V
Llegaron del oeste a través de los prados, con el bosque de encinas a su izquierda, y los hombres de Avildaro se prepararon a enfrentarse con ellos. Eran aproximadamente un centenar en total, con diez carros y el resto a pie, no eran más que sus oponentes. Cuando parpadeó por vez primera en la brillante luz del amanecer, Lockridge apenas pudo creer que los que veía eran los temidos hombres del Hacha de Guerra.
Mientras se aproximaban, estudió a uno que era típico. De cuerpo no eran muy diferentes a los Tenil Orugaray: algo más pequeños y robustos, con el pelo marrón anudado en una coleta y la barba en dos puntas, de tipo más centroeuropeo que ruso. Llevaba un justillo y un faldellín de piel hasta las rodillas, un símbolo del clan marcado al fuego, y un escudo de piel de toro pintado con una cruz gamada Tenían por armas una daga de pedernal y un hacha de piedra bellamente labrada. Sus labios se abrían en un rictus de salvaje expectación.
El carro al que seguían, evidentemente el de su cabecilla tribal, era un ligero vehículo de dos ruedas hecho de madera y mimbre, tirado por cuatro descuidados caballitos. Un muchacho, desarmado y ataviado simplemente con un taparrabo, lo guiaba. Tras él se alzaba el jefe: más alto que la mayoría y blandiendo un hacha tan grande que más parecía una alabarda, con dos lanzas colocadas al alcance de la mano.
El jefe llevaba casco, peto y canilleras de cuero reforzado: de su cintura colgaba una corta espada de bronce; una desteñida capa de lino del Sur se agitaba al viento en su espalda, y un collar de oro macizo brillaba bajo su hirsuta barbilla.
Tales eran los Yuthoaz. Cuando vieron la despareja línea de pescadores, frenaron su paso. Luego el ocupante del carro de vanguardia hizo sonar un cuerno de bisonte, la tropa lanzó aullantes gritos de guerra y los caballos se lanzaron al galope. Tras ellos saltaban los carros, corrían los chillones infantes y sonaban las hachas golpeando contra los escudos.
La mirada de Echegon consultó a Storm y Lockridge.
—¿Ahora? —preguntó.
—Esperemos un poco, que se acerquen más —Storm se protegió con la mano los ojos del sol, y oteó a los que avanzaban—. Hay algo en ese de la retaguardia… los otros me tapan la visibilidad…
Lockridge podía notar la tensión a sus espaldas: suspiros y murmullos, pies que se agitaban, el olor irritante del acre sudor. No eran cobardes aquellos hombres que aguardaban para proteger sus hogares, pero su enemigo estaba entrenado y equipado para la guerra y hasta para él, que había conocido los tanques y las batallas de su tiempo, la carga de los carros se iba haciendo más aterradora a medida que se agrandaban a su vista.
Levantó el rifle. Notaba la frialdad y dureza de la culata en su mejilla. Storm había aceptado, aunque a regañadientes, que fuesen hoy usadas las armas del siglo XX. Y el hecho de que estuviesen a punto de ver cómo lanzaban rayos, aunque fuese para apoyarles, era algo que crispaba los nervios de los Tenil Orugaray, atemorizándolos un poco.
—Lo mejor será que comience a disparar —dijo en inglés.
—¡Todavía no! —Storm hablaba tan secamente, con una voz que se imponía tanto al estrépito, que él le echó una mirada. Los ojos felinos de ella estaban entreabiertos, los labios semicerrados dejaban ver los dientes y tenía una mano en la pistola de energía, la cual había asegurado no ir a emplear.
—Tengo que ver a ese hombre primero —advirtió.
* * *
El ocupante del carro de vanguardia elevó su hacha y volvió a bajarla. Los arqueros y honderos de la retaguardia de los Yuthoaz se detuvieron, preparando sus arcos y flechas de punta de pedernal. Las piedras volaron silbando hacia los ribereños.
—¡Disparad! —gritó Echegon. Pero su orden no había sido necesaria. Un aullido de desafío y una descarga irregular surgió de sus líneas.
A esta distancia, los disparos no causaron ningún daño. Lockridge vio cómo uno o dos proyectiles golpeaban contra los escudos, pero los Yuthoaz llegaban a plena carrera. Estarían junto a él en otro minuto. Ya podía distinguir las distendidas fosas nasales y los ojos ribeteados de blanco de los caballos más cercanos, los culebreantes látigos, un conductor imberbe, y detrás un guerrero barbudo con un feroz rictus en la cara y un hacha alzada, cuya hoja de piedra brillaba cual si fuese de metal.
—¡Al infierno con todo! —gritó al fin—. ¡Quiero que sepan qué fue lo que les golpeó!
Centró a aquel cacique en la mira y apretó el gatillo. El fusil le golpeó con una solidez que le llenó de aliento. Su detonación se perdió entre los alaridos, el galope de los caballos, el silbido de las hachas al cortar el aire y el traqueteo de las ruedas. Pero su presa abrió desmesuradamente los brazos y cayó hacia atrás. La alabarda le siguió en su trayectoria de caída y ambos, guerrero y arma, quedaron ocultos por la hierba.
El muchacho siguió guiando al carro, con la boca muy abierta y aterrorizado. Lockridge se dio cuenta de repente que no tenía necesidad de matar humanos. Giró el arma y apuntó al continuo grupo de caballos. ¡Bang! ¡Bang! Un solo animal de cada grupo era suficiente, y el carro quedaría fuera de combate.
Una piedra golpeó de refilón al cañón del arma, que resonó, pero el segundo carro se desbarató, con la lanza partida y la rueda izquierda rota en el golpe. Los caballos sobrevivientes retrocedieron mientras relinchaban asustados.
Lockridge vio como la carga vacilaba. Si lograba parar dos o tres carros más, los invasores quedarían desorganizados. Se adelantó a plena vista, su sangre estaba demasiado caliente para que se detuviese a pensar en las flechas, y dejó que el sol brillase en el metal de su arma.
El mismo sol pareció golpearle.
Un trueno explotó en su cerebro. Cegado, despedazado, se arrastró por un torbellino que lo llevaba a la noche.
* * *
La conciencia volvió a él con un huracán de dolor. Su visión todavía estaba oscurecida por manchas de luz. Entre alaridos, quejidos, golpeteo y ruidos escuchó el grito:
—¡Adelante, Yuthoaz! ¡Adelante con el Padre del Cielo!
Era pronunciada en un lenguaje que la diaglosa conocía, pero que no era el de los Tenil Orugaray.
Se semincorporó sobre sus manos y rodillas, y la primera cosa que vio fue su fusil, en el suelo, casi fundido. Este efecto destructivo había absorbido la mayor parte del efecto del rayo de energía. Por suerte los cartuchos que había en la recámara no habían estallado, ni él había sufrido más que una fuerte quemadura en el pecho y rostro. Pero su piel le ardía, y casi no podía pensar por el dolor que esto le causaba.
Un cadáver yacía junto a él, apenas si quedaba nada de sus facciones, sólo carne y huesos chamuscados. El brazalete de cobre de uno de sus brazos lo identificaba como Echegon.
Storm estaba allí cerca, su propia arma estaba en uso, creando el escudo protector. A su alrededor cascadeaban cortas cortinas de llamas. El rayo enemigo la sobrepasó, para caer sobre tres jóvenes del poblado que varias veces habían salido a pescar con Lockridge.
Los Yuthoaz rugieron. En una oleada pasaron sobre los defensores. Lockridge vio al hijo de Echegon, parecido a su padre por su valor y testarudez, dar lanzadas como si los caballos que pasaban sobre él fueran un oso salvaje. El conductor del carro los hizo girar. El guerrero que viajaba en el vehículo hizo caer el hacha con una terrible precisión. Saltaron trozos de cerebro, y el hijo de Echegon cayó junto a su padre.
El Yuthoaz rugió de alegría, dio un hachazo al otro costado del carro a alguien que Lockridge no podía ver, lanzó una lanza contra un arquero y pasó de largo.
Los habitantes del poblado huían por todas partes. El pánico había hecho presa en ellos y daban gritos de terror mientras corrían hacia el bosque. La persecución finalizó en los linderos de éste, pues a los Yuthoaz, cuyos dioses protectores estaban en el firmamento, no les gustaban los lugares penumbrosos y susurrantes. Así que regresaron para rematar y cortar el cuero cabelludo de los heridos enemigos.
Un carro se abalanzó contra Storm. Su pantalla de energía hacía que sus formas de leona apareciesen difuminadas, y a Lockridge, en su delirio, le parecía como si estuviese contemplando a una figura mitológica.
Todavía tenía la «Webley» y torpemente trató de desenfundarla, pero le abandonó el conocimiento antes de poder sacarla. Lo último que vio fue el pasajero del carro, que indudablemente no era ningún Yuthoaz: un hombre sin barba y de tez pálida, inmensamente alto y cubierto por una capa oscura con capucha que flotaba tras él como unas alas…
* * *
Lockridge despertóse lentamente. Durante algún tiempo se contentó con permanecer echado en el suelo y saber que el dolor ya había pasado.
Pieza tras pieza, reconstruyó lo sucedido. Cuando oyó gritar a una mujer, abrió los ojos y se incorporó.
El sol ya estaba oculto, pero a través de la puerta de la choza en la que se encontraba, más allá de la costa y del Limfjord, que resplandecía con tonos rojos sanguinolentos, atisbaba nubes aún encendidas. La única habitación de la choza había sido despojada de su poco mobiliario y la entrada cerrada con ramas entrelazadas y atadas al marco de la puerta.
Al otro lado montaban guardia dos Yuthoaz. Uno de ellos lanzaba continuamente ojeadas al interior, mientras acariciaba una ramita de muérdago para protegerse contra la brujería. Los ojos de su compañero permanecían fijos en un par de guerreros que llevaban varias vacas a través de la playa. Por todas partes se oía tumulto, gritos y carcajadas, pisadas de corceles y chirriar de ruedas, mientras los conquistados gemían su dolor.
—¿Cómo está, Malcolm?
Lockridge giró la cabeza. Storm Darroway estaba arrodillada a su lado. No podía apenas verla, era otra sombra más en la oscuridad de la cabaña, pero olió la fragancia de su cabello y sus manos le acariciaron. Su voz sonaba más ansiosa de lo que nunca la había oído.
—Vivo… creo. —Se tocó la cara y el pecho, en los que habían untado alguna grasa—. No me duele, en realidad me siento como si estuviera más descansado.
—Tuvo suerte de que Brann dispusiese de droga antishock y ungüento enzimático, y que decidiese salvarle —dijo Storm—. Las quemaduras estarán curadas mañana. —Hizo una pausa y luego continuó, en un tono que más parecía de Auri—: Me siento tan dichosa…
—¿Qué está ocurriendo ahí fuera?
—Los Yuthoaz están saqueando Avildaro.
—Las mujeres… los niños… ¡no! —Lockridge trató de ponerse en pie.
—Guarde sus fuerzas —dijo ella, volviéndolo a acostar.
—Pero esos demonios…
—Por el momento —dijo ella con un toque de su antigua mordacidad— sus amigas no sufren demasiado. Recuerde las costumbres locales. Pero, naturalmente, se afligen por aquellos a quienes querían, muertos o fugitivos, y serán esclavas… Pero espere. Esto no es el sur. El esclavo de un bárbaro no vive de manera muy diferente a como vive su amo. Sufre la falta de libertad, sí, y nostalgia de su hogar, y de hecho ninguna mujer tiene entre los Indoeuropeos el respeto que tenía en este lugar, pero guarde su piedad para más tarde. Usted y yo estamos en un peor aprieto que su compañera de ayer.
—Humm, de acuerdo —se conformó él—. ¿Qué es lo que fue mal?
Ella se sentó frente a él en el suelo, se abrazó las rodillas y silbó entre dientes.
—Fui una slogg —dijo amargamente—. Nunca me imaginé que Brann estuviera en esta edad. El organizó el ataque.
Notó la temblorosa autoacusación de ella y, acariciándola, dijo:
—No lo podía haber sabido.
Los dedos de ella se entrelazaron con los suyos. Luego quedaron inertes de nuevo, mientras ella decía con una voz helada:
—No hay excusas para un Guardián que falla. Sólo hay el fallo.
Creyó de repente comprenderla mejor, pues ese era el código del servicio cuyo uniforme había él vestido, y se sintió unido a ella. La atrajo hacia sí como podía abrazarse a una hermana en un momento de dolor, y ella apoyó su cabeza en el hombro y apretó fuerte.
Al cabo de un rato, cuando la oscuridad era completa, ella se separó suavemente y suspiró.
—Gracias —dijo.
Permanecieron sentados uno al lado del otro, con las manos entrelazadas.
—Tiene que darse cuenta de que el número de combatientes en esta guerra a través del tiempo no es muy grande —dijo ella rápidamente y en voz baja—. Con los poderes que puede usar una sola persona no tienen por qué serlo. Brann es, su vocabulario no tiene ninguna palabra adecuada, algo así como una figura crucial. Aunque tiene que aparecer en el campo de batalla él mismo, porque muy pocos son lo suficientemente capaces para hacerlo, él es un jefe, una persona que toma decisiones a escala planetaria… un rey.
»Yo soy una presa semejante. Y él me tiene ahora en su poder. No sé cómo se enteró de dónde y cuándo estaba, no puedo imaginármelo. Si no me pudo encontrar en el siglo XX, ¿cómo pudo rastrearme hasta este olvidado momento? Esto me asusta, Malcolm.
Su apretón era frío y fuerte alrededor de la mano de él.
—¿Qué clase de contorsión en el mismo tiempo ha efectuado?
—No sé. El está aquí solo, pero no necesita a nadie más. Creo que ha debido venir por el túnel de debajo del dolmen antes de que nosotros lo hiciéramos, buscando el pueblo del Hacha de Guerra, y se ha hecho su dios. Esto no le ha debido ser difícil. La totalidad de estos pueblos emigrantes. Indoeuropeos: los Dyash Pitar, hijos del Padre del Cielo, adoradores del sol, pastores, fabricantes de armas, aurigas, guerreros, los hombres de manos hábiles y sueños sin límites, cuyas mujeres son seres inferiores y cuyos hijos son una propiedad más, todos ellos fueron fundados por los Batidores. ¿Comprende?
»Los invasores son los destructores de las antiguas civilizaciones, de la vieja fe. Son los antepasados de la gente de las máquinas. Los Yuthoaz le pertenecen a Brann. No tenía sino que aparecer ante ellos, como yo hice en Avildaro y como podría hacer en Creta, e instintivamente ellos supieron quién era él, y él supo cómo controlarlos a ellos.
»De alguna forma se enteró así de que estábamos aquí. Podría haber traído toda su fuerza contra nosotros, pero eso hubiera llamado la atención de nuestros agentes, que todavía son fuertes en este milenio, podría haberlo llevado a acontecimientos incontrolables. En vez de esto escogió a los Yuthoaz para caer sobre Avildaro, jurándoles que el sol y el rayo combatirían a su favor, y por cierto que juró con verdad.
»Y habiendo vencido —Lockridge notó cómo ella se estremecía— enviará a por algunos de su gente y todo lo demás que necesite para trabajarme.
La atrajo hacia sí. El susurro de ella se hizo urgente junto a su oído:
—Escuche. Tal vez tenga una oportunidad de huir. ¿Quién sabe? El libro del tiempo fue escrito cuando, al principio, el universo se expandía hacia afuera. Sin embargo no hemos dado todavía la vuelta a la hoja. Brann le tomará simplemente por un esbirro. Quizá no vea peligro en usted.
»Si puede… si puede, vaya al corredor. Busque a Herr Jesper Fledelius en Viborg, en la posada del León Dorado, en la víspera del día de Todos los Santos de los años 1521 a 1541. ¿Podrá recordar todo esto? El es uno de los nuestros. No creo que le pueda alcanzar, pero quizá… quizá…
—Sí… claro, sí —Lockridge no tenía más ganas de hablar. Dentro de una hora o dos ella podría explicarle, ¡pero ahora estaba tan sola! Extendió el brazo para rodearle los hombros con la mano libre. Ella se movió para hacer que su palma se moviera hacia abajo y colocó sus labios junto a los de él.
—No me queda mucho tiempo —se atragantó—. Use el que tengo: confórteme, Malcolm.
Atolondrado, no podía pensar sino en ella. Le devolvió el beso y se hundió en las ondas de su cabello. No había nada más en el mundo que la oscuridad y ella.
Y una antorcha brilló entre las ramas. Una lanza señaló, y una voz ordenó:
—Ven, tú, el hombre. El quiere verte.