Estas entrevistas con Marcel Duchamp se llevaron a cabo en su taller de Neuilly en el que reside, con su esposa, durante los seis meses que permanece en Francia cada año. Ésta es la primera vez que el más fascinante y desconcertante inventor del arte contemporáneo aceptaba explicarse a sí mismo y explicar sus actos, sus reacciones, sus sentimientos, sus opiniones, de forma tan profunda y extensa. Antes había concedido entrevistas a J. J. Sweeney en 1946 y 1956[1] y a Richard Hamilton, en 1961, en la B. B. C.
Hay pocos libros sobre Duchamp y, por lo general, estos libros dan de sus diversas obras —que él llama indiferentemente «cosas»— distintas interpretaciones. También son diferentes las actitudes que se le han atribuido, su comportamiento cuando decidió abandonar la pintura, y posteriormente, todo tipo de actividad plástica. Era necesario por tanto que Duchamp diera personalmente las razones de su forma de vivir. Y lo hace con esa serenidad que nunca le ha abandonado y que da a sus respuestas una indiscutible grandeza. En ellas se percibe al hombre no sólo despreocupado sino también «preservado». A través de sus actos de creador Marcel Duchamp no ha querido imponer un nuevo lenguaje revolucionario sino proponer una actitud del espíritu; por ello estas entrevistas constituyen una sorprendente lección de moral. Este hijo de notario normando, hermano de Jacques Villon, el pintor, y de Raymond Duchamp-Villon, el escultor, tan profundamente «francés», ha sido, efectivamente, uno de los espíritus más sorprendentes de este tiempo que, en arte, y durante este medio siglo, ha conocido a más artistas plásticos que moralistas. Después de dar a conocer la pintura viva a todo un continente, América, se dio a conocer a sí mismo, a su vez, la libertad. Todas sus realizaciones, siguiendo su cronología, describen la progresiva liberación de un hombre en relación a su familia, a su medio, a su época, a la realidad, al arte de su tiempo, a sus normas y a sus medios tradicionales. ¿Por qué? Duchamp responde humorísticamente: «Desde que los generales ya no mueren a caballo, los pintores no están obligados a morir en su caballete».
A partir del Nu descendant l’escalier cuya exposición en el Show de Nueva York, en 1913, tuvo un considerable éxito, Duchamp se aleja de los medios externos de la pintura para considerar únicamente su significado, al margen no sólo de su representación, de la que ya se había liberado, sino, primordialmente, de su contenido. Duchamp intentó acercarse a la realidad del objeto creado con su propia identidad plástica en su absoluto de lo objetivo y, al desear mostrar, por ejemplo, el paso de la virgen a la mujer casada, prescindió del movimiento y del símbolo, contentándose con «representar» la idea y la forma en el espacio mediante la geometría y las matemáticas, como si construyera una máquina capaz de llevar a cabo esa operación. Al llegar, a base de «reducciones», al punto en el cual la creación ya no podía ser considerada como un producto estético sino como una «cosa» totalmente liberada, Duchamp se encerró en una inacción casi total. Él es uno de esos escasos hombres a los que se puede oír decir, sin sorpresa o extrañeza: «No hago nada». Henri-Pierre Roché decía que «su mejor obra es la utilización de su tiempo». Y Marcel Duchamp replica: «Tal vez. Pero, a fin de cuentas, ¿qué significa eso, en el fondo, y qué es lo que quedará de ello?».
Toda su existencia ha estado jalonada por esos «por qué» y esos «cómo» siempre resueltos inteligentemente con un «tal vez» o un «para qué». «Tengo una vida absolutamente maravillosa». Marcel Duchamp ha convertido esa vida en un desafío reposado, sereno, despreocupado, frente a todo lo que limita, todo lo que encarcela, todo lo que pesa, frente a todo lo que IMPORTA. A partir de él se inicia la revisión absoluta, necesaria, no sólo del contenido y del significado del objeto, sino también del comportamiento del creador con respecto a ese objeto; esto es lo que han comprendido actualmente aquellos a los que se denomina neorrealistas o los objetivistas. El ready-made de Duchamp ha adquirido, después de haber sido considerado durante varios años como una simpática chifladura, un considerable alcance: la deliberada elección del artista modifica el primer destino del objeto, le asigna una vocación expresiva totalmente imprevista. Medio siglo después de la Roue de Bicyclette y la Fontaine-urinoir su gesto antiarte se impregna de un nuevo carácter positivo en el que aparece una distinta actitud del creador en el centro mismo del hecho en bruto que es la obra, imbuida a partir de ese momento de resplandecientes poderes. Si, tal como pretende Duchamp, la palabra «arte» proviene del sánscrito y significa «hacer», todo resulta claro a partir de ese momento.
Sus actos y sus lecciones han propuesto, y finalmente determinado, una higiene moral que ha tomado resueltamente a contrapelo el conocimiento cultural y plástico de cuatro siglos de humanismo. Han destruido la comodidad intelectual de una época en la que los museos siguen siendo considerados como centros de la cultura y los «maestros» como semidioses llamados Picasso, Matisse o Rouault. Marcel Duchamp se ha puesto de nuevo el sombrero de mago que el viejo M. Degas deploraba haber perdido: «Ahora mis secretos corren por las calles» decía este último tristemente. Gracias al hijo rebelde de un notario normando vemos esos secretos cogidos en la trampa de la inteligencia, la lucidez y el humor. Pero Duchamp se ha sentado encima del sombrero.
Marcel Duchamp habla con una voz reposada, tranquila, sin gritos; su memoria es prodigiosa, las palabras que utiliza no se deben a un automatismo o a un hábito, como sucede cuando se responde por enésima vez a la misma pregunta, sino que se deben a una elección; no debe olvidarse que ha escrito Conditions d’un langage: Recherche des Mots premiers. Una sola pregunta provocó en él una viva reacción: la penúltima, en la que le dije si creía en Dios. Como se verá utiliza frecuentemente la palabra «cosa» para nombrar sus propias creaciones y «hacer» para evocar sus actos creadores. Las expresiones «juego» y «es divertido», «Quise divertirme», aparecen a menudo; son los hitos irónicos de la demostración de su no-actividad.
Marcel Duchamp lleva siempre una camisa de color rosa con finas rayas verdes, fuma continuamente puros habanos (unos diez al día), sale poco, no ve a muchos amigos y no asiste ni a exposiciones ni museos. Los numerosos jóvenes que reconocen su influencia van poco a verle y él no se interesa mucho en su extraordinaria posteridad. «Soy un prototipo, dice. Cada generación tiene uno». A todo lo que ocurre a su alrededor le opone la inquebrantable serenidad de su despreocupación. Afirma: «No hay solución porque no hay problema». Iconoclasta, lo es primordialmente de sí mismo, jugador, va hasta el límite del azar. Cuando Le Gran Verre, que le había costado ocho años de trabajo, se rompió, no lo reparó en el sentido físico de la expresión; al contrario, admitió con una visible satisfacción esos signos del destino, que no poseía antes del accidente, y los incorporó a su obra.
Marcel Duchamp es uno de los hombres más célebres de América; desde 1913, cuando aparecieron por primera vez sus obras en el Armory Show, se admite que es el primer y más inventivo revelador de este tiempo, que está repleto de una especie humana a la que él se declara extraño: los artistas. Duchamp, investigador, es el Frenhofer del siglo XX, pero no se le han quemado sus obras, como le ocurrió al personaje de Balzac: las ha abandonado para que sigan viviendo por sí mismas su propia existencia mientras él seguía, impenetrable, su carrera de padre desnaturalizado con, tal como escribía hace ya cincuenta años Apollinaire, «una fuerza que resulta difícil imaginarse».
Aureolado a uno y otro lado del Atlántico por la totalmente nueva y deslumbrante gloria que le han dado sus hijos, nietos, sobrinos y primos, de Rauschenberg a Jim Dine, de Oldenburg a Rosenquist, Duchamp es considerado en Francia más bien como un mito. Yo le observaba atentamente en la inauguración del Cheval majeur de Duchamp-Villon, en casa de Louis Carré; su escasa estatura, su dulce palabra, su aspecto ligeramente ficticio, su forma de «deslizarse» entre los asistentes con una humildad molesta, confieren a su persona una especie de difuminación. Tiene más el aspecto de existir en otra parte que de estar allí donde se encuentra. A su modo desconfía del «mirador».
Mientras realizábamos estas entrevistas me dijo «Esto es algo que cae por su propio peso». Efectivamente, no hay nada que aparezca más como algo natural, transparente y claro como la vida, la obra y la persona de Marcel Duchamp.