Año 372
El viento penetró desde las
tinieblas al abrirse la puerta. Los fuegos que ardían a todo lo
largo de la estancia se agitaron en sus canales; las llamas
saltaban y fluían de las lámparas de piedra; el humo regresaba
amargo de la abertura en el techo que debería haberlo dejado salir.
El súbito brillo se reflejó en lanzas, hachas, espadas y escudos,
allí donde las armas reposaban cerca de la entrada. Los hombres que
llenaban el gran salón se volvieron cautelosos y atentos, así como
las mujeres que en ese momento les traían cuernos de cerveza. Eran
los dioses tallados en las columnas los que parecían moverse por
entre sombras inquietas, el Padre Tiwaz de una sola mano, Donar del
Hacha, los jinetes Gemelos… ellos, y las bestias, héroes y ramas
entrelazadas grabados sobre el revestimiento de madera. «¡Buuuu»,
decía el viento, un sonido tan frío como él mismo.
Entraron Hathawulf y
Solbern. Su madre Ulrica se situó entre ellos, y la mirada en su
rostro no fue menos terrible que la mirada de ellos. Los tres
permanecieron inmóviles durante un latido o dos, mucho tiempo para
aquellos que esperaban sus palabras. Luego Solbern cerró la puerta
mientras Hathawulf se adelantaba y levantaba el brazo derecho. El
silencio cayó sobre la estancia, roto sólo por el crepitar del
fuego y la respiración de los presentes.
Pero fue Alawin quien habló
primero. Levantándose del banco, con su cuerpo estremeciéndose de
anticipación, gritó:
- ¡Entonces nos
vengaremos! -rugió su voz; no tenía sino quince inviernos.
El guerrero que estaba a su
lado le tiró de la manga y gruñó:
- Siéntate. Debe
decírnoslo el señor. -Alawin tragó, miró a su alrededor,
obedeció.
Una especie de sonrisa dejó
ver los dientes entre la barba amarilla de Hathawulf. Llevaba en el
mundo nueve años más que aquel medio hermano, cuatro años más que
su hermano Solbern, pero parecía mayor aún, y no sólo por su
altura, anchos hombros y paso seguro; el liderazgo había sido suyo
durante los últimos cinco de esos años, después de la muerte de su
padre Tharasmund, y eso había acelerado el crecimiento de su alma.
Algunos murmuraban que Ulrica tenía demasiado control sobre
Hathawulf, pero quien pusiese en duda su hombría tendría que
enfrentarse a él en una lucha y era poco probable que saliese
caminando de ella.
- Sí-dijo, sin
esfuerzo, pero sin embargo se le oyó de un extremo al otro del
edificio-. Sacad el vino, mozas; bebed bien hombres, haced el amor
a vuestras mujeres, disponed el material de guerra; amigos que
habéis venido a ofrecernos ayuda, mi más profundo agradecimiento:
mañana al amanecer cabalgaremos para matar al asesino de mi
hermana.
- Ermanarico -dijo
Solbern. Era más bajo y oscuro que Hathawulf, más dado a atender su
granja y dar forma a las cosas con sus manos que a perseguir y
hacer la guerra; pero escupió el nombre como si hubiese sido un
veneno en la boca.
Un suspiro de alivio, más
que de sorpresa, recorrió el salón, aunque algunas de las mujeres
se retiraron, o se acercaron a sus maridos, hermanos, padres,
jóvenes con los que algún día podrían casarse. Unos pocos
terratenientes rugieron, casi con alegría, desde lo más profundo de
la garganta. Otros se volvieron sombríos.
Entre estos últimos se
encontraba Liuderis, el que había retenido a Alawin. Se puso en pie
sobre el banco, por lo que se encontraba por encima de todos. Era
un hombre fornido, de pelo gris y lleno de cicatrices, antiguo
hombre de confianza de Tharasmund. Preguntó:
- ¿Lucharías contra el
rey al que diste tu palabra?
- Ese juramento dejó
de tener sentido cuando hizo que Swanhild fuese pisoteada por los
cascos de los caballos.
- Pero él dice que
Randwar planeaba su muerte.
- ¡Él lo dice! -gritó
Ulrica. Se adelantó para situarse allí donde quedaba más iluminada:
un mujer grande, las trenzas recogidas medio grises y medio todavía
rojizas alrededor de un rostro cuyas líneas se habían congelado en
la seriedad de la mismísima Weard. Costosas pieles adornaban la
capa de Ulrica; el vestido que llevaba era de seda del este; el
ámbar de las tierras del norte relucía en su cuello: porque era
hija de un rey que se había emparentado con la casa de Tharasmund,
que descendía de los dioses.
Se detuvo con los puños
apretados, y los agitó frente a Liuderis y el resto:
- Bien podía Randwar
el Rojo haber buscado la destitución de
Ermanarico. Durante demasiado tiempo han tenido que sufrir los
godos a ese perro. Sí, le llamo perro, a Ermanarico, que no es
digno de vivir. No me digáis que nos hizo poderosos y que sus
dominios se extienden desde el mar Báltico al mar Negro. Son sus
dominios, no los nuestros, y no le sobrevivirán. Hablad, mejor, de
contribuciones casi ruinosas, de esposas y doncellas deshonradas,
de tierras tomadas sin derecho y de gente arrojada de sus casas, de
hombres derribados o quemados en sus moradas simplemente por
haberse atrevido a hablar en su contra. Recordad cómo mató a sus
sobrinos y a las familias de éstos cuando no consiguió su tesoro.
Pensad en cómo hizo colgar a Randwar, simplemente por la palabra de
Sibicho Mannfrithsson… Sibicho, la víbora siempre silbando a oídos
del rey. Y preguntaos esto. Incluso si Randwar se hubiese
convertido realmente en el enemigo de Ermanarico, traicionado antes
de poder vengar un ataque contra su gente… incluso si fuese así,
¿por qué debía morir también Swanhild? Sólo era su esposa. -Ulrica
tomó aliento-. También era la hija de Tharasmund y mía, la hermana
de vuestro jefe Hathawulf y de su hermano Solbern. Ellos, que
nacieron de Wodan, enviarán a Ermanarico al mundo subterráneo para
que se convierta en su esclavo.
- Hablasteis con
vuestros hijos durante medio día, mi dama -dijo Liuderis-. ¿Cuánto
de esto es vuestra voluntad y no la de ellos?
Hathawulf se llevó la mano
a la espada.
- Habláis demasiado
-contestó.
- No pretendía
ofender… -empezó a decir el guerrero.
- La tierra llora por
la sangre de la dulce Swanhild -dijo Ulrica-. ¿Nos volverá a dar
frutos si no la lavamos con la sangre de su asesino?
Solbern estaba más
calmado.
- Vosotros, tervingos,
sabéis bien que los problemas se han estado fraguando durante años
entre el rey y nuestra tribu. ¿Por qué si no vinisteis aquí cuando
oísteis lo que había pasado? ¿No pensáis todos que quizá esto se
hizo para probar nuestro temple? Si nos quedamos en nuestros
hogares, si Heorot acepta cualquier compensación que pueda ofrecer,
sabrá que tiene libertad para aplastamos por completo.
Liuderis asintió, cruzó los
brazos sobre el pecho, y contestó con firmeza:
- Bien, no entraréis
en batalla sin mis hijos y sin mí, mientras esta vieja cabeza se
encuentre sobre la tierra. Pero ciertamente me pregunto si tú y
Hathawulf no estáis siendo temerarios. Ermanarico es fuerte. ¿No
sería mejor tomarnos nuestro tiempo, prepararnos, reunir hombres de
tribus vecinas antes de atacar?
Hathawulf volvió a sonreír,
con algo más de calor que antes.
- Ya hemos pensado en
eso -dijo con tono firme-. Si nos concedemos tiempo a nosotros
mismos, también damos tiempo al rey. No creo que pudiésemos
levantar muchas lanzas contra él. No mientras los hunos merodeen
por los caminos, los pueblos vasallos se muestren reacios al pago
de tributos y los romanos puedan ver, en una guerra entre godos,
una oportunidad de entrar y conquistarlo todo. Además, Ermanarico
no permanecerá ocioso antes de moverse para humillar a los
tervingos. No, debemos atacar ahora, cuando no lo espera, cogerlo
por sorpresa, superar a sus guardias, que no son muchos más de los
que estamos aquí, matar a Ermanarico con un golpe rápido y limpio,
y después convocar una asamblea para elegir un nuevo rey
justo.
Liuderis volvió a
asentir.
- He dicho lo que
pienso, tú has dicho lo que piensas. Ahora dejemos de hablar.
Mañana cabalgaremos. -Se sentó.
- Es un riesgo -dijo
Ulrica-. Éstos son mis últimos hijos vivos, y quizá vayan a su
muerte. Eso será como desee Weard, que decide por igual el destino
de hombres y dioses. Pero preferiría que mis hijos muriesen con
valor antes de que se arrodillasen frente al asesino de su hermana.
Eso no traería suerte.
El joven Alawin volvió a
ponerse en pie de un salto. Sacó el cuchillo.
- ¡Nosotros no
moriremos! -gritó-. ¡Ermanarico morirá, y Hathawulf será rey de los
ostrogodos!
De los hombres se elevó un
rugido lento, como una ola que se aproximase.
Solbern el Sobrio recorrió
la estancia. La multitud lo dejó pasar. El junco trenzado y el
suelo de barro resonaron bajo sus botas.
- ¿Te he oído decir
«nosotros»? -preguntó por entre los retumbos-. No, eres un
muchacho. Te quedarás en casa.
Las aterciopeladas mejillas
se sonrojaron.
- ¡Soy suficiente
hombre para luchar por mi casa! -gritó Alawin.
Ulrica se envaró allí donde
estaba. De ella saltó la crueldad.
- ¿Tu casa,
bastardo?
El alboroto creciente
murió. Los hombres se miraron incómodos. No Presagiaba nada bueno
que en una hora aciaga como aquélla se liberase un odio antiguo
como ése. La madre de Alawin, Erelieva, no sólo había sido una
amante para Tharasmund, se había convertido en la única mujer que
le importaba, y Ulrica se había regocijado casi abiertamente cuando
cada hijo que paría Erelieva, excepto el primero, moría joven.
Después de que el jefe guerrero hubiese tomado el camino del
infierno, los amigos de Erelieva se habían apresurado a casarla con
un terrateniente que vivía lejos de la casa comunal. Alawin se
había quedado, lo adecuado para el hijo de un señor, pero Ulrica
siempre lo aguijoneaba.
Los ojos se encontraron
entre el humo y la luz del fuego llena de sombras.
- Sí, mi casa -gritó
Alawin-, y Swanhild también era m-m-m-mi hermana. -El tartamudeo le
hizo morderse el labio inferior con vergüenza.
- Calma, calma.
-Hathawulf volvió a levantar el brazo-. Tienes derecho, muchacho, y
haces bien en reclamarlo. Sí, cabalga con nosotros cuando llegue la
aurora. -Su mirada desafió a Ulrica. Ella torció la boca pero no
dijo nada. Todos supieron que deseaba que el joven muriese.
Hathawulf caminó hacia la
silla alta situada en medio del salón. Resonaron sus
palabras:
- ¡No más peleas! Esta
noche seremos felices. Pero primero, Anslaug -a su esposa- ven a
sentarte a mi lado y juntos beberemos de la copa de Wodan.
Resonaron los pies, los
puños golpearon la madera, los cuchillos se encendieron como
antorchas. Las mujeres empezaron a rugir con los hombres.
- Hail!Hazl!Hail!
La puerta se abrió.
La noche llegaba rápido en
otoño, por lo que el recién llegado permanecía de pie en la
oscuridad. El viento agitaba los bordes de su manto, levantaba
hojas muertas, silbaba y enfriaba la habitación. Todos se volvieron
para ver quién había llegado, tomaron aliento, e incluso aquellos
que habían estado sentados se pusieron en pie. Era el
Errante.
Era más alto que ellos y
sostenía la lanza más como un bastón que como un arma, como si no
tuviese necesidad del hierro. Un sombrero de ala ancha le cubría el
rostro, pero no el pelo gris como el de un lobo ni la barba, no el
brillo de sus ojos. Pocos de ellos le habían visto alguna vez,
pocos habían estado presentes cuando hacía sus apariciones; pero
todos reconocían al antepasado de los jefes tervingos.
Ulrica fue la primera en
recuperarse.
- Saludos, Errante, y
bienvenido -dijo-. Honráis nuestro techo. Venid, ocupad la silla
alta y os traeremos un cuerno de vino.
- No, una copa, una
copa romana, la mejor que tenemos -dijo Solbern.
Hathawulf fue a la puerta,
cuadró los hombros y permaneció frente al Anciano.
- Sabéis lo que pasa
-dijo-. ¿Qué tenéis para nosotros?
- Esto -contestó el
Errante. Tenía la voz profunda, con un acento distinto del de los
godos del sur o de cualquiera de los que conocían. Los hombres
suponían que su lengua natal era la lengua de los dioses. Esa noche
sonaba pesada, como si la empujase la pena-. Estáis dispuestos a la
venganza, Hathawulf y Solbern, y eso no puede cambiarse; es la
voluntad de Weard. Pero Alawin no irá con vosotros.
El joven se hundió,
poniéndose blanco. De su garganta salió un débil gemido.
La mirada del Errante
recorrió el salón para mirarlo.
- Es necesario.
-Siguió hablando, lenta palabra tras lenta palabra-. No te insulto
cuando digo que sólo eres medio adulto y que morirás con valor pero
sin necesidad. Todos los hombres que están aquí fueron antes
muchachos. No, en lugar de eso te digo que tu tarea ha de ser otra,
más dura y extraña que la venganza, para bien de esa gente que
surgió de la madre del padre de tu padre, Jorith… -¿había temblado
ligeramente el tono?- y yo mismo. Aguanta, Alawin. Tu hora llegará
pronto.
- Se… se hará… como
deseáis, señor -dijo Hathawulf con la garganta agarrotada-. Pero
¿qué significa eso… para los que cabalgaremos mañana?
El Errante lo miró durante
un rato en que se hizo el silencio antes de contestar.
- No deseas saberlo.
Sean buenas o malas palabras, no deseas conocerlas.
Alawin se derrumbó sobre su
banco, puso la cabeza entre las manos y se estremeció.
- Adiós -dijo el
Errante. La capa se arremolinó, la lanza se agitó, la puerta se
cerró y se fue.