ALLEGRO FINAL
Fantasía de un día lluvioso de Nochebuena

1. Enemistad conyugal

En el comedor de una casa burguesa de Madrid. Hay un aparador de nogal con copas, tazas y algunos objetos de porcelana y de plata, en medio, una mesa puesta, con su mantel blanco. Encima de ella, una lámpara eléctrica, de la que cuelga por un flexible el timbre. En la pared, algunos cuadros medianos. En el suelo, una alfombra, un tanto desteñida.

La habitación tiene un balcón con cortinillas en los cristales y cortinas oscuras hacia adentro. Es día de Nochebuena. Las dos de la tarde. De la calle se oyen voces agudas y destempladas de chiquillos que cantan y gritan y tocan el tambor y la pandereta.

En el comedor están sentados Don Eduardo y doña Luisa, su mujer. Don Eduardo tiene sesenta años; su mujer, doña Luisa, cincuenta y cuatro. Don Eduardo lleva la barba y el pelo teñidos. Es de mediana estatura, la cara arrugada, debajo de los ojos bolsas moradas. Doña Luisa tiene aire marchito y avinagrado, la cara muy empolvada, los dientes postizos; lleva un peinador blanco.

DOÑA LUISA. (A su marido) —¿Has hecho la visita en el hospital?

DON EDUARDO. —No, iré por la tarde.

DOÑA LUISA. —¿No habrás estado tampoco en la Sociedad de Seguros?

DON EDUARDO. —No.

DOÑA LUISA. —Pues te han avisado.

DON EDUARDO. —¡Qué se va a hacer! No he podido. ¡Me he levantado tarde!…

DOÑA LUISA. —¡Claro! Te acuestas a unas horas…

DON EDUARDO. —Es que no puedo dormir. ¿Qué voy a hacer? Empezaba a dormirme, y me ha dado la tos…, y se acabó. He tenido que tomar una de esas tabletas que tienen morfina, y aun así no he conseguido dormir.

DOÑA LUISA. —Debías ir a casa de Zabaleta, a ver qué te dice.

DON EDUARDO. —¡Qué me va a decir! Nada. Yo ya sé lo que tengo.

DOÑA LUISA. —Sí, tú todo lo sabes… Otros médicos que saben tanto como tú van a los especialistas… Si tú no quieres ir adonde Zabaleta, vete a ver a García Moreno.

DON EDUARDO. —¿Para qué? Ese no vale nada. Es un farsante.

DOÑA LUISA. —Sí, para ti todos son farsantes; pues García Moreno tiene mucha fama y gana mucho dinero; por algo será.

DON EDUARDO. —¡Bah!… La visita y el ganar dinero no significan nada para tener ciencia.

DOÑA LUISA. —Para ti nada significa nada. Mucha soberbia es la que tú tienes… Así te va. ¿No quieres comer más?

DON EDUARDO. —No; no tengo ganas. (Se levanta de la mesa.)

DOÑA LUISA. —¿Qué vas a hacer ahora? No irás a echarte a dormir.

DON EDUARDO. —Sí, voy a echarme a dormir.

DOÑA LUISA. —Luego dirás que no duermes de noche.

DON EDUARDO. —Y es verdad. ¿Qué voy a hacer, hija? No tengo sueño de noche. Ahora, en cambio, se me cierran los ojos.

DOÑA LUISA. —¿Dónde vas a cenar?

DON EDUARDO. —Tomaré algo en el café.

DOÑA LUISA. —Ten cuidado; no bebas.

DON EDUARDO. —No beberé. Ya comprendo el daño que me hace. ¿Tú vas a casa de tu hermana?

DOÑA LUISA. —Sí. ¿Tú no querrás ir?

DON EDUARDO. —¿Para qué? Allí me aburro. Hoy no se puede hablar con jóvenes.

DOÑA LUISA. —¿Por qué?

DON EDUARDO. —La juventud es muy buena para ella misma; para el viejo es fría, indiferente y cruel.

DOÑA LUISA. —¿No lo hemos sido nosotros?

DON EDUARDO. —Claro que sí; cuando éramos jóvenes seríamos lo mismo que ellos.

DOÑA LUISA. —Entonces no hay que quejarse.

DON EDUARDO. —Quejarse es el recurso del fracasado, del vencido, del viejo…, y yo lo soy… Bien; me voy a dormir un rato.

DOÑA LUISA. —¿Así que no vas a casa de mi hermana?

DON EDUARDO. —No, no voy.

DOÑA LUISA. —Haz lo que quieras.

DON EDUARDO. —Es lo que pienso hacer.

DOÑA LUISA. (En un arrebato de dolor) —¡Qué casa la nuestra, Señor! ¡Qué hogar!

DON EDUARDO. —¿De quién es la culpa? De la suerte, de la casualidad, del hado adverso… del fátum… Tú también te vas.

DOÑA LUISA. —Me voy, porque no quiero estar sola en casa. Me paso los días llorando.

DON EDUARDO. —Bueno, bueno. ¿Para qué vamos a reñir ni a discutir? Hemos discutido muchas veces esto, y no hemos llegado a un acuerdo.

2. En el despacho

Don Eduardo sale del comedor y entra en su despacho de médico. Es un cuarto con dos balcones, unas anaquelerías de cristal con diversos aparatos, dos armarios llenos de libros encuadernados; en las paredes varios cuadros y una gran fotografía de los médicos que acabaron la carrera en San Carlos en 1893 rodeando a los profesores, retratados estos de una manera teatral, con togas y birretes. Entre los alumnos se ve a Don Eduardo con una barbita ligera en punta, el pelo abundante y un poco de tupé. El despacho del médico tiene el aire de estar un tanto abandonado. Don Eduardo se tiende en un diván y se echa una manta a los pies.

DON EDUARDO. —Mi mujer siempre está lo mismo, quitándome ánimos, esperanzas. A deprimirme, a entristecerme. ¡Qué intención más antipática y más odiosa! Luego dice que me quiere. Me quiere reventar. Yo no puedo vivir aplanado. Me moriría. Soy viejo, nadie me hace caso. Los demás son más listos que yo. Los jóvenes no se ocupan de mí. Sí, sí; ya lo sé, doña Perpetua; pero yo me rebelo contra todo esto. Mi mujer es muy cuidadosa; pensará siempre en el sombrero, en los puños, en el papel de la habitación que se ha roto o que se ha ensuciado; pero en mí no piensa… No me duermo… Si me pongo a pensar estas cosas, no me voy a dormir. Antes, ¡cómo me gustaba este cuarto, mi despacho! Me encontraba aquí tan bien… Leía libros, leía revistas en inglés y en alemán, con ayuda del diccionario. Ahora este cuarto me rechaza. Esta angustia me mata; yo no sé si será de origen cardíaco o puramente neurósica…; pero me mata.

Don Eduardo da vueltas y más vuelas en el diván, y, a la última, se queda dormido.

3. Sueños

Don Eduardo oye que llaman por teléfono. Preguntan si está él en casa solo.

DON EDUARDO. —Me avisan por teléfono. ¡Qué raro! Había quitado el teléfono; pero lo habrán vuelto a poner estos días. ¡Eh! ¿Quién es? No oigo… Fifí…, Fifí…, que viene…; bueno, bueno, que venga.

FIFÍ. —(Entra) Soy yo, Fifí. Vengo a que reconozca a esta muchacha, que es sobrina mía.

Fifí tiene un color de hoja marchita y unos ojos rodeados de círculos negruzcos. Se le transparentan los huesos. La sobrina de Fifí, Rosarito, es una muchacha preciosa.

DON EDUARDO. —Que se siente la muchacha aquí y que se quite la ropa, ahora la reconoceré.

La muchacha descubre el pecho y la espalda.

DON EDUARDO. (Contemplándola) —¡Qué cuerpo! ¡Que piel! Parece de raso.

Don Eduardo toma un estetoscopio y ausculta a la chica. Oye un ruido terrible, extraordinario, como de catarata. Jamás ha oído nada semejante. Mira a la muchacha. Ella sonríe. Mira a Fifí, y la encuentra vieja. De pronto, al verla reflejada en un espejo, le da la impresión de que Fifí, en vez de cabeza, tiene una calavera.

DON EDUARDO. —¡Nunca había visto nada tan raro!

EL YO OSCURO. —Todas estas no son más que fantasías, sueños.

DON EDUARDO. —Me choca ver a Fifí tan vieja y con esa cara de calavera. No es tan vieja. Tendrá mi edad.

FIFÍ. (Hablando con voz ronca) —Y esta chica, ¿qué tiene?

DON EDUARDO. —Esta chica tiene un soplo en el vértice del pulmón derecho.

FIFÍ. —¿Y es un soplo fuerte?

DON EDUARDO. —Es un huracán. Que vaya a ver a Zabaleta… Le vendría bien el ir a la sierra durante seis o siete meses, en la primavera.

ROSARIO. —¿A la sierra? No; prefiero morirme. Es más divertido.

DON EDUARDO. (A Fifí.) —No le dejes que haga imprudencias.

FIFÍ. —No sé si podré con ella.

DON EDUARDO. —Es el carácter de la juventud el no cuidarse de nada. El estar enfermo parece una gracia, y la idea de morirse da risa.

FIFÍ. —Si es así, no lo vamos a arreglar nosotros. Hoy vamos a ir a cenar al Ritz. Vete allí.

DON EDUARDO. —Ya veré. ¡Estos días son tan desagradables! Empieza la noche tan pronto…

FIFÍ. —¿Y qué haces? No se te ve.

DON EDUARDO. —Tenía un hijo que estudiaba Medicina, y se suicidó. ¿Por qué se mataría este muchacho? Parecía siempre tan contento. Era buen estudiante, y no tenía motivos de pena… nada, en este gabinete próximo, una mañana le vi muerto, envenenado con unas pastillas de cocaína que había tomado de este estante… (Don Eduardo comienza a sollozar.)

FIFÍ. —¡Vamos, Eduardo! ¡Por Dios! Sé un hombre.

ROSARIO. —¡Qué viejo más chusco!

DON EDUARDO. (Protestando) —¿Por qué me llamas tú chusco? ¿Tú crees que vas a ser siempre como ahora? No. Tú también te harás vieja y se te notarán los huesos como a tu tía.

FIFÍ. —Muchas gracias por la manera de señalar.

ROSARIO. —¡Qué necedad!

DON EDUARDO. —¿Tú crees que es necio que un padre se lamente de la muerte de su hijo?

FIFÍ. —Bueno, Eduardo; no seas así.

DON EDUARDO. —¡Cómo voy a ser! Como soy. Luego, mi mujer, doña Perpetua, así le llamo yo en broma, no para en casa; está siempre con su hermana. No se ocupa más que de cosas pequeñas: de hacer visitas, de limpiar la plata y de cepillar el sombrero. No nos unía fuertemente más que el chico. Ahora no nos une nada. Yo he tenido la culpa. Lo reconozco. Sobre todo después de la muerte de Eduardito, perdí los estribos, jugué el dinero, bebí, anduve de juerga…

FIFÍ. —(Indiferente.) Pues eso te queda, chico.

DON EDUARDO. —Si me hubiera casado contigo…

FIFÍ. —Sí. Hubiéramos sido Pablo y Virginia, o quizá los amantes de Teruel.

DON EDUARDO. —Tú eras muy coqueta.

FIFÍ. —Y tú querías que tu mujer tuviera algún dinero.

DON EDUARDO. —¿Sigues tan alegre?

FIFÍ. —Sí, como unas castañuelas.

DON EDUARDO. —¿Cantas aquellos cuplés franceses?

FIFÍ. —Sí, cuando me duelen las tripas.

DON EDUARDO. (Aparte) —¡Qué desvergonzada está! ¡Qué cinismo! Ahora todo el mundo me da de lado. No tiene uno más entretenimiento que beber un poquillo y leer unos folletines que me presta mi amigo don Martín, el ingeniero. Además, para mayor delicia, está uno desahuciado. El doctor Zabaleta me ha reconocido, y me ha dicho: «Chico, si no te cuidas, esto va mal».

FIFÍ. (Indiferente) —Todos tenemos algo; los años no pasan en balde. Así que de esta muchacha, ¿qué me dices?

DON EDUARDO. —Que se vaya a la sierra… en la primavera. Le dará el sol, y se pondrá aún más guapa.

ROSARIO. (Riendo) —No, no; prefiero morirme; tengo muchas cosas que hacer aquí.

DON EDUARDO. (A Fifí.) —Que no haga disparates.

FIFÍ. —No sé si podré con ella. Vamos, buenas tardes. ¡Adiós, Eduardo!

DON EDUARDO. —¡Adiós!

4. El hombre despierta

DON EDUARDO. (Desperezándose) —¿Y todo esto no ha sido más que un sueño? Es raro; me ha dejado tanta impresión como si fuera la realidad. ¡Y qué guapa era la muchacha! No le importaba vivir o no. ¿Y Fifí estará, realmente, como la he visto en este sueño? Está verdaderamente horrorosa. Parece mentira que la edad pueda hacer tales estragos. ¡Y qué guapa era! Aquel Bustamante me disuadió de que me casara con ella, diciéndome que Fifí había tenido muchos novios antes de conocerla yo, y que hasta decían que había tenido un chico. Si me hubiera casado con ella, ¡quién sabe lo que me hubiera ocurrido! ¡Quizá hubiera sido mejor, quizá peor aún! Son las oscuridades del Destino. ¿Qué hora será? Las cinco. (Se levanta, y se asoma a uno de los balcones) ¡Qué tiempo más feo! Ya es de noche. Me voy a poner los chanclos y me voy a ir al café. (Saliendo al pasillo) ¡Ramona!

RAMONA. —¿Llamaba el señor?

DON EDUARDO. —Probablemente cenaré fuera de casa. ¿La señora se ha marchado ya?

RAMONA. —Sí; ha dicho que cenará con su hermana.

DON EDUARDO. —Y ustedes, ¿qué van a hacer?

RAMONA. —Nosotras, la Nicolasa y yo, vamos a ir a casa de la Benita.

DON EDUARDO. —¿Ya le han pedido ustedes permiso a la señora?

RAMONA. —Sí, señor.

DON EDUARDO. —¿Así que esta noche no habrá nadie en casa?

RAMONA. Nadie.

DON EDUARDO. —Bueno, bueno. Está bien. Deme el llavín.

RAMONA. —Aquí lo tiene usted.

5. Reproches a los amigos.

Don Eduardo se pone las botas, luego los chanclos un gabán, la bufanda y un paraguas; baja las escaleras y sale a la calle. Cae la lluvia mezclada con la nieve. Don Eduardo toma entre la gente por la plaza de Isabel II y la calle del Arenal, hacia la Puerta del Sol.

DON EDUARDO. —Tengo las piernas flojas y un zumbido en los oídos desagradable. No puedo tenerme en pie. ¡Si fuera a ver a Zabaleta! No; ese Zabaleta siempre ha sido un egoísta sin piedad. El otro día me dijo: «Esta insuficiencia está compensada; pero no de una manera completa. Ya sabes lo que te conviene: fuera alcohol, fuera tabaco, fuera comidas fuertes, fuera langosta a la salsa tártara, que sé que te gusta; fuera impresiones violentas. A las mujeres, ni mirarlas. Verduras, un poco de pescado, leche, ejercicio moderado; cuatro o cinco días al mes, tintura de digital y nada más. Así podrás ir tirando; si no, amigo, esto va de mal en peor; el mejor día, un triquitraque, y al otro barrio, o ir arrastrando la pata por ahí durante unos meses. Si te decides a un régimen de esa clase, ven aquí dentro de un mes; si no, haz lo que te dé la gana.» Ese Zabaleta siempre ha sido un egoísta sin piedad. Nunca ha pensado más que en ganar dinero. Yo hubiera hecho lo que él. En las oposiciones al hospital estuve mejor que él; pero después me tumbé…, y luego la muerte del chico me reventó. ¿Por qué se suicidaría aquel chico…? Parecía alegre, contento. Si hubiera muerto del tifus o de pulmonía, ya sería otra cosa… ¡Pero suicidarse!… Es terrible… Yo no comprendo qué motivos de queja podría tener contra nosotros. Le cuidábamos le mimábamos…, y, sin embargo… Nada, nada; hay que olvidar.

6. En el café

Don Eduardo entra en el café vacilando y tropezando. Llega a un rincón y se sienta.

EL MOZO. —¿Qué hay, Don Eduardo? Deje usted el gabán. Hace frío luego para salir. (Le ayuda a quitarse el gabán) Mal tiempo, ¿eh?

DON EDUARDO. —Malo está.

EL MOZO. —¿Qué va usted a tomar? ¿Café?

DON EDUARDO. —No… Tomaré una copita de jerez. El alcohol este es, indudablemente, bueno.

EL YO OSCURO. —No debías tomar alcohol. Te va a hacer daño. Recuerda las recomendaciones de Zabaleta.

Don Eduardo hace un gesto con la mano como para quitarse una idea inoportuna; coge el periódico de la noche, que ha salido más temprano que otros días, saca los anteojos y se pone a leer.

EL MOZO. —¿Sabe usted, Don Eduardo, que por un número no nos ha tocado la lotería?

DON EDUARDO. —Hombre, ¡qué lástima! Yo, ¿sabe usted?, no creo en la lotería; no me ha tocado nunca.

EL MOZO. —Pues a mí, sí.

Don Eduardo sigue leyendo el periódico.

7. Los estudiantes

ESTUDIANTE PRIMERO. —Yo, cuando veo que en el Congreso en vez de poner Congreso de Diputados pone Asamblea Nacional, me avergüenzo.

ESTUDIANTE SEGUNDO. —Yo no veo que sea más liberal el que ponga una cosa u otra.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Claro, para vosotros todo es igual. Antes que nada hay que ser ciudadano.

ESTUDIANTE SEGUNDO. —¡Bah! Eso es una estupidez. El que vive en Aravaca o el que vive en Carabanchel, no es ciudadano. Hay que ser hombre, y, si se puede, ser hombre culto.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Oiga usted, Don Eduardo, ¿a usted qué le parece la Dictadura?

DON EDUARDO. —A mí, ¿qué quiere usted que me parezca? Nada. Si se hacen las cosas bien por la violencia, me parece bien; ahora, si se hacen mal, naturalmente, no me parecen bien.

ESTUDIANTE PRIMERO. —¿Usted también es de la generación del noventa y ocho?

DON EDUARDO. —Yo, el noventa y ocho era ya talludito; nací el setenta.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Ustedes han tenido mucha culpa en lo que está pasando.

DON EDUARDO. —¿Nosotros? No creo.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Sí, porque ustedes han sido indiferentes, escépticos. No se han ocupado del país.

DON EDUARDO. —¡Bah!

ESTUDIANTE PRIMERO. —No han hecho ustedes nada en la política.

DON EDUARDO. —Ni ustedes tampoco.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Nosotros haremos.

DON EDUARDO. —Eso se verá con el tiempo. No sé por qué nos reprochan a nosotros faltas que no cometimos. Hicimos como todos. Admiramos lo que había de bueno en nuestra época, como pasa siempre; leímos los libros que creímos que eran los mejores, fuimos a la ópera, al teatro; quizá nos engañamos en nuestros juicios. ¿Quién no se engaña?

ESTUDIANTE PRIMERO. —Sí; pero la ciudadanía…

DON EDUARDO. —Cada uno vive en su tiempo. Todo eso de la ciudadanía y del derecho me parecen cosas de abogados.

ESTUDIANTE PRIMERO. —¿Y usted cree que su tiempo era mejor que este?

DON EDUARDO. —Hombre, quizá mi tiempo no valía gran cosa; pero el tiempo anterior, sobre todo el principio del siglo diecinueve fue admirable. ¡Qué gente había en Europa! Beethoven, Kant, Goethe, lord Byron, Goya, Schopenhauer, Walter Scott… Hoy el mundo tiene simpatía por lo nuevo. Eso está bien; pero no siempre es justo.

ESTUDIANTE SEGUNDO. —El viejo este parece que sabe y no discurre mal.

ESTUDIANTE PRIMERO. —Sí; pero es un pelmazo, un tío lata. Vámonos. (Se van.)

EL MOZO. —¿Qué le parecen a usted estos muchachos, Don Eduardo?

DON EDUARDO. —Tienen mucha petulancia, y no valen nada… Verdad es que lo mismo nos pasaba a nosotros.

EL MOZO. —Pues son buenos chicos. Sólo hay uno que me ha dejado a deber unas pesetas; pero todavía creo que me las pagará.

8. Los escritores

Don Eduardo sigue leyendo el periódico, y se interrumpe para mirar el reloj repetidas veces. Van entrando parejas, que salen de un cine próximo; ellos con los hombros muy anchos y levantados y ellas casi todas pintadas como muñecas.

EL JOVEN. —¿Qué te ha parecido la película?

ELLA. —No me ha gustado.

EL JOVEN. —¿Por qué?

ELLA. —Porque los novios son sosos. No se han besado más que tres veces, y sin gracia.

ESCRITOR PRIMERO. —Es curiosa la creencia de que el amor físico es algo genial. Freud y el público peliculero están de acuerdo. Cada macho que se empareja con una hembra produce en el espacio un episodio de Shakespeare, algo poético, ideal.

ESCRITOR SEGUNDO. —Habrá que reivindicar los prostíbulos, convertirlos en templos y ponerles una inscripción como la del Panteón, de París.

ESCRITOR PRIMERO. —Es evidente que la literatura del porvenir va a ser hecha a base de erotismo. Se está acabando el entusiasmo por el peligro y por la guerra; ahora los que van a dar el tono son los judíos, gente pacífica, cobarde y erótica. Ganar dinero de cualquier manera y tener mujeres será el ideal, y como antes se pensaba en el aventurero, ahora el aventurero será el aberrante sexual. Esta será la base del arte del porvenir.

ESCRITOR SEGUNDO. —El puro cerdismo.

DON EDUARDO. —Esta gente exagera; pero quizá hay algo de verdad en lo que dicen.

EL MOZO. —Estos son periodistas, y hablan mal de todo.

DON EDUARDO. —Sí, es la crítica demoledora; estos tipos rebeldes y revolucionarios, cuando empiezan a escribir en periódicos serios cambian, y entonces para ellos todo el mundo es ilustre y todas las cosas respetables.

9. Don Eduardo pierde la paciencia

DON EDUARDO. (Al mozo.) —Oiga usted.

EL MOZO. —¿Qué hay, Don Eduardo?

DON EDUARDO. —Tráigame usted la carta.

EL MOZO. —¿Va usted a cenar?

DON EDUARDO. —Sí, una cena sencilla.

EL MOZO. —¿Tomará usted vino?

DON EDUARDO. —¡Hum!… Bueno… Media botella de rioja claro.

EL MOZO. —¿Quiere usted una docena de ostras? Las hay muy frescas.

DON EDUARDO. —Bueno. ¿Qué podría tomar?

EL MOZO. —Tenemos riñones a la brochette.

DON EDUARDO. —Hace mucho tiempo que no los he tomado. Tráelos.

EL MOZO. —Y una langosta a la salsa tártara…

DON EDUARDO. —Venga también. Nos despediremos de todo eso.

EL YO OSCURO. —Estás haciendo disparates, amigo mío. Todo eso es malísimo; es un veneno lleno de purinas.

DON EDUARDO. —Hoy es día de Nochebuena, ¡qué demonio! Hay que hacer alguna pequeña locura.

Don Eduardo comienza a cenar con buen apetito. Pide otra media botella de rioja, y despacha los riñones y la langosta.

EL MOZO. —¿Café, Don Eduardo?

DON EDUARDO. —Sí, y una copa de coñac.

Don Eduardo toma su café y la copa y enciende un cigarro puro. El mozo le ayuda a ponerse el gabán, y sale a la calle.

10. De la calle de la Montera a la Gran Vía

En la calle.

DON EDUARDO. —Ahora está uno en plena euforia. Tengo las piernas fuertes y no siento frío. ¡Qué cantidad de gente! ¡Cuántos chiquillos! (Sube por la calle de la Montera, y al llegar a la Red de San Luis se detiene un momento.)

DON EDUARDO. —Aquí estuvo durante algún tiempo el café del Brillante, adonde iba a hablar con una cupletera, que cantaba «¡Ay mamá, que noche aquella!», y la habanera El último resplandor. Se creía uno un Sardanápalo. ¡Qué candidez! La verdad es que ha tenido uno una juventud miserable. ¡Sin dinero, sin amores, sin amistades! ¡Qué pobreza! Únicamente Fifí tenía gracia… ¡Pero era tan coqueta!…

UNA MUJER EN LA CALLE. —¿Quiere usted un décimo de la lotería del Niño?

DON EDUARDO. —No, no. (Sigue en su monólogo.) Lo único que tenía la juventud es que todo le parecía a uno brillante. Madrid para mí era como una camisa bien planchada y lustrosa; hoy es como si la hubieran lavado y colgado al sol y estuviese llena de arrugas. Una pobre pelandusca nos parecía una Aspasia o una Friné.

UNA BUSCONA. —¿Viene usted?

DON EDUARDO. —No, no; yo soy viejo.

UNA BUSCONA.—¿Qué importa?

DON EDUARDO. —Déjame.

Don Eduardo se detiene delante de un escaparate.

DON EDUARDO. —¡Qué extraño! Y pensar que yo he pasado en mi tiempo por conquistador. ¿Conquistador de qué? Y uno no ha conquistado nada. Y, sin embargo, se ha vanagloriado uno de ello entre los amigos. Ahora, mirando esas cosas de lejos, no son nada. Unas cuantas mujeres insignificantes, sin gracia, sin alegría… Hay que tener mucha ilusión para creer que esas eran conquistas… Ahora, que en todo pasa lo mismo. ¿No ha sido uno elogiado por un diagnóstico que por casualidad ha resultado certero? La verdad, la verdad no la sabe nadie. Se vive de apariencias, y basta.

UNA MENDIGA. —Cómpreme usted el Heraldo, señorito.

DON EDUARDO. —No, ya lo he leído.

11. La calle del Desengaño

Don Eduardo entra en la Gran Vía, y después va a la calle del Desengaño.

DON EDUARDO. —¡Qué poco me recuerda esta calle cómo era antes! Aquí estaba el café Habanero, tan triste. Aquí traje a cenar a una muchacha que andaba tirada por ahí y luego resultó de buena familia. ¿Qué historia tendría aquella desdichada? Luego no supe nada de ella. Recuerdo que por entonces, en un periódico ilustrado, había una caricatura muy mala de un estudiante y de una modista que tenían este diálogo:

ELLA. —Me dices que me quieres.

ÉL. —Que sí te quiero.

ELLA. —Pues vámonos entonces al Habanero:

ÉL. —No, que a estas horas no permiten la entrada de las señoras.

¡Y esto nos parecía gracioso y exacto! ¡El pretexto del estudiante por no tener dinero! ¡Qué candidez y qué estupidez! (Acercándose a un grupo.) Qué, ¿pasa algo?

UNO. —Na… Es un hombre que le ha dao un acídente.

OTRO. —Es un curda. No pué con la tajá que yeva.

UNO. —Aquí no hay respeto, porque a ese hombre le ha dao un ataque de paralís y la gente cree que es un borracho. Primero hay que enterarse y no desacreditar, sin más ni más, a una persona decente.

12. El café de la Luna

DON EDUARDO. —Me voy a acercar al café de la Luna, donde nos reuníamos los sábados. Aquí estaba. Ya se cerró también. ¡Qué tertulia la nuestra! Tres amigos, y los tres nos odiábamos. Bustamante, Coll y yo. Siempre hablando mal uno de otro. ¡Y qué casa de huéspedes aquella donde vivía Bustamante! ¡Qué casa más desastrada y pintoresca! ¡Y qué final el de aquel hombre! Tenía el dilettantismo de lo malo, algo satánico. Él no decía sólo «Piensa mal y acertarás», sino «Obra mal y acertarás». Y él, que era tan egoísta, porque ¡vaya si lo era!, se le ocurre una vez acompañar a una vieja impedida a cruzar de una acera a otra, y, al volver, un camión le coge y le mata. Quizá fue la única vez que quiso hacer un favor a alguien. Bustamante y yo nos teníamos por rivales en amores, ¡qué ridiculez! Una vez trajo aquí, al café, para demostrar sus conquistas, a dos hermanas, dos cacatúas viejas, feas y mal vestidas… La verdad es que eso de los conquistadores es un mito. En el pueblo de mi madre, adonde solía ir a pasar los veranos, una capital de provincia, no había más que un joven de diecisiete o dieciocho años que tenía una querida joven, bonita y rozagante. Todos envidiábamos a aquel muchacho. Era como una prueba viviente de que existían entre nosotros amores como los de las novelas. Años después, hablando con el antiguo compañero afortunado, me decía: «No; yo no tuve relaciones íntimas con ella.» «¿De verdad?» «De verdad.» «Pues me has fastidiado.» «¿Por qué?» «Porque tú eras para nosotros el representante de todas las aventuras posibles de la juventud.»

Al llegar a la calle de la Luna, esquina a la de Silva, están riñendo dos vendedores de periódicos.

LA VENDEDORA. —¡Anda! ¡Borracho! ¡Indecente!

EL VENDEDOR. —No quiero andar. No me da la gana.

LA VENDEDORA. —¡Anda! Que tenemos que acostamos temprano.

EL VENDEDOR. —No me da la gana.

LA VENDEDORA. —¡Golfo! ¡Granuja! Dame la llave.

EL VENDEDOR. —¿La llave? Ahí la tienes. (Echa la llave por la boca de una alcantarilla.)

DON EDUARDO. —Este quema sus naves como Hernán Cortés. Quizá sea lo más prudente.

13. La calle Ancha

Don Eduardo baja por la calle de la Luna a la calle Ancha.

DON EDUARDO. —La verdad, ¡qué final el de los tres amigos! Bustamante, aplastado por un camión. Aquel Coll, tan romántico y tan puntilloso en cuestiones de honor y de caballerosidad, que no podía pasar un día sin ver a su novia, acababa, después de veinte años de casado, por vivir tranquilamente pared por medio de su mujer, ella con su querido y él con su hija. ¡Qué cosas da la vida! ¡Qué variedad en lo feo! ¡Qué pocas cosas nobles y hermosas! Es triste, pero es así. ¿Será solamente aquí? Probablemente, lo será en todas partes. Más sol, menos sol, un anillo en la nariz o un monóculo en el ojo, poco más o menos igual, cerca del Ecuador o cerca del cabo Norte, en la caverna o en el salón. Don Eduardo pasa por delante de una buñolería. El churrero trabaja con los brazos desnudos sobre un gran caldero con el aire lleno de humo. Esto me recuerda uno de mis éxitos: el de la churrería. Una noche, Bustamante, Coll y yo, con la blusa de internos recogida hasta la cintura, fuimos a una buñolería de la calle de Santa Isabel. Estábamos sentados, cuando se presentaron dos muchachas elegantes. Eran dos cómicas del teatro de Variedades; iban con dos gomosos y un viejo sainetero, ronco y cínico, de voz aguardentosa. La más joven de las cómicas trabajaba en una revista que se llamaba Luces y sombras; hacía el papel de Bujía y cantaba con una voz de gata:

De las luces,

soy la que tengo más chic;

soy la Bujía elegante

más afamada en Madrid.

No podía decir chic; tenía que decir sic. Se llamaba Pilar González. ¿Qué sería de ella? De estas dos cómicas, una tendría cerca de treinta años; la Pilar era una niña. Bustamante, Coll y yo comenzamos a hablar con ellas y a hacer alarde de nuestra vida de internos y de que hacíamos autopsias en la sala de disección. «¿Son ustedes internos del hospital?» «Sí.» «Es un oficio muy duro.» Yo charlé por los codos de operaciones ementas, sin duda un poco excitado por el alcohol, y en esto, la muchachita, Pilar, me dice con su lengua de trapo: «Llevas una vida muy dura. Si quieres, deja el trabajo y ve a mi casa; vivo en la calle de la Libertad, número tantos. Ahí tienes la llave de mi casa. Espérame» Y me entregó la llave. Yo me quedé asombrado. Un momento después, la de más edad de las dos cómicas me dijo en un aparte: «Deme usté la yave que le ha dao esa. No le haga usté caso. Con las novelas que lee está chalá.» Después no me ha pasado nada parecido. Sin duda era el prestigio de la juventud. Quizá había también en la inclinación rápida de aquella chica un fondo de sadismo.

14. El Palacio de la Sífilis

Don Eduardo sigue andando, y un señor grueso, redondo, con cara de luna, le detiene.

VALENTÍN. —¡Hola, Don Eduardo! ¿Qué tal?

DON EDUARDO.—¡Hola, Valentín!

VALENTÍN. —Hoy andamos por aquí de parranda. Un día es un día. Vamos a tomar una copa, Don Eduardo.

DON EDUARDO. —No me conviene. Los médicos me lo han prohibido.

VALENTÍN. —¿Quién hace caso de los médicos? Usted, seguramente, no. Yo, que soy practicante, tampoco. Vamos a entrar aquí.

DON EDUARDO. —Vamos.

VALENTÍN. —¿Sabe usted cómo llaman a este bar?

DON EDUARDO. —No.

VALENTÍN. —El Palacio de la Sífilis.

DON EDUARDO. —¡Bah! También eso es fantasía. No habrá aquí más sifilíticos que en otro lado.

VALENTÍN. —Tiene usted razón.

Beben los dos y salen del bar.

DON EDUARDO. —Ahora, ¿qué va usted a hacer?

VALENTÍN. —Ahora voy a poner una inyección a un viejo gotoso.

DON EDUARDO. —¿Y dónde vive?

VALENTÍN. —Vive en la calle de Atocha.

DON EDUARDO. —Tiene usted un buen paseo; le voy a acompañar.

Marchan los dos, charlando, del brazo, a la Puerta del Sol, y en la calle del Príncipe, en un bar, toman unas copas. Llegan a la calle de Atocha, a la casa donde tiene que entrar Valentín, y se la encuentra cerrada. Valentín llama al sereno y después canta.

VALENTÍN.

Abra usted la puerta,

señora portera,

que vengo del baile

con la filoxera.

DON EDUARDO. (Canta también.)

Ay, ay, ay, que a mi marido

le gusta el vino,

Ay, ay, ay, y el aguardiente

y el marrasquino.

VALENTÍN.

Ay, ay, ay, que a mi marido

le gusta el ron.

Ay, ay, ay, y el aguardiente

y el peleón.

EL SERENO. (Que se presenta de pronto.) —¡Hola, buenas noches!

VALENTÍN. —¡Hola, sereno!

EL SERENO. —¡Y que está fresquita la noche! (Buscando la llave y como si tuviera que hacer algo difícil.) Vamos a ver.

DON EDUARDO. (A Valentín.) —¿Ya acertará usted a poner la inyección?

VALENTÍN. —Sí, hombre. Como las propias rosas. (El sereno abre la puerta y enciende en el portal una cerilla larga, que entrega al practicante.)

DON EDUARDO. —¡Adiós, Valentín!

VALENTÍN. —¡Adiós, Don Eduardo!

DON EDUARDO. (Solo.) —¿Qué hago yo ahora? ¿Adónde voy? A casa, no. Mi mujer no habrá llegado. Al café, tampoco. Si tomase una copa más me emborracharía y daría un mal espectáculo. El caso es que tengo ganas de emborracharme y de olvidar. Todo eso de la insuficiencia no es más que pedantería médica, cosas que decimos nosotros para probar que sabemos algo.

EL YO OSCURO. —Sabes muy bien que eso que dices no es verdad.

DON EDUARDO. —Voy a comprar una botella de coñac y me voy a ir al hospital. Al menos allí me tienen un poco de ley; convidaré al interno. (Don Eduardo sube hacia la plaza de Antón Martín, y entra en una tienda de comestibles muy iluminada.) Algunas veces solía venir aquí a comprar galletas inglesas para Eduardito… ¿Por qué se suicidaría aquel chico?… Bueno, bueno, dejemos eso. Estoy recordatorio. Parezco una esquela funeraria.

EL YO OSCURO. —Esa es tu herida, que no podrás curar nunca.

Don Eduardo coge la botella de coñac, la paga y la mete en el bolsillo del gabán. Luego marcha en dirección del Hospital General.

15. El hospital

Don Eduardo ha entrado en el hospital, ha subido la escalera sombría y ha llegado a su sala. Están el médico de guardia, el interno y el capellán.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —¡Hola, Don Eduardo! ¿Qué le pasa a usted?

DON EDUARDO. —Que he tenido que hacer una visita por aquí cerca, y me he traído una botella de coñac.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —¡Muy buena idea!

EL CAPELLÁN. —Echaremos una partidita.

DON EDUARDO. —Bueno; ¿de qué?

EL MÉDICO DE GUARDIA. —De tute.

DON EDUARDO. —Vamos allá.

El capellán reparte las cartas.

UN ENFERMERO. (Entra y se dirige al interno.) —A ver si pueden ustedes ir a la sala de locos. Están armando un escándalo.

EL MÉDICO DE GUARDIA Y EL INTERNO. —Ya vamos.

DON EDUARDO. —Iré con ustedes.

EL CAPELLÁN. —Yo voy a despachar con un enfermo.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —No le dé usted muchos pases de muleta.

El médico de guardia, el interno y Don Eduardo avanzan por largos corredores hasta la sala de locos, en donde entran.

UN VIEJO LOCO. —Oiga usted, señor médico.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —¿Qué pasa?

UN VIEJO LOCO. —Que yo creo que aquí todos son maricas, y está uno en peligro; pero yo, no; yo soy muy hombre, porque he tomado fitina y glicerofosfato de sosa y estoy muy fuerte.

UNA MUJER DESMELENADA. —¡Ja! ¡Ja! Es un viejo asqueroso. ¡Pues no quería agarrarme el pecho!

UN VIEJO LOCO. —Señora, yo no soy viejo; yo tengo veinticinco años y soy joven y estoy lleno de radiactividad y de fluido magnético, porque he tomado fitina y glicerofosfato de sosa. Si viene usted aquí conmigo tendremos en seguida un chico en veinticinco horas, veinticinco minutos y veinticinco millones de cuarto de segundo.

UNA MUJER JOVEN. (Con un pañuelo de bolsillo en la cabeza.) —¡Qué sinvergüenzas, asquerosos! Pero ¿qué se creerán? ¿Que todas somos aquí unas zorras? ¡Qué tíos guarros! ¡Marranos! ¿Qué se creerán? Decir esas palabrotas delante de mí, que soy la emperatriz de Austria, y de Rusia, y de Checoslovaquia, y de la Siberia.

UNA EXTRANJERA. (Con un sombrero estropeado en la cabeza.) —Senior… Senior…

EL MÉDICO DE GUARDIA. (Al enfermero.) —No pasa nada. Si alguno alborota demasiado, que le den una ducha. Vamos, Don Eduardo, a seguir la partida.

16. Noche de barullo

EL MÉDICO DE GUARDIA. —¿Otra copita? Parece que nos van a dejar en paz. (Reparte las cartas.)

DON EDUARDO. (Balbuciendo y con la cara roja.) —Hace cuarenta años era yo el interno de la sala de presas; había mecheras, ladronas, estafadoras, comadronas abortadotas…

EL MÉDICO DE GUARDIA. —Como ahora. No se fija usted en el juego, Don Eduardo. Tenía usted veinte en copas.

DON EDUARDO. —¿Qué importa? Entonces la carcelera era la mujer de un novelista por entregas. Yo le decía. «¿Qué, quiere usted un poco de alcohol?» «¿Del de quemar?» «No, del de beber» «Bueno, venga» Y le echaba una copa, y bebía, y se pasaba elegantemente el dorso de la mano por los labios. «Cuando vivía mi pobre marido —me decía— solíamos tener grandes fiestas en casa. Él compraba una botella de coñac, dictaba dos o tres capítulos, y se bebía la botella. Eran otros tiempos», aseguraba ella.

EL CAPELLÁN. —Y lo serían.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —Está usted jugando muy mal, Don Eduardo.

DON EDUARDO. —¡Bah! Lo mismo da.

UN MOZO. (Entrando y dirigiéndose al cura.) —El número treinta y siete de la sala segunda se está muriendo. (Al médico de guardia.) Traen un herido.

EL CAPELLÁN. —Bueno; vamos por los arreos de matar.

El médico de guardia, el interno y el cura se levantan y salen.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —Ahí se queda usted, Don Eduardo; hoy vamos a tener noche de trajín.

DON EDUARDO. —Bueno, por mí no hay que apurarse. Yo soy rata de hospital.

EL INTERNO. —Si tiene usted sueño, se acuesta.

DON EDUARDO. —Vamos a tomar otra copa, ¡qué diablo!

EL MÉDICO DE GUARDIA Y EL INTERNO. —Vamos allá. (Beben.)

EL MOZO. (Tarareando.) —Si vas a París, papá, cuidado con los apaches.

17. Procesión de sombras

Don Eduardo se queda solo.

DON EDUARDO. (Oye la canción del enfermero.) —Eso es muy feo. En mi tiempo se cantaban cosas más divertidas. (Canta con voz ronca.)

Un sietemesino,

que perdió el destino,

a una rica jamona

le juró su fe

y ella, que es jamona,

se desilusiona

cuando en traje de baño lo ve.

(Don Eduardo, excitado, se levanta y canta de nuevo.)

Aprendemos en francés a saludar:

Bonsoir, monsieur!

Y sabemos en la pista patinar

con solo un pie.

Si nos manda una incógnita buscar

el profesor

la encontramos en el baile

mucho mejor.

No sé de dónde era esta canción. Ya no me acuerdo. ¡Hum! La cabeza me da algunas vueltas. (Se sienta de nuevo, apoya el codo en la mesa y se queda un momento turbado.)

EL MOZO. —Qué, ¿se va usted a dormir?

DON EDUARDO. —Sí; es posible que eche un sueñecito.

EL MOZO. —Don Eduardo tiene hoy la gran jumera.

DON EDUARDO. (Hablando solo.) —¿Qué pasará esta noche? Todos los antiguos profesores, que yo creía muertos, andan por los pasillos del hospital. Ahí está Letamendi, con sus melenas, Calleja, con su levita, y Calvo y Martín, que nos ha contado por centésima vez que era miliciano nacional cuando Cabrera se presentó a las puertas de Madrid. Don Benito Hernando me ha dicho por lo bajo que eso del arsénico no sirve para nada. Bueno, ¿a mí qué me importa por el arsénico? Vamos a tomar otra copa. Cantaré como Julio Ruiz, ¡pobre! Creo que murió en el hospital. (Don Eduardo intenta cantar, tose, se mueve en la silla, apoya de nuevo la cabeza en la mano y se queda atónito. Tiene delante al hermano Juan). Hombre, usted es el hermano Juan. ¿Qué hace usted aquí?

EL HERMANO JUAN. —Aquí estoy, como siempre.

DON EDUARDO. —¿Qué demonio hizo usted, hermano?

EL HERMANO JUAN. —Me fui a la Argentina, y estuve de enfermero…; luego puse un bar.

DON EDUARDO. —Muy buena idea… Y ahora que estamos solos, dígame usted: ¿qué diablo era usted? ¿Místico?… ¿Masoquista?… ¿Invertido?

El hermano Juan se pone un dedo en los labios, y desaparece.

DON EDUARDO. —No quiere decir su secreto.

18. Buena Nochebuena

Don Eduardo apoya de nuevo la cabeza en la mano, y se queda dormido. Comienza a oír a lo lejos la campana de alguna iglesia, en donde tocan para anunciar la misa del gallo.

DON EDUARDO. —¡Qué extrañas voces! No entiendo lo que me dicen. ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Que no murió el chico mío?

LA VOZ. (Como un trueno.) —No.

DON EDUARDO. —Me quitan un peso terrible de encima.

LA VOZ DE EDUARDITO. —¡Hola, papá! Aquí estoy.

DON EDUARDO. —¿Así que vives? ¿Vives?

LA VOZ DE EDUARDITO. —Sí.

EL YO OSCURO. —Es una ilusión auditiva.

DON EDUARDO. —Quería preguntarle, ¿por qué se suicidó?… Pero si no se suicidó, la pregunta es estúpida. Nada, nada; no tengo ningún pesar, no tengo ninguna tristeza. La euforia… la euforia… ¡Qué música magnífica! ¡Qué allegro admirable! ¡Pero si es el pianista del café del Siglo; es el mismo! ¡Qué estado admirable! Esta es la euforia, la ataraxia.

EL YO OSCURO. —Esto es la muerte, son las fantasías del delirio.

Delante de Don Eduardo se abre un gran teatro lleno de luces, rojo y dorado, en donde aparecen una porción de personajes con trajes brillantes.

DON EDUARDO. —Esto es como una de las revistas de mi tiempo.

EL YO OSCURO. —Es el índice de nuestra vida, Finís.

DON EDUARDO. —Hombre, Fifí que canta.

FIFÍ. (Que aparece elegantemente vestida y se pone a cantar.)

Hier, voyant l’chien d’une viell’ dame,

Vêtu d’un pal’tot flambant

Je dis: A votr’ toutou, madame,

Il manqu' quelque chose assurément:

Il n’a pas de parapluie;

Ça va bien quand il fait beau;

Mais, quand il tombe de la pluie,

II est trompé jusqu’aux os.

DON EDUARDO. —Muy bien, Fifí. ¡Muy bien! Estás como en tus buenos tiempos. Y ahora, ¿quién viene ahora? Pero ¡hombre!, si es Julio Ruiz con su capa en Los trasnochadores.

Julio Ruiz, de albañil madrileño y jugando con la capa, canta con voz ronca.

JULIO RUIZ.

He dejado a la parienta

dormida en el piso quinto

y daremos una tienta

al vino tinto.

Yo me atraco de legumbres

y padezco de calambres,

y me curo con fiambres

y un par de azumbres.

Y aunque diga un mal amigo

que beber me causa estrago,

yo contesto: «Habiendo trigo,

venga otro trago.»

Julio Ruiz hace una porción de juegos con la capa, hasta que se emboza en ella, y se va.

DON EDUARDO. —¡Bravo Julio! Está como en sus buenos tiempos. ¿Quién sale ahora? La González. Pilar González, mi conquista.

LA GONZÁLEZ. (Cantando.)

De las luces

soy la que tengo más chic,

soy la Bujía elegante

más afamada en Madrid.

DON EDUARDO. —No ha aprendido a decir chic todavía. Tenía la lengua de trapo. ¿Y esta otra que viene? Si es la Montes. ¡Qué guapetona! ¡Qué entusiasmo nos producía!

LA MONTES.

Una niña que tenía amores

con un cabo de guarnición,

con tal fuego tomaba la cosa,

que aquel cabo se la consumió.

EL YO OSCURO. —Todo esto es bastante grosero.

DON EDUARDO. —¡Qué importa! Es la juventud. Ahora el coro de marineritos del Retiro, de La Gran Vía.

LOS MARINERITOS. —Cruza el marino, con ánimo sereno…

EL YO OSCURO. —Esto no vale nada.

DON EDUARDO. —Ahora, el Canene del café Imperial.

EL CANENE.

La muerte del Espartero

en Seviya causó espanto;

desde Madrid lo traheron,

desde Madrid lo traheron,

hasta el mismo campo santo…

DON EDUARDO. —Que toquen otra cosa. La romanza de la flor, de Carmen,…, el vals de La bohemia.

EL YO OSCURO. —Todo muy acaramelado.

DON EDUARDO. —Ahora, el canto de la primavera, de La Valkiria. ¡Qué bonito! ¡Qué romántico!

EL YO OSCURO. —Podría ser de una zarzuela.

DON EDUARDO. —No, ¡ca! Es magnífico.

EL YO OSCURO. —¿Y eso ha sido tu vida? ¿Nada más? ¡Qué miseria! ¡Qué vida más insignificante!

Don Eduardo está ahora delante de la pantalla de un cinematógrafo, y un monigote va escribiendo estas palabras: «Nada, Niente, Ríen, Nihil, Nitchevo, Nichts.» En esto, el cuerpo de Don Eduardo se contrae, y la cabeza cae sobre la mesa.

19. Se acabó

Entran el médico de guardia, el capellán, el Interno y el Enfermero.

EL MÉDICO DE GUARDIA. —¡Eh, Don Eduardo! Está frío. ¿Qué le pasa a este hombre?

EL ENFERMERO. —Na, que la ha diñao.

EL CAPELLÁN. —Vamos a ver si se puede hacer algo por él.

EL ENFERMERO. (Riendo.) —Únicamente la autopsia.

EL INTERNO. —¡Pobre hombre! Era una buena persona.