V. LLEVO UNA VIDA DE CAMARERO

Pierre Cabanne. — Usted acaba de regresar de Londres donde en estos momentos tiene lugar, en la Tate Gallery[*] una importante retrospectiva de su obra. Yo creía que las exposiciones eran «manifestaciones histriónicas» que rechazaba totalmente…

Marcel Duchamp. — ¡Y lo siguen siendo! Uno se encuentra en el escenario y presenta sus productos; en ese momento se convierte en actor. Del pintor escondido, que pinta su cuadro, a la exposición, sólo hay un paso; uno debe presentarse en la inauguración, le felicitan, ¡es una farsa!

P. C. — Esa farsa que usted rechazó durante toda su vida la acepta ahora de buen grado…

M. D. — Las personas cambian. Al final se acepta todo con una sonrisa. Uno debe evitar dejarse atrapar demasiado. Se acepta para complacer más a la gente que a uno mismo. Es una especie de gesto educado, hasta el momento en que eso se convierte en un homenaje muy importante. Si es sincero, por lo demás.

P. C. — ¿Es éste el caso?

M. D. — Es el caso momentáneamente, pero las cosas que pasan no siempre tienen continuación. En el mundo hay diariamente 6.000 exposiciones, si todos los artistas que exponen creyeran que para ellos es el fin del mundo o, al contrario, el apogeo de una carrera, sería ridículo. Uno debe considerarse como uno de esos 6.000 pintores. ¡Ocurra lo que ocurra!

P. C. — ¿Cuántas exposiciones individuales de su obra se han celebrado?

M. D. — Tres. La de Chicago, de la que ni siquiera me acordaba…

P. C. — En el Arts Club.

M. D. — La de Pasadena, California, hace dos años, en la que había muchas cosas; obras del museo de Filadelfia que se habían prestado para la ocasión; era bastante completa. Y, posteriormente, una exposición particular en Ekstrom en Nueva York, el año pasado, pero no tan completa.

P. C. — También hubo esa exposición de los ready-mades en Schwarz, en Milán.

M. D. — Sí, es cierto. En esa galería hubo una o dos, porque es algo que le apasiona. A menudo he expuesto colectivamente con mis hermanos. También tuve que exponer con Villon y Duchamp-Villon en el Museo Guggenheim pero lo que se llama una exposición individual no he hecho muchas en mi vida.

Pienso en esos jóvenes que, a los 20 años, intentan hacer su exposición individual. ¡Se creen que eso basta para ser un gran pintor!

P. C. — Además de la colección Arensberg en el Museo de Filadelfia, ¿dónde se encuentran sus obras?

M. D. — Hay un importante grupo que pertenece a Mary Sisler, que como mínimo compró unas cincuenta cosas, que se han encontrado aquí en París en casa de los amigos, a quien se las había ido regalando. Principalmente se trata de cosas muy antiguas, de 1902, 1905 o 1910, con las que formó una hermosa colección. Mary mostró ese conjunto el año pasado en Londres, en la galería Ekstrom. Se trataba de una exposición absolutamente interesante, completa; no puedo pedir más. Henri-Pierre Roché tenía también muchas cosas mías, cosas antiguas que yo le había regalado. También hay obras mías en mi familia, en casa de mi hermana Suzanne, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York al que Katherine Dreier donó una parte de su colección. También tienen algunos coleccionistas, M. Bomsel, André Breton, Maria Martins en el Brasil, Peggy Guggenheim en Venecia el Jeune homme triste. Olvidaba la Universidad de Yale donde está depositada la Colección de la Sociedad Anónima. Mi mujer, Teeny, también tiene algunas cositas en Nueva York.

P. C. — Creo que Les Joueurs d’échecs del Museo de Arte Moderno es su única obra que se encuentra en un museo europeo…

M. D. — Sí, así lo creo. No recuerdo ninguna otra. Es cierto, no tengo otra obra en ningún museo europeo.

P. C. — ¿Qué impresión le ha causado la retrospectiva de la Tate Gallery?

M. D. — Excelente. Cuando se recalienta el recuerdo se ve mejor. Se ve la serie cronológicamente, se trata verdaderamente del señor que muere y que tiene su vida detrás suyo. Es algo por el estilo, con la excepción de que yo no me muero. Cada cosa me provocaba un recuerdo; no me sentí nada incómodo frente a las cosas que no me gustan, de las que me avergonzaba, o que me habría gustado suprimir. No, en absoluto. Se trata simplemente de la puesta al desnudo, gentilmente, sin roces ni lamentaciones. Es bastante agradable.

P. C. — Usted fue el primero, en toda la historia del arte, que rechazó la noción de cuadro, y en salirse lo que se ha dado en llamar el museo imaginario…

M. D. — Exacto. Y no sólo del cuadro de caballete, sino de cualquier otro tipo de cuadro.

P. C. — Del espacio en dos dimensiones, si usted quiere.

M. D. — Creo que es una excelente solución para una época como la nuestra en la que no puede seguirse haciendo pintura al óleo que, después de 400 o 500 años de existencia, no tiene ninguna razón para tener la eternidad como ámbito. Por consiguiente, si pueden encontrarse otras fórmulas para expresarse, deben aprovecharse. Es lo que ocurre, por otra parte, en todas las artes. En música, los nuevos instrumentos electrónicos son el signo de un cambio en la actitud del público con respecto al arte. El cuadro ya no es el motivo decorativo para el comedor, ni para el salón. Para decorar se piensa en otra cosa. El arte adquiere cada vez más la forma de un signo, si quiere; ya no rebajado al nivel de la decoración; ese sentimiento es el que ha dirigido mi vida.

P. C. — ¿Cree que el cuadro de caballete ha muerto?

M. D. — Ha muerto por el momento y por unos buenos cincuenta o cien años. A menos que regrese; no se sabe por qué, no hay un motivo para ello. A los artistas se les ofrecen nuevos medios, nuevos colores, nuevas iluminaciones; el mundo moderno se introduce y se impone, incluso en la pintura, y obliga a las cosas a cambiar de forma natural, normal.

P. C. — En su opinión, ¿cuáles son los pintores contemporáneos más importantes?

M. D. — ¡Oh! contemporáneos… No lo sé. ¿De dónde parte la contemporaneidad? ¿De 1900?

P. C. — De este último medio siglo, si usted quiere.

M. D. — Entre los impresionistas, Seurat me interesa más que Cézanne. Después Matisse me interesa enormemente. Entre los fauvistas hay muy pocos. Braque fue primordialmente cubista aun cuando haya sido importante como Fauvista. Picasso viene después como un faro muy potente: cumple el papel que el público pide, el de figura. Mientras dure, tanto mejor. Manet conoció eso a principios le siglo. Cuando se hablaba de pintura, se hablaba siempre de Manet; la pintura no existía sin Manet.

En lo que se refiere a nuestra época, no lo sé. Resulta difícil juzgar. Me gustan mucho los jóvenes Pop. Me gustan porque me han desembarazado un poco de la idea retiniana a la que ya nos hemos referido. Encuentro en ellos una cosa que es verdaderamente nueva, que es distinta, mientras que toda la serie, desde principios de siglo, ha tendido hacia la abstracción. En primer lugar, los impresionistas simplificaron el paisaje de una forma y la colorearon; después los fauvistas la simplificaron aún más añadiendo la deformación, que es una característica le nuestro tiempo, no se sabe por qué. ¿Por qué todos los artistas se obstinan en querer deformar? Al parecer, es una reacción contra la fotografía; pero no estoy seguro.

Al dar la fotografía una cosa muy correcta desde el punto de vista del dibujo, de ello se deriva que un artista que quiere hacer algo distinto se diga: «Es muy fácil, voy a deformar tanto como pueda y de este modo será algo absolutamente distinto a toda representación fotográfica». Es algo muy claro en todos los pintores, tanto si son fauvistas, como cubistas o incluso dadá o surrealistas.

En los últimos Pop hay menos esa idea de deformación. Utilizan cosas totalmente hechas, dibujos totalmente ejecutados, carteles, etc. Por lo tanto se trata de una actitud muy distinta, lo que les hace interesantes desde mi punto de vista. No quiero decir con ello que sean geniales, puesto que eso no tiene excesiva importancia. Las cosas tienen lugar por series de 20 o 25 años, como mínimo. ¿Dónde meterán todo eso? ¿En el Louvre? No lo sé. Tampoco es algo que tenga importancia. Mire los prerrafaelitas, encendieron una llamita que, a pesar de todo, aún arde. No se les aprecia mucho, pero regresarán; se les rehabilitará.

P. C. — ¿Usted cree?

M. D. — ¡Oh, casi seguro! Recuerde el art nouveau, el modern style, la torre Eiffel y todo lo demás…

P. C. — Cada veinte o treinta años se rehabilita lo que se rechazó cuarenta años antes.

M. D. — Es algo casi automático, principalmente durante estos dos últimos siglos, porque se ha visto suceder «ismo» tras «ismo»; hubo el romanticismo que duró cuarenta años, después el realismo, el impresionismo, el divisionismo, el fauvismo, etc.

P. C. — En una serie de entrevistas con Sweeney en la televisión norteamericana usted dijo lo siguiente: «Cuando un artista desconocido me trae algo nuevo, entonces estalla mi reconocimiento». Para usted, ¿qué es la novedad?

M. D. — No he visto, realmente, tantas novedades. Si se me trajera algo extraordinariamente nuevo yo sería el primero en querer comprender. Pero tengo un pasado tal que me costaría mirar o intentar mirar; se almacena un tal lenguaje de gustos, buenos o malos, en uno mismo, que cuando se mira algo, si esa cosa no es eco de uno mismo, ni siquiera la miramos. Yo, de todas formas, intento hacerlo. Siempre he intentado abandonar mi bagaje, al menos cuando miro una cosa presuntamente nueva.

P. C. — En su vida ¿qué ha visto de nuevo?

M. D. — No mucho. Los Pop son bastante nuevos. Los Op también son nuevos, pero en mi opinión no presentan un enorme futuro. Temo que, cuando se haya hecho eso veinte veces, todo caiga rápidamente, es demasiado monótono, excesivamente reiterativo, mientras que, entre los Pop, principalmente entre los franceses, hombres como Arman o Tinguely han hecho cosas muy personales en las que no se habría pensado hace treinta años.

No doy mucha importancia a lo que encuentro mejor; se trata, simplemente, de una opinión. No tengo intención de formular un juicio definitivo respecto a todo eso.

P. C. — ¿Y Martial Raysse?

M. D. — Me gusta. Resulta bastante difícil comprenderle porque lo que hace es bastante sorprendente debido a la desagradable introducción de la luz fluorescente. Le conozco, he hablado con él, me gusta como individuo, tiene una inteligencia muy despierta. Se renovará. Al menos debería cambiar progresivamente, incluso si la primera idea fuera la misma, encontrará otros medios para expresarse.

P. C. — Todos esos pintores son, en parte, sus hijos.

M. D. — La gente lo dice… Supongo que todas las jóvenes generaciones necesitan un prototipo. En ese caso yo he desempeñado ese papel, y estoy encantado, pero es algo que no tiene importancia. No hay parecido flagrante entre lo que yo he hecho y lo que se hace ahora. Por otra parte, yo he hecho las menos cosas posibles. Es algo que no corresponde al actual espíritu que, por el contrario, quiere hacer lo máximo para ganar mucho dinero.

Las personas han pensado, al ver lo que hacen los jóvenes ahora, que yo tuve ideas algo similares a las suyas y que, por consiguiente, había un intercambio de buenos sentimientos entre nosotros. No es otra cosa. No veo a muchos artistas, ni siquiera en Nueva York. A Raysse le vi aquí y, posteriormente, en Nueva York. Spoeri, Arman, Tinguely son muy inteligentes.

P. C. — Arman es muy culto.

M. D. — Sí, muy culto, extraordinario. Entonces yo respeto eso. Como no tengo una gran cultura, en el auténtico sentido de la palabra, siempre me sorprenden las personas que pueden decir cosas que no conozco en absoluto, y decirlas bien. No es ése el caso de los artistas que, en general, son unos primarios.

P. C. — ¿Conoce usted a ese muchacho cuyos amigos dicen que es el Duchamp número dos, que se llama Ben y vive en Niza: Benjamin Vautier?

M. D. — No. No le he visto nunca.

P. C. — ¿Ha oído hablar de él?

M. D. — No. ¿Sabe?, cuando voy a Niza me quedo una noche. Sin embargo, creo que he recibido algunos papeles, con cosas bastante extraordinarias…

P. C. — Ben es un muchacho de unos 35 años que, después de decidir que la obra de arte reside primordialmente en la intención, intenta convertir su vida en una obra de arte. En vez de exponer se expone, lo ha hecho en un escaparate de Londres durante quince días.

M. D. — Sí, sí. Creo que es eso. He recibido por correo alunas cosas… Pero no le conozco personalmente. ¿Es un amigo de Arman?

P. C. — Sí, es de Niza como Raysse y él. Forman parte de lo que se denomina la Escuela de Niza. Es curioso que nunca haya intentado establecer contacto con usted.

M. D. — Si permanece en Niza yo también debería estar en esa ciudad para que pudiera verme.

P. C. — De todas formas podría venir a verle, teniendo en cuenta la importancia que le concede…

M. D. — No forzosamente. ¡Es algo que depende de su estado financiero!

P. C. — Vende discos. Su comportamiento provoca, evidentemente, enormes escándalos en Niza. A. D. — Intentaré verle. Es divertido ver la importancia que ha adquirido la Escuela de Niza.

P. C. — ¿Qué diferencia hay entre el clima artístico de París y el de Nueva York?

M. D. — En Nueva York es muy hormigueante. Aquí parece serlo menos, por lo que he podido ver. Evidentemente no se trata de ir a Saint-Germain-des-Prés o a Montparnasse. En París siempre es difícil arrancar. Incluso si hay hombres interesantes, éstos no influencian a los demás. Hay la gran pandilla que se queda, con su educación, sus costumbres y sus ídolos. Los que están aquí llevan siempre a sus ídolos sobre las espaldas, ¿me entiende? No son personas alegres, no dicen: «Soy joven, quiero hacer lo que me dé la gana, puedo bailar».

P. C. — El norteamericano no tiene pasado.

M. D. — No tiene ese pasado, estoy de acuerdo. Se preocupa mucho por aprender historia del arte, del cual, por así decirlo, está imbuido cada francés o cada europeo. Creo que en eso reside la diferencia.

Pero todo puede cambiar rápidamente. Tanto en los Estados Unidos como en Francia. Ya no hay «país del arte», ni capital, ni aquí ni allí. Sin embargo los norteamericanos se ensañan intentando destruir la hegemonía de París. San unos idiotas porque esa hegemonía no existe, ni en París ni en Nueva York. Si hay una estará en Tokio, puesto que Tokio es aún más rápido. Recibo muy a menudo cartas del Japón; les gustaría que fuera. No iré. No tengo ganas de ir al Japón, no tengo ganas de ir a la India, ni tampoco a China. Ya tengo bastante con Europa y América.

P. C. — ¿Por qué adoptó la nacionalidad norteamericana?

M. D. — Porque en ese país encontré un clima agradable. Tengo muchos amigos.

P. C. — ¿Habría podido vivir en los Estados Unidos sin adoptar la nacionalidad norteamericana?

M. D. — Sí y no. Es más fácil. Desde el punto de vista viajero es extraordinariamente cómodo tener un pasaporte norteamericano, ¡no te abren nunca las maletas! Transporto mis cigarros de un país a otro sin ninguna dificultad, basta con enseñar mi pasaporte norteamericano.

P. C. — ¡Podría hacer contrabando!

M. D. — Exacto. ¡Tengo un gran futuro en ese terreno!

P. C. — ¿Cómo es que nunca se ha hecho ninguna exposición suya en Francia?

M. D. — No lo sé. Nunca lo he comprendido. Creo que se trata de una cuestión de dinero. Hacer una exposición cuesta caro; no sólo cuentan los gastos de transporte…

P. C. — Pero se organizan exposiciones que cuestan igual de caras, si no más.

M. D. — Sí, de van Gogh o de Turner; eso forma parte de la historia del arte, es otra cuestión. Pero con los modernos…

P. C. — ¡Se celebran muchas exposiciones Braque o Picasso!

M. D. — Sí, pero, comparativamente, no cuestan caras.

P. C. — Los seguros sí.

M. D. — Estoy de acuerdo, los seguros son caros, pero al menos el transporte no cuesta caro. Evidentemente los gastos que representan los seguros serían cuantiosos en mi caso, pero no insalvables. Los ingleses lo han hecho.

P. C. — El Museo de Filadelfia, ¿presta la colección Arensberg?

M. D. — Sí, pero por tres meses como máximo. Es lo que ocurre en Londres en este momento.

P. C. — La retrospectiva de la Tate dura un mes y medio; se habría podido prever otro mes y medio en París.

M. D. — Sí, sí. Pero tal vez el museo de arte moderno no estaba libre, ¿qué hay en este momento?

P. C. — Una retrospectiva Pignon.

M. D. — …

P. C. — ¿Conoce a André Malraux?

M. D. — No. Nunca he hablado con él.

P. C. — ¿Cómo es posible que un conservador de museo francés nunca haya hablado con usted?

M. D. — El año pasado Mathey me hizo saber que quería verme. Fui y me dijo: «Me gustaría hacer algo con usted, pero estoy atado. Debo tener la aprobación de las altas esferas». Y la cosa no prosperó. Estaba lleno de buena voluntad, pero eso era todo. Dorival vino a verme para la exposición Dadá; pero nunca me habló de la posibilidad de hacer algo. Pero es algo que no me molesta mucho. Lo comprendo muy bien. Si se deseara ver una exposición de mis obras aquí, se haría. Los que están detrás son los marchantes, que conmigo no tienen nada que ganar, ¿lo entiende?

P. C. — Tal vez sean los marchantes. Pero ¿y los museos?

M. D. — Más o menos los museos son regidos por los marchantes. En Nueva York el museo de arte moderno está totalmente en sus manos. Evidentemente se trata de una forma de hablar, pero es así. Los consejeros de los museos son los marchantes. Es preciso que la operación alcance un cierto valor pecuniario para que se decidan a hacer algo.

En lo que a mí respecta, no digo nada, no deseo demasiado exponer, ¡me importa un comino!

P. C. — ¡Por suerte suya!

M. D. — Es algo que no me quita el sueño y estoy contento de como están las cosas[1].

P. C. — Durante los tres meses que acaba de pasar en París, ¿cuáles son las exposiciones que ha apreciado más especialmente?

M. D. — No he visto ninguna.

P. C. — ¿No ha ido al Salón de Mayo?

M. D. — No, ni siquiera he ido a esa exposición. Mi mujer ha ido. Yo no tuve ganas. No tengo ganas de ir a ver exposiciones.

P. C. — ¿No siente curiosidad?

M. D. — No. No una curiosidad de ese tipo. Pero tenga en cuenta que no es una idea preconcebida, no es ni un deseo, ni una necesidad, es una indiferencia, en el sentido más simple de la palabra.

P. C. — Usted tenía intención de ir al Salón de Mayo, me lo había dicho.

M. D. — Sí. Pensé ir. No había ninguna razón para que no fuera. No sé por qué no fui. El arte, en el sentido social de la palabra, no me interesa lo más mínimo, incluso en individuos como Arman, al que aprecio mucho. Lo que me gusta es hablar con personas como él, y no ir a ver lo que hacen.

P. C. — Para usted, ¿cuenta más la actitud del artista que la obra de arte?

M. D. — Sí. El individuo, como tal, me interesa más que lo que hace, debido a que he observado que la mayoría de artistas no hacen más que repetirse. Por otra parte, es algo forzoso, no se puede estar inventando continuamente. Sólo que ellos tienen esa vieja costumbre que quiere que se haga, por ejemplo, un cuadro al mes. Todo depende de su velocidad de trabajo; creen que deben a la sociedad el cuadro mensual o anual.

P. C. — ¿Sabe que los jóvenes pintores como Arman o Raysse ganan auténticas fortunas?

M. D. — Ya lo sé… Acumulando despertadores. Por lo demás, es algo que está muy bien.

P. C. — ¿No le sorprende?

M. D. — ¡Ah, no! Me sorprende un poco por ellos; para mí, no. Sólo que si siguen acumulando las mismas cosas eso se convertirá en algo que resultará imposible mirar dentro de veinte años. Arman es, por otra parte, muy capaz de cambiar.

P. C. — Creo que es el más inteligente de todos.

M. D. — Sí, así lo creo. También me gusta mucho Tinguely, pero es más mecánico.

P. C. — ¿No le sorprende que los artistas tengan derecho a la Seguridad Social?

M. D. — ¿Sabe?, en lo que a mí respecta, al ser norteamericano y tener más de 70 años, recibo una cantidad muy sustancial del gobierno, y ello sin haber cotizado mucho; 57 dólares al mes es, de todos modos, algo. Naturalmente no tengo derecho a esa cantidad por ser artista, se trata de una simple cuestión de edad. A los 65 años, para recibir esa asignación no hace falta ganar dinero, y si usted lo está ganando se lo deducen de lo que le dan pero, a partir de los 70 años, usted puede ganar un millón al mes y, no obstante, recibirá también sus 57 dólares.

P. C. — ¿Qué opina de los happenings?

M. D. — Los happenings me gustan mucho porque es algo que se opone totalmente a los cuadros de caballete.

P. C. — Eso concuerda totalmente con su teoría del «mirón».

M. D. — Exactamente. Los happenings han introducido en el arte un elemento que nadie había puesto: el aburrimiento. ¡Yo nunca había pensado en hacer una cosa para que la gente se aburriera viéndola! Y es una lástima, porque se trata de una buena idea. En el fondo es la misma idea que el silencio de John Cage en música; nadie había pensado en ello.

P. C. — Y que el vacío de Klein.

M. D. — Sí. La introducción de ideas nuevas no es válida más que en el happening. En un cuadro no se puede representar un aburrimiento. Evidentemente, se llega a ello, pero es más fácil en el aspecto semiteatral. También es sorprendente la rapidez; el auténtico happening no dura más de veinte minutos, como máximo, debido a que la gente permanece de pie. En algunos casos no tiene uno siquiera donde sentarse. Pero ahora eso empieza a cambiar.

P. C. — Sí, está adquiriendo considerables proporciones.

M. D. — Dos o tres horas. Al principio la gente permanecía de pie y después, al salir, había una cortadora de césped que pasaba, con un motor, y que les obligaba a largarse… Era exagerado, pero interesante, porque era algo realmente nuevo, y eso irritaba al público.

P. C. — Los happenings que he visto —y sólo he visto en Francia— me han parecido muy eróticos.

M. D. — En efecto.

P. C. — ¿No era así al principio?

M. D. — No, no tanto. Mientras que en Jean-Jacques Lebel, por ejemplo, hay una necesidad de erotismo muy clara.

P. C. — Recientemente ha mostrado el strip-tease de un pederasta disfrazado de monja…

M. D. — Exacto. Pero no sé si vio uno que se hizo hace dos o tres años, en el boulevard Raspail, en el que había gallinas desplumadas que se tiraban a la cabeza. ¡Era algo horroroso! ¡Otras veces la gente se hundía en crema o en fango! Era totalmente enloquecedor…

P. C. — ¿Cómo concibe la evolución del arte?

M. D. — No la concibo porque me pregunto qué es lo que eso vale en profundidad. El hombre es quien ha inventado el arte. No existiría sin él. No todas las invenciones del hombre son válidas. El arte no tiene un origen biológico. Es algo que atañe al gusto.

P. C. — En su opinión, ¿no es algo necesario?

M. D. — Las personas que hablan del arte lo han hecho algo funcional diciendo: «El hombre necesita el arte para remozarse».

P. C. — Pero no hay sociedad sin arte…

M. D. — No hay sociedad sin arte porque son aquellos que lo miran quienes lo dicen. Estoy convencido de que esa gente que hacían cucharas de madera en las selvas del Congo, que tanto admiramos en el Museo del Hombre, no las hacían para que fueran admiradas por los congoleños.

P. C. — No, pero al mismo tiempo hacían fetiches, máscaras…

M. D. — Sí, pero esos fetiches eran, esencialmente, religiosos. Somos nosotros quienes hemos dado el nombre de «arte» a las cosas religiosas; entre los primitivos, esa palabra ni siquiera existía. Lo hemos hecho pensando en nosotros, en nuestra propia satisfacción. Hemos creado esa palabra para nuestro exclusivo y privativo uso: es algo que se parece a la masturbación.

No creo mucho en el aspecto esencial del arte. Podría crearse una sociedad que rechazara el arte, los rusos estuvieron a punto de hacerlo. Pero, por otra parte, no es algo divertido, pero es algo que debe considerarse.

Lo que intentaron los rusos ya no es posible ahora con cincuenta naciones. Hay demasiados contactos, demasiados puntos de comunicación entre un país y otro.

P. C. — ¿Quiénes son sus amigos?

M. D. — Tengo muchos. No tengo enemigos, o muy pocos. Hay personas que no me aprecian, eso es cierto, pero ni siquiera las conozco. Quiero decir que no se trata de una enemistad abierta, no es una guerra. Por lo general únicamente tengo amigos.

P. C. — ¿Quiénes han sido sus mejores amigos?

M. D. — Picabia, evidentemente, como copiloto, si usted quiere. Pierre de Massot es amable; Breton también lo es; la única pega es que no se puede uno acercar a él. Juega demasiado a ser un gran tipo, está totalmente obnubilado por su posteridad.

P. C. — ¿Le ha visto recientemente?

M. D. — No, no he ido a verle. He llegado al extremo de no atreverme a llamarle por teléfono, es ridículo.

P. C. — Debe saber que usted está aquí.

M. D. — Ni siquiera se molesta. Eso es lo que me fastidia, puesto que yo tengo diez años más que él. Creo que tengo derecho a esperar alguna palabra suya, una llamada telefónica, algo por el estilo[2].

P. C. — ¡Incluso el Papa viaja en estos momentos!

M. D. — ¡Claro! Ha ido a Jerusalén. Por eso no lo entiendo. Por otra parte no tengo nada en concreto que decirle. Por consiguiente sería una visita de cortesía y de amistad. Quiero hacerla, pero la cosa debería presentarse de una forma fácil, mientras que si él hubiera hecho un esfuerzo, yo hubiese respondido inmediatamente. Eso es todo. No es nada más que esto. Es un tipo de amistad algo difícil, ¿entiende lo que quiero decir? No jugamos juntos al ajedrez, ¿me comprende?

P. C. — Durante su estancia en París, ¿a quién ha visto?

M. D. — No he visto a muchas personas. Un montón de gente que me pedían artículos. Era más bien algo profesional.

P. C. — ¡Pesados como yo!

M. D. — ¡Eso es, como usted! No, quiero decir que no ha ocurrido nada nuevo. No salgo mucho. Me gusta mucho no salir. Evidentemente, tengo familia. Mi mujer tiene una hija casada en París a la que vemos a menudo, pero no he visto a las personas que se ven normalmente cuando se viaja. Se va a ver a Ese, se va a ver a Malraux, etcétera. Yo no hago nada de todo eso. No hay nadie a quien yo vea de una forma más o menos oficial, o para hablar de determinadas cuestiones. Llevo, verdaderamente, la vida de un camarero.

P. C. — ¿Qué hace durante el día?

M. D. — Nada. Troto un poco, porque siempre se tiene alguna cita. Hemos ido a Italia, a casa del pintor Baruchello al que aprecio mucho. Pinta grandes cuadros blancos con todo de cositas que se tienen que mirar de cerca.

Después de Italia nos fuimos a Inglaterra. Verdaderamente, no he hecho operaciones importantes desde que llegué. Además, cuando vengo aquí lo hago con intención de descansar. Descansar de nada puesto que siempre estoy fatigado, incluso de ser.

P. C. — En Nueva York, ¿lleva una existencia más activa?

M. D. — No. Es lo mismo. Exactamente igual. La diferencia es que la gente llama menos por teléfono, busca menos ponerte la mano encima. Aquí siempre está latente el peligro. Quieren que firmes peticiones, hacerte entrar en el juego, «comprometerte» como ellos le llaman. Y uno se cree obligado a seguir.

P. C. — Usted es como Cézanne; ¿tiene miedo de que le echen el guante?

M. D. — Eso es. Es la misma idea. Eso no les pasa a muchas personas. Cuando no se trata de un movimiento literario, es una mujer; es lo mismo.

P. C. — El año pasado se celebró en la galería Creuze una exposición en la que tres jóvenes pintores, Arroyo, Aillaud y Recalcanti pintaron juntos una serie de obras que se llamaba «El trágico fin de Marcel Duchamp». En un Manifiesto que publicaron le condenaban a muerte debido a que le reprochaban carecer de «espíritu aventurero, libertad de invención, sentido de anticipación y poder de superación…». ¿Vio usted esas obras?

M. D. — Naturalmente. Fue poco antes de irme, en octubre. Creuze me llamó por teléfono y me pidió que fuera a verlas. Quería explicarme de qué se trataba y preguntarme qué debía hacer, si yo quería que las quitara. Yo le dije: «No se rompa la cabeza; una de dos, o usted quiere hacer publicidad, o no quiere. Yo no quiero. Lo único que hay que hacer es no hablar de ello; esos jóvenes quieren hacerse propaganda, eso es todo». Y todo se fue al agua.

P. C. — Pero hubo una manifestación. Unos surrealistas querían romper las pinturas.

M. D. — Sí, pero no creo que lo hicieran.

P. C. — No, no lo hicieron.

M. D. — Querían publicar un texto en Combat. Combat no lo publicó. Redactaron una octavilla en la que había una especie de respuesta al Manifiesto. También casi se fue al agua. Algunos cronistas querían hablar de ello. Yo les dije: «Si quieren hacerles un favor a esos jóvenes, es lo que deben hacer». Empiezo a saber de qué van ese tipo de cosas, la única refutación es la indiferencia. Al parecer uno de esos tres pintores es un pseudo-filósofo, un escritor.

P. C. — Sí, Aillaud. Es hijo de un arquitecto, un muchacho muy intelectual. Y no es tonto.

M. D. — Sabe escribir, y lo que escribió estaba muy bien, aun cuando no decía nada. Pero me acusaba de cosas que no tenían sentido.

P. C. — En efecto, es bastante sorprendente reprocharle haber carecido de espíritu aventurero o inventivo…

M. D. — José Pierre vino a verme con la intención de protestar; yo le dije: «No haga nada. Si quiere hacerles propaganda, hágalo, pero usted mismo no sacará partido de ello, sino que serán esos jóvenes quienes se beneficiarán». Es la infancia del arte publicitario.

P. C. — La última pintura de la serie representaba su entierro…

M. D. — Era muy bonita.

P. C. — Usted era enterrado por Rauschenberg, Oldenburg, Martial Raysse, Warhol, Restany y Arman.

M. D. — Vestidos de marines norteamericanos. Le confieso que era divertido verla. Como pintura era algo bobalicón, pero eso no quiere decir nada; tenía que ser de ese modo para lo que ellos querían demostrar; estaba pintado bobaliconamente, pero era muy claro. Habían trabajado como locos.

P. C. — ¿Qué opina de la juventud actual?

M. D. — Los jóvenes están muy bien porque son activos. Incluso si es en contra mía, eso no tiene ninguna importancia. Piensan muchísimo. Pero no sale nada que no sea antiguo, del pasado.

P. C. — Tradicional.

M. D. — Eso es. Es algo que me fastidia, no pueden desprenderse de ello. Estoy convencido de que cuando personas como Seurat se pusieron a querer hacer algo suprimieron realmente el pasado de un golpe. Incluso los fauvistas y los cubistas lo hicieron. Parece que actualmente, más que en otros períodos del siglo, hay estrechos lazos con el pasado. Esa falta de audacia, de originalidad…

P. C. — ¿Qué opina de los beatniks?

M. D. — Me gustan mucho; es una nueva forma de actividad de la juventud; está muy bien.

P. C. — ¿Se interesa usted por la política?

M. D. — No, en absoluto. No hablemos de ese asunto. No sé nada. No comprendo en absoluto la política y constato que es realmente una actividad estúpida que no conduce a nada. Tanto si eso conduce al comunismo, a la monarquía, o a una república democrática, para mí es lo mismo. Usted me dirá que los hombres están obligados a hacer política para vivir en sociedad, pero eso no justifica en absoluto la idea de la política como un gran arte. Sin embargo, es lo que creen los políticos; ¡piensan que están haciendo algo extraordinario! Es algo parecido a los notarios, a mi padre. El estilo de esas personas es como el estilo notarial. Recuerdo las actas en casa de mi padre; ese lenguaje hacía morir de risa; el lenguaje de los abogados en los Estados Unidos es exactamente igual. No creo en la política.

P. C. — ¿Conoció a Kennedy?

M. D. — No personalmente. Él no veía a muchos artistas. Su mujer sí. Era muy amable, un hombre interesante, pero eso supera un poco la idea de la política. Cuando un individuo interesante tiene algo que hacer, tanto si es por su país como si no, puede hacer lo que quiera, será un hombre extraordinario. Kennedy había elegido la política.

P. C. — ¿Qué opina de De Gaulle?

M. D. — Ya no pienso nada. Cuando se ha vivido desde su juventud la misma época… ¿No tiene, aproximadamente, mi edad?

P. C. — Tres años menos.

M. D. — Ha tenido períodos en los que ha sido un héroe, pero los héroes que viven demasiado están destinados al hundimiento. Ya le ocurrió a Pétain. ¿No murió Clemenceau bastante pronto?

P. C. — En absoluto, ¡murió muy viejo!

M. D. — Pero estaba retirado y en coma. En cualquier caso, conservó su aureola.

P. C. — Sí, porque se retiró… O más bien, le retiraron.

M. D. — En ese caso, no tengo opinión. La gente se queja mucho de De Gaulle. Oigo lo que dicen pero no entiendo nada. La gente tiene ideas especiales sobre el dinero, la renta, etc. Es algo que no me interesa. No lo entiendo.

P. C. — ¿Qué personaje histórico prefiere?

M. D. — ¿Histórico? No lo sé. No tengo muchos porque no son gente que me interese mayormente, tanto si se llaman Napoleón, César o yo qué sé. Por lo general hay una gran exageración. La idea de la gran figura proviene precisamente de una especie de hinchamiento a partir de las pequeñas anécdotas. En el pasado ocurre lo mismo. Eso no basta para que, dos siglos después, estemos obligados a mirar a la gente como si estuvieran en un museo; todo está basado en una historia fabricada.

P. C. — ¿Va mucho al cine?

M. D. — Bastante a menudo.

P. C. — ¿Incluso en París?

M. D. — Sí. He ido a ver un film de Godard, MasculinFéminin. Es el único que he visto. Iría más a menudo, pero no tenemos tiempo. ¡No hacemos nada y no tenemos tiempo! Para ir al cine hace falta decidirse. Sobre todo en Neuilly, está lejos…

P. C. — ¿Va más a menudo en Nueva York?

M. D. — Cuando tengo tiempo. No voy a ver, siempre que es posible, más que films divertidos, no grandes films fastidiosos, pseudohistóricos. Me gusta el buen cine, el divertido.

P. C. — Para usted es, primordialmente, una distracción.

M. D. — ¡Ah, sí, totalmente! No creo en el cine como forma de expresión. Podrá ser una, tal vez más adelante; pero, al igual que la fotografía, es algo que no va más lejos que un medio mecánico para hacer algo. No puede competir con el arte. Si es que el arte sigue existiendo…

P. C. — ¿Cuál es la última obra de teatro que le ha gustado?

M. D. — He visto Les Paravents. No conozco bien Genet. Había visto Le Balcon en inglés. Les Paravents me gustaron mucho. Es sorprendente.

P. C. — ¿Lee usted mucho?

M. D. — No. Nada. Hay cosas que no he leído nunca, y que nunca leeré. Como, por ejemplo, Proust; finalmente, no lo he leído. Cuando yo tenía veinte años se creía que Proust era más importante que Rimbaud y otros. Evidentemente, no se trataba de la misma época, ni tampoco de la misma corriente; sin embargo, no nos creíamos obligados a leerlo.

P. C. — ¿Y de los escritores contemporáneos?

M. D. — No los conozco. No conozco a Robbe-Grillet o Butor. No conozco a los actuales novelistas, las nuevas novelas, la nueva ola. Intenté vagamente leer una obra, una vez; pero no me interesó hasta el punto de poder formular una opinión.

P. C. — ¿Qué es lo que le interesa en literatura?

M. D. — Siempre son las cosas que me gustaron. Mallarmé mucho, porque es más simple que Rimbaud en un sentido. Probablemente es un poco demasiado simple para la gente que le comprende bien. Es un impresionismo contemporáneo al de Seurat. Como aún no lo comprendo totalmente, me gusta mucho leerle desde el punto de vista de la sonoridad, de la poesía audible. Lo que me atrae no es, simplemente, la sonoridad del verso o el pensamiento profundo. Incluso Rimbaud debe ser, en el fondo, un impresionista…

P. C. — Ahora usted se marcha dos meses a Cadaqués, ¿qué va a hacer allí?

M. D. — Nada. Tengo una hermosa terraza, muy agradable. He fabricado un toldo. Lo he hecho en madera porque allí hace mucho viento. Hice otro hace tres años; no sé si se habrá roto este invierno, ¡cuando le mande postales ya se lo diré!

P. C. — Ese toldo, ¿es su último ready-made?

M. D. — No es ni siquiera un ready-made, está hecho con las manos.

P. C. — Su vida en Cadaqués, ¿es diferente de la que lleva en París o en Nueva York?

M. D. — Permanezco en la sombra. Es maravilloso. Todo el mundo, por el contrario, toma el sol para broncearse; es algo que me horroriza.

P. C. — Al iniciarse esta entrevista usted me dijo que la palabra «arte» venía probablemente del sánscrito y significaba «hacer». Además de en el caso de ese toldo, ¿ha sentido alguna vez el deseo de utilizar sus manos, de «hacer» algo?

M. D. — ¡Ah, sí! Soy totalmente manual. A menudo reparo objetos. Yo no me asusto en absoluto, como esas personas que no saben reparar un enchufe. He aprendido los rudimentos de esas cosas, desgraciadamente no estoy muy empollado, ni soy muy exacto o muy preciso. Cuando veo a alguno de mis amigos hacer lo mismo, lo hacen tan bien que me admiran. Pero, a fin de cuentas, al final lo hago. Me divierte hacer cosas a mano. Desconfío de ello, porque hay el peligro de la «mano» que regresa, pero como no lo aplico para hacer obras de arte la cosa puede seguir funcionando.

P. C. — ¿No siente nunca el deseo de coger un pincel o un lápiz?

M. D. — Sobre todo un pincel. Y podría. Si me pasara por la cabeza una idea como el Verre seguramente la haría.

P. C. — ¿Y si le ofrecieran 100.000 $ por pintar un cuadro?

M. D. — ¡Ah, no! ¡No hay nada que hacer! Durante una conferencia en Londres me estuvieron preguntando durante dos horas. Me dijeron: «Si le ofrecieran 100.000 $, ¿aceptaría?».

Yo les expliqué la historia de Nueva York en 1916, cuando Knoedler, después de haber visto el Nu descendant un escalier me ofreció 10.000 $ al año, y toda mi producción, naturalmente. Me negué, y sin embargo yo no era rico. Hubiera podido aceptar perfectamente los 10.000 $, pero no, inmediatamente presentí el peligro. Hasta ese momento había podido evitarlo. De todos modos en 1915-1916 yo tenía 29 años y tenía edad para defenderme.

Se lo digo, simplemente, para explicarle mi actitud. Actualmente sucedería lo mismo si me ofrecieran 100.000 $ por hacer algo.

He tenido pequeños encargos, como la jaula con terrones de azúcar que me pidió la hermana de Katherine Dreier que quería a toda costa tener algo mío. Le respondí que aceptaba con la condición de que me dejara hacer lo que yo quisiera. Hice la jaula. A ella no le gustó lo más mínimo. Se la vendió a su hermana a la que tampoco le gustó en absoluto, y ésta se la vendió de nuevo a Arensberg, siempre por el mismo precio, 300 $.

P. C. — Si ahora le hicieran el mismo encargo, ¿lo aceptaría?

M. D. — Si interviniera una cuestión de amistad y se me dejara hacer lo que quisiera, sí.

P. C. — ¿Qué haría?

M. D. — ¡Ah, no lo sé! No puedo hacer un cuadro, o un papel, o una escultura. No puedo en absoluto. Tendría que reflexionar dos o tres meses antes de hacer algo que tuviera significado. Eso no podría ser solamente una impresión, un placer. Debería tener una dirección, un sentido. Es la única cosa que me guiaría. Tendría que encontrar ese sentido antes de empezar. Por tanto, aceptaría con muchas reticencias.

P. C. — ¿Cree usted en Dios?

M. D. — No, en absoluto. ¡No diga eso! Para mí, la cuestión no existe. Es un invento del hombre. ¿Por qué hablar de tal utopía? Cuando el hombre inventa algo hay siempre alguien que está a favor y alguien en contra. El haber creado la idea de Dios es una loca imbecilidad. No quiero decir con ello que sea ateo, ni creyente, ni siquiera quiero hablar de eso. Yo no le hablo de la vida de las abejas en domingo, ¿no es cierto? Pues es lo mismo.

¿Conoce la historia de los lógicos de Viena?

P. C. — No.

M. D. — Los lógicos de Viena han elaborado un sistema según el cual, hasta donde yo lo he entendido, todo es tautología, o sea una repetición de las premisas. En las mates, eso va del teorema más simple al más complicado, pero todo está en el primer teorema. Así pues, la metafísica: tautología; la religión: tautología; todo es tautología salvo el café negro porque hay un control de los sentidos…

Los ojos ven el café negro, hay un control de los sentidos, es una verdad; pero todo lo demás, es siempre tautología.

P. C. — ¿Piensa usted en la muerte?

M. D. — Lo menos posible. Fisiológicamente se está obligado a pensar en ella de vez en cuando, a mi edad, cuando se tiene dolor de cabeza o se rompe uno la pierna. Entonces aparece la muerte. A pesar de uno mismo, resulta impresionante pensar que se desaparecerá completamente cuando se es ateo. No espero otra vida o la metempsicosis. Es muy molesto. Sería mejor creer en todas esas cosas, se moriría alegremente.

P. C. — En una entrevista usted dijo que, por lo general, las preguntas de los periodistas le fastidian y que hay una pregunta que nunca le han planteado y que le gustaría que le hicieran, es «¿Cómo está usted?».

M. D. — Estoy muy bien. No tengo en absoluto una mala salud. He sufrido una o dos operaciones, creo, operaciones normales, debidas a mi edad, como la próstata. He sufrido las molestias que asaltan a todas las personas que tienen 79 años: ¡atención!

Soy muy feliz.