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El mismo año que Tharasmund
regresó a Heorot y ocupó la jefatura de los tervingos, murió
Geberico en el salón de sus padres, en el pico del Alto Tatra. Su
hijo Ermanarico se convirtió en rey de los ostrogodos.
Posteriormente, ese mismo
año, Ulrica, hija del visigodo Atanarico, vino a su prometido
Tharasmund, a la cabeza de un gran y rico séquito. Su matrimonio
fue una fiesta recordada durante mucho tiempo, una semana durante
la que la comida, la bebida, los regalos, los juegos, la alegría y
la fanfarria no se escatimaron para cientos de invitados. Como su
propio nieto se lo había pedido, el Errante bendijo a la pareja, y
bajo la luz de las antorchas guió a la novia hasta la habitación
donde la aguardaba el novio.
Hubo algunos, no de la
tribu tervinga, que murmuraron que Tharasmund parecía demasiado
arrogante, como si se creyese mejor que los hombres de su
rey.
Poco después de la boda
tuvo que apresurarse. Los hérulos habían salido y las llamas
estaban encendidas. Derrotarlos y destruir parte de su región se
convirtió en labor de invierno. Apenas había terminado cuando
Ermanarico envió el mensaje de que quería que todas las cabezas de
tribu se reuniesen con él en la tierra materna.
Resultó provechoso. Se
trazaron planes para conquistas y otras cosas que era preciso
hacer. Ermanarico desplazó su corte al sur, donde se encontraba la
mayoría de su gente. Además de muchos greutungos, también acudieron
los jefes tribales y muchos guerreros. Fue un viaje espléndido,
sobre el que los bardos tejieron palabras que el Errante pronto oyó
cantar.
Por tanto, Ulrica tardó en
dar a luz. Sin embargo, después de que Tharasmund se encontrase
nuevamente con ella, pronto llenó su vientre, y muy bien. Ella dijo
a sus mujeres que claro que sería un niño, y que viviría para ser
tan recordado como sus antepasados.
Dio a luz una noche de
invierno; algunos dijeron que sin problemas, otros dijeron que
despreciando cualquier dolor. Toda Heorot se alegró. Elpadre envió
la noticia de quedaría una fiesta para conceder el nombre.
Aquélla era una agradable
pausa en el trabajo de la estación, añadido al encuentro de
invierno. La gente llegó en torrentes. Entre ellos se encontraban
hombres que lo tomaban como una oportunidad para intercambiar unas
palabras en privado con Tharasmund. Sentían rencor por el rey
Ermanarico.
El salón estaba adornado
con ramas de hojas perenne, tejidos, metal pulido, vidrio romano.
Aunque el día reinaba sobre el manto de nieve, las lámparas
iluminaban la larga estancia. Vestidos con sus mejores ropas, los
terratenientes más importantes de los tervingos y sus esposas
rodeaban el alto asiento donde se encontraban la cuna y el bebé.
Gente inferior, niños, perros, se congregaron alrededor de los
muros. La dulzura del pino y del prado llenaba el aire y las
cabezas.
Tharasmund dio un paso al
frente. En su mano llevaba el hacha sagrada, para sostenerla sobre
su hijo mientras recitaba la bendición de Donar. A su lado Ulrica
sacó agua del pozo de Frija. Nadie allí había visto algo similar,
más que para el primogénito de una casa real.
- Nos hemos reunido…
-Tharasmund se detuvo. Todos los ojos se dirigieron hacia la
puerta, y la respiración se detuvo-. ¡Oh, tenía esperanzas!
¡Bienvenido!
Con la lanza golpeando
ligeramente el suelo, el Errante se acercó.
Inclinó su figura gris sobre el niño.
- ¿Le concederéis,
señor, su nombre? -preguntó Tharasmund.
- ¿Cuál ha de
ser?
- De la gente de su
madre, para unirnos más a los godos del oeste, Hathawulf.
El Errante permaneció
inmóvil un momento que se hizo eterno. Finalmente levantó la
cabeza. El ala del sombrero le ensombrecía la cara.
- Hathawulf -dijo en
voz baja, como para sí-. Oh, sí, ahora lo entiendo. -Un poco más
alto añadió-: Weard así lo desea. Bien, que así sea. Le daré su
nombre.