DE LA FIEBRE
Sentía las pulsaciones de las arterias en mi cerebro y una gran pesadez y una gran molestia.
De repente, empecé a cruzar corredores sombríos, pasadizos angostos, cuyas paredes se estrechaban a mi paso, y me encontré en el campo.
Era una tarde de verano; el sol brillante arrojaba sus dardos de fuego sobre la tierra, caldeada y seca; resplandecían las mieses en la llanura con reflejos de oro, esmaltadas por rojas amapolas, que parecían gotas de sangre. El aire, saturado de densos vapores, zumbaba en los oídos sordamente.
El campo se hallaba desierto; se resquebrajaba el suelo por el calor que venía de arriba; la tierra dormía con un sueño inquieto y fatigoso.
A veces, el viento del Sur lanzaba una bocanada de fuego; el polvo se retorcía rabioso en el aire, y daba a los árboles y a las matas y a los viñedos un tono ceniciento.
Cerré los ojos, y cuando los abrí quedé asombrado. El cielo había enrojecido; las peñas remplazaron a las mieses y a los viñedos, y aparecieron entre sus oquedades plantas extrañas de aspecto escrofuloso, hierbecillas raquíticas quemadas por el viento del Mediodía, hierbecillas raquíticas que inclinaban hacia el suelo tristemente su amarillenta cabeza. El monte, formado por un montón de rocas áridas y negras, se destacaba recortado bruscamente en el cielo sangriento.
De la cresta de las montañas, de los sembrados del valle del interior de las cavernas, no venía el más ligero murmullo; el silencio, el silencio por todas partes…, y nada reposaba bajo el cielo de sangre, fundido por las miradas del ojo inyectado del sol.
La negrura del monte se esparció por el valle, y yo me estremecí y temblé…: en la oscuridad había una sombra y la sombra era de un hombre, y la sombra era más negra que la oscuridad misma. Sí, era él, él, yo le conocía por haberle visto en otras noches de fiebre; era él, me miraba y sonreía; yo deseaba ocultarme para que no me viese, él hacía esfuerzos para esconderse tras de una gigantesca planta; los dos nos contemplábamos, sonrientes; pero nuestros corazones sonaban en el pecho como el martillo de una fragua, y temblábamos de terror. Lentamente, el hombre se fue acercando adonde yo estaba y se quedó mirándome. Era un hombre alto y majestuoso; tenía la frente ancha, pero sus ojos no tenían expresión, y vestía de negro, todo de negro, y su rostro era gris.
De repente vi una mujer que estaba derecha tras de él; y tenía un vestido rojo con manchas amarillas, y su cara era de color azafrán, y la nariz era roja como el vestido, y tenía también manchas amarillas y pustulosas como gotas de cera.
Y por todas partes iban saliendo personajes extraños y figuras abominables. Lina mujer hidrópica, que había visto en el depósito de cadáveres del hospital, me miraba con su cara redonda y lisa como una pandereta, y a veces sonreía, mostrándome luego, con sus dedos hinchados de agua, unas manchas de un verde esmeralda que tenía en el vientre. Y se paseaban por delante de mis ojos hombres con las caras alargadas y serias, y otros de caras muy anchas; unos todo boca y otros todo orejas. Lina cabeza, con la cual había hecho conocimiento al disecarla en la clase de Disección, daba vueltas alrededor de mí, zumbando como una abeja…
Densas humaredas oscuras ennegrecían rápidamente el horizonte; Dios pintó al cielo con negras pinceladas y comenzaron a brillar estrellas en la bóveda de ébano con un palpitar silencioso.
Quise hablar para convencer a los elementos de lo absurdo de sus manifestaciones; pero mi voz se extinguió sin que yo mismo la oyera.
Un sapo negro, que hasta aquel momento no había visto, con una estrella reluciente en la espalda, lanzó una nota triste y dulce.
Entonces, mil confusos rumores salieron de la tierra; el viento comenzó a resonar a lo lejos, y de las altas copas de los árboles salía un murmullo formidable. La cabeza que revoloteaba a mi alrededor aullaba, y a través del agujero de su boca veía el paisaje, y el ruido aumentaba y pasaban junto a mí grandes locomotoras echando chispas y rechinando, y culebras monstruosas que silbaban en mis oídos.
Poco a poco, el ruido se fue apaciguando, y se presentó ante mis ojos un paisaje gris, y el hombre negro y majestuoso, vestido de negro, y la cabeza que había conocido en la sala de disección, desaparecieron como disueltos en el aire.
Y por los cristales de la ventana sonreía la mañana gris de un día de primavera.