–Con un caballo -respondió Naomi enseguida-. Es la única manera posible. El terreno es abrupto, irregular y cuesta arriba. – Miró a Antonia-. Un caballo dejaría huellas en la nieve, en ambos lugares. Ahora aquí no vemos nada, pero sin duda Wiggins recordará si había huellas de los cascos de un caballo donde encontraron a Judah.
–No había nada -contestó Ephraim por ella-. Ya se lo pregunté cuando quise demostrar que había ido allí para reunirse con alguien.
–¿Volvió a nevar por la noche de modo que quedasen borradas? – preguntó Benjamin.
–No. – Esta vez fue Antonia quien habló-. Y si no había pisadas, no es posible que hubiese nadie más allí. No puedes caminar por la nieve sin dejar marcas, seas quien seas.
Su voz traslucía tristeza, como si le hubiesen arrebatado un último resto de lógica cuando creía haber entendido lo ocurrido.
–¡Pero tuvieron que matarlo aquí! – insistió Ephraim-. ¡Nada flota río arriba!
–El agua -dijo Henry en voz alta.
El rostro de Ephraim se tensó; sus ojos fríos y azules como el cielo.
–El agua no fluye río arriba, Henry -replicó con acritud. Se guardó de añadir que el comentario era estúpido e inútil, pero su expresión fue lo bastante elocuente.
–Se puede caminar por el agua sin dejar rastro -puntualizó Henry. Se volvió para mirar hacia la pendiente otra vez-. Es posible arrastrar un cuerpo contra la corriente, caminando por el lecho del río y dejando que la propia agua soporte parte del peso. Apenas hay dos kilómetros. No quedaría rastro y sería sumamente improbable que alguien lo viera. Y aunque hubiese alguien por la zona, el lecho queda hundido en el terreno, porque el arroyo lo ha ido excavando. Cualquier cosa que se moviera parecería obra de la corriente, y si alguien se aproximara bajo la luz de la media luna, sería una silueta negra, muy visible contra la blancura de la nieve. Sólo había que agacharse para parecer simplemente un saliente de roca, un bulto en la orilla.
–¿Cómo no se me había ocurrido? – exclamó Benjamin, soltando el aire despacio-. Es una respuesta fenomenal. ¡Qué ingeniosa! ¿Cómo podemos demostrarlo?
–No podemos -intervino Ephraim, y se mordió el labio-. Por eso es tan increíblemente ingeniosa. Lo siento, Henry.
Éste eludió la disculpa con una sonrisa.
–Pero hay una cosa que no entiendo -añadió Henry-. ¿Cómo es posible que Judah perdiera el cortaplumas y no lograra encontrarlo la primera vez y que, sin embargo, en una segunda ocasión, a oscuras y sin duda con otras cuestiones en mente, diera con él? – Miró el suelo cubierto de nieve, el agua cristalina y las lajas de piedra que formaban el puente. Estaban meticulosamente encajadas para que no se movieran ni siquiera bajo el peso de un hombre.
–¿Dónde se le cayó? – preguntó Benjamin a Antonia.
–Se inclinó para mirarse una bota -contestó ella-. Creía que se le había abierto el cuero, pero en realidad sólo estaba raspado.
–¿Y dónde buscasteis?
–Por el sendero, por la nieve y por la orilla del agua, por si había caído en la corriente. El nácar habría reflejado la luz -contestó.
Henry miró el punto del puente donde las lajas se unían.
–¿Apoyó el pie ahí encima para mirar la bota?
–Sí. ¡Oh! – El rostro de Antonia se iluminó-. ¿Te refieres a si cayó entre esas piedras de ahí? Y a lo mejor se acordó…
–¿Es posible? – preguntó Henry, aunque por su expresión ya se daba cuenta de que sí lo era.
Ephraim se volvió hacia el arroyo.
–¿Insinúas que Gower remontó el río con Judah cargado a lomos de un caballo?
Todos siguieron su mirada y observaron el serpenteante curso del agua con sus hoyas y sus bajíos.
–Es posible -contestó Henry-. O bien dejó aquí el caballo y caminó tirando del cuerpo. Ni lo uno ni lo otro sería tarea fácil, y le habría llevado mucho más tiempo del que pensábamos en un principio. Tuvo que pasar fuera de casa buena parte de la noche y estaría medio muerto de frío tras recorrer casi dos kilómetros por la corriente, ya fuese tirando del caballo, que habría opuesto resistencia, o arrastrando el cuerpo él mismo. Y luego aún tendría que regresar a su casa por la nieve. No me sorprendería que se le hubiesen congelado los pies.
–¡Ojalá! – espetó Ephraim-. Así se le hayan gangrenado los dedos.
–No se habría arriesgado a ir a ver a Leighton -dijo Benjamín, meditabundo. El viento estaba arreciando y hacia el oeste el cielo era gris-. Se avecina más nieve -prosiguió-. Ahora sabemos qué sucedió. En casa estaremos mucho mejor para planear lo que hemos de hacer. Andando. – Y dio media vuelta para emprender el regreso ofreciéndole el brazo a Antonia.
Después de quitarse la ropa mojada se congregaron en torno al fuego. La señora Hardcastle les sirvió cacao caliente y pastel de jengibre y se dispusieron a abordar la cuestión de quién haría qué para llevar a Ashton Gower ante la justicia.
Nadie cuestionó que Benjamín poseía una notable inteligencia, una mente aguda y ordenada que, si lograba dominar el preponderante sentimiento de atropello, le permitiría dirigir la investigación dando sentido a lo que los demás averiguasen e integrándolo en una historia coherente que presentar a las autoridades. Su liderazgo se dio por sentado.
Gracias a su coraje y entereza, Ephraim no aceptaría que ninguna derrota lo apartara de su objetivo. Ahora que estaban seguros de que había un crimen que resolver, su fortaleza resultaría inestimable.
Fue Henry quien sugirió que también deberían valerse de los encantos de Naomi para obtener lo que de otro modo podría quedar fuera de su alcance. La amabilidad y una sonrisa a menudo conseguían lo que la exigencia no, y ella se avino de inmediato, tan deseosa como los demás de ayudar.
En cuanto a Antonia, viuda reciente y con un hijo tan pequeño, la costumbre y el decoro requerían que se quedase en casa. Además, no deseaba en modo alguno dejar a Joshua con una institutriz o tutor, intrigado por lo que andaban haciendo los adultos, y consciente de que ocurría algo malo que no le iban a explicar y sabiendo que no iban a contarle cómo esperaban resolverlo. No obstante, su reputación y el respeto que se había ganado en el pueblo con los años hablarían en su favor.
–Tomaremos el almuerzo temprano y empezaremos esta misma tarde -declaró Benjamín. Se volvió hacia Ephraim con aire grave-. En el pueblo hay al menos una persona que sabe qué clase de hombre es Gower, y ése es Colgrave. No es un tipo que resulte simpático, pero es nuestro mejor aliado en esto. Ve a verlo y consigue tanta ayuda como puedas de él. No le costará creer que Gower puede haber matado a Judah, pero no menciones el asunto salvo si él saca el tema primero. Recuerda que tenemos dos objetivos: en primer lugar, establecer cómo murió Judah exactamente. – Apretó los labios con los ojos llenos de ira. Le estaba costando trabajo dominar el dolor que lo embargaba. Judah había sido su amado y admirado hermano mayor. Sus recuerdos estaban plagados de buenos ratos, aventuras y amistad. Que un sujeto como Ashton Gower no sólo le hubiese arrebatado el futuro, sino que además mancillara su pasado le resultaba casi insoportable-. Pero también debemos acallar sus mentiras para siempre y demostrar a todo el mundo que cuanto dice es falso. Colgrave puede ayudarnos en ambas cosas. Pero pon cuidado en la manera de interrogarlo.
–No te preocupes, no me fiaré de él -contestó Ephraim con expresión de amargura-. Pero me ayudará en todo lo que pueda, te lo prometo.
Benjamin se volvió hacia Naomi.
–Henry y yo ya hemos hablado con Gower -dijo Benjamin, volviéndose hacia Naomi-. Lo encontramos por causalidad en la calle. Ese hombre está consumido de odio. Ni siquiera la muerte le basta para darse por satisfecho. Quiere justificarse y recuperar la finca que…
–Antes lo veré en el infierno -lo interrumpió Ephraim con voz ronca.
–No nos conviene enfrentarnos a él -arguyó Benjamin-. Tenemos que determinar dónde estuvo aquella noche y si existe alguna posibilidad de que fuera al puente donde mataron a Judah, o al vado donde lo encontraron. ¿Tiene caballo o modo de conseguir uno? ¿Alguien lo vio y, en tal caso, dónde y a qué hora? Si sacamos algo de él será cautivándolo o tendiéndole una trampa. Naomi…
–¡No! – intervino Ephraim, erigiéndose en su protector-. No puedes pedirle que hable con él. Por el amor de Dios, Ben, ¡asesinó a Judah!
Naomi se ruborizó al ver la emoción del semblante de Ephraim.
–No sabrá quién es -adujo Benjamin, al parecer sin fijarse en la expresión de su hermano ni en la incomodidad de ella. Sólo pensaba en los planes-. Y si Henry la acompañara…
–Preferiría ir sola -intervino enseguida Naomi. Sonrió a Henry, convencida de que éste lo comprendería, y volvió a mirar a Benjamin-. Al menos de entrada, puedo fingir lo que quiera o dejar que él saque sus propias conclusiones. Si voy con el señor Rathbone, Gower se pondrá contra mí desde el principio porque sabe que es amigo vuestro.
–Me parece demasiado peligroso -objetó Ephraim con determinación-. Olvidas de dónde viene. Ha pasado once años en la cárcel de Carlisle. No es un…
Naomi lo miró esbozando una sonrisa, pero sus ojos eran francos, casi desafiantes. Al observarlos, Henry comprendió que había mucho más de lo que él, o incluso Benjamin, habían supuesto, y un sentimiento infinitamente mayor.
–Sospechamos que asesinó a un miembro de nuestra familia -contestó Naomi con frialdad-. Eso lo tengo muy claro, Ephraim. Voy a ir a verlo abiertamente y de día. Es una mala persona, todos estamos convencidos de eso, pero no es estúpido. De lo contrario, no nos resultaría tan difícil atraparlo.
El rojo apagado de la ira se extendió por las mejillas de Ephraim al cobrar conciencia de que estaba revelando sus emociones más de la cuenta. Era como si su conversación no fuese nueva, sino meramente un elemento más de una serie de desavenencias.
Benjamin miró a su hermano y luego a su cuñada, consciente de haberse perdido algo sin saber el qué.
–¿Seguro que no preferirías que te acompañara Henry? – insistió.
–Seguro -confirmó Naomi-. Si Gower me ve con alguien de esta casa, en cierto sentido le habremos revelado nuestra baza. – Miró a Antonia y se mordió el labio-. Perdona. Es una expresión que he oído utilizar a los jugadores de cartas. Me temo que viajando he tratado con personajes un tanto extraños. Los yacimientos geológicos no siempre se hallan en los lugares más civilizados del mundo.
Antonia sonrió francamente divertida por primera vez desde que Henry llegara, tal vez desde el fallecimiento de Judah.
–Por favor, no te disculpes. Alguna vez, cuando esto haya pasado, me gustaría que me contaras más. Formar una familia tiene indudables ventajas, pero sin duda te pierdes otras cosas, también. Aunque entiendo a qué te refieres. Te sorprendería ver lo furibundas y arteras que algunas señoras del pueblo llegan a ponerse con las partidas de naipes.
Ahora fue Naomi quien sonrió con timidez.
–Desde luego, no se me había ocurrido pensarlo. El deseo de jugar y ganar es universal, me figuro. Pero creedme, jugaré mejor contra el señor Gower si lo hago a solas.
Benjamín admitió que tenía razón.
–Yo iré al pueblo y desde allí seguiré el camino que Gower tuvo que tomar. Así veremos cuánto se tarda exactamente, incluyendo la caminata por el lecho del arroyo.
–¡Te vas a helar! – exclamó Antonia, preocupada.
Benjamín le sonrió.
–Es lo más probable. Pero sobreviviré. Me daré un buen baño caliente en cuanto regrese. No seré el único hombre que se haya empapado. Los pastores lo hacen cada dos por tres. Ya iba siendo hora de que hiciésemos algo por Judah, aparte de hablar y llorarle.
Nadie se lo discutió. Al ponerse en pie lanzó una mirada a Henry. No le habían pedido que hiciese nada en concreto, pero la pregunta estaba en los ojos de Benjamín, así como en los de Ephraim cuando éste se levantó a su vez.
–Bueno, tengo un par de cosas de las que ocuparme -dijo Henry, quien se despidió cuando se separaron en el vestíbulo.
Subió a su habitación, se puso ropa de abrigo y luego fue a la cuadra en busca de un caballo. No tenía intención de contar a nadie lo que se proponía. Miraba más adelante, y para eso tenía que hablar con el pasante de Judah en su despacho de Penrith.
Salió enseguida esperando no ser visto. Quería evitar que le preguntasen qué se proponía, al menos por el momento.
Mientras cabalgaba por el empinado camino hacia el este con el viento a sus espaldas, iba dándole vueltas a las posibilidades de éxito de la investigación. ¿Y si Benjamin descubría que no era materialmente posible que Gower hubiese recorrido aquella distancia en el tiempo de que había dispuesto? ¿Y si las preguntas de Naomi demostraban la inocencia de Gower, aunque no de su intención, sí al menos de haber tenido ocasión de cometer el acto en persona? Si no conseguían demostrar la culpabilidad de Gower, ¿qué les quedaría por hacer? Deseaba averiguar algo, un posible siguiente paso, otras posibles respuestas. ¿Había alguna otra persona a quien Gower hubiese podido utilizar, ya fuese de buen grado o por la fuerza? ¿Era posible que hubiese tenido un cómplice en el caso original, alguien que no hubiese salido a la luz entonces? ¿Alguien más había obtenido provecho de aquella tragedia?
El caballo era un buen animal, y a Henry la cabalgada le resultó tonificante.
Siempre cabía la posibilidad de que, en su odio por Gower y sus terribles acusaciones, la familia no se hubiese detenido a considerar si Judah tenía otros enemigos. Había sido juez durante una larga temporada. En los Lagos no abundaban los crímenes graves, pero aun así existían. Sin duda habría impuesto multas y sentencias de prisión a otros hombres.
¿Quién más le guardaría rencor? Henry no pensó ni por un momento que Judah hubiese sido corrupto en nada, pero eso no significaba que otros no lo hubiesen pensado. Muchas personas se niegan a aceptar que ellas, o aquellas a quienes aman, puedan andar equivocadas o ser responsables de su mala fortuna. A corto plazo, parece más fácil culpar a un tercero, dejar que el enojo y el orgullo alienten la negación. Hay quien vive así para siempre. Otros aceptan su parte de responsabilidad sólo cuando toda venganza ha demostrado ser fútil para subsanar el error en el que han caído. Cuanto más se persiste en culpar a los demás, más difícil resulta retractarse, hasta que finalmente todo el edificio de convicciones se basa en la mentira y desmantelarlo conduciría a la autodestrucción.
¿Quién más, aparte de Gower, se encontraría encerrado en una de esas prisiones? Precisaba saberlo por si el pesar y la ira, o el culto de toda una vida a un hermano al que consideraban un héroe, habían cegado a Benjamin y Ephraim impidiéndoles ver otras posibilidades.
Henry no había imaginado ni siquiera por un instante que Judah fuese culpable de lo que Gower lo acusaba. Había conocido bien a Judah, a quien lo unía una sincera amistad, y lo había juzgado con más claridad al no mediar pasiones de infancia ni lealtades de sangre. Judah tenía sus defectos. En ocasiones se mostraba demasiado seguro de sí mismo y se impacientaba con quien no tenía una mente tan ágil como la suya. Era omnívoro en su sed de conocimientos, desordenado, y a veces eclipsaba a los demás sin darse cuenta. Pero era del todo honesto, reconocía sus propios errores tan rápidamente como los de los demás, y nunca dejó de disculparse y enmendarse.
Henry necesitaba averiguar la verdad, toda. De lo contrario no podrían defender a Judah ni a Antonia.
Para cuando llegó, ya había decidido con exactitud qué haría. Le bastaron unas pocas preguntas al mozo de la cuadra donde dejó su montura para dirigirse al despacho del actuario del tribunal, un tal James Westwood, quien lo recibió con gravedad y cortesía. Lo encontró sentado tras un magnífico escritorio de nogal con las gafas apoyadas en la punta de su larga nariz.
–Como comprenderá, no puedo decirle nada de índole confidencial -advirtió amablemente.
–Sí, por supuesto -asintió Henry-. Mi hijo es abogado en Londres.
–¡Rathbone! – El semblante de Westwood se iluminó-. ¿En serio? ¿Oliver Rathbone? Vaya, vaya. ¿Así que es su hijo? Un hombre excepcional. – Sonrió-. Aun así, no puedo decirle nada confidencial. Aunque tampoco hay tantas cosas que lo sean. Un asunto muy feo. Una gran estupidez.
–¿La heredad perteneció a la familia Gower? – comenzó Henry. Repitió a grandes rasgos lo que Antonia le había referido.
–En efecto -contestó Westwood-. Originalmente la finca era propiedad de la familia Colgrave.
Luego de Mariah, viuda de Bartram Colgrave, que se casó con Geoffrey Gower y tuvo dos hijos con él. Uno de ellos murió siendo niño, el otro es Ashton Gower. Pero el caudal hereditario era mucho menor entonces, antes de que construyeran la casa solariega y, por supuesto, mucho antes de que descubrieran el yacimiento arqueológico con todas las monedas y demás. Aunque me estoy adelantando a los hechos. – Westwood tosió y carraspeó-. La viuda, Mariah Colgrave, no sólo aportó la finca a su segundo matrimonio, sino también una importante suma de dinero. Con él Geoffrey Gower adquirió más tierras y levantó la casa que ahora es el centro de la finca. Cuando murió, todo ello pasó a su hijo Ashton.
Henry estaba desconcertado.
–Entonces, ¿qué fue lo que se falsificó? ¿Y cómo pudo ser Ashton Gower el responsable? Según parece, todo ocurrió antes de que naciera. ¿Cómo podía reclamar derecho alguno Peter Colgrave? No era descendiente directo.
Westwood frunció los labios.
–Lo que está en entredicho no es la finca en sí, sino la fecha -explicó-. Todo gira en torno a si la parte añadida a la propiedad, que incluye la casa, las mejores tierras y el lugar donde luego se halló el yacimiento vikingo, fue adquirida antes de que Wilbur Colgrave falleciera, o después.
–¿Quién era Wilbur Colgrave?
Rathbone seguía el hilo con dificultad.
–El hermano de Bartram y padre de Peter Colgrave. La cuestión es en qué dirección fue la herencia, ¿entiende? – dijo Westwood-. Si fue antes, y tuvo que haber pasado a Peter Colgrave, o después, con lo cual había de pasar a Mariah y luego a su hijo, Ashton Gower.
–¿No lo sabían entonces? – Henry seguía sin comprenderlo-. Y si fue una falsificación, Ashton Gower ni siquiera había nacido, así que sería imposible culparlo.
Westwood levantó el dedo índice.
–Ah, pero es que no se puso en entredicho hasta que Mariah falleció, hace poco más de once años. Hasta entonces todo el mundo lo daba por sentado.
–En todo caso, si Mariah falsificó las escrituras, o si lo hizo Geoffrey, ¡sigue sin ser culpa de Ashton Gower!
–¡Ésa es la cuestión! – dijo Westwood con vivo interés-. ¡La falsificación era reciente! Se supo por la tinta utilizada, y eso que quien lo hiciera despegó todos los sellos de la antigua, la de la familia, para volver a utilizarlos. Muy astuto, ¡pero el resto era una chapuza!
–Entonces, ¿por qué no reivindicó Wilbur Colgrave la finca y el dinero en su momento? ¡Eran suyos por derecho! – señaló Henry.
–Excelente pregunta -respondió Westwood con entusiasmo-. Era un sinvergüenza y corre el rumor de que siempre estuvo más que un poco enamorado de Mariah, su cuñada, quien a decir de todos fue una gran belleza en su tiempo. Incluso se rumoreaba que había pagado la tierra mediante favores personales. – Se sonrojó un poco-. Habladurías, supongo. En fin, lo que atañe a Judah Dreghorn es que cuando Ashton Gower vino a reclamar su herencia, Peter Colgrave juró que las escrituras de propiedad de los Gower eran falsas y que la finca debía ser suya como heredero de Wilbur Colgrave, que a su vez era el hermano menor y heredero de Bartram, y no de su viuda, ya que ella perdió sus derechos al casarse por segunda vez. La finca estaba vinculada y debía seguir a nombre de un Colgrave, sólo que Wilbur también falleció, dejando viuda y un hijo, Peter. Todo un embrollo.
–Entonces, deduzco que Ashton Gower aprovechó para intentar demostrar que la propiedad era suya, falsificando una nueva escritura con la fecha favorable para Mariah y por consiguiente para él.
–Exactamente -corroboró Westwood-. Pero fracasó. La tierra volvió a manos de la familia Colgrave, al único miembro que quedaba, Peter, que seguramente es a quien debería haber pertenecido desde el principio.
–Y Gower fue a prisión -concluyó Henry.
–En efecto. Era mucho dinero el que había intentado robar mediante el fraude -explicó Westwood con gravedad-. El acto no podía quedar impune. La sentencia fue perfectamente justa y apropiada.
–Así que Ashton Gower perdió su hogar y la fortuna que siempre había supuesto suya. No es de extrañar que estuviese amargado.
Henry se imaginaba la situación: el joven Gower había crecido amando la tierra, cabalgando por ella, escalando los montes, sintiéndose el amo. Entonces, de repente, había perdido a su padre y su herencia; toda su identidad y su lugar en la comunidad también perdidos. No era extraño que el enojo le impidiese pensar con prudencia. Pero eso no justificaba la falta de honradez y, desde luego, no era culpa de Judah.
–¿Por qué culpó a Judah Dreghorn? – preguntó Henry.
–¡Ah! – Westwood chascó los dedos-. Eso es algo que no acabo de entender -admitió-. Gower perdió el dominio de sí mismo por completo. Echó pestes y despotricó contra el magistrado, acusándolo de corrupción, incluso durante el juicio. Y después, cuando Colgrave vendió la finca apresuradamente y Dreghorn la adquirió, Gower juró vengarse de este último por haber mentido desde el principio. Afirmó que las escrituras eran auténticas y que Dreghorn lo sabía, cosa a todas luces ridícula. En cualquier caso, resultó muy desagradable, de lo más penoso.
–Y ahora Judah ha fallecido en circunstancias muy extrañas. – Henry miró fijamente a Westwood-. ¿Cree que Gower podría estar tan ávido de venganza como para hacerle daño?
–Caramba. – Westwood ladeó un poco la cabeza, a todas luces consternado-. La pregunta que me plantea usted es sumamente indecorosa, señor Rathbone. Preferiría no contestar. En realidad, ¡me parece que no puedo hacerlo!
Su mirada era muy firme, penetrante y brillante. Su renuencia constituía una respuesta en sí misma, y se quedó observando a Henry el rato suficiente para asegurarse de que éste así lo entendía.
–Entiendo -asintió Henry-. Sí, está claro. ¿Sabe por qué Peter Colgrave decidió no conservar la finca?
–Ése es otro hombre sobre el cual prefiero no expresar mi opinión. – Sonrió levemente y miró a Henry por encima de la montura de las gafas-. No me obligue a cometer una indiscreción que a ambos podría resultarnos embarazosa.
Henry esbozó una sonrisa.
–Gracias. Creo que ahora capto, al menos en parte, el estado de la cuestión, aunque no acierto a entender por qué Ashton Gower se figuró que podría salir impune después de haber cometido semejante estupidez.
–Arrogancia -dijo Westwood en voz baja-. Supongo que efectuó la falsificación llevado por la ira, quizá tras descubrir la escritura original y darse cuenta de lo que significaría para él. Luego ya no pudo echarse atrás. Aunque debo puntualizar que eso no es más que una suposición mía.
Henry le dio las gracias y salió a la tarde fría, que ya anunciaba su fin.
Se reunieron antes de la cena, un poco más tarde de lo habitual. La señora Hardcastle había preparado un menú espléndido y toda la casa estaba decorada para la Navidad con coronas de acebo, hiedra y abeto. Había relucientes manzanas rojas, amarillas y verdes, y cestas de nueces con lazos dorados.
Henry se sorprendió al ver todo aquello, habida cuenta de la reciente y terrible pérdida, y miró un tanto indeciso a Antonia por si los criados lo habían hecho sin su permiso. Ella le sonrió.
–Sigue siendo Navidad -dijo la viuda en voz muy baja-. No debemos olvidarlo ni ignorarlo. Sin Navidad no habría esperanza. Y yo necesito tener esperanza: insensata, irrazonable, contra toda lógica humana, cosas que sólo Dios puede hacer.
–Todos la necesitamos -dijo Henry mientras entraban juntos al comedor-. Celebraremos la Navidad como es debido. Gracias.
Ocuparon sus sitios y les fueron sirviendo un plato tras otro. Se disponían a comer el pudín cuando por fin abordaron el tema de lo que habían logrado durante la jornada.
–He hecho los trayectos a pie -expuso Benjamín pensativamente-. Es posible cubrir las distancias entre la hora en que Judah pudo haber llegado al arroyo y el momento en que fue hallado su cuerpo, pero sólo si se camina a buen paso. Y no habría tiempo para que Gower aguardara a Judah más de cinco minutos. No si Judah fue derecho allí. Por descontado, es posible que fuese él quien aguardara a Gower, porque no tenemos idea de cuándo murió, salvo que fue antes de las tres, momento en que hallaron el cuerpo. Tampoco sabemos a qué hora llegó Gower a su casa. – Se volvió hacia Naomi-. ¿Lo sabes tú? ¿Has conseguido hablar con él?
Naomi se encogió de hombros un tanto compungida.
–Ha sido más fácil de lo que esperaba.
Miró a Benjamín evitando los ojos de Ephraim, aunque éste era plenamente consciente de que ella sabía que la estaba mirando.
–¿Cómo lo has logrado? – preguntó Antonia.
–Con más inventiva de la que me enorgullece admitir -contestó Naomi con una sonrisa-. Permíteme hacerte el favor de no contártelo, de modo que puedas seguir viendo a tus vecinos con completa inocencia. La gente te tiene en muy alta estima. – Miró a Antonia con sincera consideración-. Eres muy admirada, incluso por quienes son tan estúpidos como para prestar oídos a Gower. Tu reputación es tu mejor baza. Y cuando todos volvamos a marcharnos, tú te quedarás aquí y será importante que eso no haya cambiado.
Antonia sonrió, pero se abstuvo de hablar.
Henry no había pensado en ello con tanto atrevimiento y cayó en la cuenta de que la reciente viuda quizá tampoco lo había hecho. Ninguno de ellos había mirado más allá de la conmoción y la ira del presente. Pero, desde luego, Benjamin regresaría a Tierra Santa, donde seguramente andaba inmerso en alguna gran excavación; Ephraim reanudaría sus exploraciones en África en busca de las plantas y demás descubrimientos que tanto lo fascinaban; Naomi emprendería el largo viaje de vuelta a América y luego hacia el Oeste de nuevo, para retomar el trabajo de Nathaniel, reencontrarse con sus amigos y recuperar la vida que habían construido allí. Incluso Henry regresaría a Primrose Hill y a las alegrías y preocupaciones de Londres. Y entonces Antonia descubriría la auténtica dimensión de su soledad.
Henry recordó la muerte de su esposa. Al principio la impresión adormece buena parte del dolor más profundo. Hay cuestiones urgentes, personas a las que avisar, por no mencionar el funeral. Uno hace de tripas corazón para superar la debilidad y, por el bien de los demás, se comporta con dignidad.
Pero luego, cuando el primer duelo ha pasado y la atención se desvanece, cuando los amigos y parientes reanudan sus vidas, entonces el verdadero peso de la pérdida se hace patente. Todo lo que uno compartía ha dejado de ser como antes. El silencio del corazón resulta ensordecedor. Antonia todavía tenía que enfrentarse a esa situación.
Naomi ya había pasado por ello, pero al menos había tenido un trabajo al que dedicar sus energías y con el que mantener la mente ocupada. Por supuesto, Antonia tenía una finca que administrar, además de cuidar de Joshua, pero el pesar de su hijo también recaería sobre ella.
–¿Qué has descubierto? – preguntó Benjamín a Naomi. Ya había contestado algunas preguntas mientras Henry no escuchaba.
–Por lo visto Gower pasó la velada con los Pilkington -contestó Naomi con expresión de disgusto-. La señora Pilkington es una mujer con un busto extraordinariamente generoso, compensado por un espíritu mezquino. Tiene opiniones formadas sobre el valor moral de todo, para bien o para mal. «Decadente» es su palabra favorita. No sé por qué, puesto que no creo que sepa qué significa.
–¿Es una nueva rica? – inquirió Henry, consciente de todas las diferencias sociales que eso conllevaba, la envidia y la ambición.
Una sonrisa amplia y sincera iluminó el semblante de Naomi.
–¡Exactamente! El dinero antiguo siempre se ha obtenido de manera inmoral. El suyo es nuevo, por supuesto. Apoya la causa de Gower precisamente porque las familias más rancias no lo soportan. Y el recital de violín era «decadente», de modo que no asistió. Seguramente no distingue a Bach de Mozart y no quiere que la pongan en evidencia, la pobre.
Hubo un repentino matiz de piedad en su voz, como si lo absurdo de las pretensiones hubiese revelado el miedo y el vacío que éstas encerraban.
Ephraim lo percibió y parte de su significado se tradujo en una expresión de sorpresa, no por cómo era la gente, sino por lo que había entrevisto en Naomi, una nueva belleza.
–Pero ¿Gower estuvo allí? – preguntó él ciñéndóse al asunto principal.
–Sí. Se marchó a su casa poco después de las diez -contestó Naomi.
–Entonces pudo llegar al puente más o menos a la misma hora que Judah -dedujo Benjamin-. Aunque no le habría resultado fácil. ¿No viven a orillas del lago los Pilkington?
–Sí.
Reflexionó un momento.
–Pues hubo de contar con la suerte de su parte -comentó Benjamin-. De lo contrario Judah habría tenido que aguardar un rato a que llegara. He preguntado a diestro y siniestro sobre ese día, a los criados de aquí, en la estafeta de correos y en el pueblo. Nadie tiene constancia de que se entregase un mensaje a Judah para que se reuniera con Gower, ni a éste de parte del primero. Y no se trata de un lugar donde uno coincida con alguien por casualidad.
–Desde luego, no es un lugar para reunirse con nadie en absoluto -dijo Henry-. No acabo de asumirlo.
–Pues más vale que lo hagamos -arguyó Benjamín-. Allí es donde estuvo Judah, o no habría encontrado la navaja. Y el vado es un lugar igualmente absurdo, pero es donde fue hallado. – Se volvió hacia Naomi-. ¿Qué opinión te has formado de Gower?
Naomi vaciló.
–Es un hombre irascible, de los que pegan antes de preguntar por si después no tienen ocasión de hacerlo -contestó-. Un hombre tan poseído por sus propias emociones que no dispone de tiempo ni espacio para tomar en consideración las de los demás. No estoy segura de haber querido ver alguna virtud en él, pero si la había, me resultó muy fácil pasarla por alto. Aunque dista mucho de ser estúpido. De ahí que me pregunte cómo es posible que llegara a creer que saldría impune de tan estúpida falsificación.
–Hasta las personas más inteligentes se comportan como idiotas cuando se dejan dominar por las pasiones -observó Henry, frunciendo los labios al sentir la punzada de un recuerdo-. Perdemos la visión periférica y sólo vemos lo que queremos. Es una especie de arrogancia mental. Ser inteligente no siempre es lo mismo que ser sensato u honesto.
Naomi lo miró y la calidez de su sonrisa fue como si el fuego hubiese cobrado ímpetu disipando las sombras y el frío de los rincones de la habitación.
–No, no lo es -admitió Naomi-. Pero ésas son las cualidades que más merece la pena cultivar, y sin ellas lo demás apenas tiene valor. Debería compadecerme de Ashton Gower y de la estúpida señora Pilkington. A fin de cuentas, sólo se engañan a sí mismos.
Ephraim permanecía muy quieto, casi inmóvil. Uno tenía que fijarse en él para advertir lo plenamente concentrado que estaba en Naomi.
–¿Pudo haber matado a Judah? ¿Es posible? – preguntó Benjamin en voz baja.
Su hermano se volvió hacia él.
–Sí -contestó-. Y Colgrave no me gusta nada, es un hombre frío, por más que disimule, pero nos ayudará, al menos en esto. Detesta la injusticia, tanto por nosotros como por el pueblo. Es mala para todos.
–Bien -asintió Benjamin-. Es un principio, pero seguimos sin pruebas.
–¿Qué más podemos hacer? – preguntó Antonia, alterada, haciendo un gran esfuerzo por disimular su desesperación. Estaba comenzando a enfrentarse al largo futuro que la aguardaba cuando todos se hubiesen marchado y se quedara sola en el pueblo: los rumores, los pensamientos, la memoria de su marido que proteger y un hijo al que criar alentándolo a conservar la fe y la certidumbre.
Benjamin la miró.
–Todavía no lo sé. Pero tendremos éxito. Judah era nuestro hermano y yo, al menos, no pienso irme de aquí hasta que haya limpiado su nombre, ¡lo prometo!
–Yo tampoco -dijo Ephraim con determinación-. Te doy mi palabra, por ti, por Joshua y por el propio Judah.
Antonia inclinó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
–Gracias.
La mañana era fría, con altas nubes dispersas y un tímido sol. Henry se levantó temprano, tomó una taza de té, se vistió y salió de la casa. Le apetecía caminar a solas y pensar. Se habían mostrado muy bravos la víspera, pero en realidad no tenían ningún plan que les garantizara las pruebas que necesitaban. Eran leales, de eso no cabía la menor duda. Y también valientes. Benjamin poseía la lógica y la perspicacia necesarias para poner en orden la información obtenida y capacidad más que de sobra para exponer el resultado. La fortaleza de Ephraim le permitiría enfrentarse a cualquier situación desagradable, dificultad o traba de la que pudiera servirse la gente del pueblo, o para plantar cara al propio Ashton Gower. Nada le haría apartarse del camino que consideraba justo, costara lo que costase.
Y Naomi tenía encanto e ingenio, imaginación para entender al prójimo y mano izquierda para desarmarlo, lo cual le permitía obtener toda suerte de informaciones con más éxito que mediante cualquier confrontación directa. Henry reparó en que cada vez le gustaba más. Comprendía perfectamente que Ephraim se hubiese enamorado de ella y que siguiera estándolo a pesar de los años transcurridos desde su partida. ¡De hecho, le costaba más entender por qué Benjamin no lo estaba!
¿Por qué habría elegido al más sosegado y mucho menos dinámico Nathaniel? Eso era algo que Henry nunca llegaría a comprender. Aunque ¿qué hombre entiende realmente las decisiones que toman las mujeres?
Caminaba a paso vivo siguiendo el sendero que Judah había tomado la noche de su muerte. Al parecer era el camino más fácil para ir de la casa al yacimiento del tesoro vikingo, que todavía no había visitado. El aire era frío y vigorizante; vio pájaros volando en círculos en el cielo y venados pastando en las faldas de las colinas. Una liebre con su abrigo invernal pasó dando saltos a menos de veinte metros. Pensó en cuánto más hermoso era todo aquello que las calles mojadas y sucias de humo de Londres o de cualquier otra ciudad.
Cruzó el arroyo por el estrecho puente de piedra procurando no perder el equilibrio, aunque en realidad no había hielo, como constató con gran alivio.
Luego, en vez de encaminarse a la iglesia, enfiló la cuesta y siguió el sendero que bordeaba la orilla para luego comenzar la ascensión. Un pequeño letrero le indicó que ya casi había llegado.
Lo vio en cuanto coronó la colina. Detrás de las ruinas que se recortaban contra la nieve, había un hombre solo que contemplaba el agua azul, plateada y gris, rizada por la brisa. Henry supo quién era antes incluso de que el hombre se volviera al oír el crujido de sus pasos sobre la nieve: se trataba de Ashton Gower, con la cabeza descubierta, el cabello negro y los ojos penetrantes que le conferían el aspecto de pertenecer al paisaje, incluso al período en que se había construido aquel santuario. Henry experimentó una extraña sensación de entremetimiento, como si su propósito fuese alterar la historia para que los suyos se adueñaran del patrimonio de un tercero. Descartó ese pensamiento con irritación. Era un truco de la luz y de su imaginación.
–Buenos días, señor Gower-saludó cortésmente. Se dispuso a hacer algún comentario agradable a propósito de la vista, o incluso sobre la posibilidad de que llegara más nieve desde las cumbres del Helvellyn, pero cambió de parecer. Daría la impresión de estar nervioso. No era ésa la verdad, y ambos lo sabían.
Gower extendió el brazo abarcando todo el panorama.
–¿Le gusta? – preguntó-. Le daría la bienvenida a mis tierras, pero la ley me las ha arrebatado. Puede usted venir siempre que quiera, si los Dreghorn no se lo prohíben. Yo sólo puedo llegar hasta el punto abierto al público. ¡Pero me niego a pagar!
–¿Alguna vez se lo han pedido? – inquirió Henry, situándose a su lado de cara al lago, las montañas y el cielo: un paisaje agreste, azotado por el viento, con los dibujos siempre cambiantes de luz y sombra.
–Todavía no -admitió Gower-. Ni siquiera Dreghorn se vio con valor para hacer eso. Sabía que estaba en falso, ¿entiende? Era incapaz de mirarme a los ojos. Tenía más elegancia que sus hermanos. – Torció la boca-. ¡O se sentía más culpable!
–Traté a Judah Dreghorn durante veinte años -replicó Henry con ecuanimidad, esforzándose por dominar su genio-. Aparte de mi experiencia directa, no he encontrado una sola persona que me haya hablado mal de él. Por otra parte, sé lo que dicen sobre usted, señor Gower, y es mucho menos halagador. ¿Debo suponer que sostiene que los expertos en falsificaciones también mintieron? ¿Por qué? ¿Tanto le odian como para que haya hombres dispuestos a cometer perjurio con tal de verlo castigado por un delito que no cometió? ¿Por qué? ¿Qué ha hecho para merecer esto?
Gower se estremeció y encorvó los hombros, como si el viento se hubiese vuelto gélido.
–Las escrituras que saqué de la caja fuerte de mi padre eran auténticas -declaró, mirando a Henry de hito en hito-. No puedo demostrarlo, pero lo eran. La tierra le pertenecía. Es posible que Wilbur Colgrave estuviera enamorado de mi madre, pero ningún Colgrave cedería sus tierras por nadie. La razón de que no reclamara la propiedad es que no tenía derecho sobre ella. Toda esa historia de la aventura amorosa fue una calumnia. Pero ¿quién puede demostrarlo ahora?
Su voz traslucía un dolor profundo y furioso, pero tan real que Henry llegó a experimentarlo. Tal vez fuese por la reputación de su madre tanto como por la suya propia. Henry no hubiese tolerado que se insinuase algo semejante de su madre.
¿Cuánto puede justificar el dolor? ¿Realmente era preciso que Colgrave aireara aquel detalle tan íntimo? ¿No podría haber callado eso, por lo menos? ¡Existía un acuerdo tácito de no mancillar el nombre de los muertos que ya no podían defenderse!
Aunque por otra parte eso era exactamente lo que Gower estaba haciéndole a Judah. Henry lo expresó en voz alta.
Gower se volvió para mirarlo con una expresión que mezclaba perplejidad y frustración.
–¿De qué otra manera puedo defenderme? – preguntó con voz ahogada-. ¡Esta tierra es mía! ¡Me quitaron la casa, el patrimonio, el buen nombre de mi madre y el mío propio! Y me hicieron pagar por ello con once años de mi vida mientras ellos disfrutaban del botín. Ahora soy un hombre marcado, sin más techo sobre mi cabeza que el que consigo trabajando y pago semana tras semana. ¿Se supone que debo conformarme? ¿Esa es su idea de justicia, el estilo Dreghorn?
–¿Y las escrituras falsificadas? – preguntó Henry-. ¿O acaso todos los expertos mintieron? ¿Por qué? ¿Supone que Judah Dreghorn los sobornó?
–No lo sé. Lo único que sé es que el documento que entregué era auténtico y decía que la tierra pertenecía a mi padre. Las fechas eran correctas.
El semblante de Gower no reflejaba el menor asomo de duda, sólo una ciega y furiosa certidumbre…
No existía respuesta posible para eso. Henry dio media vuelta y emprendió el regreso a la casa. Se encaminó directamente a la cuadra, pidió un caballo y salió al galope por el camino de Penrith. Necesitaba saber con exactitud dónde se habían guardado las escrituras desde el momento de la muerte de Geoffrey Gower hasta que el experto de Kendal las examinó y dictaminó que eran falsas. La duda, informe e incierta, le corroía las entrañas deshilachando los bordes de todos sus pensamientos. No dudaba de la honestidad de Judah, pero ¿pudo haber sido inducido a error, quizás engañado por alguien? Era una idea molesta, pero Henry no iba a dejarla sin responder.
La ciudad estaba concurrida debido a sus comercios habituales y al mercado. Las calles atestadas de gente que iba y venía. Había carros con pilas de pacas de lana. Todas las manufacturas tradicionales de los Lagos se encontraban allí: zuecos, pizarra, carretes, herrajes, cerámica, lápices; y toda clase de alimentos: copos de avena, cordero, pescado fresco, sobre todo salmón, patatas, manzanas de distintas variedades y especias llegadas por mar.
Henry se abrió camino y finalmente se encontró en las oficinas de Judah otra vez. Fue una larga y tediosa tarea rastrear la llegada de la escritura y conocer su paradero desde ese momento hasta que fue llevada al especialista de Kendal.
–Ay, sí -dijo el pasante en tono de complicidad-. Muy triste. Nunca sospeché que el señor Dreghorn estuviera implicado en algo así, debo decir. Vivir para ver.
Henry se paralizó, la sangre le hervía en las venas.
–¿Vivir para ver qué, señor Johnson? – replicó fríamente-. ¿Que los recuerdos son breves y las lealtades endebles?
En cuanto lo hubo dicho lamentó haber perdido los estribos. Se estaba poniendo las cosas difíciles a sí mismo.
Johnson se ruborizó intensamente.
–¡Yo no he dado crédito a esas acusaciones! – protestó-. Se equivoca conmigo si piensa lo contrario, señor, se lo aseguro.
Henry cambió de postura, quizá sin ser del todo sincero. Había supuesto que el hombre hablaba por sí mismo, mas a juzgar por su rostro parecía ofendido.
–Me refería a quienes lo hacen, sean quienes sean -puntualizó-. Confío en que, habiendo tratado al señor Dreghorn, sea usted el último en estar de acuerdo y el primero en defenderlo.
–Por supuesto -respondió Johnson con desdén.
Henry aprovechó su ventaja.
–En ese caso seguro que tendrá tantas ganas como yo de aclararlo sin dejar lugar a dudas. Necesito seguir la historia de esas escrituras que se declararon falsas bajo juramento. ¿Cuándo llegaron aquí? ¿Quién las trajo y desde dónde? ¿Dónde se guardaron? ¿Quién tuvo acceso a ellas y quién las llevó a Kendal para mostrárselas a…? ¿Cómo se llama?
–El señor Percival, señor.
–Sí. Bien. Si alguien las alteró, no fue el señor Dreghorn.
Fue una declaración que no admitía réplica.
–¡Por supuesto que no! – exclamó Johnson, malhumorado.
Pero fue una tarea mucho más lenta de lo que había supuesto Henry, y a Johnson lo único que parecía preocuparle era su propia reputación. Ahora tenía un nuevo jefe y estaba resuelto a causarle buena impresión. Judah se había ido y ya no podía serle útil.
Henry lo pilló en un par de mentiras interesadas antes de estar seguro más allá de toda duda sobre cuál había sido la historia de las escrituras. El asunto había llevado bastante más de una semana, y durante ese tiempo nadie las había visto. Innegablemente, Judah pudo haberlas alterado o sustituido por falsificaciones. Pero lo mismo podía decirse de un buen número de personas con acceso a la oficina o del mensajero que las había llevado a Kendal. Por no mencionar el tiempo que habían obrado en poder del señor Percival, otro par de semanas o más. Todo parecía improbable, pero nada resultaba imposible.
Henry dio las gracias a Johnson, que para entonces estaba bastante más inquieto, y acto seguido fue a la cuadra donde había dejado su montura y emprendió la larga cabalgada de regreso a la finca.
Por el camino fue meditando el problema. ¿Quién había tenido tiempo, ocasión y habilidad para llevar a cabo la falsificación? Al parecer el papel y la tinta no eran los adecuados, de modo que no habrían supuesto ninguna dificultad. Los sellos antiguos habían sido arrancados de las escrituras originales y pegados en las nuevas. El tiempo parecía ser el punto determinante. Pero habían estado en la oficina de Judah durante una semana para luego ser enviadas a Kendal, donde estuvieron en el despacho de Percival otras dos semanas más. Alguien familiarizado con esa clase de documento no necesitaría ni un día para cogerlas, crear la falsificación, destruir las originales y devolver las falsificadas.
Más difícil sería demostrar quién lo había hecho. Por desgracia, Judah era la persona con la mejor ocasión, aparte del señor Percival, por supuesto. Aunque no había ninguna razón para suponer que tuviera interés alguno en el asunto.
Henry continuó reflexionando sobre todo ello mientras cabalgaba. La austera belleza del paisaje invernal le resultaba curiosamente reconfortante. Sus líneas limpias, cepilladas por el viento, le evocaban una especie de valentía, como si hubiesen soportado cuanto la violencia de la naturaleza les había arrojado encima y toda pretensión hubiese sido barrida. El aire frío le escocía en la cara, pero su caballo era un animal noble y bien dispuesto, y juntos hicieron el viaje en buena camaradería, de manera que, cuando finalmente el jinete desmontó en el patio de la cuadra y se dirigió a la casa, dio las gracias a su montura con afecto.
La velada fue mucho más tensa. Nadie más había descubierto nada que cupiese considerar de utilidad. En el pueblo los rumores iban en aumento y cada uno de ellos había oído comentarios que en el mejor de los casos podían considerarse de duda, comenzando por la cuestión de si Judah era en realidad tan honesto como se suponía. Se recordaban otros casos de personas que habían proclamado su inocencia pese a que un jurado las había hallado culpables. No había ninguna acusación directa, nada concreto que negar o desaprobar, sólo una atmósfera desagradable.
Henry contó que había ido a Penrith. No quería guardarlo en secreto y que pareciera algo hecho bajo mano, y, además, el mozo de cuadra lo sabría, ya que había ido a caballo. Aunque no dijo a nadie por qué había ido ni tampoco exactamente adonde.
Se sentaron a la mesa del comedor ante otro delicioso festín. La señora Hardcastle había preparado de postre una de las delicadezas de la región, un plato conocido como Rum Nicky, elaborado con ron, azúcar moreno, fruta deshidratada y manzanas de Cumberland.
Antonia habló porque estaba en su casa y ellos eran sus invitados. No iba a permitir que permanecieran en un embarazoso silencio, pero se limitó a contar trivialidades: los concursos de perros pastores del último verano, las regatas en el lago, quién había escalado qué montaña, qué tiempo cabía esperar…
Henry pilló a Ephraim observando a Naomi un momento para acto seguido evitar la mirada de ésta. Evidentemente, Naomi no quería darse por aludida, aunque Henry estaba convencido de que ella sabía lo que estaba ocurriendo.
Y, mientras tanto, en el fondo de su mente anidaba el temor a tener que contar a la familia que tal vez, de un modo u otro, por haber confiado en quien no debía, por falta de atención o por descuido, Judah había cometido un error y que, por tanto, Gower no era culpable de haber falsificado las escrituras, lo cual significaría que otra persona lo era.
¿Quién más había sacado provecho? Peter Colgrave, evidentemente. ¿Alguien más había pensado que podría comprar la heredad a buen precio? ¿Estaba alguien enterado de la existencia del yacimiento vikingo con sus monedas de oro y de plata, sus joyas y demás objetos, por no mencionar su valor histórico? Aquél era otro extremo que averiguar, a ser posible.
Pero sentado a la mesa, viendo sus rostros, la tensión, la ira y el pesar, Henry no se atrevió a plantearlo todavía. ¿Cuánto podría aguardar?
Terminada la cena, Antonia fue a dar las buenas noches a Joshua, y Henry supo por veladas anteriores que tardaría un buen rato en bajar, quizás una hora o más. Joshua tenía nueve años, todavía era un niño dolido y confuso que se esforzaba por ganarse el respeto de sus tíos, por comportarse como el hombre que creía que esperaban los demás. Y también era lo bastante inteligente como para saber que lo estaban protegiendo de otra cosa. Henry le había visto la cara cuando cambiaban de tema al entrar él en la sala mientras hablaban de Gower o del pueblo. No conocían a los niños. No se daban cuenta de lo mucho que oían, de la rapidez con que captaban las evasivas, el tono condescendiente. Joshua detectaba el miedo, aunque no supiera nombrarlo.
Henry recordaba las constantes sorpresas que le había dado Oliver al comprender cosas que el padre había supuesto que no estaban a su alcance. Observaba, copiaba, comprendía. Joshua Dreghorn era igual de rápido y despierto. Antonia lo sabía, por eso compartía su tiempo, y quizá sus emociones, con él.
Henry invitó a Naomi a acompañarlo a dar un corto paseo y ella aceptó. El le sostuvo la capa, se puso el abrigo y salieron por la puerta lateral.
–¿Qué sucede? – preguntó Naomi en cuanto estuvieron a pocos metros de la casa-. ¿Ha descubierto algo?
No había tiempo para andarse con rodeos.
–He ido a Penrith a ver a un pasante de la oficina de Judah -contestó él-. Le he pedido que me contara con toda exactitud dónde habían estado las escrituras desde que las sacaron de la caja fuerte de Geoffrey Gower. – Hablaba en voz baja aunque el crujido de sus pasos en la hierba endurecida por la escarcha habría acallado sus voces en caso de que alguien los hubiese escuchado desde una ventana abierta-. Hubo tiempo y ocasión para que alguien las alterara… las cambiara por otras.
–¿Se refiere a cambiar la auténtica por una falsificación?
De inmediato Naomi asumió lo que aquello significaba y su voz traslució el miedo que la había asaltado. Debido a la capucha de la capa, Henry apenas le veía la cara.
–Sí -respondió Henry.
–¿Cree que Gower dice la verdad?
Fue una pregunta directa, llena de incredulidad, pero, aun así, se la hizo.
Henry no podía contestar de inmediato, no con absoluta sinceridad.
–¡Señor Rathbone! – exclamó Naomi, agarrándole el brazo y obligándolo a parar.
–Creo que Judah no habría hecho nada semejante bajo ningún concepto -declaró sin titubeos. De aquello estaba absolutamente seguro-. Pero quizá confió en quien no debía.
Naomi habló en voz muy baja.
–¿Le ha contado esto a alguien más?
–No. – Sonreía en la oscuridad, pero mofándose de sí mismo; no experimentaba el más remoto placer-. He pasado toda la cabalgada de regreso de Penrith y buena parte de la velada procurando no hacerlo. Pero es una posibilidad que debemos tener en cuenta.
–¿Está seguro de que hubo ocasión?
–Sí.
–¿Quién? Si no fue Gower, ¿por qué iba a hacerlo otra persona? ¡Era el único que iba a sacar provecho de tan estúpida falsificación!
Se pusieron a caminar de nuevo, alejándose más de la casa y de cualquiera que pudiera asomarse y verlos.
–¡Puso la fecha que garantizaría que la propiedad fuese suya! – prosiguió Naomi, que no le había soltado el brazo-. La otra fecha la habría dejado en manos de Peter Colgrave, que es lo que ocurrió. Entonces la compramos. Nadie más iba a beneficiarse del cambio.
–No hay ninguna respuesta que encaje con los hechos -admitió Henry-. Ashton Gower jura que las escrituras no estaban falsificadas, los expertos afirman que lo estaban. La fecha de la falsificación favorece a Gower.
–Sí. ¿No es eso prueba suficiente?
La idea contra la que llevaba todo el día luchando se cristalizó en su mente.
–¿Y si la falsificación no contiene ningún cambio?
–Pero eso no tiene… -Se interrumpió-. ¡Oh, no! ¿Quiere decir que la falsificación es una copia exacta de la original, incluyendo la fecha? Entonces ¿Gower estaba diciendo la verdad al sostener que las escrituras son auténticas? Luego fueron sustituidas por una burda falsificación en la que constaban los mismos datos, también la fecha, de modo que Gower se viera desacreditado y… ¡perdiera sus tierras!
–Sí.
–¡Eso es terrible! Pero ¿quién? ¿Colgrave?
–Tal vez. O quizás otra persona que creyó que podría comprar la finca a buen precio.
–Judah se la compró a Colgrave al precio que éste le pidió. Al heredero le corría prisa conseguir dinero. Creo que tenía deudas. Quizás alguien más esperaba comprarla y finalmente no tuvo ocasión de hacerlo. ¡Podría ser cualquiera!
–A lo mejor ese alguien ya había descubierto el tesoro vikingo y sabía cuánto iba a valer la finca -señaló Henry-. Colgrave lo ignoraba, de lo contrario hubiese pedido una suma mucho más alta.
–Y Gower está convencido de que fue Judah -concluyó Naomi con voz lúgubre y tensa-. Al final, tal vez sea cierto que ese hombre no lo hiciera. ¡Judah pudo haber enviado a un inocente a prisión!
–Sí, es posible. – Henry detestaba admitirlo-. Aunque, por supuesto, no se descarta que sea culpable del pecado de matar a Judah -agregó-. Alguien lo hizo. No sabemos de otra persona que tuviera un motivo, excepto el verdadero falsificador.
–Tal vez Gower también tenga enemigos -sugirió Naomi-. Es un hombre sumamente desagradable. ¿Es posible que él sea la verdadera víctima y Judah sólo el medio del que se sirvieron otros?
–Sí, claro que es posible. ¡Y no se me ocurre por dónde empezar a buscarlos!
Naomi inclinó la cabeza.
–¡Esto es atroz! – susurró-. ¡Tenemos que averiguarlo! ¿No cree?
–Por supuesto. ¿Podría descansar tranquila sin haberlo esclarecido?
–No lo sé. A mí no me afecta. Cuando todo haya acabado, cuando hayamos silenciado a Gower, regresaré a América. Me encanta la agitación, el descubrimiento, la impresionante belleza de aquella tierra. La magia de lo desconocido no tiene parangón.
Su voz rebosaba vitalidad. Henry pensó en Ephraim cuando le hablaba de África y de la agreste y fascinante belleza de aquel territorio. Volvió a preguntarse por qué Naomi había elegido al más prudente y afable Nathaniel.
–¿Echa de menos todo aquello? – preguntó él en voz alta.
–Hasta ahora he estado demasiado ocupada para eso -dijo Naomi con franqueza.
–Tendremos que plantear a la familia la posibilidad de que las escrituras fueran reemplazadas -declaró él cuando llegaron al final del césped y se quedaron contemplando la luz tenue y trémula del lago, visible sólo como el movimiento de una seda negra en el viento.
–Lo sé. Antonia se sentirá muy dolida, como si de pronto la hubiésemos abandonado. – Suspiró-. Benjamín se quedará confundido, pero creo que no se llevará una gran impresión. Es demasiado listo como para no haberlo pensado, aunque sólo haya sido para negarlo.
–¿Y Ephraim? – preguntó Henry, a sabiendas de que a Naomi le resultaría difícil contestar.
–Se enojará -respondió, tras una breve vacilación-. Pensará que hemos traicionado a Judah. No perdona con facilidad.
Henry la observó a la tenue luz de las estrellas, pero lo único que captó de ella fue la emoción que percibió en su voz. Al decir que Ephraim no perdonaba, ¿lo decía en general, o aludía a algún pecado en concreto? ¿Nathaniel había sido realmente su primera elección, o más bien la segunda? ¿Se estaba negando a tomar una decisión, ni siquiera por su felicidad, para no sentir que traicionaba a su marido muerto? Ella misma había mencionado la traición al referirse a los sentimientos de Ephraim.
Henry preguntó, aun a riesgo de resultar entrometido:
–Habla como si lo conociera bien, y me ha sido imposible no percatarme de lo que siente él por usted.
Naomi sonrió.
–¿Se está preguntando por qué me casé con Nathaniel cuando Ephraim también me lo pidió?
–Sí -admitió Henry.
–Pues porque el amor es algo más que pasión y entusiasmo, señor Rathbone. Si confías tu vida y tu amor a un hombre, necesitas admirar su coraje, y Ephraim lo tiene en abundancia. Pero si vas a vivir con él cada día, no sólo los buenos sino también los malos, los momentos difíciles en que fallas, cometes errores y te sientes herida y asustada, necesitas estar segura de su gentileza. Necesitas a alguien que te perdone cuando te equivoques, porque tarde o temprano todos nos equivocamos.
Henry no la interrumpió. Permanecieron los dos juntos contemplando el agua. La noche era fría y muy clara; las estrellas, diminutas, emitían destellos en la inmensidad del espacio.
–Ephraim no ha cometido suficientes errores como para ser comprensivo -dijo Naomi casi sin voz.
–A mí me parece que usted tampoco se equivoca con frecuencia -observó Henry-. Y sin embargo le sobra gentileza.
Esta vez la vio sonreír.
–Pero lo he hecho. Me parezco a mi madre. Se portó mal. Nunca supe por qué, pero a veces me imagino lo sola que debió de sentirse o lo que la indujo a hacer lo que hizo. Mi padre jamás se lo perdonó, de modo que, aunque hubiese querido devolverle su corazón, él no le permitió hacerlo.
Henry pensó en otra mujer como Naomi, tal vez aburrida, sin nada a lo que dedicar su inteligencia, ninguna aventura con que evadirse de la rutina doméstica, y posiblemente más amada por su belleza que por su personalidad. ¿Hasta qué punto había marcado a la hija la desdicha de la madre para que aquélla prefiriese la gentileza de un hombre comprensivo en vez de la pasión de otro?
–La entiendo -dijo con mucho tacto-. Sólo faltaría. Todos necesitamos que nos perdonen alguna que otra vez. Y también necesitamos hablar, compartir nuestros sueños, así como los de la persona a quien amamos.
Naomi se aproximó con delicadeza y le dio un beso en la mejilla.
–Nathaniel siempre me gustó y aprendí a amarlo. Quise a Ephraim desde el principio, pero no confiaba en que supiese perdonar mis errores, los olvidase y arropase mi corazón con ternura.
Ambos se quedaron callados un momento. Cuando volvieron a hablar lo hicieron sobre el problema que los ocupaba, una carga que se hacía más pesada a cada instante.
–Me parece que mañana debería ir a Kendal a ver a los expertos que testificaron acerca de las escrituras. – Se volvió hacia ella-. Luego tendré que contar a Benjamin y Ephraim lo que averigüe y supongo que, si es irrefutable, también a Antonia.
–¿Piensa que Ashton Gower fue encarcelado injustamente? – preguntó Naomi.
–Pienso que cabe en lo posible, y si se demuestra cierto, tendremos que reconocerlo e intentar reparar la injusticia.
–¡Pero alguien mató a Judah! – protestó Naomi-. ¡La corriente no arrastró su cuerpo río arriba! Y si Gower en verdad era inocente, ¿no le da eso un motivo mayor para buscar venganza? Quizá no tuviera intención de matar a Judah y sólo fue una pelea que terminó cuando éste resbaló y se cayó, y por alguna razón Gower arrastró su cuerpo por el arroyo hasta el vado de arriba. Pero ¿para qué haría eso?
–Quizá cuando Judah murió había rastros en la nieve que indicaban la presencia de otra persona e incluso de la pelea -razonó Henry-. No podía permitir que se abriera una investigación, ya que entonces habría sido muy fácil demostrar que él también había estado allí. Y habida cuenta de los antecedentes, ¿quién iba a creerle cuando afirmara que había sido un accidente?
–Es un hombre aborrecible -dijo Naomi, comenzando a caminar lentamente hacia la casa-, pero lo siento por él. Si en efecto fue un accidente y podemos demostrarlo, tenemos el deber de hacerlo, ¿no es así?
–Sí -afirmó Henry sin titubeos.
–A la familia no le gustará nada.
También había certeza en su voz, además de miedo. Deseaba que la considerasen parte del clan. Los había amado a todos desde que los conociera. Eran la única familia que tenía. Igual que Antonia, por lo demás estaba sola.
–Todavía no lo sabemos -señaló Henry-. Al menos no de manera irrefutable. Mañana iré a Kendal.
Dicho esto, cruzaron de nuevo el césped y volvieron a entrar en la casa.
Por la mañana temprano Henry fue a caballo hasta Penrith, donde tomó el tren hasta Kendal, que era la primera estación al sur en dirección a Lancaster. Llegó a la ciudad hacia las diez y media y se dirigió a la oficia del señor Percival, el experto en documentos falsificados. Era más joven de lo que Henry había esperado, pues aún no había cumplido los cuarenta. Iba afeitado, tenía una espesa mata de pelo castaño y una simpática expresión. Sin embargo, el placer que reflejaba su rostro se borró bastante deprisa cuando Henry le expuso el motivo de su visita.
–Sí, me he enterado de que Gower está levantando calumnias -dijo Percival con cierta brusquedad-. Qué vergüenza. Es un hombre de lo más desagradable, y completamente irresponsable. Fue una tragedia que Dreghorn falleciera en tan desdichado accidente. No obstante, no acierto a ver en qué puedo ayudarlo, señor Rathbone. – Se apoyó en el respaldo y esbozó una sonrisa-. Necesita un abogado. La ley tiene mecanismos para acallar tales difamaciones. Seguro que la señora Dreghorn ya dispone de una persona que represente a la familia, pero si necesita a alguien más, puedo recomendarle un buen abogado.
–Gracias, pero eso no será necesario. – Henry recordó que aquel hombre era un experto en falsificaciones, un perito de los tribunales, pero no un letrado. Nada de lo que se mencionase en la conversación estaría amparado por el secreto profesional-. Tengo interés en saber con más exactitud qué ocurrió. Considero que será una defensa mucho mejor que cualquier restricción legal, y sin duda más rápido y más honesto que un pleito por calumnia, que podría prolongarse y volverse de lo más desagradable.
Percival se retrepó y se mordió el labio inferior.
–La verdad, señor Rathbone, es que las escrituras de la finca propiedad de Geoffrey Gower y legada a su hijo, Ashton Gower, en realidad eran falsificaciones, y no muy buenas, por cierto. Así lo determinó la ley, y Ashton Gower fue sentenciado a una pena de prisión por su participación en el asunto.
–¿Cómo sabemos que fue Ashton Gower quien las falsificó, y no su padre? – preguntó Henry con aire de inocencia.
Percival sonrió pacientemente.
–Porque al ser revisadas en el curso de transacciones anteriores nunca fueron puestas en entredicho. Y, con franqueza, señor Rathbone, las falsificaciones eran extremadamente malas. Nadie acostumbrado a tratar con documentos legales de la clase que sea se habría dejado engañar por ellas.
–Sin embargo, usted no informó de inmediato de que se trataba de falsificaciones -señaló Henry-. A primera vista, le pareció que eran legítimas.
Percival se sonrojó, incomodado.
–Sólo revisé ciertas partes de los documentos, señor Rathbone, eso debo confesarlo. La primera lectura completa nos mostró la falsedad de los papeles. No le quepa duda. Francamente, no estoy seguro de qué intenta demostrar. Gower es un falsificador. Judah Dreghorn no tuvo más remedio que condenarlo a prisión. Todo lo demás son falacias, las argucias de un hombre débil y malvado buscando el modo de justificarse.
–Siente una notable aversión personal por Gower, señor Percival -observó Henry.
El especialista endureció su expresión.
–En efecto. Y disto mucho de ser el único, señor Rathbone. Su actitud es de lo más censurable, no ha tenido la elegancia ni la honestidad de arrepentirse de su delito, ni el coraje de volver a empezar y tratar de llevar una vida decente. En lugar de eso, que quizá le hubiese valido el perdón, ha intentado mancillar el nombre de un juez honesto que no hizo más que cumplir con su deber. Si hubiese conocido usted a Judah Dreghorn, comprendería mi enojo.
–Resulta que lo conocía -puntualizó Henry, haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma-. Fue amigo mío durante más de veinte años. La señora Dreghorn es mi ahijada. Sin embargo, eso no zanja la cuestión de quién falsificó los documentos ni cuándo.
–¡Por el amor de Dios! – espetó Percival-. ¡Ashton Gower los falsificó en algún momento después de que sacaran los originales de la caja fuerte de su padre, y esa falsificación sirvió para reclamar sus derechos sobre la finca!
–¿Es usted experto en falsificaciones?
–¡Pues claro!
–¿De modo que le traerían a usted los documentos con ese propósito, pero no hasta que hubiese sospechas de falsificación?
–Por supuesto.
–¿Quién lo vio primero, antes de eso?
–William Overton, un abogado.
–¿Declaró en el caso? – preguntó Henry.
–No.
–¿Por qué no?
–No fue llamado. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie reivindicó que las escrituras fuesen auténticas excepto el propio Gower, y es evidente que mentía. Como ya he dicho, señor Rathbone, el trabajo era una verdadera chapuza. No resistía el más leve examen. Ahora, si no le importa, tengo otros clientes aguardando, a quienes tal vez pueda serles más útil. Me temo que no puedo ayudarlo y, para serle sincero, tampoco tengo ganas de hacerlo. Da la impresión de estar defendiendo a un hombre que ha difamado a un juez que todos admirábamos y que, según acaba de comentar, le tenía a usted por su amigo.
Henry permaneció sentado.
–¿Cuándo se supone que falsificó Gower las escrituras?
La paciencia de Percival se estaba agotando.
–¡Antes de llevárselas a su abogado, señor! ¿Cuándo, si no?
–¿El señor Overton?
–En efecto.
–¿Pasaron de él al señor Overton y de éste a usted?
Percival vaciló con el semblante un tanto sonrojado.
–No, no exactamente. Fueron puestas en duda por Colgrave, que exigió verlas, lo cual ocurrió en la oficina del juez Dreghorn, según tengo entendido.
–¿Por qué no en el bufete de Overton? ¿No era él el abogado de Gower?
–El señor Colgrave insistió en que se hiciera en presencia de un juez, y el señor Overton no puso objeciones a ese respecto. ¡Realmente no entiendo qué intenta usted demostrar, señor Rathbone! – espetó Percival, irritado.
–Intento esclarecer cuándo pudieron ser alteradas las escrituras y así entender qué dio pie al señor Gower para sostener la acusación de que Judah Dreghorn las había falsificado -contestó Henry.
–¡Santo cielo! ¡No me diga que le cree! – exclamó Percival, atónito.
–Intento demostrar la inocencia de Judah Dreghorn -respondió Henry-. Si nunca obraron en su poder, ¡por fuerza tiene que serlo!
–Vaya… Pues a mí me basta con su reputación. Los documentos estuvieron en manos de distintas personas, si desea ponerse puntilloso. Sería mucho mejor, y más prudente, que dejara correr el asunto. Nadie creerá a Gower. Ese hombre ya es un criminal convicto.
–Sí -admitió Henry. Se puso de pie-. ¿Dónde puedo encontrar al señor Overton?
–En las oficinas del final de la calle. No sé el número.
–Gracias. Buenos días, señor Percival.
Éste no contestó.
Henry siguió sus indicaciones y le bastaron un par de preguntas para dar con el bufete de William Overton. Sólo tuvo que aguardar veinte minutos antes de que lo recibiera.
–Pase, señor Rathbone -saludó Overton con cortesía. Era mayor que Percival, pero se movía con soltura. El pelo que le quedaba era gris, casi blanco, aunque su rostro delgado apenas presentaba arrugas-. Mi pasante me comenta que está preocupado por las escrituras que fueron falsificadas en el caso de la heredad Gower. Terrible tragedia que Judah Dreghorn se ahogara. Lo lamento profundamente. Era un hombre encantador, y de una honestidad a toda prueba. ¿En qué puedo servirle?
Hizo ademán de que tomara asiento al tiempo que ocupaba su sitio tras el escritorio. Henry se acomodó y le resumió la situación.
–No soy experto en falsificaciones, señor Rathbone -manifestó Overton, frunciendo el ceño-. Debo admitir que el documento me pareció auténtico, y he manejado un montón a lo largo de mi carrera.
–¿ Qué fecha constaba en el documento original que le dieron de la caja fuerte de Geoffrey? ¿Era la misma que figuraba en el que se presentó ante el tribunal y que el señor Percival declaró que era falso?
–En efecto. Era la misma, señor Rathbone -contestó Overton, frunciendo el ceño-. Por eso no comprendí la afirmación de que las escrituras presentadas ante el tribunal estuvieran falsificadas.
–¿Sostiene que eran las mismas fechas? – Henry tragó saliva-. ¿Está seguro?
–Desde luego.
–¿Cuál era entonces el propósito de la falsificación?
–No lo sé. Pero con toda seguridad no era ganar la finca para Ashton Gower, ya que de todos modos le pertenecía. – Overton se inclinó apoyándose en el escritorio. Su rostro reflejaba tristeza y un profundo disgusto-. A mí me parece que alguien cambió el documento auténtico por uno falso, pero que éste decía exactamente lo mismo. El único propósito que se me ocurre para ello es desacreditar las escrituras originales. Al parecer, esa posibilidad no se le ocurrió a nadie durante el juicio.
–¿Cuándo se dio cuenta de esto, señor Overton?
Henry estaba desconcertado. ¿Por qué ese hombre aparentemente honesto no había hablado de lo que se intuía como una injusticia monstruosa?
–Hace poco más de dos semanas, el día en que falleció Judah Dreghorn. Vino a verme y me formuló exactamente las mismas preguntas que usted…
Henry recibió la noticia como si encajara un puñetazo. ¡Ashton Gower era inocente y Judah Dreghorn lo había descubierto! En ese caso, ¿por qué iba Gower a matarlo?
¿Y si no hubiese sido Gower, sino otra persona?
Oía la voz de Overton como si le llegara de muy lejos: palabras confusas e incomprensibles.
–¿Cómo dice? – preguntó, aturdido-. Me parece que no le he oído bien.
–Tiene mala cara, señor Rathbone -repitió Overton-. ¿Puedo ofrecerle una copa de coñac? Me temo que esto le ha causado una honda impresión.
Se levantó para abrir un armario y servir una generosa medida de muy buen coñac en una copa que dejó sobre el escritorio, al alcance de su visita.
–Gracias. – Henry la cogió y fue bebiendo despacio. Notó el fuego del licor en las entrañas y lo agradeció, pero éste no disipó el horror que lo embargaba-. ¿Judah estuvo aquí y usted le expuso lo que acaba de contarme a mí?
Le constaba que debía de parecer tonto, pero no lograba asimilar la enormidad de la idea.
–Sí-confirmó Overton-. Y se quedó tan consternado como usted. Comprendió lo que había ocurrido… lo que había hecho, por así decirlo, si bien es cierto que con absoluta inocencia.
–¿Le comentó…? – Henry tragó saliva-. ¿Le comentó lo que se proponía hacer?
Overton sonrió, aunque el gesto estaba lleno de tristeza y compasión.
–No exactamente. Se marchó de aquí un poco después de mediodía. Creo que tomó el tren de las dos y media hacia Penrith. Dijo que tenía intención de ver a una persona, pero no precisó a quién ni tampoco qué quería decirle. Llegaría a Penrith antes de las tres y media, y a su casa tal vez alrededor de las cinco, si disponía de un buen caballo. Deseaba ir a un recital en el pueblo donde vive su familia. Era algo relacionado con su hijo, quien tengo entendido posee un notable talento.
–Sí. Sí que lo tiene.
Henry no conseguía librarse de su aturdimiento.
Trató de imaginar lo que habría pensado Judah ese día durante el viaje de regreso a casa. Sabía que Ashton Gower era inocente. ¿Era a Gower a quien tenía intención de ver? ¿O a otra persona, al verdadero culpable?
¿Había llegado demasiado tarde para encontrarse con quienquiera que fuese antes del recital? No iba a perdérselo y defraudar a Joshua. ¿Se habría citado con esa persona después de volver a casa, a la altura del puente? ¿Por qué allí? ¿Más cerca del pueblo pero aun así en privado? ¿Más cerca de la iglesia? ¿Del yacimiento vikingo? ¿De casa de Colgrave? ¿O a medio camino entre la finca y la casa de otra persona?
¿De quién se trataba y qué había ocurrido? Si era Gower, ¿la muerte de Judah no había sido más que el trágico e idiota resultado de una explosión de rabia ante la injusticia de los once años que Gower había pasado en prisión por un delito que no había cometido?
Era posible.
Aunque igualmente posible era que Ashton Gower no tuviera nada que ver, sino que fuese obra de otra persona. ¿Peter Colgrave? ¿O alguien que se había propuesto comprar la finca y se había quedado con las ganas?
Una cosa estaba clara: Henry no podía mantener el asunto en secreto. La injusticia quemaba como un hierro candente, exigiendo reparación. Si permitía que Ashton Gower cargara con la vergüenza del primer delito y también con el miedo al estigma del segundo, sería más culpable de lo que Gower llegaría a serlo nunca, porque él sabía la verdad.
–¿Por qué no hizo nada cuando se enteró de la muerte de Judah y supo que no podría enmendarlo? – preguntó a Overton.
–Mi querido Rathbone, ¡no tengo pruebas! – contestó Overton volviendo las palmas de las manos hacia arriba-. Vi las escrituras originales, pero ahora los documentos están destruidos. Sólo queda la falsificación. ¿Qué podría decir y a quién? Judah Dreghorn pudo haberlo hecho, pero murió.
Por supuesto. Henry tendría que haberse dado cuenta. Una vez más, se sintió como si el suelo se hubiese levantado para golpearlo lastimándolo hasta los huesos. No había nadie más.
Lentamente y un tanto tembloroso se puso de pie, dio las gracias a Overton y se dirigió de nuevo a la estación. Fue sentado todo el trayecto hasta Penrith meditando sobre lo que iba a contar a la familia y lo que iba a silenciar. Nada de ello aliviaba el dolor en lo más mínimo, y nada les parecería aceptable ni impediría que se enojaran con él.
Llegó a la casa justo a tiempo para la cena. Fue una de las más desdichadas de su vida. La comida era untuosa, suculenta, como un anticipo del ganso de Navidad y los demás platos que se servían en tal ocasión, pero por el placer que le deparó, bien podría haber sido pan duro.
–¡No estamos consiguiendo nada! – se lamentó Benjamin con abatimiento-. Gower sigue mancillando el nombre de Judah. Hoy he vuelto a oír rumores y no sé cómo vamos a poner freno a la situación, si no es acudiendo a la autoridad. ¿Antonia?
La viuda estaba triste y asustada. Henry sabía que pensaba más en Joshua que en sí misma. Como cualquier madre, su voluntad, sus sentimientos y su instinto estaban puestos en proteger a su hijo. Sin duda también sufría por Judah, pero su primer pensamiento era para los vivos. Tal vez pasaría el verdadero duelo una vez que Joshua estuviera a salvo.
–Si tiene que ser así -concedió, aunque Henry percibió la renuencia de su voz. Antonia se volvió hacia él para confirmar si era el único modo de obrar.
Henry vaciló. Tenía que contarle la verdad, pero le daba miedo y, además, aún no sabía cómo hacerlo.
Naomi también observó a Henry, pero su mirada más bien transmitía la pregunta sobre su viaje a Kendal. Henry no le había contado nada, no había tenido ocasión de verla a solas, pero a ella le bastó esa mirada para comprenderlo todo. ¿Tendría Naomi el valor de arriesgar el amor de la familia y ayudarlo?
–Sólo si no hay más remedio -dijo Ephraim con gravedad, rompiendo el silencio-. No nos marcharemos hasta que hayamos limpiado el nombre de Judah de esa estúpida acusación y demostrado que Gower lo mató. Entonces lo ahorcarán y nadie volverá a repetir nada de lo que está diciendo. – Miró a Antonia con repentina ternura-. Era nuestro hermano, no cejaremos hasta que se le haga justicia. Pero tú también formas parte de la familia y Joshua es el único Dreghorn de la próxima generación. Nunca os dejaríamos desprotegidos.
Ésa era su manera de expresarles su amor. Ephraim no era de los que manifestaban su afecto mediante palabras simples y emotivas.
–Gracias -dijo Antonia-. Me imagino que estaréis deseando reanudar vuestro trabajo y regresar a los lugares maravillosos a los que os llevan vuestros viajes.
Benjamin sonrió.
–Cuando regrese a Palestina trabajaremos en las calles de Jerusalén. Estamos trazando el camino que siguió Jesucristo en su marcha triunfal del Domingo de Ramos. – Su rostro parecía iluminado por un ardor que nada tenía que ver con el candelabro de encima de la mesa. Su mente veía un remoto y sublime esplendor y, por un instante, todo enojo quedó relegado. El fuego de su emoción aniquilaba las penas mundanas-. Luego buscaremos el huerto donde María Magdalena habló con Jesús resucitado el Domingo de Pascua. ¿Os lo imagináis? ¡Estaremos donde Nuestro Señor dijo «María» y ella lo reconoció!
–Tal vez sea allí donde todos intentamos estar -apuntó Naomi en voz muy baja-. Aunque no estoy segura de que sea un lugar, pienso más bien que es una cuestión de espíritu, la persona en quien te has convertido. – El silencio volvió a prolongarse-. Aunque debe de ser increíble poder verlo, claro está -agregó como para no estropearle la ilusión. Se volvió hacia Ephraim-. ¿Dónde irás tú después?
–Al valle del Rift, en Suráfrica -contestó él, esbozando una sonrisa de íntimo regocijo-. Las plantas de allí son diferentes de las del resto del mundo. También cuento con ver algunos animales exóticos, pero no voy a estudiarlos. Tal vez encontremos nuevos alimentos, nuevas medicinas y, por descontado, su belleza es asombrosa: formas y colores como no se han visto jamás. – Su voz fue cobrando entusiasmo y apremio, y sin darse cuenta empezó a servirse de las manos para ilustrar sus descripciones-. La diversidad de la creación me deja más perplejo cada día. No sólo por su infinita inventiva, sino porque cada diseño tiene un propósito definido. Si vierais… -Se interrumpió al darse cuenta, no sin cierta timidez, de cómo se había dejado llevar por el entusiasmo-. En otra ocasión -concluyó-. Cuando nos hayamos ocupado de Gower.
Una vez más, Henry trató de hallar la forma de abordar lo que debía decirles, pero le faltó valor. ¿Hasta qué punto debía ser franco? ¿Cuan directo o cuan sutil?
Ephraim había preguntado a Naomi adonde tenía pensado ir, y su rostro estaba tenso, como si también él estuviera debatiendo en su fuero interno lo que debía decir, y cómo. Temía un nuevo rechazo. Henry lo advertía por su rigidez, mientras permanecía sentado a la cabecera de la mesa. Igual que Henry, se encontraba en un dilema. Si dejaba que Naomi volviera a marcharse sin decirle nada, ¿cuándo se le presentaría otra oportunidad? ¿Acaso la tendría? ¿Y si se casaba con otro? El tiempo que pasaban juntos allí era doloroso, lleno de ira y pesar, y sin embargo transcurriría demasiado aprisa para él.
–No es propiamente un valle -contestó Naomi, y su semblante también lo iluminó el entusiasmo de su visión interior-. Me han hablado de un fenómeno natural sin parangón en el mundo: una garganta tan profunda que muestra prácticamente toda la historia de la Tierra. – Cada vez hablaba más deprisa-. Los indios americanos dicen que es un lugar santo, aunque para ellos toda la Tierra es sagrada. La tratan con un respeto que, si alguna vez lo tuvimos, lo hemos olvidado. ¿Quizás en la Antigüedad? ¿En tiempos de los druidas? Pero ese cañón es de una belleza indescriptible y mayor que cualquier cosa que podamos imaginar. Voy a ir a verlo y bajaré hasta el río. – Se detuvo y miró a Antonia-. Perdona. Nos estamos dejando llevar por nuestros sueños. ¿Qué vas a hacer tú? Tú tienes un tesoro también, todo un mundo nuevo que explorar. ¿Qué va a pasar con Joshua y su música? ¿Vamos a ser una nota al pie en las páginas de la historia como la familia del Mozart inglés?
Antonia se ruborizó de satisfacción.
–Tal vez -contestó, sumando su esperanza y optimismo al ambiente reinante-. En cuanto tenga edad suficiente vamos a… voy a enviarlo al conservatorio de Liverpool. Será un sacrificio separarme de él, pero es la única manera de que reciba la educación adecuada. Yo iré de vez en cuando a pasar temporadas para estar cerca de él. Es lo más apropiado.
Miró a Henry en busca de su aprobación.
Este cayó en la cuenta de lo difícil que iba ser para la viuda criar sola a un niño tan dotado, tomar decisiones, ejercer simultáneamente de madre y de padre. También pensó que estaba a punto de añadir una carga mayor para todos ellos, pero no podía guardarlo en secreto. Además, notaba los ojos de Naomi fijos en él, aguardando.
Carraspeó.
–Hoy he ido a Kendal -comenzó. Notó un nudo en el estómago y, a pesar del fuego y la comida, sintió frío.
Los demás aguardaron, sabiendo que proseguiría y les contaría el motivo.
–He ido a ver a Percival, el experto en falsificaciones…
–Todos sabemos que los documentos estaban falsificados -lo interrumpió Ephraim-. ¡Ya fue probado ante el tribunal! Lo que hay que demostrar es que Judah fue asesinado y que Gower lo hizo llevado por el odio y la sed de venganza.
–¡Por el amor de Dios, déjale terminar! – intervino Benjamín, con aspereza-. ¿A qué has ido, Henry? ¿Qué puede hacer Percival para ayudarnos?
–Será mejor que os cuente todo lo que he averiguado -contestó Henry-, en lugar de seguir mis pasos, que me han llevado a descubrir que el señor Percival detesta a Gower hasta tal punto que al parecer permitió que su animosidad gobernara algunas de sus decisiones. Ha admitido que se precipitó al sacar conclusiones y transmitírselas a Judah.
–¿Estás diciendo que se equivocó? – inquirió Ephraim-. Ese es el único dato que importa.
Henry pasó por alto sus modales, porque entendía los sentimientos que los suscitaban.
–A tenor de la fecha, la finca pertenecía legalmente a Ashton Gower, pero la falsificación era tan mala que nunca habría podido pasar por auténtica.
–Eso ya lo sabemos -confirmó Benjamin-. Ashton Gower es un delincuente y un idiota.
–No -puntualizó Henry-. Puede que haya matado a Judah, lo cual lo convertiría en criminal, pero de idiota no tiene nada. Y si lo piensas fríamente, te constará que es cierto. – Se inclinó apoyándose en la mesa-. Percival me dio el nombre del primer abogado, que no fue llamado a declarar. Él no creía que las escrituras fuesen falsas, pero no es un experto. Estuvo de acuerdo en que invalidaran su dictamen.
–¿Adonde quieres ir a parar? – preguntó Benjamin-. Todo esto no significa nada.
–Te equivocas -contestó Henry-. Overton leyó las escrituras con todo detenimiento. Recordaba la fecha en cuestión.
Naomi inhaló bruscamente.
–Era la misma fecha que figuraba en las escrituras falsificadas -concluyó Henry.
–¡Eso es ridículo! – explotó Ephraim-. ¿Por qué iban a falsificar un documento para hacer un duplicado exacto?
–Para que resultara patente que era una falsificación -contestó Henry-. Y el original fue destruido. Naturalmente, igual que tú, todos dieron por sentado que el original era diferente.
Se quedaron anonadados. Henry los fue mirando uno por uno. Benjamin fue el primero en colegir el significado de todo ello.
–I Quieres decir que según el original la finca era propiedad de Gower? – dijo con incredulidad.
–Sí.
–¡Dios mío!
Antonia palideció.
–¡Judah no lo sabía! – exclamó con voz quebrada-. ¡Nunca hubiese mentido! ¡Nunca!
–Por supuesto que no -se apresuró a corroborar Henry-. Pero, tal como dices, era un hombre honrado no sólo de cara a la galería, sino de corazón y por principios. Revisó todo lo que había hecho para demostrar a Ashton Gower que se equivocaba. Y descubrió lo mismo que yo. También fue a ver a Overton y averiguó que la tierra era de Gower. Eso ocurrió el mismo día que falleció.
–¡Querrás decir el día que lo mataron! – soltó Ephraim medio atragantado.
–Sí.
–¡Qué espantosa ironía! – Ephraim tenía la tez pálida, los puños apretados encima de la mesa-. Gower llevaba razón y Judah pudo habérselo dicho si antes no lo hubiese matado. Habría podido limpiar su nombre…
–¿Estamos seguros de que fue Gower quien lo mató? – preguntó Henry.
Benjamín lo miró.
Ephraim se irguió.
Fue Antonia quien habló.
–Hemos supuesto que era él porque también creíamos que había falsificado las escrituras. Si no es responsable de lo segundo, tal vez tampoco matara a Judah.
–Venganza -apostilló Ephraim-. Si era inocente, su ira estaba justificada. Sobre todo si creía que Judah había falsificado las escrituras para facilitarnos la compra de la finca.
–Cierto -reconoció Henry-. Pero si Judah se disponía a contarle la verdad, quienquiera que las hubiese falsificado, y es evidente que alguien lo hizo, tenía mucho que perder. El caso sería reabierto y… -Ahora le tocaba decirlo aunque le revolviera las entrañas-. Y la finca se devolvería a Gower. Y si resultaba ser Colgrave quien había falsificado las escrituras, y puesto que fue él quien sacó provecho de la venta, la ley lo vería con muy malos ojos.
Todos lo miraron horrorizados.
–La compramos legalmente, a un precio justo -manifestó Benjamin en voz baja.
–Ya lo sé -asintió Henry-. Pero se la comprasteis a Colgrave, que no podía venderla porque no era suya.
Ephraim fue mirando a los presentes uno por uno.
–¡Es monstruoso! – estalló-. ¿Estás diciendo que, si todo eso es verdad, la finca, nuestro hogar, pertenece legalmente a Ashton Gower después de todo?
–¿Es cierto eso? – susurró Antonia.
Benjamin miró a Henry, debatiéndose entre la esperanza y la evidencia.
–Sí -corroboró Henry.
Ephraim intentó aferrarse a la esperanza.
–Salvo si fue Gower quien mató a Judah. En ese caso, no puede beneficiarse de su crimen. Aparte de las consideraciones morales, está la ley. Lo ahorcarán.
–No hemos tenido en cuenta a Peter Colgrave en relación a la muerte de Judah -señaló Benjamin-. Estábamos moralmente convencidos de que era Gower. Pero esto lo cambia todo. También explica por qué Judah fue a encontrarse con él en el puente de abajo: queda a poca distancia de la casa de Colgrave. Incluso es posible que fuera a verlo a él primero y que luego éste lo siguiera. – Se volvió hacia Henry-. ¿Sabes qué intenciones tenía Judah sobre este asunto?
–Overton no me lo ha sabido decir -contestó él-. Pero yo conocía a Judah tan bien como tú. Era un hombre de honor. Sólo cabe pensar en una cosa.
El silencio volvió a ser penoso.
Fue Naomi quien por fin lo rompió.
–¿Devolver la heredad a Gower?
–¿No es lo que habría hecho él? – preguntó Henry-. Le conocíais bien. ¿Lo habría guardado en secreto y habría seguido viviendo aquí, mientras Gower era tildado de falsificador y se quedaba sin un céntimo?
Fue Antonia quien contestó.
–No. Jamás lo habría aceptado. No habría podido.
–Y tampoco habría permitido que Colgrave se saliera con la suya -añadió Benjamin-. Y es evidente que Colgrave lo sabía.
Ephraim volvió a mirarlos uno por uno.
–¿Realmente habría ido solo a casa de Colgrave a esas horas de la noche para enfrentarse a él?
–No -respondió Benjamin, convencido.
–Si iba a devolverle la finca a Gower, con todo lo que eso implica -dijo Henry, despacio-, su primera preocupación, tras hacer lo correcto, habría sido prever el futuro de Antonia y Joshua.
–¡No se puede comprar una casa a esas horas de la noche! – replicó Benjamin con una expresión un tanto desdeñosa.
Henry se mordió el labio.
–Sin la finca no habría dinero con el que comprar una casa -señaló-. Y puesto que se trataba de una injusticia de proporciones descomunales, cabía que se abriera una investigación. Gower quizá no lo habría dejado correr. Quizás habría interpuesto una demanda…
Ephraim soltó un reniego y se llevó las manos a la cara.
–Pues entonces, ¿quién? – preguntó Naomi-. ¿Quién podía ayudarlo?
Henry se volvió hacia Antonia.
–¿En quién confiaba? ¿Quién habría sido prudente, discreto y de una generosidad a toda prueba?
Antonia tenía los ojos arrasados en lágrimas.
–¿Aparte de ti? No lo sé.
Henry notó que se sonrojaba ante tal muestra de confianza, incluso después de lo que se había visto obligado a decirle. Si lo hubiese odiado por ello, al menos durante un tiempo, no se lo habría tenido en cuenta. Deseaba poder ofrecerle algo más consistente o más útil que su amistad.
–¿Un amigo? – preguntó Ephraim-. Sabría que íbamos a venir todos, pero que no vivimos aquí. ¿Quién si no?
Benjamin se pasó las manos por la frente.
–En realidad, Ephraim, si perdemos la finca es muy posible que todos hayamos de vivir aquí. No habrá ingresos para mantenernos en ninguna otra parte. De hecho, ni siquiera aquí, ahora que lo pienso. Nuestras vidas cambiarán radicalmente.
–Sólo si Gower no es culpable -puntualizó Ephraim, aunque ahora ya sin esperanza. Era como si en su fuero interno lo supiera, sólo buscaba fuerzas para enfrentarse a la realidad. Toda su pasión y sus sueños se estaban viniendo abajo, torres que habían brillado en el aire hacía apenas una hora. Si alguna vez había necesitado valor era precisamente en ese momento.
Nadie se tomó la molestia de discutir con él.
–El reverendo Findheart -dijo Antonia, mirando a Henry-. Sin duda acudiría a él. Ahora tiene sentido.
–Pues entonces iré a verlo por la mañana -contestó Henry-. A no ser que prefiráis ir vosotros -miró a Benjamin y a Ephraim.
–No, gracias. – Benjamin parecía dolido, como si la impresión le hubiese asestado un puñetazo-. Más vale que revise los documentos de la finca y vea qué podemos salvar de lo nuestro. Si es que hay algo. Ephraim, ¿me ayudarás?
Su hermano asintió con la cabeza y apoyó una mano sobre la de Benjamin.
Henry se puso de pie y anunció que se iba a la cama. Debía dejarlos un rato a solas. Tenían mucho a lo que enfrentarse y no sería tarea fácil. Les dio las buenas noches, aun a sabiendas de que no iban a serlo y subió a su habitación.
La mañana era fría y con ráfagas de nieve. Faltaban cuatro días para Navidad. Henry desayunó té y tostadas, solo en el comedor. Luego se puso el sobretodo, sombrero, bufanda y guantes y echó a caminar hacia el puente del arroyo.
Habría dado cualquier cosa con tal de evitarse aquella misión. La tierra se veía hermosa, amplias colinas cubiertas de nieve, rocas negras asomando por el manto blanco, laderas escarpadas desplomándose sobre el agua. El viento arrastraba jirones de nubes por el cielo y sus sombras recorrían el suelo. Los copos de nieve desdibujaban los perfiles de los árboles desnudos.
La finca poseía una riqueza y una belleza que cualquiera lamentaría abandonar. Los Dreghorn habían sido buenos administradores de su riqueza. La dejarían mucho más esplendorosa que cuando la compraron a Geoffrey Gower. Sin embargo, Henry no dudó ni un segundo, ni un instante siquiera, de que aquello era lo que Judah había iniciado y lo que habría terminado si Colgrave no lo hubiese matado. Tenía que enmendar el error, costara lo que costase. No habría buscado ningún subterfugio para evitarlo.
Henry llegó al arroyo que corría veloz por debajo de las lajas de piedra que formaban el puente. Nunca olvidaría que era allí donde había fallecido Judah.
Empezó a cruzar dando pasos cortos, con los brazos abiertos para mantener el equilibrio. No le importó parecer torpe.
La iglesia de piedra con su campanario cuadrado fue visible en cuanto hubo rodeado la colina, con la gran vicaría un poco más allá y los árboles desnudos del huerto cubiertos tan sólo por una fina capa de nieve. La superficie del lago brillaba, gris y plateada, en constante movimiento.
Henry avanzaba penosamente por la nieve virgen dejando que sus huellas marcaran el camino. Se detuvo ante la verja y buscó a tientas el cerrojo. Resultaba intempestivo visitar a un anciano a tan temprana hora. ¿ Quizá se había precipitado? Aún se lo estaba preguntando cuando la puerta se abrió y vio al párroco observándolo con interés. Las rachas de viento revolvían el pelo blanco que coronaba su delgada figura encorvada.
–Buenos días -saludó Henry, un tanto avergonzado al verse sorprendido mirando.
–Buenos días, señor -contestó Findheart con una sonrisa-. ¿Le apetece una taza de té? ¿O incluso desayunar?
Henry descorrió el cerrojo de la verja y entró, cerrando con cuidado a sus espaldas.
–Gracias -aceptó.
Entró con los zapatos mojados y entregó el abrigo a una vieja ama de llaves. Esperó hasta hallarse sentado junto al fuego, en calcetines, con un té bien caliente y una tostada con miel, para abordar la cuestión que lo había llevado allí.
–Señor Findheart, yo era amigo íntimo de Judah Dreghorn…
–Lo sé -dijo el reverendo gentilmente-. Me habló de usted la noche que estuvo aquí, poco antes de morir.
Henry agradeció que le facilitara el diálogo; bastante duro resultaba de por sí.
–Ayer fui a Kendal y hablé con el señor Overton. Ahora sé lo que Judah descubrió. ¿Es lo que le refirió a usted aquella noche?
–Sí.
Findheart no añadió nada más, pero siguió sonriendo con una expresión de amabilidad infinita en sus ojos azules. Se trataba de una confidencia que aún no iba a revelar. Henry tendría que explicarlo en detalle.
Henry suspiró.
–He descubierto que Ashton Gower era inocente y que la finca en realidad le pertenece a él. Judah iba a devolvérsela, ¿verdad?
–Sí. Era la única salida honorable que tenía -corroboró Findheart-. Tome un poco más de té. Debe de estar muerto de frío.
Henry aceptó.
–¿Le pidió que cuidara de Antonia y su hijo si él era incapaz de hacerlo?
–En efecto. Pero, por supuesto, eso sólo será necesario si se avienen a cumplir sus deseos.
No lo formuló como una pregunta, pero en el fondo lo era.
–Sí, lo harán -dijo Henry en Voz baja-. También son Dreghorn. Pero eso los dejará sin medios de subsistencia. Benjamín tendrá que renunciar a sus investigaciones arqueológicas en Tierra Santa. Ephraim no podrá regresar a África y Naomi también se verá obligada a quedarse en Inglaterra. No sé si Nathaniel le legó algo más, pero me figuro que sólo serían las rentas procedentes de la finca. Y, por supuesto, están Antonia y Joshua. Se encontrarán sin hogar ni ingresos de ninguna clase.
–Lo sé -asintió Findheart-. He pensado mucho en ello. La respuesta me parece bastante clara. He servido en esta iglesia durante treinta años y la he amado con todo mi corazón, pero ya va siendo hora de que me jubile. Me estoy haciendo viejo. – Sonrió atribulado. Debía de tener ochenta y bastantes años. Los ojos le brillaban, pero tenía la piel marchita y las manos surcadas de venas azules-. Ya no tengo las fuerzas de antes para realizar el trabajo pastoral -prosiguió-. La gente necesita y merece un hombre más joven, alguien más capaz de ir a caballo a visitar a los enfermos en las granjas y valles alejados, alguien que responda a la llamada de los que tienen miedo porque están enfermos o solos, de los afligidos y los atribulados, a cualquier hora del día o de la noche. Benjamín Dreghorn está ordenado para este oficio. Podría ocupar mi puesto y servir a Dios aquí.
Hizo un discreto ademán antes de proseguir: -La vicaría es grande y acogedora, adecuada para una familia. Habría sitio para Antonia y Joshua, y también para Ephraim, si así lo desea, y para Naomi. Los albergaría a todos. Hay verduras y fruta en el huerto, si alguien lo cultiva para que produzca. – Sonrió como disculpándose-. No es la nueva y excitante botánica de África, pero rendiría lo suficiente para que se alimentaran y aún sobraría. Hay miel en las colmenas y pescado en el arroyo y el lago.
Henry se quedó tan agradecido como asombrado por la simplicidad del arreglo. Un inesperado recuerdo que lo impresionó vivamente le trajo a la mente las palabras de Naomi al decir que el huerto donde María Magdalena reconoció a Jesucristo no era un lugar físico, sino mental, una disposición del espíritu.
–Gracias -dijo en voz alta-. Se lo comunicaré.
No sabía cómo decir a aquel hombre tan gentil y bondadoso que quizás el dolor de la pérdida les impediría mostrar el debido agradecimiento durante algún tiempo.
Findheart asintió con la cabeza.
–Por supuesto -dijo-, por supuesto. Pero lo dispondré todo para ellos, al menos para Antonia, por si se decide. Usted es un buen amigo, señor Rathbone. Su presencia les hará más llevadero el mal trago. Judah Dreghorn era un hombre íntegro de la cabeza a los pies. No hay otro camino para quienes quieran ser sus herederos.
De repente Henry notó un nudo en la garganta y sintió que las lágrimas le asomaban a los ojos. Sentado en aquella silenciosa vicaría con el fuego crepitando en el hogar y la nieve arremolinándose en el exterior, fue más plenamente consciente de lo mucho que extrañaba a Judah, no sólo su compañía y buen humor, sino la certeza de su honor, aquella íntima verdad que nunca mancilló.
Se quedó media hora más conversando acerca de la iglesia y la vicaría y la abundancia de espacio que ofrecía a la familia. Luego dio las gracias a Findheart, se puso los zapatos -que ya estaban casi secos-, el abrigo, la bufanda y los guantes, y se dispuso a desandar lo andado siguiendo el rastro de sus huellas casi cubiertas por la nevada.
Faltaba poco para las once cuando llegó de nuevo a la casa. Benjamin lo recibió en el vestíbulo. Parecía cansado, como si hubiese dormido poco.
–Sí -dijo Henry de inmediato-. Judah fue a ver a Findheart.
–¿Qué puede hacer él? Es el párroco de una iglesia de pueblo y debe de andar más cerca de los noventa que de los ochenta.
La voz de Benjamin traslucía un desespero rayano en la amargura.
Henry no se anduvo con rodeos. Vio que Antonia estaba bajando la escalera, seguida de Joshua.
–Darte su beneficio eclesiástico -contestó Henry-. Estás ordenado para el sacerdocio. Puedes servir mejor a Dios en los Lagos que desenterrando piedras del pasado en Jerusalén. Aquí te necesitan. Y la vicaría es lo bastante grande como para albergaros a todos, y aún quedará sitio libre.
–¿A todos?
Benjamin se quedó perplejo.
–No habrá rentas de la finca con las que mantenerse -señaló Henry-. No hay herencia para ninguno de vosotros, Benjamin, salvo una que nadie puede gastar ni arrebataros, un nombre más honorable que ningún otro que yo conozca. La integridad de Judah Dreghorn brilló como una estrella que nunca se apagará. No había ni una sombra en él.
Antonia se quedó sin aliento y se tapó la cara con las manos. Poco a poco se sentó en la escalera y Joshua la abrazó.
Ephraim salió del estudio desde donde al parecer había estado escuchando. Naomi llegó por la puerta opuesta, mirando a Henry y luego a Ephraim.
–Claro -asintió Benjamin por fin-. Perdona. He hablado sin pensar. Sí, nos las arreglaremos muy bien allí. ¿Ephraim?
Era demasiado pronto. Ephraim estaba anonadado, como un hombre que hubiese visto la noche en pleno día y no diera crédito a sus ojos.
Naomi fue a su encuentro y, al cabo, él la miró fijamente. No sabía qué hacer, estaba muy dolido.
Antonia levantó la cara.
–Me enorgullece que supiera que nosotros haríamos lo mismo -manifestó en voz baja-. No dudó de nosotros, de ninguno de nosotros. Y con razón. Haremos lo que él habría hecho. La tierra, la casa y cuanto hay en ella volverán a manos de Ashton Gower, porque son suyos por derecho moral. Lo que perdamos al tomar esta decisión no será nada comparado con lo que perderíamos si no lo hiciésemos. Renunciaríamos al amor propio, y también al amor que Judah hubiese sentido por nosotros, y, con él, al derecho a llevar el mismo nombre.
Ephraim la miró con un súbito arrebato de orgullo y acto seguido se volvió hacia Naomi, plantada delante de él.
–Entiendo a Gower -dijo con dificultad-. Ha sufrido lo indecible y de la forma más injusta. Es un miserable canalla, pero en su lugar posiblemente yo no habría sido mejor.
Naomi le sonrió con un resplandeciente y absoluto cariño.
–Seguramente peor -apostilló, pero lo dijo con tanta ternura que Ephraim se sonrojó, dominado por una profunda, casi dolorosa alegría.
Al día siguiente acataron la ley. Viajaron a Penrith y, en presencia de Ashton Gower, prestaron declaración sobre lo que habían averiguado. Overton se desplazó desde Kendal y él también declaró lo que sabía sobre el descubrimiento de Judah y sus intenciones.
La policía recibió aviso de lo que ahora se revelaba como la ineludible participación de Colgrave en el asunto. Se abrió una investigación que sin duda conduciría a su arresto, tanto por la falsificación como por el asesinato de Judah Dreghorn.
–Un hombre de honor inquebrantable -ponderó el magistrado de Judah hablando con sumo sentimiento. Miró a Joshua, que había pedido ir con ellos-. Tienes una herencia de la que enorgullecerte, jovencito. Podrás mirar a la cara a cualquier ciudadano de Inglaterra y no arrodillarte ante nadie más que la reina.
–Sí, señoría -contestó el niño en voz baja-. Eso ya lo sabía.
–Me lo imagino -asintió el magistrado-. Al menos tuviste fe. Pero hay que superar amargas pruebas para convertirse en un héroe como tu padre. A veces ponemos en una lucha o una causa los dones que vemos con más claridad: la valentía, la fortaleza o el encanto que los demás nos han dicho que poseemos. Pero a menudo nos encontramos con que se nos pide algo más, algo más de lo que pretendíamos o creíamos poseer. Se nos pide que entreguemos lo que más apreciábamos, que olvidemos lo que parecía imperdonable, que nos enfrentemos a lo que más hemos temido y que resistamos. A veces nos vemos obligados a recorrer un sendero hasta el último paso aunque no lo hayamos elegido. Pero te prometo una cosa, jovencito: al final ese camino te conducirá a una alegría mayor. La dificultad estriba en que no alcanzamos a ver ese final; es una cuestión de fe, no de conocimiento.
Joshua asintió en silencio, pues no supo qué decir.
Antonia le apoyó una mano en el hombro. A pesar de las lágrimas, su rostro se mantenía sereno y sus ojos brillaban con orgullo y certidumbre.
Ephraim rodeó a Naomi con el brazo y ésta aceptó el contacto.
Benjamin tendió la mano a Ashton Gower, quien lentamente se acercó para estrechársela.
–Tiene razón -dijo este último con algo parecido a la sorpresa, como si estuviese viendo una luz que surgiera en el horizonte-. Judah Dreghorn fue un hombre honorable, y así se lo diré a todo el mundo. Todos ustedes lo son. No sé si alguna vez seremos amigos, hay una larga y triste historia entre nosotros, y he hablado y obrado mal contra ustedes. Pero, por Dios Todopoderoso, ¡cuánto los admiro!
Se volvió y le ofreció la mano a Ephraim. Éste se la estrechó con firmeza, casi con afecto, y le dijo:
–Perdóneme. He hablado mal de usted, injustamente.
Gower asintió.
–Faltan tres días para Navidad. Una excelente ocasión para comenzar de nuevo y hacerlo mejor esta vez -señaló. Se dirigió a Henry-: Gracias -añadió sin más.