III
NO percibieron toda la extrañeza del espectáculo hasta que se colocaron los trajes espaciales y salieron. Cambiando muy pocas palabras entre los tres empezaron a andar, mirando, sintiendo. Los cerebros tardaron en reaccionar, pero al fin les permitieron ver lo que realmente les rodeaba. La memoria no podía retener una confusa masa de detalles, la forma subyacente no podía ser abstraída de unas pocas crudas impresiones. Un árbol es un árbol, en cualquier tiempo y lugar, no interesa cuán intrincadas sean sus ramas o qué rara forma tengan sus capullos y sus hojas. Pero qué es un grueso manojo de metal gris, plantado en la arena, dentro de un laberíntico esqueleto de vigas curvas y rectas entre las cuales sobresalen estructuras aún más enigmáticas que imitan hélices y boceles y cintas de Moebius y otros elementos geométricos menso familiares... Y todo eso con una altura de quince metros, con varios centenares de delgadas placas de metal en la parte superior, las caras negras vueltas hacia el sol...
Cuando se ha llegado al punto de describirlas aun de esta manera torpe, quiere decir que uno la ha aprehendido.
Darkington pudo ver que la estructura básica se repetía, con infinitas variaciones de forma y tamaño, hasta donde alcanzaba la vista. Algunos especímenes eran altos y delgados, otros bajos y anchos, y en su conjunto dominaban la ladera de la montaña.
Las extensiones más escarpadas estaban oscurecidas por colgaduras, pero cuando el viento agitaba las caras reflejantes de las placas, motas de sol horadaban con dardos brillantes las sombras. A lo largo de kilómetros de metal se escuchaba el mismo viento plañidero y rechinante.
No había suelo, sólo una arena de herrumbre rojiza y amarilla. Pero fuera de los círculos devastado por los chorros de propulsión del navío, Darkington encontró la tierra alfombrada con una protuberancia prismática de algunos centímetros de altura, arraigada al parecer en el suelo. Quebró una, para examinarla de cerca, y vio que se componía de diminutos cristales repetidos hasta el infinito, de un material silicoso transparente; parecían copos de nieve y telarañas de cristal. Brillaban intensamente, formando infinitos arco iris, y no pudo examinar el interior. En el centro apenas podía distinguir un oscuro manojo de... ¿cables, espirales, transistores? No, no seas tonto— pensó. Y entregó uno a Frederika, que lanzó una exclamación de asombro ante tanta belleza.
Se adelantó en el camino por un largo trecho, esperando ver algún paisaje vagamente familiar.
En el lugar donde la montaña caía tan bruscamente que sólo podía sostener los cristales (formaban un resplandor diamantino) vio contornos erosionados, la lejana espada blanca de una cascada, rocas solitarias y algunos despeñaderos abruptos como obeliscos gastados. La tierra se ondulaba en la distancia perdida en la azul infinitud, una cordillera de montañas cubiertas de nieve vigilaba el horizonte oriental. Arriba, el cielo oscuro, ligeramente verde-zulado, estaba lleno de nubes. No se atrevía a posar la mirada cerca del gran sol enfurecido.
Kuroki se le acercó.
—¿Qué piensas, Hugh?— le preguntó.
—No me atrevo a decirlo, ¿y tú?
—Demonios, esta maldita fábrica de hornos no me deja pensar— dijo Kuroki haciendo una mueca hacia el Sol detrás de su placa facial—. Desconecta tu micrófono sónico y hablemos por radio.
Darkington accedió. El ruido sin amplificación le llegaba, a través de su casco, aislado como un tañir lejano.
—Podemos estar seguros— afirmó— de que nada de lo vemos es puramente accidental. Ningún material puede cristalizar de esta manera por sí mismo.
—Sin embargo, no parece fabricado.
—Bueno— objetó Darkington—, no se puede esperar que ellos tengan objetos similares a cosas producidas por una fábrica humana.
—¿...has dicho ellos?
—Quienquiera que haya hecho esto. Y por el motivo que fuera.
Kuroki dejó escapar un silbido.
—Me temía que terminarías por decir algo así— dijo—, pero nosotros no hemos visto señales de... ciudades, caminos, nada, cuando estábamos en órbita. Sé que la nubosidad tornaba difícil la visión, pero no es posible que hubiésemos pasado por alto las señales de una civilización capaz de producir material a esta escala.
—¿Por qué no? ¿Y si esa civilización no tuviera nada en común con lo que habríamos podido imaginar?
Frederika se acercó, dejando detrás un cargamento de instrumentos.
—El espectro radial de baja y media frecuencia apenas entra— anunció—. Nunca en mi vida he escuchado tantos rumores, zumbidos, chillidos, aleteos, ululeos y quejidos varios como ahora.
—Mientras estábamos en órbita recogimos algunas interferencias radiales— dijo Kuroki—, pero entonces no les prestamos atención.
—Eran sólo ruidos— dijo Frederika rápidamente—, sin las variaciones características de todo tipo de... comunicaciones. Y me pregunto quién los estará haciendo.
—Son osciladores— dijo Darkington—, radiaciones idéntidas surgidas de... Oh, bueno, diré simplemente... máquinas.
—Pero...— la mano femenina se acercó a la de él y ambas manos enguantadas se asieron firmemente. Ella humedeció los labios y dijo:— No, Hugh, es absurdo. ¿Quién sería capaz de hacer... lo que estamos viendo, sin habernos detectado mientras estábamos en órbita, y hacer... algo con respecto a nosotros?
Darkington se encogió de hombros, pero el gesto se perdió dentro de su traje espacial.
—Tal vez estén esperando el momento oportuno. Quizá no se encuentren aquí en el presente. Tú sabes que todo el planeta podría ser muy bien una fábrica automatizada. Como esas colectoras de minerales oceánicos que había en nuestra época— cuánto dolía decirlo—, y que Sam mencionó mientras veníamos. Es posible que alguien venga por aquí periódicamente a recoger la producción.
—Pero, ¿de dónde vendrán?— preguntó Kuroki con tono áspero.
—No lo sé, te digo. Pero dejemos ya de imaginar cosas raras y empecemos a recoger datos.
El silencio se agrandó entre todos. Las torres-esqueleto bramaron. Por último, Kuroki dijo:
—Sí. ¿Y qué me dices de dar un paseíto? Tal vez encontremos algo.
Nadie mencionó el miedo. No se atrevían.
Al volver al navío hicieron los preparativos necesarios. El Traveler permanecería sobre el horizonte algunas horas más. Aunque con cierta reluctancia, el capitán Thurshaw dio su aprobación a una excursión exploratoria a pie. Todo su entrenamiento profesional estaba en contra de esa idea, pero en condiciones tales como las que se encontraban, ¿qué importancia podían tener las precauciones reglamentarias sobre los reconocimientos de exploración?
El director de la nave espacial (la computadora) podía mantener un haz de radio dirigido hacia el navío para tener comunicaciones entre Tierra y órbita. Kuroki no dejaba de hablar mientras Darkington y Frederika preparaban los abastecimientos. No necesitaban mucho. El material disponible en cada traje llevaba la carga suficiente como para abastecer el termostato y el renovador de aire por un período de cien horas, y los planes no pasaban de tres o cuatro. Cargaron dos accesorios con agua, comida y los ‘cubos’ que se empleaban en las funciones naturales... pero eso era sólo en el caso de que el regreso se demorara. Los diversos instrumentos científicos que llevaban eran más adecuados. Darkington se enfundó una pistola. Cuando Kuroki termino de hablar, colocó el tubo largo de un cohete y una ristra de balas a su espalda. Volvieron a cerrar los cascos y salieron.
—¿Por dónde?— preguntó Frederika.
—Hacia el sur— dijo Darkington después de estudiar el terreno—, por esa larga cuesta. Como veis, será difícil perderse.
La señal continua de la nave parecía indicar que había poco peligro de perderse. No obstante, todos llevaban una brújula en la muñeca, y mientras caminaban, tomaban nota de los accidentes del terreno.
Pronto el navío se perdió de vista. Caminaban entre varillas, espirales y estructuras de aspecto surrealista, bajo placas sonoras de metal. Los cristales que los rayos del sol quebraban en cálidas escamas de color crujían a su paso. Pero no todos los rayos lograban filtrarse por la maraña que se extendía encima de sus cabezas. Las sombras eran densas e inquietas. Darkington empezó a distinguir distintos tipos de estructura. Había entre ellas varillas negras y largas, aparentemente telescópicas, bordeadas de finas placas; esferas vidriosas adheridas a complicados polos, cables que se entrelazaban a vigas. Con frecuencia veían algún objeto derribado en el suelo. Frederika examinó varios especímenes desintegrados y otros que estaban en buenas condiciones.
—Diría que el material más importante, y el más común, es una aleación de aluminio. Aunque... mirad aquí, estos hilos delgados incrustados en el centro deben ser cobre. Y es probablemente acero magnético con una capa protectora de... algo inerte.
Darkington miró a través de una lente de aumento el extremo de un puntal roto.
—Es poroso— afirmó—. ¿Estos son capilares conductores de agua?
—Creía que un capilar era un insecto velludo con muchas patas que se transformaba en mariposa— dijo Kuroki, y amenazando simuladamente con un puño agregó—: Está bien, está bien; alguien tiene que levantar la moral, ¿no?
La radio de la nave transmitió un rugido del monitor a bordo del navío auxiliar. Frederika contestó pacientemente:
—No Sam; las patas no se transforman en mariposa...
Después recordó que nunca más habría en la Tierra seres alados de hermosos colores, y golpeó su placa facial con la mano como si hubiera estado a punto de restregarse los ojos.
Darkington continuaba absorto en el espécimen que tenía.
—Nunca había oído hablar de una máquina tan finamente construida— afirmó—. Creí que solamente un sistema biológico podía...
—Alto. No os mováis.
La voz de Kuroki carraspeó en los audífonos. Darkington llevó la mano a la culata de la pistola. Aparte de eso sólo movió la cabeza, que se volvió dentro del casco. Después ese momento él también pudo ver de qué se trataba.
Una faz negra detrás de un cilindro rechoncho con las placas ordinarias, la otra de espejo, se agitó entre las sombras. Tenía quizás unos noventa centímetros de largo y quince de o veinte de altura... Por fin estuvo bien a la vista. Darkington distinguió un cuerpo delgado y seis patas cortas de metal opaco articulado. En el extremo frontal giraba un enrejado similar a un transmisor de radar en miniatura. Algo como un par de cuentas brilló debajo del aparato. ¿Lentes? Dos delgados tentáculos sostenían una rodaja metálica cerca de una de las grandes estructuras estacionadas, y la introducían en un orificio haciendo saltar chispas hacia atrás.
—¡Santo cielo!— susurró Kuroki.
La cosa se detuvo en seco. El enrejado delantero giró hacia los humanos y luego la cosa desapareció a una velocidad increíble; en medio segundo ya no se vio más nada.
Durante un minuto ninguno de los humanos se movió. Por último Frederika asió el brazo de Darkington con un gritito agudo. Él perdió su rigidez y empezó a farfullar algo sobre tortugas-robot experimentales ideadas en la época primitiva de la experimentación cibernética..., artefactos muy simples. Un motor impulsaba una plataforma rodante, dirigida por una unidad fotoeléctrica que se acercaba a las fuentes de luz mediante las cuales se podía recargar las baterías y, cuando esto ocurría, se convertían en negativas fototrópicamente y buscaban la oscuridad. Un circuito elemental de realimentación. Pero las tortugas habían demostrado una sorprendente tenacidad, pasaron sobre obstáculos o circundaron...
—Esa bestia de allí es mucho más complicada— interrumpió Frederika.
—Por cierto, por cierto— asintió Darkington—, pero...
—Apuesto cualquier cosa a que oyó a Sam hablar por radio, nos localizó por medio del radar, o quizá con los ojos; si esas cosas vítreas y negras son ojos... Y se fue.
—Es posible, si empleamos un lenguaje antropomórfico. Sin embargo...
—Estaba comiendo—, dijo Frederika, acercándose al trozo de metal que el corredor había dejado.
Lo recogió y volvió con él, caminando rígidamente.
—¿Veis? El extremo ha sido carcomido por un juego de primitivas ruedas de esmeril o algo similar. No es posible comer aleación con dientes como los nuestros. Es preciso molerla o de lo contrario disolverla con algún producto químico.
—¡Eh!— exclamó Kuroki—. No perdamos del todo la cabeza.
—¿Qué ha sucedido?— gritó el que estaba a bordo del Traveler.
Volvieron a emprender la marcha, como en un sueño, mientras narraban lo que habían visto.
—Bueno... Esta disposición puede muy bien pertenecer a una especie de fábrica automatizada... Una planta químico-sintética o algo parecida, si la consideramos por sí sola. Pero con bestias como esa que anden sueltas... no.
—Espera un momento— dijo Darkington—. ¿sabes? Pueden ser robots de mantenimiento, para despejar la basura y los escombros.
—Una ciencia tan avanzada para construir lo que vemos no emplearía un sistema de mantenimiento tan desmañado— replicó ella—; deja a un lado tu cautela profesional, Hugh, y admite lo que es evidente.
Ante de que él pudiera contestarle los audífonos transmitieron una jerigonza áspera. Se detuvo y trató de sintonizar correctamente, pero el ruido se apagaba y volvía en estallidos repentinos; el ancho de la banda era demasiado grande. Lo que estaba escuchando parecía una orquesta electrónica que hubiera enloquecido. Su piel se cubrió de gotas de sudor temblorosas como perlas.
—Está bien— dijo Kuroki cuando terminó el sonido—. Decidme qué os parece.
—Puede tratarse de un idioma, me imagino— dijo Frederika con la garganta seca—. No eran oscilaciones simples como el material de las otras frecuencias.
El capitán Thurshaw les habló desde la nave en órbita.
—Será mejor que vuelvan al navío auxiliar y se preparen para un rápido despegue.
—No señor, por favor— rogó Darkington acumulando coraje—. Quiero decir, si hay inteligencias..., si realmente deseamos ponernos en contacto con ellas, este es el momento. Por lo menos hagamos un esfuerzo.
—Bien...
—Primero llevaremos a Freddie de regreso, por supuesto.
—Estáis locos— dijo la chica—. Yo no me muevo de aquí.
Sin saber cómo, de pronto se encontraron avanzando. En un momento, mientras atravesaban un lugar abierto donde sólo había cristales, pudieron espiar algo en el aire. Visto a través de las lentes resultó ser un objeto vagamente similar a un insecto alargado. Era hueco, al parecer, elevado por la corriente de aire que fluía alrededor de las aletas e impulsado por un chorro de gas a poca velocidad.
—Está claro— afirmó Frederika—. Pájaros.
Volvieron a internarse en la zona de las estructuras altas. Conectaron nuevamente al máximo los amplificadores de sonido de sus cascos y el chocar de las placas a causa del viento resultó ensordecedor.
Parece una armadura— pensó tontamente Darkington—. Tal vez pueda encontrar algún poema en esto: una armadura vacía montada sobre un caballo salvaje que galopa haciendo resonar el metal, por las calles de una ciudad extrañamente desierta, símbolo de...
Las pulsaciones radiales que podían ser una forma de comunicación volvieron a taladrar los audífonos.
—No me gusta esto— dijo Thurshaw desde el cielo—. Están manejando demasiadas incógnitas al mismo tiempo. Vuelvan al navío y entonces discutiremos futuros planes.
Siguieron caminando mecánicamente en la dirección que llevaban.
No parecemos tan fuera de lugar en esta fría y rígida selva— pensó Darkington—. Volvamos. Afirmemos nuestra dignidad de seres orgánicos. ¡Después de todo, no estamos montados sobre rieles!
—Les ordeno— insistió Thurshaw.
—Muy bien, señor— dijo Kuroki—. Y gracias...
Al escuchar que alguien corría se detuvieron bruscamente y se volvieron. Frederika gritó.
—¿Qué sucede?— preguntó Thurshaw—. ¿Qué está sucediendo?
El idioma extraño se mezclaba con su impotente enojo.
Kuroki logró desenfundar el arma y colocársela al hombro.
—¡Espera!— exclamó Darkington mientras tomaba la pistola. El que llegaba agitó varillas y lazos metálicos hacia un lado produciendo una lluvia de astillas de cristal al abalanzarse. Su peso enorme hizo retumbar el suelo.
El tiempo se detuvo para Darkington; no podía determinar si fueron horas o minutos los transcurridos mientras preparaba el revólver; oía a Frederika llamarle por su nombre mientras Kuroki apuntaba y tiraba. La forma que tenía ante sí parecía una montaña. Dos metros setenta de altura, calculó con una pequeña porción de su vacilante cerebro, casi tres metros de largo tenía ese bípedo monstruoso de cuatro brazos, cabeza coronada por un enrejado radial y con unos ojos que devolvían la luz convirtiéndola en un haz de negrura, un orificio horadador y...
El cohete explotó. El monstruo pareció vacilar y cayó a medias. Tenía un brazo destrozado.
—¡Ah!— exclamó Kuroki deslizando un nuevo proyectil en su arma—. ¡No se mueva!
Frederika, que se había abrazado frenéticamente a Darkington, tuvo tiempo de exclamar:
—¡Sam, quizá no tenía intención de hacernos daño!
—Quizá, pero es demasiado grande para correr riesgos— replicó Kuroki.
En ese momento se desató el caos.
El arma de Kuroki, impulsada por una barra de hierro que nadie había visto, saltó describiendo una elipse. El gigante estaba junto a ellos. Un fuerte golpe en la espalda de Kuroki hizo añicos la radio y lo lanzó al suelo al mismo tiempo. Surgió una llama y la voz de Frederika se cortó bruscamente en el receptor de Darkington.
El trató de dar un golpe mientras su pistola escupía inútilmente.
—¡Corre, Freddie!— aulló junto al micrófono—. Yo trataré de...
La máquina lo levantó y le hizo caer la pistola del puño. Un momento después ya no se oían las maldiciones horrorizadas de Thurshaw y las antenas de la radio que llevaba Darkington habían sido arrancadas de raíz. Frederika intentó huir, pero alguien la asió sin ningún esfuerzo. Kuroki, nuevamente de pie, se detuvo donde estaba mientras golpeaba inútilmente con los puños. Tampoco costó mucho someterlo. Atados como cerdos, los tres humanos apretujados en la percha del gigante fueron transportados hacia el sur.