5

Me aferré al presente. Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer que me sería posible sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allí conmigo y eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de no levantar la vista, el peligro no podría tocarnos.

Nos trasladamos a un piso en Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevó hasta la mitad de la primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar en Fanshawe. Aunque la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya no representaba la misma amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba que nada podría separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso. Eso me parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hasta qué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después. Por definición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de que nunca dejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y noche durante todos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si no eres consciente de tener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando? Estaba obsesionado, quizá incluso poseído, pero no había ningún signo de ello, ninguna pista que me indicara lo que estaba sucediendo.

Ahora mi vida diaria estaba llena. Apenas me daba cuenta de que trabajaba menos de lo que había trabajado en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudir todas las mañanas y puesto que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muy difícil encontrar excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muy flexible. En lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba en mi cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en casa era una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en esas horas tranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar en el cuerpo de Sophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor. Sophie estaba tan hambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la casa se fue erotizando lentamente, transformándose en un dominio de posibilidades sexuales. El mundo subterráneo salió a la superficie. Cada habitación adquirió su propio recuerdo, cada lugar evocaba un momento diferente, de modo que, incluso en la calma de la vida práctica, un determinado trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puerta determinada, ya no eran estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestra vida erótica. Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro era inagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.

De vez en cuando Sophie hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de los dos sentía ninguna urgencia al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e incluso conseguimos ahorrar un poco. El siguiente libro de Fanshawe, Milagros, estaba en preparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el de El país de nunca jamás. De acuerdo con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seis meses después de Milagros, luego vendría la primera novela de Fanshawe, Oscurecimientos, y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos a recibir los derechos de El país de nunca jamás, y con cheques llegando repentinamente por uno u otro concepto, todos los problemas económicos se evaporaron. Como todo lo demás que me estaba ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durante los últimos ocho o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenético abalanzarse de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunado cuando podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo que era respirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por primera vez desde que me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que pensar en esas cosas. Una mañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando con el último párrafo de un articulo, buscando una frase que no encontraba, gradualmente caí en la cuenta de que se me había ofrecido una segunda oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo. Ya no tenía que escribir artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajo que siempre había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí que sería un idiota si no la aprovechaba.

Pasaron más semanas. Entraba en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedía nada. Teóricamente, me sentía inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabeza estaba llena de ideas. Pero cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mis pensamientos parecían desvanecerse. Las palabras morían en el momento en que levantaba la pluma. Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por uno los fui dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fue difícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la vida de casado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de trabajo (que parecía demasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una fecha límite, el cuerpo de Sophie, la repentina e inesperada suerte, todo. Durante varios días incluso jugué con la idea de escribir una novela policíaca, pero luego me atasqué con la trama y no pude hacer encajar todas las piezas. Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperando persuadirme de que aquella ociosidad era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señal de que algo estaba a punto de suceder. Durante más de un mes lo único que hice fue copiar pasajes de libros. Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: «Y cuando sueña que no quiere escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; y cuando sueña que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.»

Es posible que trabajando hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía no tengo claro si se trataba de un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresión visceral es que durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeando desesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi caso era desesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes cambios y aún era demasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego, inesperadamente, se presentó una solución. Si ésa es una palabra demasiado favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera lo que fuera, le opuse muy poca resistencia. Y llegó en un momento en que yo estaba vulnerable y mi juicio no era todo lo que debería haber sido. Éste fue mi segundo error crucial, y derivaba directamente del primero.

Estaba almorzando con Stuart un día cerca de su oficina en el Upper East Side. Hacia la mitad de la comida, me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y por primera vez se me ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultaba tan fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamente conspiratoria, pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando de pillarme para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado del juego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era encargar una biografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una cuestión lógica, no como una sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea espléndida. Empezó a derrochar entusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito Fanshawe explicado, absolutamente evidente, por supuesto, la verdadera historia al fin. En cuestión de segundos lo tenía todo planeado. Yo escribiría el libro. Aparecería cuando se hubieran publicado todas las obras de Fanshawe y yo tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera. Tendría que ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La propuesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba en serio; no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime lo que opinas. Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría. Acordamos que le daría una respuesta definitiva a finales de mes.

Lo comenté con Sophie aquella noche, pero dado que no podía hablarle sinceramente, la conversación no me ayudó mucho.

—Eres tú quien debe decidirlo —me dijo—. Si te apetece hacerlo, creo que deberías seguir adelante.

—¿A ti no te molesta?

—No. Por lo menos, creo que no. Ya se me había ocurrido que antes o después saldría un libro sobre él. Si ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.

—Tendría que escribir sobre Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.

—Unas cuantas páginas bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me preocupa realmente.

—Puede —dije, sin saber cómo continuar—. Supongo que la pregunta más difícil de contestar es si quiero ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado el momento de dejar que se desvanezca.

—La decisión es tuya. Pero la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejor que nadie. Y no tiene por qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podrías hacer algo mucho más interesante.

—¿Como qué?

—No sé, algo más personal, con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría tratar de ti tanto como de él.

—Quizá. Por lo menos es una idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con tanta tranquilidad.

—Estoy casada contigo y te quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que quieres hacer, entonces yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé que estás teniendo dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo. Puede que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.

Secretamente yo había contado con que Sophie tomara la decisión por mí, suponiendo que ella se opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ése sería el final del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me había acorralado y de pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart y le dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después me quedé solo.

Nunca me planteé contar la verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de lo contrario el libro no tendría sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que tenía que fingir que nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo que planeaba hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósito de engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales, no podía contar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un hombre que ha vendido su alma.

Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.

Me acordé de algo que me había sucedido ocho años antes, en junio de 1970. Con poco dinero y sin ninguna perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleo temporal como empadronador en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupo de trabajadores sobre el terreno contratados para perseguir a las personas que no habían respondido a los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios días en una polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos las complejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento del empadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas y azules colgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y volver con los datos, El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general de una operación de lotería ilegal. La puerta se abrió una rendija, una cabeza asomó por ella (detrás pude ver a una docena de hombres en una habitación vacía escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijo cortésmente que no les interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamento hablé con una mujer medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinte minutos de entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó a reír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara, pero le costaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en su casa. En otro apartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales era mayor de veintidós años. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban en casa, no querían hablar conmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las calles se volvieron calurosas y húmedas, intolerables como sólo pueden serlo en Nueva York. Yo empezaba mi ronda temprano, yendo estúpidamente de casa en casa, sintiéndome cada vez más como un hombre recién llegado de la luna. Finalmente hablé con el supervisor (un negro que hablaba muy deprisa y llevaba chalinas de seda y una sortija de zafiro) y le expliqué mi problema. Fue entonces cuando me enteré de lo que realmente se esperaba de mí. A aquel hombre le pagaban cierta cantidad por cada impreso que le entregara un miembro de su equipo. Cuanto mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en su bolsillo.

—Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer —dijo—, pero me parece a mí que si ya lo has intentado honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.

—¿Por dejarlo? —le pregunté.

—Por otra parte —continuó él filosóficamente—, el gobierno quiere impresos rellenados. Cuantos más impresos reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eres un chico inteligente y sé que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puerta no se abra cuando llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes que utilizar la imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno esté descontento, ¿verdad?

El trabajo se volvió considerablemente más fácil después de aquello, pero ya no era el mismo. Mi trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, y en lugar de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina para recoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero aparte de eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas personas me inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en mi habitación con el ventilador soplándome en la cara y una toalla mojada alrededor del cuello, llenando cuestionarios lo más deprisa que mi mano podía escribir. Me gustaban las familias numerosas —seis, ocho, diez hijos—, y me enorgullecía de perpetrar raras y complicadas redes de parentesco, sirviéndome de todas las combinaciones posibles: padres, hijos, primos, tíos, tías, abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanastras y amigos. Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía que frenar mi impulso hacia lo extravagante —lo rabiosamente cómico, el retruécano, las palabras obscenas—, pero en general me conformaba con permanecer dentro de los limites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos artificios mecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black, Green, Grey, Blue), los presidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore, Pierce), personajes de ficción (Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban los nombres relacionados con el cielo (Orville Wright, Amelia Earhart), con el humor del cine mudo (Keaton, Langdon, Lloyd), con el béisbol (Killebrew, Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives, Armstrong). En ocasiones rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguos compañeros de colegio y una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.

Era una actividad infantil, pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícil de justificar. El supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en las direcciones que aparecían en los impresos no se opondría (no querían que les molestaran, y menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y el gobierno no se opondría ya que lo que no sabía no podía hacerle daño, ciertamente no más del que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como para defender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones políticas: cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el gobierno a gastar dinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con un toque americano, y mi conciencia estaba tranquila.

Eso era una parte del asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que me estaba divirtiendo. Me proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventar vidas que nunca habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crear los personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante. Todo el mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que puedan hacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de verdades más importantes que las que podemos encontrar en otra parte. Contrariamente a lo que pasa con el narrador, yo le ofrecía mis creaciones directamente al mundo real, y por lo tanto me parecía posible que pudiesen afectar a ese mundo real de un modo real, que pudiesen finalmente convertirse en parte de la realidad misma. Ningún escritor podría pedir más.

Todo esto me vino a la memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe. Una vez había dado a luz mil almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba a coger a un hombre vivo y a meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sacerdote oficiante en ese funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabras adecuadas, en decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos e idénticos, imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primer fraude había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundo fraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.

Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y la violencia. «Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en desgracia ante él», escribe Francis Parkman, «y desterró a un soldado, de nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriese de hambre.» Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías en construir un barco «digno de Robinson Crusoe» para regresar a Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. «Lo echaron a suertes», escribe Parkman, «y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.»

Utilizo a La Chère sólo como ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo no es nada extraño, quizá es incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó en línea recta, y eso en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecen virar bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear. Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un rodeo, se detiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente llegamos a un sitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar. En mi primer año como alumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de clase, junto a un busto de Lorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el libretista de Mozart, pero luego me enteré de que también había sido el primer profesor italiano que había tenido Columbia. Una cosa parecía incompatible con la otra, así que decidí investigar, curioso por averiguar cómo un hombre podía acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó que Da Ponte había vivido cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en 1749, hijo de un comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, su padre contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos se bautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía catorce años el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su protección y le costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de la época, el discípulo adoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado en 1773 y se convirtió en maestro de seminario, especialmente volcado en el latín, el italiano y la literatura francesa. Además de hacerse partidario de la Ilustración, se vio envuelto en varias complicadas aventuras amorosas, tuvo relaciones con una aristócrata veneciana y secretamente fue padre de un niño. En 1776 auspició un debate público en el seminario de Treviso que planteaba la cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz a la humanidad. A consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio obligado a huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, donde comenzó su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta de presentación para Salieri y finalmente fue contratado como «poeta dei teatri imperiali», un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuando conoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre del olvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad musical en Viena debido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin trabajo. Se fue a Trieste y se enamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o Krahl (el nombre aún está en discusión). Desde allí ambos viajaron a París y luego a Londres, donde se quedaron trece años. El trabajo musical de Da Ponte se limitó a escribir unos cuantos libretos para compositores poco importantes. En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde vivió los últimos treinta y tres años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tendero en Nueva Jersey y Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue uno de los primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo había cambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un oportunista metido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte, pasó a ser un ciudadano absolutamente corriente en Nueva York, lugar que en 1805 debió de parecerle el fin del mundo. De todo aquello a esto: un profesor muy trabajador, un marido cumplidor, el padre de cuatro hijos. Se dice que cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornó tanto que se negó a salir de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas no tienen sentido.

No tengo intención de insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad (comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vida misma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare, un apaleado alcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en lugar de ropa, que dormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin embargo, en otro tiempo había sido el dueño de una galería de arte en Madison Avenue. Conocí a otro que una vez había sido considerado el novelista joven más prometedor de América.

Cuando yo le conocí acababa de heredar quince mil dólares de su padre y estaba parado en una esquina de Nueva York dándoles billetes de cien dólares a los desconocidos que pasaban. Todo era parte de un plan para destruir el sistema económico de los Estados Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen en cómo estallan las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces que condenaron a muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración y pasaron el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda del fabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían muerto por disparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su alma, y por lo tanto continuamente añadía habitaciones a su casa, creando un monstruoso laberinto de pasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en una habitación diferente cada noche y así eludir a los fantasmas. La ironía es que durante el terremoto de San Francisco de 1906 quedó atrapada en una de estas habitaciones y estuvo a punto de morir de inanición porque los sirvientes no la encontraban. También está M. M. Bakhtin, el critico y filósofo literario ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial se fumó la única copia de uno de sus manuscritos, un estudio sobre la literatura alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado años escribir. Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar sus cigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada. Estas historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo que significan solamente porque son verdaderas.

En su obra, Fanshawe muestra un particular cariño por las historias de este tipo. Especialmente en los cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, y como son tan frecuentes —más aún hacia el final—, uno empieza a sospechar que Fanshawe pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Una de las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) me parece significativa.

«En un libro de Peter Freuchen que leí una vez», escribe Fanshawe, «el famoso explorador del Ártico cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el norte de Groenlandia. Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperar a que amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacado por los lobos —porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú—, periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el viento soplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era el viento. Sin embargo, si bien éste era un problema grave, el problema del propio iglú era mucho mayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de su pequeño refugio iban gradualmente cerrándose sobre él. Debido a las peculiares condiciones atmosféricas en el exterior, su aliento literalmente congelaba las paredes y con cada respiración éstas se volvían más gruesas y el iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi no quedaba espacio para su cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propia respiración te va metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablemente más angustioso que, digamos, El pozo y el péndulo de Poe. Porque en este caso es el hombre mismo el agente de su destrucción y, además, el instrumento de esa destrucción es precisamente lo que necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre no puede vivir si no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, no recuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no hace falta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es Aventura Ártica. Hace muchos años que está agotado.»