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LAS OCHO. Quedaban todavía rastros de nieve en los techos de los coches. La muchedumbre del amanecer fluía de los vagones a las bocas del metro como trigo que brotara de un silo. La estación de Lyon despertaba. Chavane, acodado en el bar, bebía lentamente su café. Lucienne debía de dormir aún. Faltaban varias horas para que encontrara la carta. ¿Por qué esa crispación, entonces, como si fuera ya preciso hacerle frente? En vez de decirse: «Es una mañana como las otras. Además, yo me lo he buscado y, por otra parte, es algo muy banal».

—¡Al diablo! —murmuró Chavane.

Pagó, tomó su maletín y fue a buscar las llaves del vagón. Solía gustarle ese breve momento de ocio, a contrapelo de las oleadas de hombres y mujeres que llegaban de las afueras. Compraba su periódico, su paquete de Gauloises. Entre los empujones se sentía como en casa. Tenía consciencia de ser un personaje importante. ¿Por qué amargarse, esta mañana, el placer?

—Salud, Paul —dijo Theuliére entregándole las llaves—. ¿Has visto el termómetro…? ¡Cuatro bajo cero…! Por la noche estarás en Niza, chambón. De modo que te importa un bledo…

—Pero mañana por la noche estaré de vuelta —dijo Chavane, y pensó en la odiosa discusión que le aguardaba.

—Tráenos mimosa —bromeó Theuliére.

Chavane estuvo a punto de encogerse de hombros. Tenía ganas de gritarle a todo el mundo: «¡Dejadme en paz!». En el metro, dormitó hasta la estación Liberté, pasando perezosamente de una imagen a otra… El pequeño Michel, que sustituía al engripado Amblard… Enseñarle a servir extendiendo el brazo con más naturalidad… Un vagón-restaurante es, en primer lugar, un restaurante, no había que olvidarlo… El menú de hoy… Excelente… Quenelles de lucio a la aumônière… Osso bucco napolitano y spaghetti o entrecôte a la tirolesa y apio meunière… Nunca ha sabido preparar los spaghetti. Y no es tan difícil…, ¡alto!, ¡imagen indeseable…! Era una suerte tener un cocinero como Amédée. Los nuevos no tenían ya la habilidad, la mano, el gusto por el trabajo bien hecho. Necesitaban platos precocinados. Trampas por todas partes. Por lo que se refiere a Lucienne…

¡Basta! Lo había hecho mal. Aquella carta era una idea idiota. Iba a imaginar que había tenido miedo de una explicación franca. Sería una ventaja para ella… Adoptaría el papel de víctima… Claro que, en el fondo, ¿qué podía reprocharle…?

El túnel desfilaba rugiendo. En la pared, como si fuera una pantalla, volvía a leer su carta. Querida Lucienne… Primer error. No se dice «querida Lucienne» a una mujer a la que se quiere abandonar. Es un modo de reconocerse culpable… Te escribo sin animosidad, como si fueras mi amiga… Pero, precisamente, ni siquiera era una amiga. ¿Qué era en realidad? Una especie de vecina que compartía el mismo apartamento… amable, por otra parte. Servicial incluso. Exactamente como las pequeñas azafatas que nunca atravesaban el vagón sin una sonrisa y una palabra amable. Mientras que una mujer, una de verdad…

Chavane no sabía muy bien qué quería decir con eso. Pero a menudo, cuando servía, por ejemplo, a una pareja de recién casados que se dirigían a la Costa Azul, pensaba, mirando a la joven que lucía su felicidad como un árbol de Navidad luce sus estrellas: «¡Una mujer de verdad! ¡Es una mujer de verdad!». Otras veces, era una dama anciana, de cabellos algo malvas y fulgores en los dedos. De verdad, también. Juzgaba, con una ojeada, los atavíos, la distinción de los gestos. Nada más difícil que llevarse un tenedor a la boca sin un movimiento en falso, sin que la muñeca se desvíe, mientras el tren pasa bamboleante por encima de los cambios de aguja. ¡La elegancia, la clase! Todo lo que Lucienne no tenía. Claro que esa no era una razón para…

Liberté ya. Chavane, con su maletín en la mano, salió del metro. Un viento acerbo bajo un cielo encapotado dispersaba los malhumorados copos. Lucienne, tan friolenta, se quedaría en cama toda la mañana… Inútil resistirse. Pensaría sin cesar en ella. Mejor sería resignarse.

Llegó al inmenso cobertizo, el garaje como lo llamaban, donde estaba el Mistral, vacío, oscuro, con, de vez en cuando, un crudo reflejo de metal. Michel le esperaba al pie del vagón-restaurante.

—Buenos días, jefe. Qué frío hace esta mañana. ¡No habrá mucha gente!

Se estrecharon la mano. Chavane no estaba de humor para charlar. Abrió la puerta y, sin tantear, encontró el interruptor; el vagón se iluminó. Rutina. Los movimientos se encadenaban sin prisas pero sin indolencia. En el estrecho pasillo donde cada objeto ocupaba, ingeniosamente, un lugar bien medido, Chavane había extraído de su maletín la primera chaqueta blanca, la de la ida; frotaba con la manga, para mantener su brillo, las entorchadas charreteras, y las fijaba con cierres a presión, colocaba luego en colgadores su abrigo, su chaqueta y la segunda chaqueta blanca, la de la vuelta. El armario de la ropa, muy profundo, estaba calculado para contener quince colgadores, algo escaso en invierno, cuando los ocho empleados y el jefe de brigada debían colocar allí, además de sus chaquetas, abrigos y gabardinas.

Chavane se pasó el peine por los cabellos y se abotonó el uniforme. De todos lados, las paredes de aluminio le devolvían su imagen: pantalones azules de impecable raya, chaqueta cruzada, pajarita y, reforzando la línea de los hombros, la franja dorada, insignia de su grado.

Se escuchó en el andén un ruido de voces. Llegaban todos juntos, se estrechaban las manos, pateaban un poco antes de apagar sus cigarrillos y subían por fin, ágilmente, al vagón.

—Salud, jefe.

La ante-cocina se llenaba de empujones.

—¡Vamos! ¡Despejen! —gritó Amédée.

Se equipaba con rapidez, gorro blanco, amplio delantal, servilleta colgada de la cintura. A las nueve comenzaban los «preparativos». Los empleados colocaban los cubiertos, primero en el comedor principal y, luego, en los dos vagones panorámicos que enmarcaban el vagón-restaurante y llevaban los números 14 y 10. Las puertas de comunicación permanecían abiertas. Chavane vigilaba con una ojeada las tres estancias alineadas. Pues se trataba realmente de estancias señorialmente decoradas; grabados en las paredes, colores sobrios, ambiente lujoso. Distribuyó los menús, se aseguró de que Teissére colocaba un panecillo en cada plato.

Valentin trajo las botellas. La Compañía ofrecía a los viajeros, entre otros vinos, un excelente burdeos que, a menudo, los revisores venían a probar cuando terminaba el viaje. Chavane se sentía patrón de un restaurante de cuatro estrellas. Se habría enorgullecido haciéndole los honores a Lucienne. Pero no. No había venido nunca. Nada le llamaba la atención. No le gustaba viajar. «¡Siempre con tus historias de trenes!», decía cuando le hablaba de los pequeños incidentes de su último ida-y-vuelta. Entonces callaba. Y como casi nunca se movía de casa, donde permanecía días enteros en bata, llenando de colillas los ceniceros, pasando de una revista a una novela mientras el tocadiscos funcionaba sin descanso, nunca tenía nada que contar. Se veían obligados a hablar del invierno, de la carestía de la vida o a comentar los sucesos, como si fueran desconocidos en una sala de espera, esforzándose por matar el tiempo. Y hacía años que duraba. A decir verdad, había sido así desde el comienzo de su matrimonio. Era su matrimonio lo que había fracasado. ¡Si no hubiera insistido tanto el tío Ludovic! «Ya veréis, seréis felices los dos… Lucienne será una mujercita estupenda… Sabe llevar una casa. Y, además, tiene buen carácter. Aceptará que estés siempre fuera… Cuatro días por semana es bastante y conozco a más de una que se negaría».

—Jefe, Amédée le llama.

Chavane se dirigió a la cocina donde Amédée discutía con el conductor de la camioneta de reparto. Las quenelles se alineaban en un contenedor metálico.

—¡Mire lo que me traen! —gritó Amédée—. ¡Fíjese! He puesto una en un plato para que la pruebe…

—¡Carajo! —protestó el chófer—. Sin la salsa no saben a nada.

—No se trata de eso —interrumpió Amédée—. Anunciamos «quenelles de lucio». Pues bueno, jefe, pruébela… Si aquí hay lucio, que me ahorquen.

Chavane masticó lentamente un bocado de quenelle.

—Se nota que es pescado —dijo—. Tal vez no lucio; pero, honestamente, no está del todo mal.

—¡Ah! Lo ve usted —dijo el repartidor—. Se pasa el tiempo rezongando…

—Bueno, bueno —masculló Amédée—. A mí me da igual. Pero si fuera un cliente… ¿Y los helados?

—Aquí están.

El repartidor fue a buscarlos y le pasó al cocinero cuatro grandes cajas de cartón.

—No hay miedo de que se fundan —dijo riendo—. Buen viaje, muchachos.

Chavane cruzó el comedor atento al menor detalle. Tendría que haber flores en las mesas pero, a sesenta y ocho francos la comida, las cuentas no salían ya. Era el fin de los vagones-restaurante. Cinco o seis años más y habría llegado el tiempo de las bandejas con un muslo de pollo parecido al cartón, pan duro, una pastilla de mantequilla como si fuera jabón y una botellita de tintorro con sabor a cantina. No era solo el oficio lo que desaparecía, era la vida. Cuando le dieran la sentencia de divorcio…

Chavane se detuvo con las manos a la espalda y la cabeza baja. ¡El divorcio…! Sí, no podía tardar. Después… Si había un después… ¿Pero qué me pasa?, pensó. Es ese tiempo que me pone triste. Lucienne tiene veintiocho años y yo treinta y ocho. De modo que nada es definitivo. Tenemos tiempo de volver a empezar, cada uno por nuestro lado. Ahora es posible divorciarse amigablemente. Nos equivocamos, eso es todo. ¿Por qué va a empeñarse pues? Le pasaré una buena pensión. Y nada me impedirá volver a casarme. ¡Tengo derecho a casarme con una mujer de verdad!

—¡Jefe! Ya está todo.

¿Cómo? ¿Las once ya? Los empleados se colocaban alrededor de las dos mesas más cercanas a la cocina. Comían siempre con mucha rapidez pues el menú del personal era mucho más sencillo que el de los clientes. Embutidos y, la mayoría de las veces, un bistec con patatas fritas. Queso y una taza de café. El más joven servía.

—Parece usted cansado, jefe —dijo Teissére—. ¿Se encuentra mal?

—He debido de coger frío —respondió Chavane con aire molesto.

Sabían que era taciturno. Teissére no insistió. Valentin hablaba de la huelga que estaba preparándose. La conversación se hizo cada vez más ruidosa. De vez en cuando, Chavane asentía para demostrar que estaba escuchando y que las reivindicaciones de los sindicatos le parecían legítimas, pero su espíritu estaba en otra parte. Había colocado la carta en el grueso libro que ella estaba leyendo. Le gustaban las novelas largas, de esas que no terminan nunca. Desde hacía algunos días estaba zambullida en Lo que el viento se llevó. Él había quitado el punto que señalaba la página y lo había sustituido por la carta. Había cerrado el sobre en el que había escrito: Señora Lucienne Chavane, para dar a la carta un inquietante carácter de gravedad. ¿Cuándo abriría el libro? Por lo general, una vez había terminado con la vajilla, leía algunas páginas mientras bebía su café a pequeños tragos y escuchaba las informaciones de la una. ¿Pero y cuando estaba sola? Ella afirmaba que su modo de vida no cambiaba en absoluto, pero él estaba casi seguro de que no se tomaba el trabajo de preparar una comida de verdad. Debía de echarse entre pecho y espalda cosas rápidas de preparar, para desembarazarse de lo que, a veces, llamaba con asco «la condena de la manduca». ¿Pero acaso, para ella, no era todo una condena? Los trabajos domésticos evidentemente, las labores de costura, las compras, el amor… Este era, incluso, su tema de más acerba discordia. Él había enumerado todas sus quejas. Había necesitado tiempo, varias semanas de desolada reflexión. Había tomado notas en viejas facturas de la Compañía para estar seguro de no olvidar nada. Y, luego —había sido ayer, mientras ella escuchaba el último disco de Enrico Mathias—, había dado por fin el paso y escrito de un tirón, con pulso febril, la dulce y terrible carta.

Querida Lucienne… Cuando leyera esa carta se vería obligada a admitir que solo habían sido unos asociados. Además, le ponía los puntos sobre las íes. Le decía, especialmente: Llegará el momento en que la indiferencia se convierta en odio… Sí. No había retrocedido ante la palabra. Porque comenzaba a conocer el odio. Cuando Lucienne pasaba una hora arreglándose las uñas… Cuando ocupaba eternamente el cuarto de baño… O cuando alegaba jaquecas para quedarse perezosamente en la cama… O cuando exigía dinero, pues andaba continuamente escasa… Y siempre con aquel aire de estar muy lejos, al otro lado de una pared de cristal y de silencio…

Chavane miró la hora. Mediodía. Ahora estaría levantándose. Demasiado pronto, todavía, para lo de la carta. Michel servía. Una ligera sacudida avisó a Chavane de que la locomotora de maniobras venía a tomar el tren para llevarlo a la estación de Lyon. El convoy se deslizó sin ruido y una luz gris de niebla y lluvia se pegó a los cristales. Era el momento que Chavane prefería… el chirrido de los bojes en los cambios de aguja… El monótono y siempre nuevo desfile de las fábricas, los edificios de apartamentos económicos, de las negras calles, la red de raíles que se enlazaban y desenlazaban como animados por una peligrosa vida. ¡Partir! ¡Ser el único dueño a bordo durante unas horas, como un marino alejado de su familia, de la casa, de la tierra, de todo lo que se os pega a los pies y os esclaviza!

Chavane se sintió mejor. Audureau, el ayudante de Amédée, preparaba la cesta de los aperitivos. Colocaba minúsculas botellas poniendo muy a la vista las etiquetas, pero cada vez le gustaba a menos gente. Antaño, los clientes venían al vagón-restaurante para pasar un momento agradable, charlar entre sí, hablar de negocios, relajarse mientras comían de un modo agradable. Ahora venían a comer, siempre con prisas y deplorando, a veces, la lentitud del servicio que, sin embargo, era bastante rápido. Estaban dispuestos a contentarse con algo a la plancha, como en el Corail. Era la generación de los tentempié que asomaba la nariz.

El tren se abría paso rechinando. Pronto estuvo en la vía 1 y avanzó con lentitud hasta los topes. Eran las doce y veinte. El inmenso vestíbulo de la estación zumbaba con su habitual rumor, dominado por el sonido de los altavoces que anunciaban la salida del París-Milán y del Chambéry.

—Lleva cinco minutos de retraso —advirtió Chavane.

Se sabía de memoria los horarios. Las azafatas fueron las primeras en llegar, bien vestidas, pimpantes, risueñas. Bajó al andén y les estrechó la mano.

—Hoy, tal vez venga a tomar un grog —le dijo Marion, la azafata que se encargaba de los niños—. He conseguido pillar un resfriado.

Comenzaban a llegar los viajeros. Por lo general las damas ancianas eran las primeras. Iban a la cabeza del tren. Con destino a Cannes y Niza probablemente. Raras veces se las veía en el restaurante porque temían atravesar los vagones. Mordisquearían pastas y alguna tableta de chocolate. Hacia la una llegaban los hombres que llevaban cartera de mano, negociantes que volvían a Lyon o Marsella. Varios de ellos eran clientes habituales, pero del tipo distraído que estudiaba, entre plato y plato, las estadísticas y los pedidos. Chavane prefería a los comerciantes, que se sentaban de cuatro, en cuatro, sabían elegir un buen vino y, después del café, pedían licores. Le hablaban con familiaridad, dejando abundantes propinas; algunos tenían un acento del Midi que le caldeaba a uno el corazón. Justo antes de la partida llegaba, con frecuencia, alguna artista de botas blancas, gafas negras, con un hirsuto chucho entre los brazos, precediendo a un mozo cargado de maletas.

Chavane no tenía ya tiempo de pensar en Lucienne. Los altavoces anunciaban la salida, recomendaban prestar atención a las puertas que iban a cerrarse automáticamente. Sin sacudidas, el Mistral se ponía en marcha. Los edificios de la estación iban retrocediendo poco a poco e, inmediatamente, llegaron los arrabales, las hileras de coches detenidos ante los semáforos. Una música ambiental, medio ahogada por el martilleo de las ruedas en las complicadas vías entrecortadas por los cambios de aguja, precedió al anuncio de Martine deseando buen viaje a los usuarios e invitándoles a dirigirse al vagón restaurante, «situado en mitad del tren».

Martine hablaba desde la pequeña tienda del vagón-bar y su voz, que parecía salir del techo de los coches, era reconocible entre todas las demás porque Martine farfullaba siempre de un modo horrible cuando repetía en inglés su pequeño discurso de bienvenida. Con su billete de reserva en la mano, los retrasados acababan de colocarse, conducidos por Langlois en el coche 10 y por Mercier en el coche 14. En el vagón-restaurante las mesas eran de libre elección.

El tren dejaba atrás Villeneuve-Saint-Georges, iba tomando, poco a poco, su gran velocidad de rápido. Chavane tomaba nota de los pedidos; aprobaba, haciendo una señal con la cabeza, la elección del vino. Tenía los seguros pies de un gaviero y nunca podrían sorprenderle las bruscas sacudidas del suelo. Se movía sin vacilaciones, sin pasos en falso. No se habría perdonado apoyarse en un respaldo. Michel le seguía presentando, rápidamente, su cesta de aperitivos, como si fuera la bandeja de una colecta de iglesia. Como cada servicio duraba apenas una hora y media, no podían perder un minuto y, sin embargo, debían dar al cliente la impresión de que disponía de todo el tiempo del mundo.

De la cocina salían, uno tras otro, Teissére y Langlois, llevando con facilidad las quenelles en una larga fuente cubierta de salsa. Con ellos no había nada que temer. Sabían equilibrar su carga en el antebrazo y, con el inimitable gesto de los buenos camareros, tomando cada quenelle entre el tenedor y la cuchara manejados con una sola mano, depositar el frágil rollo de pasta en el plato de los comensales y seguir caminando por el pasillo con una rapidez atemperada por la facilidad.

Chavane se sentía contento de su equipo. Solo el pequeño Michel no podía evitar bambolearse. «Da grandes pasos, le aconsejaba con impaciencia Chavane; no es tan difícil. Y, además, no mires al exterior. ¡El paisaje es para los clientes!». Él mismo no era ya consciente, desde hacía mucho tiempo, del espectáculo que se ofrecía a los viajeros. Percibía, con el rabillo del ojo, una especie de móvil tapiz que teñía de distintos colores las ventanas. Pasaban sombras, luces, fugitivas formas. Ya solo conocía la línea por los ruidos, las bofetadas de los puentes, los aullidos de las zanjas, los cañonazos de los convoyes que se cruzaban a toda velocidad.

Tenía también otros puntos de orientación. Sabía que, después de las quenelles, el Mistral dejaría atrás Plessis-le-Roy. El osso bucco o el entrecôte llevarían luego hasta Sens. El helado sería consumido entre Laroche y Saint-Florentin. Después del café y los licores, serían las dos cincuenta. El tiempo de presentar las cuentas, recaudar el dinero y comenzaría el segundo servicio. Pero, por el momento, era preciso luchar sin demostrarlo con los spaghetti, tomar para cada cliente una porción razonable, con un solo movimiento de muñeca, sin permitir que colgaran filamentos como cabellos despeinados. Aquí pedían pan, allá un jarro de agua. Lucienne era ya solo un recuerdo, una sombra percibida en una vida anterior. La carta había perdido toda su importancia.

Después del entrecôte, Chavane tuvo un momento de respiro. El plato fuerte aseguraba un cuarto de hora de tranquilidad. Dio una vuelta por la cocina, donde Amédée se atareaba mascullando; todo iba bien. El tren corría por entre el grisáceo ambiente. Pese al mal tiempo iban a la hora. Chavane detestaba los retrasos. Siempre esa manía del orden que Lucienne le reprochaba tan a menudo. Y, de pronto, se le ocurrió una idea absurda. ¿Acaso Lucienne no podía, también, hacer una lista con sus reproches? Si aceptaba el divorcio, no dejaría de hacerlo. ¿Pero qué reproches? Jamás la había engañado. Tal vez tenía un carácter bastante sombrío, sí. Quizás hubiera debido ofrecerle más ocasiones de distraerse. Pero llevaba una vida muy fatigosa. Dos días de viaje; dos días de descanso. Un nuevo ida-y-vuelta y otros dos días de bien merecido reposo. Y solo una semanita de vacaciones cada doce viajes. Hubiera debido comprender que necesitaba permanecer un poco en casa. ¿Y qué más podía reprocharle? Aseguraba que no le daba bastante dinero. Pero ella era incapaz de administrar un presupuesto. Solo habían pagado la mitad del coche. Tenían que empapelar de nuevo el comedor. Le iba a costar mucho probar que también él la había ofendido. Y ahora los quesos. Los revisores atravesaron el restaurante.

—¿Cómo estás, Paul?

—Bien.

En efecto, era un viaje sin historia, aunque fuera el primer viaje de un hombre que acababa de romper con su pasado.

A las diecisiete y siete, el Mistral se detenía en Lyon, en el primer andén, durante tres minutos. Mercier y Valgrain bajaron. No iban más lejos pues, después de Lyon, el servicio era mucho menor, algunas tazas de té, algunas colaciones… Manon fue a tomar su grog.

—¡Han visto! El tiempo mejora. Estoy segura de que pasado Valence va a despejar.

En efecto, la niebla comenzaba a disiparse. El tren cruzó el Ródano dejando a su derecha los hachones de Feysin que parecían arder detrás de las muselinas. Los camareros colocaban los cubiertos para la primera cena.

—¿Cuántos serán? —preguntó Amédée.

—No más de treinta —dijo Chavane—. Y todavía menos después de Marsella.

Fue a echar una ojeada a los panorámicos. Casi nadie. La noche se inscribía en los cristales con trazos de fuego o puntillados de lejanas luces. De vez en cuando brillaba el Ródano y, pronto, la luna, como una rueda encantada, acompañó al tren por encima de las Cévennes. «Despierta, amigo, pensó Chavane. ¡No es momento de soñar!». Pero Lucienne merodeaba todavía por su espíritu. Era evidente que, ahora, habría encontrado ya la carta. ¿Pena? Probablemente no. ¿Sorpresa? Sin duda. E, indudablemente, cólera. Seguro que habría avisado a Ludovic. También de ese lado lloverían los reproches. «¡Os comportáis como chiquillos!… Es solo un mal momento que pasará. Todo el mundo lo ha vivido tras seis años de matrimonio. ¡Vamos! Tú, Paul, debieras ser el más razonable».

¡El tierno diluvio de los nauseabundos consejos! ¿Pero qué sabría de matrimonios el solterón del tío Ludovic…? Por fortuna el Mistral se alejaba, cada vez más, de París. Era una liberación dejar atrás Valence, Aviñón, Marsella, donde se quedaban los vagones de cola. Después de Toulon, a las veinte cuarenta y nueve, podrían permitirse holgazanear un poco. El restaurante se vaciaba. Ya no había que darse prisa en servir. Chavane comenzaba sus cuentas, las facturas a un lado, la recaudación al otro. Ponía mucha atención pues le descontaban el menor error. Pero estaba acostumbrado y pocas veces se equivocaba.

Después de Saint-Rapháel, fumaba el primer cigarrillo. El Mistral iba más despacio; la estación término estaba cerca. En Cannes el tren quedaba casi vacío. Chavane se quitaba la chaqueta blanca y la colgaba del armario. Casi no se había ensuciado pero, de todos modos, habría que lavarla. Y si Lucienne se negaba a hacerlo, la daría a la lavandería del barrio.

¡Niza por fin! Chavane solo tenía, ya, que acudir a las oficinas de la estación. Sacó de su maletín el dinero y el manojo de facturas. Intercambió algunas banalidades con Mattei.

Aquella noche, cuando acudió al local donde iba a dormir, justo frente a la estación, las estrellas brillaban con tanta fuerza que el cielo parecía un campo de azulejos.

—Soy libre —dijo Chavane en voz alta.