Una vez acomodado en el cabriolé con el equipaje a su lado, Henry Rathbone remetió la manta bajo las piernas.

–Sí, gracias, Wiggins -contestó agradecido.

El viento era cortante ya allí, en la estación de ferrocarril de Penrith, y sin duda arreciaría a lo largo de los diez kilómetros de trayecto entre montañas nevadas hasta Ullswater. Estaban aproximadamente a mediados de diciembre y exactamente a mitad del siglo.

Wiggins se encaramó al pescante y arreó al caballo. A aquellas alturas ya debía de saberse de memoria el camino, que había transitado casi a diario en vida de Judah Dreghorn.

Esa era la desdichada razón de que Henry regresara a aquella agreste y maravillosa tierra que tanto amaba y que tantas veces había recorrido con Judah en otros tiempos. Los mismos topónimos evocaban largas caminatas por las colinas, la hierba hirsuta bajo los pies, la brisa en la cara y los paisajes que se extendían hasta el infinito. La imaginación le permitía ver las aguas azul pálido de la laguna de Stickle ante la cumbre de Pavey Ark, o los cerros coronados de nieve del paso de Honister. ¿Cuántas veces habían escalado el pico de Scafell hasta el techo del mundo para luego sentarse con la espalda apoyada en la cálida roca a comer pan y queso y beber vino tinto, saboreándolo todo como si fuese alimento de dioses?

Dos días antes había recibido carta de Antonia, cuya letra resultaba casi ilegible, diciéndole que Judah había fallecido en un estúpido accidente. Ni siquiera se había producido en el lago o durante una de las ventiscas que azotaban el valle, sino en las piedras dispuestas para vadear el arroyo.

Henry contempló el panorama que se abrió ante sus ojos al salir del pueblo y enfilar el tortuoso camino hacia poniente. La cautivadora belleza virgen del paisaje casaba con su disposición de ánimo. Las laderas se empinaban contra un cielo despejado, la nieve emitía destellos deslumbrantes, blanca en las crestas, ensombrecida en los valles, engañosamente negra donde las rocas y los árboles asomaban por entre su manto.

Hacía diez años que los cuatro hermanos Dreghorn no estaban juntos en casa. La buena fortuna de la familia en la adquisición de la finca significó que cada cual pudo seguir sus sueños allá donde éstos lo condujeron. Benjamin abandonó el sacerdocio y marchó a Palestina a trabajar en las excavaciones arqueológicas de los santos lugares. La pasión de Ephraim por la botánica lo llevó hasta Suráfrica. Sus cartas llegaban llenas de bosquejos de plantas prodigiosas, muchas de ellas útiles para el hombre, que sólo se daban en aquellas regiones.

Nathaniel, el único que se casó, fue a América a estudiar la extraordinaria geología de ese continente, que presentaba características imposibles de encontrar en Europa. Su viaje al oeste lo condujo hasta las formaciones rocosas de los territorios desérticos y la gran falla de San Andrés, ya en California. Fue allí donde unas fiebres acabaron con su vida, dejando viuda a Naomi, que ahora regresaría sin él.

Antonia había escrito en su carta que todos volvían a casa por Navidad, pero ¡qué amargo y distinto iba a ser el reencuentro! No era de extrañar que quisiera que su padrino estuviera presente. Tenía muy malas noticias que comunicar y ningún otro pariente que la apoyara. Sus padres habían muerto jóvenes y no tenía hermanos, sólo un hijo de nueve años, Joshua, que estaba tan afligido como ella.

Henry la conocía desde la cuna. Fue una niña seria y feliz, deseosa de aprender, siempre con un libro en las manos. Nunca se cansaba de hacerle preguntas. Habían sido amigos en el aprendizaje.

Luego, con la pubertad, la inhibición propia de la edad interpuso cierta distancia entre ambos. Se volvió más reacia a desvelar su intimidad, pero aun así Henry fue el primero a quien comunicó su amor por Judah y, siendo huérfana, a él le correspondió llevarla al altar el día de su boda.

Mas ¿qué podría hacer ahora por ella?

Henry se arropó mejor con la manta y miró al frente. Pronto distinguiría el brillante escudo de Ullswater y, en un día tan despejado como aquél, las lejanas montañas: el Helvellyn al sur y la sierra del Blencathra al norte. Las lagunas más altas estarían heladas, azules en las sombras, Algunos animales salvajes llevarían sus abrigos blancos invernales; el ciervo habría bajado a los valles. Los pastores andarían buscando sus ovejas perdidas. Sonrió. Las ovejas sobrevivían muy bien bajo la nieve: su cálido aliento creaba un respiradero y el tufo que desprendían permitía que cualquier perro que mereciera sustento las encontrara fácilmente.

La heredad Dreghorn se hallaba en un declive por encima del lago, a unos tres kilómetros del pueblo. Era la más extensa en kilómetros a la redonda y comprendía ricos pastos, bosques, arroyos y las casas de labranza de los arrendatarios, bajando hasta la orilla del lago, con el que lindaba a lo largo de un par de kilómetros. La casa solariega era de piedra de Lakeland, tenía tres plantas y la fachada orientada al sur.

Cruzaron la verja y el coche frenó ante la entrada. Antonia salió por la puerta principal tan rápidamente que sin duda habría estado aguardándolos apostada en una ventana. Era alta, de cabello moreno y lacio, y Henry la recordó poseedora de una excepcional belleza serena que traslucía esa paz interior inmune a los contratiempos cotidianos.

Ahora, mientras avanzaba presurosa hacia él, con las amplias faldas negras casi rozando la grava, se hacía evidente que su dolor estaba alterado por la ira y el miedo a partes iguales. Estaba muy pálida y demacrada, con oscuras ojeras circundando sus ojos negros.

Henry se apeó enseguida y fue a su encuentro.

–¡Henry! Cuánto me alegro de que hayas venido -dijo de manera apresurada-. No sé qué hacer ni cómo enfrentarme a esto yo sola.

La abrazó, no sin reparar en la rigidez de sus hombros, y le besó la mejilla con delicadeza.

–Confío en que no dudases de que iba a venir, querida -contestó Henry-, y que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte.

Antonia se apartó y de súbito los ojos se le llenaron de lágrimas. Dominó la voz con mucha dificultad.

–Es mucho peor de lo que te escribí. Perdona. No sé cómo luchar contra ello. Y además, tengo miedo de contárselo a Benjamin y Ephraim cuando lleguen. Creo que la viuda de Nathaniel también vendrá. No conoces a Naomi, ¿verdad?

–No, no hemos sido presentados -corroboró Henry.

Escrutó su semblante preguntándose qué noticia podría ser peor que la de la muerte de Judah.

Antonia se apartó.

–Entremos. – Tragó saliva-. Hace frío aquí fuera. Wiggins traerá tu equipaje y lo subirá a tu habitación. ¿Te apetece un té? ¿Panecillos de levadura tostados? Es un poco temprano, pero has hecho un viaje muy largo -dijo de forma atropellada mientras subía la escalinata y trasponía las altas puertas labradas de la entrada principal-. El fuego del salón está encendido. Joshua todavía no ha vuelto de clase. Es muy buen estudiante, ¿sabes? Ha cambiado mucho desde la última vez que estuviste aquí.

En el vestíbulo se estaba algo más abrigado, pero no fue hasta que estuvieron en el salón, con sus paredes de color ocre rojizo y el fuego de leños rugiendo en la chimenea, cuando la sensación de calor relajó un poco a Henry. Le alegró sentarse en uno de los inmensos sillones y aguardar a que la camarera les sirviera el té y los panecillos tostados bañados en mantequilla caliente.

Estaban dando buena cuenta de ellos cuando Henry volvió al asunto.

–Me parece que deberías contarme qué más te preocupa -dijo con tacto.

Antonia inspiró profundamente y soltó el aire despacio, luego levantó los ojos en busca de los suyos.

–Ashton Gower sostiene que Judah lo estafó -manifestó con voz temblorosa-. Dice que toda esta finca tendría que haber sido suya por legítimo derecho, y que Judah lo hizo encarcelar con falsedades para arrebatársela.

Para Henry fue como si le asestaran un golpe, de lo aturdido que quedó con sus palabras. Judah Dreghorn había sido juez en el tribunal de Penrith y el hombre más honesto que Henry hubiese conocido jamás. La idea de que hubiese estafado a alguien resultaba absurda.

–¡Eso es ridículo! – exclamó enseguida-. Nadie le creerá. Debes hacer que tu administrador le advierta que, si repite tan estúpida y completamente falsa acusación, lo demandaréis.

Un amago de sonrisa asomó a los labios de Antonia.

–Eso ya lo he hecho. Gower no se da por aludido. Insiste en que Judah se adueñó de la finca después de mandarlo a prisión con falsas acusaciones, aun a sabiendas de que era inocente, con el único fin de comprar la propiedad a bajo precio. Y, por supuesto, eso fue antes de que se descubriera el yacimiento vikingo.

Henry se quedó totalmente confundido.

–Más vale que me lo cuentes todo desde el principio. No recuerdo a Ashton Gower ni sé nada acerca de un yacimiento vikingo. ¿Qué ha sucedido, Antonia?

Ella se terminó la taza de té, como si necesitara tiempo para ordenar sus ideas. No miraba a Henry, sino las llamas que bailaban en el hogar. Fuera ya oscurecía y el ocaso invernal encendía el cielo, pintando de naranja y dorado la pared a través de las ventanas que daban al sur.

–Hace años, la familia de Ashton Gower era dueña de esta finca -comenzó-. En origen pertenecía a la familia Colgrave. Luego la heredó la viuda Colgrave, quien posteriormente se casó con Geoffrey Gower y era la madre de Ashton. Por descontado, Geoffrey se la legó a ella. De entrada todo parecía muy claro hasta que Peter Colgrave, un pariente de la otra rama de la familia, planteó la cuestión de si las escrituras eran auténticas.

–¿Las escrituras de la finca? – preguntó Henry-. ¿Cómo no iban a serlo? Es evidente que el padre de Ashton era el propietario legítimo tras su matrimonio con la viuda Colgrave.

–Era una cuestión de fechas -contestó Antonia. Parecía cansada, como si hubiese agotado sus fuerzas. La historia le resultaba tan lamentablemente consabida como inexplicable-. Guarda relación con el matrimonio de Mariah Colgrave, el fallecimiento de su cuñado y el nacimiento de Peter Colgrave.

–¿Y este Colgrave impugnó el derecho de propiedad de Ashton Gower? – preguntó Henry.

Antonia sonrió con tristeza.

–En realidad dijo que Ashton había falsificado las escrituras con vistas a heredar él la finca, cuando tendría que haber revertido a la otra familia. Insistió en llevar el caso a los tribunales y, como es natural, el asunto acabó llegando ante Judah, en el juzgado de Penrith. La primera vez que examinó las escrituras dijo que parecían perfectamente auténticas, pero de todas formas decidió conservarlas para volver a estudiarlas más detenidamente. Empezó a sospechar y las llevó a un reputado experto en documentos de Kendal. Éste afirmó que indudablemente no eran auténticas y se mostró dispuesto a declarar.

Henry se inclinó hacia delante.

–¿Y lo hizo? – preguntó con seriedad.

–Ya lo creo. Ashton Gower fue procesado por falsificación y fue hallado culpable. Judah lo condenó a once años de prisión. Acaban de ponerlo en libertad.

–¿Y la finca? – preguntó Henry, aunque ya adivinaba la respuesta. Quizá tendría que haberlo sabido, pero en sus anteriores visitas a la casa siempre había habido cosas mejores y más alegres de las que hablar: buenos ratos, buena comida y buena conversación.

Antonia cambió de postura.

–La heredó Colgrave -dijo compungida-. Pero como no quería vivir aquí, puso la propiedad en venta a un precio muy razonable. En realidad, creo que tenía deudas pendientes. Vivía a lo grande. Judah y sus hermanos invirtieron cuanto pudieron, aunque él fue el que más con diferencia, y la compraron. El y yo nos instalamos, y fue aquí donde nació Joshua.

Se le formó un nudo en la garganta y tardó un momento en recobrar la compostura.

Henry aguardó en silencio.

–¡Nunca he amado tanto un lugar como amo éste! – soltó Antonia de improviso con súbito fervor-. Por primera vez me siento completamente en casa. – Hizo un ademán de impaciencia-. No es por el edificio. Es hermoso, por supuesto, un lugar magnífico. Pero me refiero a la tierra, los árboles, el modo en que la luz se refleja en el agua. – Buscó los ojos de Henry-. ¿Recuerdas los largos crepúsculos sobre el lago en verano, el cielo del atardecer? ¿O los valles, esos pastos tan verdes que se extienden como terciopelo hasta donde alcanza la vista, los árboles lozanos hinchados como nubes caídas? ¿Los bosques en primavera o el día que ascendimos por Striding Edge hacia el Helvellyn?

Henry no la interrumpió. Los recuerdos bellos y dolorosos formaban parte del duelo.

Antonia calló un momento y al cabo reanudó su relato:

–Por supuesto, también tiene un gran valor económico, incluso antes de que descubriéramos el yacimiento vikingo. Están las granjas y las casas del lago. Con eso hay más que suficiente para que Benjamin, Ephraim y Nathaniel tengan el porvenir asegurado y puedan dedicarse a sus respectivas vocaciones. – Se le crispó el rostro-. Y ahora que Nathaniel ha muerto, también para Naomi, desde luego.

–¿A qué yacimiento te refieres? – preguntó Henry.

–Un pastor de una de las granjas halló una moneda de plata y se la mostró a Judah, que enseguida supo de qué se trataba, porque siempre le habían interesado las monedas antiguas. – Antonia sonrió-. Recuerdo lo satisfecho que estaba porque todo el asunto era bastante romántico. La pieza era anglosajona, de la época de Alfredo el Grande, el rey que a finales del siglo IX derrotó a los daneses, o al menos los mantuvo a raya. La moneda tal vez formaba parte del tributo de la Danelaw, ya que el resto del hallazgo era plata vikinga: adornos, joyas y jaeces. Cuando descubrimos todo el tesoro había broches irlandeses, brazaletes y gargantillas escandinavas, hebillas carolingias procedentes de Francia y monedas de todas partes, incluso islámicas de España, de África del Norte, de Oriente Próximo y hasta de Afganistán.

Su asombro se prolongó unos instantes hasta desvanecerse con la intromisión del presente.

–Judah invitó a arqueólogos profesionales, por supuesto -prosiguió-, y excavaron el lugar con sumo cuidado. Les llevó todo un verano, pero finalmente sacaron a la luz las ruinas de un edificio que guardaba el tesoro de monedas y objetos diversos. En su mayoría fueron a parar a un museo, pero mucha gente viene a ver lo que nos quedamos y, como es normal, se hospedan en el pueblo. Nuestras casitas del lago están alquiladas casi siempre.

–Entiendo.

Antonia se volvió para mirarlo de hito en hito.

–¡Cuando compramos la finca no teníamos ni idea de la existencia de todo eso! Nadie lo sabía. Además, el pueblo entero se beneficia de la afluencia de visitantes.

–¿Acaso Gower insinúa que sabíais de la existencia del tesoro escondido? – preguntó Henry.

–No lo afirma abiertamente, pero lo da a entender.

–¿Qué va diciendo, pues?

No podía ayudarla a refutar la acusación si no sabía la verdad, por más desagradable o penosa que fuese. La idea de que Judah, precisamente, fuese acusado de falsedad resultaba de lo más dolorosa.

–Que las escrituras de la finca eran auténticas -contestó Antonia-. Y que Judah lo supo desde el principio, que sobornó al experto para que mintiera. De este modo Colgrave heredó y vendió la propiedad deprisa y a muy bajo precio, porque necesitaba el dinero, con lo cual Judah pudo comprarla y luego fingir que descubría el tesoro.

Henry enseguida advirtió que la acusación era absurda, pero también extremadamente difícil de refutar, ya que no se basaba en pruebas fehacientes. Saltaba a la vista que Gower era un hombre amargado que había sido castigado por un delito particularmente estúpido y que, una vez liberado, buscaba alguna clase de venganza en lugar de rehacer su vida lo mejor que pudiera después de haber pasado tantos años entre rejas.

–Seguro que nadie le dio crédito, ¿no? – adujo Henry-. El experto declaró que las escrituras estaban falsificadas, y nada da pie a sospechar que alguien estuviera al corriente de la existencia del yacimiento vikingo. Después de todo, debía de llevar siglos escondido. Ninguno de los antepasados de Gower lo sabía, ¿verdad?

–¡No! Nadie tenía la más remota idea -corroboró Antonia.

–Azar -repuso Henry.

–Desde luego. Pero Gower anda diciendo que aguardamos el tiempo suficiente para que pareciera que lo ignorábamos. Aunque eso no cambia nada si las escrituras eran auténticas. Sólo es una pequeña mentira encima de otra mayor. – Bajó un poco la voz. El fuego había perdido viveza y la luz de la lámpara atenuó el sufrimiento que reflejaba su semblante-. ¿Te imaginas algo peor que enviar a un hombre a prisión y mancillar su reputación para robarle la herencia? Pues eso es lo que, según él, hizo Judah. ¡Y ahora ni siquiera está aquí para defenderse!

Le faltaba poco para perder el dominio de sí misma. La estudiada máscara que tanto le había costado ponerse comenzaba a caérsele.

Henry sintió la necesidad de decir algo enseguida, pero tenía que ser a un tiempo útil y cierto. Un falso consuelo en ese momento sólo serviría para empeorar las cosas después, y aunque ella llegara a entender por qué se lo había ofrecido, nunca volvería a confiar en él.

–¿Hizo estas acusaciones antes de que Judah falleciera? – preguntó.

La verdad de los hechos constituía un pobre refugio, pero era lo único de que disponía. Antonia levantó la vista hacia él.

–Sí. Salió de la cárcel de Carlisle y vino derecho aquí. – De pronto la ira se apoderó de ella-. ¿Por qué no se marchó a otra parte y empezó una nueva vida donde nadie lo conociera? ¡Si se hubiese ido a Liverpool o a Newcastle, nadie habría sabido que había estado en prisión y podría haber comenzado de nuevo! Nunca había visto a una persona tan llena de rabia. Me lo he cruzado por la calle y me da miedo.

Sus espléndidos ojos hundidos y el rostro casi exangüe sólo reflejaban el miedo que sentía.

–¿Acaso temes que te haga daño? – exclamó Henry. Las luces estaban exactamente igual que antes y las ascuas aún ardían, pero fue como si la habitación se hubiese sumido en la oscuridad-. ¿Antonia?

Ella desvió la mirada.

–No -dijo en voz baja-. Aunque en realidad me estás preguntando si hizo daño a Judah, ¿verdad? – Suspiró-. Habíamos ido al pueblo para asistir a un recital de violín. Fue una velada maravillosa. Nos llevamos a Joshua, pese a que era tarde, porque sabíamos que le encantaría. Va a ser un músico genial. Ya ha compuesto algunas piezas sencillas pero hermosas, llenas de cadencias inusuales. Se llevó una consigo y el violinista que la tocó le preguntó si podía quedársela.

Su rostro se iluminó de orgullo al recordarlo.

–A lo mejor será el Mozart de Inglaterra -comentó Henry.

Antonia permaneció callada unos instantes, esforzándose por recobrar la compostura.

–Tal vez -admitió ella finalmente-. Cuando llegamos a casa eran más de las diez. Acompañé a Joshua a la cama, pero estaba tan excitado que quería quedarse despierto toda la noche. Judah dijo que le apetecía caminar. Había pasado toda la tarde sentado. Y… nunca más regresó. – Volvió a tomarse un respiro antes de proseguir-. Al cabo de un rato desperté a la señora Hardcastle e hicimos que avisaran a Wiggins. Él, el mayordomo y el lacayo salieron a buscar a Judah provistos de linternas. Fue la noche más larga de mi vida. Eran más de las tres cuando regresaron y nos comunicaron que lo habían encontrado en el arroyo. Al parecer había intentado cruzar por las piedras del vado y había patinado. Son muy resbaladizas y puede que estuvieran heladas. Pocos metros más abajo hay una pequeña cascada donde las piedras son más picudas. Creen que patinó y se golpeó la cabeza y que el agua lo arrastró.

–¿Adonde? No es muy profundo.

¿Estaba pensando en el lugar idóneo, lo recordaba con precisión?

–Ya, pero no es necesario que lo sea para ahogarse. Si hubiese estado consciente habría podido salir sin mayor dificultad. Quizás habría pillado una pulmonía por culpa del frío, pero estaría vivo. – Inspiró profundamente-. Ahora me toca a mí desmentir la calumnia. – Levantó los ojos en busca de los suyos-. Bastante duro es ya el haberlo perdido, pero oír a Ashton Gower diciendo cosas tan malas de él, y temer que alguien vaya a creerlas, es más de lo que puedo soportar. Por favor, ayúdame a demostrar que se trata de un terrible y total desatino. Por el bien de Judah, y por Joshua.

–Faltaría más -contestó Henry sin vacilar-. ¿Cómo has podido dudarlo siquiera?

Antonia le sonrió.

–No lo he hecho. Gracias.

Cenaron temprano y sólo fueron tres en la mesa. Henry no se sentó en la cabecera, el sitio de Judah. Le pareció una falta de sensibilidad hacerlo, no sólo por Antonia, sino por el serio y pálido Joshua, que aún no había cumplido diez años y ya se veía privado de su padre de manera tan repentina.

Henry no lo conocía a fondo. La última vez que estuvo allí, Joshua contaba cinco años y pasaba más tiempo en el cuarto de jugar. Para entonces ya tocaba el piano y estaba demasiado fascinado con su instrumento como para prestar mucha atención a un caballero de mediana edad invitado por una semana en verano que mostraba más interés en salir de excursión que en las lecciones de música.

En ese momento estaba sentado con expresión solemne, comiendo lo que le ponían en el plato porque así se lo habían indicado y con la mirada perdida en la pared que tenía enfrente, en un punto indeterminado entre un óleo holandés con vacas pastando en un campo y una marina igualmente llana de los marjales de Romney, con la luz refulgiendo en el agua como si fuese peltre bruñido.

Los sirvientes iban y venían sirviendo cada plato, silenciosos y discretos.

Henry trató de entablar conversación con Joshua en un par de ocasiones y cada vez recibió una educada respuesta. Él también tenía un hijo, pero Oliver era ya un hombre adulto, uno de los abogados más distinguidos de Londres, con una excelente reputación en los procesos criminales. Henry apenas recordaba cómo había sido a los nueve años de edad. Desde luego, también había sido un niño inteligente, precoz en el aprendizaje de la lectura y, según Henry recordaba, en su gusto por los libros. Siempre inquisitivo, discutía las cosas en profundidad. ¡Eso sí lo recordaba claramente! Pero de eso hacía casi treinta años y el resto resultaba un tanto confuso.

Deseaba hablar con Joshua para que no pareciera que prescindía de él.

–Tu madre dice que compusiste una pieza que tocó el violinista en el recital -señaló-. Te felicito.

Joshua lo miró con seriedad. Era un niño guapo, con los ojazos oscuros de Antonia pero con la frente y el perfil de su padre.

–No sonó exactamente como quería -respondió-. Tendré que trabajarla más. Creo que termina un poco bruscamente… y que es demasiado rápida.

–Aja. Bueno, identificar los defectos de una cosa es casi medio camino para enmendarlos -contestó Henry.

–¿Le gusta la música? – preguntó Joshua.

–Sí, mucho. Toco un poco el piano. – En realidad estaba siendo bastante modesto. Sin duda poseía cierto talento musical-. Pero no sé componer.

–¿Y qué sabe hacer?

–¡Joshua! – protestó Antonia.

–No pasa nada -intervino Henry enseguida-. Es una buena pregunta. – Se volvió hacia el niño-. Se me dan bien las matemáticas y me gusta inventar cosas.

–¿Se refiere a la aritmética?

–Sí. Y al álgebra y la geometría.

Joshua frunció el ceño.

–¿Le gustan de verdad, o es por obligación?

–Me gustan -contestó Henry-. Son hermosamente coherentes.

–¿Igual que la música?

–Sí, en buena medida.

–Entiendo.

Y así concluyó la conversación, que al parecer satisfizo a Joshua.

Después de la cena y de reposar media hora junto al fuego, Henry se disculpó diciendo que le apetecería dar un paseo y estirar un poco las piernas. Se abstuvo de preguntar a Antonia dónde había fallecido Judah, pero una vez se hubo puesto el abrigo y las botas, así como un sombrero y una bufanda, se lo preguntó a Wiggins, que le indicó el camino.

Eran casi las ocho y media; la noche era negra como boca de lobo aparte de la linterna que llevaba consigo y las pocas luces del pueblo que alcanzaba a distinguir a unos tres kilómetros. El ruido de sus pies sobre la grava resonaba en el silencio que lo envolvía todo.

Avanzaba muy despacio, con pasos vacilantes, por miedo a tropezar con el borde del césped o incluso a darse de bruces contra la verja del camino. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse lo suficiente como para captar algo a la luz de las estrellas y vislumbrar la tracería negra de las ramas desnudas contra el cielo. Incluso entonces fue más discernible por los puntos de luz que cubría que por la silueta misma de los árboles. La luna, que no era más que una curva de plata semejante a un cuerno, apenas era de ayuda.

¿Por qué diablos había ido tan lejos Judah Dreghorn entrada una noche como aquélla? El aire era cortante. El viento soplaba del sudoeste, procedente de las nieves del Blencathra. Allí, en el valle, el suelo estaba congelado y duro como una roca, pero ninguna blancura reluciente reflejaba la escasa luz. Se enrolló la bufanda más estrechamente en torno al cuello y se la subió un poco más para abrigarse las orejas, antes de seguir adelante en la que esperaba fuese la dirección que le había indicado Wiggins, quien le había dicho que la distancia hasta el arroyo era aproximadamente de kilómetro y medio.

Judah no había salido a dar un simple paseo; era una estupidez persistir en esa hipótesis. El recital había sido espléndido, un triunfo para Joshua. ¿Por qué iba un hombre a abandonar a su esposa y a su hijo justo después de semejante acontecimiento, y caminar tanteando el suelo helado en la oscuridad durante más de un kilómetro?

Aunque había que tener en cuenta, por supuesto, que de eso hacía ya una semana, con lo que la luna habría dado más luz. Aun así, resultaba extraño que hubiese salido, incluso habiendo luna llena. Y además, ¿por qué tan lejos?

Había ido hasta el arroyo e intentó vadearlo, de modo que su intención era ir aún más allá. ¿Adonde? Henry tendría que haber preguntado a Antonia dónde se encontraba el yacimiento vikingo. Pero ¿por qué ir allí de noche? Para encontrarse con alguien urgentemente, tal vez con una persona con quien no deseaba ser visto.

Henry iba siguiendo una especie de sendero. Si mantenía la linterna alzada delante de él, podía caminar a paso casi normal. Hacía un frío glacial. Agradecía los guantes, pero incluso así los dedos se le entumecían.

¿Con quién había de encontrarse Judah en secreto, al otro lado del arroyo, a esas horas de la noche? La primera respuesta que le acudía a la mente era Ashton Gower. De no haberse tratado de Judah, Henry seguramente habría pensado que buscaba alguna clase de acuerdo, un pacto con respecto al juicio y las escrituras y la posterior acusación de Gower, pero él nunca eludía la verdad.

Por otra parte, si de un modo u otro Judah se hubiese apiadado de Gower, lo habría hecho abiertamente, en presencia de abogados y notarios. Y si lo hubiese amenazado, también lo habría hecho a las claras y en público.

Aunque tal vez no se tratara de Gower, sino de otra persona. ¿Quién? ¿Y por qué? No se le ocurría ninguna respuesta verosímil.

El terreno se empinaba y él se inclinó contra el viento. El frío le calaba hasta los huesos. Hasta sus oídos llegó el rumor del arroyo sobre las piedras y en algún lugar a lo lejos se oyó el aullido de un zorro, un sonido tan sobrecogedor que del susto por poco dejó caer la linterna.

Avanzaba muy despacio, levantando el farol para que su resplandor llegara más lejos. Aun así, faltó poco para que pasara de largo el sendero que conducía a las piedras del vado. El agua discurría bastante deprisa, aceitosa y negra, rompiéndose pálida donde asomaban afilados dientes que hendían la superficie. Entonces cayó en la cuenta de que lo que estaba mirando era la cascada. Las piedras del vado quedaban unos treinta metros más arriba, casi planas.

Pero cuando llegó a ellas y las observó con más detenimiento, vio la escarcha que el aire glacial iba congelando en los bordes recién lamidos por el agua. ¿En qué estaría pensando Judah para tratar de pasar por encima de ellas? ¿En qué pensamientos andaría perdido como para arriesgarse de tal modo?

Desconcertado y abrumado por la tristeza, Henry dio media vuelta y emprendió el regreso a la casa.

Por la mañana lo despertó la señora Hardcastle, el ama de llaves, quien entró en su habitación, sonriente, llevando una bandeja de té. Henry se incorporó, sorprendido al constatar que ya era de día. Eso significaba que eran más las nueve que las ocho.

–¿Y por qué no? – preguntó el ama con toda la razón cuando él se quejó de que le hubiese dejado dormir tanto-. Ayer hizo un largo viaje. ¡Nada menos que desde Londres! – Dejó la bandeja, le sirvió el té y descorrió las cortinas-. Hoy no hace muy buen tiempo -dijo con tono de eficiencia-. Agradecerá sus prendas de lana, seguro. El viento viene del lago y sin duda traerá nieve. Si le da por soplar con ganas, aquí nos pelaremos de frío. – Se volvió hacia él-. La señora Dreghorn me ha pedido que le diga que don Benjamin llega hoy. Según el telégrafo, estará en Penrith a mediodía, así que iremos a recogerlo… siempre y cuando el tiempo no empeore. Si no, tendrá que quedarse a dormir en la posada, lo cual sería una lástima, ya que él también viene de lejos.

Poca idea debía de tener de la realidad la señora Hardcastle si comparaba un trayecto en tren desde Londres con el viaje en ferrocarriles y barcos desde Palestina hasta los Lagos en pleno invierno. Tal vez la geografía no se contara entre sus necesidades más perentorias.

–En efecto -dijo Henry entre dos sorbos de té-. Confiemos en que el tiempo nos sea favorable.

Mas no lo fue. Hacia las diez y media, cuando Henry montó en el cabriolé con Wiggins, las nubes se estaban amontonando en el norte y el oeste, encima de la sierra del Blencathra, ensombreciendo el valle y augurando más nieve. Wiggins movió la cabeza en un gesto de contrariedad, frunció los labios y añadió más mantas para sus pasajeros.

Estaban por lo menos a medio camino de Penrith cuando el cielo se oscureció y se levantó un viento cortante que trajo las primeras ráfagas blancas. Hacía varios años que Henry no coincidía con Benjamín Dreghorn y en circunstancias normales habría estado deseoso de volver a verlo, pero esta vez resultaría muy duro. Se había ofrecido a ir a recogerlo para evitar que Antonia tuviera que darle las malas noticias. Naturalmente, cuando había salido de Palestina varias semanas atrás, lo único que tenía en perspectiva lo llenaba de felicidad: pasar una Navidad en familia. La amargura que lo aguardaba sería del todo inesperada.

Henry se arrebujó en la manta para protegerse de la nieve que le azotaba la espalda mientras se aproximaban al pueblo. Confió en que el tren no llegase con retraso. Si la nevada había sido intensa en el páramo de Shap, cabía que lo hubiese demorado. Entonces no tendrían más remedio que aguardar. Se volvió en el asiento para mirar hacia atrás, pero lo único que vio fueron remolinos de nieve grisácea; incluso las colinas y laderas más cercanas habían desaparecido.

Wiggins, con el sombrero calado hasta las orejas, encorvó los hombros. El caballo avanzaba penosamente, armado de paciencia. Henry procuró ordenar sus ideas para poder referir la tragedia a Benjamin con el mayor tacto posible.

Afortunadamente, el tren llegó con apenas veinte minutos de retraso respecto de la hora prevista. La nieve comenzaba a amontonarse en algunos lugares, pero en Shap el viento la había arrastrado hacia sotavento y la línea no se vio demasiado afectada.

Henry se plantó en el andén observando cómo se abrían las puertas de los vagones y buscando la esbelta figura de Benjamin entre la docena aproximada de viajeros que se apearon. Fue el último en salir, cargado con dos maletas grandotas y sonriendo de oreja a oreja.

Henry notó una opresión en el pecho y tuvo que obligarse a avanzar hacia él.

–¡Henry Rathbone! – exclamó Benjamin con sincera alegría. Dejó las maletas con sumo cuidado en el suelo nevado del andén y le tendió la mano.

Henry se la estrechó y tomó una de las maletas.

–¡Me alegro mucho de verte! – dijo Benjamin con entusiasmo-. ¿Te quedarás a pasar la Navidad? – Cogió la otra maleta-. Qué tiempo tan malo, pero, por Dios, qué belleza, ¿verdad? Había olvidado lo increíblemente limpio que es esto, después del desierto. Y agua por todas partes. – Echó a caminar a grandes zancadas y Henry tuvo que esforzarse por no quedarse rezagado-. Antes odiaba la lluvia -prosiguió Benjamin-. Ahora comprendo que el agua es vida. Aprendes a valorarla en Palestina. No sé cómo decirte lo excitante que es pisar el mismo suelo que pisó Jesucristo.

Una ráfaga de viento helado los alcanzó al doblar la esquina que daba a la calle, y tardaron unos minutos en intercambiar saludos con Wiggins, cargar el equipaje, salir del pueblo y enfilar de nuevo el camino de poniente.

Benjamin reanudó su relato.

–No te creerías los lugares en los que he estado, Henry. He visto las tierras de Galilea, probablemente la misma colina en la que Jesucristo pronunció el Sermón de la Montaña. ¿Te lo imaginas? He visitado Cafarnaún, Cesárea, Belén, Tarso, Damasco y, sobre todo, he recorrido las calles de Jerusalén y he subido al Gólgota. ¡He estado en el Huerto de Getsemaní!

Su voz traslucía todo su asombro. Incluso abrigado para protegerse del viento y la nieve, su rostro bronceado resplandecía.

–Eres muy afortunado -contestó Henry con sinceridad, pese a lo irrelevante que parecía ahora todo aquello-. No sólo por haberlo visto, sino por ser tan consciente de su significado.

–He traído algo muy especial como regalo de Navidad para Joshua-prosiguió Benjamin-. No sé si sabrá apreciarlo siendo tan joven, pero seguro que con el tiempo lo hará. Lo llevo en la maleta marrón, por eso la manejo con tanto cuidado. Antonia se lo guardará, si es preciso. Aunque creo que ya tiene nueve años. Supongo que lo entenderá.

–¿Qué es?

Benjamin sonrió ampliamente. Era un hombre apuesto, de cuerpo grande y fuerte, y con una dentadura impecable.

–Un fragmento de manuscrito que data de una época inmediatamente posterior a la del propio Jesucristo. Es el original de media docena de versículos del Nuevo Testamento, sólo una página, pero ¿te imaginas cómo debió de sentirse el hombre que lo escribió? – Su voz transmitía puro entusiasmo-. Va en un estuche de madera labrada. Un trabajo precioso. Y huele de maravilla. Me dijeron que era el aroma del incienso.

–Estoy convencido de que le gustará -respondió Henry-. Si no ahora mismo, en un año o dos.

–Aguarda a que Judah lo vea -dijo Benjamin de manera ansiosa.

Henry no pudo postergarlo más. Si no hablaba en ese momento sería como mentir. Se volvió hacia un lado y el viento le hizo llorar.

–Benjamin -comenzó-, he venido a recogerte en persona no sólo porque tuviera ganas de verte, sino porque hay noticias concretas y he preferido que Antonia no tuviera que dártelas ella misma…

El semblante del viajero perdió la ilusión y la dicha. De repente sus ojos azules se volvieron sombríos, el viento cortante y el agreste paisaje descolorido parecieron hostiles, el frío era más penetrante que nunca.

Henry no se demoró.

–Judah falleció en un accidente hace ocho días. Salió por la noche y resbaló con el hielo de las piedras que cruzan el arroyo.

Benjamin lo miraba fijamente.

–¡Murió! ¡Es imposible, sólo hay tres palmos de profundidad en lo más hondo, como mucho! – protestó.

–Debió de golpearse la cabeza contra las piedras.

Henry no abundó en más detalles. La explicación no alteraba la verdad.

–¿Y qué hacía allí fuera de noche? – preguntó Benjamin-. ¡Allí no hay nada!

–Nadie lo sabe -contestó Henry-. Sólo dijo que le apetecía estirar un poco las piernas antes de acostarse. Había llevado a Antonia y a Joshua a un recital en el pueblo.

–¡Eso es absurdo!

Henry no discutió. Se guardó mucho de decir que las tragedias inesperadas casi siempre lo eran.

Benjamin se volvió hacia delante y clavó la mirada en la ventisca, con el rostro congelado en una expresión de atónito dolor. ¿Cómo podía cambiar tanto el mundo en un instante y sin previo aviso?

Recorrieron al menos otro kilómetro sin pronunciar palabra y ya estaban tomando la última curva del camino cuando la nevada amainó y apareció un parche azul en el cielo. Una franja de luz plateada brilló en la superficie lisa del lago, tan fulgurante que deslumbraba. El propio pueblo resultaba casi invisible bajo el manto blanco que cubría los tejados.

Si Henry tenía intención de contar a Benjamín lo de la acusación para ahorrarle a Antonia el mal trago, le quedaba poco tiempo para hacerlo.

–Benjamín, he de decirte otra cosa antes de que lleguemos a la casa -empezó-. Preferiría que Antonia, que me lo contó a mí, no tuviera que pasar por eso otra vez.

Benjamin se volvió lentamente.

–Judah ha muerto. ¿Qué más puede haber?

Tenía el rostro transido de dolor. Había amado profundamente a su hermano, y su admiración por él había sido vehemente. Lo único peor que referirle la acusación de Gower sería permitir que se enterase por boca de terceros.

–Ashton Gower va diciendo por ahí que Judah lo encarceló injustamente con el único propósito de quedarse con la finca -dijo Henry sin rodeos-. Es un desatino, por supuesto, pero hemos de hallar el modo de obligarlo a retirar la acusación y que no la repita nunca más. Está causando mucha aflicción.

–Ashton Gower está en prisión, que es donde le corresponde -replicó Benjamin no sin cierta frialdad-. Y en concreto, ¿quién está difundiendo tales mentiras? Voy a poner fin a esta situación de inmediato, recurriendo a la ley, si es preciso -declaró con convicción.

Era un hombre robusto, como todos los hermanos Dreghorn, pero además poseía un notable intelecto. En la universidad cosechó un triunfo tras otro y su familia se llevó una buena sorpresa con su decisión de estudiar teología. Pero cuando sus rentas de la finca lo liberaron de la necesidad de ganarse el sustento y siguió sus sueños académicos hasta Tierra Santa, a todos les pareció de lo más natural.

–Gower ha cumplido su sentencia -lo corrigió Henry-. Ahora es libre y, por desgracia, ha decidido regresar a los Lagos.

–¿Cuándo?

–Hace cosa de un mes.

–Entonces iré a verlo en persona. Me sorprende que no lo hayan echado del pueblo. ¿Qué clase de hombre difama a los muertos y agrava el pesar de una viuda y su hijo? ¡Es una indecencia!

–Es un hombre sumamente desagradable -coincidió Henry.

–¡Es un falsificador convicto y un presunto ladrón! – repuso Benjamin-. De no haber sido por Colgrave se habría salido con la suya.

–Pero hizo esas acusaciones cuando Judah aún vivía -apuntó Henry-. Tengo entendido que no las ha repetido en público desde entonces, aunque sin duda lo hará. Está decidido a limpiar su nombre.

Benjamin soltó una carcajada y el enojo le endureció las facciones.

No había más tiempo para conversar. Se aproximaron a la verja de la finca y Henry saltó del cabriolé para abrirla y cerrarla. Luego siguió a pie por la grava hasta la puerta principal al tiempo que Antonia salía de la casa.

Benjamin se apeó, fue a su encuentro con un par de zancadas y la tomó entre sus brazos, sosteniéndola con delicadeza, como si fuese un niño lastimado.

Entonces levantó la vista y vio a Joshua en el umbral, empequeñecido por las inmensas jambas y con una expresión entre avergonzada e infeliz.

El viajero soltó a la mujer y subió la escalinata. Por un instante pareció vacilar sobre cómo tratar a Joshua. Titubeó, dudando ente abrazarlo o estrecharle la mano.

El niño tragó saliva, manteniéndose perfectamente erguido.

–Hola, tío Benjamin -saludó en voz muy baja.

Benjamin hincó la rodilla.

–Hola, Joshua.

Le tendió los brazos y el niño se dejó estrechar, y luego, tras un largísimo instante, correspondió muy despacio, deslizando los brazos en torno al cuello de Benjamin y apoyando la cabeza en su hombro.

A Henry lo embargó la emoción y se volvió hacia Antonia. Le ofreció el brazo para subir la escalinata y Wiggins los siguió con las maletas de Benjamin.

A la mañana siguiente, Henry se levantó temprano para no quedarse en la cama pensando. Cuando bajó al comedor se encontró con que Benjamin ya estaba allí ante un plato de salchicha de Cumberland, huevos y panceta, acompañados de una gruesa tostada. En vez de mermelada de naranja había una confitura densa y oscura. Recordó de ocasiones anteriores que era confitura de wetherslacks, una variedad de ciruela ovalada y algo acida, conocida como damascena en el resto de Inglaterra, y que era la favorita de Benjamin.

Éste saludó, forzando una desconsolada sonrisa.

–Buenos días, Henry. Voy a ir a ver a Colgrave esta misma mañana. Debe de haber nevado casi toda la noche, así que habrá mucha nieve. Podemos ir a caballo. Sólo hay un par de kilómetros. Es un canalla empalagoso, y si tuviese una pizca de decencia ya le habría parado los pies a Gower, pero a lo mejor podemos despabilarlo un poco. – Tomó otro bocado de su plato-. O hacer que nos tenga más miedo a nosotros que a lo que Gower pueda llegar a hacerle. Ephraim llegará cualquier día de éstos, pero es imposible saber cuánto se prolongará el viaje en barco desde Suráfrica. ¡Qué espantosa vuelta a casa!

–Antonia también espera a Naomi -apuntó Henry.

–Dudo de que pueda ayudarnos. – Benjamin, abatido, encorvó sus anchos hombros-. Echo de menos a Nathaniel. ¿Qué nos está sucediendo, Henry? Judah era el mayor, y sólo tenía cuarenta y tres años, ¡y ya sólo quedamos dos! Joshua es el único heredero de los Dreghorn.

–De momento -señaló Henry.

Benjamin pasó por alto la observación.

–Más vale que comas algo -dijo en cambio-. No puedes salir con este tiempo sin meterte un buen desayuno entre pecho y espalda.

Y a pesar de que, en efecto, apenas había un par de kilómetros hasta la casa de Peter Colgrave, no fue tarea fácil llegar. La nieve se había amontonado durante la noche y en algunos lugares tenía un espesor de casi un metro.

Cabalgaron hacia el lago y cruzaron el arroyo aguas abajo, donde había un tosco puente formado por dos lajas de piedra apoyadas en ambos extremos y sobre una piedra central. A pie, uno mantenía el equilibrio con cuidado, pero yendo a caballo no había más remedio que pasar chapoteando con el agua por encima de los corvejones y subir a la otra orilla.

Medio kilómetro más adelante vieron el campanario cuadrado de la iglesia de piedra y la vicaría, y cien metros más allá la casa de Colgrave, también de piedra. Era hermosa, con grandes ventanales y el tejado de pizarra impecable. Saltaba a la vista en qué partes se había empleado el dinero procedente de la venta de la finca para reparar y ampliar la propiedad, así como para construir nuevas cuadras. Allí fue donde dejaron los caballos.

–Entren -invitó Colgrave, disimulando con gran esfuerzo su sorpresa y considerable renuencia-. Me alegro de verle, Dreghorn. Mi más sentido pésame por su hermano. Ha sido una tragedia.

–Gracias -dijo Benjamin de manera sucinta-. Recordará a Henry Rathbone, supongo.

–Me temo que no -contestó Colgrave, mirando a Henry de arriba abajo, tratando de ubicar su delgada figura y su afable rostro anguloso-. Mucho gusto, señor Rathbone.

Henry correspondió, aunque tuvo que esforzarse por esbozar una sonrisa. Colgrave era corpulento, con tendencia a engordar, pese a que tendría cuarenta años a lo sumo. Tenía el pelo castaño oscuro y un rostro inteligente y amable, de expresión un tanto circunspecta.

–Adelante, caballeros -ofreció Colgrave, conduciéndolos por un vestíbulo con paneles de madera donde colgaban bellos retratos de hombres y mujeres que, cabía suponer, eran sus antepasados. En su estudio había un buen fuego encendido y la habitación estaba caldeada. Las estanterías que cubrían las paredes estaban llenas de libros encuadernados en piel con los títulos estampados en oro-. ¿En qué puedo servirle? – preguntó-. Cualquier cosa que esté en mi mano, con tal de serle útil. ¿Tiene previsto volver a Oriente? Palestina, ¿verdad? Debe de ser fascinante.

Se dirigía a Benjamin. Consideraba que Henry no era importante, meramente un amigo que lo acompañaba, y quizá no anduviese del todo descaminado.

–No hasta que haya limpiado el nombre de mi hermano -replicó Benjamin sin rodeos.

–¡Oh! – Colgrave exhaló un suspiro-. Sí. Un asunto espantoso. – Torció el gesto en una expresión de desagrado-. Gower es un verdadero intruso, un desvergonzado. Ese sujeto es un farsante, un impostor, y ahora calumnia a un buen hombre. Lástima que no podamos echarle los perros, pero así son las cosas.

Encogió un poco los hombros.

–Si fuese tan sencillo como eso, no necesitaría su ayuda -replicó Benjamin-. Usted vio las escrituras originales que según él eran auténticas.

Colgrave enarcó las cejas.

–Por supuesto. Estaban tan mal falsificadas que no entiendo cómo pudo alguien darlas por buenas alguna vez, aunque supongo que muchos de nosotros no estamos familiarizados con esa clase de documentos, del mismo modo que tampoco tenemos costumbre de sospechar que nuestros vecinos cometan delitos tan estúpidos.

–Pero ¿usted juraría que estaban falsificadas? – insistió Benjamin.

–¡Ya lo hice, querido amigo! En el juicio. Y tampoco es que todo se basara sólo en mi testimonio, además. Vino un experto de Kendal que también juró que eran completas falsificaciones del principio al final. Todos lo sabíamos. – Hizo un ademán evasivo-. Todo esto se olvidará. Nadie con dos dedos de frente dará crédito a Gower. Los únicos que alguna vez le escuchan son los recién llegados. Son media docena de familias, una o dos de ellas con dinero, debo admitirlo, que no estaban aquí en esa época y por tanto no saben de qué va el asunto.

–¿Quiénes son? – preguntó Benjamin.

–Déjelo correr por un tiempo -aconsejó Colgrave en tono apaciguador-. Hablaré con ellos en su nombre y les contaré la verdad del asunto. Si va ahora, en caliente, sólo conseguirá enemistarlos con usted. A nadie le gusta que le tomen por idiota, ¿entiende?

–¿Idiota? – preguntó Benjamin.

–Desde luego, idiota. ¿Quién, si no un idiota, creería a un falsificador convicto como Ashton Gower? No tardarán en descubrir de qué pie cojea. ¡Aguarde a que dé rienda suelta con cualquiera de ellos a ese humor de perros que gasta! O a que pida prestado un caballo y lo devuelva cojo a su amo, como hizo con el pobre Bennion, o a que solicite un préstamo que todos los demás sabemos que nunca devolverá. Entonces desearán haber sido más sensatos y no haberle creído ni un instante. Con lo enojado que está usted, y con razón, por supuesto, ahora sólo se granjearía su aversión.

A Henry le desagradó tener que dar la razón a Colgrave, pero la franqueza no le dejaba alternativa. Se despidieron y se marcharon, pero en cuanto estuvieron fuera Benjamin dio media vuelta.

–Antes de recoger los caballos me gustaría ir al cementerio. – Suspiró profundamente con aire melancólico, evitando mirar a Henry a la cara-. Quiero ver la tumba de Judah.

–Por supuesto -dijo Henry-. Te acompaño. ¿O prefieres ir a solas?

Benjamin vaciló.

–Aguardaré -agregó Henry enseguida-. Ya iré después. Voy por los caballos, así no tendremos que volver.

Benjamin asintió con un gesto, pues no quiso arriesgarse a hablar, pero sus ojos reflejaron su gratitud.

Henry se quedó un rato observando a Benjamin mientras éste caminaba sobre la capa de nieve hasta la tapia del cementerio y se perdía entre las ramas de los tejos. Luego se dirigió al patio de la cuadra y, cuando regresó, Benjamin ya estaba esperándolo.

–Quiero ir a ver a Leighton, si es que aún es el médico de por aquí -dijo montando su caballo-.

Y si no es él, a quien lo sea. No entiendo que Judah fuese tan torpe como para resbalar sobre las piedras del vado. Pasó aquí toda su vida. ¿Adonde pensaba ir, además? ¿Qué hacía cruzando el arroyo a esas horas de la noche? Y para empezar, ¿por qué había salido?

–No lo sé -reconoció Henry, manteniendo los caballos al paso, uno al lado del otro mientras se dirigían al pueblo-. ¿Crees que eso es importante ahora?

Benjamin lo miró con dureza.

–¡Claro que es importante! Todo esto es absurdo. Hay algo turbio, y pienso averiguar la verdad. Ashton Gower tiene que ser silenciado, y para siempre. No podemos permitir que Antonia viva con el temor de que vuelva a la carga.

Tanto su rostro como su tono de voz revelaban el enojo que le causaba Henry por no entenderlo.

El pesar y la confusión le herían en lo más vivo, y Henry se dio cuenta de ello. Aun así, la reacción de Benjamin le dolió, y tuvo que esforzarse para no perder el dominio de sí mismo. Hacía años que conocía a ese hombre y siempre lo había apreciado tanto como a su hermano Judah, y el sentimiento de pérdida tampoco le resultaba ajeno. Aunque su esposa hubiese fallecido muchos años atrás, el recuerdo de ese dolor no se había borrado.

Todavía nevaba un poquito, pero el viento había cesado. Un cuarto de hora después llegaron a casa del médico y dejaron los caballos en la verja. Tuvieron que aguardar otro cuarto de hora antes de que los recibiera.

–Lo siento muchísimo -dijo a Benjamin-. Ha sido un suceso espantoso. Es de agradecer que haya venido, Rathbone. ¿En qué puedo servirles?

Era un hombre enjuto, nervudo y enérgico, dotado de una voz muy grave, de edad más próxima a la de Henry que a la de Benjamin.

Este mostraba cierto rubor en las mejillas, tanto por la ira contenida como por el frío del exterior.

–Hay diversos aspectos relativos a la muerte de Judah que carecen de sentido -contestó-. Quisiera averiguar qué ocurrió realmente.

Se plantó en medio de la habitación, delgado, ancho de espaldas, con el rostro severo y curtido por el sol de Tierra Santa.

Leighton había sido médico rural durante veinte años. Comprendía el dolor y también la ira que se adueñaba de los hombres para combatirlo. Se apoyó contra la librería y miró a Benjamin con seriedad.

–Los hechos son simples. Judah salió a dar un paseo hacia las diez y media. La luna estaba en cuarto menguante, pero era una noche muy oscura. Llevaba consigo una linterna que la corriente arrastró hasta la orilla del arroyo y que apareció a pocos metros de él. Viendo que no regresaba a casa, poco después de la medianoche Antonia, que ya estaba muy inquieta, envió a los criados en busca de su marido. Encontraron el cuerpo atrapado en las rocas de la cascada un poco más abajo de las piedras del vado.

–¡Todo eso ya lo sé! – espetó Benjamin con impaciencia-. Henry me lo contó. ¿Qué hacía allí? ¿A qué había salido? ¿Por qué intentó cruzar por las piedras heladas en plena noche? ¿Adonde iba? ¿Cómo es posible que un hombre fuerte se ahogue en dos palmos de agua? El arroyo no corre tan deprisa como para que alguien pierda pie, ni siquiera en esta época del año. ¡Yo mismo me he caído de esas piedras una docena de veces y lo peor que me ha ocurrido ha sido mojarme la ropa!

–Puedes caerte de un caballo cien veces y no hacerte más que unos rasguños o incluso romperte una clavícula, como mucho -dijo Leighton en tono razonable-. Pero la caída ciento uno puede matarte. Benjamin, no busques razones donde no las hay. Resbaló en la oscuridad y sufrió una mala caída. Se dio un golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido. De no haber sido así, sin duda habría salido del arroyo por su propio pie y habría regresado a casa. Por desgracia, no fue así.

–¿Cómo sabe que se golpeó la cabeza al caer? – le retó Benjamin-. ¿Cómo sabe que nadie lo atacó?

El semblante de Leighton se ensombreció.

–No empieces por ahí, Benjamin -advirtió-. No hay pruebas que indiquen nada en ese sentido. Judah resbaló. Fue un trágico accidente. Se ahogó. El arroyo lo arrastró hasta la cascada y…

–¿Lo examinó usted? – interrumpió Benjamin.

–Por supuesto.

–¿Qué averiguó exactamente?

–Que la causa de la muerte fue ahogamiento. Presentaba varias abrasiones en la cabeza y los hombros: una donde una piedra lisa lo había golpeado, que sería cuando cayó; varias otras con más asperezas, de cuando la corriente lo arrastró hasta la cascada.

–¿Está seguro de que fueron esas piedras? – insistió Benjamin.

–Sí. En las heridas hallé fragmentos de algas y la grava del fondo le había arañado las manos. – Su expresión era triste y paciente-. Benjamin, no hay nada más que lo que te he contado. No busques razones ni justicia en ello. No las hay. La muerte de un buen hombre que debería haber disfrutado de una vida larga y plena siempre es una tragedia injusta. Estas cosas ocurren, seguramente mucho más a menudo de lo que crees, porque sólo nos afectan cuando se trata de alguien a quien amábamos. La gente muere en las montañas, hay accidentes de barca en los lagos, caídas durante partidas de caza. Lo siento.

–Pero ¿qué hacía cruzando el arroyo en plena noche?

Benjamin no podía quitarse esa pregunta de la cabeza. Leighton frunció el ceño.

–Nadie lo sabe. Me figuro que nunca lo sabremos. Ocúpate de lo que ahora importa. Ayuda a Antonia a aceptarlo. Bríndale tu apoyo y haz lo que puedas por Joshua. Ahora necesitan tu fortaleza, no hacerse un montón de preguntas para las que no hallaremos respuesta. E incluso si la hallásemos, no cambiaría lo que ha sucedido. El resto de la familia es su tabla de salvación.

Benjamin se quedó un tanto confundido.

–¿Y Ashton Gower? – preguntó enojado-. ¿Quién va a hacerle callar? ¡Juro por Dios que, si sigue mancillando el nombre de Judah, lo haré yo! ¡Y si tuvo algo que ver con la muerte de Judah, lo que sea, lo demostraré y haré que lo cuelguen!

Leighton adoptó un aire adusto. Se irguió y frunció el ceño.

–Se te puede perdonar hasta cierto punto debido a la impresión de tu pérdida, Benjamín, pero, si sugieres fuera de estas cuatro paredes que Gower tuvo algo que ver con la muerte de tu hermano, serás aún más culpable de difamación que él. No hay absolutamente nada que indique que se encontrara con Judah ni que tuviera intención de hacerle daño, ni entonces ni en ninguna otra ocasión. Te ruego que no añadas más aflicción a la que ya soporta tu familia. Hacerlo sería sumamente irresponsable.

Benjamín permaneció inmóvil un rato. Al cabo se volvió y salió a grandes zancadas dejando la puerta abierta a sus espaldas.

–Lo lamento -dijo Henry, disculpándose por él-. La muerte de Judah ha sido un golpe muy duro para él, y las acusaciones de Ashton Gower son maliciosas y completamente erróneas. Judah fue uno de los hombres más honestos que he conocido en toda mi vida. Manchar su reputación ahora es un acto de maldad. Estoy completamente de acuerdo con Benjamín y, decida lo que decida él, yo haré cuanto esté en mi mano para proteger a la viuda y al hijo de Judah de semejante calumnia.

–Todos los vecinos del pueblo lo harán -aseguró Leighton con gravedad-. Gower no goza de muchas simpatías. Es arrogante y brusco. Todos recordamos lo que hizo con las escrituras falsificadas. Pero, si Benjamín lo acusa de la muerte de Judah, pondrá las cosas más difíciles de lo que deberían ser, porque entonces no faltará quien vea injuria por ambas partes, lo cual suscitará enemistades y dividirá al pueblo. Esa clase de enfrentamientos pueden tardar años en dirimirse, a veces generaciones, porque la gente se afianza en su postura, se suman nuevos agravios y ya no hay vuelta atrás.

–Hablaré con él -prometió Henry. Se despidió y salió al exterior nevado para alcanzar a su compañero.

Benjamín aguardaba junto a los caballos. Dirigió a Henry una mirada desafiante con sus ojos azules encendidos.

–Ya lo sé -dijo sin que Henry tuviera ocasión de hablar-. Pero es que detesto el tono de suficiencia y superioridad moral de ese… -Se interrumpió-. Me ha dado sed de tanto andar por la nieve. Vayamos al Fleece a beber una jarra de cerveza de Cumberland. Hace mucho tiempo que no he probado una Snecklifter. Lástima que sea pronto para almorzar, si no podríamos tomar un poco de pan y un pedazo de Whillimoor Wang. Ese queso seco y desaborido te hace sentir que estás en casa. Me gustaría oír un par de anécdotas de cazadores y perros, o incluso una descabellada historia de demonios y hadas de las que tanto gustan en estos pagos. ¿Sabes que a veces las inscribían como causa de una muerte? ¡Víctima de las parcas!

Henry sonrió.

–¡Eso habrá explicado multitud de contingencias!

Benjamín rió con aspereza.

–Cuéntaselo a los agentes de la ley…

Una hora después, reanimados tras entrar en calor y entretenidos por historias cada vez más exageradas, contadas en el cerrado dialecto de Cumberland, salieron de nuevo a la calle, donde el día se había abierto y el sol se filtraba por amplios claros entre las nubes, resplandeciendo en la nieve y reflejándose en largas franjas azules y plateadas sobre el lago.

Apenas habían cabalgado unos cien metros pasando por delante de pequeñas tiendas, la herrería y el patio del tonelero, y hallábanse a la altura del taller de zuecos, donde un artesano vaciaba las suelas de madera con su chaira, cuando estuvieron a punto de chocar contra un hombre corpulento y de abundante pelo negro.

El hombre iba a pie y Benjamín lo miró, ciego de ira. El hombre le sostuvo la mirada entrecerrando los ojos con aire de profunda aversión. Henry no necesitó que le dijeran que se trataba de Ashton Gower.

–¡Así que ha regresado de seguir los pasos de Dios! – soltó Gower con sarcasmo-. Eso le hará mucho bien. Tendré el decoro de respetar el duelo por consideración a la viuda, aunque quienes sacan provecho del pecado son tan culpables como quienes lo cometen. Aunque me figuro que una mujer debe permanecer junto a su hombre, no tiene elección. A fin de cuentas, eso no cambia nada.

–Nada en absoluto -corroboró Benjamin con acritud-. Como diga una palabra más contra mi hermano, lo demandaré por calumnia y volverá a la cárcel, que es donde debería estar. No tendrían que haberlo soltado.

–La calumnia se juzga por lo civil, señor Dreghorn -contestó Gower, fulminándolo con la mirada-. Y tiene que ganar antes de hacerle nada a nadie. Carezco de dinero para pagarle daños y perjuicios. Usted y sus parientes ya me arrebataron todo lo que era mío. No puede robarme dos veces, ni siquiera si demostrara que miento, cosa imposible porque cuanto digo es la pura verdad.

Henry se puso tenso, temeroso de que Benjamin fuese a arremeter contra Gower a pesar de estar a lomos del caballo. Sin embargo, no fue así, sino que permaneció sentado e inmóvil en el aire gélido.

–Es una lástima que no pueda difamarlo a usted, Gower -contestó-, porque nada de lo que pueda decir sobre usted es falso. Es un mentiroso probado, un falsificador y un aspirante a ladrón. Sólo fracasó por torpe, por ser un falsificador tan zafio que bastó un mero vistazo para constatar que las escrituras eran falsas. ¡Ni eso supo hacer bien!

Gower se ruborizó; sus ojos parecían agujeros negros en su semblante. Ahora fue él quien por un momento pareció que no iba a saber refrenar el impulso de emprenderla a golpes, incluso de agarrar a Benjamin y derribarlo del caballo. Avanzó un paso con el brazo en alto, pero finalmente se detuvo.

–¿Es esto lo que le ocurrió a Judah? – preguntó

Benjamin, hablando entre dientes-. ¿Le llamó ladrón fracasado y usted perdió los estribos?

Poco a poco Gower se fue serenando y una lenta sonrisa le mudó la expresión.

–No lamento que haya muerto, Dreghorn, en realidad me alegro de ello. Era un hombre corrupto que abusaba de su poder y su cargo, y pocas cosas hay peores que un juez que se sirve de su posición para robar a quienes acuden a él creyendo que se les hará justicia. Si el propio juez está podrido, ¿qué esperanza queda? Eso es un pecado mortal, Dreghorn. Apesta hasta el cielo.

Retrocedió y levantó la cabeza.

–Sin embargo, yo no lo maté. Fue muy injusto conmigo, y de la peor manera posible. Me envió a prisión por un delito que no cometí, me arrebató mi herencia y me robó once años de vida. He hablado mal de él, y lo seguiré haciendo mientras me quede aliento, pero jamás alcé la mano contra él ni pedí a ningún otro hombre que lo hiciera por mí. Y si espero el tiempo debido y defiendo mi causa ante el pueblo, tal vez el Señor me devuelva lo que me pertenece.

–¡Por encima de mi cadáver! – exclamó Benjamin con furia implacable-. No le acusaré de asesinato hasta que pueda demostrarlo, pero no le quepa duda de que entonces lo haré. Y le veré colgar de una soga.

–No; si aún queda algo de justicia bajo el cielo, no será así -replicó Gower-. Yo no lo maté.

Sin borrar de su rostro la sonrisa socarrona, siguió su camino a través de la nieve hacia el centro del pueblo, mientras el viento procedente del lago agitaba los faldones de su abrigo.

Benjamin lo observó hasta perderlo de vista, luego él y Henry cabalgaron de regreso a la finca.

–Me encanta esta tierra -dijo Benjamin al cabo de un rato-. Había olvidado lo bien que te hace sentir. No soportaría verla envenenada por ese hombre. La idea de que Judah cometiera un acto deshonesto es absurda. ¿Qué podemos hacer al respecto, Henry? ¿Cómo impedimos que vaya diciendo esas cosas por ahí?

Henry había temido que le formulara aquella pregunta.

–No lo sé. He estado pensando en las posibles soluciones, pero después de ver a Gower, cualquier clase de razonamiento parece condenado al fracaso. Se ha convencido a sí mismo de que las escrituras eran auténticas.

–¡Eso es ridículo! – espetó Benjamin con brusquedad-. No sólo eran falsificaciones, sino que además eran pésimas. El experto así lo testificó bajo juramento, pero de todas formas era evidente a simple vista. Gower está tan corroído por el odio que ha perdido el juicio. A lo mejor la prisión le ha afectado las facultades mentales. – Miró a Henry-. Según tú, no supone un peligro para Antonia, ¿verdad?

Henry no supo cómo contestar con franqueza. Le habría gustado decir algo tranquilizador, pero en Ashton Gower había visto un odio que no atendía a razones.

No dudaba de que aquel hombre fuese culpable de haber falsificado documentos en una estúpida intentona por hacerse con la finca. Aun si Henry no hubiese conocido a Judah, estaba el testimonio de los expertos acerca de las escrituras. Tal vez Benjamin llevase razón y Gower había perdido el equilibrio mental en prisión. Dios sabía bien que no sería el primero a quien le sucediera algo así.

–¡Henry! – espetó Benjamin de forma brusca.

–No lo sé. – Henry se vio obligado a ser sincero-. Creo que deberíamos advertir a Antonia. Y los sirvientes también deben estar al corriente. Hay que cerrar la casa a cal y canto por la noche. Tenéis perros; avisarán si entra alguien que no debería andar por la propiedad. A lo mejor todo esto es innecesario, pero mientras Gower se encuentre por la zona, y en el estado mental en que se halla, me parece conveniente ser precavido.

Benjamin se detuvo, tirando con fuerza de las riendas, y se volvió en la silla.

–¿Crees que asesinó a Judah?

Era una idea espantosa, pero a Henry también se le había ocurrido.

–Lo cierto es que no lo sé -reconoció-. Pienso que es un hombre malvado y que puede estar un poco loco. Pero me parece más acertado pecar de precavido a lamentar las consecuencias de no haber tomado precauciones.

–¿Cómo podemos advertir a Antonia sin asustarla?

–No creo que eso sea posible.

–Pero entonces… ¡Maldito sea Gower! – exclamó Benjamin enfurecido-. ¡Así se pudra en el infierno!

Al anochecer dejó de nevar y un ventarrón sopló desde el lago gimiendo en los aleros y haciendo vibrar las ventanas. Por la mañana, cuando Henry descorrió las cortinas antes de que la señora Hardcastle le llevara el té, el cielo se había abierto sobre las paredes de las caras norte y oeste de los montes, y más abajo la nieve se había acumulado en abundancia contra las paredes y las cercas.

El jefe de la estafeta de correos llegó después del desayuno con un telegrama de Ephraim, enviado la víspera desde Lancaster, en el que anunciaba que llegaría en el tren de mediodía. El abogado también acudió a caballo desde el pueblo, antes de dirigirse a Penrith, para hablar sobre la finca con Antonia y Benjamin. Así pues, era de nuevo Henry quien aguardaba en el andén cuando el tren entró en la estación escupiendo vapor y con casi una hora de retraso debido a la intensa nevada que había caído en el páramo de Shap.

Vio a Ephraim de inmediato. Era tan alto como Benjamin, pero más delgado, y caminaba con unos andares desenvueltos y confiados a pesar del frío. Sólo llevaba una maleta; era bastante grande, pero en su mano parecía no pesar en absoluto. Igual que Benjamin, estaba curtido por el sol y el viento, y frunció levemente el ceño al no encontrar a quien esperaba aguardándolo en el andén. Echó un vistazo al cielo, quizá temiendo que la nevada hubiese sido peor allí, con lo cual no podría concluir su viaje hasta que despejara.

–¡Ephraim! – llamó Henry-. ¡Ephraim!

Éste se volvió, asustado al principio, aunque enseguida se le iluminó el semblante al reconocer a Henry. Soltó la maleta y fue a su encuentro para estrecharle la mano.

–¡Rathbone! ¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a pasar la Navidad con nosotros? Cuánto me alegro. Será como en los viejos tiempos. Tienes mala cara, debes de estar helado. ¿Dónde están todos? ¿Y Judah? ¿Llevas mucho rato esperando?

–Aquí en el andén, no mucho -contestó él, sonriendo-. He estado en la posada con una jarra de Cockerhoop -añadió, refiriéndose a la cerveza ligera tan popular en la región.

Henry agradeció que Ephraim le dispensara esa afectuosa bienvenida a lo que en principio había de ser una reunión familiar. Al fin y al cabo, él no era un Dreghorn, sólo el padrino de Antonia, una relación meramente honorífica, no de auténtico parentesco. Le horrorizaba haber de contarle la verdadera razón de su presencia allí; tenía un nudo en la garganta y el estómago tenso. ¿Debía malograr su placer siendo franco y directo, o era mejor concederle un poco de tiempo para que disfrutara al menos de la sensación de volver al hogar?

Ephraim sonreía abiertamente. Más reservado que su hermano, era un hombre impetuoso de pensamientos profundos que rara vez compartía. Cualesquiera temores o dudas que abrigara acerca de cualquier cosa, los dominaba sin exteriorizarlos. Pero después de cuatro años en África, el reencuentro con sus queridos Lagos le infundía una alegría que fácilmente hallaba expresión.

–Me parece perfecto -dijo entusiasmado-. Iremos a dar largos paseos por la nieve, incluso escalaremos un poco, y luego nos sentaremos junto a un buen fuego a charlar de nuestros sueños y a contarnos anécdotas. ¡Te aseguro que tengo unas cuantas! Henry, ¡en África ocurren cosas que no te creerías!

Agarró la maleta y anduvo al paso de Henry hasta el cabriolé que los aguardaba y al que Wiggins ya había dado la vuelta cuando oyó que llegaba el tren.

–¿Cómo está Judah? – preguntó Ephraim en cuanto el cabriolé se puso en marcha-. ¿Ya habéis recibido noticias de Ben? ¿Y Naomi? ¿También va a venir?

Al pronunciar el nombre de su cuñada, su voz traslució un claro entusiasmo, y al instante se volvió como si quisiera evitar que sus ojos traicionaran la emoción que experimentaba.

Las ideas se agolpaban en la mente de Henry, consciente de que había una nueva dimensión en la que ni siquiera se le había ocurrido pensar: evidentemente, no sería capaz de captar el dolor de Ephraim tan bien como el de Benjamin, había abismos insondables que no alcanzaría a comprender ni salvar. Sin embargo, no tenía alternativa. Había llegado el momento.

–Benjamin ya está aquí. – Optó por contestar primero la pregunta fácil-. Llegó hace un par de días…

Ephraim volvió hacia él sus ojos azules.

–¿Está bien? – preguntó, perplejo.

–No -respondió Henry con franqueza-. Ninguno de nosotros lo está. Judah falleció en un accidente hace diez días. – Observó el semblante de Ephraim mientras la noticia iba haciendo mella en él: primero incredulidad, luego pena-. Lamento ser yo quien haya de decírtelo, pero el abogado se ha presentado esta mañana para tratar ciertos asuntos relacionados con la finca y Benjamin se ha quedado con Antonia.

–¿Cazando? – preguntó Ephraim con voz quebrada. Judah rara vez cazaba, pero ésa era la única manera de evitar la procreación excesiva de zorros en Lakeland, y si los dejaban campar a su aire hacían estragos en los rebaños de ovino. Las ovejas y los corderos aparecían muertos; corrales enteros de pollos masacrados.

–No -contestó Henry, y le refirió sucintamente todo lo que sabían por el momento.

Ephraim se arrebujó en su abrigo como si de pronto el viento lo atravesara y ya no ofreciera resguardo a su cuerpo.

–¿Adonde demonios iba en plena noche? – preguntó con voz ronca.

–No lo sabemos. Dijo que sólo salía a respirar un poco de aire fresco antes de acostarse. Habían ido todos al pueblo a escuchar a un músico. Un violinista. Incluso tocó una pieza compuesta por Joshua.


–¿Joshua? – Ephraim repitió el nombre-. Judah decía que era brillante. Estaba muy orgulloso de él. – Le resultó difícil guardar la compostura. Su rostro permanecía impasible, pero la voz se le quebró-. Le traigo un regalo de África, aunque ahora parece intrascendente.

–No lo será -le aseguró Henry-. Benjamin también le ha regalado un bonito presente, un fragmento original de las Sagradas Escrituras en un estuche de madera labrada.

–El mío es un collar ceremonial de jefe, la versión africana de una corona -explicó Ephraim-. Es de oro y marfil. Símbolo de autoridad. A primera vista parece primitivo, pero cuando se mira con más detenimiento, se ve que está bellamente tallado. Ni por asomo recuerda algo europeo. Supongo que llevas razón y que con el tiempo lo apreciará. Hoy parecerá un objeto sumamente absurdo.

–He de decirte otra cosa antes de que lleguemos a la casa -prosiguió Henry. Avanzaban a buen ritmo. El viento había barrido casi toda la nieve del camino. Había un par de lugares en los que se había acumulado y tuvieron que apearse y sacar las palas del portaequipajes para ayudar a Wiggins a abrir un paso. Henry reparó en que el recién llegado atacaba los montones de nieve apelmazada con un brío fruto de la rabia, con la espalda encorvada, sirviéndose de todo su peso. Luego devolvieron las palas a su sitio y montaron de nuevo para seguir adelante. Sólo tuvieron que hacerlo tres veces.

–¿Qué más ha ocurrido? – preguntó Ephraim en tono inexpresivo cuando reanudaron la marcha y la vasta superficie moteada de blanco del lago apareció ante ellos.

–Ashton Gower ha salido de la cárcel y anda diciendo que lo condenaron injustamente, que las escrituras eran auténticas y que Judah lo sabía -contestó Henry, remetiendo la manta de viaje con la que ambos se tapaban. Tenía los pies mojados, igual que los bajos de los pantalones.

–Menuda estupidez -replicó Ephraim con un ademán desdeñoso, dando a entender que eso no merecía ser comentado.

–Ya sé que es una estupidez -replicó Henry-, pero lo está repitiendo con mucha insistencia y Benjamín considera importante que se le ponga freno. En el pueblo hay mucha gente que no vivía aquí en la época del juicio y no saben la verdad. Está siendo ofensivo y tiene angustiada a Antonia. No podemos prescindir de sus comentarios.

Se guardó de mencionar las sospechas de Benjamín acerca de la posible implicación de Gower en la muerte de Judah. Las reacciones de Ephraim no le resultaban fáciles de interpretar, y por tanto ignoraba el alcance de su ira tanto como la profundidad de su dolor.

Ephraim tardó un rato en contestar, al menos el preciso para recorrer otros cien metros de camino. En ese punto los tejados blancos del pueblo se veían claramente bajo la intensa luz y los árboles se perfilaban en negro sobre las aguas grises del lago.

–Henry, ¿estás diciendo que hay personas que le creen? – preguntó al cabo-. Nadie que conociera un poco a Judah daría oídos a algo semejante ni por un instante. Nunca ha habido un hombre más honesto que él, y Ashton Gower es un granuja de la peor clase, sin honor, gentileza ni ninguna otra virtud que lo salve. ¿Quién puede decir que ha recibido un favor suyo sin que luego se lo haya hecho pagar?

–Ya lo sé, Ephraim -contestó Henry-. Pienso que quizá la prisión lo haya vuelto loco. Pero eso no cambia el hecho de que está furioso y empeñado en limpiar su reputación a toda costa.

–Hablas como si creyeras que es peligroso -observó Ephraim con gravedad-. ¿Lo es?

Henry se vio en la obligación de admitirlo.

–No lo sé. Benjamin considera posible que haya intervenido en la muerte de Judah. Yo tampoco lo descarto. Ayer nos topamos con él en el pueblo y está lleno de un odio que me heló la sangre en las venas. Hemos dado instrucciones a la servidumbre de que pongan cuidado en cerrar bien por la noche y que suelten los perros. Resulta muy desagradable, Ephraim. No podemos marcharnos de los Lagos y dejar solos a Joshua y Antonia sin antes hallar una explicación satisfactoria. – Miró el semblante de Ephraim, pálido pese al bronceado del sol africano-. Lo siento. Ojalá pudiera darte noticias mejores.

El recién llegado apoyó una mano en el brazo de Henry y lo apretó con fuerza.

–La verdad, Henry. Eso es lo único que nos servirá. Gracias por haber venido. Necesitaremos tu ayuda.

Henry se abstuvo de decir que podían contar con él; Ephraim lo sabía de sobra.

Fue una velada sombría y silenciosa, la lluvia y la nieve golpeaban alternativamente las ventanas y el fuego rugía en el hogar. Cenaron añojo de Lakeland y sabrosos boniatos de la región sazonados con hierbas. Las especias importadas llegaban a los puertos de la costa y el pan de jengibre de Cumberland era famoso. Caliente, con crema de leche, hacía un pudín excelente.

Ephraim y Benjamin conversaron entre sí a media voz, y Henry se sentó junto al fuego con Antonia para escuchar cuanto ésta quisiera decir y, cuando así lo prefirió, pasó a contarle chismes de Londres y de la ajetreada vida de la ciudad, experiencia que ella nunca había vivido.

Henry durmió bien, cansado tras el viaje de ida y vuelta a Penrith bajo la nieve y el viento, pero se despertó muy temprano, cuando aún era de noche. No le apetecía quedarse en la cama. Se levantó, se puso ropa de abrigo y salió antes del alba.

Para cuando el sol despuntó tras las montañas del suroeste y derramó su suave luz nacarada a través de un cielo de nubes aborregadas, estaba a más de medio camino del vado donde Judah había hallado la muerte.

Los pensamientos se arremolinaban en su mente mientras avanzaba penosamente por la crujiente nieve virgen teñida de rosa por los primeros rayos de sol. ¿Era producto de su imaginación la emoción que había detectado en la voz de Ephraim cuando le preguntó si también esperaban a la viuda de Nathaniel? Mientras se formulaba esa pregunta, sabía con toda certeza la respuesta: Ephraim había estado enamorado de ella y el recuerdo de ese amor seguía vivo.

Por descontado, no la habría visto desde la última vez que ambos estuvieron en la casa solariega, lo cual, que Henry supiera, había ocurrido siete años atrás. Las personas podían cambiar mucho en tanto tiempo. La experiencia redefinía sus sentimientos o incluso los borraba.

Henry no la conocía, de hecho sólo sabía que era inglesa, de la costa oriental, y que Nathaniel sólo la cortejó unos meses antes de contraer matrimonio con ella. Poco después de la boda se marcharon a América. Antonia le había hablado con afecto de Naomi, mientras que Judah había dado muestras de tener ciertas reservas, aunque nunca dijo cuáles. ¿Sería simplemente la conciencia de que su hermano más joven también la había amado?

Henry avanzaba cuesta abajo muy despacio, poniendo mucho cuidado en no resbalar. El arroyo fluía deprisa delante de él. La reciente nevada le había añadido caudal; el agua casi cubría las piedras colocadas para cruzarlo, diez en total, planas, meticulosamente escogidas.

Allí donde el arroyo había cavado pozas en la ribera, la corriente había ido depositando hielo que relumbraba bajo la luz creciente. La orilla opuesta subía más empinada. Henry miró a izquierda y derecha, pero no detectó nada salvo hondonadas apenas visibles donde las ovejas se habían abierto camino. ¿Qué diantre llevó a Judah allí en plena noche? ¿El deseo de estar a solas con unos pensamientos que le preocupaban tanto como para no poder abordarlos en casa, estando Antonia presente? ¿O acaso había ido a encontrarse con alguien?

¿Había tenido miedo de Ashton Gower y del daño que pudiera causar? ¿Acaso éste había amenazado a Antonia, o incluso a Joshua? ¿Judah se habría planteado la posibilidad de pagarle de alguna manera con vistas a protegerlos?

Aquello era impropio del hombre que había conocido Henry. Pero ¿no cambian las personas cuando ven amenazados a los suyos?

Escrutó el arroyo crecido aguas arriba y abajo. A la luz del día la cascada se veía con toda claridad; el agua salpicaba blanca sobre las rocas escarpadas. Desde luego, eran lo bastante afiladas como para causar las heridas que Leighton había descrito. Todo encajaba con la reconstrucción de los hechos: hielo en las piedras, un paso en falso, precario equilibrio o incluso mero cansancio, y una caída podía suponer un golpe que le dejara a uno inconsciente. Boca abajo uno se ahogaría en cuestión de minutos; el agua no tenía por qué ser profunda. La corriente era capaz de arrastrar un cuerpo hasta la cascada y provocar las laceraciones que Leighton había referido.

Pero, conociendo a Gower, ¿cómo era posible que Judah se reuniera allí con él, a solas y de noche? La respuesta era simple. No lo haría. Y suponer un encuentro fortuito tampoco tenía sentido. ¡Gower no iba a aguardar allí una gélida noche de invierno a que Judah se presentase por casualidad! Pensar lo contrario era absurdo.

Ashton Gower podía muy bien haber deseado verlo muerto y alegrarse de que ahora lo estuviera, pero no existía ni un solo indicio de que lo hubiese matado, aparte de su demencia y su sed de venganza, y éstas no demostraban nada en absoluto.

De mala gana Henry dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, tiritando a pesar del abrigo, la bufanda y los guantes de cuero forrados de piel. Todo su ser deseaba creer que Gower era el responsable de lo ocurrido. Tomando en consideración los hechos resultaba absurdo, pero desde el punto de vista afectivo era la única posibilidad lógica.

Con el sol la nieve había empezado a derretirse, y para cuando llegó a la casa tenía los pies empapados, igual que los bajos de los pantalones. Subió a su habitación por la escalera de atrás y se cambió antes de volver a bajar al comedor.

La señora Hardcastle le sirvió el desayuno y Benjamín fue a verlo, curioso por saber dónde había estado.

–En el vado -contestó Henry cuando le preguntó-. ¿Té?

Benjamín se sentó. Se le veía cansado, con los ojos hundidos y ojerosos. Aceptó la taza de té que Henry le ofrecía.

–¿Por qué?

–Sólo para comprobar si lo que Leighton nos dijo tenía sentido. Y lo tiene, Ben. Me cuesta imaginar a Judah yendo allí para reunirse con Gower de noche, y es ridículo pensar que Gower estuviera al acecho por si aparecía casualmente.

Benjamin lo miró fijamente.

–¿Piensas que fue un simple accidente?

Henry no supo qué contestar. Se debatía entre el razonamiento y el instinto. Era un hombre acostumbrado a pensar con lógica, educado en la disciplina y la belleza de la razón. Sin embargo, cuanto sabía de Judah Dreghorn hacía que sus deducciones lo incomodaran. Contestó del único modo que la honestidad podía dictar.

–Tiene que haber algo que ignoramos, tal vez varias cosas.

Benjamin sonrió compungido.

–El mismo Henry de siempre, prudente pensador. – Inspiró profundamente y soltó el aire con un suspiro-. Ahora necesitamos esa prudencia más que nunca. ¿Qué le decimos a Antonia?

Henry no tuvo que sopesar su respuesta. Sólo había una que pudieran permitirse, y su confianza en el coraje y el buen juicio de la viuda era más firme que la de Benjamin. Conservaba nítidos recuerdos de su franqueza, su curiosidad y la valentía con que recibía las respuestas, muchas de la cuales había tenido que enfrentar a solas. Le dolió en lo más hondo que su felicidad hubiese sido tan breve.

–La verdad -contestó.

La ocasión se presentó por la noche. Hasta entonces, siempre había ocurrido que alguno de ellos estaba ocupado en otros menesteres, o bien Joshua había estado presente, pero después de cenar todos se reunieron en torno al fuego y el niño se había acostado. Fue Benjamin quien comenzó, mirando a Antonia un tanto atribulado.

–Lamento sacar el tema otra vez, pero creo que necesitamos entender mejor qué sucedió la noche que murió Judah.

–Sólo sé lo que ya te he contado -contestó Antonia, con las manos entrelazadas sobre el regazo sin más adornos que su alianza de casada.

Benjamin prosiguió con delicadeza.

–¿De qué hablasteis camino de casa después del recital?

–De la música, como es lógico.

–¿Cómo notaste a Judah? Me figuro que se sentiría orgulloso de Joshua, pero, por lo demás, ¿estaba como siempre?

Antonia reflexionó unos instantes.

–Ahora que lo dices, me pareció más absorto en sus pensamientos que de costumbre. Supuse que ello se debía a las emociones de la velada ya que quizás estuviera cansado. Había tenido un caso difícil en Penrith. Entonces yo no sabía lo malo que había sido Gower. Judah no me lo había contado; no me enteré de los detalles hasta después de su muerte. Es una mala persona, Benjamin.

–Odiar tanto es un síntoma de demencia, a mi juicio, y eso da miedo.

–¿Recuerdas si Judah lo nombró en algún momento?

Ephraim estaba inmóvil en su asiento, ensimismado. Henry sintió un escalofrío de ansiedad. Ephraim poseía una gran fuerza interior, un coraje que no se detenía ante nada. Si llegaba a convencerse de que Ashton Gower había matado a su hermano, nada lo disuadiría de luchar por que se hiciera justicia. Semejante fortaleza resultaba inquietante.

–Pensándolo bien -contestó Antonia-, lo cierto es que habló muy poco. Se limitó a contestarme.

–¿No mencionó adonde iba ni por qué quería salir a esas horas? – insistió Benjamín.

–Pues no, sólo a tomar el aire -contestó Antonia-. Presumí que querría pensar.

–¿Al aire libre, en una noche de pleno invierno?

Antonia permaneció en silencio, profundamente apenada.

Henry fue más delicado.

–¿Te sugirió que no lo esperases levantada?

Antonia tuvo que pensarlo un momento.

–Sí. Sí que dijo algo en ese sentido. Lo que no recuerdo es exactamente qué.

–Entonces contaba con estar fuera una hora o más -dedujo Henry.

–¿Una hora? – preguntó Benjamín.

–El rato que Joshua tardaría en sobreponerse a su excitación y acostarse, permitiendo que Antonia se fuera a la cama -explicó Henry-. Diríase que tenía intención de ir hasta el arroyo. ¿Qué hay al otro lado? ¿Dónde queda exactamente el yacimiento vikingo?

–Bajando por el arroyo -dijo Antonia-. Justo antes del puente que hay para cruzar hacia la iglesia. No iba en dirección al yacimiento. Realmente no hay nada al otro lado del vado de arriba, salvo un bosquecillo y una cabaña de pastores. ¿Supones que es allí adonde iba? ¿Para qué?

Sólo había una respuesta posible, y quedó flotando en el aire como una ominosa nube oscura.

–Si fue a reunirse con alguien en quien no confiaba, se habría llevado los perros. Habrían atacado a cualquiera que lo amenazase.

–Pues con alguien en quien sí confiaba -dijo Henry.

Antonia miraba fijamente el fuego.

–O no había nadie más. Resbaló y se dio un mal golpe, tal como dijo el doctor Leighton.

El semblante de Benjamin era cada vez más sombrío.

–Lo cual pudo no ser culpa de Gower. No hemos avanzado nada.

A Henry se le ocurrió otra idea.

–A no ser que fuese con el propósito de echar una mano a Gower, tal vez para ayudarlo a encontrar empleo o a establecerse de nuevo en la comunidad.

Ephraim lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Después de lo que Gower había estado diciendo de él? Y si fue así, ¿por qué allí, precisamente? ¡Y en plena noche!

–Es posible que Judah quisiera ayudarlo de todos modos -señaló Antonia en voz baja-. Ayudaba a toda clase de personas. ¡Aunque no entiendo por qué habrían de encontrarse allí!

–Yo tampoco -dijo Benjamin con frialdad-. ¿Qué ocurrió? ¿Gower lo mató por culpa de su trastorno? ¿O es que cuando Judah resbaló decidió dejarlo allí tirado para que se ahogara? Me consta que es un canalla, pero eso es inhumano.

–Si lo hizo, lo demostraré -declaró Ephraim, mirándolo-. Haré que responda por cada una de sus palabras y actos. Nunca volverá a mancillar el nombre de un Dreghorn.

Antonia sonrió tristemente y asintió con los ojos arrasados en lágrimas.

Una vez en su habitación, Henry miró por la ventana el extenso panorama de montañas nevadas bajo un cielo estrellado y pensó en lo que no había osado exponer a la familia. Conocía bien a Judah; habían sido amigos durante años y compartido toda suerte de cosas tanto con palabras como en silencio. Ambos comprendían los sentimientos que resultaban demasiado difíciles de expresar, y habían pasado noches en vela conversando sobre filosofías que los conducían a exploraciones interminables.

No se habría reunido a solas con Ashton Gower para ofrecerle ayuda después de que Gower lo hubiese acusado de fraude, ni en el arroyo ni en ninguna otra parte. Era demasiado sofisticado como para no darse cuenta de que entonces Gower habría estado en condiciones de hacerle chantaje con la amenaza de que sólo lo había ayudado para disimular su propia culpa, y Gower era de los que hacían esas cosas. Pertenecía a esa clase de personas, y Judah lo sabía de sobra.

Cuanto más sopesaba los datos de que disponían, más extraño le resultaba todo. No había más que cabos sueltos y preguntas sin respuesta.

Corrió las cortinas y se dispuso a acostarse. Al día siguiente debía efectuar otro viaje a la estación de Penrith y volver a comunicar la triste noticia.

Por la mañana había comenzado el deshielo y todo goteaba. Buena parte de la nieve se había derretido revelando largas franjas negras en los montes, allí donde las laderas asomaban de nuevo. Las ramas de los árboles de las que el día anterior colgaban carámbanos aparecían desnudas, como un límpido encaje recortado contra el cielo.

La señora Hardcastle sirvió con gesto adusto un desayuno a base de huevos, panceta y salchicha de Cumberland, tostadas, mermelada de ciruelas damascenas y de moras, y un té bien caliente en una jarra de plata. El motivo de su enojo no tardó en conocerse. Ashton Gower había reanudado sus acusaciones y una de las nuevas vecinas del pueblo andaba difundiéndolas. La opinión que de ella tenía la señora Hardcastle habría agriado la leche.

Henry estaba listo para salir hacia la estación cuando Ephraim cruzó el patio de la cuadra a grandes zancadas agitando los faldones del abrigo y montó a su lado en el cabriolé. No dio explicación alguna y Henry, por su parte, no hizo ningún comentario.

Tenía bastante claro por qué Ephraim había resuelto acompañarlo, aunque no estaba seguro de si su presencia haría más fácil o más complicada la tarea de poner al corriente de los acontecimientos a Naomi Dreghorn. Había medio esperado que Ephraim se ofreciese a ir en su lugar, pero no fue así. Al parecer no quería estar a solas con ella cuando volviera a verla después de los años transcurridos y con Nathaniel fallecido.

Soplaba un viento ligero, pero debido a la humedad el frío fue intenso durante el viaje. Ninguno de ellos tenía nada más que añadir acerca de Gower o de sus acusaciones. Henry preguntó a su acompañante sobre África y se evadió de la aflicción del momento escuchando las respuestas. Ephraim sonrió y durante un rato no vio la sucesión de montes nevados ni los jirones de nubes, sino que sintió el sol inclemente en el rostro y los ardientes vientos africanos cargados de olor a polvo y a excrementos de animales, entornando los párpados para protegerse de la luz mientras con la imaginación contemplaba las vastas llanuras, las enormes manadas de bestias y las curiosas acacias de copas achatadas.

–De noche se oye rugir a los leones -dijo sonriente-. Es naturaleza primigenia como nunca la has visto en Europa. Nos hemos hecho viejos y demasiado civilizados. Oyes la risa maníaca de una hiena a oscuras y es como si oyeras el primer chiste en los albores del mundo y sólo ella lo entendiera.

Por un momento Henry también olvidó el viento cortante y el presagio de lluvia.

–Y las plantas -prosiguió Ephraim-. Todas las formas y colores imaginables, y nada se pierde o desperdicia, todo tiene un uso. Es tan magnífico que a veces me embriago sólo con mirarlo.

Siguieron conversando.

Gracias a la charla, el viaje pasó volando, y el cambio de tiempo permitió que el tren entrara puntual en la estación entre nubes de vapor, gritos y portazos.

Henry no sabía qué aspecto tenía Naomi. Le sorprendió constatar que ni siquiera sabía a qué clase de mujer estaba esperando. Se había sumido hasta tal punto en los acontecimientos, que ni siquiera se había formado una imagen mental; alta o baja, morena o rubia. Ahora se encontraba en el andén sin saber a qué atenerse.

Cinco mujeres se apearon de los vagones. Dos eran ancianas e iban acompañadas por hombres, una tercera era morena y enjuta, de semblante adusto y atuendo austero, con aspecto de aspirante a un puesto de gobernanta en algún establecimiento siniestro. Henry conocía lo bastante a Ephraim como para descartarla.

Las otras dos eran guapas; la primera, rubia y refinada, una mujer muy femenina. Miró en derredor como si buscase un rostro conocido.

Henry estuvo a punto de dirigirse hacia ella, convencido de que tenía que ser Naomi, cuando se fijó en la otra mujer. Era más alta, de hombros más anchos, y caminaba con una gracia extraordinaria, como si moverse fuese para ella un placer, un arte natural aunque no reconocido. Su rostro presentaba una belleza inusual, en parte por sus expresivas facciones, pero aún más por su inteligencia, como si todo cuanto veía despertara su interés. Si alguna vez había sentido miedo, no quedaba ni rastro de esa emoción en su porte. Henry no pudo dejar de preguntarse si sería por pura inocencia o por una valentía de lo más excepcional.

Miró de reojo a Ephraim un instante y el último atisbo de duda se desvaneció: esa mujer era Naomi.

Henry se adelantó.

–¿Naomi Dreghorn?

Ella le sonrió, encantadora pero distante. No lo conocía y, por un momento, pareció que tampoco reconociera a Ephraim.

–Me llamo Henry Rathbone -se presentó él-. He venido a buscarla para acompañarla a la casa. Quizá recuerde que queda a unos diez kilómetros de aquí, en el lago.

–Encantada, señor Rathbone.

Sonrió complacida. Con un ademán casi masculino le tendió la mano, fina pero fuerte, y le estrechó la suya con firmeza.

Henry agarró su maleta.

–Me figuro que recuerda a Ephraim.

Naomi mantuvo la compostura, aunque adoptó un aire de reserva.

–Por supuesto. ¿Cómo estás, Ephraim?

Éste correspondió al saludo con un gesto un tanto envarado. Tal vez Naomi lo interpretara como frialdad, pero Henry advirtió una torpeza nada propia de él; su habitual desenvoltura, que poseía una elegancia característica, se había esfumado por completo. Se encontraba en una posición de desventaja a la que no estaba acostumbrado.

Estuvieron hablando de trivialidades hasta que se acomodaron en el cabriolé y emprendieron el camino hacia las afueras de Penrith, de nuevo en dirección a poniente, de cara al viento que olía a lluvia.

Ephraim preguntó a Naomi sobre América, aunque pareció que lo hacía por mera cortesía. Ella respondió calurosamente, con ingenio e imaginación, de modo que, queriéndolo o no, logró captar su atención. Describió las vastas llanuras del Oeste, las manadas de búfalos que hacían temblar la tierra al correr en estampida, los desiertos a los que había viajado desde el Oeste, donde la tierra era ígnea roja y ocre, y el viento erosionaba formas fabulosas, similares a castillos y torres surgidos de la imaginación.

No aludió al fallecimiento de Nathaniel, y ni Henry ni Ephraim preguntaron al respecto, pues ambos aguardaban a que fuese el otro quien abordara el tema de la muerte y le comunicara la mala noticia. Disfrutaron de media hora de tregua con la muerte mientras ella refería viajes y aventuras, penalidades convertidas en anécdotas que acabaron por hacerles reír.

–Traigo un regalo para Joshua -anunció con una sonrisa teñida de picara vergüenza-. Me parece que lo elegí porque me gusta a mí más que por lo que pueda gustarle a él, aunque lo hice sin querer. Me gusta regalar cosas que querría para mí.

–¿Qué es? – preguntó Henry con sincero interés. ¿Qué habría traído aquella mujer tan poco común para sumarlo al pergamino de Benjamin en su estuche de olorosa madera labrada y al collar de oro y marfil de Ephraim?

–Un reloj de arena -contestó-. Un memento mori, supongo que cabría llamarlo. Un recordatorio de la muerte y del infinito valor de la vida. Es de cristal con incrustaciones de piedras semipreciosas del desierto. La arena es roja, de esos valles que parecen de fuego.

–Lo encuentro perfecto -comentó Henry, admirado-. En esta vida pasamos demasiado tiempo soñando con el pasado y el futuro. En cierto sentido el presente es lo único que tenemos, y a menudo no lo apreciamos en lo que vale. Me parece un regalo bello y memorable, igual que los demás que le han traído.

–¿Lo dice en serio?

Al parecer le importaba su opinión.

Si Ephraim no se lo contaba, tendría que hacerlo él.

–En efecto. Pero, antes de que lleguemos al pueblo, lamento tener que comunicarle una mala noticia.

–¿De qué se trata? – preguntó Naomi. Enseguida vio que el tema era grave y su rostro se ensombreció.

Con brevedad y sencillez, Henry la informó de la muerte de Judah y de las acusaciones de Ashton Gower, sin omitir las ideas que habían tenido y las conclusiones que de éstas habían sacado.

Ella escuchó muy seria y no dijo nada hasta que Henry hubo terminado, y para entonces ya estaban a poco más de un kilómetro de la casa.

–¿Qué vamos a hacer al respecto? – preguntó Naomi, y miró primero a Henry y luego a Ephraim-. Hay que acabar con las calumnias de ese hombre, y si de un modo u otro es responsable de la muerte de Judah, ¡tendrá que responder por ello! Aparte de hacer justicia, Antonia y Joshua no estarán seguros hasta que vuelva a la cárcel y se demuestre que miente -concluyó, impaciente y desafiante.

Esta vez fue Ephraim quien contestó.

–Tenemos que demostrar que estaba allí -dijo con gravedad-. No será fácil, puesto que se habrá asegurado de no decírselo a nadie, y raro sería que hubiese alguna otra persona en ese lugar por la noche.

–¿Qué otro motivo podía tener Judah para ir hasta allí de noche, en medio de la nieve, sino para encontrarse con alguien? – preguntó Naomi.

Para eso no había respuesta, y para entonces ya estaban llegando a la verja.

La hora siguiente pasó entre la emoción de la llegada y la bienvenida, frases de preocupación, de pesar y de un íntimo entendimiento entre las dos mujeres, pues ambas habían quedado viudas siendo aún muy jóvenes. Aunque se habían tratado muy brevemente, y de eso hacía ya varios años, su comunicación era tan fluida como si fuesen amigas de siempre.

Reanudaron la conversación entrada la tarde tomando el té junto al fuego, con bollitos calientes untados con mermelada de frambuesa y rebanadas de pastel de jengibre preparado con las especias y la rica melaza que llegaban de las Indias Occidentales.

Esta vez fue Antonia quien sacó el tema a colación.

–Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que tenía intención de encontrarse con alguien -expuso con gravedad-. No me he acordado hasta ahora, pero esa noche sacó su reloj del bolsillo varias veces para comprobar la hora. En ese momento pensé que lo hacía para ver cuánto había durado el recital, pero en tal caso sólo lo habría hecho una vez.

–Lo difícil será demostrar que se trataba de Gower -señaló Benjamin-. No es el lugar que tuvieran más a mano para reunirse y, francamente, la hora del encuentro es absurda.

–¡Pero Judah se encontraba allí! – arguyó Antonia-. Por absurdo que parezca, es la verdad.

–Todavía hay algo que no sabemos -insistió Henry-. O es algo importante, o algo que hemos interpretado mal y no es lo que parece.

–Bueno, de dos cosas estoy seguro -dijo Ephraim con sequedad-: Judah no habría hecho nada injusto o deshonesto; y la otra es que Ashton Gower es un falsificador convicto, movido por el odio y la sed de venganza contra la familia que adquirió su heredad legítimamente. Judah ha muerto, mientras Gower está vivo y deshonrando su nombre.

–Nada de eso queda en entredicho -intervino Benjamin-. La cuestión es demostrar lo que creemos que relaciona ambas cosas. – Se volvió hacia Antonia-. ¿Cómo iba vestido Judah esa noche?

Antonia se quedó perpleja.

–Era un recital vespertino. Nos vestimos de manera bastante formal.

–¿Y luego no se cambió antes de salir?

–No -respondió ella, mordiéndose el labio-. Supuse que sólo quería caminar un poco después de pasar toda la tarde sentado en el auditorio y en el carruaje de regreso a casa. ¿Por qué? ¿De qué serviría saberlo?

–No lo sé -admitió Benjamin-. Pero no vale la pena buscar algo en el suelo del lugar donde ocurrió. Todas las señales y huellas habrán desaparecido hace tiempo. En cambio, su ropa estará a buen recaudo. Se me ha ocurrido que podría haber algo, un desgarro, incluso una nota con la cita apuntada, cualquier cosa… -Se interrumpió, pues fue perdiendo la esperanza a medida que hablaba.

–Podría haber una nota -convino Henry, y se levantó-. A veces hay cosas que permanecen secas dentro de los bolsillos. Si aún es legible, quizá sirva de algo. Al menos hemos de comprobarlo.

–Por supuesto -asintió Antonia levantándose a su vez-. No supe qué hacer con la ropa. Me faltó ánimo para lavarla… -Esbozó una breve sonrisa contenida-. Quizás haya sido para bien.

La siguieron escaleras arriba y a través del descansillo hasta el vestidor de Judah. A Henry le violentó entrar en el espacio privado de un hombre fallecido, ver sus peines y cepillos, los cuellos de camisa encima de la cómoda, los gemelos en cajitas, los zapatos y botas en estantes. Su navaja de afeitar estaba junto al aguamanil delante del espejo en el que debió de contemplar su propia cara infinidad de veces.

Henry miró de soslayo a Benjamin y vio reflejado en su expresión exactamente lo mismo que él sentía: una profunda pena y una ligera sensación de vergüenza, como si se estuvieran inmiscuyendo en la intimidad de Judah aprovechando que él ya no estaba en condiciones de impedírselo. En cambio, en Antonia sólo vio el dolor de su soledad: evidentemente había estado allí muchas veces con anterioridad.

Ephraim, varios años más joven que Judah, guardaba su pesar para sí, disimulándolo hasta donde era capaz. Tenía el rostro en tensión, los labios apretados, y sus ojos evitaban los de los demás.

Nao mi rodeó a Antonia con el brazo. Acaso había llevado a cabo esa misma triste tarea y comprendía cómo se sentía.

Le tocó a Henry abrir el cajón alto de la cómoda que contenía el traje oscuro doblado, tieso por el agua seca del río y con restos de arena y limo. Abrió la chaqueta y la inspeccionó cuidadosamente. Se había usado poco, no tendría más de un par de años, y era de lana de primera calidad. Un buen tejido, seguramente de ovejas de Lakeland, aunque la etiqueta pertenecía a un sastre de Liverpool. No le dijo nada en absoluto, salvo que el hombre que la llevaba tenía muy buen gusto, cosa que ya sabía.

Luego fue registrando los bolsillos uno por uno. Encontró un pañuelo manchado por el agua, todavía doblado, así que por lo demás seguiría limpio. Había dos tarjetas de visita: un camisero de Penrith y un guarnicionero de Kendal. En la cartera halló diversos papeles: algunos parecían recibos, pero estaban demasiado emborronados para ser leídos, además de un billete del tesoro de cinco libras: mucho dinero, aunque de todas formas nadie había supuesto que el móvil fuese el robo. El último objeto era un cortaplumas con el mango de nácar y unas iniciales de plata. Seguramente habría monedas en los bolsillos del pantalón. Henry se disponía a comprobarlo cuando la voz de Antonia lo detuvo.

–¿Qué es eso? – dijo bruscamente-. ¿Esa navaja?

Henry la sostuvo en alto.

–¿Esto? Un cortaplumas. Lo tendría para afilar las péñolas.

Era normal llevar uno, por lo que Henry no comprendió su sobresalto ni su expresión de incredulidad.

–¡Pero ése! – exclamó Antonia, tendiendo la mano.

Henry se lo pasó.

Ella le dio la vuelta con los ojos muy abiertos, sumamente pálida.

–¿Qué pasa, Antonia? – preguntó Benjamin-. ¿Por qué es tan importante? ¿Acaso no es de Judah?

–Sí. – Los miró a todos uno por uno-. Lo perdió el día antes de morir.

Las palabras parecían atragantársele.

Benjamin frunció el ceño.

–Pues debió de encontrarlo de nuevo. Es bastante fácil perder algo tan pequeño.

–¿Dónde lo perdió? – le preguntó Henry.

–A eso me refiero -contestó Antonia, mirándolo de hito en hito-. En el arroyo. Se había inclinado y le cayó del bolsillo. Lo buscó, ambos lo buscamos, pero no logramos encontrarlo.

–so –

Ephraim dijo justamente lo que Henry estaba pensando.

–A lo mejor por eso regresó la noche en que murió. – Su expresión y su tono de voz hacían patente que detestaba admitirlo, pero que la honestidad lo obligaba a ello-. Es una navaja muy buena. Y lleva sus iniciales. Quizá fuese un regalo y le preocupaba haberla perdido.

–Se la regalé yo -dijo Antonia-. Pero no la perdió en el vado donde lo encontraron.

Tuvo que callarse un momento para recobrar el dominio de la voz.

Se hizo un silencio sepulcral en el pequeño vestidor. Nadie se movió. Nadie preguntó.

–Fue junto al puente que hay un par de kilómetros aguas abajo. El de las dos lajas de piedra que cruzan el arroyo.

–¡Más abajo! – Benjamín no daba crédito-. No tiene ningún sentido. Es… -Se interrumpió.

Henry sabía lo que estaban pensando todos. Sus rostros reflejaban lo que tenían en mente: la corriente no arrastra nada aguas arriba, sólo aguas abajo.

–¿Estás completamente segura? – preguntó en voz baja.

–Del todo.

Era la prueba que necesitaban. Alguien había trasladado el cuerpo de Judah después de muerto para dejarlo donde pareciera que había sufrido un accidente.

–¿Hay rocas afiladas en el puente de abajo, donde perdió la navaja? – insistió Henry.

–¡No! Sólo agua profunda… y grava. – Antonia cerró los ojos-. Lo asesinaron… ¿verdad?

Henry miró a Benjamín, luego a Ephraim y finalmente de nuevo a Antonia.

–Sí. No se me ocurre otra explicación. – Se quedó atónito tras constatarlo. La muerte de Judah carecía de sentido, de tal modo que todos se habían convencido de que Ashton Gower era capaz de asesinar. El propio Henry lo había creído. Pero suponía una gran diferencia que no se tratase ya de una mera hipótesis, sino de un hecho incontestable.

–¿Qué vamos a hacer? – preguntó Naomi-. ¿Cómo vamos a demostrar que Gower es culpable? ¿Por dónde empezamos?

Ephraim levantó una mano y, con un movimiento muy lento, se apartó el pelo de la frente. Tenía los ojos desenfocados; parecía mirar algo que estaba en el interior de sí mismo.

Benjamin miró a Antonia y luego a Henry. Sus ojos reflejaban horror, además de una honda y dolorosa confusión. La muerte de Judah le había dolido tal como esperaba que hiciera, tal como lo había hecho la muerte de Nathaniel, pero el odio y el asesinato no se contaban entre las cosas que había conocido. Ambos miraron a Henry porque era mayor, poseía una calma interior que disimulaba sus emociones y no revelaba la pena o la ignorancia que guardaba en su fuero interno. Las había aceptado hacía mucho tiempo.

–Mañana, cuando sea de día -contestó-, deberíamos ir al lugar donde Judah perdió y encontró la navaja, a ver si descubrimos algo. Al menos comprobaremos cuánto se tardaría en llevar un cuerpo desde allí hasta el lugar donde fue encontrado Judah y luego regresar al pueblo. Si seguimos los pasos de quien lo hizo, quizá descubramos algo sobre cómo lo llevó a cabo.

–Sí -asintió Benjamin-. Eso haremos. Por la mañana.

Salieron juntos después de desayunar. La luz era deslumbrante; en el lago gris, sombras plateadas como brochazos. Bajo los pies el hielo crujía a cada paso; colgaba en brillantes carámbanos de las ramas de todos los árboles. El viento arrastraba jirones de nubes que parecían colas de caballo.

Echaron a caminar: Henry y Benjamin delante, Ephraim solo tras ellos. Antonia y Naomi iban las últimas, calzadas con botas altas de cuero para evitar mojarse los pies. Por más cuidado que pusieran, era imposible que la nieve no les empapase la falda.

La ruta hasta el puente resultó ser más fácil de lo previsto. Se detuvieron en la orilla y contemplaron el paisaje agreste y casi incoloro. Todo eran rocas negras, agua reluciente y nieve blanca. Naturalmente, era posible que uno se cayera de las piedras, pero en tal caso caería lejos de cualquier arista rocosa. No había salientes ni rápidos ni cascadas que pudieran causar las heridas que Judah había sufrido.

–Esto lo demuestra -declaró Ephraim con gravedad-. No pudo caer accidentalmente y golpearse la cabeza. Alguien lo mató y luego lo llevó o lo arrastró arroyo arriba hasta donde lo encontraron.

Recorrió la orilla con la mirada mientras lo decía y los ojos de los demás siguieron los suyos.

–¿Cómo? – dijo Benjamin, formulando la pregunta más obvia. El terreno ascendía bruscamente y a unos cien metros una arboleda cubría ambas riberas. No había sendero alguno, ni siquiera un camino de cabras-. ¿Cómo podría cargar alguien con el cuerpo de un hombre adulto por allí, y menos aún con el de una persona corpulenta como Judah?