PRIMER TIEMPO

En el momento en que da comienzo la acción del PRIMER TIEMPO —­que así como el resto de la obra se desarrolla en nuestros días y en una capital de España—, va subiendo la luz del farol, intensificándose la iluminación de la escena, al propio tiempo que se hace oscuro en la sala, al alcanzar este juego de luces el punto deseado, aparece Gumersindo por una de las puertas laterales de la platea o por cualquiera de las que utilice el público para entrar en la sala. Su expresión es la de un alucinado. En su cara se reflejan el miedo, la angustia y la desesperación. La ropa, muy usada; el cabello despeinado y su rostro sin afeitar; su desaliño, su forma de andar vacilante y especialmente su mirada, denotan tragedia y derrota.

Atraviesa la platea dirigiéndose al proscenio. Mira a los espectadores entre asustado y amenazador; saluda a alguno y se detiene ante la escalerilla, observando tristemente la escena, dando la sensación de que no ve más que la fachada de la casa. Mira después a derecha e izquierda de la calle. Sube y va hacia la puerta. Duda un instante y toca el timbre. Pausa. Otra llamada. Nadie contesta. Busca y rebusca en sus bolsillos sin encontrar lo que desea. Con aparente resignación se sienta en el banquillo situado más en el centro y comienza a silbar, con calma, un Nocturno, de Chopin, mientras dirige su mirada a la sala, analizando a los espectadores.

Un foco de luz acompaña siempre a GUMERSINDO durante la duración de la obra, como si tal luminosidad formara parte de su propio ser. Ya se halle en la platea o en la escena, lleva siempre consigo ese halo de luz, que será independiente de la iluminación que se dé al ambiente escénico. GUMERSINDO está, como hemos dicho, silbando un Nocturno, de Chopin, y analiza obsesionado a la concurrencia, con expresión indefinible.

GUMERSINDO

¡Chopin…!

¡Parece que fue ayer! ¡Y hace ya siete años!

Yo estaba aquí; Dulce, Lolita, Ricardín, doña Gervasia, don Hermengardo, Eurídice… No. Eurídice, no. Federico.

La Agrupación Femenina… Las reuniones… Los valses de Chopin… Las momias… Las botas…, botas…, botas…

(Declamando.)

«Ruega por nosotros, los pobres, que vamos en débiles arcas, en busca del pan y por los amores que en tierra dejamos, Señora del Mar».

(En tono muy bajo ríe, reprobando con la cabeza.)

¡Oh, las declamaciones!

(El índice de la mano derecha gira como acompañando a la bolita de una ruleta y su cabeza sigue la supuesta rotación.)

¡26… Negro!

¡32… Encarnado!

¡29… Negro!

¡36…Encamado!

Y la bolita de la ruleta girando, girando, girando, girando, girando…

Y Eurídice comprando fichas, jugando y perdiendo… Comprando, jugando y perdiendo… Comprando, jugando y perdiendo…

(Otra vez en tono declamatorio.)

Y «Ruega por las pobres mujeres que esperan, Señora del Mar…»

¡Y los valses Chopin!

(Canturrea con fastidio un vals de Chopin, mientras sus manos masacran rabiosamente invisibles teclas.)

¡Y el piano de la niña!

(Solfea, desesperándose.)

Do - re - mi - fa- sol - fa - mi - re - do - re - mi - fa - sol - fa - mi - re - does - ta - chi - ca - la ma - ta - ré - yoes - ta - chi - ca - la - ma - ta - ré - yo…

(Repentinamente aterrorizado.)

¡Y de repente, la momia de Ramsés II! ¡Descubierta la tumba de Tutankhamen!

(Irónico.)

Sartre y el existencialismo.

(Adoptando un tono de conferencia.)

¡Señores míos! Yo quisiera explicar el existencialismo. Empezando por el principio, debo decir que el existencialismo es… Esto es… No. No es nada de esto.

(Como asustado por visiones espantosas.)

Faraones en procesión…

Jeroglíficos…

Sarcófagos…

Metempsicosis…

Osiris…

Ramsés y Cleopatra…

(Jocosamente.)

Y entonces el faraón gritó: ¡29… Negro!

(Como un «croupier».)

¡Hagan juego, señores! ¡Hagan juego!

¡36… Encarnado!

(Con otro tono.)

Herodoto…

Egipto…

«El Egipto es una dádiva del Nilo».

Nilo Blanco, Nilo Rojo, Nilo Azul.

Nilo de todos los colores…

Colores…

¡Goya!

¡Azul de Goya!

(Con naturalidad.)

Con permiso.

(Levántase y pulsa el timbre.)

Nadie.

(Irritándose.)

Nadie atiende al teléfono.

Nadie responde a este maldito timbre.

(Golpeando la puerta.)

¡Dulce…! ¡Dulce…! ¡Soy yo, Dulce…! Soy Gumersindo…

(Suplicante.)

¡Gumersindo!

(Estallando.)

Ya ven que no hay nadie en casa. Esto era, desde luego, una de las cosas que más me indignaban. Dulce no paraba en casa.

Telefoneaba yo desde cualquier parte.

¡Trrrriiiiiiiiiing!

¡Trrrriiiiiiiiiing!

Nada.

(A un espectador.)

El señor creerá, naturalmente, que yo no quería a Dulce.

La quería.

Pero compréndame bien. Compréndame, ¡por el amor de Dios!

Y una sonrisa y una momia…

Y la señora del Mar…

Y el do - re - mi - fa - sol de la chiquilla.

Y la patineta del chico…

¡Fuiiiiiiiiii! ¡Fuiiiiiiiiii!

Y mi suegra, doña Gervasia, hablando, hablando, hablando, patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá…

(Como en la ruleta.)

¡33… Negro!

¡Hagan juego, señores!

«¿Habla usted francés? Vámonos a Montecarlo».

¡Hagan juego, señores!

¡Hagan juego!

Faites vos jeux! Rien de plus!

(Rechazando una imaginaria ficha, reitera.)

«Rien neva plus! ¡No va más!».

(A un espectador.)

El señor, que no me conoce, va a decir, lógicamente, que estoy loco.

(Entregándole una tarjeta de visita.)

Gumersindo Tavares, servidor de usted.

(Con naturalidad.)

Al principio yo quería a Dulce, inmensamente. ¡Hasta hice un seguro de vida!

(Busca, afligido en sus bolsillos. Extrae un papel.)

Aquí está.

(Mostrándolo a varios espectadores.)

Un seguro de medio millón… Medio millón de pesetas… Quinientas mil.

(Bajando a la platea, entrega el papel a uno de ellos y prosigue su discurso en tanto que regresa, lentamente, a la escalera.)

Quinientas mil pesetas.

Pero las momias eran el diablo. Era como si el individuo aquel viviera dentro de la pirámide de Micerinos.

Y la esfinge silenciosa…

«¡Cuarenta siglos os contemplan!»

De un lado la esfinge silenciosa e indescifrable. Del otro, doña Gervasia hablando, hablando, hablando, patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá.

(Tétrico.)

Y del fondo de la negra noche, en medio de mis pesadillas, surgían voces sombrías y misteriosas, tristes y profundas, con aquel interminable «Ruega por los rudos y blancos abuelos, ruega por nosotros, Reina de los Cielos, Señora del Mar».

(Quejumbroso.)

Yo amaba a Dulce.

(Tierno.)

Yo amaba a Dulce.

Aquí está, señores.

(Saca una fotografía del bolsillo y la enseña al público.)

Sí, aquí está.

(Sacando otras fotos que entrega a los espectadores.)

En nuestra luna de miel. ¡Ya ven qué ternura y cuánto amor! ¡Quién hubiera dicho que hoy…!

Pero si la cosa empezó de la manera más sencilla. Dulce no paraba nunca en casa. Un día se iba a visitar las exposiciones de pintura. Otro día…

(Recordando algo aterrador.)

¡Picasso y Dalí!

Y surgían de en medio del do - re - mi - fa - sol,

de la Señora del Mar,

de las momias,

de los faraones,

de las botas…, botas…, botas…

(Como ante visiones dantescas.)

Los pies de Picasso…

las manos de Picasso…

las caras de Picasso…

(Contempla horrorizado sus propias manos.)

¿Dónde están mis manos?

(Desesperado.)

¿Dónde están mis manos?

Estas no son mis manos…

¡Son manos de Picasso!

(Continuando bajo sus espantosas visiones.)

Y eran pies descalzos, pies humildes,

pies cansados, pies macerados,

sufridos,

torturados,

triturados.

Eran pies sin botas…, botas…, botas…

(Acelerando el ritmo.)

¡Y eran manos, y pies, y vientres y espantajos! Espantajos de faraones, declamando, pies de Ramsés y vientre de Cleopatra.

Y la cobra iba subiendo, subiendo, subiendo, para dentellearle el seno.

(Tierno y soñador.)

¡Y el rostro de Eurídice! ¡De mi Eurídice!

(Casi en éxtasis.)

¡De mi Eurídice!

(Describe suave, amorosamente.)

Y las manos de Eurídice se me acercaban serpenteantes,

suaves,

tiernas,

acariciadoras;

manos plácidas,

serenas.

Y yo las cubría de anillos y de pulseras.

Aquellas manos poseían el misterioso secreto de la expresividad.

Manos evadidas de la estatua de Venus.

Manos admirables.

En las palmas de aquellas manos cabían los más bellos sueños, los ideales más elevados.

En aquellas manos estaba el sortilegio seductor de un acorde aún no emitido.

Manos pidiendo harpas, manos pidiendo alas, manos clamando preces, bridando ternura, ofreciendo caricias, prodigando amor.

Manos…

¡Las manos de Eurídice!

Manos elevando oraciones…

(Con naturalidad.)

Eurídice es existencialista.

Eurídice no sabe, ni tampoco lo sabe ninguno de nosotros, lo que es el existencialismo.

(A un espectador.)

¿Lo sabe usted, señor?

Yo tampoco.

Suponen muchos que el existencialismo…

No.

(Pasa de uno a otro asunto con absoluta naturalidad.)

Cuando me casé con Dulce, era una muchacha sencilla y sin cultura.

Creía que Beethoven era jugador de fútbol, como Di Stéfano.

Pero meses después se embruteció.

Envuelta en la red del snobismo y del cretinismo atómicos,

ella, que mal conocía la diferencia entre un do y un sol,

ella, que no sabía distinguir una sanguina de un cuadro al óleo,

ella, que a duras penas sabía firmar su nombre,

empezó a dar opiniones sobre música y arte moderno.

Y porque Gutiérrez Solana esto.

Y porque Portinari aquello.

Y porque Prokofieff hace y deshace.

Y porque Stravinsky, y Joaquín Rodrigo, y Bela Bartok y Sorozábal…

Y Dulce se ingresó en el Instituto de Cultura Artística y se abonó a todos los conciertos de la Orquesta de Cámara.

¡Y yo estaba temiendo ya que un día fuese Dulce a enseñar al maestro Stokowsky a dirigir Beethoven!

¡Y Dulce opinaba!

Y porque el fagot esto, y porque el oboe está medio tono bajo, y porque el corno inglés desafinó…

(Furioso.)

Y yo les juro, señores, que Dulce no sabía siquiera distinguir un fagot de un oboe, ni mucho menos conocía un corno inglés.

¡Y ésta no fue la única transformación de Dulce!

Y porque el genio de Vila Lobos…

Y porque Brailowsky interpreta Chopin mejor que Firkusny.

Y porque Rubinstein es mejor que Iturbi.

¡Y como si esto no fuera suficiente aún se puso a estudiar piano!

Pictóricamente, Dulce discutía a Quinquela, a Portinari, a Picasso, Van Goth, Matisse, Corot, Ribera, Velázquez… Y porque Goya esto y porque Murillo lo otro…

Y porque el azul de Goya,

y el amarillento de Doménico Theotocopoulos,

y el remolacha de Salvador Dalí…

Un día encontré a Dulce explicándole la pintura de Salvador Dalí a Salvador Dalí.

(Imitándola.)

—No, señor Dalí. No es desde esta distancia desde donde deben verse sus cuadros. Los cuadros de Dalí deben mirarse a dos metros y medio de distancia.

(Natural.)

Expresaba sus opiniones técnicas. Y porque Shostakovich es un cretino.

Y porque Miaskowsky es formidable.

Y porque Prokofieff, en «Pedro y el lobo», anduvo queriendo… no sé qué.

Y porque Iturbi de lo que entiende es de hacerle la competencia, en Hollywood, a Marlon Brando, pero de música, ¡ni una palabra!

(Furioso.)

¡Un infierno!

¡La locura!

Y Dulce sonriendo, siempre alegre, inquieta, radiante, bulliciosa…

Conmigo era un infierno. Ni una palabra. Ni un comentario.

Tan sólo me hablaba para llamarme de loco para arriba.

Ignoro si alguno de ustedes ha conocido al doctor Hermengardo Santos, mi suegro.

Egiptólogo.

Y filatélico.

Cualquiera hubiese abandonado aquella casa porque era insoportable.

(A un espectador.)

Usted, claro, supone que yo no quería a Dulce.

La quería.

(Justificándose.)

Pero por mucho amor que se sienta, por mucho que se ame, llega un día en que uno revienta.

¿Revienta o no revienta?

¡Revienta!

(Irritándose cada vez más.)

¿Imagina usted lo que es tener en su propia casa un auténtico centro musical, literario y deportivo? Dulce era la presidenta.

¿Es suficiente para terminar con Gumersindo Tavares o no es suficiente?

¡Y las pianistas con sus valsecitos de Chopin!

¡Y las declamadoras!

(Declama remedándolas.)

«Ruega por los niños que están en la cuna, ruega por los hijos que un día vendrán e irán a tus olas a buscar fortuna, Señora del Mar».

(Saca una fotografía del bolsillo y contemplándola, dice con ternura.)

Este es el retrato de Eurídice.

En la vida de todo hombre debiera existir una Eurídice.

(Lee la dedicatoria.)

«A mi Sindito de mi corazón, con el amor sincero de su Eurídice».

(Confiesa, un poco avergonzado.)

Mi nombre es Gumersindo, pero para Eurídice siempre fui Sindito.

(En creciente desesperación.)

En mi casa yo ni podía abrir la boca.

Cómo poder abrirla si Dulce hablaba,

si hablaba doña Gervasia,

si don Hermengardo hablaba;

si todo el mundo hablaba, gritaba, tocaba, declamaba, bramaba, rebuznaba, gemía, berreaba, rugía.

¡Un infierno!

(Muy lentamente; con dulzura, tierno y amoroso.)

Con Eurídice era distinto.

Teníamos un nidito para los dos.

Eurídice era la dulzura, la ternura, la poesía encamadas en un cuerpo de mujer; la paz y el amor soñados por mí.

Un día, Eurídice surgió en mi vida.

Creo que todos se harán cargo, ¿verdad?

¿Lo comprende usted?

Y la señora, ¿lo comprende?

(Recomienza a irritarse.)

A un lado Dulce, presidenta de club, despótica, verborreica, inhumana, cataclísmica.

De ese mismo lado un egiptólogo, coleccionista de momias y de sellos, con sus embalsamados, sus álbumes, sus lupas y sus catálogos.

De ese lado mismo, doña Gervasia, mi suegra, hablando, hablando, hablando, patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá…

(Amoroso.)

En el otro lado…, ¡Eurídice!

Bella como un poema.

¡Los ojos de Eurídice!

¡La boca de Eurídice!

¡La pureza de Eurídice!

¡Inefable criatura!

¡Sería insuficiente toda descripción!

(Entrega el retrato a un espectador y dice con la mayor naturalidad.)

Vean su retrato y no hay más que decir.

Sobre todo las manos.

(Describiendo apasionadamente.)

Las manos de Eurídice expresaban todas las emociones.

Reían a veces.

Se enfurecían.

Lloraban.

Se unían suplicantes.

Se proyectaban desesperadamente.

(Tranquilo, de súbito.)

Todavía hay cierta confusión en mi espíritu. Temo no haber acertado a explicarme.

Pero compréndanme ustedes.

Yo soy un hombre corriente, sencillo; de ideas simples, de ideales corrientes: todo corriente. Como todos, deseo una vida de comprensión, de solidaridad, de compañerismo.

Nada más.

No hallé nada de esto.

Regresaba de mi trabajo y no encontraba la paz. Regresaba de mi trabajo cauteloso, prudente, silencioso. Entraba en casa.

Al abrir la puerta la primera persona que me tropezaba era don Hermengardo; un individuo que a cualquiera le hace sentirse momificado.

Momifica la alegría, la esperanza, el alma.

«Lasciate ogni speranza, voi qu’entrate».

Sí.

Como en el «Infierno», de Dante Alighieri, toda esperanza se quedaba a la puerta.

(Desesperándose.)

Inmediatamente aparecía la apocalíptica silueta de doña Gervasia.

Don Hermengardo me momificaba.

Doña Gervasia me arrasaba, me devastaba, me aniquilaba.

Y luego surgía Dulce.

(Imitándola.)

«Aféitate. Y no me avergüences. Y vístete como es debido. Y no eches la ceniza encima de la alfombra. Y tampoco al suelo. Y ¿por qué no trabajas más? Y cepíllate los dientes. Y péinate de una vez». Y porque esto, y porque aquello y porque lo de más allá.

Y yo callado. Aguantando siempre.

¡Siempre!

(Otra vez recuperada la calma.)

No recuerdo si les dije ya que mi nombre es Gumersindo Tavares y que soy escritor de profesión. Escritor, sí.

Gran escritor.

Todas mis obras aún son inéditas.

(Pronunciando su discurso con ardorosa rebeldía.)

¡Inéditas, sí, compatriotas!

Porque una campaña alentada por la envidia, por la envidia, repito, pretende ocultar, anular, aniquilar mi trabajo intelectual.

Envidia de Joaquín Calvo Sotelo.

Envidia de Miguel Ángel Asturias.

Envidia de Gregorio Marañón.

De Torrado y Navarro.

Envidia de Pemán.

José María.

Sí.

Porque el día en que las obras de Gumersindo Tavares —soy yo— vean la luz pública…

(Vuelve en sí; parece apercibirse de su propia ridiculez e intenta justificarse.)

Un día empecé a notar unos síntomas raros.

Oía voces.

Oía gritos.

Percibía extraños rumores.

Sentía sensaciones inexplicables.

Despertaba sobresaltado.

No podía concentrarme en nada.

Me sentí arrastrado por un torbellino, zarandeado por un ciclón.

Temía enloquecer.

¡Sí, señores míos!

Casi enloquecí.

Un día empecé a oír voces…

(Imitando a Dulce.)

«Yo soy una infeliz, Gumersindo. Gumersindo, yo soy una infeliz».

(Empavorecido.)

Y las pirámides inmensas, majestuosas, colosales, erguíanse frente a mí.

Y mayor que la mayor de todas las pirámides se erguía doña Gervasia hablando, hablando, hablando, patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá…

Amenemat I.

Amenemat II.

Amenemat III.

Y la esfinge hablaba, gritaba… ¡Aullaba!

¡Desvelado el secreto de la esfinge! Habló la esfinge, señores. La esfinge habló.

Y de las profundidades del arenal inmenso brotaba la voz de la declamadora insaciable, incansable, interminable.

(Imitándola.)

«Con tu amor soñamos, por tu fe vivimos, Señora del Mar».

(Vuelve a ver la ruleta.)

¡23… Negro! ¡34… Encarnado…!

Ríen neva plus! Faites vos jeux!

¡Hagan juego, señores!

¡Hagan juego, imbéciles!

¡Hagan juego, señores imbéciles!

Las manos de Eurídice pedían fichas, más fichas… ¡Más fichas!

la ruleta engullía, engullía, engullía…

incansable…

insaciable…

interminable…

(Solfea sublevado.)

Do - re - mi - fa - sol - fa - mi - re - do…

(Otra vez imitando a Dulce.)

«¿Ha llegado la modista?».

¿«El plisé…? ¿El volante…? ¿El bordado…? ¿El aplique…? ¿Ha traído el figurín…? El peluquero, a las diez… La manicura… ¿Llamó la señora de Mendoza…? ¿Tenemos bridge o canasta uruguaya?».

(Como en la ruleta.)

Faites vos jeux! Rien neva plus!

(Describiendo con ternura.)

Las manos de Eurídice depositaban fichas suavemente, dulcemente.

(Angustiado.)

Y el vals de Chopin atravesaba el salón como si hubiera sido escrito en un pentagrama de serpientes, de cobras venenosas, para emponzoñar el alma con azúcar, con la pegajosa dulzura de Chopin.

(Con pavor.)

¡Y surgen pies monstruosos y manos monstruosas!

Pies y manos de Picasso, cargando piedras monstruosas, al compás de Chopin…

al son de unas polonesas…

Millares y millares de esclavos egipcios desfilan arrastrando piedras gigantescas para la construcción de la gran pirámide de Quéops.

(Sublevado.)

Y el chico se deslizaba por la sala con su patinete:

¡ Fuuuuuuuuuuiiiiiiiiii!

¡ Fuuuuuuuuuuuuiiiiiiiiiiii!

Y la nena acunaba en sus brazos a su muñequita:

«Duérmete mi niña, duérmete mi amor…».

(Desesperado.)

¡Y yo anhelando huir lejos, muy lejos!

Lejos de doña Gervasia.

Lejos de Chopin.

Lejos de la patineta…

Lejos de Dulce, lejos de la Señora del Mar, lejos de Picasso,

¡lejos de todos vosotros!

(Calmándose.)

Ahí fue cuando Eurídice surgió, resplandeció en mi vida.

Eurídice.

La dulce.

La suave.

La pura.

La existencialista.

Hui.

Huimos.

A Italia.

El doctor don Federico se mostraba en sospechosa actitud ante Dulce.

El doctor Federico se presentaba con orquídeas, con rosas…

Rosas de todos los colores.

Rosas amarillas, rosas rojas y hasta rosas color de rosa.

Venía con poemas de Geraldy. «Toi et moi».

De Rabrindanath Tagore.

Sin mencionar las cajas de bombones.

(Remedando a un imaginario, melifluo doctor Federico.)

«Este bomboncito tiene licor, Dulce… Este está rellenito de almendra, Dulce…».

De almendra dulce.

¡Ji, ji, ji…!

se lanza a declamar Tagore:

«Cuando ella pasó, rápida, cerca de mí, la franja de su vestido me rozó…».

(Furioso.)

¡Vete a rozar las franjas del infierno, sinvergüenza! Hasta anduvo componiendo poemas para mi mujer. Uno de ellos empezaba así:

«Son tus ojos dos planetas centelleantes…».

¡Planetas centelleantes son las franjas del infierno!

(A un espectador.)

Ya ve usted, señor. ¡Planetas centelleantes!

En resumidas cuentas, yo quisiera que el señor me explicase una cosa.

Tal vez yo sea un insuficiente mental.

Tal vez tenga un complejo.

Tal vez no acierte a comprender nada.

Pero yo quisiera que usted me aclarase a título de qué un sujeto envía flores a una señora casada.

¡Bomboncitos de licor y rellenos de almendra, a una señora casada!

(En otro tono.)

En realidad, lo que ahora interesa es que yo me fugué con Eurídice.

Sí. ¡Porque yo no podía soportar más! Comprendo que Dalí guste.

Personalmente soy el mayor admirador de Dalí. Pero ¡por el amor de Dios!

No me diga nadie que Dulce comprende a Dalí; que le gusta Dalí a Dulce.

¡Demonio, señores!

Conozco bien a Dulce.

(Entrega con naturalidad una tarjeta de visita a un espectador.)

Gumersindo Tavares, servidor de usted.

(Todavía normal.)

Fui a Montecarlo con Eurídice.

Abandoné…, me alejé de Dulce.

Allí se me revelaron todos los misterios de la ruleta.

Una simple y diminuta bolita baila un angustioso vals con el destino de una porción de gentes sujetas a sus caprichos.

Son sus prisioneros. ¡Sus esclavos!

(Admirado y casi orgulloso.)

Eurídice jugaba con absoluto dominio, con insuperable elegancia.

Era objeto de la atención general.

De la admiración.

Sabía perder.

Con superioridad.

Con displicencia.

Sin nervios; absolutamente sin nervios… sabía perder… mi dinero.

Eran mis manos las que temblaban.

Las manos de Eurídice no se alteraron jamás.

(Con amoroso arrebato.)

Manos blancas…, manos dulces…, manos delicadas… Cuando se posaban como mariposas blancas sobre el paño verde, destacaban entre todas las otras manos como si fueran gacelas tímidas y puras, castas y serenas, rodeadas de lobos famélicos y chacales sanguinarios.

(Recobrándose.)

Pero un día

la ruleta nos venció.

Se engulló nuestra última moneda.

Abandonamos, entonces, Montecarlo, con sus malditos tapetes, sus sórdidos «croupiers», su juego inmoral y desenfrenado.

Me llevé a mi dulce Eurídice a Niza.

Allí comprobé que nada me quedaba de mi fortuna.

Nada. Absolutamente.

Nada.

Apele a Eurídice.

Yo esperaba que ella empeñase, que me prestase alguna de las joyas que yo le había regalado, para salir de aquella situación.

Estaba angustiado, desesperado.

Eurídice, en cambio, fue admirable hasta en la adversidad.

Y me dijo:

(La imita.)

—«Estas joyas son los únicos, adorados recuerdos de un amor que ya murió… Nunca me separaré de ellas. No podría».

(Ingenuamente; con sinceridad.)

¡Pobrecilla!

Quería poder recordar el pasado.

Pocos serían capaces de comprender a una existencialista.

Yo sí.

Yo la comprendí.

La comprendí y me alejé.

El último recuerdo que me queda de Eurídice son sus manos.

Manos plegadas como en oración.

Manos pidiendo harpas.

Manos pidiendo alas…

ternura…

amor…

(Clava su mirada, fijamente, en el fondo de la sala, alucinado. Vacilan sus palabras, preso súbitamente de amnesia.)

Eurídice era toda… mi vida… Eurídice, para mí… era… mi propia vida…, la propia vida…, la vida… misma…

(Repentinamente su fisonomía adquiere una extraordinaria alegría. Ahora sí. Ahora tiene la absoluta certidumbre de que Eurídice está allí, en el fondo de la sala. En las frases anteriores, GUMERSINDO habrá ganado el pie de la escalerilla. Corre siempre alucinado hacia el fondo de la platea gritando:)

¡Eurídice! ¡¡Eurídice!! ¡¡EURIDICE!!

(Pero, al legar, se desvanece su ilusión y retorna desalentado.)

¡No es ella! ¡No es ella!

(Sube por la escalerilla, mientras dice, tierno y nostálgico.)

Cuando perdí a Eurídice, yo me acordé de Dulce.

De Dulce y de nuestros hijitos.

Ricardín ya debe estar hecho todo un hombrecito.

Lolita, una buena moza.

No jugará ya con sus muñecas.

(Aproxímase a la puerta, tocando el timbre.)

Nadie.

¿Dónde estará esa maldita llave?

(Rebuscando en sus bolsillos, acaba por encontrarla.)

¡Ah! Aquí está.

(Abre la puerta y, dirigiéndose al público, dice:)

Esta es su casa.

Gumersindo Tavares, servidor de ustedes.

Buenas noches.

Va entrando en la vivienda, deteniéndose en medio de la salita como absorto, de espaldas al público. La luz del farol va apagándose, extinguiéndose también la iluminación de la escena, hasta llegar al oscuro total. Cuando se da la luz de la platea, instantes después, GUMERSINDO ha desaparecido de escena y la iluminación de la sala del teatro señala el

FIN DEL PRIMER TIEMPO