I
Al día siguiente, cuando despertó Manuel daban las doce. Hacía tanto tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o de angustia, que al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando. Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y la conversación en la buñolería con la Rabanitos.
¿Habrá venido la buena? —se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla no supo qué hacer—. «Si me ven vestido así me echan», pensó. Y en la vacilación volvió a meterse entre las sábanas.
Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era Vidal.
—Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?
—Si me ven con eso me echan —replicó Manuel, señalando sus andrajos.
—La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta —dijo Vidal, contemplando la indumentaria de su primo—. Vaya unos zapatitos de baile —añadió, cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de barro y levantándola cómicamente para observarla mejor—. Es de la última moda de los poceros de la villa. Y de medias, nada, y de calzoncillos, ídem; de la misma tela que las medias. ¡Estás apañado!
Ya ves.
—Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa mía; creo que te vendrá bien.
—Sí, tú eres un poco más alto.
—Bueno; espera un momento.
Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles vuelta por abajo; en cambio, las botas le venían estrechas y cortas.
—Tienes el pie pequeño —murmuró Manuel—. Has nacido para señorito. Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.
—Algunas señoritas darían algo por estos pinreles, ¿verdad? A mí, una mujer que tenga mucha pata no me gusta, ¿y a ti?
—A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde elegir… Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.
—¿Para qué?
—Para que no las vean aquí. Esto desacredita. Las tiraré a la calle. Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.
Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató con una guita y lo cogió en la mano.
—¿Vamos?
—Andando.
Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna parte.
—Tráelo, no seas lila —dijo Vidal; y quitándoselo de la mano, lo tiró a un solar por encima de la tapia.
Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.
Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.
«¡Qué aplomo tiene!», pensó Manuel.
Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las tostadas con ansia.
—¡Rediez! —exclamó Vidal, mirándole de hito en hito—. ¡Qué facha de golfo tienes!
—¿Por qué?
—¿Qué sé yo? Porque la tienes.
—¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.
—Pero ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?
—Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé de todo eso lo que es peor.
—Y habrás pasado muchas hambres; ¿eh?
—¡Uf!…, la mar… ¡Y si fueran las últimas!
—Pues lo serán, hombre; lo serán, si tú quieres.
—¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?
—O de otra manera.
—Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna. De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga soldado un día de éstos.
—Todo eso que dices —replicó Vidal— es una pura pamplina. ¿De mí se puede decir que trabajo?, no; ¿qué robo o que pido limosna?, tampoco; ¿que soy rico?, menos…, y ya ves, vivo.
—Bueno; tendrás algún secreto.
—Puede ser.
—Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?
—Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?
—Hombre…, verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar, la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en quitármelo, sino en vivir, y no me estorbases, entonces sí, que no te quepa duda.
—Bien, eso es justo. Tú eres franco…, ¡qué moler! Mira, yo por ti haría cualquier cosa y no tengo inconveniente en ponerte al tanto de cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián[33]; no eres un bruto de esos que no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo, te lo digo con franqueza, ¿por qué no?, yo no soy valiente…
—Ni yo tampoco —exclamó Manuel.
—¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto.
—¿A mí?
—A ti.
—¡Quia!
—Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para tener algo hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total, na. ¿No se puede ganar dinero? Pues hay que arreglarse para quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la trena.
¿Y cómo?
—Ése es el busilis[34]. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al centro desde Casa Blanca era un descuidero[35], un randa. Me tuvieron sin culpa una quincena en el abanico, en la jaula, y cuando lo recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo; la portera me vio, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí, gritando: «¡A ése! ¡A ése!». Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al llegar a la iglesia de San Luis tiré las bombillas al suelo, me colé entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron; pero desde entonces, ¡gachó!, tuve un miedo que no podía con mi alma. Pues ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.
—¿Volviste a coger otras lámparas?
—No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera a la que tanto odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?
—Sí, hombre.
—Era muy interesada la chica aquélla. Pues estaba allá cuando veo a un señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas. Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar. Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que al soltarla le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le habían afanado; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me escabullí. Iba escapado por frente á San José a meterme por la calle de las Torres cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un sudor…! «Déjeme usted», dije yo. «Calla; si no, llamo a uno del Orden. (Yo me callé). Te he visto cómo limpiabas el reloj a ese pimpi[36]». «¿Yo?». «Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón; conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido». Vamos —pensé yo—; éste es un vivo que viene a la parte. Entramos en la taberna, y allí el hombre me habló rato. «Mira —me dijo—, tú quieres prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al abanico, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres un cimbel[37], que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas; compras un traje, un sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te haré ganar dinero, porque, que te conste, que ganar dinero cuando se está en un sitio donde lo hay es lo más mollar de la vida. Ahora dame ese reloj; a ti te engañarían».
—¿Y le diste el reloj?
—Sí. Al día siguiente…
—Te quedarías de boqueras…
Al día siguiente estaba yo ganando dinero.
—¿Y quién es ese hombre?
—Marcos Calatrava.
—¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?
—El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti. ¿Quieres entrar en la comba?
—¿Pero qué hay que hacer?
—Eso depende del negocio… Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una buena hembra…, peligro no hay…, conque tú dirás.
—No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi, casi prefiero vivir así.
—Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te lo han de regalar.
—Sí, es verdad.
—¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo, chico. No hay más diferencia que negociando eres una persona decente, y robando te llevan a la cárcel.
—¿Crees tú…?
—Sí, hombre. Es más: creo que en el mundo hay dos castas de hombres: unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y son robados.
—¡Sabes que me parece que tienes razón!
—Y tal… No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.
—Nada, se acepta. Otra sociedad como la de los Tres.
—No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.
—Pero hay un Cojo.
—Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.
—¿Es el jefe de la partida?
—Te diré, chico…, yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?
—Comprendido.
—Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho una persona decente…, al pelo.
—Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas? —preguntó Manuel—, porque yo maldito si lo sé.
—Yo, sí; estoy rebajado. Debes arreglar eso; si no, te van a coger por prófugo.
—¡Psch!
—Se lo diremos al Cojo. ¿Cuándo le veremos?
—Dentro de un momento estará aquí.
Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó lo que había propuesto a su primo en breves palabras.
—¿Servirá? —preguntó Calatrava, mirando atentamente a Manuel.
—Sí, es más listo de lo que parece —contestó, riendo, Vidal.
Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.
—Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa —repuso el Cojo.
Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.
Cuando concluyeron de hablar salió Calatrava del café y quedaron nuevamente solos los dos primos.
—Vamos al Círculo —dijo Vidal.
El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había billares y algunas mesas de café.
Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que apareció le dijo:
—Dos cubiertos.
—Van.
—Oye —añadió Vidal—; desde que entres aquí, ni una palabra; ni me preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber, yo te lo diré.
Comieron los dos. Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que Manuel no conocía, y éste estuvo callado.
—Vamos a tomar café arriba —dijo Vidal.
Junto al mostrador había una puerta, y de ella subía una escalera de caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó Vidal y pasaron a un corredor a cuyos lados se veían mamparas forradas de verde.
Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó una pesada cortina y pasaron los dos.
Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran silencio; no se oía más que las palabras de los croupiers y el ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas y fichas colocadas sobre el tapete verde.
Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:
—Hagan juego, señores.
Callaban todos y el silencio era tan grande, que se oía el roce de las cartas entre los dedos del croupier.
—Esto parece una iglesia, ¿verdad? —murmuró Vidal—. Como dice un señor que viene aquí, el juego es la única religión que queda.
Tomaron café y una copa.
—¿Tienes cigarros? —preguntó Vidal.
—No.
—Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.
—¿Se podrá saber cómo se llama?
—Sí; el bacará. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.
Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.
Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y de fichas y las ponían sobre el tapete. El croupier echaba las cartas francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.
Los que estaban en pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaban, parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban sentados y jugaban fuerte.
Eran aquéllos, tipos de miseria y sordidez horrible; llevaban chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras, llenos de barro.
En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo echado hacia adelante conteniendo la respiración.
Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vio cómo se reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fue al café de Lisboa. Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del juego.
—Bueno; eso en seguida lo aprendes —le dijo el otro—. Además, los primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes jugar.
—Muy bien; ¿y el dinero?
—Toma, para mañana. Cincuenta duros.
—¿Son buenos?
—Enséñaselos a cualquiera.
—¿De modo que es una combina como la del Pastiri?
—Igual.
La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dio su primo y las indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a Vidal. Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en una oficina y le despacharon.
—Te han rebajado —le advirtió Vidal.
—Bueno —contestó alegremente Manuel—; me alegro de no ser soldado.
Siguió acudiendo al Circulo todos los días que le indicaron, y al cabo de algún tiempo conocía al personal de la casa de juego. Había mucha gente empleada allá: varios croupiers muy atildados, con las manos limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, y otros que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.
Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.
Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la repugnancia por aquel medio, y sentía oscuramente la protesta de su conciencia.