Te gustaría saber quién eres. Con poco o nada para orientarte, das por sentado que eres el producto de vastas migraciones prehistóricas, de conquistas, violaciones y secuestros, que los prolongados y tortuosos cruces de tu horda ancestral se han extendido por muchos territorios y reinos, porque tú no eres la única persona que ha viajado, después de todo tribus de seres humanos llevan miles de años desplazándose por el planeta, y ¿quién sabe quién engendró a quién que a su vez engendró a quién que engendró a quién para luego engendrar a quién hasta acabar con tus padres engendrándote en 1947? Sólo puedes remontarte a tus abuelos, con escasa información sobre tus bisabuelos por parte de tu madre, lo que significa que las generaciones que los precedieron no son más que un espacio en blanco, un vacío de conjeturas y ciegas suposiciones. Tus cuatro abuelos eran todos judíos de Europa del Este, los paternos nacidos a finales del decenio de 1870 en la ciudad de Stanislav en la atrasada provincia de Galitzia, entonces parte del Imperio Austrohúngaro y posteriormente de Polonia tras la Primera Guerra Mundial, integrada luego en la Unión Soviética a raíz de la Segunda Guerra Mundial y en la actualidad en Ucrania tras el fin de la Guerra Fría, mientras que tus dos abuelos maternos nacieron en 1893 y 1895, tu abuela en Minsk y tu abuelo en Toronto: un año después de que su familia emigrara de Varsovia. Tus dos abuelas eran pelirrojas, y en ambas ramas de tu familia hay una tumultuosa mezcla de rasgos físicos en la mucha descendencia que dejaron, que iban del cabello negro al rubio, del liso al ondulado, de la piel morena a la pálida con pecas, de campesinos robustos con piernas gruesas y dedos cortos y fuertes a otros cuerpos ágiles y estilizados. El fondo genético de Europa del Este, pero quién sabe por dónde deambularon esos espíritus anónimos antes de llegar a las ciudades de Rusia, Polonia y el Imperio Austrohúngaro, pues ¿cómo, si no, explicar el hecho de que tu hermana naciera con una mancha mongólica en la espalda, algo que sólo ocurre en niños asiáticos, y cómo justificar el hecho de que tú, con tu piel tirando a morena, pelo ondulado y ojos entre grises y verdes, hayas escapado a lo largo de tu vida a toda identificación étnica y diversos desconocidos te hayan asegurado que debes de ser y desde luego eres italiano, griego, español, libanés, egipcio e incluso paquistaní? Como no sabes nada de tus orígenes, hace mucho que decidiste presumir de que eres un compuesto de todas las razas del hemisferio oriental, en parte africano, árabe, chino, indio y caucasiano, el crisol de muchas civilizaciones enfrentadas en un solo cuerpo. Lo mismo que cualquier otra cosa, es una postura moral, una forma de eliminar el asunto de la raza, a tu juicio un falso problema que sólo puede traer deshonor a la persona que lo saque a relucir, y por tanto has decidido conscientemente ser todo el mundo, aceptar a todos los que llevas en tu interior con objeto de ser tú mismo de una forma más libre y plena, puesto que la cuestión de quién eres es un misterio y no albergas esperanzas de que algún día se resuelva.
Ya ha sido tu cumpleaños. Tienes sesenta y cuatro años, vas acercándote cada vez más a la tercera edad, la época de la asistencia sanitaria a las personas mayores y los subsidios de la Seguridad Social, una etapa en que cada vez más amigos tuyos ya no estarán. Tantos han muerto ya; pero espérate al diluvio que viene. Para gran consuelo tuyo, el acontecimiento se produjo sin incidentes ni conmoción alguna, te lo tomaste con calma, una pequeña cena con amigos en Brooklyn, y la increíble edad a que has llegado rara vez entra en tus pensamientos. El tres de febrero, justo un día después del aniversario de tu madre, que se puso de parto contigo durante la mañana del día que cumplía veintidós años, diecinueve días antes de lo previsto, y cuando el médico te extrajo de su anestesiado cuerpo con unos fórceps, pasaban veinte minutos de la medianoche, menos de media hora después de que hubiera transcurrido su cumpleaños. Por tanto siempre habíais celebrado los dos aniversarios a la vez, e incluso ahora, casi nueve años después de su muerte, inevitablemente piensas en ella cuando el reloj cambia del dos al tres de febrero. Qué increíble regalo debiste ser aquella noche de hace sesenta y cuatro años: un niño para su cumpleaños, un nacimiento para celebrar su nacimiento.
Mayo de 2002. Un sábado, la larga conversación, muy animada, con tu madre por teléfono, a cuyo término te volviste a tu mujer y dijiste: «Hace años que no estaba tan contenta.» El domingo, tu mujer se va a Minnesota. Han planeado una gran celebración con motivo del octogésimo aniversario de su padre para el próximo fin de semana, y se va a Northfield a fin de ayudar a su madre con los preparativos. Tú te quedas en Nueva York con tu hija, que tiene catorce años y debe asistir a clase, pero desde luego también os iréis los dos a Minnesota para la fiesta, y tenéis reservados billetes para el viernes. Anticipándote al acontecimiento, ya has escrito en honor de tu suegro un poema humorístico de versos pareados, que es la única clase de poemas que compones ahora: frívolas bagatelas para cumpleaños, bodas y otras celebraciones familiares. Llega el lunes, y todo lo ocurrido ese día se te ha borrado de la memoria. El martes, tienes una cita con una chica francesa de veintitantos que lleva varios años viviendo en Nueva York. La ha contratado una editorial de su país para escribir una guía de la ciudad, y como te cae simpática y presientes que es una escritora que promete, has accedido a hablar de Nueva York con ella, dudando que algo de lo que digas sea de mucha utilidad para su proyecto, pero de todas formas estás dispuesto a intentarlo. A mediodía, estás frente al espejo con crema de afeitar en la cara, a punto de coger la navaja y emprender la tarea de ponerte presentable para la entrevista, pero antes de que puedas atacar una sola patilla, suena el teléfono. Vas al dormitorio a contestar la llamada, cogiendo con cuidado el aparato para no cubrirlo de espuma, y quien te habla al otro lado de la línea está llorando, la persona que te ha llamado se encuentra en un estado de extrema aflicción, y poco a poco vas entendiendo que es Debbie, la joven que limpia el apartamento de tu madre una vez a la semana y la lleva de compras en coche de vez en cuando, y lo que te está diciendo Debbie es que acaba de entrar con su llave y se ha encontrado a tu madre en la cama, el cuerpo de tu madre en la cama, su cadáver en la cama, a tu madre muerta en la cama. Mientras asimilas la noticia tienes la impresión de que se te vacían las entrañas. Te sientes aturdido y hueco, incapaz de pensar, y aunque eso es lo último que esperas que ocurra ahora (Hace años que no estaba tan contenta), no te sorprende lo que te está diciendo Debbie, no te horrorizas, no te quedas atónito, ni siquiera te disgustas. ¿Qué es lo que te pasa?, te preguntas. Tu madre acaba de morir, y te has convertido en un bloque de madera. Dices a Debbie que no se mueva de ahí, que irás lo más rápidamente que puedas (Verona, Nueva Jersey, junto a Montclair), y hora y media después estás en el apartamento de tu madre, mirando su cadáver tendido en la cama. Ya has visto antes algunos cadáveres, y estás familiarizado con la inmovilidad de los muertos, la inhumana quietud que envuelve el cuerpo de los que ya no viven, pero ninguno de aquellos cuerpos pertenecía a tu madre, ningún otro cadáver era el del cuerpo en donde empezó tu propia vida, y no puedes mirar más de unos segundos antes de desviar la cabeza. La azulada palidez de su piel, sus ojos entornados fijos en nada, un ser extinguido yaciendo encima de las mantas, en bata y camisón, el periódico del domingo desplegado a su alrededor, una pierna desnuda colgando sobre el borde de la cama, una mancha de baba blanca endurecida en la comisura de la boca. No puedes mirarla, no quieres mirarla, te resulta insoportable mirarla, y sin embargo cuando los técnicos sanitarios ya se la han llevado del apartamento en una especie de silla de ruedas metida en una bolsa negra, sigues sin sentir nada. Ni lágrimas, ni aullidos de angustia ni dolor: sólo una vaga sensación de horror creciendo en tu interior. Tu tía Regina está contigo ahora, la prima carnal de tu madre, que ha venido desde su casa en el cercano Glen Ridge para echarte una mano, la hija del único hermano de tu abuelo, cinco o seis años más joven que tu madre, tu tía segunda y una de las pocas personas de las dos ramas de tu familia con quien sientes algún vínculo, artista, viuda de otro artista, la joven bohemia que se marchó de Brooklyn a principios de los años cincuenta para vivir en el Village, y se queda contigo todo el día, ella y su hija mayor, Anna, las dos ayudándote a revisar las pertenencias y papeles de tu madre, dándote su opinión mientras te esfuerzas por decidir lo que hacer con una persona que no ha dejado testamento y nunca ha hablado de sus deseos para después de su muerte (enterramiento o cremación, funeral o no), haciendo listas contigo de todas las gestiones prácticas que deben realizarse cuanto antes, y al acabar la jornada, después de cenar en un restaurante, te llevan a su casa, donde te conducen a la habitación de invitados para que pases allí la noche. Tu hija se queda con unos amigos en Park Slope, tu mujer está con sus padres en Minnesota, y después de una larga charla con ella por teléfono, te sientes incapaz de dormir. Has comprado una botella de whisky para que te haga compañía, de modo que te sientas en una habitación de la planta baja hasta las tres o las cuatro de la madrugada, consumiendo media botella de Oban mientras intentas pensar en tu madre, pero sigues teniendo la mente demasiado entumecida para reflexionar sobre cualquier cosa. Pensamientos dispersos, intrascendentes, y sin sentir aún el menor impulso de llorar, de derrumbarte y lamentar la muerte de tu madre con un verdadero despliegue de tristeza y dolor. Quizá tengas miedo de lo que pueda pasarte si te dejas llevar, de que en cuanto te permitas llorar ya no logres detenerte, de que el dolor sea demasiado apabullante y te deshagas en pedazos, y como no quieres perder el dominio de ti mismo, te mantienes firme frente al dolor, te lo tragas, lo entierras en tu corazón. Echas de menos a tu mujer, la echas en falta más que nunca desde que estáis casados, porque es la única persona que te conoce lo bastante bien para hacerte las preguntas precisas, quien posee la firmeza y la comprensión necesarias para inducirte a revelar cosas sobre ti mismo que a menudo escapan a tu propia conciencia, y cuánto mejor sería si estuvieras acostado con ella en vez de ahí sentado, solo en una habitación a oscuras a las tres de la mañana. Al día siguiente, tu prima y tu tía continúan apoyándote y ayudándote con las gestiones, la visita a la funeraria y la elección de la urna (tras consultar con tu mujer, la hermana de tu madre y tu tía segunda, la decisión unánime es cremación sin funeral, con una ceremonia conmemorativa que deberá celebrarse después del verano), las llamadas a la inmobiliaria, al concesionario de automóviles, a la tienda de muebles, a la compañía de televisión por cable, a todos los establecimientos con los que debes ponerte en contacto para vender, desconectar y tirar, y luego, después de un largo día respirando los sombríos miasmas de la nada, te llevan en coche a Brooklyn, de vuelta a tu casa. Cenáis con tu hija comida para llevar, agradeces a Regina que te haya salvado la vida (tus palabras exactas, porque verdaderamente no sabes lo que hubieras hecho sin ella), y cuando se marchan, te quedas un rato hablando con tu hija, que acaba subiendo a acostarse, y ahora que estás solo de nuevo, te ves otra vez resistiéndote al reclamo del sueño. La segunda noche es una repetición de la primera: sentado a solas en una habitación a oscuras con la misma botella de whisky, que esta vez vacías hasta la última gota, y aún sin lágrimas, sin pensamientos propiamente dichos y sin deseos de dar el día por terminado y meterte en la cama. Al cabo de muchas horas, el agotamiento te vence al fin, y cuando te derrumbas en la cama a las cinco y media, afuera ya está amaneciendo y los pájaros ya han empezado a cantar. Piensas dormir todo lo posible, diez o doce horas si eres capaz, sabiendo que el olvido es la cura que ahora necesitas, pero justo después de dar las ocho, cuando has dormido aproximadamente dos horas y media, y de la forma en que sólo lo hace un borracho —profondamente, stupidamente—, suena el teléfono. De haber estado el aparato al otro lado de la habitación, dudo que hubieras llegado a oírlo, pero ahí está, en la mesilla, junto a tu almohada, a no más de treinta centímetros de tu cabeza, a veintiocho centímetros de tu oreja derecha, y al cabo de muchos timbrazos (nunca sabrás cuántos), se te abren involuntariamente los ojos. Durante esos primeros segundos en que no estás muy despierto, te das cuenta de que nunca te has sentido peor, de que tu cuerpo ya no es el mismo al que estabas acostumbrado, de que a ese otro yo nuevo y ajeno lo han machacado con cien mazos de madera, lo han arrastrado caballos a lo largo de cien kilómetros por un yermo de piedras y cactus, lo ha reducido a polvo un martinete de cien toneladas. Tu torrente sanguíneo está tan saturado de alcohol que puedes oler cómo te rezuma por los poros, y toda la habitación apesta a whisky y mal aliento: fétido, nocivo, repugnante. Si algo quieres ahora, si te pudieran conceder un deseo, aun a costa de entregar diez años de tu vida a cambio, es simplemente cerrar los ojos y volver a dormirte. Y sin embargo, por motivos que jamás entenderás (¿fuerza de la costumbre, sentido del deber, el convencimiento de que quien llama es tu mujer?), te das la vuelta, alargas el brazo y coges el teléfono. Es otra de tus tías segundas, una prima carnal de tu padre, diez años mayor que tú y autoerigida en juez moral, regañona, la última persona del mundo con quien querrías hablar, pero ahora que has cogido el teléfono, no puedes colgarle por las buenas, sobre todo si está hablando por los codos, si habla sin parar, sin apenas hacer una pausa lo bastante larga para que puedas decir una palabra, para darte ocasión de interrumpirla y cortar de una vez la comunicación. ¿Cómo es posible, te preguntas, que alguien parlotee tan deprisa como ella? Es como si se hubiera entrenado para no respirar mientras habla, soltando a borbotones párrafos enteros en una sola espiración ininterrumpida, largos y violentos flujos de verborrea sin puntuación ni necesidad de detenerse a tomar aire de vez en cuando. Debe de tener unos pulmones enormes, supones, los pulmones más grandes del mundo, y menuda tenacidad, qué obsesión tan vehemente por decir la última palabra sobre cada cuestión. Tu tía segunda y tú habéis librado numerosas batallas en el pasado, empezando por La invención de la soledad en 1982, que a sus ojos constituía una traición de los secretos de la familia Auster (tu abuela asesinó a tu abuelo en 1919), y en lo sucesivo te convertiste en un paria, igual que marginaron a tu madre cuando tu padre y ella se divorciaron (que es por lo que has decidido no celebrar funeral: con objeto de no invitar a la ceremonia a determinados miembros de ese clan), pero al mismo tiempo tu tía no es ninguna estúpida, sacó summa cum laude en su licenciatura, hace mucho que ejerce con éxito su profesión de psicóloga, es una persona enérgica, comunicativa, que siempre insiste en decirte cuántas amistades suyas leen tus novelas, y es cierto que a lo largo de los años ha hecho ciertos esfuerzos por arreglar las cosas entre ella y tú, de reparar el daño causado por su violento arrebato contra ti de hace dos décadas, pero aunque ahora declare que te admira, también hay en ella, a pesar de todo, un rencor pertinaz, una animosidad que continúa acechando en el interior de sus insinuaciones de amistad, en el fondo nada es ni una cosa ni otra, y la situación entre los dos está cargada de complicaciones, porque no está bien de salud, lleva un tiempo sometida a tratamientos contra el cáncer y no puedes evitar cierta compasión por ella, y como se ha tomado la molestia de llamar, quieres concederle el beneficio de la duda, permitirle esa breve y superficial conversación para luego darte la vuelta y a dormir otra vez. Empieza diciendo las cosas apropiadas para la ocasión. Qué repentino, qué inesperado, qué poco preparado debías de estar, y piensa en tu hermana, en tu pobre hermana esquizofrénica, ¿cómo va a arreglárselas ahora que tu madre ya no está? Ya basta, piensas, es más que suficiente para demostrar su compasión y buena voluntad, y esperas tener oportunidad de colgar después de otro par de frases, porque ya se te están cerrando los ojos, estás absolutamente machacado de agotamiento, y con que sólo deje de hablar dentro de unos segundos no tendrás problema alguno para sumirte de nuevo en el sueño más profundo. Pero tu tía no ha hecho más que empezar, remangarse y escupirse en las manos, por así decir, y durante los cinco minutos siguientes te hace partícipe de sus primeros recuerdos de tu madre contigo, de cuando la conoció a los nueve años, momento en el cual tu madre era muy joven, con veinte o veintiún años nada más, y qué emocionante era tener aquella nueva prima en la familia, tan cariñosa y llena de vida, de manera que sigues escuchándola, no tienes fuerzas para interrumpirla, y no tarda mucho en cambiar de tema, no sabes cómo lo ha hecho, pero de pronto la oyes hablar de que fumas mucho, su voz te implora que lo dejes, si no quieres ponerte enfermo y morirte, morirte antes de tiempo de una muerte horrible, lleno de remordimientos en tu agonía por haberte suicidado de forma tan insensata. En ese momento ya lleva nueve o diez minutos dale que dale, y la idea de que no puedas volverte a dormir empieza a preocuparte, porque cuanto más tiempo sigue ella, más arrastrado te sientes tú al estado de vigilia, y una vez cruzada esa línea ya no habrá vuelta atrás. No puedes sobrevivir con dos horas y media de sueño en las condiciones en que te encuentras, con tanto alcohol aún en el organismo, estarás destrozado el resto del día, pero aunque cada vez te sientes más tentado de colgar, te falta fuerza de voluntad para hacerlo. Entonces viene la arremetida, la andanada de cañonazos verbales que deberías haber esperado desde el momento en que descolgaste el teléfono. ¿Cómo puedes haber sido tan ingenuo para pensar que esas palabras amables y advertencias casi histéricas serían el final? Aún había que tratar la cuestión del carácter de tu madre, y aunque sólo haga dos días que hayan descubierto su cadáver, aunque el crematorio de Nueva Jersey tenga previsto quemar su cuerpo hasta reducirlo a cenizas esta misma tarde, eso no impide a tu tía ponerla verde. Treinta y ocho años después de que abandonara a tu padre, la familia ha codificado su letanía de quejas contra tu madre, ya es el tema de una historia ancestral, viejas habladurías convertidas en hechos fehacientes, ¿y por qué no repasar la lista de sus fechorías por última vez, con objeto de despedirla adecuadamente antes de irse al lugar adonde merece ir? Nunca satisfecha, dice tu tía, siempre buscando otra cosa, demasiado coqueta para su propio bien, una mujer que vivía y respiraba para llamar la atención de los hombres, obsesa sexual, algo puta, que se acostaba con cualquiera, una esposa infiel; una pena que alguien que por otra parte poseía tantas buenas cualidades haya sido semejante desastre. Siempre habías sospechado que los suegros de tu madre hablaban de ella de ese modo, pero hasta esta mañana nunca lo habías escuchado con tus propios oídos. Murmuras algo en el teléfono y cuelgas, jurando no volver a hablar con tu tía nunca más, no dirigirle jamás una sola palabra durante el resto de tu vida. Dormir era ya totalmente imposible. Pese al agotamiento sobrenatural que te ha pulverizado hasta dejarte casi sin sentido, se han revuelto muchas cosas en tu interior, tus pensamientos salen disparados en todas direcciones, la adrenalina se apodera de nuevo de tu organismo, y tus ojos se resisten a cerrarse. No hay nada que hacer sino levantarse de la cama y empezar la jornada. Bajas y te preparas café, una cafetera del brebaje más negro y fuerte que te has hecho en años, figurándote que si te inundas con titánicas dosis de cafeína, te elevarás a un estado parecido a la vigilia, a una vigilia parcial que te permita andar sonámbulo durante el resto de la mañana y primeras horas de la tarde. Te bebes la primera taza despacio. Está muy caliente y hay que tomarlo a pequeños sorbos, pero luego empieza a enfriarse, y bebes la segunda taza más deprisa que la primera, la tercera más rápidamente que la segunda, y trago a trago el líquido te salpica el estómago vacío como si fuera ácido. Notas cómo la cafeína te va acelerando el ritmo cardiaco, prendiendo en ti y excitándote los nervios. Ya estás despierto, completamente despierto y todavía cansado, exhausto pero más alerta aún, y en tu cabeza hay un zumbido que antes no estaba, un ruido grave y mecánico, un bisbiseo, un runrún, como procedente de una radio fuera de sintonía, y cuanto más café bebes, más percibes que te cambia el cuerpo, menos sientes que estás hecho de carne y hueso. Ahora te estás convirtiendo en algo metálico, en un cacharro oxidado que aparenta vida humana, un artefacto montado con cables y fusibles, vastos circuitos controlados por azarosos impulsos eléctricos, y ahora que has acabado la tercera taza, te pones otra: que resulta ser la última, la mortal. El ataque empieza simultáneamente por dentro y por fuera, una súbita sensación de presión procedente del aire que te rodea, como si una fuerza invisible intentara clavarte al suelo con silla y todo, pero al mismo tiempo una tremenda impresión de liviandad en la cabeza, un vertiginoso repiqueteo contra las paredes del cráneo, mientras el exterior continúa todo el tiempo presionando sobre ti, a pesar de que el interior se desocupa, haciéndose aún más oscuro y vacío, como si estuvieras a punto de desmayarte. Entonces se te acelera el pulso, sientes que el corazón te va a reventar en el pecho, y un momento después no te queda aire en los pulmones, ya no puedes respirar. Entonces es cuando el pánico se apodera de ti, cuando tu cuerpo se apaga y caes al suelo. Tendido de espaldas, sientes cómo la sangre deja de fluir por tus venas, y poco a poco tus brazos y piernas se vuelven de cemento. Entonces es cuando empiezas a aullar. Ahora eres de piedra, y mientras yaces en el suelo, rígido, la boca abierta, incapaz de moverte y pensar, gritas de terror mientras esperas que tu cuerpo se ahogue en las profundas y negras aguas de la muerte.
No podías llorar. Eras incapaz de mostrar tu aflicción de la forma en que suele hacerlo la gente, de modo que tu cuerpo se desmoronó y sintió tu pena por ti. De no haber sido por los diversos factores incidentales que precedieron al ataque de pánico (la ausencia de tu mujer, el alcohol, la falta de sueño, la llamada de tu tía, el café), es posible que el ataque no se hubiera producido. Pero en el fondo aquellos elementos sólo poseen una importancia secundaria. La cuestión es por qué no pudiste dejarte llevar por la situación en los minutos y horas subsiguientes a la muerte de tu madre, por qué, durante dos días enteros, fuiste incapaz de derramar una sola lágrima por ella. ¿Fue porque secretamente te alegrabas en parte de su muerte? Un pensamiento sombrío, una idea tan negra e inquietante que hasta te asusta expresarla, pero aunque estés dispuesto a considerar la posibilidad de que sea cierto, dudas que eso explique tu incapacidad de llorar. Tampoco lloraste a la muerte de tu padre. Ni cuando murieron tus abuelos, ni tampoco a la muerte de la prima que más querías, que murió de cáncer de mama a los treinta y ocho años, ni tras la muerte de los muchos amigos que te han ido dejando a lo largo de los años. Ni siquiera cuando tenías catorce años y te encontrabas a menos de treinta centímetros de un chico que fue alcanzado y muerto por un rayo, el muchacho cuyo cadáver contemplaste sentado durante una hora en un prado empapado de lluvia, intentando desesperadamente calentar su cuerpo y revivirlo porque no entendías que estaba muerto: ni siquiera esa muerte monstruosa pudo inducirte a soltar una lágrima. Se te humedecen los ojos al ver ciertas películas, te han caído lágrimas en las páginas de muchos libros, has llorado en momentos de inmensa tristeza personal, pero la muerte te desconecta y paraliza, secuestrándote toda emoción, todo cariño, todo contacto con tu propio corazón. Desde el principio mismo, te has quedado muerto frente a la muerte, y eso es también lo que pasó a la muerte de tu madre. Al menos al principio, los dos primeros días con sus noches, pero luego volvió a caer el rayo, y acabaste arrasado.
Olvida lo que dijo tu tía por teléfono. Te enfadaste con ella, sí, horrorizado de que se rebajara a arrojar fango en momentos tan poco apropiados, asqueado por su maldad, su mojigato desprecio por una persona que jamás le había hecho el más mínimo daño, pero sus acusaciones de infidelidad contra tu madre ya eran asunto viejo para ti, y aunque no tuvieras pruebas ni testimonio alguno que apoyara o negara los cargos, hacía mucho que sospechabas que tu madre podría haberse descarriado mientras estaba casada con tu padre. Tenías cincuenta y cinco años cuando escuchaste aquellas palabras de tu tía, y con tan dilatado tiempo para haber reflexionado sobre los detalles del desgraciado matrimonio de tus padres, de hecho esperabas que tu madre hubiera encontrado algún consuelo con otro hombre (u otros hombres). Pero nada era seguro, y sólo una vez tuviste el pálpito de que pasaba algo, un único momento cuando tenías doce o trece años, que te dejó enteramente perplejo por entonces: entrando en casa un día después de clase, pensando que no había nadie, cogiendo el teléfono para hacer una llamada, y oyendo una voz de hombre en la línea, una voz que no era la de tu padre, diciendo nada más que Adiós, una palabra enteramente neutra, quizá, pero dicha con gran ternura, y luego a tu madre contestándole: Adiós, cariño. Ése fue el fin de la conversación. No tenías ni la más leve idea de cuál era el contexto, no podías identificar al hombre, y sin embargo estuviste preocupado durante días, tanto, que al final te armaste de valor para preguntarle a tu madre, a ella, que siempre había sido franca y directa contigo, según tu impresión, que nunca se había negado a contestar a tus preguntas, pero aquella vez, aquella única vez, pareció desconcertada cuando le contaste lo que habías oído, como si la hubieras pillado con la guardia baja, y entonces, un momento después, se echó a reír diciendo que no se acordaba, no sabía de qué le estabas hablando. Era muy posible que no lo recordara, que la conversación no tuviera importancia y las expresiones de afecto no significaran lo que tú habías supuesto, pero un pequeño germen de duda se plantó en tu cabeza aquel día, duda que rápidamente se eclipsó en las semanas y meses siguientes, pero cuatro o cinco años después, cuando tu madre anunció que iba a dejar a tu padre, no tuviste más remedio que pensar de nuevo en las últimas frases de aquella conversación que escuchaste por casualidad. ¿Acaso importaba algo así? No, por lo que tú sabías, no. Tus padres estaban destinados a separarse desde el día en que se casaron, y si tu madre se había acostado con el hombre a quien llamaba cariño, si había otro hombre, o varios o ninguno, eso no desempeñó papel alguno en su divorcio. Los síntomas no son causas, y por horrible y mezquina que fuese la idea que tu tía pudiera albergar sobre tu madre, no sabía nada de nada. Es innegable que su llamada contribuyó a desencadenarte el ataque de pánico —el momento, las circunstancias de la llamada—, pero lo que dijo aquella mañana eran noticias rancias.
Por otro lado, aunque fueras su hijo, tú tampoco sabías nada. Demasiadas lagunas, demasiados silencios y evasiones, demasiadas puntadas perdidas a lo largo de los años para que puedas tejer ahora una historia coherente. Inútil hablar de ella desde fuera, entonces. Lo que pueda contarse habrá de decirse desde dentro, desde tu interior, del cúmulo de recuerdos y percepciones que sigues llevando en el cuerpo contigo; y que, por motivos que jamás se conocerán por completo, casi te dejaron sin respiración en el suelo del comedor, convencido de que ibas a morir.
Una boda apresurada, mal planteada, un matrimonio impulsivo entre dos personalidades incompatibles que perdió ímpetu antes de que concluyera la luna de miel. Una muchacha de veintiún años de Nueva York (nacida y criada en Brooklyn, trasladada a Manhattan a los dieciséis) y un soltero de treinta y cuatro años de Newark que había nacido en Wisconsin, de donde salió, huérfano de padre, a los siete años, cuando tu abuela mató de un tiro a tu abuelo en la cocina de su casa. La novia era la más joven de dos hermanas, fruto de otro matrimonio poco atinado, desigual (Qué hombre tan maravilloso sería tu padre… con que sólo fuera de otra manera), que había dejado el instituto para trabajar (empleos de administrativa en oficinas, ayudante de fotógrafo después) y nunca te contó muchas cosas acerca de sus idilios y amoríos anteriores. Una vaga historia sobre un novio que murió en la guerra, otra aún más confusa sobre un breve coqueteo con el actor Steve Cochran, pero más allá de eso, nada en absoluto. Terminó el bachillerato yendo al instituto por la noche (Commercial High), pero después no fue a la universidad, como tampoco hubo educación superior para tu padre, que aún era un muchacho cuando entró en el Mundo del Trabajo y empezó a ganarse el sustento después de acabar el instituto a los dieciocho. Ésos son los hechos conocidos, los pocos datos de información verificable que te han transmitido. Luego vienen los años invisibles, los primeros tres o cuatro de tu vida, el tiempo en blanco anterior a toda posibilidad de recuerdo, y por tanto no tienes nada en que basarte salvo en las diversas historias que después te contó tu madre: la vez que estuviste a las puertas de la muerte a los dieciséis meses con amigdalitis (cuarenta y uno y medio de fiebre, y el médico diciéndole: Ahora está en manos de Dios), las rarezas de tu maniático y desobediente estómago, afección que se diagnosticó como alergia o intolerancia a algo (¿trigo, gluten?) y te obligó a subsistir durante dos años y medio con una dieta exclusivamente a base de plátanos (tantos plátanos consumidos antes de tener memoria, que incluso ahora retrocedes ante su vista y olor, y en sesenta años no has comido ni uno), el clavo saliente que te desgarró la mejilla en los grandes almacenes de Newark en 1950, tu extraordinaria habilidad a los tres años para identificar la marca y modelo de cualquier coche que pasaba por la calle (extraordinaria para tu madre, que la consideró un signo de genio incipiente), pero por encima de todo el placer que te transmitía al contarte aquellas historias, la forma en que parecía regocijarse en el mero hecho de tu existencia, y como era tan desgraciada en su matrimonio, ahora comprendes que se volvía hacia ti como una forma de consuelo, para inculcar a su vida un sentido y un propósito que de otra manera le faltaba. Eras el beneficiario de su desdicha, y te quería mucho, mucho y de forma especial, sin duda te quería muchísimo. Eso en primer lugar, eso por encima y más allá de todo lo demás que cabría decir: era una madre fervorosa y entregada a su hijo durante tu primera infancia y tu niñez, y todo lo que ahora haya de bueno en ti, todas las virtudes que ahora puedas tener, vienen de aquella época, de antes de que puedas recordar quién eras.
Algunos atisbos tempranos, islotes de recuerdos en un inacabable mar de negrura. Esperando a que tu recién nacida hermana viniera del hospital con tus padres (edad: tres años y nueve meses), mirando entre las lamas de las persianas en la sala de estar con la madre de tu madre y brincando una y otra vez cuando el coche paró finalmente frente a la casa. Según tu madre, eras un entusiasta hermano mayor, nada envidioso de la nueva criatura que había aparecido en medio de vosotros, pero ella parece haber manejado el asunto con gran inteligencia, no dejándote al margen sino convirtiéndote en su ayudante, lo que te daba la ilusión de participar en el cuidado de tu hermana. Unos meses después, te preguntaron si querías ir al parvulario a ver lo que te parecía. Dijiste que sí, sin saber qué era el parvulario, pues en 1951 la educación preescolar era mucho menos corriente que ahora, pero después de un día tuviste suficiente. Recuerdas haber formado cola con un grupo de otros niños simulando que estabais en una tienda de comestibles, y cuando por fin te tocó el turno, después de lo que te parecieron horas, entregaste un montón de dinero de mentira a alguien que estaba detrás de una supuesta caja registradora y que a cambio te dio una bolsa de alimentos ficticios. Dijiste a tu madre que el parvulario era una estúpida pérdida de tiempo, y ella no intentó convencerte de que volvieras. Luego tu familia se mudó a la casa de Irving Avenue, y cuando empezaste el jardín de infancia al septiembre siguiente, estabas preparado para la escuela, nada desconcertado por la perspectiva de pasar un tiempo apartado de tu madre. Recuerdas el caótico preludio de la primera mañana, los niños que vociferaban y gritaban cuando sus madres se despedían de ellos, los angustiosos gritos de los abandonados resonando por las paredes mientras tú decías tranquilamente adiós con la mano a la tuya, y todo aquel alboroto te resultaba incomprensible, porque te alegrabas de estar allí y ahora te sentías como una persona mayor. Tenías cinco años, y ya te estabas distanciando, ya no vivías exclusivamente en la órbita de tu madre. Mejor de salud, nuevos amigos, la libertad del jardín detrás de la casa, y el comienzo de una vida autónoma. Seguías meándote en la cama, claro está, seguías llorando cuando te caías y te hacías una herida en la rodilla, pero se había iniciado el diálogo interior, y habías entrado en el ámbito de la personalidad consciente. Sin embargo, debido a las horas que dedicaba al trabajo, y su tendencia a echarse largas siestas siempre que estaba en casa, tu padre estaba casi siempre ausente, y tu madre continuaba siendo la principal fuente de autoridad y sabiduría en todo lo que más importaba. Era quien te acostaba, quien te enseñó a montar en bicicleta, la que te ayudaba con tus lecciones de piano, con quien te desahogabas, la roca a la que te aferrabas cuando los mares se encrespaban. Pero se te estaba desarrollando una mentalidad propia, y ya no te sometías a todos sus dictámenes y opiniones. Odiabas practicar con el piano, querías estar en la calle jugando con tus amigos, y cuando le dijiste que preferías dejarlo, que el béisbol era para ti mucho más importante que la música, ella transigió sin poner demasiadas objeciones. Luego estaba la cuestión de la ropa. Solías ir por ahí en camiseta y vaqueros (llamados blue–jeans por entonces), pero en ocasiones especiales —días de fiesta, celebraciones de cumpleaños, visitas a tus abuelos en Nueva York— ella insistía en vestirte con trajes de elegante confección, ropa que empezó a avergonzarte ya a los seis años, sobre todo el conjunto de camisa blanca y pantalones cortos con sandalias y calcetines hasta la rodilla, y cuando empezaste a protestar, afirmando que te sentías ridículo con aquellas cosas, que lo único que querías era ir como cualquier otro niño norteamericano, ella acabó cediendo y te permitió decir la última palabra en lo que te ponías. Pero para entonces ella también se estaba distanciando, y poco después de que cumplieras seis años, se fue al Mundo del Trabajo, y empezaste a verla cada vez menos. No recuerdas sentir tristeza por eso, pero por otro lado, ¿qué sabes realmente de lo que sentías? Lo más importante que hay que tener presente es que sabes muy poco, y nada en absoluto sobre su situación matrimonial, el alcance de su infelicidad con tu padre. Años después, te dijo que había intentado convencerlo de que os marcharais a California, porque creía que no habría futuro para ellos a menos que él se alejara de su familia, de la agobiante presencia de su madre y hermanos mayores, y cuando él se negó a considerarlo, ella se resignó a un matrimonio sin esperanza. Los niños eran demasiado pequeños para que ella pensara en el divorcio (entonces, no; allí, no; en la Norteamérica de clase media a principios de los años cincuenta, no), de modo que encontró otra solución. Tenía veintiocho años, y el trabajo le abrió la puerta, la sacó de casa y le dio la oportunidad de llevar una vida propia.
No pretendes dar a entender que desapareció. Sólo que estaba menos presente que antes, la veías mucho menos, y si la mayoría de tus recuerdos de aquella época se limitan al pequeño mundo de tus ocupaciones infantiles (estar con tus amigos, montar en bicicleta, asistir a clase, practicar deportes, coleccionar sellos y cromos de béisbol, leer tebeos), tu madre aparece vívidamente en varias ocasiones, en particular cuando tenías diez años y por el motivo que fuese te hiciste miembro de los Lobatos con una docena de amigos tuyos. No recuerdas la frecuencia de las reuniones, pero sospechas que eran una vez al mes, siempre en casa de un miembro distinto, y dirigía aquellos encuentros un grupo rotatorio de tres o cuatro mujeres, las llamadas madres de manada, una de las cuales era tu propia madre, lo que demuestra que su trabajo de agente inmobiliaria no era tan absorbente como para no tomarse alguna que otra tarde libre. Recuerdas cuánto te gustaba verla con su uniforme azul marino de madre de manada (qué absurdo, qué novedad), y también te acuerdas de que era la madre que más gustaba a los chicos, la más divertida, la más informal, la que menos dificultad tenía en suscitar su completa atención. Te acuerdas con la mayor claridad de dos reuniones que presidió: trabajar en la construcción de cajas para guardar cosas (con qué propósito es algo que ya se te escapa, pero todo el mundo se aplicó a la tarea con gran diligencia), y luego, hacia el final del año escolar, cuando hacía buen tiempo y toda la pandilla estaba harta de las normas y reglamentos del escultismo, hubo una última o penúltima reunión en tu casa de Irving Avenue, y como a ninguno os apetecía comportaros como si fuerais soldaditos de plomo, tu madre preguntó a los chicos cómo querían pasar la tarde, y cuando la respuesta unánime fue jugar al béisbol, todos salisteis al jardín y organizasteis equipos para un partido. Como sólo erais diez o doce y no había jugadores suficientes, tu madre decidió participar también. Te pusiste enormemente contento, pero como nunca la habías visto esgrimir un bate, sólo contabas con que fallara tres veces y la expulsaran. Cuando en la segunda entrada mandó la bola por encima de la cabeza del jardinero izquierdo, te pusiste más que contento, te quedaste estupefacto. Aún puedes ver a tu madre corriendo entre las bases con su uniforme azul de madre de manada y hacer un home run: sin aliento, sonriente, absorbiendo las aclamaciones de los chicos. De todos los recuerdos que conservas de tu niñez, ése es el que te viene más a menudo.
Probablemente no era guapa, no era bella en la acepción clásica de la palabra, pero sí bastante bonita, más que atractiva para que los hombres la mirasen siempre que entraba en algún sitio. Lo que le faltaba para ser una absoluta belleza, ese aspecto de estrella de cine que algunas mujeres tienen siendo o no estrellas de cine, lo compensaba emanando un aura de irresistible encanto, sobre todo cuando era joven, de los veintitantos a los cuarenta años, una misteriosa combinación de presencia, desenvoltura y elegancia, la ropa que insinuaba pero no exageraba la sensualidad de la persona que la llevaba, el perfume, el maquillaje, las joyas, un peinado con estilo, y, sobre todo, la traviesa expresión de sus ojos, a la vez directa y recatada, una mirada de confianza en sí misma, y aunque no fuese la mujer más bella del mundo, se comportaba como si lo fuera, y una mujer capaz de lograr eso hacía inevitablemente que la gente se volviera a mirarla, lo que sin duda era la causa de que las adustas matronas de la familia de tu padre la despreciaran cuando abandonó el redil. Aquéllos fueron años difíciles, por supuesto, la época anterior a la postergada pero inevitable ruptura con tu padre, los años del Adiós, cariño y el coche que destrozó una noche cuando tenías diez años. Aún ves su rostro ensangrentado y lleno de contusiones cuando entró en casa a primera hora de la mañana siguiente, y aunque nunca te dio muchos detalles del accidente, sólo una anodina y genérica narración que poco debía tener que ver con la verdad, sospechas que podría haber habido alcohol de por medio, porque hubo por entonces un breve periodo en que bebía mucho, dejando caer más adelante insinuaciones sobre haber asistido a Alcohólicos Anónimos, y además está el hecho de que nunca volvió a beber alcohol durante el resto de su vida: ni un cóctel ni una copa de champán, nada, ni siquiera un trago de cerveza.
Habitaban en ella tres mujeres, tres personas distintas que no parecían guardar relación entre sí, y a medida que te hacías mayor y empezabas a mirarla con otros ojos, a verla como alguien que no era sólo tu madre, nunca sabías qué máscara llevaba en un día concreto. A un lado estaba la diva, la persona encantadora, suntuosamente engalanada, que embelesaba al mundo en público, la joven con el obtuso y negligente marido que anhelaba atraer sobre ella los ojos de los demás y no permitía que la encasillaran —ya no— en el papel de la tradicional ama de casa. En medio, que era con mucho el espacio más amplio que ocupaba, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años, la insuperable contadora de chistes y un as de los crucigramas, una persona con los pies firmemente plantados en la tierra: competente, generosa, observadora del mundo que la rodeaba, ferviente progresista en política, sabia dispensadora de consejos. Al otro lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica, la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años, de un incipiente miedo a las alturas a una propagación metastásica de múltiples formas de parálisis: miedo a las escaleras mecánicas, miedo a los aviones, a los ascensores, a conducir un coche, a acercarse a las ventanas de las plantas más altas de un edificio, a quedarse sola, a los espacios abiertos, miedo a ir andando a cualquier sitio (creía que iba a perder el equilibrio o el conocimiento), y a una omnipresente hipocondría que poco a poco alcanzó las más exaltadas cumbres del terror. En otras palabras, miedo a la muerte, que en el fondo no es probablemente distinto de decir: miedo a vivir. De pequeño no eras consciente de nada de eso. Te parecía perfecta, e incluso a raíz de su primer ataque de vértigo, que por casualidad presenciaste cuando tenías seis años (los dos subiendo por la escalera interior de la Estatua de la Libertad), no te alarmaste, porque era una buena y aplicada madre, y logró ocultarte su miedo y convertir la bajada en un juego: sentándoos juntos en un escalón y descendiendo peldaño a peldaño, sin levantar el culo, riendo todo el tiempo hasta llegar abajo. Cuando envejeció, ya no hubo risas. Sólo el vacío que giraba en su cabeza, el nudo en su vientre, los sudores fríos, unas manos invisibles que apretaban su garganta.
Su segundo matrimonio fue un clamoroso éxito, ese con el que todo el mundo sueña; hasta que dejó de serlo. Te alegrabas de verla tan feliz, tan claramente enamorada, y su nuevo marido te gustó sin reservas no sólo porque estaba enamorado de tu madre sino porque sabía cómo quererla de una forma que, según pensabas, necesitaba ella que la quisieran, y como además era un hombre impresionante por mérito propio, un abogado laboralista con una mente perspicaz y gran personalidad, alguien que parecía tomar la vida por asalto, que recitaba viejos principios con voz de trueno en la mesa a la hora de la cena y contaba historias divertidísimas sobre su pasado, que desde el primer momento te trató no como a un hijastro, sino como a un hermano menor, razón por la cual os hicisteis amigos íntimos y leales, por todo ello tenías el convencimiento de que aquel matrimonio era lo mejor que podía haberle pasado a tu madre en la vida, lo que por fin iba a compensarla de todo. Seguía siendo joven, después de todo, aún no había cumplido los cuarenta, y como él tenía dos años menos que ella, te sobraban motivos para esperar que vivieran juntos mucho tiempo y murieran uno en brazos de otro. Pero tu padrastro no gozaba de buena salud. Fuerte y vigoroso como parecía, arrastraba la maldición de un corazón débil, y a raíz de una primera crisis coronaria apenas cumplidos los treinta, tuvo su segundo ataque importante un año después de la boda, y de entonces en adelante hubo un elemento de aprensión que pendía sobre su vida en común y que no hizo más que agravarse cuando le sobrevino el tercer ataque un par de años después. Tu madre vivía con el constante temor de perderlo, y viste con tus propios ojos cómo esos miedos la iban desquiciando, exacerbando poco a poco la flaqueza que durante tanto tiempo había procurado ocultar, la fóbica personalidad que emergió plenamente durante los últimos años de su convivencia, y cuando su marido murió a los cincuenta y cuatro años, ella ya no era la misma persona que había sido cuando se casaron. Recuerdas su última y heroica batalla, aquella noche en Palo Alto, California, cuando se puso a contar chistes sin parar a tu mujer y a ti mientras tu padrastro yacía en la unidad de cuidados intensivos del Stanford Medical Center recibiendo tratamientos cardiacos experimentales. La última y desesperada medida para un drama que se había considerado casi sin esperanzas, y la horripilante visión de tu padrastro yaciendo mortalmente enfermo en aquella cama, con tantos tubos y conectado a tantas máquinas que la habitación parecía un decorado de película de ciencia ficción, y cuando entraste a verlo te quedaste tan atónito y abatido que tuviste que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Era el verano de 1981, y hacía unos seis meses que tu mujer y tú os habíais conocido, vivíais juntos pero aún sin haberos casado, y mientras ambos permanecíais junto a su cama, tu padrastro alargó el brazo, os cogió las manos y dijo: «No perdáis tiempo. Casaos ya. Casaos, cuidaos el uno al otro, y tened una docena de hijos.» Tu mujer y tú os alojabais con tu madre en Palo Alto, en una casa deshabitada que le había prestado un amigo desconocido, y aquella noche, después de cenar en un restaurante, en donde estuviste a punto de desmoronarte de nuevo cuando la camarera volvió para decirte que en la cocina ya no quedaba el plato que habías pedido (angustia sublimada en su forma más aguda, hasta el punto de que las absurdas lágrimas que sentías agolparse en tus ojos podrían interpretarse como la materialización de emociones reprimidas que ya no podían contenerse), y en cuanto volvisteis a la casa, a la melancolía de una casa ensombrecida por la muerte, convencidos todos de que aquéllos eran los últimos días de la vida de tu padrastro, os sentasteis a la mesa del comedor para beber algo, y justo cuando creías imposible que alguien pronunciara una palabra más, cuando parecía que la pesadumbre os había hecho perder el habla, tu madre empezó a contar chistes. Uno detrás de otro, y luego otro seguido de uno más, chistes tan divertidos que tu mujer y tú reísteis hasta quedaros sin aliento, una hora, dos horas seguidas de chistes, contado cada uno de ellos con ritmo tan magistral, con un lenguaje tan fresco y económico que llegó un momento en que pensaste que ibas a reventar de risa. Chistes de judíos en su mayoría, un torrente inacabable de clásicas estampas yenta con todas las voces y acentos adecuados, las viejas judías sentadas en torno a una mesa de juego y suspirando, todas gimiendo por turnos, la última con más fuerza que la anterior, hasta que una de ellas dice finalmente: «Creí que habíamos acordado no hablar de los hijos.» Los tres enloquecisteis un poco aquella noche, pero las circunstancias eran tan lúgubres e intolerables que necesitabais algo de locura, y como fuera, tu madre halló fuerzas para provocarla. Un momento de extraordinario valor, te pareció, un ejemplo sublime de cómo era cuando daba lo mejor de sí misma; por enorme que fuese tu pena aquella noche, sabías que no era nada, absolutamente nada, comparada con la suya.
Tu padrastro sobrevivió al Stanford Medical Center y volvió a casa, pero menos de un año después estaba muerto. Crees que fue entonces cuando ella murió a su vez. Su corazón siguió latiendo veinte años más, pero el fallecimiento de tu padrastro también fue su final, y después ya nunca recobró el equilibrio. Poco a poco, su dolor se fue transformando en una especie de resentimiento (¿Cómo se atreve a morirse y dejarme sola?), y aunque te daba pena oírla hablar así, comprendías que estaba asustada, buscando una forma de arriesgarse a dar el próximo paso y avanzar renqueando hacia el futuro. No le gustaba vivir sola, por temperamento no estaba preparada para sobrevivir en una vacua soledad, y no tardó mucho en volver a la actividad social, bastante corpulenta ya, con muchos kilos de más, pero aún lo bastante atractiva para hacer volver la cabeza a hombres de cierta edad. En ese momento llevaba más de diez años viviendo al sur de California, y no os veíais con frecuencia, una vez cada seis meses o así, y sabías de ella principalmente a través de conversaciones telefónicas, útiles hasta cierto punto, pero casi nunca tenías ocasión de observarla en persona, y en consecuencia no llegó a sorprenderte mucho cuando te dijo que pensaba casarse otra vez al cabo de sólo dieciocho meses de viudedad. Era un matrimonio insensato, en tu opinión, otra boda apresurada y mal planteada, no muy distinta de la que hizo con tu padre en 1946, pero ya no andaba en busca del gran amor sino de un refugio, de alguien que la cuidara mientras ella arreglaba su frágil personalidad. A su modo discreto y vacilante, el tercer marido vivió dedicado a ella, lo que desde luego cuenta para algo, pero a pesar de todos sus esfuerzos y buenas intenciones, fue incapaz de ocuparse de ella como hacía falta. Era un hombre sin brillo, ex infante de marina y antiguo ingeniero de la NASA, conservador en política y modales, sumiso o débil (ambas cosas, quizás), y por tanto representaba un giro de ciento ochenta grados con respecto a tu padrastro, efusivo, carismático y progresista; no mala persona, simplemente aburrido. Entonces trabajaba como inventor autónomo (de los que pasan apuros), pero tu madre albergaba grandes esperanzas para su invento más reciente —un dispositivo médico intravenoso, portátil y sin tubos, que podría competir con el gotero tradicional y posiblemente sustituirlo—, y como parecía cosa hecha, se casó con él suponiendo que pronto estarían forrados de dinero. No hay duda de que era un invento ingenioso, incluso genial, quizá, pero el inventor no tenía cabeza para los negocios. Atrapado entre inversionistas embaucadores y ambiguas empresas de material sanitario, acabó perdiendo el control sobre su propio aparato, y aunque al final sacó algún dinero, no daba ni mucho menos para forrarse: para tan poco, en realidad, que al cabo de un año se había volatilizado en su mayor parte. Tu madre, que ya había cumplido los sesenta por entonces, se vio obligada a volver a trabajar. Volvió a abrir el negocio de decoración de interiores que había cerrado varios años antes, y con el marido inventor empleado como administrativo y contable, fue ella quien los mantenía a los dos, o lo intentaba al menos, y cuando su cuenta bancaria corría peligro de quedarse a cero, te llamaba para pedirte ayuda, siempre lloriqueando, siempre disculpándose, y como estabas en posición de prestársela, le enviabas cheques de vez en cuando, algunos por grandes cantidades, otros por menos, alrededor de una docena de talones y giros telegráficos en el espacio de los dos años siguientes. No te importaba mandarles el dinero, pero te parecía extraño, y más que un poco desalentador, el hecho de que su ex infante de marina se hubiera dado tan completamente por vencido, hasta el punto de no poner ya nada de su parte, de que el hombre que iba a asegurar el futuro de tu madre y procurarles a los dos un refugio confortable para la vejez ni siquiera fuese capaz de armarse de valor para dar las gracias por tu ayuda. Tu madre era ahora la jefa, y poco a poco su papel de marido fue convirtiéndose en el de fiel mayordomo (llevar el desayuno a la cama, hacer la compra), pero siguieron adelante de todos modos, no estaban tan mal, desde luego les podría ir peor, y aunque ella estuviera decepcionada por el modo en que habían resultado las cosas, también sabía que algo era mejor que nada. Entonces, en la primavera de 1994, nada más levantarse una mañana, tu madre entró en el baño para encontrarse a su marido muerto en el suelo. Apoplejía, ataque al corazón, derrame cerebral: imposible saberlo, porque no se le realizó la autopsia, al menos que tú sepas. Cuando llamó a tu casa de Brooklyn aquella misma mañana, la voz de tu madre estaba llena de horror. Sangre, te dijo, sangre saliéndole de la boca, sangre por todas partes, y por primera vez en todos los años que la conocías, parecía trastornada.
Decidió volver al Este. Veinte años antes, consideraba que California era la tierra prometida, pero ahora no era más que un lugar de enfermedad y muerte, la capital de la mala fortuna y los recuerdos dolorosos, así que salió disparada de allí y cruzó Norteamérica para estar cerca de su familia: tu mujer y tú en primer lugar, pero también su hija mentalmente enferma en Connecticut, su hermana y sus dos nietos. Se encontraba en la ruina más absoluta, por supuesto, lo que significaba que tendrías que mantenerla, pero eso ya no constituía un problema y estabas más que dispuesto a hacerlo. Le compraste un apartamento de una habitación en Verona, le alquilaste un coche con opción a compra y le pasaste una asignación que a los dos os pareció adecuada. No eras el primer hijo que se encontraba en esa situación, pero eso no la hacía menos extraña ni incómoda: ocuparte de la persona que una vez se había ocupado de ti, haber llegado a ese punto de la vida en que se invierten los papeles, contigo desempeñando ahora el papel de padre mientras ella se veía reducida al de hija indefensa. El arreglo económico causaba ciertas fricciones de vez en cuando, porque a tu madre le resultaba difícil no despilfarrar su asignación, y aunque le aumentaste varias veces la cantidad, seguía gastando más de la cuenta, lo que te colocaba en la incómoda situación de tener que reprenderla de cuando en cuando, y una vez, en que probablemente fuiste un poco duro con ella, perdió el control y se echó a llorar por teléfono, diciendo que era una anciana inútil y que quizá debería suicidarse para dejar de ser una carga. Aunque había algo cómico en aquellas efusiones de lástima de sí misma (eras consciente de que te estaba manipulando), siempre te sentías muy mal, y al final siempre cedías y dejabas que se saliera con la suya. Más preocupante para ti era el hecho de su incapacidad para hacer algo, de salir de su apartamento y relacionarse con el mundo. Le sugeriste que se ofreciera como maestra para enseñar a leer a niños con problemas o a adultos analfabetos, que se comprometiera con el Partido Demócrata o cualquier otra organización política, asistiera a cursos, viajara, que se hiciera miembro de algún centro social, pero sencillamente no era capaz de intentarlo. Hasta entonces, la falta de una educación formal nunca había supuesto un obstáculo para ella —su inteligencia natural y rapidez mental compensaba cualquier deficiencia—, pero ahora que se encontraba sin marido, sin trabajo, sin nada que la mantuviera ocupada día tras día, deseabas que hubiese manifestado alguna inclinación por los libros, la música, el arte, o por cualquier otra cosa, en realidad, con tal de que fuese un interés apasionado, estimulante, pero jamás había adquirido la costumbre de cultivar inquietudes de esa clase, y por tanto siguió debatiéndose sin objetivo, sin estar nunca segura de lo que hacer con su vida cada vez que se levantaba por la mañana. Las únicas novelas que leía eran historias policiacas y thrillers, y ni siquiera tus libros y los de tu mujer, que ambos le regalabais automáticamente en cuanto se publicaban —y que ella exponía orgullosamente en una estantería especial de su sala de estar—, eran la clase de literatura que podía leer. Veía mucha televisión. La tele siempre estaba encendida en su apartamento, atronando desde por la mañana temprano hasta altas horas de la noche, pero no era tanto para ver los programas como para oír las voces que salían del aparato. Las voces la reconfortaban, en realidad las necesitaba, y la ayudaban a superar el miedo a vivir sola, que probablemente fue su mayor y único logro de aquellos años. No, no fueron los mejores años, pero tampoco quieres dar la impresión de que fue una época de continua melancolía y desconcierto. Viajaba a Connecticut a intervalos regulares a ver a tu hermana, pasaba muchos fines de semana contigo en tu casa de Brooklyn, veía a su nieta actuar en representaciones escolares y cantar sus solos en el coro del instituto, seguía el creciente interés de su nieto por la fotografía, y después de todos aquellos años en la lejana California, ahora volvía a formar parte de tu vida, siempre estaba presente en cumpleaños, festividades y acontecimientos especiales: apariciones públicas de tu mujer y tú, estrenos de tus películas (le encantaba el cine), y alguna que otra comida con tus amigos. Seguía cautivando a la gente en público, incluso a sus setenta y tantos años, porque en algún pequeño rincón de su mente seguía viéndose como una estrella, como la mujer más bella del mundo, y siempre que salía de su limitada y enclaustrada vida, parecía que su vanidad se mantenía intacta. Ahora te entristecía ver en lo que en buena medida se había convertido, pero te resultaba imposible no admirarla por aquella vanidad, por ser aún capaz de contar un buen chiste cuando la gente la estaba escuchando.
Esparciste sus cenizas en el bosque de Prospect Park. Cinco de vosotros estabais presentes aquel día —tu mujer, tu hija, tu tía carnal, tu tía segunda Regina y tú mismo— y escogiste el Prospect Park de Brooklyn porque tu madre había jugado allí de pequeña con frecuencia. Uno por uno, fuisteis leyendo poemas en voz alta, y luego, cuando abriste la urna rectangular de metal y echaste las cenizas sobre la maleza y las hojas muertas, tu tía carnal (normalmente poco expresiva, una de las personas más reservadas que has conocido) sucumbió a un acceso de lágrimas mientras repetía una y otra vez el nombre de su hermana pequeña. Un par de semanas después, en una tarde resplandeciente de finales de mayo, tu mujer y tú sacasteis al perro a dar un paseo por el parque. Sugeriste pasar por el sitio en donde habías esparcido las cenizas de tu madre, pero cuando aún os encontrabais por un sendero, a más de doscientos metros de la linde del bosque, empezaste a sentirte débil y mareado, y aunque tomabas pastillas para controlar tu reciente afección, notaste que te venía otro ataque de pánico. Te agarraste al brazo de tu mujer, disteis media vuelta y os fuisteis a casa. Eso fue hace casi nueve años. Desde entonces no has intentado volver a ese bosque.
Verano de 2010. Ola de calor, la Canícula ladrando del amanecer al anochecer y durante toda la noche, una serie de días a treinta y dos grados que ahora, de pronto, han subido a más de cuarenta y uno. Pasa un par de minutos de la medianoche. Tu mujer ya se ha ido a acostar, pero tú estás demasiado inquieto para dormir, de modo que has subido al salón de arriba, la habitación a la que ambos dais el nombre de biblioteca, un espacio amplio con estanterías a lo largo de tres paredes, y como los estantes ya están llenos, atestados de miles de volúmenes de tapa dura y de bolsillo que tu mujer y tú habéis ido acumulando a lo largo de los años, en el suelo también hay montones de libros y deuvedés, el inevitable excedente que continúa incrementándose a medida que los meses y los años pasan volando, dando a la biblioteca un desordenado pero simpático ambiente de plenitud y bienestar, la clase de habitación que todos los que vienen de visita califican de acogedora, y sí, es sin lugar a dudas tu estancia favorita, con su blando sofá de cuero y televisión de pantalla plana, un lugar perfecto para leer y ver películas, y debido al insoportable calor de fuera, está puesto el aire acondicionado con las ventanas cerradas, lo que bloquea los ruidos de la calle, el popurrí nocturno de perros que ladran y voces humanas, el hombre extraño y regordete que deambula por el barrio cantando melodías de espectáculos musicales en un agudo falsete, el estruendo de camiones, coches y motocicletas que pasan. Enciendes la televisión. El partido de los Mets ha acabado hace un par de horas, y sin tener a tu disposición distracciones del mundo del deporte, cambias al canal de cine que más te gusta, la TCM, con su programa de veinticuatro horas de películas clásicas norteamericanas, y a los pocos minutos de la historia que has empezado a ver, se te ocurre algo importante. Empieza cuando ves al personaje que corre por las calles de San Francisco, un hombre enloquecido que se abalanza escaleras abajo a la entrada del centro médico y se precipita por las calles, un hombre sin sitio alguno adonde ir, corriendo por aceras abarrotadas de gente, cruzando como una flecha entre el tráfico, chocando con los viandantes mientras los adelanta a toda prisa, un proyectil de histeria e incredulidad a quien acaban de anunciar que se va a morir dentro de unos días, si no horas, que tiene el organismo infectado por una toxina luminosa, y como es demasiado tarde para sacarle el veneno del cuerpo, no hay esperanza para él, de modo que aun pareciendo que sigue vivo, de hecho ya está muerto, en realidad lo han asesinado.
Tú has sido ese hombre, te dices a ti mismo, y lo que estás viendo en la pantalla de la televisión es una versión precisa de lo que te sucedió dos días después de la muerte de tu madre en 2002: el martillo que desciende sin avisar, y luego la incapacidad de respirar, el corazón acelerado, el mareo, los sudores, el cuerpo que cae al suelo, los brazos y piernas que se vuelven de piedra, los aullidos lanzados a todo volumen por unos pulmones enloquecidos, sin aire, y la certidumbre de que el final es inminente, de que al cabo de un segundo el mundo dejará de existir porque tú ya no existirás.
Dirigida por Rudolph Maté en 1950, la película se titula Con las horas contadas (D.O.A., jerga policial para «ingresó cadáver»), y el héroe–víctima es un tal Frank Bigelow, un hombre nada distinguido, sin especial interés, un don nadie, un cualquiera, de unos treinta y cinco años, contable, auditor y notario que vive en Banning, California, una pequeña ciudad del desierto cerca de Palm Springs. De complexión fuerte, rostro mofletudo y labios llenos, es un hombre en cuya cabeza apenas hay algo más que mujeres, y como se encuentra agobiado por su neurótica secretaria, llena de adoración hacia él y obsesivamente pegajosa, Paula, la mujer con la que tal vez piensa casarse, impulsivamente decide tomarse una semana de vacaciones él solo y marcharse a San Francisco. Cuando se registra en el Hotel St. Francis, por el vestíbulo pululan bulliciosos huéspedes. Resulta que hay una «convención», le explica el recepcionista, una reunión anual de representantes de comercio, y cada vez que una mujer atractiva pasa por su lado con aire despreocupado (todas las mujeres del hotel son sugerentes), Bigelow se vuelve para comérsela con los ojos desorbitados y la boca abierta, mostrando la concupiscencia de un donjuán al acecho. Para hacer hincapié en el detalle, cada una de esas miradas va acompañada de la imitación de un silbido, una interpretación cómica de la típica expresión de admiración hacia una mujer seductora, como sugiriendo que Bigelow no puede creerse su buena suerte, que por aterrizar en ese hotel en aquel día en particular se topará con toda probabilidad con un ligue fácil. Cuando sube a su habitación al sexto piso, el pasillo está lleno de juerguistas medio embriagados (más silbidos de admiración) y la puerta de la habitación de enfrente está abierta de par en par, ofreciendo a Bigelow un claro panorama de una gran fiesta en plena efervescencia. Así empiezan las vacaciones.
Paula ha telefoneado desde Banning, y antes de deshacer la maleta e instalarse en la habitación, Bigelow le devuelve la llamada. Parece que ha recibido un mensaje urgente de un tal Eugene Philips, de Los Ángeles, quien consideraba imprescindible que Bigelow se pusiera en contacto con él de inmediato, que debían hablar antes de que sea demasiado tarde. Bigelow no tiene ni idea de quién puede ser Philips. ¿Hemos tenido tratos con él?, pregunta a Paula, pero ella tampoco recuerda a esa persona. Durante toda la conversación, Bigelow está distraído con los acontecimientos que se suceden al otro lado del pasillo. Unas mujeres se detienen frente a la puerta abierta de su habitación para saludarle con la mano y sonreírle, y él les devuelve el saludo y la sonrisa mientras sigue hablando con Paula. Olvídate de Philips, le dice. Ahora está de vacaciones, no quiere que lo molesten, y ya se ocupará del asunto cuando vuelva a Banning.
Después de colgar, Bigelow enciende un cigarrillo, un camarero aparece con una copa, y entonces, uno de los juerguistas del otro lado del pasillo, que se presenta como Haskell, entra en la habitación y pregunta si puede usar el teléfono. Tres botellas más de bourbon y otras dos de whisky escocés se piden para la fiesta de la 617. Cuando Haskell se entera de que Bigelow es forastero en la ciudad, lo invita a sumarse al alborozo general (unas copas, unas risas), y al cabo de dos minutos Bigelow está bailando una rumba con la mujer de Haskell en la ruidosa habitación de enfrente. Sue es una tía sensacional, de gran desparpajo, una mujer frustrada que está como una cuba y sólo quiere pasárselo bien, y como resulta que Bigelow es un diestro bailarín, se convierte en su principal objetivo; no es una decisión muy inteligente, quizá, teniendo en cuenta que su marido está ahí mismo para presenciar sus travesuras, pero, aunque temeraria, Sue también es una mujer resuelta. Unos minutos después, la pandilla de la habitación 617 decide salir del hotel para dirigirse al centro de la ciudad. Arrastran con ellos al reacio Bigelow, y de pronto están en un atestado club de jazz llamado The Fisherman, un local frenético donde una banda de músicos negros toca muy alto una pieza jubilosa, muy acelerada, con la palabra JIVE escrita sobre la pared detrás de ellos. Vemos al saxo, al pianista, al trompeta, al bajo y al batería haciendo aullar sus instrumentos en una serie de primeros planos intercalados con las acaloradas reacciones del público, y ahí está Bigelow, sentado a la mesa con sus nuevos amigos mientras la impetuosa Sue se ciñe apretadamente contra él. Bigelow parece desanimado, está harto, no quiere saber nada de Sue ni de su reiterado acoso, y Haskell no parece menos desmoralizado, observando en silencio mientras su mujer se lanza sobre el desconocido de la habitación de enfrente. En medio de todo eso, la cámara capta en cierto momento a un individuo que entra en el club por la parte de atrás, un hombre alto que lleva sombrero y un abrigo con el cuello subido, un cuello extraño y enteramente curioso con el reverso estampado a cuadros blancos y negros. El recién llegado se acerca a la barra, y unos momentos después Bigelow consigue zafarse de Sue y sus acompañantes. Se dirige a su vez al mostrador y pide un bourbon, sin saber que el hombre con el abrigo de curioso cuello está a punto de verterle veneno en el vaso y que por tanto morirá dentro de veinticuatro horas.
Una mujer elegante se sienta al otro extremo de la barra, y mientras Bigelow espera que le sirvan la copa pregunta al camarero si la rubia está sola. La rubia resulta ser Jeanie, una chica rica, loca por el jive, que frecuenta los clubs y emplea términos como me va y de miedo (para decir estupendamente, muy bien, ningún problema). Bigelow se acerca furtivamente a ella, y en esos pocos segundos en que pierde contacto con su copa, que ya le han servido y lo espera en su sitio al otro extremo de la barra, el hombre del extraño cuello lleva a cabo su misión asesina, vertiendo hábilmente la poción venenosa en el vaso y desapareciendo seguidamente de la vista. Mientras Bigelow charla con la elegante Jeanie, una chica muy en la onda, dueña de sí misma, que se muestra a la vez fría y amistosa, el barman le trae su copa ya manipulada, su bebida ya mortal. Bigelow bebe un trago, y al instante su rostro muestra sorpresa, asco. El segundo sorbo produce el mismo resultado. Apartando el vaso, dice al barman: «Éste no es el mío. Yo he pedido bourbon. Póngame otro.»
Entretanto, Sue se ha puesto en pie y busca a Bigelow con la mirada, inquieta, consternada, confusa porque no ha vuelto. Bigelow la ve, da media vuelta e invita a Jeanie a ir a otro sitio con él. Hay personas a las que quiere evitar, explica, y seguro que hay otros locales interesantes en San Francisco. Sí, contesta Jeanie, pero todavía no se ha hartado del Fisherman. Por qué no se ven después, cuando ella vaya a su siguiente parada de la noche, y entonces le escribe un número de teléfono en un papel y le dice que la llame dentro de una hora.
Bigelow vuelve al hotel, saca el papel con el número de Jeanie y coge el teléfono, pero antes de marcar levanta la vista y observa un ramo de flores que le han entregado en la habitación. Hay una tarjeta de Paula prendida al papel del envoltorio, y el mensaje dice lo siguiente: Dejaré una luz encendida en la ventana. Dulces sueños. Bigelow queda escarmentado. En vez de salir a pasar la noche corriendo detrás de las faldas, rompe el número de Jeanie y lo tira a la papelera, y un momento después la narración entra en un registro diferente, empieza la verdadera historia.
El veneno ha empezado a hacer efecto. A Bigelow le duele la cabeza, pero supone que ha bebido demasiado y que se sentirá mejor después de dormirla. Se mete en la cama, y entonces el ambiente se llena de extraños ruidos inconexos, el eco lejano de la voz de una cantante, desechos mentales del club de jazz, síntomas de un creciente malestar físico. Al despertarse por la mañana, su estado no ha mejorado. Aún convencido de que ha bebido demasiado y padece una resaca, llama al servicio de habitaciones y pide algo para levantar el ánimo, una de esas agrias panaceas que sirven para abrir el ojo sazonadas con rábano y salsa Worcestershire y que supuestamente te despejan al instante, pero cuando aparece el camarero con el mejunje, Bigelow no quiere ni verlo, una sola mirada a la bebida le llena de náuseas, y dice al camarero que se lo lleve. Algo grave le pasa. Bigelow se agarra con fuerza el estómago, parece mareado y desorientado, y cuando el camarero le pregunta si se encuentra bien, el héroe-víctima, mortalmente enfermo, aún en la inopia sobre lo que le ha sucedido, dice que debió de haber prolongado mucho la noche y le hace falta tomar el aire.
Bigelow sale del hotel, tambaleándose ligeramente, enjugándose la frente con un pañuelo, y sube a un tranvía que pasa. Se baja en Nob Hill, y luego echa a andar, avanza por calles desiertas a plena luz del día, con determinación, camino de alguna parte —pero ¿adónde y con qué propósito?—, hasta que encuentra la dirección que busca, una alta estructura blanca con las palabras centro médico cinceladas en la fachada de piedra. Bigelow está más preocupado de lo que ha dicho al camarero del hotel. Sabe, realmente sabe, que le ocurre algo grave.
Al principio, los resultados del reconocimiento son alentadores. Mirando la radiografía de Bigelow, un médico dice: «Los pulmones están bien, la presión sanguínea es normal, el corazón, normal. Suerte que no todo el mundo está como usted. Si no, me quedaría sin trabajo.» Dice a Bigelow que se vista mientras esperan los resultados del análisis de sangre efectuado por su colega, el doctor Schaefer. Mientras Bigelow se anuda la corbata en primer plano, frente a la cámara, inexpresivo, una enfermera entra en la habitación a su espalda, demasiado confundida para decir una palabra, mirándolo con un aire que mezcla el horror con la compasión, y en ese momento ya no cabe la menor duda de que Bigelow está condenado. Entra el doctor Schaefer, intentando ocultar su alarma. El primer doctor y él confirman que Bigelow no está casado, que no tiene parientes en San Francisco, que ha venido solo a la ciudad. ¿A qué vienen todas esas preguntas?, inquiere Bigelow. Está usted muy enfermo, contesta el médico. Prepárese para un duro golpe. Y entonces le hablan de la cuestión de la sustancia tóxica luminosa que ya ha absorbido y que pronto atacará sus órganos vitales. Ojalá hubiera algo que pudieran hacer, le dicen, pero no hay antídoto para ese veneno en particular. No le queda mucho tiempo.
Bigelow no se lo cree, estalla de cólera. ¡Es imposible!, grita. Han de estar equivocados, debe haber un error, pero los médicos defienden con calma su diagnóstico, asegurándole que no ha habido equivocación alguna; lo que no hace más que aumentar la furia de Bigelow. «¡Me dicen que estoy muerto!», grita a voz en cuello. «¡Ni siquiera los conozco! ¿Por qué habría de creerles?» Diciéndoles que están locos, los aparta de un empujón y sale precipitadamente de la consulta.
Corte a un edificio aún más grande —¿un hospital, otro centro médico?— y un plano de Bigelow subiendo a saltos los escalones de la entrada. Pasa sin llamar a una habitación que lleva el letrero de urgencias: enfurecido, un hombre a punto de estallar en mil pedazos, que se abre camino empujando a dos perplejas y asustadas enfermeras, insistiendo en que quiere ver a un médico inmediatamente, exigiendo que le hagan un reconocimiento para ver si tiene un veneno luminoso.
El nuevo médico llega a la misma conclusión que los dos primeros. Desde luego que lo tiene usted. Su organismo ya lo ha absorbido. Para demostrar su aseveración, apaga la luz cenital y muestra a Bigelow el tubo de ensayo que contiene los resultados del análisis. Es una visión espeluznante. Aquello brilla en la oscuridad: como si el médico sujetara un frasco de leche incandescente, una ampolla congelada que contuviera radio, o algo peor, partículas licuadas de una explosión nuclear. La ira de Bigelow cede. Frente a evidencia tan abrumadora, se queda momentáneamente anonadado. «Pero no me siento enfermo», dice con voz queda. «Sólo me duele un poco el estómago, nada más.»
El médico le advierte de que no se deje engañar por su aparente falta de síntomas. A Bigelow no le queda más que un día o dos de vida, una semana todo lo más. Ahora ya no se puede hacer nada. Entonces el médico se entera de que Bigelow no tiene idea de cómo, cuándo ni dónde ha ingerido el veneno, lo que significa que se lo ha administrado otra persona, un desconocido, lo que a su vez quiere decir que han querido matarlo intencionadamente.
«Éste es un caso para homicidios», afirma el médico, alargando la mano hacia el teléfono.
«¿Homicidio?»
«Creo que no lo entiende, Bigelow. Lo han asesinado.»
Es en ese momento cuando Bigelow estalla, cuando la monstruosidad que le ha sucedido se convierte en un pánico desenfrenado, supremo, cuando empieza el grito de agonía. Sale precipitadamente del despacho del médico, abandona a toda prisa el edificio y echa a correr por la calle, y mientras ves ese pasaje de la película, esa larga secuencia de planos que siguen la frenética fuga de Bigelow a través de la ciudad, comprendes que estás presenciando la manifestación externa de un estado interior, que esa carrera sin sentido, precipitada e imparable, es nada menos que la representación de una mente llena de horror, que estás contemplando la coreografía del terror. Un ataque de pánico se ha traducido en un sprint sin aliento por las calles de la ciudad, pues el pánico no es sino la expresión de una huida mental, la fuerza que surge espontáneamente en tu interior cuando te sientes atrapado, cuando no puede soportarse la verdad, cuando resulta imposible afrontar la injusticia de esa verdad ineludible, y por tanto la única respuesta es la fuga, desconectar la mente transformándote en un cuerpo jadeante, crispado, delirante, ¿y qué verdad podría ser más terrible que ésa? Condenado a muerte en cuestión de horas o días, muerto en la flor de la vida por causas que escapan por completo a tu comprensión, tu vida reducida de pronto a unos cuantos minutos, segundos, latidos.
No importa lo que sucede a continuación. Ves con atención la segunda mitad de la película, pero sabes que la historia se ha acabado, que si bien continúa, no hay nada más que decir. Bigelow pasará sus últimas horas en la tierra intentando resolver el misterio de su propio asesinato. Se enterará de que Philips, el hombre que llamó desde Los Ángeles a su oficina, ha muerto. Irá a Los Ángeles a investigar las actividades de diversos ladrones, psicópatas y pérfidas mujeres. Le dispararán y golpearán. Se enterará de que su papel en la historia es puramente accidental, que los villanos lo quieren muerto porque da la casualidad de que legalizó en un acta notarial la escritura de venta relativa a una partida de iridio robada y es el único que puede identificar a los culpables. Localizará a su asesino, el hombre con el abrigo de extraño cuello, que también es el asesino de Philips, y lo matará en un tiroteo que se produce en el rellano de una escalera a oscuras. Y entonces, poco después de eso, Bigelow morirá a su vez, tal como le dijeron los médicos: a la mitad de una frase, mientras cuenta su historia a la policía.
No hay nada malo en planteárselo así, supones. Es la forma convencional de hacerlo, la opción varonil, heroica, el tropo adecuado para todas las historias de aventuras, pero ¿por qué, te preguntas, no divulga Bigelow su inminente destino a nadie, ni siquiera a Paula, que lo adora, que está perdidamente enamorada de él? Quizá porque el protagonista debe seguir siendo duro hasta el final, y aunque se le está acabando el tiempo no puede quedarse empantanado en un sentimentalismo inútil.
Pero tú ya has dejado de ser duro, ¿verdad? Desde aquel ataque de pánico de 2002, has dejado de ser duro, y aunque te esfuerzas mucho en ser buena persona, hace tiempo que no te consideras heroico. Si hubieras estado en la piel de Bigelow, seguro que no habrías hecho lo que él. Habrías echado a correr por las calles, sí, habrías corrido hasta que no hubieras podido dar un paso más, ni respirar, ni tenerte en pie, y luego ¿qué? Llamar a Paula, llamarla en cuanto dejaras de correr, pero si estaba comunicando en el momento de llamarla, entonces ¿qué? Tumbarte en el suelo y llorar, maldiciendo al mundo por haber nacido. O si no, pura y simplemente, arrastrarte hasta algún agujero a esperar la muerte.
No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves entre la gente, ya sean amigos, desconocidos o los seres que más quieres íntimamente, tu propio rostro resulta invisible para ti. Puedes ver otras partes de ti mismo, brazos y piernas, manos y pies, hombros y torso, pero sólo por delante, nada por la espalda salvo la parte de atrás de las piernas si las tuerces y las pones en la posición adecuada, pero no la cara, nunca tu rostro, y en el fondo —al menos en lo que respecta a los demás— tu rostro es lo que eres, el factor esencial de tu identidad. Los pasaportes no incluyen fotografías de manos y pies. Incluso tú mismo, que ya llevas sesenta y cuatro años viviendo en el interior de tu cuerpo, probablemente serías incapaz de reconocerte el pie fotografiado aisladamente, por no hablar de la oreja, del codo, o uno de tus ojos en primer plano. Todo ello muy familiar en el contexto general, pero enteramente anónimo considerado elemento a elemento. Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás. Piensa en lo que te pasó cuando tenías catorce años. A finales de verano trabajaste durante dos semanas para tu padre en Jersey City, incorporado a una de las pequeñas cuadrillas que se ocupaban del mantenimiento y reparación de los edificios de apartamentos que poseían y gestionaban sus hermanos y él: pintando paredes y techos, arreglando tejados, clavando tablas, arrancando láminas de linóleo resquebrajado. Los dos hombres con quienes trabajabas eran negros, todos los inquilinos de los apartamentos eran negros, hasta la última persona del barrio era negra, y al cabo de dos semanas de no ver otra cosa que rostros negros, empezaste a olvidar que tu rostro no era negro. Como no podías ver tu propia cara, te veías a ti mismo en los rostros de la gente que te rodeaba, y poco a poco dejaste de pensar que eras diferente. En efecto, dejaste de pensar en ti mismo.
Mirándote la mano derecha mientras sujetas la pluma estilográfica negra que utilizas para escribir este diario, piensas en Keats mirándose la mano derecha en circunstancias similares, en el acto de componer uno de sus últimos poemas e interrumpiéndose de pronto para garabatear ocho versos al margen de la página, la amarga protesta de un hombre sabedor de que estaba destinado a la tumba antes de tiempo, oscuramente subrayado por la palabra ahora del primer verso, porque cada ahora supone necesariamente un después, ¿y qué después podría contemplar Keats sino la perspectiva de su propia muerte?
Esta mano viva, ahora tibia y capaz
de apretar con fuerza, si estuviera fría
y en el glacial silencio de la tumba
te perseguiría cada día y de noche tus sueños helaría
hasta que desearas dejar tu corazón sin sangre
para que en mis venas la roja vida fluyera otra vez
y tu conciencia se calmara…, mira, aquí está…,
la tiendo hacia ti.
Keats en primer lugar, pero cuando piensas en Esta mano viva te acuerdas de una historia que te contaron una vez sobre James Joyce: Joyce en París en el decenio de 1920, circulando por una fiesta hace ochenta y cinco años cuando una mujer se le acerca y le pregunta si puede estrechar la mano que escribió el Ulises. En vez de tenderle la mano derecha, Joyce la levanta en el aire, la estudia unos momentos y dice: «Permítame recordarle, señora, que esta mano también ha hecho otras muchas cosas.» Nada de detalles, pero qué deliciosa muestra de indecencia y connotación, tanto más eficaz en cuanto que todo lo dejó a la imaginación de la mujer. ¿Cómo quería que lo viese? Limpiándose el culo, probablemente, hurgándose la nariz, masturbándose en la cama por la noche, metiendo los dedos a Nora en el coño y haciéndole cosquillas en el ojete, reventándose espinillas, quitándose comida de entre los dientes, arrancándose pelos de la nariz, sacándose cerumen de los oídos; pueden rellenarse los espacios en blanco según convenga, teniendo en cuenta el aspecto fundamental: lo que más asco produjera a la mujer. Tus manos te han servido en tareas similares, desde luego, las manos de todo el mundo han hecho esas cosas, pero principalmente se utilizan en tareas que requieren poco o ningún esfuerzo mental. Abrir y cerrar puertas, poner bombillas haciéndolas girar en el casquillo, marcar números de teléfono, lavar platos, pasar páginas de libros, sujetar la pluma, cepillarte los dientes, secarte el pelo, doblar toallas, sacar dinero de la cartera, llevar bolsas de la compra, pasar tu abono por los molinetes del metro, pulsar botones en máquinas, recoger por la mañana el periódico de los escalones de la entrada, abrir la cama, enseñar el billete al revisor del tren, tirar de la cadena del retrete, encender tus puritos, apagarlos en el cenicero, ponerte los pantalones, quitártelos, atarte los zapatos, echarte espuma de afeitar en la punta de los dedos, aplaudir en conciertos y obras de teatro, meter la llave en la cerradura, rascarte la cara, rascarte el brazo, rascarte el culo, tirar de maletas con ruedas en aeropuertos, deshacer el equipaje, colgar tus camisas en perchas, subirte la cremallera del pantalón, abrocharte el cinturón, abotonarte la chaqueta, hacerte el nudo de la corbata, tamborilear con los dedos en la mesa, cargar papel en tu aparato de fax, arrancar talones del talonario, abrir cajas de té, encender la luz, apagarla, ahuecar la almohada antes de acostarte. Esas mismas manos han dado a veces puñetazos a gente (como se ha mencionado anteriormente), y en tres o cuatro ocasiones, en momentos de intensa frustración, también han golpeado paredes. Han arrojado platos al suelo, los han dejado caer y los han recogido. Tu mano derecha ha estrechado más manos de las que te sería posible contar, te ha sonado la nariz, limpiado el culo y dicho adiós muchas más veces que palabras tiene el diccionario más voluminoso. Tus manos han tenido en ellas el cuerpo de tus hijos, han limpiado el culo y sonado las narices de tus hijos, han bañado a tus hijos, han frotado la espalda y enjugado las lágrimas de tus hijos, han acariciado la cara de tus hijos. Han palmeado el hombro de amigos, compañeros de trabajo y parientes. Han empujado, dado empellones y levantado a gente del suelo, aferrado los brazos de gente a punto de caerse al suelo, empujado la silla de ruedas de quienes no podían andar. Han acariciado el cuerpo de mujeres vestidas y desnudas. Han recorrido toda la piel desnuda de tu mujer y encontrado el camino hacia cada parte de su ser. Ahí es donde son más felices, crees tú, desde el día en que la conociste ahí es donde han sido más felices, porque, parafraseando un verso de un poema de George Oppen, algunos de los sitios más hermosos del mundo están en el cuerpo de tu mujer.