voz pastosa de sueño mientras me frotaba con la gracia de un alano. Después de desayunar me echaron de casa con cortesía: se les ha metido en la cabeza organizarme una fiesta y la cosa me aterroriza. No me gusta ser el centro de atención, me asusta demasiado defraudar las expectativas de los demás y preferiría esquivar cualquier forma de celebración, pero en un día tan importante será imposible pasar por alto las emociones.
Rousillon, 20 de agosto de 2001
Café du Village
Querido Federico:
Hoy a las doce y diez de la noche he cumplido cincuenta años. Mi estado de ánimo: no estoy ni deprimida ni inquieta como pensaba. Me siento más bien estupefacta. He empezado el día sin estremecerme, no he hecho promesas solemnes, no he sufrido alteraciones de humor, ni rastro de euforia o depresión, nada de despiadados exámenes delante del espejo, excluyendo el brazo. El argumento es femenino, muy femenino, de manera que no sé si me podrás entender, aun así lo intento: nos une una confianza sin censuras, estás lejos y, pese a que estoy convencida de que la edad nos hace inseguras, me siento capaz de ignorar tu reacción. Así pues, esta mañana me he enfundado en un par de vaqueros y en una camisa blanca. Sin mangas. Una vez en la puerta he levantado el brazo para despedirme de mis verdugos y, al volver la cabeza hacia la derecha, he visto que mi flácido tríceps temblaba como un flan, ¡un brazo expresivo a pesar de las sesiones de gimnasia tres veces a la semana! Federico, desde esta mañana soy oficialmente una mujer de mediana edad y sólo a ti puedo confesar que he sentido pánico: ¿Moriré sin haber releído el desmesurado catálogo de pasiones humanas que firmó y sudó Marcel Proust, y Guerra y paz (mil cuatrocientas páginas), Los papeles póstumos del Club Pickwick y David Copperfield? ¿Cómo puedo vencer los remordimientos que experimento por no haber abierto jamás La conciencia de Zeno, Lord Jim, todo Kipling, La comedia humana y Los novios? En el colegio consiguieron que acabásemos odiando la obra de Manzoni y, sin embargo, yo me sentí ignorante, distraída, superficial y sin tiempo para remediarlo. No sé si en el «más allá», cuando disponga de todo el tiempo del mundo para leer, habrá una biblioteca. Una eternidad de tiempo. Bebo cerveza, a una abstemia le basta eso para ver cómo se difuminan los contornos de la realidad. Antes de salir para pasar sus vacaciones «entre mujeres», Alice dejó sobre mi escritorio un paquete de forma inconfundible envuelto en unas hojas de papel de seda de color mandarina, amarillo y naranja y con un lazo marrón de otomán. Tal y como le prometí lo he abierto hoy: es El señor Skeffington de Elizabeth von Arnim (seudónimo de Mary Annette Beauchamp, una australiana de Sídney esposa del conde Henning August von Arnim Schlagenthin y prima de Katherine Mansfield, que nació a finales del siglo XIX). Te transcribo el íncipit para demostrarte, en caso de que hubiese necesidad, hasta qué punto el papel impreso tiene el poder de fundirse con la vida real y funciona como un espejo despiadado de la condición femenina: «Se aproximaba a su quincuagésimo cumpleaños y al alcanzar una piedra miliar tan importante, que tanto exhortaba a la sobriedad…». Sobriedad, qué palabra tan insulsa. Sentada a esta mesita como una turista de tiempos remotos doy sorbos a mi cerveza, observo a los ancianos y no sé decirte si tengo muchas ganas de sobriedad. Será a causa del cumpleaños o de esas nubes arrugadas que me parecen fuera de lugar en la hermosa Provenza, pero veo perfilarse la sombra del asilo: Emma viejísima, lunática y furiosa. A buen seguro me convertiré en una persona así, no soporto esa idea y no entiendo el entusiasmo de los que sostienen que cada vez viviremos más y más. ¿Será de verdad una ventaja? Hoy me incorporo de pleno derecho al escalafón geriátrico y, como una niña asustada, me imagino a los animadores de nariz roja prodigándose para alegrar mis días. No obstante, querido Federico, debo mencionar también la otra cara de la moneda, el pensamiento positivo del día: nuestra edad tiene también sus ventajas. Ya no podemos hacer el amor en cualquier parte y preferimos la comodidad de una cama al prado, pero, al menos en lo que a mí concierne, ya no estamos obligados a seducir. Hoy me he transformado en una persona inocua. Claro que he dejado de disfrutar de la noche como mi hijo porque me acuesto temprano, tendré que empezar a ponerme suéteres de cuello alto en invierno y collares gruesos en verano, ya no dormiré en hoteles de menos de cuatro estrellas y descartaré los campings, necesitaré de más tiempo para tener una apariencia presentable, caminaré con una nueva parsimonia, pero… ¿apostamos algo? A partir de hoy se abre un escenario de nuevas oportunidades: me siento autorizada a no tener que parecer más joven, de forma que cuando me lo digan (que no demuestro la edad que tengo) la alegría que experimentaré será absoluta. Me pongo la chaqueta color malva, voy a echar la carta al correo y vuelvo a casa de mi alegre familia de amigos, autorizada a no colaborar con las tareas domésticas, ebria de cerveza quitapesares.
Pienso en ti, con nueva sobriedad,
Tu Emma
P.D. «Veo de nuevo el arbusto de avellano que el viento mecía y las promesas que hacían arder mi corazón cuando contemplaba a mis pies esta mina de oro: toda una vida por delante. Las promesas se han mantenido. Y, sin embargo, cuando miro con ojos incrédulos esa crédula adolescencia me percato asombrada de hasta qué punto he sido defraudada». Cuando escribió esta frase en La fuerza de las cosas, Simone de Beauvoir tenía cincuenta y cinco años.
Nueva York, 30 de agosto de 2001
BBB, 41 E 11th St
Querida Emma:
Querría tranquilizarte sobre un hecho: para mí ha pasado el mismo número de años, hago gimnasia con pesas todas las mañanas, todavía tengo los bíceps tónicos pero conozco esa sensación (del brazo gelatinoso) que, en lo que a mí concierne, se fija en las caderas. Reconoce que contamos con una ventaja: cuando tenemos veinte o treinta años no podemos ver con claridad la fisonomía que tendremos cuando seamos viejos. Una vez superados los cincuenta sí. Tú y yo podemos establecer ya sin excesivo estupor cómo seremos más o menos dentro de diez años. Tenemos un pasado sobre nuestros hombros, en la piel, nuestros órganos reproductores han cumplido con el deber que les correspondía. Tú y yo somos dos masas continentales que pueden arriesgarse a la colisión, pero estamos en plena revolución, la de la longevidad, que nos prepara para el tsunami demográfico que nos espera. Sabes que sigo las estadísticas, las considero útiles para comprender y racionalizar los fenómenos. Te ofrezco unos datos de reflexión mientras me regalo una pausa-correo. Los demógrafos sostienen que en los países avanzados la vida media rozará los noventa años en 2050. Nosotros no veremos el mundo poblado de personas frágiles al borde de la dependencia, pero este escenario nos exhorta en cualquier caso a ejercitar todas las neuronas disponibles. Las librerías de Manhattan están abarrotadas de manuales del tipo Sesenta cosas que hacer al llegar a los sesenta. Sesenta ensayos de escritores y de futurólogos que opinan sobre nuestros próximos cumpleaños. Tenemos tiempo de sobra para prepararnos, no temas.
Federico
P.D. Léelo como un susurro: feliz cumpleaños, amiga mía.
En la plaza Sant’Alessandro reina un silencio irreal, como si se estuviese jugando la final de un mundial de fútbol. Sólo se oyen ruidos metálicos y voces cargadas de ansiedad y de angustiado estupor. El mundo está pendiente de la televisión.
Milán, 12 de septiembre de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
La tienda me protege como una incubadora a un recién nacido, de forma que los sueños no me confunden, no me afligen, han dejado de infestar mis sentidos. Ya no tenía pesadillas premonitorias. Ayer regresaron. No se habla de otra cosa y te confieso que estoy preocupada por ti: en este rincón privado escucho aniquilada la mayor tragedia para las personas a las que, como nosotros, la guerra sólo ha rozado a través de los relatos de nuestros padres. Pienso en ti. Resisto el impulso de buscar el número del estudio de París, aunque sólo sea para preguntar dónde estás. Cambiar las reglas vigentes es un error y por eso no te llamo, pero te ruego que me escribas.
Emma
P.D. Te dedico una frase. La escribió la poetisa Marina Cvetaeva a Boris Pasternak: «El tipo de relación que prefiero es ultraterreno: ver en el sueño. El segundo es la correspondencia».
Nueva York, 20 de septiembre de 2001
42 W 10th St
Querida Emma:
Aquí estoy. Te escribo desde casa, donde me he quedado solo. Renzo ha regresado a Francia y el mero intento de contarte lo que ha ocurrido durante estos nueve días me ayuda a dejar de temblar. Empezaré por el lunes 10 de septiembre, cuando aterricé en el JFK a última hora de la tarde después de un vuelo aburrido e inconcluyente (no conseguí dormir ni leer ni trabajar) y, de pésimo humor, hice un par de llamadas y me arrellané, exhausto, en el asiento del taxi. Extrañamente el conductor no se adentró en el consabido túnel para llevarme a casa sino que se dirigió hacia el Queensboro Bridge. Renzo estaba ya en Nueva York porque debía encontrarse con el alcalde de la ciudad, Giuliani, y con otras autoridades municipales para discutir sobre la nueva arquitectura de Manhattan. Me esperaba para acudir juntos a una reunión con la dirección de la Morgan, que había sido convocada para el miércoles. Objetivo: recortar los gastos. Estábamos listos para ilustrar las modificaciones que habíamos introducido en el proyecto: tres pisos subterráneos en lugar de cinco nos permitían intervenir en el presupuesto sin alterar la idea originaria. Sarah y Anna estaban (y, como te puedes imaginar, se quedaron) en casa de unos amigos que viven en las afueras de la ciudad. Estaba en el taxi, recuerdo que el cielo era lívido (aunque sólo evoqué este detalle más tarde), miraba por la ventanilla y percibía una extraña sensación de espera, casi diría que de suspensión, y mientras atravesaba el puente me impresionó la imagen de un rayo que cayó en ese preciso punto, entre las dos torres. Deseé que no empezase a llover antes de que hubiese llegado a casa. Estaba cansado y me fui a dormir después de haberme preparado dos huevos y una ensalada. Había quedado con Renzo en Midtown, junto a la Morgan, y ya sabes que yo vivo en Downtown, no muy lejos de la BBB. El martes, ese maldito martes, hice un par de llamadas al estudio de París y después salí. A las ocho y media de la mañana estaba ya en la calle dispuesto a desayunar en mi bar preferido, que se encuentra debajo de casa. No vi ni oí nada. Pero pasados unos minutos el mundo, y mi mundo, cambiaron. Era imposible llamar, conectarse a Internet, entender lo que estaba sucediendo. Los sonidos, Emma. Los sonidos de las sirenas de las ambulancias y la pantalla de la televisión, allí, en la barra del bar: veía lo mismo que tú y que millones de personas podíais ver en esos minutos. No podía llamar por teléfono, no podía entender, sólo lograba escrutar la pantalla. Físicamente me encontraba a unas manzanas del infierno. Me sentí solo. Recuerdo que pensé, quizás por primera vez, que, tal y como me escribes, nosotros escapamos al escenario de la guerra que conocieron nuestros padres y nuestros abuelos. Durante dos días sólo estuve al tanto de lo que contaba la televisión. No podía ponerme en contacto con Anna y Sarah. Renzo estaba a pocos kilómetros de mí y de mi angustia. Conseguí hablar por teléfono con él el jueves por la noche. Estaba trastornado, pese a que él sí que había vivido la guerra. Quedamos en vernos en el vestíbulo de su hotel. El metro y los autobuses estaban bloqueados y caminar como un soldado sin ejército no hacía sino aumentar mi ansiedad, que no se aplacaba ni por un segundo. Eran las diez de la mañana del viernes 14 de septiembre. Era el cumpleaños del jefe, que por lo general solía celebrarlo en el lugar donde nos encontrábamos. Brian Regan y Charles nos esperaban. El orden del día había cambiado. Ya no había ningún presupuesto que recortar sino una pregunta que exigía una respuesta: ¿qué podíamos hacer? Sentados delante de algunos de los personajes más influyentes de Nueva York, a los que ya habíamos conocido cuando nos habían confiado el encargo, constatamos que todo era distinto: sus caras, sus manos y la consternación que leíamos en los ojos de todos. El presidente del consejo de dirección fue escueto: «Sea lo que sea debemos seguir adelante», dijo. La energía no se había alterado, si cabe era aún más fuerte. Renzo trazó un boceto, un simple dibujo y la nueva Morgan apareció ante nuestros ojos, dentro de una línea que reducía la excavación. La nueva versión del proyecto quedó aprobada, pero era un detalle, ¿me entiendes? Salimos bajo un cielo ceniciento y demasiado sereno, como el manto de la Virgen de la Anunciación de Antonello de Messina. Nos sentamos en un escalón de la John Murray House, en el 220 de la Madison Avenue. El spa estaba cerrado, los restaurantes, las persianas de las ventanas, los bares: todo permanecía suspendido. Teníamos la mirada baja, clavada en un rectángulo del asfalto cercado de pensamientos. Dos hombres sentados en la acera a la sombra de unos edificios sólidos y lujosos. «Feliz cumpleaños», le dije. Me sonrió con esa mirada límpida que tiene el poder de tranquilizarme, se pasó los dedos por su barba corta de patriarca moderno. «Hacía años que no lloraba», me confesó. «Pues bien, la otra noche lo hice, Federico. Vi cómo se desplomaban delante de mí». En ese momento oímos un estruendo, era como el ruido de un trueno con sordina. Nos levantamos de golpe y nos dirigimos hacia ese sonido que teníamos a nuestras espaldas. Procedía de la calle Cinco. Fue increíble. Imagina, Emma: por una avenida tan ancha como el carril de una autopista avanzaban unos tanques blindados con camuflaje en dirección al Uptown, como si se tratase de unos juguetes gigantescos en el decorado de una película de Spielberg. No era ciencia ficción. Todo es cierto, mi querida amiga, el aturdimiento y el sentimiento de inutilidad e impotencia que no logro, o quizá no quiero, quitarme de encima. Nada vuelve a empezar aquí, se parte de cero. Aborrezco ser testigo pasivo de la historia. Desconozco lo que es la guerra y me siento un hombre de cincuenta años más viejo que hace diez días. Sarah y Anna regresan esta noche. Como todos, debemos buscar nuestra pequeña y miserable normalidad. Pienso en ti confiando en que recibas esta carta cuanto antes.
Federico
P.D. En la oficina de correos he ordenado tus cartas que, amontonadas en su caparazón metálico, me han hecho sentirme menos solo.
— Ha pasado un año. La librería necesita un dominio en Internet.
— La librería está magníficamente bien así.
— Venga Emma, yo lo haré todo, tú no tendrás que preocuparte de nada.
Cuando se le mete en la cabeza que debe convencerme de algo que rumia desde hace tiempo y finge que el pensamiento se está forjando en su cabeza en el mismo momento en que se compone en su brillo de labios me parece adorable. Cree que yo no me doy cuenta y, en cambio, la conozco lo suficiente como para intuir por la posición de su cuerpo que debe confesarme algo. Ladea la cabeza, arquea una ceja como si fuese un payaso sorprendido, arruga la nariz como la protagonista de Embrujada y habla en tono dulzón.
Salta a la vista que se ha preparado el discurso.
La historia de que si no tienes una web no eres nadie se ha convertido en una pesadilla. Internet invade nuestras vidas sin el menor pudor, jactándose de su capacidad de ofrecer respuestas a cualquier posible pregunta. Incluso a la más impertinente. Allí dentro estamos fichados, archivados, nuestra vida está a disposición de los curiosos y de los entrometidos. Internet induce a la aproximación, investigar en las páginas de una enciclopedia es, sin lugar a dudas, más instructivo. El mero hecho de saber que tienes dentro del disco duro del ordenador todo el saber humano te vuelve superficial y perezoso a la fuerza. He sudado sobre los diccionarios para aprender los idiomas extranjeros y ésos pretenden tener unos traductores simultáneos que obligan a los vocablos a efectuar metamorfosis forzosas. Inertes, las pobres palabras se callan, y en cambio deberían gritar, defenderse, tutelar su incolumidad. En Internet se domina un inglés empobrecido con el resultado de que Mattia, y con él toda una generación de ignorantes, se siente legitimado a mezclar anglicismos y acrónimos. La ausencia de cosas se transforma en un apresurado nd; el signo por, tres letras llenas de esperanza, se reduce a una x de analfabeto; te quiero mucho, una variante discreta del más comprometedor te amo, se arregla con un metálico tkm. Se lo escriben a cualquiera sin percatarse del compromiso que adquieren con una multitud de personas.
Es inútil que me lamente, estoy sola en mi legítima defensa de un mundo que ya no consigo y que quizá ya no tenga ganas de entender. Soy una minoría étnica y no tengo ninguna intención de comportarme como una quincuagenaria compatible con el anhelo de contemporaneidad ajeno. «No seas coñazo, mamá», repite mi chico tkm. «El mundo cambia y nosotros debemos estar dentro». Mattia usa la expresión estar dentro para referirse a decenas de situaciones diferentes, cuando podría alternarla con sinónimos como adaptarse, pertenecer o encajar en un ambiente de dimensiones adecuadas. Según me ha dicho, cuando se trata de una relación estar dentro no significa estar dentro de alguien en sentido literal, sino estar bien, sentirse querido, encontrar consuelo y bienestar en compañía del otro, en pocas palabras, no tener líos. Mattia no dice mujer o chica sino tía. Tía me parece casi ofensivo. Hoy me ha definido como una madre enrollada y no he reaccionado al no saber si se trataba de un cumplido o de un reproche. Pensaba que se refería a una «madre que suelta el rollo», pero me equivocaba. Enrollada significa una madre «diferente», espontánea, desestructurada, tanto en el modo de vestir como en el de comportarse; para mi hijo y sus coetáneos, más que un reconocimiento de mérito, es una medalla al valor.
Debo frenar mi negligencia y dar gusto a Alice. La idea de que la librería tenga un dominio en Internet no me agrada en absoluto, pero tampoco quiero que me consideren anticuada. He aceptado su invitación a cenar en el sushi bar que acaban de inaugurar. Tiene dos bonos para una comida completa que le ha ofrecido el dueño, un italiano de pura cepa casado con una japonesa. Pensaba que me contaría algo sobre su vida sentimental: Alice no tiene novio y temo que sea en parte por los horarios de la librería, que reducen al mínimo su vida social. Delante de las pequeñas porciones ordenadas como si se tratase de piezas de Lego, ha ido al grano.
— Los clientes podrían escribir a la librería.
— ¿Y por qué deberían hacerlo? Los clientes entran en la tienda para comprar libros y, en caso de que necesiten charlar un poco, suben al piso de arriba. Detesto los ordenadores y creo que este sentimiento es recíproco. Nos ignoramos por completo. Detrás de la pantalla te escondes, te conviertes en otra persona, Alice, no puedes revelar tu verdadero estado de ánimo y eso te lleva a fingir. El ordenador emite unos sonidos alarmantes y acosa con sus preguntas absurdas: ¿Estás seguro de que quieres cancelar? ¿Conectas? ¿Desconectas? ¿Quieres salvar? Lo de salvar es una obsesión que interrumpe el fluir del pensamiento.
— Como de costumbre exageras. Piensa en cambio en las ventajas: si metemos nuestro catálogo online podremos dar a conocer la librería en toda Italia, e incluso en el extranjero. Las tiendas virtuales que tienen casi el mismo aspecto que las originales no cuestan mucho. Incluso Alberto está convencido.
— ¿Se puede saber cuándo os habéis aliado contra mí?
— Hablamos del tema la otra tarde. Pasó a saludarnos mientras tú estabas en el gimnasio. No es un complot, él está de acuerdo conmigo, eso es todo. Podríamos ampliar la clientela, nos escribirían y nosotras les contestaríamos con la misma cortesía que tú deseas en la librería. Sería una señal de ulterior atención…
— ¿Crees que me mirarán mal si pido un tenedor? Estos rollitos me sacan de quicio, Alice.
Leer libros, no digamos abrir una librería, no ha sido el camino infalible para «encontrar la paz», pero sí un medio inigualable de estar en otro lugar. Y ahora esos dos han decidido en mi lugar el mundo paralelo en que debería vivir.
— No sé, me lo pensaré. ¿Crees que una abstemia se puede emborrachar con el sake?
He elaborado los lutos, las separaciones y, en general, todos los cambios alterando la disposición de los muebles, y he de decir que siempre ha funcionado, pero no me gusta la idea de que Sueños & Hechizos acabe dentro de la pantalla de un ordenador. Me sentiría desnuda. Y ellos, los libros que vendería online como pretenden esos dos, serían prótesis en lugar de brazos. Hijos de una manipulación genética. Horrendo.
Nueva York, 25 de octubre de 2001
BBB, 41 E 11th St
Querida Emma:
La vida vuelve a fluir con dificultad, aquí. En el estudio nadie habla del tema, pero Frank y los demás no piensan en otra cosa, parece que todos los colegas tienen una historia que contar sobre las Torres Gemelas: amigos y amigos de los amigos que se han quedado bajo los escombros, las anécdotas de cuando sus padres los llevaron de niños y de cuando ellos llevaron a sus hijos. Yo jamás fui con Sarah y no logro sentirme normal. Llegamos a trabajar diez horas al día, como si pretendiésemos restituir un sentido a lo que hacemos. Pero hablemos de ti. Creo que el éxito de tu librería tiene que ver con la arquitectura y con la urbanística de las ciudades. No sonrías y echa un vistazo a estos datos: en el siglo XX se construyeron megalópolis como Tokio (que tiene casi treinta y cinco millones de habitantes), São Paulo (casi diecinueve millones), Ciudad de México (diecinueve millones). Hoy en día el 51 por ciento de la de la población mundial vive en ciudades y se concentra en el 2 por ciento de la superficie terrestre. Es el correspondiente urbanístico del gigantismo de las grandes cadenas de librerías que tanto te angustian. En la actualidad, en cambio, el nuevo fenómeno son las ciudades que surgen alrededor de las megalópolis, pienso en Suzhou, junto a Shanghái, o a la deliciosa Brighton, que está considerada como una pequeña Londres marítima. Las estadísticas dicen que en 2015 los residentes en las ciudades de menos de cincuenta mil habitantes aumentarán en un 23 por ciento. El dato indica una necesidad. Significa que la superación de una cierta cantidad de habitantes se traduce en malestar, en un empeoramiento de la calidad de nuestras vidas. En estas megalópolis incluso la creatividad de sus habitantes se ve sometida a una dura prueba, las ciudades grandes no consiguen satisfacer la necesidad de estar bien y será la estética la que amplíe y afine las relaciones entre las personas desmenuzando las soledades urbanas. Sueños & Hechizos debe desarrollarse para brindar un refugio a estas soledades urbanas. Milán, según pude ver la última vez que estuve allí y por lo que me cuentan mis amigos, se ha convertido en una ciudad triste y tu tienda puede ser una isla al alcance de todos. Por eso te ruego que sigas así, vas por el buen camino.
Tu sociólogo de confianza piensa en ti.
Federico
Milán, 20 de noviembre de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Tenemos un dominio en Internet: www.libreriasueñosyhechizos.it. No podemos meter la &, no me preguntes por qué. No lo sé. La web es de verdad preciosa y rica en imágenes e informaciones. Piensa que lo ha realizado en unas semanas un chico de veinte años amigo de Mattia, que desde luego no tiene cara de ser un ávido lector de novelas. Y, sin embargo, la web es casi idéntica a la librería, en ella aparecen mis estanterías, las novelas están clasificadas por género amoroso; en pocas palabras, es como si ese joven hubiese conseguido interpretar y transferir a esa caja mi espíritu y mis aspiraciones. La web sólo «es» la librería ficticia. Lo gestiona Alice, que ha inaugurado también un foro (una especie de tribuna donde todos son libres de decir lo que piensan) y las personas nos escriben, nos mandan consejos y nos preguntan y dan sugerencias. Vendemos libros por Internet, puedo mandarlos a cualquier punto de Italia, muchos clientes me han pedido que empiece a mandarlos como regalo. Alice ha encargado a un amigo gráfico que realice unas tarjetas como ésta en la que te escribo ahora y yo he «sellado un acuerdo» (suena mucho a negociación, pero se dice así) con el servicio italiano de correos para poder efectuar el envío de novelas en sus cajas amarillas. A ti te lo puedo confesar: la idea de que la librería también pueda ser conocida (y quizá apreciada) fuera de estas cuatro paredes me gusta. Mattia me escribe (él vive pegado al ordenador) aunque sólo sea para decirme que no vuelve a cenar o para preguntarme cosas sobre las traducciones de latín, son unos emails plagados de abreviaciones que hieren el respeto que siento por la ortografía, pero que rebosan afecto incluso cuando pisotean las reglas más elementales de nuestra gramática. Alice los imprime y me los deja tímidamente sobre el escritorio. Cuando es necesario le dicto mis respuestas, de no ser así los archivo en la carpeta dedicada a Mattia. Echa una ojeada a la web si te apetece, pero no se te ocurra mandarme un e-mail: dado que no es una carta requiere un lenguaje apropiado, incluso ciertas maneras, pero niega la reflexión y mata la imaginación. Nunca lo reconoceré, mi querido Federico, delante de los jóvenes que frecuentan mi tienda, pero me gusta demasiado la emoción que experimento cada vez que entro en la oficina de correos para comprobar si ha llegado una carta, y hasta la desilusión que siento cuando no hay ninguna nueva. Tengo una amiga, Cinzia, que mantiene una relación con un director de su banco, un amor de ventanilla, entre un extracto de cuenta y otro. Los dos están casados. Antes de volver a casa ella borra de su móvil los SMS y la lista de las llamadas recibidas y realizadas, y del ordenador los e-mails que le manda su banquero. Renuncia para siempre a ellos, ¿lo entiendes? Y cuando los copia (Mattia dice «transfiere», sólo que a mí no me gusta la expresión, me parece propia de notarios) al PC para poder volver a leerlos sin que la descubran, debe usar una contraseña y si por casualidad la olvida… el amor se desvanece. Jamás podría tener una relación con un banquero ni «transferir» sus cartas con el terror de no volver a encontrarlas. Nuestro apartado de correos es un refugio a prueba de intrusos.
No lo perdamos.
Emma
— Mira qué bien están aquí. Ocupan poco espacio, pongo el libro junto al DVD. ¿No te parece que juntos quedan perfectos?
He cedido. Lo hago siempre cuando insiste con la cabeza gacha y la naricita alzada. Reconozco que tiene razón. La estantería dedicada a las películas «basadas en», «inspiradas en» las novelas de amor, ya sean célebres o no, funciona de maravilla. En un principio me sentía perpleja. A pesar de las buenas intenciones y de los intentos de los directores de permanecer fieles a la página escrita, una película simplifica y mortifica las historias complejas y los amores de ensueño. No he leído El paciente inglés de Michael Ondaatje, pero la novela se ha vendido sobre todo después de que Ralph Fiennes y Kristin Scott Thomas muriesen empapando los pañuelos que estrujaban en las manos las espectadoras. Coloco en el escaparate las novelas encima de las películas que me ha regalado el fotógrafo de via Torino. Cierra. El alquiler es demasiado caro y ya no puede hacerse cargo. Me ha dado también unos rollos y unas bobinas metálicas, además de unas películas familiares que nadie llegó a retirar. No acabo de entender cómo se puede dejar en manos de un extraño el recuerdo de una confirmación o de un cumpleaños, pero lo cierto es que tenía una caja llena que pensaba echar a la basura.
— Regreso a mi pueblo, en Romagna, le dejo esta pequeña herencia, Emma… Estéticamente son bonitas pero nadie sabría aprovecharlas como usted. La llamaré para que me mande libros, a partir de ahora Rosa y yo tendremos más tiempo para leer.
En el local del negocio abrirá una zapatería. Pies y gemelos en lugar de los ojos. Quiero que el señor Cremaschi vea el escaparate antes de marcharse. He montado un camerino con un espejo rodeado de bombillas, de fotos de actrices, de tarjetas postales y de notas. Sobre la mesa hay un frasco de perfume, una rosa roja, unos tarros de crema vacíos, novelas y el DVD de Alice. Sobre la silla he apilado más libros junto a un vestido de seda beis que reposa sobre el respaldo. Un jarrón de flores sobre el estante que está junto al tocador y, entre las hojas, el mensaje de un admirador. A la derecha hay un colgador metálico que me ha prestado la tintorera y, en las perchas, los vestidos de escena. Todos los vestidos y accesorios llevan prendido el título de la película: la falda de tubo negra de Desayuno con diamantes, unos guantes largos de raso y un sombrero; una chaqueta colonial estilo Memorias de África, una falda de tul y una peluca empolvada que cuelga de un lazo; he cosido una A en el vestido de terciopelo oscuro de La letra escarlata y la he colocado junto al delantal estampado de flores parecido al que llevaba Francesca en Los puentes de Madison; un sombrero con velo para La edad de la inocencia. En el suelo he puesto unos zapatos alineados bajo los vestidos, con tacones entre ocho y diez centímetros, unos modelos que son de mi propiedad pero que, si bien no me pongo jamás, no me decido a tirarlos. He pasado por correos. La última carta de Federico me ha transmitido una ansiedad insoportable.
Nueva York, 30 de noviembre de 2001
BBB, 41 E 11th St
Querida Emma:
Escribo a vuelapluma como si estuviese hablando. Bajo mi ventana los árboles dorados de una mañana fría y lúcida. El olor de la Zona Cero llega desde todas partes: desde la pantalla de televisión, la radio, la calle, e incluso de las preguntas de Sarah y de sus compañeros de clase. Hasta ahora jamás les había oído hablar del futuro, sólo del presente como, por otra parte, corresponde a su edad. En cambio… El privilegio me aplasta a la altura del esternón, es un malestar físico y no una simple percepción. Es ansia, un cabreo latente. El cabreo puede ser también útil si se aprovecha la fase convulsiva del inicio, porque llegado un momento se transforma, la respiración vuelve a ser regular y genera soluciones tanto individuales como colectivas. Espero a un amigo periodista, tengo que darle material para un artículo sobre el proyecto. Leo a Edgar Morin (un regalo de Frank). El filósofo escribe: «Los que ven la diversidad en las personas tienden a minimizar o a negar la unidad humana; los que ven la unidad humana tienden a considerar secundaria la diversidad de culturas. Por el contrario, es apropiado concebir una cultura que asegure y favorezca las diferencias, una cultura que se inscriba en una unidad». Un bonito pensamiento. Equilibrado, correcto, pacifista, de sillón. Falta un inciso, el que incluye en la cultura vital la dignidad del hombre, integrada también por cosas, además de palabras y de creencias religiosas tomadas en préstamo de otros. Fuera de este estudio el mundo está en movimiento continuo, igual que la naturaleza, las estaciones y el hombre. Yo soy un privilegiado. Me ciño a lo fundamental, Emma. El 62 por ciento de la población del mundo no tiene teléfono y el 40 por ciento carece de corriente eléctrica. Cada cinco segundos muere un niño de hambre. Las víctimas del hambre ascienden a más de cuarenta millones al año. Más de setecientos cincuenta millones de personas viven con menos de un dólar al día. El 12 por ciento de la población de los países desarrollados consume el 80 por ciento de los recursos disponibles. El planeta cuenta con miles de millones de kilómetros cúbicos de agua que bastarían a miles de millones de individuos. Mil millones y medio de personas no tienen acceso a ese agua y miles de millones mueren a diario. Bastaría destinar el 1 por ciento del presupuesto mundial que se dedica a las armas durante quince años para transportar el agua hasta los lugares donde no hay. ¿Te parece suficiente? Añadiría que algunos se jubilan con cuarenta mil euros al mes mientras que otros perciben un salario mensual de cuatrocientos veinte euros. ¿Tiene sentido? Las soluciones pueden ser tanto individuales como colectivas, y ambas vías son válidas. ¿El bollo que nos comíamos de jóvenes en la playa o el compromiso político? Da igual. Mis dieciocho años son un recuerdo nítido con un rostro preciso. Siempre he sido un tipo acomodaticio, pero me he hartado y me gustaría empezar a dedicarme a los demás. El diálogo implica la buena disposición de, al menos, dos personas. Me gustaría ser un poco más útil. Perdona el desahogo, pero no sé a quién otro podría decírselo. Mis dibujos. Tus novelas.
¿Y qué más?
Federico
Milán, 10 de diciembre de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Empiezo en este rincón desde el que puedo atisbar a Alice sin que se incomode. La has visto, es encantadora, tiene el pecho pequeño y perfecto y toda la vida por delante. Desde hace unos días me irrita y ahora entiendo por qué. Lo mío es envidia. Un sentimiento más violento que el interés antropológico por una generación, la de los treintañeros, que en el fondo siempre he considerado desgraciada, por mucho que me cueste reconocerlo. Cuando los comparo con nosotros siento el abismo y me doy cuenta de la buena suerte que tuvimos, aunque también es posible que todas las generaciones tiendan a autoabsolverse, a defenderse a sí mismas y a glorificar lo que en su momento era del todo normal. Su desgracia, respecto a nosotros, fue la de frecuentar el instituto durante los años ochenta, después de que hubiese finalizado el periodo de las grandes pasiones políticas. Brotaba entonces el individualismo que ha generado el de nuestros hijos. Los treintañeros tienen los dibujos animados en lugar de las canciones, ellos cantan Lady Oscar, nosotros Blowing in the Wind. Nosotros gritábamos eslóganes en las universidades, también muchas gilipolleces, debo admitirlo, yo era hija de un modesto comerciante, tú heredero de un industrial, y, sin embargo, intentamos desparejar las cartas, cruzar nuestros destinos de hijos a pesar de que tu padre pretendía enviarte al extranjero. Si bien todas las generaciones tienen sus códigos, no sé lo que daría ahora por tener la edad de Alice y poder elegir todavía un futuro. Pongo punto y final antes de verme obligada a borrar una serie de frases tontas de esta carta que no responde a la tuya sino en las perplejidades y en las angustias que entiendo y comparto y de las que intento escapar refugiándome en las páginas de las novelas. Nuestros muchachos, al menos en esta parte del océano, no parecen haberse dado cuenta de lo que ha sucedido. ¿Por qué?
Emma
Hasta ayer, los domingos sólo comprabas en los llamados megastores. Desde hoy, y durante dos domingos al mes, los milaneses pueden contar conmigo. Hace apenas unas horas hemos inaugurado el mercadillo de los intercambios. Entre las mesas deambulan personajes de todo tipo, algunos de una lealtad absoluta, otros abusivos que, según el cínico de Alberto, sólo entran para guarecerse del frío. A mí no me parece que tengan cara de gorrones, más bien dan la impresión de ser unas personas a las que les gusta intercambiarse cosas bonitas. Una mirada, un vistazo, un libro, una película, un espectáculo o la exposición que acaban de visitar. Hablan de sus cosas. Los observo desde mi rincón y me divierto imaginando sus vidas. Pienso que, aunque sólo sea por el mero hecho de contarla, puedo hacer mía una cosa, cualquiera. En el mercadillo de Sueños & Hechizos se pueden comprar novelas nuevas o intercambiar las historias de amor que la gente trae de sus casas. Una historia con final feliz vale dos veces más que otra que acaba en tragedia, una novela con un protagonista malvado se cede a cambio de dos con protagonistas pérfidas. Los clientes hacen un sinfín de preguntas y en ocasiones consiguen cohibirme.
«Arreglároslas», pienso. ¿Dónde está escrito que una librera deba conocer los argumentos de todas las novelas que vende?
A la hora de comer el mercadillo ha dado ya sus primeros frutos. Tenía cuatro copias de Ana Karenina: de la mesa han desaparecido (legalmente, tengo los recibos) dos, una buena media considerando que ese texto sobrevive a sí mismo desde que fue publicado (por capítulos) entre 1873 y 1877.
— Es una quejica.
— ¿Quién?
— La Karenina. Acaba tirándose bajo un tren y muriendo como se merecía.
— ¿No le parece que es usted un tanto superficial? Y, además, ¿por qué quejica?
— Desde que conoce al pobre Vronsky, desde la primera vez que se acuestan juntos, no hace otra cosa sino llorar. A veces, quedamente, apretando el pañuelo húmedo entre sus manos níveas o contra sus labios, eso cuando no solloza para sus adentros como si fuese una aprendiz de peluquería.
— ¿Qué tiene contra ellas, perdone? — le pregunta Alice demostrando una sensibilidad insólita por las peluqueras.
— Ésa lo único que pretende es que él se sienta un canalla cada vez que la mira. La Karenina no tiene categoría suficiente para ser una amante. Las auténticas amantes saben estar en su sitio desde el principio. La casada es ella, y no él.
— Al amor no le interesa el documento de identidad. Es ciego, ya se sabe.
— El auténtico héroe enamorado es Vronsky. Y, además, es notorio que en las novelas las adúlteras siempre acaban de la peor manera.
La voz que tengo a mis espaldas tiene un bonito timbre de barítono. No logro evitar la tentación de entrometerme.
— Creo que la Karenina es sencillamente una mujer romántica. Como dice el autor, lleva dentro de sí la pasión de una pobre mujer que ha perdido su apuesta. Les sucede a muchas, ¿no cree, señor… señor…?
— Carlo, Carlo Frontini, encantado. No me malinterprete, Emma. Ana Karenina es una obra maestra por su escritura, su trama y su modernidad estilística. La insoportable es ella. Se puede amar una novela sin admirar a sus protagonistas, ¿no? Deme una copia, pero no encuadernada en rústica, por favor, me gustan las tapas duras. Quiero regalársela a la amiga que me espera para comer. Vronsky es un santo, hágame caso. Por lo demás, no es un secreto para nadie que Tolstoi era misógino.
Frontini es un apuesto señor de pelo entrecano, lleva un loden verde apoyado sobre un suéter de lana color avellana, una camisa de cuadros de leñador y unos pantalones de pana. Es un apasionado de los libros y salta a la vista que le gusta la librería. Una mujer de unos cuarenta años con los labios hinchados y unas formas explosivas se acerca con paso lánguido. Debe de pensar que los maridos también se pueden intercambiar y así se lo hacemos creer.
— Esta plaza necesitaba una tienda así. Ahora sólo falta convencer al estanquero de que abra el domingo: en esta ciudad hostil los fumadores ni siquiera tenemos uno en el centro y, por si fuera poco, esas máquinas de monedas son repelentes y complicadísimas de usar.
— Ya — soslayo el adjetivo repelente, que no me parece atinado para una máquina— . Puedo ofrecerle una taza de té o de café, si le parece. En cuanto a la misoginia de Tolstoi, he de confesar que leí Sonata a Kreutzer hace ya unos años, señor Frontini, pero sería interesante analizarla bajo esa nueva perspectiva. Se trata de una historia perfecta de adulterio. Gran literatura y gran música para un relato que acaba con el asesinato de la protagonista a manos del marido celoso. Si la Karenina es una quejica, ¿a qué categoría humana pertenece Pózdnyshev según usted?
— Carlo, llámeme Carlo. Mata a la mujer, a una inocente, creo que es una prueba indiscutible de misoginia.
El sector «Triángulos» funciona de maravilla, quizá porque el domingo es el día más triste para los amantes clandestinos, algo así como el 25 de diciembre, el primer día del año y el mes de agosto. Tres copias vendidas de Ana Karenina, una de Madame Bovary, dos de Retrato de una dama, una de Doña Flor y sus dos maridos. En la misma mesa y sin vender: Cuentos de adúlteros desorientados, de Juan José Millás, y La modificación, de Michel Butor, una novela imperfecta y cruel de 1957 que no consigo hacer apreciar como debería.
— Isabel Arches es una de las adúlteras que prefiero, siempre vacila entre hacer el amor y soñarlo que, a fin de cuentas, es la misma cosa — sugiere el señor Carlo— . La mayor parte de las historias de adulterio acaban mal, mejor un sano matrimonio burgués.
— En ese caso tengo lo que le conviene, El amor conyugal, de Alberto Moravia. Lo acaban de reimprimir.
— No lo he leído, Emma, me fío de usted, deme una copia.
— Los protagonistas son Silvio y Leda; él es un intelectual, aunque moderado, ella es una ignorante a medias. Él es víctima de la ineptitud propia de los estetas diletantes, ella es muy sensual. Un barbero asqueroso frecuenta la casa de campo donde Silvio está escribiendo la obra maestra de su vida e insidia a la señora. El marido se da cuenta pero se hace el sueco, ama a su esposa y, cuando se ama de verdad, se ama por lo que el otro es.
— Me acaba de dar una excelente idea para la estantería dedicada a los «Matrimonios» — sugiere Alice— . Yo añadiría Un drama burgués de Guido Morselli, una historia infeliz, la suya. El libro se publicó póstumamente después de que su autor se suicidase. — La palabra «matrimonio» le ha iluminado la cara, ha abierto los ojos desmesuradamente imaginándose embutida en un vestido de color merengue. Me alejo, los dejos a solas con sus disquisiciones. Frontini le gusta también a Cecilia, que sueña con hombres más viejos que ella con los que poder beber una taza de té delante de la chimenea bajo una manta de alpaca, como en las películas: no me sorprendería verles salir juntos de aquí para tomar un brunch, la nueva obsesión de mi joven asistente. He pospuesto el tema comida: demasiadas novedades turban incluso a los espíritus creativos como el mío. Ha llegado Alberto cogido del brazo de nuestra Gabriella, que lleva a su Mondo de la correa.
— Sólo será una hora, Emma, vamos a ver una exposición a Palazzo Reale y él no puede entrar.
Mondo, que prefiere las novelas a los cuadros, se guarece bajo la caja y se pone a morder un catálogo de libros de bolsillo que a todas luces ha confundido con un hueso. Un perro como él queda bien en la tienda. Decora, complacido de su frugalidad. Aquí los animales son bienvenidos y yo tengo que escribir.
Milán, 12 de diciembre de 2001
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Estos días engalanan Milán con unas luces polvorientas, unas bombillas miserables comparadas con las que ves tú. Unos hilos que trepan por los troncos de los árboles, cabezas de ángeles o querubines de cuerpo entero en pleno vuelo con una hoja de palma en las manos, Papás Noeles y ovejitas psicodélicas. Jamás me ha gustado la apariencia de la Navidad, y este año será una Navidad menos alegre. Mattia ha decidido marcharse a California a pasar las vacaciones en casa de unos amigos que se han mudado allí. ¿Cómo se puede creer en Papá Noel cuando se vive a esas temperaturas tan altas? Hace dieciocho años menos un día estaba tan gorda que apenas podía caminar, harta de llevar a cuestas ese misterio como un canguro en el marsupio. Hace dieciocho años, cincuenta y dos centímetros por tres kilos y doscientos gramos de peso cambiaron mi vida. Esos años están ahora en el sótano, divididos en cajas: zapatitos de ante azul, monstruos robots de plástico, las primeras redacciones, las libretas, de primaria a secundaria, encuadernadas en papel de Varese, el caballito con ruedas y decenas de dinosaurios y de cochecitos. ¿Dónde estabas el 12 de diciembre de hace dieciocho años, Federico? Hemos estado ausentes en lo fundamental, como dices tú. Y no sé si es una buena idea contarte el pasado. Te tengo que dejar, me he quedado sola en la tienda, acaba de entrar una cliente. Más tarde pasaré por correos, donde espero encontrar una carta prenavideña.
Escríbeme, en cualquier caso.
Emma
P.D. Esta noche Mattia se ofrece al afecto de su familia «ampliada»: su abuela, ¿te he dicho alguna vez que tengo una suegra generosa y afable?, ya está delante de los hornillos.
Harbour Island, Bahamas, 20 de diciembre de 2001
Querida Emma:
Estoy en uno de los raros momentos de soledad de estas vacaciones, apenas han empezado y ya siento el aburrimiento. Sarah está en la playa con Anna y con los amigos con los que hemos alquilado una gran casa de madera con un patio y acceso directo a la playa. He comido algo rápidamente y ahora retomo nuestra correspondencia, a pesar de los cocodrilos, de la herida que tengo en un dedo y de la incorregible pereza que siento en este oasis demasiado exótico para mi gusto. Éste no es ni tu sitio ni el mío. El hecho de que Sarah se divierta hace soportables incluso las parrilladas en la playa. Tienes razón, no se puede creer en Papá Noel con este calor.
Un beso, espero que la próxima vez que te escriba mi moral esté un poco más alta que hoy.
Federico
Enero, la ciudad está desierta, paso por la oficina de correos. No hay nuevas cartas, pero Alice me ha impreso el e-mail que Mattia me mandó desde California hace una semana:
He llegado después de 31 horas. Muerto. Avisa a papá.
Espero de todo corazón que estuviese demasiado cansado para extenderse en una escritura más articulada y, de no haber sido porque lo llamamos por teléfono, treinta y una horas después, en su opinión este mensaje asfíctico — que, por si fuera poco, he leído una semana después, lo que no hace sino confirmar la nula fiabilidad del medio— , debería habernos regalado sueños tranquilos. Para consolarme dedico el escaparate al género epistolar. La estantería correspondiente está abarrotada, si bien la mayor parte de los libros tienen cierta edad: estoy en buena compañía y eso me hace sentirme menos idiota. «En mi opinión, una carta en toda regla debería ser como una película de cera en la que se calcan los salientes y los recovecos de la mente» (Virginia Woolf, 1907); «El hombre es un animal que escribe cartas», sostenía Lewis Carroll. Alice no está de acuerdo con él.
— Hoy en día ya no se escriben cartas — grita desde el almacén mientras ordena los libros para el inventario— , ¡resígnate!
— Sibilla Aleramo escribía cartas de hasta ciento veinticinco páginas, la correspondencia de Voltaire tiene más de veinte mil, para recopilar la de Proust hacen falta diecinueve volúmenes. Los ejemplos abundan, mi querida Alice.
— De acuerdo, pero ahora los enamorados copian cartas ya escritas, ahorran tiempo, mi querida Emma. O chatean en Internet, lee Norman y Monique: la historia secreta de un amor nacido en el ciberespacio, después de intercambiarse ardorosos e-mails durante años se encuentran y… se acuestan sellando su amor. Se gustan, en pocas palabras.
— ¿Y si después de escribirse eso no funciona? Quiero decir: ¿qué sucede si dos personas se escriben grandes mails y luego, cuando por fin se conocen, no se gustan? Es violento decir a uno «perdone, me he equivocado, usted no me atrae físicamente, no me gusta su olor» y cosas por el estilo. Demasiado arriesgado.
— Bueno, la historia acaba y quizá sigan escribiéndose sin follar. No es una tragedia. Pero hablemos de otra cosa, el sexo virtual es demasiado complicado para ti. ¿Por qué no hacemos en cambio un escaparate sobre los «Amores maduros»? Metemos a la Aleramo y sus historias con muchachitos, a Colette… uh, la librería rebosa de escritoras maduras disfrazadas de jovencitas.
— «Amores maduros» es una expresión horrible y además ¿qué me dices de George Eliot quien, después de haber perdido al compañero de toda su vida, enamoró a un hombre mucho más joven que ella y, por si fuera poco, riquísimo?
— Tendría sus defectos. Yo no creo en las historias desequilibradas. Sería como si tú ahora salieses con un treintañero. Te pasarías el tiempo preguntándote cuánto puede durar la relación. Piensa qué estrés…
— Como decía ese maestro que enseñaba italiano a los italianos en la televisión, nunca es demasiado tarde. Sea como sea, yo dejaría estar a los amores maduros, Alice. Ofenderemos la sensibilidad de muchas de las clientas que nos aprecian.
Y también la mía. Pero eso no puede saberlo.
Milán, 15 de febrero de 2002
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Me gustan las clasificaciones, pero los sondeos levantan mis sospechas. Hoy he leído uno que te transcribo. A la pregunta «¿cuál es la palabra más bonita del idioma italiano?» el vocablo «amor» ha quedado en el primer puesto, seguido de «madre». Soy madre y vendo amor; como ves, estoy en sintonía con las estadísticas y en paz con mi conciencia.
Un beso desde Milán, friolero.
Emma
Nueva York, 4 de marzo de 2002
BBB, 41 E 11th St
Querida Emma:
Hoy te hablaré de las coincidencias. Por coincidencia (o por la benévola profecía de un alma sensible) nos encontramos el 10 de abril de hace un año. Estos once meses de cartas han recuperado algunas de las piezas que faltaban en la tela desgarrada (son palabras tuyas) de tu memoria y han despertado en mí (ya sabes cuánto te lo agradezco) el deseo de contarme con las palabras en lugar de con mis consabidos dibujos autistas. El 10 de abril no es una fecha cualquiera. El mismo día, un miércoles de 1912, a mi patrón le sucedió una cosa que cambió de manera radical el curso de su vida. A causa de unos contratiempos banales (sostienen algunos), o debido a una señorita que lo retuvo en Francia, ese día el señor Morgan no subió a bordo del Titanic, barco del que era armador con su compañía de navegación, la White Star. El maldito transatlántico zarpó del puerto de Southampton, en Inglaterra, a las once de una fría mañana de primavera rumbo a Cherbourg, Francia, y luego a Queenstown, Irlanda, en dirección a Nueva York, su destino final. Puedes imaginarte el alivio que sintió J.P.M. cuatro días después por haberse quedado en tierra o entre los brazos de su amante en Aix-les-Bains. Nuestros destinos están vinculados a él y este pequeño y reconfortante descubrimiento me ha convencido de que debo atreverme a hacerte una propuesta en la que llevo pensando desde hace varias semanas: me gustaría volver a verte. ¿Podrías escaparte de la librería para reunirte conmigo en Belle-île-en-mer, una encantadora isla de Bretaña que deseo visitar desde hace años? Parto para París el 2, trabajaré allí durante unos días. Espero tu respuesta con cierto temor. Y confiando en poder disfrutar de cinco días sólo para nosotros. Escríbeme apenas recibas esta carta.
Federico
Milán, 14 de marzo de 2002
Sueños & Hechizos
Querido Federico:
Se puede reescribir la historia siguiendo la estela de los libros. Quien las sabe buscar encuentra sus huellas en cualquier cita con el destino. Escucha. Un acaudalado coleccionista, el señor Gabriel Wells, adquirió una copia de The Rubáiyát, de Omar Khayyám, con ilustraciones de Eliku Vedder, encuadernada en el taller londinense de Sangorski & Sutcliffe en 1911 y cuya cubierta de piel tenía rubíes, esmeraldas, topacios y turquesas incrustados. El ejemplar fue enviado a Nueva York, pero el maldito 12 de abril se hundió con la caja de caudales del Titanic. Ahora yace en el fondo del Atlántico, en su estuche de encina. Los libros, Morgan y una fecha que casualmente se ha introducido en nuestras vidas. Durante estos últimos meses has sido mi lugar de recreo, mi diario, mi isla. ¿Crees que si nos relacionamos es sólo porque a los dos nos gusta tener a una persona con la que poder confiarnos, escribirnos y satisfacer el deseo de mantenernos informados? Todavía no estoy segura. Por eso mi respuesta es: iré a Belle-île-en-mer el 10 de abril próximo. He averiguado que por ella pasaron Gustave Flaubert, Colette y Jacques Prévert, y que Dumas imaginó allí la muerte del mosquetero Portos, en la Pointe de l’Echelle.
Una isla y cinco días sólo para nosotros. No faltaré.
Emma