7

Lo peor empezó entonces. Había tantas cosas que ocultarle a Sophie que apenas podía mostrarme delante de ella. Me volví inquieto y remoto, y me encerraba en mi cuartito de trabajo, anhelando únicamente la soledad. Durante mucho tiempo Sophie me aguantó, actuando con una paciencia que yo no tenía ningún derecho a esperar, pero al final incluso ella comenzó a cansarse y a mediados del verano ya habíamos empezado a pelearnos, a criticarnos, a reñir por cosas que no importaban nada. Un día entré en casa y la encontré llorando sobre la cama; supe entonces que estaba a punto de destrozar mi vida.

Para Sophie el problema era el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosas volverían a la normalidad. Me había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yo no debería resistirme a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba en argumentar la posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, había firmado un contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que ya no tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí únicamente en la medida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había libro. Se había convertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no tenía nada que ver con escribir. Toda la documentación para la biografía, todos los hechos que descubría mientras investigaba su pasado, todo el trabajo que parecía pertenecer al libro, todo eso lo utilizaría para descubrir dónde estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospecha de lo que me proponía; porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente de lo que hacia en realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre. Estaba reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo una cronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja perplejo. Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe, hablar con Fanshawe, enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía pasar de ahí, nunca podía concretar una imagen de lo que esperaba conseguir con tal encuentro. Fanshawe me había escrito que me mataría, pero esa amenaza no me asustaba. Sabía que tenía que encontrarle, que nada estaría zanjado hasta que le encontrase. Esto era el dogma, el primer principio, el misterio de fe: lo reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.

Al final, creo que no pensaba matarle realmente. La visión asesina que había tenido cuando estaba con la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivel consciente. Había veces en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas —estrangular a Fanshawe, apuñalarle, pegarle un tiro en el corazón—, pero otras personas habían tenido muertes semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacía mucho caso de esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar a Fanshawe, sino que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucedió solamente una o dos veces —en momentos de extrema lucidez— y me convencí de que ése era el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estaba esperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que yo llevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había que quebrar el poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era demostrarle que ya no me importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un muerto, aunque estuviese vivo. Pero antes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía que demostrármelo a mí mismo, y el hecho de que necesitara demostrármelo era prueba de que todavía me importaba demasiado. No me bastaba con dejar que las cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlas a su culminación. Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponerme a prueba ante el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. La cuestión era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.

Las cartas a Ellen me fueron útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendían a ser especulativos y carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuí que Fanshawe hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historias divertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otros escritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la universidad, de compañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia. Y aunque no había remite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown, Corpus Christi, Charleston, Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un pueblo en el sur de Francia. Estas cosas bastaban para ponerme en marcha y pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas, relacionando a personas con lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujando mapas y calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, y cualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el final. Mi suposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una equivocación, que alguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría visto. Esto no era en absoluto seguro, pero me parecía la única manera plausible de empezar.

Las cartas de la universidad son bastante pesadas y sinceras —comentarios sobre los libros leídos, sobre las conversaciones con amigos, descripciones de la vida en el colegio mayor—, pero éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen y tienen un tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco, por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como parte de una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a su nuevo entorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador de Louisiana (y ganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en tierra (y ganando) y luego explicando su éxito como una chiripa: «Estoy tan concentrado en no pegármela que de alguna manera me he superado. Una descarga de adrenalina, creo.» Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de máquinas, «sesenta grados, aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas se me llenaban de sudor hasta tal punto que chapoteaba dentro de ellas como si hubiera metido los pies en un charco»; de cuando un dentista borracho le sacó una muela del juicio en Baytown, Texas, «sangre por todas partes, y trocitos de muela en el agujero de la encía durante una semana». Al ser un recién llegado sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo a otro. En cada puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volver a casa y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos recién llegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como le llamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como marinero ordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza (fregando suelos, haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor (sirviendo el rancho y fregando los platos). Este último trabajo era el más duro, pero también el más interesante, ya que la vida en un barco gira principalmente en torno al tema de la comida: los grandes apetitos alimentados por el aburrimiento, los hombres que literalmente viven pendientes de una comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos de ellos (hombres gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un duque francés del siglo XVIII). Pero un veterano le dio a Fanshawe buenos consejos el día en que comenzó ese trabajo: «No aceptes tonterías de nadie», le dijo el hombre. «Si un tipo se queja de la comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si no estuviera allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez le pondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes que dejar claro quién es el jefe.»

Vemos a Fanshawe llevándole el desayuno al capitán una mañana después de una noche de violentas tormentas frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo el pomelo, los huevos revueltos y la tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja en papel de aluminio, envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos no salgan volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidad de cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los primeros pasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le golpea, haciendo una complicada pirueta, porque el aíre feroz empuja la bandeja hacia arriba y le obliga a levantar los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera agarrándose a una máquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al agua; Fanshawe reuniendo todas sus fuerzas para bajar la bandeja, poniéndola finalmente en una posición plana contra su pecho (los platos milagrosamente no resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda la longitud del puente, una diminuta figura encogida por los estragos del aire a su alrededor. Fanshawe, después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entra en el castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: «Su desayuno, capitán», y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de reconocimiento y responde con voz distraída: «Gracias, chico. Ponlo en esa mesa.»

No todo fue tan divertido para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (no da detalles) que parece haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenas que presenció en tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo de borrachos atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran bandera americana (para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tiene suficientes estrellas —«esta bandera es falsa»— y el viejo lo niega, casi suplicando compasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo del primero; el incidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste aterriza de bruces en la acera, y los borrachos muestran su aprobación, zanjando el asunto con unos cuantos comentarios acerca de poner el mundo a salvo para la democracia. «Me sentí humillado» escribía Fanshawe, «avergonzado de estar allí.»

Sin embargo, las cartas tienen básicamente un tono jocoso («Llámame Redburn», empieza una de ellas)[9], y al final uno intuye que Fanshawe ha conseguido demostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una excusa, una arbitraria ajenidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo desconocido. Como en cualquier iniciación, la supervivencia misma es el triunfo. Lo que comienzan siendo posibles inconvenientes —sus estudios en Harvard, su educación de clase media—, él lo convierte finalmente en su ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como el intelectual de la tripulación, ya no es únicamente el «Chico», sino a veces también el «Profesor», le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo tercer presidente, cuál es la población de Florida, quién jugó de exterior izquierdo con los Giants en 1947) y le consultan con frecuencia como fuente de información de asuntos difíciles. Los miembros de la tripulación solicitan su ayuda para rellenar impresos burocráticos (declaraciones de impuestos, cuestionarios de compañías de seguros, partes de accidentes) y algunos incluso le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete cartas de amor de Otis Smart a su novia Sue-Ann, residente en Dido, Louisiana). La cuestión no es que Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que logra encajar, encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los demás. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se libera no sólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto, creo yo, es que cuando deja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo una noche en Charleston recoge su paga de manos del capitán y luego simplemente desaparece. Dos semanas más tarde llega a París.

Ni una palabra durante dos meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólo postales, mensajes breves y elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografías turísticas tópicas: Sacré-Coeur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza a escribir cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran importancia. Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo (numerosos poemas, un primer borrador de Oscurecimientos), pero las cartas no dan verdadera idea de la vida que lleva. Se intuye que tiene un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen, que no quiere perder el contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debe contarle. (Y la verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Van dirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las selecciona antes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las ve. Yo creo que Fanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso sucedería. Lo cual complica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas cartas no están escritas para Ellen. Ellen, finalmente, no es más que un artificio literario, la médium a través de la cual Fanshawe se comunica con su madre. De aquí la indignación de ella. Porque incluso cuando le habla finge no hacerlo.)

Durante aproximadamente un año las cartas hablan casi exclusivamente de objetos (edificios, calles, descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos de cosas vistas y oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente, empezamos a ver a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia la anécdota, pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da una cualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor ruso de nombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo, vive solo en un deteriorado piso de la rue Mademoiselle. «Veo a este hombre más que a nadie», afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un destello de lo que se dicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del piano de cuarto de tono que tiene en el piso, de sus enormes dimensiones y múltiples teclados (fue construido para Wyshnegradsky en Praga casi cincuenta años antes y es uno de los tres pianos de cuarto de tono que hay en Europa), y luego, sin ninguna mención más a la carrera del compositor, la historia de cómo Fanshawe le regala al anciano una nevera. «Yo me mudé a otro piso el mes pasado», escribe Fanshawe. «Como éste tenía una nevera nueva, decidí darle la vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él no ha tenido nunca una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos en un armarito en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yo me encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda del hombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un suceso importante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez desconfiado, según pude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de qué hacer con aquel objeto extraño. «Es tan grande…», repetía mientras la poníamos en su sitio, y luego, cuando la enchufamos y el motor se puso en marcha, «Cuánto ruido». Le aseguré que se acostumbraría y le señalé todas las ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto mejoraría su vida. Me sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendo la vida de aquel hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasó una semana o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contento que estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podía comprar y conservar en su casa. Luego el desastre. «Creo que se ha roto», me dijo un día, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte superior al parecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo, había utilizado un martillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que había debajo. «Mi querido amigo», le dije, «lo siento mucho». Le dije que no se preocupara, yo encontraría a alguien que se lo arreglara. Una larga pausa al otro extremo. «Bueno», me dijo al fin, «creo que tal vez sea mejor así. El ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme. He vivido tanto tiempo con mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Mi querido amigo, no se enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo como yo. Se llega a un punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.»

Las cartas siguientes continúan en la misma línea, menciona varios nombres, alude a diversos trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duró aproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que pudo. Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en otra época hay pruebas de que dio clases particulares de inglés a varios alumnos de lycée; parece que también trabajó un verano en la oficina de París del New York Times, como telefonista en el turno de noche (lo cual, por lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); y luego hay un periodo bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para un productor cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis de guiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras de Fanshawe, creo que ciertos incidentes de El país de nunca jamás pueden estar inspirados en esta última experiencia (la casa de Montag en el capitulo siete; el sueño de Flood en el capitulo treinta). «Lo más extraño de este hombre», escribe Fanshawe (refiriéndose al productor de cine en una de sus cartas), «es que mientras en sus tratos financieros con los ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentiras descaradas), es muy bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Raras veces demanda o lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que les da la oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es un marqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no hace nada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi trabajo hay un lacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito escondido detrás de las cortinas, algún elegante financiero que resulta ser el botones. Tampoco tira nada. Cuando el ex director que había estado viviendo en la habitación de la doncella en el sexto piso se suicidó el mes pasado, yo heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, es una prenda negra y larga que me llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.»

En cuanto a la vida privada de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Menciona una cena, describe el estudio de un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces, pero la naturaleza de estas relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo necesitaba, sin embargo. Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendo suficientes preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estas personas.

Aparte de un viaje de tres semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo), Fanshawe parece haber permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitiva de Oscurecimientos en algún momento de su segundo año en París; escribió Milagros durante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es bastante fácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando Fanshawe adquirió la costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro es el momento preciso en que dejó París para irse al campo, pero creo que debió de ser entre junio y septiembre de 1971. Las cartas empiezan a escasear a partir de entonces y los cuadernos no dan más que una lista de los libros que estaba leyendo (Historia del mundo, de Raleigh, y Los viajes de Cabeza de Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relato bastante minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes, pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el hecho de que era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez un secreto, lo fue sólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte, la única vez en sus cartas que se delata. «Los Dedmon, un matrimonio americano que conocí en París», escribe, «no podrán visitar su casa de campo durante un año (se marchan a Japón). Debido a que les han entrado en la casa una o dos veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me han ofrecido el empleo de guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también me permiten usar su coche y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando si tengo mucho cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mí para que me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unos desconocidos.» Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la carta, me animé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso había sucedido una vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera volver a pasar.

Como ejemplos de escritura, las cartas del campo sobrepasan a todas las demás. A estas alturas, el ojo de Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye una nueva disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver y escribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de un solo gesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él una y otra vez, observándolo interminablemente, registrando interminablemente sus cambios. Su paciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay pasajes literarios sobre la naturaleza, tanto en las cartas como en los cuadernos, tan luminosos como los mejores que he leído. La casa de piedra en la que vive (muros de sesenta centímetros de grosor) fue construida durante la Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un prado donde pastan las ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, al otro lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta habitantes). En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de árboles, están las ruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los Caballeros Templarios. Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja, arcilla blanca, el mistral: Fanshawe vivió en medio de estas cosas durante más de un año, y poco a poco parecen haberle cambiado, haberle enraizado más profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de una experiencia religiosa o mística (estos términos no significan nada para mí), pero todas las pruebas parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sin ver a nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad se convirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento. Aunque todavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo de su madurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es prometedora, está consumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando por la larga secuencia de poemas escritos en el campo (Fundamentos) y continuando con las obras de teatro y El país de nunca jamás (todas escritas en Nueva York), Fanshawe está en plena floración. Uno busca indicios de locura, signos del pensamiento que finalmente le puso contra sí mismo, pero la obra no revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una persona poco corriente, pero según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa a América en el otoño de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.

Mis primeras respuestas vinieron de las personas que Fanshawe había conocido en Harvard. La palabra biografía parecía abrirme las puertas y no tuve ninguna dificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a su compañero de habitación del primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a dos o tres de las chicas de Radcliffe con las que había salido. No saqué mucho de ellos, sin embargo. De todas las personas a las que conocí, sólo una me dijo algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le había conseguido a Fanshawe el trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en el condado de Westchester y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Era de una seriedad que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojos firmes y la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle. Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su amistad.

—Yo era un chico diligente —le dijo Schiff—. Trabajador, obediente, sin mucha imaginación. A Fanshawe no le intimidaba Harvard de la misma manera que a todos nosotros, y creo que a mí me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas, más filósofos, más novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importaban las notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en el mismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de entonces, más o menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre todas las cosas que creo que aprendí más de él que en ninguna de las clases. Supongo que fue un caso grave de adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y yo no lo he olvidado. Fue el único que me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer mis propias elecciones. De no ser por él, nunca habría sido médico. Me pasé a medicina porque él me convenció de que debía hacer lo que deseaba hacer, y todavía le estoy agradecido.

»Hacia la mitad del segundo año Fanshawe me dijo que iba a dejar la universidad. No me sorprendió realmente. Cambridge no era el sitio adecuado para Fanshawe y yo sabía que él estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre, que representaba al sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en un barco. Lo organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unas semanas más tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola, cómo estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haber podido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me estallaron en la cara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años, andando por la Quinta Avenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la calle. Yo estaba encantado de verle, verdaderamente sorprendido y contento, pero él apenas me habló. Era como si se hubiera olvidado de mí. Muy rígido, casi grosero. Tuve que obligarle a coger mi dirección y mi número de teléfono. Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lo hizo. Me dolió mucho, se lo aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Ni siquiera me dijo qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de la universidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El año pasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé que es infantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería cogiendo polvo. Es muy extraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra maestra, pero no creo que yo pueda leerlo nunca.

Éste fue el comentario más lúcido que me hizo nadie. Algunos de sus compañeros del petrolero tenían cosas que decir, pero nada que realmente sirviera a mi propósito. Otis Smart, por ejemplo, recordaba las cartas de amor que Faushawe escribía en su nombre. Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente de ellas, incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado («Mi querida pies bailarines», «Mi mujer de zumo de calabaza», «Mi perversidad de los sueños viciosos», etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me dijo, era que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a Sue-Ann, ella estaba tonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó que iba a casarse.

—Más vale así —añadió Smart—. Me encontré a Sue-Ann en mi pueblo el año pasado y debe pesar unos ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo, pavoneándose por la calle con unos pantalones elásticos de color naranja y un montón de críos berreando a su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. Ese Fanshawe me hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa. Es una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha palmado tan joven.

Jeffrey Brown, ahora jefe de cocina en un restaurante de Houston, había sido el ayudante de cocina en el barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de la tripulación que había sido simpático con él.

—No era fácil —me dijo Brown—. La mayor parte de la tripulación eran paletos blancos del sur y hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se puso de mi lado, no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown y sitios así, bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocía esas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no podíamos ir a los bares de marineros. Yo sabía lo que valdría mi culo en sitios así y no quería líos. Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los barrios negros. La mayor parte del tiempo la situación era bastante tranquila en el barco, nada que yo no pudiera manejar. Pero luego vino durante unas semanas un tipo pendenciero. Un tipo que se llamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era un engrasador blanco y estúpido al que finalmente echaron del barco cuando el jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea de motores. Había hecho trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, era el hombre apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth era tonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada dedo: A-M-O-R en la mano derecha y O-D-I-O en la izquierda. Cuando uno veía esa clase de gilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo fanfarroneó una vez delante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del sábado en su pueblo de Alabama: sentado en una colina sobre la carretera interestatal y disparando a los coches. Un tipo encantador, lo mires como lo mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todo inyectado en sangre e hinchado. Pero también le gustaba presumir de eso. Parece que se le puso así cuando le saltó un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando le tiraba botellas a Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no era mi amigo del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entre dientes y asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron así durante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le salió demasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice: «¿Qué has dicho?», y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como «Me estaba preguntando cuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.» Bueno, Fanshawe era siempre pacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si me entiende, así que yo no esperaba lo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la tele, el hombre que se convierte en bestia. De pronto se enfadó, quiero decir que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró a Cutbirth por la camisa y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a la cara. «No vuelvas a decir eso», dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. «No vuelvas a decir eso o te mato.» Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a matar y Cutbirth se dio cuenta. «Era una broma», dice. «Sólo una broma.» Y ahí se acabó todo, muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos dos días después despidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse más tiempo, cualquiera sabe lo que podía haber pasado.

Obtuve docenas de declaraciones como ésta, en cartas, en conversaciones telefónicas, en entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba el material, crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadena de contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente voraz y al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como el mundo. Una vida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los eslabones se convierten en innumerables, imposibles de calcular. Supe de la existencia de una mujer gorda en un pueblo de Louisiana; supe de la existencia de un racista demente con tatuajes en los dedos. Supe de docenas de personas de las que nunca había oído hablar y cada una de ellas tenía un papel en la vida de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y uno podría decir que ese superavit de conocimientos era precisamente lo que demostraba que estaba llegando a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajo consistía en buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido por millones de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a donde yo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado. Ninguna de aquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él desde hacía años, y a menos que dudara de todo lo que me decían, a menos que empezara a investigar a cada uno de ellos, tenía que suponer que me decían la verdad.

A lo que se reducía aquello era, creo yo, a una cuestión de método. En cierto sentido, yo ya sabía todo lo que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas que descubrí no me enseñaban nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, por decirlo de otra manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshawe al que estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita e incomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las que interrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo confirmaban que lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que Fanshawe era cruel, esto era una vieja historia, y yo me la sabía de memoria. Lo que yo buscaba era algo diferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un acto puramente irracional, algo totalmente atípico, una contradicción de todo lo que Fanshawe había sido hasta el momento en que desapareció. Intentaba una y otra vez saltar a lo desconocido, pero cada vez que aterrizaba, me encontraba en territorio conocido, rodeado de lo que me resultaba más familiar.

Cuanto más avanzaba, más se estrechaban las posibilidades. Quizá eso era una buena cosa, no lo sé. Aunque fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había un sitio menos donde buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaría reconocer. En febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, el detective privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastro de él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte. Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado, interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar a su familia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la posibilidad de contratar a otro detective privado para que le buscase, pero luego decidí no hacerlo. Me pareció que un desaparecido era suficiente y luego, poco a poco, agoté las posibilidades que tenía. A mediados de abril sólo me quedaba una. Esperé unos días más, confiando en tener suerte, pero no pasó nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en una agencia de viajes y reservé plaza en un vuelo a París.

Yo tenía que marcharme el viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar un tocadiscos. Una de sus hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York y pensábamos darle nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en el aire desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para salir a buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos el tocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio donde estaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente solución, pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos guardarlo en algún sitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con un problema.

El espacio donde guardar cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de los pisos de Nueva York, y parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armario que ofrecía alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotado de cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior tampoco cabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe (ropa, libros, objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos mudamos. Ni Sophie ni yo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo apartamento. No queríamos estar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra nueva vida, pero al mismo tiempo nos parecía mal tirarlas. Las cajas habían sido un compromiso y ya ni nos fijábamos en ellas. Se convirtieron en parte del paisaje doméstico —como la tabla del suelo rota debajo de la alfombra del cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama—, invisibles en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armario y miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.

—Basta de esto —dijo, poniéndose en cuclillas junto al armario.

Apartó la ropa que colgaba sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas, separando el revoltijo con un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía ir dirigida contra sí misma más que contra mí.

—¿Basta de qué?

Yo estaba de pie al otro lado de la cama, mirando su espalda.

—De todo —dijo ella, aún empujando la ropa de un lado a otro—. Basta de Fanshawe y sus cajas.

—¿Qué quieres hacer con ellas? —Me senté en la cama y esperé una respuesta, pero ella no contestó—. ¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? —repetí.

Ella se volvió para mirarme y vi que estaba al borde de las lágrimas.

—¿De qué sirve un armario si no puedes usarlo? —dijo. Le temblaba la voz, estaba perdiendo el control—. Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para qué necesitamos todo esto, toda esta —hizo un gesto, buscando la palabra— basura? Es como vivir con un cadáver.

—Si quieres, podemos llamar al Ejército de Salvación —dije.

—Llámalos ahora mismo. Antes de decir una palabra más.

—Lo haré. Pero primero tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.

—No. Quiero que se lo lleven todo, enseguida.

—Me parece bien en cuanto a la ropa —dije—. Pero yo pensaba conservar los libros un poco más. Hace tiempo que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en los márgenes. Terminaría en media hora.

Sophie me miró con incredulidad.

—No entiendes nada, ¿verdad? —dijo. Entonces, mientras se ponía de pie, finalmente se le saltaron las lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservaban nada, que corrían por sus mejillas como si ella no se diera cuenta—. Ya no puedo hablar contigo. Sencillamente no oyes lo que digo.

—Hago todo lo que puedo, Sophie.

—No, no es verdad. Tú crees que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le estás devolviendo la vida.

—Estoy escribiendo un libro. Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo en serio, ¿cómo crees que puedo hacerlo?

—Hay mucho más que eso. Lo sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tiene que estar muerto. ¿No lo entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.

—¿De qué estás hablando? Por supuesto que está muerto.

—No por mucho tiempo. No si tú sigues así.

—Pero fuiste tú quien me animó. Tú querías que escribiese el libro.

—Eso fue hace cien años, cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría soportarlo.

—Está casi terminado, te lo prometo. Este viaje es el último paso.

—Y luego ¿qué?

—Ya veremos. No puedo saber en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.

—Eso es lo que me da miedo.

—Podrías venir conmigo.

—¿A París?

—A París. Podríamos ir los tres juntos.

—Creo que no. Tal y como están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si vuelves, será porque quieres volver.

—¿Qué quiere decir eso de «si»?

—Sólo eso. «Si.» Como en «si vuelves».

—No puedes creer eso.

—Pues lo creo. Si las cosas siguen así, voy a perderte.

—No digas eso, Sophie.

—No puedo remediarlo. Ya casi te has ido. A veces me parece que te veo desaparecer delante de mis ojos.

—Eso es una tontería.

—Te equívocas. Estamos llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a desaparecer y nunca volveré a verte.