La cantidad de cosas para comer que te gustaban de pequeño, desde la época de tus primeros recuerdos al umbral de la pubertad, y ahora te preguntas cuántos miles de cucharadas y viajes con el tenedor acabaron dentro de ti, cuántos tragos y bocados, cuántos sorbitos y sorbetones, empezando con la multitud de zumos de fruta que bebías a diversas horas del día, zumo de naranja por la mañana, pero también de manzana, uva, tomate, de piña, zumo de piña en vaso pero en verano también congelado en bandejas de cubitos de hielo, a los que tu hermana y tú os referíais como «cachos de piña», junto con los refrescos que trasegabas cuando te lo permitían (Coca–Cola, gaseosa, refresco de jengibre, 7 Up, Orange Crush), y los batidos que adorabas, sobre todo de chocolate, pero a veces de vainilla para cambiar un poco, o una combinación de los dos, que llamaban blanco y negro, y luego, en verano, el delirio de la gaseosa con helado flotando, tradicionalmente de vainilla, pero aún más delicioso si el sabor del helado era de café. Una mañana cualquiera, empezabas con un primer plato de cereales fríos (Corn Flakes, Rice Krispies, Shredded Wheat, Puffed Wheat, Puffed Rice, Cheerios: la marca que hubiera en el armario), que vertías en un tazón para luego echar leche por encima y cubrirlo con una cucharada sopera (o dos) de azúcar blanco refinado. Seguido de una porción de huevos (revueltos en su mayoría, pero de vez en cuando fritos o pasados por agua) y dos rebanadas de pan tostado (blanco, integral o de centeno) con mantequilla, con frecuencia acompañado todo ello de beicon, jamón o salchichas, o si no de un plato de torrijas de pan de molde (con sirope de arce) o, rara vez, pero siempre lo más ansiado, un montón de tortitas (también con sirope de arce). Varias horas después, lonchas de embutido amontonadas entre dos rebanadas de pan, jamón o salami, carne en conserva o mortadela, a veces sólo jamón y queso norteamericano, o si no uno de los sándwiches de atún de tu madre, tan dignos de confianza. En días de frío, días de invierno como el de hoy, el sándwich venía frecuentemente precedido de un tazón de sopa, que a principios de los cincuenta siempre era de lata, la Campbell de fideos con pollo era tu favorita, y también la de tomate, lo que sin duda coincidía con las preferencias de cualquier otro chico norteamericano de la época. Hamburguesas y perritos calientes, patatas fritas a la francesa y a la inglesa: una vez a la semana, golosinas en la heladería del barrio, llamada Cricklewood, donde almorzabas los jueves con los amigos de clase. (En tu colegio no había cafetería. Todo el mundo se iba a comer a casa, pero a partir de los nueve o diez años tu madre y las de tus amigos os permitían ese lujo: hamburguesas o perritos calientes, o las dos cosas, en el Cricklewood todos los jueves, lo que costaba en total veinticinco o treinta centavos.) Al anochecer, el festín de la cena era más suculento si el plato principal consistía en chuletas de cordero, con rosbif inmediatamente después en el plano de las preferencias, seguido, sin orden particular, de pollo frito, pollo asado, estofado de carne, carne asada, espaguetis con albóndigas, hígado salteado y filetes de pescado fritos y cubiertos de ketchup. Las patatas eran una constante, y las sirvieran de la forma que fuera (sobre todo asadas o en puré), nunca dejaban de procurar una profunda satisfacción. Las mazorcas de maíz superaban a cualquier verdura, pero esa delicia se limitaba a los últimos meses de verano, y por tanto devorabas con mucho gusto los guisantes, solos o con zanahoria, las judías verdes o la remolacha que te encontrabas en el plato. Palomitas de maíz, pistachos, cacahuetes, nubes de azúcar, galletas saladas untadas con mermelada de uva y los alimentos congelados que empezaban a aparecer hacia el final de tu infancia, en particular empanadas de pollo y bizcocho Sara Lee. A estas alturas de tu vida casi has perdido el gusto por los dulces, pero cuando recuerdas los lejanos días de tu infancia, te quedas pasmado por la cantidad de cosas dulces que ansiabas y devorabas. Helados, sobre todo, para los cuales tenías un apetito insaciable, servidos tal cual en un tazón o cubiertos con chocolate fundido, presentados con fruta o nata o en forma de batido, helados alargados con un palito (como los polos Good Humor Creamsicles) así como helados ocultos en esferas (Bon Bons), rectángulos (Eskimo Pies) y cúpulas (Baked Alaska). El helado era el tabaco de tu infancia, la adicción que sigilosamente se introdujo en tu espíritu y te sedujo de forma incesante con sus encantos, pero tampoco te resistías a las tartas (¡de chocolate, pastel de ángel!) ni a cualquier variedad de galletas, desde las Vanilla Fingers a las Burry’s Double Dip Chocolate, de las Fig Newtons a las Mallomars, de las Oreos a las Social Tea Biscuits, por no mencionar las centenares, si no millares, de barritas de caramelo o chocolate que consumías antes de los doce años: Milky Ways, Three Musketeers, Chunkys, Charleston Chews, York Mints, Junior Mints, barritas de Mars, Snickers, Baby Ruths, Milk Duds, Chuckles, Goobers, Dots, Jujubes, Sugar Daddys y Dios sabe cuántas más. ¿Cómo es posible que lograras estar delgado durante aquellos años si ingerías tal cantidad de azúcar, que tu cuerpo siguiera creciendo hacia lo alto en vez de a lo ancho cuando se producía el cambio hacia la adolescencia? Afortunadamente, eso ya quedó atrás, pero de cuando en cuando, quizá una vez cada dos o tres años, mientras matas el tiempo en un aeropuerto antes de un vuelo de larga distancia (por algún motivo, eso sólo ocurre en aeropuertos), si se te ocurre deambular por el quiosco en busca de algún periódico, te asalta súbitamente un antiguo deseo, y entonces tus ojos caen sobre las golosinas expuestas junto a la caja registradora, y si por casualidad tienen Chuckles, los compras. Al cabo de diez minutos, han desaparecido los cinco caramelos de gelatina. Rojo, amarillo, verde, naranja y negro.

Joubert: El fin de la vida es amargo. Menos de un año después de escribir esas palabras, a los sesenta y un años, edad que en 1815 debía de parecer mucho más avanzada de lo que hoy se considera, anotó una formulación distinta sobre el fin de la vida que invita a mayor reflexión: Hay que morir inspirando amor (si se puede). Te conmueve esa frase, sobre todo las palabras entre paréntesis, que a tu modo de ver muestran una gran sensibilidad de espíritu, adquirida con gran esfuerzo, sobre lo difícil que resulta inspirar amor, en particular para alguien que está en la vejez, que se está sumiendo en la decrepitud y se encuentra al cuidado de otros. Si se puede. Probablemente no exista mayor logro humano que merecer amor al final. Manchando el lecho de muerte con babas y orines. Todos vamos a pasar por ahí, te dices a ti mismo, y la cuestión es hasta qué punto puede seguir siendo humana una persona mientras se encuentra en un estado de impotencia y degradación. No puedes pronosticar lo que ocurrirá cuando llegue el día en que te metas en la cama por última vez, pero si no desapareces súbitamente como tu padre y tu madre, quieres morir inspirando amor. Si puedes.

No debes omitir el hecho de que casi te mueres asfixiado cuando se te atragantó una espina en 1971, ni que escapaste a la muerte por un pelo en un pasillo a oscuras una noche de 2006, cuando te estampaste con la frente contra el marco de una puerta baja, rebotaste hacia atrás, y entonces, intentando recobrar el equilibrio, te impulsaste hacia delante, se te enganchó el pie en el umbral y saliste volando sobre el suelo del apartamento en el que habías entrado, hasta aterrizar con la parte alta de la cabeza a unos centímetros de la gruesa pata de una mesa. Todos los días, en todos los países del mundo, muere gente de caídas como ésa. El tío de tu amigo, por ejemplo, el mismo sobre quien escribiste hará unos diecinueve años (El cuaderno rojo, relato n.o 3), que sobrevivió a heridas de bala y múltiples peligros cuando era un partisano que luchaba contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, un joven que logró escapar a la mutilación y una muerte segura con regularidad pasmosa, y que luego, después de la guerra, tras acabar en Chicago y vivir en la tranquilidad de la Norteamérica de los tiempos de paz, lejos de los campos de batalla de su juventud, las balas a mansalva y las minas que estallaban, se despertó una noche para ir al baño, tropezó con un mueble en el salón a oscuras, y murió al darse de cabeza contra la gruesa pata de una mesa. Una muerte absurda, sin sentido, una muerte que podría haber sido la tuya hace cinco años si hubieras aterrizado con la cabeza unos centímetros a la izquierda, y cuando piensas en las ridículas formas en que la gente encuentra su fin —precipitándose por tramos de escalera, resbalando de escaleras de mano, ahogándose de manera fortuita, víctima de un atropello, alcanzada por una bala perdida, electrocutada por aparatos de radio que caen en la bañera—, sólo puedes concluir que cada vida está marcada por una serie de accidentes fallidos, que todo aquel que haya llegado a tu edad ha eludido una serie de posibles muertes absurdas y sin sentido. Todo en el curso de lo que cabría denominar una vida normal. Ni que decir tiene que otros millones de personas se han enfrentado a cosas mucho peores, no han tenido el lujo de llevar una vida normal, los soldados en combate, por ejemplo, víctimas civiles en las guerras, víctimas de crímenes de gobiernos totalitarios, y las innumerables que han perecido en desastres naturales: inundaciones, terremotos, tifones, epidemias. Pero incluso los supervivientes de esas catástrofes no dejan de estar menos expuestos a los caprichos de la existencia diaria que aquellos de nosotros que nos hemos librado de tales horrores; como el tío de tu amigo, que se salvó de la muerte en combate para morir una noche en un apartamento de Chicago de camino al baño. En 1971, la espina se te quedó alojada en la base de la garganta. Estabas comiendo lo que creías que era un filete de lenguado, y por ese motivo no te preocupaba encontrar espinas, pero de pronto te dolía al tragar, tenías algo ahí, y ninguno de los remedios tradicionales sirvió de nada: beber agua, comer pan, tratar de sacarte la espina con los dedos. Se había introducido muy adentro de la garganta, y era lo bastante larga y gruesa para habérsete clavado en la piel por ambos lados, y cada vez que hacías otro intento de sacártela tosiendo, te salía saliva mezclada con sangre. Era abril o mayo, llevabas dos meses o dos meses y medio en París, y cuando quedó claro que no podías librarte de la espina tú solo, tu novia y tú salisteis del apartamento de la rue Jacques Mawas y acudisteis andando al centro médico más cercano del barrio, el Hôpital Boucicaut. Eran las ocho o las nueve de la noche, y las enfermeras no tenían ni la más remota idea de lo que hacer contigo. Te rociaban la garganta con un líquido anestesiante, charlaban contigo, se reían, pero la espina atravesada seguía siendo inaccesible y por tanto no podían extraerla. Por fin, a eso de las once, apareció el médico de urgencias del turno de noche, un joven llamado Meyer, otro israelita en aquel barrio en donde antiguamente vivía el afinador de pianos ciego, y quién lo iba a decir, ese joven médico, que no podía ser más de cuatro o cinco años mayor que tú, resultó ser especialista de ojos, nariz y oídos. Tras escupirle un poco de sangre durante el reconocimiento preliminar, te dijo que lo siguieras por el patio a su consulta particular en otro de los pabellones del hospital. Te sentaste en una silla, él se sentó en otra y entonces abrió un estuche de cuero que contenía unos treinta o cuarenta juegos de pinzas, un impresionante despliegue de relucientes instrumentos plateados, pinzas de todos los tamaños y configuraciones posibles, algunas con el extremo recto, otras terminando en curva, otras en gancho, otras con la punta torcida, otras con final serpenteante, otras cortas y otras largas, algunas tan complejas y de tan estrafalario aspecto que eras incapaz de imaginar cómo tales objetos podían introducirse por la garganta de una persona. Te dijo que abrieras la boca, y uno por uno fue guiando varios juegos de pinzas hacia tu garganta y el interior del gaznate, tan dentro que te daban arcadas y escupías más sangre cada vez que probaba con otra. Paciencia, te decía, paciencia, vamos a sacarla, y entonces, al decimoquinto intento, utilizando una de las pinzas más largas, la abuela de todas las demás, con un gancho al final que parecía una cimitarra grotescamente exagerada, logró por fin agarrar la espina, la aferró con fuerza, la movió de un lado a otro para liberar las puntas incrustadas en la carne, y la alzó despacio por el túnel de tu garganta hasta sacarla a la luz. Parecía a la vez satisfecho y asombrado. Satisfecho por su éxito, pero asombrado por el tamaño de la espina, que medía de siete a diez centímetros de largo. Tú también estabas pasmado. ¿Cómo podías haberte tragado objeto tan enorme?, te preguntaste. Te recordaba la aguja de coser de un esquimal, la ballena de un corsé, un dardo envenenado. «Ha tenido suerte», te confesó el doctor Meyer, sin dejar de mirar la espina que mantenía frente a ti. «Esto podría haberle matado.»

No nieva de manera significativa desde la noche del primero de febrero, pero ha sido un mes glacial, con poco sol, mucha lluvia, mucho viento, encorvado en tu cuarto todos los días escribiendo este diario, este viaje a través del invierno, y ya metidos en marzo, aún con frío, todavía con el frío invernal de enero y febrero, sales a pesar de todo a observar el jardín por la mañana, acechando cualquier señal de colorido, el más pequeño asomo de la hoja de un jacinto, el primer toque de amarillo en el arbusto de forsitias, pero ninguna novedad por el momento, la primavera vendrá tarde este año, y te preguntas cuántas semanas más pasarán antes de que puedas ponerte a buscar el primer petirrojo.

Los bailarines te salvaron. Los que te devolvieron a la vida aquella noche de diciembre de 1978, quienes hicieron posible que experimentaras el fulgurante y epifánico momento de claridad que te abrió paso por una grieta del universo y te permitió empezar de nuevo. Cuerpos en movimiento, cuerpos en el espacio, cuerpos saltando y girando en el aire vacío, sin trabas, ocho bailarines en el gimnasio de un instituto de Manhattan, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos jóvenes, ocho bailarines de veinte años, y tú sentado en la tribuna con una docena de conocidos de la coreógrafa para ver un ensayo público de su nueva obra. Te había invitado David Reed, un pintor que habías conocido en el buque de estudiantes que te llevó a Europa en 1965, ahora tu amigo más antiguo de Nueva York, que te había pedido que vinieras porque mantenía un romance con la coreógrafa, Nina W., mujer que no conocías bien y cuya relación con David no duró mucho, pero, si no estás distorsionando los hechos, crees que empezó de bailarina en la compañía de Merce Cunningham, y ahora que había volcado sus energías hacia la coreografía, su trabajo acusaba cierta semejanza con el de Cunningham: atlético, espontáneo, imprevisible. Pasabas por el momento más negro de tu vida. Tenías treinta y un años, tu primer matrimonio acababa de romperse, con un hijo de dieciocho meses y sin trabajo fijo, prácticamente sin blanca, ganándote la vida de forma precaria e inadecuada como traductor por cuenta propia, autor de tres pequeños libros de poesía con cien lectores como mucho en todo el mundo, rellenando el colchón de tu miseria con críticas para Harper’s, la New York Review of Books y otras revistas, y aparte de una novela policiaca que habías escrito con seudónimo el verano anterior (y aún sin editor) en un esfuerzo por generar algo de pasta contante y sonante, tu trabajo había ido tambaleándose hasta detenerse por completo, estabas atascado y confuso, hacía más de un año que no escribías un poema, y estabas llegando poco a poco a la conclusión de que no podrías volver a escribir jamás. Tal era la apurada situación en la que te encontrabas aquella tarde de invierno de hace treinta y dos años cuando entraste en el gimnasio de aquel instituto para ver el ensayo público de la última obra de Nina W. No sabías nada de ballet, y sigues sin saber nada, pero siempre has reaccionado con una expansiva alegría interior cuando ves que está bien ejecutado, y cuando tomaste asiento al lado de David, no tenías ni idea de lo que podías esperar, porque en aquel momento la obra de Nina W. te resultaba desconocida. Nina apareció en medio de la pista del gimnasio y explicó al escaso público que el ensayo se dividiría en dos partes sucesivas: demostraciones de los principales movimientos de la obra por los bailarines y un comentario hablado a cargo de ella misma. Luego se retiró, y los bailarines empezaron a evolucionar por el pabellón. Lo primero que te llamó la atención fue que no había acompañamiento musical. Esa posibilidad nunca se te había ocurrido —bailar en silencio en vez de con música—, porque la música siempre parecía algo esencial a la danza, inseparable de ella, no sólo porque marca el ritmo y la pauta de la actuación sino porque establece el tono emocional para el espectador, dando coherencia narrativa a lo que de otro modo sería enteramente abstracto, pero en este caso el cuerpo de los bailarines se encargaba de imponer el ritmo y el tono de la obra, y una vez que empezaste a entrar en ello, el silencio te pareció del todo estimulante, porque los bailarines tenían la música en la cabeza, los ritmos en la cabeza, escuchando lo que no podía oírse, y como aquellos ocho jóvenes eran buenos bailarines, excelentes en realidad, no tardaste mucho en escuchar aquellos ritmos tú también en tu cabeza. Ni un sonido, por tanto, aparte del ruido de los pies descalzos golpeando contra el piso de madera del gimnasio. No recuerdas los detalles de sus movimientos, pero en tu imaginación los ves saltando y girando, cayendo y deslizándose, agitando los brazos y bajándolos al suelo, las piernas dando sacudidas y proyectándose hacia delante, corriendo, los cuerpos tocándose para separarse después, y te impresionaba la gracia y las condiciones atléticas de los bailarines, la simple visión de sus cuerpos en movimiento parecía transportarte a un lugar inexplorado de tu interior, y poco a poco sentiste que algo se elevaba dentro de ti, un júbilo que se encaramaba por tu cuerpo hasta llegarte a la cabeza, una alegría física que también era espiritual, un gozo creciente que se extendía sin cesar por todas las partes de tu ser. Entonces, al cabo de seis o siete minutos, los bailarines se detuvieron. Nina W. salió a explicar a los espectadores lo que acababan de presenciar, y cuanto más hablaba, cuanto más fervorosa y apasionadamente trataba de expresar los movimientos y pautas de la danza, menos entendías lo que estaba diciendo. No era porque utilizara términos técnicos desconocidos para ti, sino por el hecho más fundamental de que sus aclaraciones eran absolutamente inútiles, inadecuadas para la tarea de describir la actuación sin palabras que acababas de ver, porque las palabras no podían transmitir la plenitud y la impetuosa cualidad física de lo que los bailarines habían ejecutado. Luego se retiró y los danzarines empezaron a evolucionar otra vez, llenándote al instante del mismo júbilo que sentías antes de que se detuvieran. Al cabo de cinco o seis minutos volvieron a interrumpirse, y una vez más Nina W. salió a hablar, de nuevo sin conseguir captar la centésima parte de la belleza que acababas de contemplar, y así siguió el espectáculo, de acá para allá durante una hora, los bailarines turnándose con la coreógrafa, cuerpos en movimiento seguidos de palabras, belleza seguida de un rumor sin sentido, júbilo seguido de aburrimiento, y en cierto momento algo empezó a abrirse en tu interior, te encontraste cayendo por la fisura entre el mundo y la palabra, el abismo que separa la existencia humana de nuestra capacidad de entender o expresar la verdad de la vida, y por motivos que te siguen desconcertando, aquella súbita caída por el aire vacío y sin límites te inundó de una sensación de libertad y felicidad, y cuando acabó la actuación, ya no estabas bloqueado, ya no te preocupaban las dudas que venían pesando sobre ti desde el año anterior. Volviste a tu casa de Dutchess County, al cuarto de trabajo en donde dormías desde el fin de tu matrimonio, y al día siguiente empezaste a escribir, trabajaste durante tres semanas en un texto de género indefinible, ni poema ni prosa narrativa, tratando de describir lo que habías visto y sentido mientras contemplabas las evoluciones de los bailarines y oías hablar a la coreógrafa en el gimnasio de aquel instituto de Manhattan, escribiendo al principio muchas páginas y luego reduciéndolas a ocho, la primera obra de tu segunda encarnación como escritor, el puente hacia todo lo que has escrito a lo largo de los años transcurridos desde entonces, y recuerdas haberlo terminado durante una tormenta de nieve a altas horas de la noche de un sábado, a las dos de la madrugada, la única persona despierta en la casa silenciosa, y lo terrible de aquella noche, lo que continúa persiguiéndote, es que justo cuando estabas terminando tu composición, que acabaste titulando Espacios en blanco, tu padre agonizaba en brazos de su novia. La trigonometría macabra del destino. Justo cuando estabas volviendo a la vida, la vida de tu padre tocaba a su fin.

Con objeto de hacer lo que haces, necesitas caminar. Andando es como te vienen las palabras, lo que te permite oír su ritmo mientras las escribes en tu cabeza. Un pie hacia delante, y luego el otro, el doble tamborileo de tu corazón. Dos ojos, dos brazos, dos piernas, dos pies. Éste, y luego el otro. Ése, y luego éste. El acto de escribir empieza en el cuerpo, es música corporal, y aunque las palabras tienen significado, pueden a veces tener significado, es en la música de las palabras donde arrancan los significados. Te sientas al escritorio con objeto de apuntar las palabras, pero en tu cabeza sigues andando, siempre andando, y lo que escuchas es el ritmo de tu corazón, el latido de tu corazón. Mandelstam: «Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante mientras trabajaba en la Commedia.» Escribir es una forma menor de la danza.

Al hacer la relación de tus viajes ciento dieciséis páginas atrás, olvidaste mencionar los trayectos entre Brooklyn y Manhattan, treinta y un años viajando por tu propia ciudad desde tu traslado a Kings County en 1980, un promedio de dos o tres veces a la semana, que sumarían varios miles de viajes, muchos de ellos bajo tierra, en el metro, pero otros muchos yendo y viniendo por el puente de Brooklyn en coche y en taxi, mil travesías, dos mil, cinco mil trayectos, imposible determinar cuántos, pero sin duda es el viaje que con mayor frecuencia has hecho en la vida, y ni una sola vez has dejado de admirar la arquitectura del puente, la curiosa mezcla, enteramente satisfactoria, de antiguo y moderno que distingue a ese puente de todos los demás, la gruesa piedra de los góticos arcos medievales en desacuerdo y sin embargo en armonía con la delicada tela de araña de los cables de acero, en un tiempo la estructura más alta hecha por el hombre en Norteamérica, y en la época anterior a que los asesinos suicidas visitaran Nueva York, lo que siempre preferías era cruzar de Brooklyn a Manhattan, con la expectativa de llegar al punto exacto desde donde podías ver simultáneamente la Estatua de la Libertad en el puerto, a la izquierda, y el perfil urbano del centro irguiéndose frente a ti, los enormes edificios que saltaban de pronto a la vista, entre ellos las Torres, por supuesto, las poco agraciadas Torres que poco a poco fueron convirtiéndose en una parte familiar del paisaje, y aunque te sigues maravillando de ese contorno siempre que te acercas a Manhattan, ahora que las Torres han desaparecido ya no puedes cruzar el puente sin pensar en los muertos, sin ver las Torres ardiendo desde la ventana de la habitación de tu hija en la última planta de tu casa, en el humo y las cenizas que cayeron sobre las calles de tu barrio durante tres días después del atentado, y el amargo, irrespirable hedor que te obligó a cerrar todas las ventanas de tu casa hasta que el viernes cambió por fin el viento y se alejó de Brooklyn, y aunque has seguido cruzando el puente dos o tres veces por semana en los nueve años y medio transcurridos desde entonces, el viaje ya no es el mismo, los muertos continúan allí, y las Torres también están ahí: palpitando en la memoria, aún presentes como un agujero vacío en el cielo.

Has oído la llamada de los muertos; pero sólo una vez, una sola vez en todos los años que llevas viviendo. No eres una persona que vea cosas que no existen, y aunque a menudo te haya desconcertado lo que estabas viendo, no eres propenso a alucinaciones ni a fantásticas alteraciones de la realidad. Lo mismo con los oídos. Alguna que otra vez, cuando sales a dar uno de tus paseos por la ciudad, crees oír que alguien te llama, piensas que oyes la voz de tu mujer, de tu hija o tu hijo gritando tu nombre desde la otra acera, pero cuando te vuelves a buscarlos, siempre es otra persona la que dice Paul, padre o papá. Hace veinte años, sin embargo, puede que veinticinco, en circunstancias muy alejadas del flujo de tu vida cotidiana, experimentaste una alucinación auditiva que continúa desconcertándote por su fuerza e intensidad, el abrumador volumen de las voces que oíste, aunque el coro de los muertos no gritó en ti más de cinco o diez segundos. Estabas en Alemania, pasando el fin de semana en Hamburgo, y el domingo por la mañana tu amigo Michael Naumann, que también era tu editor alemán, te sugirió que hicierais una visita a Bergen–Belsen, o mejor dicho, al sitio en donde una vez se levantaba Bergen–Belsen. Querías ir, aunque por otra parte te sentías reacio, y recuerdas el viaje por la casi desierta autobahn aquella nublada mañana de domingo, un cielo gris, blancuzco, que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros por la llanura, viendo un coche que se había estrellado contra un árbol más allá de la cuneta y el cadáver del conductor tendido en la hierba, un hombre tan inerte y contrahecho que inmediatamente supiste que estaba muerto, y allí ibas tú, sentado en el coche y pensando en Anne Frank y su hermana, Margot, muertas ambas en Bergen–Belsen, junto con otras decenas de miles de personas, los muchos miles que perecieron del tifus y del hambre, palizas al azar, asesinatos. Las docenas de películas y documentales que habías visto de los campos de la muerte se proyectaban en tu cabeza mientras ibas sentado en el asiento del pasajero, y cuando Michael y tú os aproximabais a vuestro destino, te mostrabas cada vez más inquieto y retraído. Nada quedaba del campo propiamente dicho. Habían derribado los edificios, se habían llevado los barracones tras haberlos echado abajo, habían desaparecido las cercas de alambre de espino, y lo que ahora se alzaba en su lugar era un pequeño museo, una estructura de una planta cubierta de fotografías en blanco y negro del tamaño de carteles junto con textos explicativos, un lugar sombrío, un sitio horrible, pero tan desnudo y aséptico que te resultaba difícil imaginar la realidad del lugar tal como había sido durante la guerra. No podía sentirse la presencia de los muertos, el horror de tantos miles metidos en aquella aldea de pesadilla y rodeados de alambre de espino, y mientras deambulabas por el museo con Michael (en tu memoria, erais los únicos que andaban por allí), deseabas que hubieran dejado intacto el campo para que el mundo pudiera haber contemplado el aspecto que había tenido la arquitectura de la barbarie. Luego salisteis al terreno en donde se había erigido el campo de la muerte, pero ahora era un prado cubierto de hierba, un precioso jardín de césped bien cuidado que se extendía en todas direcciones a lo largo de varios centenares de metros, y de no haber sido por los diversos indicadores plantados en el suelo, que señalaban dónde habían estado los barracones, dónde se habían levantado determinados edificios, no habría habido manera de adivinar lo que allí había sucedido varios decenios antes. Luego llegasteis a una zona del césped ligeramente elevada, siete o diez centímetros más alta que el resto del campo, un rectángulo perfecto que medía unos veinte metros por treinta, el tamaño de una sala grande, y en una esquina había un indicador que decía: Aquí yacen los cuerpos de 50.000 soldados rusos. Estabas pisando la tumba de cincuenta mil hombres. No parecía posible que pudieran caber tantos cadáveres en tan reducido espacio, y cuando trataste de imaginártelos bajo tus pies, los cadáveres entremezclados de cincuenta mil jóvenes metidos en lo que debió haber sido el hoyo más profundo del mundo, empezó a darte un mareo ante la idea de tanta muerte, tanta muerte concentrada en un trozo tan pequeño de terreno, y un momento después oíste los gritos, una tremenda oleada de voces irguiéndose de la tumba bajo tus pies, y oíste cómo aullaban de angustia los huesos de los muertos, cómo chillaban de dolor, cómo rugían estruendosamente en su martirio con una cascada de bramidos guturales que rompía los tímpanos. La tierra estaba gritando. Los oíste durante cinco o diez segundos, y luego enmudecieron.

Hablando con tu padre en sueños. Lleva ya muchos años visitándote en una habitación a oscuras al otro lado de la conciencia, sentándose a una mesa para mantener largas conversaciones contigo, sin prisas, tranquilo y circunspecto, tratándote siempre con amabilidad y buena voluntad, siempre escuchando con atención lo que tienes que decirle, pero en cuanto se acaba el sueño y te despiertas, no recuerdas una sola palabra de lo que cada uno de vosotros ha dicho.

Estornudar y reír, bostezar y llorar, eructar y toser, rascarte las orejas, frotarte los ojos, sonarte la nariz, carraspear, morderte los labios, pasarte la lengua por la parte de atrás de los dientes de abajo, tiritar, peerte, tener hipo, enjugarte el sudor de la frente, pasarte la mano por el pelo: ¿cuántas veces has hecho esas cosas? ¿Cuántos encontronazos con los dedos de los pies, cuántas veces te has machacado los dedos de las manos y cuántos golpes en la cabeza? ¿Cuántos traspiés, resbalones y caídas? ¿Cuántos parpadeos de los ojos? ¿Cuántos pasos dados? ¿Cuántas horas pasadas con la pluma en la mano? ¿Cuántos besos dados y recibidos?

Abrazando a tus hijos pequeños.

Abrazando a tu mujer.

Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas: ¿Cuántas mañanas quedan?

Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.

Has entrado en el invierno de tu vida.