El taxista admitió que el alcalde Giuliani había hecho un trabajo fuerte contra el narcotráfico; aunque rememoró la época en que se podía ganar hasta trescientos dólares, por transportar rápidamente a un cliente de un bloque a otro sin tener que preguntarse en qué negocios andaba. “Pero no le ha puesto un dedo a los italianos que controlan la basura”, resaltó con malicia. Al final mostró satisfacción porque no podría reelegirse en las elecciones del mes entrante. “Que se vaya con sus policías asesinos”, sentenció. Enseguida habló de béisbol, de lo enredadas que son las mujeres, del verano que no es como allá, pues el de aquí se pega al cuerpo. Así como hay personas que son todo oídos, podía afirmarse que el taxista era todo boca. Pensé preguntarle cuántas veces había espiado a sus padres fornicando en la cama de al lado.
—¡Déjeme aquí! —le ordené, cuando pasaba frente a una licorería.
Le pagué lo que pidió. En la licorería, terminé por señalarle al coreano la ubicación del Night Train, pues no entendía mis palabras. Continué el trayecto a pie. La ventaja de ir a ninguna parte es que no se necesita prisa. El trayecto se puede recorrer caminando; transitarlo así incluso alivia de la desesperación de sentirse estancado. A menudo me detenía a tomar un trago.
El cielo se encumbraba fuliginoso. Un helicóptero policial sobrevolaba la zona, vomitando un chorro de luz sobre las azoteas, los callejones obscuros, los rincones sombríos. Pensé que esos helicópteros son parte del folklore urbano y del firmamento de esta ciudad. Me apoyé a una columna de hierro y levanté la cabeza. La vista se me perdió entre los rieles oxidados que pasaban por el aire. Una locomotora fantasmal, amarilla, cruzó sacando pavesas de plata. Entonces el profeta Lapancha apareció flotando en el firmamento. De su mano escapaba un rayo con el que escribía en el cielo una A y una C inmensas con rutilante tinta de oro. Todos los astros se borraron de repente, pero el universo brillaba con el resplandor de las dos letras entrelazadas. “Las Águilas son las Águilas”, reveló lleno de gloria el profeta, “y el Tigre es la nada”, añadió, antes de transfigurarse en un águila de oro. Enseguida volví a ver la locomotora, que se alejaba con su estela láctea.
Me senté en el atrio de una iglesita luterana. Era una construcción de cantería y ladrillo; maciza en la base, pero proyectada con delgadez hacia lo alto. Más arriba de su ornamentado portón se destacaba un vitral redondo y, por encima, una espadaña con una campana llamativamente diminuta. Molestaba el falso estilo medieval. Estos luteranos no tienen derecho a emular ese estilo, pues no estuvieron en las catacumbas ni en las cruzadas; menos los que son de este país. La única Iglesia que tendría vínculos estéticos con el tono medieval es la católica, que sí estuvo presente en la antigüedad y la Edad Media. Los luteranos del bloque deberían inspirarse en el ejemplo arquitectónico de evangélicos, bautistas, mormones y otras iglesias del vecindario, cuyos templos se edifican humildemente con la sobriedad de la ciudad actual.
En medio de aquel paisaje umbrío, evoqué la canción The Spy. Pero no la entonación engolada del bar, ni siquiera la voz de Jim Morrison, sino la introducción orquestal. En el hueco de la noche escuché el solo de guitarra, vidrioso, pausado, luego chorreado por un piano sombrío, para dar paso a la cabalgata de la batería, sonido mesiánico, profético, que curiosamente se integra a un escandaloso juego de teclas que recrean un ambiente disoluto de taberna. Es una entrada bestial y tremenda: la cortina del espía invisible con el poder divino para hurgar en el destino telúrico de los humanos. Paraíso e infierno, cielo y tierra, carne de ángel y barro de los hombres.
—¡Samantha Ritz! —grité poniéndome de pie.
Huí de aquel atrio. Entré a la estación de tren. El ruido metálico del trinquete trajo a mi mente una idea salvadora. Obnubilado en la fatalidad de Maccabeus Morgan, luego en la cháchara en pasado del taxista y siempre en la imagen terrible de Samantha, no había reparado en que conocía su dirección. Más aún: tenía una llave de ese apartamento. Probablemente no estuviera allí, pero era el único punto de la ciudad por el que se podía comenzar.
Volví a la calle. Necesitaba un taxi. A menudo, el tren se desplaza más rápido de un lugar a otro, pues nunca tiene la mala excusa del tráfico. Sin embargo, en esta ocasión el taxi era mentalmente más apropiado. Un automóvil no es grande, le da a uno la impresión de ser dueño de su propio movimiento y, además, el hecho de ser el único pasajero lo mantiene en estrecha intimidad con su destino. “50 bucks, papi”, advirtió que cobraría el rastafari antes de iniciar la ruta. “60: Hurry up!”, aumenté la tarifa, y el tipo, con un aroma a marihuana que metía miedo, aceleró rumbo a Washington Heights. Es ese instante hubiera pagado todo el dinero del mundo, pues mi vida estaba circunscrita a ese instante en que no existía pasado ni futuro.
El taxista avanzaba como si tuviera caliente el pie de acelerar. Sin dudas había aprendido a rebasar viendo películas de detectives. Y seguro era daltónico, porque le daba lo mismo el color de los semáforos. Cuando doblaba una curva a toda velocidad o dejaba atrás por vía contraria una hilera de vehículos, emitía un grito jubiloso. Frenó de golpe cuando indiqué que había llegado a mi destino. Resopló satisfecho, como si al fin recuperara el aire. No era para menos. Había conducido con la intrepidez adecuada. Ni yo mismo lo hubiera hecho igual. Le pasé un billete de cincuenta y otro de veinte. Se dio un golpecillo en la frente, fingiendo que no tenía cambio. Sabía que la prisa no me permitiría detenerme a gestionar billetes menores. Traté de cobrarme los diez dólares con un fuerte tirón de la puerta. “Mother fucker!”, se quejó. Arrancó entre chirridos, vociferando no escuché qué otras maldiciones.
El edificio lucía tétrico. Borrado de sombras, esporádicas ventanas iluminadas, una bombilla raquítica en el vestíbulo y ninguna a lo largo de sus pasillos, invitaba a alejarse de inmediato. Apuré un trago y recorrí los peldaños del umbral. La entrada carecía de cerradura. Entré. Ascendía despacio agarrado a los balaustres, calculando en cada descanso el número de piso. Imaginaba los grafiti transpirando entre las sombras. Cuando llegué al tercero, la puerta de un apartamento se abrió y la luz me alumbró. Un muchacho salía al dintel. Se trataba de Yo. Bajó la cabeza como si no me reconociera y alcanzó la escalera. También fingí no haberlo visto.
Seguí hasta el quinto piso. Me detuve en el apartamento de Samantha. Me sobrecogía una sensación desa-gradable, de miles de ojos que observaban ocultos y de lagartos que se arrastraban sigilosos por las paredes y el piso. Toqué varias veces. No se percibía ningún ruido adentro. Por los bordes del paño de la puerta no se vislumbraban restos de luz. Todo estaba en silencio. Saqué la llave del bolsillo y la entré en la cerradura. No pude abrirla. Saqué el llavero, con la esperanza de haberla colocado allí. Tampoco resultó. Insistí con mis nudillos por un rato. Nada. Hubiera deseado echar la puerta abajo; pero desde hacía tiempo aprendí que los hombros no son de piedra y que las puertas de utilería son irreales. Además, ¿con qué derecho? ¿Cómo se salva del ridículo un hombre que acaba de destrozar una puerta y, tras encontrar a su novia a salvo en la sala, sólo a atina a decir: “Pensé que...”? Súmesele a esto la posibilidad de que un vecino aterrado telefoneara a la policía.
Frustrado, me resigné a abandonar el edificio. Mientras bajaba con las manos vacías, pude apreciar la peligrosa dimensión del lugar. El padre que salta a la arena para salvar al torero lo hace sin reparos; no obstante, cuando ha resguardado su cuerpo, suplicará a los picadores que distraigan el toro. Cada vez que alcanzaba un descansillo, suspiraba aliviado, para de inmediato temer por la suerte que correría en el siguiente trecho de la escalera. Cuando llegué al último descansillo, advertí un movimiento. A corta distancia, por detrás, sentí unos pasos detenerse, mientras que delante distinguí un bulto humano, quizás más de dos personas. Era mi hora. En el instante que esperaba lo peor, escuché una voz salvadora. “Stop! That’s my mo fo over there... Is me, Yo. Leave alone, bro”, ordenó desde el vestíbulo. Era Yo. El bulto que tenía enfrente se echó despacio a un lado y quedó repujado en la pared. Al pasar por su lado, percibí la respiración fatigosa, el aroma de la yerba, los ojos apagados en la obscuridad. En el umbral, Yo agarró mi brazo y me apuró hacia la calle.
“Never do it again lo que tú ha’ hecho”, amonestó, con un dejo de ruego paternal. Me escoltaba hacia los límites del bloque. Su cuerpo, al caminar, oscilaba de derecha a izquierda como el de un pingüino. Iba todo el trayecto pensativo, negando con la cabeza. Sin dudas, aunque sabía lo que acaba de hacer, no tenía la mínima idea de la dimensión de su acto. No era modestia, simplemente no ocupaba su genuino papel de salvador. Quizás no se impresionaba porque no se trataba de su propia vida, o tal vez porque el exceso de vida de los jóvenes no permite pensar en su carencia. “Never do it, primo”, advirtió otra vez, antes de dejarme frente a la estación. No me tendió la mano ni se detuvo a oír mi frase de gratitud. Me había salvado y, sin embargo, se comportaba sin gravedad. Como el rico que da sin inquietarse una moneda de oro, una de las tantas que le sobran.
Sacrificio de los ángeles, noches de Night Train, porfía conyugal, cristales rotos, el niño rubio, en la bodega, la casera despierta, noticias del tío
Los ángeles más laboriosos son los que están al cuidado de niños y borrachos. Estos dos personajes, al no contar con la verticalidad de la razón, se mantienen perpetuamente al borde del precipicio. Por eso los ángeles se la pasan de acá para allá sin dar abasto, interponiendo un árbol, gestionando una repentina corriente de aire, empujando una pared, ayudando a girar el volante de un auto, apartando un bordillo para que sus custodiados no se despeñen. Después de tanta faena, se les obliga a amanecer vigilantes al pie de la cama por si al durmiente se le ocurre levantarse al baño o hay que despertarlo de una pesadilla. Sin embargo, estos fatigados espíritus son los grandes olvidados del santoral. Otros que han hecho menos y de los que no se tiene rastro, llámese el Buen Ladrón, llámese san Venancio, gozan de mayor aprecio. La hagiografía les llamó genéricamente “ángeles de la guarda” y les asignó un día de calendario, eso sí, sin detallar nombres ni obras, sin imprimir vida de santos ni estampas, un cumplido para salir del paso.
De todos esos ángeles, el encargado de mi custodia merecía gratificación especial, porque estuvo alerta durante la borrachera. Cuando salí del edificio de Samantha era cerca de medianoche. Por las calles apenas se veían borrachos y algunos empleados que bostezaban bajo el toldo de las bodegas. En algunas esquinas encontraba un viejo televisor, sin espectadores, rodeado de sillas vacías, que transmitía el final del juego de los Yankees. Subía de un autobús a otro. Exploraba incontables cuadras en busca de una licorería abierta. Recorrí la ruta completa de uno o dos trenes. Creo que llegué a discutir (¡pobre de mi ángel!) con vagos de los que duermen en las estaciones. En ocasiones me senté en un banco solitario a llorar por Samantha. A veces me detenía para escuchar a hombres discutiendo en un apartamento o el grito sostenido de una mujer llegando al clímax.
Entre tragos, vislumbraba la ciudad despierta que hervía a fuego lento, bullendo en su monótono concierto de aires acondicionados. El Night Train es una bebida especialmente elaborada para tomarla de noche en los trenes. Si la frente se apoya al cristal de una ventanilla, el licor edulcora las pupilas; entonces los pesados ladrillos, el concreto de las avenidas y los postes de hierro se llenan de azúcar, se derriten en la hornilla veraniega y la ciudad se disipa, se dilata, se estiraja dulcemente como melcocha. Por eso al beberse en otra ciudad, sobre todo en una sin trenes, el entorno se ablanda y se oye el zumbido de una locomotora perdiéndose en la noche. Cuando rompí la última botella vacía y en todo South Bronx no quedaba una sola licorería abierta, me apoyé en el hombro del ángel y pedí que nos fuéramos a dormir. Faltaba poco para despertar el alba.
Entré al apartamento procurando no hacer ruido. De la alcoba de la casera provenían voces. Discutían. Al falsete de la mujer se superponían los monosílabos enredados y roncos de Bárbaro. Aunque ahogaban sus gritos en susurros, pude escucharlos claramente, debido al silencio del vecindario. “¿Tú ves? La misma vaina. ¡De una vez! ¡Terminas de una vez!”, quejábase la casera, “No aguantas nada... Y no es por tu gordura, no... ¡Otra mujer! ¡Segurito que es otra mujer!”. Pasé a mi cuarto y me quité los zapatos. Por la pared se filtraba la discusión. El hombre, avergonzado y furibundo, pedía que se callara, pero la cantaleta continuaba. “¡No prendas ese maldito aparato! Me tienes que oír...”, exigió ella, y de inmediato sus susurros se mezclaron con las voces impostadas del televisor.
Revisé mi contestador. Nada. Sólo un mensaje de mi madre. Detuve la cinta sin acabarlo de oír. Descargué mi cuenta de correo electrónico; estaba llena de email chatarra. Nada de Samantha. Tomé una pastilla para dormir.
—Tienes el resto de la noche libre —despedí al ángel.
“¡Que apagues la maldita televisión!”, gritó la casera. Las voces impostadas se desconectaron de súbito. La mujer continuó la vocinglería. El hombre dejó de responder. Luego hubo dos portazos consecutivos: uno en la alcoba, otro en el umbral. Un rato más adelante oí los pasos de la casera por la sala, y mi cuarto fue invadido por humo de cigarrillo. Fue a la cocina, destapó una botella y abrió una ventana. “¡Talvez le va mejor a la otra, blandito!”, voceó hacia la calle, y cerró el paño de un golpe. Ya no volvió a hablar. Se le podía sentir por el llanto, la humareda de cigarrillo y por el ruidoso acarreo de algún mueble.
Finalmente me desplomé de espaldas en el colchón. Tuve que agarrarme con fuerza. La cama empezó a girar a toda velocidad, como si fuera una ruleta o la filmaran para la película El Exorcista. Sentí una brasa en el estómago y apreté el diafragma para no expulsarla. El techo se convirtió en un calidoscopio que proyectaba de infinitas formas el rostro de Samantha. Después, sin darme cuenta, la ruleta se fue deteniendo y me quedé dormido.
Desperté cerca de las dos. Una sensación de terror oprimía mi pecho, me dificultaba respirar. El corazón latía, digamos, en carne viva, y el aire apenas llegaba a los pulmones, se detenía a mitad del esternón. Desesperado, salté hacia el teléfono. El contestador no tenía mensajes. Me senté acuclillado en el piso, con el auricular pegado a la oreja, la mente vacía y el oído escuchando el eco de los gritos de Samantha. Era urgente saber qué le había sucedido. ¿Cómo tener noticias? Mis intentos para contactarla eran vanos. Vi llegar la idea de llamar a la policía y denunciarla como desaparecida. Pero ¿cómo respondería a sus preguntas? Querrían saber quién era esa persona en mi vida, qué hacía, dónde trabajaba, qué vínculo tenía conmigo. Sólo les podría dar una dirección, un nombre y el color de una cabellera. ¿Y si decidían investigarme como primer sospechoso? ¿Y si la encontraban sana, feliz y salva en brazos de un marido? ¿Y si, producto de la pesquisa, la ponía al descubierto? Para no enloquecer, aunque con la secreta convicción de que lo hacía por engañarme a mí mismo, acordé creer que Samantha era una mujer poderosa y que, no importa lo que pasara, estaría en poder de la situación. Llegado a este acuerdo, apreté el auricular fuertemente, tratando de exprimirle alguna voz, como si tuviera mis manos aferradas al cuello de un ser indefinido. Cuando me abandonaron las fuerzas, respiré tranquilo. Tranquilo no sería la palabra. La palabra sería vencido.
Me paré para ir al baño. Al abrir la puerta de mi cuarto me encontré con un cuadro desolador. Desde el pasillo que conducía a la sala hasta el vestíbulo, el piso del apartamento estaba repleto de cerámica destrozada, vasos quebrados, fotografías rotas. La casera resollaba dormida en el mueble de la sala, estragada por el agotamiento. El pecho se le inflaba a ratos con violencia. Un penetrante olor a cigarrillo invadía el aire. Había cenizas y colillas desperdigadas por todas partes y, volcada sobre el vientre de la mujer, una botella de cerveza a medio terminar. Recogí los restos de una foto de la casera con Bárbaro. Por sus apariencias, parecía tomada una década atrás; debido a la clase de arbusto y a los colores vivos de la fachada que tenían de fondo, se notaba que el escenario no pertenecía a esta ciudad. La mujer lucía sonriente, bonita, con un cuerpo nada despreciable. Bárbaro posaba rígido, talvez doscientas libras menos, y mostraba el desgano enfermizo de quien se acaba de hacer una liposucción descomunal. Entré al baño. Lo limpié antes de asearme.
Después de vestirme, consulté el contestador. Nada. Borré el mensaje de mi madre. En la computadora tampoco tenía correo de Samantha. Me paré a la ventana. El pedazo de ciudad que podía apreciar desde allí, reducido a un paramento de ladrillo, la cima de un poste y una sucesión de azoteas, no proveía ninguna pista. Reclinado a una almohada, hojeé Zama. Me detuve al azar en una página del Año 1790. Leí: “Era un niño rubio, desarrapado y descalzo”. Aparté la mirada. Evoqué al niño rubio que roba monedas de plata, escurridizo, siempre retornando hacia el misterio. Su pelo de oro, su intermitencia, su angelical tendencia a lo sórdido, me condujeron a Samantha. Eso era ella: un niño rubio de ojos brillantes en la sombra. Fui al tercer capítulo.
La jaqueca pronto me detuvo. Decidí ir a la bodega por unos analgésicos. Caminé con cuidado para que mis zapatos no crujieran al pisar los vidrios rotos. La casera ahora dormía sin convulsionarse. Bajé a la calle. El sol me humilló los ojos. La luz blanqueaba el paisaje urbano, lo desleía, y daba la impresión de que el día estaba iluminado con las potentes bombillas de un estadio.
Encontré al bodeguero en la acera, desabotonada la camisa, picando una sandía. “¡Esto allá no se comía, primo!”, exclamó regocijado, y empezó a escupir semillas. Por sus comisuras bajaban dos líneas de un líquido rosado, que le daba una curiosa apariencia de muñeco de ventrílocuo. Le pedí dos analgésicos y un té de manzanilla. “La mujer de Bárbaro está dada al diablo. Él pasó por aquí casi a las seis de la mañana. Ella lo cela demasiado. ¿Dígame si yo lo he enamorado a usted? ¡Pues así mismo es Bárbaro!, no anda en búsqueda... Lo que pasa es que, con esa gordura, la naturaleza no le funciona igual... ¡Tan buena hembra, cónchole! Había que verla...”.
Pagué sin decir media palabra. Regresé asqueado al apartamento. No entiendo cómo un hombre tiene la indiscreción de ventilar sus intimidades de alcoba en una bodega. Y menos aún que los confidentes las vociferen a los cuatro vientos. Las mujeres, devotas de la murmuración, al menos tienen el detalle de difundir el chisme mediante el murmullo, siempre en ambiente selecto, aunque a veces esa selección sea lo suficientemente numerosa como para abarrotar un salón de belleza. Una mujer chismosa luce normal, pero un hombre chismoso es una cosa aberrante, quizás porque asume el vicio moral más monstruoso que pueda poseer una mujer.
Preparé la infusión. Me acerqué sigiloso a la casera para quitarle la botella de la mano, pues la cerveza estaba a punto de derramarse sobre su vientre. Ante la repentina sensación de la mano vacía, despertó con un leve sobresalto. Me aparté un par de pasos. Ella me observó entornando los párpados. Se desperezó y se sentó en el mueble.
—¿Qué hora es? —preguntó con voz ronca.
Le respondí. No mostró reacción. En esos casos, las personas suelen hacer la misma pregunta, preocupadas, como si fuesen relojes que de pronto temieran haber perdido la capacidad de medir el tiempo. Contempló el desorden contrariada. Suspiró resignada.
—Usted me comprende, ¿verdad?
Afirmé con la cabeza. Un rato más adelante, al parecer con el rompecabezas de la noche anterior recién armado, afirmó confiada: “Bárbaro estará aquí antes de las seis. Por nada del mundo se va a perder la telenovela”. Volví a la cocina. Percibí la chispa de un fósforo, el humo de un cigarrillo. Serví dos tazas de manzanilla y puse al borde de cada plato un analgésico. Le pasé una taza. “Té no”, rechazó poniéndose de pie, “café”, y se internó en la cocina. Seguí camino al cuarto. Luego sonó mi teléfono. No era Samantha. Mi tío, con su acostumbrada brevedad, dijo que en dos semanas habría un puesto en el restaurante e iba a recomendarme. “Llámese un día de estos a su madre”, encomendó antes de colgar, “madre sólo hay una”.
Cuando salí una hora después, en el apartamento no quedaba rastro de los destrozos. Todo estaba en su lugar, bien recogido y ordenado. Hubiera dado tanto porque así de recompuesta, luciera en mi mente la imagen de Samantha.
El amor y el interés, el rapto, Samantha en el sótano, haciendo el amor a una princesa, ojos en la obscuridad, el cajero del Cachíar, diseño de un golpe, un billete de diez dólares
Caminaba hacia la estación. Llevaba la mente en el aire, no precisamente en Samantha, sino en el hecho de que era miércoles y aún no pagaba la renta del cuarto. No tenía suficiente dinero. Había prodigado todo la noche anterior en licorerías y taxis. Ahora debía enfrentarme a mi jefe para pedir un adelanto. Los muertos de hambre no pueden aspirar al gran amor. El romance exige sólida economía, pues los protagonistas han de escenificarlo en amplios jardines, ampulosas mansiones, lujosas alcobas y autos último modelo. Los guionistas de telenovelas y las editoras de revistas rosa están muy al tanto de esta realidad. El pelagatos no debe tomar parte de grandes amores; le conviene conformarse con una mujer de generales y pasiones modestas, de tal forma que la bolsa no le deje corto. Pero, ah, como el amor es ciego e insensato, ahí andan pobretones y obreros del común despilfarrando su miserable salario para al día siguiente no tener ni con qué pagar una miserable semana de cuarto.
Sumido en estas graves consideraciones andaba, cuando, al bajar un pie a la calle, un automóvil frenó con violencia junto a mí. Antes de reconocer a sus ocupantes, me llegaron en alto volumen las notas de Sing, sing, sing. Pensé escabullirme, pero ya tenía al Tritón cara a cara.
—¡Subíos, gilipollas! —ordenó.
Retrocedí un paso para seguir mi camino.
—Subid, si no os molesta —volvió a pedir con voz extremadamente cortés, a la vez que se levantaba un poco la camisa y dejaba relucir la culata del revólver.
Ocupé el asiento trasero, apartado del Chief, quien, vestido con un traje blanco lleno de manchas negras, parecía un personaje dálmata. El automóvil se desplazaba a diferentes velocidades, unas veces muy acelerado, otras demasiado lento. No se conversó durante el trayecto, aunque exigí decirme adónde nos dirigíamos. Transitamos por pequeños puentes olvidados. Patios de fábricas abandonadas. Arboledas quemadas por la brisa caliente. Barrios mugrosos con destartaladas casitas de hojalata. Largos bulevares de árboles podridos y secos hidrantes. Terrenos baldíos sin construcciones ni vehículos ni gentes a la vista. De pronto tuve la sensación de que nos desplazábamos por una callejuela de mi infancia. Era exactamente la misma, aunque no lograba precisarla. El olor, los colores, cierta agitación en el pecho permitían evocarla. Después retomamos el tráfico ruidoso de la ciudad.
El auto entró a un garaje. El Saltacocote se apuró a cerrar el portón. En la obscuridad, dos manos me sujetaron ambos brazos y me hicieron bajar por una escalera hacia un sótano. Antes de llegar al escalón de arranque, recibí un empujón. Caí al suelo. Unos pasos retornaron escalera arriba.
—¿Encendemos la luz, Alteza? —preguntó el Tritón.
—Puedes encenderla —respondió una mujer.
Era la voz de Samantha. La luz limpió de obscuridad el sótano. El Saltacocote y el Tritón cerraron la puerta y desaparecieron de la escena. Frente a mí, un sueño, vislumbré a Samantha. Estaba reclinada en un diván. Traía un hermoso vestido rosa; el pelo recogido en un moño para impedir que ni una hebra de cabello se interpusiera en la frescura de su rostro. Su aura de belleza, sumada a la elegancia de los atuendos, le daban un majestuoso toque de princesa. Lucía divina. Se puso de pie con ligera afectación y se refugió en mis brazos. La apreté a mi pecho. Mis pupilas se llenaron de lágrimas.
—No me has hecho esperar, sino sufrir —fue la primera cita que pasó por mi mente.
Se aferró más a mi cuerpo. Abrí los brazos para separarla y verla de nuevo, pero ella seguía restregada en mis hombros. Mucho rato. Empecé a sentir una dulce desesperación. Por fin agarró mi muñeca y nos sentamos en el diván.
—¿Me extrañaste?
—Casi me muero —contesté—. ¿Qué te sucedía? ¿Dónde estabas?
Quedó extasiada en mis ojos. Era una princesa. Una princesa real, quiero decir, como las de los cuentos de hadas; porque en la cotidianidad existen unas princesas feísimas, ataviadas sin encanto, que más bien parecen las hermanastras de Cenicienta.
—En ninguna parte —dijo ante mi insistencia—. Eras tú quien andaba desaparecido.
—Pero te oí en el teléfono... ¡Eras tú!
Evadió mi mirada. Negó varias veces que fuera ella. Luego, sonreída, acarició mi rostro.
—Me ahogaba pensando en ti —reveló conmovida.
“¡Corazón mío!”, exclamé, y besé su mano enternecido; así mismo, como esos genuinos héroes novelescos del siglo XIX que lucen tan falsos cuando son transportados a las telenovelas. Si bien mi razón recelaba de sus argumentos, mi corazón la aceptaba con regocijo, y es de éste, y no de aquélla, del que nos debemos guiar en tales circunstancias. “Bichito tonto, bichito tonto”, musitaba a mi oído mientras me rascaba la cabeza, y yo le reconocía: “Sí, tonto, tonto”. Nos amamos en el diván, oliéndonos, lamiéndonos, ahogándonos con nuestras secreciones. El clímax me abatió no tanto por el profundo estremecimiento, sino por un celaje chispeante que llenó el vacío. No podía quejarme: ya no moriría sin haberle hecho el amor a una princesa.
Descansó la cabeza vencida sobre mis muslos. La luz pestañeó se forma intermitente. Se apagó. La obscuridad resaltó una miríada de ojos encendidos. Me sentí acorralada por bestias de presa. De pronto dejé de percibir el peso de la cabeza de Samantha. Grité su nombre y no recibí respuesta. La busqué en vano moviendo los brazos en la sombra. Tuve un presentimiento horrible. Oía un rumor de lagartos correteando de uno a otro lado. Mis pies chocaron con el escalón de arranque. Ascendí trastornado escalera arriba. Tentaba todo el tiempo la pared con las manos, hasta que por fin di con el interruptor. Encendí la luz. Quedé petrificado. Desperdigados por el sótano, se encontraban Maccabeus Morgan, el Saltacocote y el Tritón. Apostado a los pies del inválido, descansaba un perro negro. Samantha estaba en el diván, con las piernas desnudas y un seno descubierto. La miré escandalizado para que se cubriera. No hizo ningún movimiento, como si su situación le despreocupara. Bajé apurado.
—¡Esto es un abuso! —deploré mientras le componía el vestido—. ¿Se creen dueños de nosotros? ¿Piensan que pueden disponer así de nuestras vidas?
El Chief se echó a reír mientras acariciaba la papada del perro. Sus dos secuaces le hicieron el coro. Cuando les dolieron el diafragma y las quijadas, quedaron callados. Entonces, repentinamente, Samantha empezó a reír. Era una risa demoníaca, aislada, desconectada de la realidad, argentina, capaz de quebrar el cristal. Yo la observaba impávido. La ayudé a ponerse de pie.
—Nosotros nos vamos —determiné, y la abracé por el hombro.
El Saltacocote y el Tritón se interpusieron en la escalera.
—“Nosotros” suena a mucha gente —criticó el Chief—. Y usted no va para ninguna parte, Mosca.
Hizo una señal al Saltacocote y éste abandonó el sótano. El Tritón sacó su revólver. Me embargó una rabiosa impotencia.
—¡Mi vida es mía! —grité.
—Ya no —estableció a secas el Chief.
Samantha ahora callaba. Su rostro me entibiaba el pecho. Tiritaba, avecilla en mis brazos, y la sentía suave como estar abrazado a un almohadón de plumas. Me senté con ella en el diván. Los dos miserables nos contemplaban con falsa contrición. Daban asco. Parece que aprovecharon cuando estábamos distraídos en las faenas del amor para colarse en el sótano. No pude precisar si bajaron por la escalera o se deslizaron por alguna portezuela subterránea. De serme dado el poder, allí mismo los hubiera asesinado.
El Saltacocote reapareció en compañía de un extraño. Era un hombre calvo, espejuelos de concha y el pelo tan perfectamente acicalado que obligaba a pensar en un bisoñé. Traía camisa blanca empapada de sudor y, agarrotado al cuello, un corbatín negro. Me pareció reconocerlo. Si el mundo no se había agrandado y funcionaba mi memoria, se trataba de un cajero del Cachíar, la estafeta de cambio de cheques, remesas y pago de facturas ubicada en Grand Concourse, a unas cuadras de la tienda. Lo recordaba porque en ocasiones había ido a pagar los recibos de luz y teléfono. Traté de no llamar su atención, aunque seguro no me reconocería. Empotrado tras el cristal antibalas, nunca miraba al rostro: se circunscribía a tomar la factura y el dinero, realizar la transacción, devolver el papel sellado por la ranura y, tras retocarse el corbatín, exclamar con desabrimiento “Next!”.
Desde que apareció en el sótano, empezó a resoplar sofocado.
—¿No tienen aire ni abanico aquí abajo? —se quejó, sacando un pañuelo.
Sus ojos verdes se cuarteaban de sudor. El Chief sugirió que si se quitaba la corbata respiraría mejor. El cajero reaccionó asombrado. Era uno de esos hombres que apoyan su humanidad en un atavío determinado, al punto de integrarlo a su metabolismo, y si de pronto ese atavío les falta, se sienten sin personalidad. Se ajustó con dignidad el corbatín.
El Chief lo interrogó con meticulosidad. Era increíble lo que escuchaba. El sujeto necesitaba la ayuda de Maccabeus y su banda para robar la caja fuerte del Cachíar. Estamos hablando de unos cuatrocientos mil dólares. El traidor tenía todo calculado: la forma de burlar la alarma, desactivar el equipo de vídeo, abrir las puertas de hierro. Usando artimañas asqueantes, se las había ingeniado para conseguir la combinación de la caja y sacar copia de las llaves. Hablaba con sumo entusiasmo. Dejaron trazado el plan. El golpe sería dentro de dos días.
Cuando el cajero se disponía a retirarse, el Saltacocote y el Tritón lo tiraron bocabajo contra el piso. Uno le metió el cañón de la pistola en la boca, otro le oprimía las sienes. El Chief se le acercó moviendo parsimonioso la silla de ruedas. El perro le ladraba, tan pegado a su rostro que le babeaba las mejillas. El tipo, aplastado en el suelo, apenas podía mover los ojos. Sus mejillas blancas estaban desteñidas por el miedo, transparentadas, mostrando el color del hueso.
—Si me traicionas —amenazó Maccabeus, conteniendo al perro por la cadena—, verás que lo que te hacen ahora es un simple juego.
Los dos matones se levantaron. El cajero, sin aire, se puso de pie. Sudaba de cuerpo entero y el bisoñé amenazaba con caerle sobre un hombro. Se ajustó el corbatín, luego los lentes. Tenía el rostro descolorido y aterrado. El verde del iris lucía desleído. Su mirada reflejaba un profundo desamparo. Parece que por primera vez entendía la gravedad del plan en que se había involucrado. Lo escoltaron hasta la salida del sótano.
El Chief repartió instrucciones a sus matones sobre los pasos previos. Armas a utilizar, ubicación exacta del Cachíar, mapa de escape... Extrañamente, parecían estar más interesados en un puesto de frutas que colindaba con la estafeta. Seguro iba a ser la vía de fuga en caso de algo salir mal. Repartidas las órdenes a sus dos secuaces, se dirigió a Samantha y a mí.
—Tú reinarás, como siempre, corazón —indicó a Samantha con los ojos melosos. Enseguida me lanzó una mirada dura—. Tú entrarás junto a nosotros.
—Soy un hombre serio —rechacé.
—Claro que eres un hombre serio —comentó—. No te he visto reír en toda la tarde.
Liberó unas carcajadas secas, asmáticas, que fueron alimentadas por sus compinches. Se inclinó para acariciar el perro. Adulaba al animal con blandenguería infantil.
—Yo no entro al juego —determiné, asido a la ma-no de Samantha—. Si desea, puede ordenar que esos dos reptiles me maten ahora mismo. No tengo miedo de morir.
—Nadie tiene miedo de morir, Mosca —dijo sin impacientarse—. Lo que en verdad aterra es quedarse muerto... Esperarás el jueves en Fordham Road y Grand Concourse, esquina oeste. 11:45 p. m.
Negué con la cabeza.
—Tendrán que matarme.
Maccabeus Morgan resopló desganado.
—Bien —resolvió insidioso—, entonces usaremos tu sangre.
Se acarició los brazos y el pecho imitando con sus manos una brocha. Samantha reaccionó espantada. Se puso de pie, cubriéndome con su cuerpo.
—¿No podrías ser menos humano? ¡Yo entraré en su lugar!
El Chief chasqueó la lengua contra sus dientecillos almenados.
—Habiendo en el mundo criaturas feas y detestables —dijo, señalándome—, ¿cómo crees que voy a exponerme a sacrificar una belleza como tú, querida?
Insistí en que no participaría del robo. La mujer me miró angustiada. Decidí mantenerme firme en mi determinación. Algo de cordura debía quedar en el desorden de mi cabeza enamorada. Samantha puso su rostro a flor del mío. Me lamió con ternura la barbilla.
—No te salves sin mí —rogó.
No puse atención a sus palabras. En ese instante debía prevalecer la sensatez. Permanecí inconmovible. Entonces sucedió un hecho inesperado que desmoronó mi entereza: Samantha se puso a llorar. Se echó en el diván con el rostro recogido entre las manos. Traté en vano de calmarla. Lloraba como una niña y se veía tan tierna. No sabía qué hacer. O sí supe, porque era lo único que se podía hacer para salvarla de su tristeza. Encaré al Chief. Confirmé que esperaría el jueves en Fordham Road y Grand Concourse, esquina oeste. 11:45 p. m.
Samantha se levantó. Se recogió las lágrimas con los dedos. La tomé en un abrazo. No entendía nada de aquella locura, absolutamente nada, pero en ese momento tenía a la muchacha conmigo. Caminé con ella lentamente hacia la escalera. Entonces Maccabeus Morgan se puso a canturrear: I know everything. Everything you do. Everywhere you go. Everyone you know. El Saltacocote me alcanzó cuando ponía el pie en el escalón de arranque.
—¡Hey, Mosca! —dijo, extendiendo hacia mí un brazo—. ¿Te guta la mariguana?
Y me dejó en la mano un billete de diez dólares.
Texto sobre la infidelidad, un helado de fresa, entre las ruinas de un incendio, encuentro con la Boricua, Samantha y la Boricua, licores para un trío, despedida de tres, teléfono de madrugada
Tan pronto abandonamos el sótano, Samantha se quitó el elegante vestido rosa. Lo abandonó en una silla desvencijada del garaje, junto a los zapatos y las joyas. Se soltó el moño y, tras sacudirse la llamarada del pelo, explicó “Sólo quiero ser princesa para ti”. Traía debajo un corto vestido sepia. La tela dejaba transparentar la línea de sus pantis e imprimía el contorno de sus senos. Vagamos en autobús sin rumbo fijo. Cuando precisábamos de intimidad para el diálogo, nos transferíamos a algún vagón desolado del tren. Por necesidad, me esforzaba en evadir los taxis.
Samantha iba de perfil, inmóvil, con las pupilas ancladas en algún punto muerto de la ventanilla. Rastreé con la mirada su rostro perfecto y las líneas armonizadas a través de su cuerpo. Sentí una repentina compresión en el pecho al pensar que esa hermosa criatura fue disfrutada alguna vez por el miserable del Chief. Me sobrecogió un desaliento emanado más de la decepción que de los celos. Me tranquilizó la idea de que, según las evidencias, Samantha estaba conmigo. Ese inválido endiablado no la poseía. Al menos no en este tiempo. Maccabeus Morgan sería ante ella un fantasma, un cortejador derrotado. Me hizo bien imaginarlo reducido a la ficción del ex. Sí: un ex, condenado a observar desde la muchedumbre la nueva vida de su antigua amante, atormentado ante la evidencia de felicidad que provee el otro. De inmediato me sobrecogió la aprehensión. El ex constituye un estatus vitalicio. El ex, en tanto ya ha sido, nunca deja de ser y posee la perennidad de que carece el que es, o sea el amante presente. Nunca se dejará de ser el ex; en cambio, el que es puede dejar de serlo. El ex siempre es, mientras que el es nunca se sabe. Esta diferencia de la x y la s (pequeña para la ortografía, insignificante para numerosos hablantes) establece una disparidad infinita. La imagen del Chief volvió a imponerse sobre mi ánimo. Para no echar a perder la noche, me administré la noción de que tales suposiciones carecían de sentido. Sin embargo, la dosis no duró mucho:
—¿El inválido y tú fueron amantes?
Samantha se volteó. Me miraba como si espiara con dificultad por encima de un muro. La confronté desafiante. Enseguida me di cuenta de que cometía un error. Debí hacerle la pregunta fingiendo desinterés; en cambio, mis ojos le permitían ver la duda, la irracionalidad, la incurable fiebre de los celos. Intenté borrar la expresión, pero ya era tarde.
—No —respondió con una sonrisa angelical por la que asomaron sus dientes menudos.
Quedé en un limbo, con una sonrisa imbécil a medio hacer. No pude ser menos estúpido. ¿Qué otra cosa respondería? Que dijera la verdad era tan improbable como que un criminal confesara mansamente su delito ante un policía. Su no, impenetrable, me dejó vencido, porque se trataba de uno de esos “no” de mujer.
—¿Qué piensas de la infidelidad? —arremetí frustrado.
Encogió los hombros:
—Nada.
Aseguró que nunca se le había ocurrido pensar sobre eso. Le pregunté si fue infiel alguna vez. Volvió a encoger los hombros. Ignoro si fingía, pero, por su escasez de argumentos, era claro que al menos no se dedicaba a meditar sobre el asunto.
“La infidelidad es terrible, pero interesante. Tiene más poder que el amor para avivar la pasión”, reflexioné, en tanto la muchacha dejaba perder la mirada en la larga hilera de rieles oxidados extendida a partir de Kingsbridge Road. “Por más que se quiera ocultar, el mundo de los amantes es más profundo que el simple deseo de fornicar”.
“El amante conoce mucho mejor que el esposo a la mujer. Porque el esposo, aunque sospeche, no sabe realmente de lo que ella es capaz, mientras que el amante está más próximo a saberlo”.
“Hay personas que arden en deseos por engañar a su pareja. Fantasean con la infidelidad, son felices imaginándose en brazos de otro, pero por estupidez o cobardía se cohíben. Si un día descubren que su pareja les fue infiel, corren al lado de otro, supuestamente por despecho; en verdad, lo que han hecho es hallar la oportunidad de poner en práctica aquello que en el ánimo habían resuelto hace tiempo”.
Cuando terminé de hablar (en realidad citaba un viejo texto de mi autoría), la muchacha se volteó a mirarme con una expresión llana. Parece que no entendió o simplemente no había escuchado mis palabras. La expresión le sentaba graciosa, así que no me ofendí. De todos modos, se trataba de vana literatura. Al no conseguir ninguna reacción a mi discurso de metamensaje, decidí guardar silencio.
Mientras en una estación aguardábamos a que el tren retomara la marcha, salí al andén detrás de Samantha. La seguí hasta la calle. Iba hipnotizada por el camión del heladero, que pasaba despacio atrayendo a la chiquillada con su musiquilla metálica. Nos sumamos a un grupo de niños a pie, patinetas, patines, bicicletas, arrastrados por esa especie de flauta de Hamelín. Bueno, lo de Hamelín puede resultar aquí una analogía impropia, pues todos los niños siempre regresan del camión alegres y lamiendo sus helados... Aunque hace varios meses un muchacho se acercó desprevenido y terminó bajo las ruedas: no regresó jamás.
Le compré a Samantha un helado de fresa y no pude evitar que se chorreara el vestido. En lo que se resoplaba los labios y la lengua enrojecidos por el frío, me regocijé del lugar donde estábamos. St. Annes Avenue, a unas cuadras del apartamento de la Boricua. Ni un pésimo guionista hubiera establecido una coincidencia tan oportuna. Me excitaba la simple circunstancia de encontrarnos por allí. Todo caería como anillo. “Por coincidencia llegamos al vecindario y quise presentarlas”, sólo debía decir sin rodeos.
Las luces de la tarde no demoraban en esfumarse. Las nubes flotaban oxidadas en el aire. En poco tiempo todo se desvanecería bajo el cielo de bronce del Bronx. Pasábamos por las ruinas de un edificio incinerado, cuando Samantha me tomó por el brazo y me hizo entrar. Me sobrecogió aquel sitio obscuro, guarida ideal de drogadictos y alimañas urbanas. Pisé lo que sin dudas sería una pipa de crack, una jeringa, una botella de alcohol.
Decidí tomar las riendas y sacar a la muchacha de aquella madriguera. Pero al abrir la boca, su lengua se deslizó ávidamente. Antes de que pudiera reaccionar, ya su mano hurgaba por mi pubis. Me dediqué a chupar una mancha de helado que cubría su pecho, a succionar la dulzura dispersa en su vestido, y enseguida estaba lamiendo sus senos. La piel suave, tibia, jugosa, que impedía que su sangre en ebullición se desparramara. Se apartó un ala sedosa de los pantis. “Entra aquí...”, rogaba, ordenaba con la garganta seca. Y entrar en ella fue deslizarse por un cuerpo enjabonado, asirse a un chorro de aromático aceite, deslizarse bajo la lluvia por una montaña de barro. Yo era un ángel bajando desnudo desde el cielo, todo una naranja incendiada, levantando en mis brazos del suelo el cuerpo hermoso de Samantha. El rostro de la Boricua brillaba intermitente en la sombra, se borraba. “¡Espera! ¡Espera!”, musité temiendo quedar perdido en el vacío. Pero antes de recuperar sus facciones, mi visión se sublimó vencida en un chorro de plata.
—No me sueltes —susurró pegada a mi oreja—. No me sueltes.
Volvimos a la acera. El crepúsculo teñía de sepia las calles del vecindario. La abracé y caminamos hacia el apartamento de la Boricua. No le había advertido nada. Simplemente dejaría que todo fuera sucediendo por sorpresa. Para mi satisfacción, el roce con Samantha me revitalizaba. Empezaba a sentir una ligera excitación. Media hora más y un par de cervezas, me dejarían como nuevo.
Toqué el timbre del vestíbulo. Samantha reaccionó extrañada. Dueño de la situación, guiñé despreocupado. “¡¿Quién?!”, vociferó la Boricua desde la ventana del tercer piso. Al verme en compañía de la muchacha, quedó un poco embelesada. Se hundió una mano en el pelo. “Ya va”, y desapareció del vano. Duró una eternidad para abrir.
—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber intrigada.
Toqué en el apartamento.
—Es una amiga. Te va a gustar.
Medio siglo después, la Boricua abrió la puerta. Podría decir que estaba helada de ver a Samantha. No era para menos: la muchacha lucía radiante, y el vestido sepia, aunque corto, resaltaba la exquisitez de su cuerpo sin dejarlo caer en la vulgaridad. Nuestra anfitriona tampoco se veía mal. Podría jurar que se había acicalado rápidamente el pelo y que esa no era la misma blusa que traía cuando se asomó a la ventana. La frescura del perfume y los zapatos ligeramente fuera de tono, indicaban que se había arreglado al vuelo.
Pasamos a la sala. Las dos mujeres quedaron sentadas de frente. Las dejé hablar, haciéndome el despreocupado. Samantha la escrutaba fijamente. Noté que le hablaba en inglés. Tras hacerle una discreta indicación, el diálogo continuó en español. Resultaba evidente que ambas estaban impresionadas. Pensé bajar por unas cervezas que despejaran el clima. Sentí un calambre en el estómago, pues el dinero no me alcanzaría ni para un six-pack. Estaba contra la espada y la espada. Samantha pidió ir al baño.
—¿Tienes cerveza? —pregunté a la Boricua.
Negó en silencio.
—Dime —cuestioné intrigado—. ¿Qué tal?
No respondió de inmediato.
—I don’t know —vaciló.
—¿Cómo que no sabes? —protesté— ¿Te agrada, sí o no?
—Es muy linda... De alante-alante —aclaró.
Se me despejó el cielo.
—Entonces... ¿Crees que podremos?
—Todo depende de ella —propuso. Volvió a quedar pensativa. Sonrió nerviosa—. Me da miedo...
Oía la bomba del baño.
—Oye, ando sin billetes pequeños —mentí apurado—. ¿Podrías prestarme algo hasta más tarde? Hay que comprar cerveza.
Me pasó un billete de veinte dólares. Retornamos a nuestros asientos. Samantha ocupó su silla, sin dibujar la suave sonrisa de disculpa que se estipula para esos casos. Volvió a clavar la mirada en la otra. Intercambiaron opiniones sobre la guerra, las elecciones primarias, los líos de la bolsa, muy escuetamente, como si no fueran mujeres. En ningún instante hablaban de la telenovela, ni la anfitriona mostraba un álbum de fotografías, ni se dirigían a la cocina a ver los azulejos. Parecían estudiarse los gestos y las palabras. Yo las observaba en su plática tan seria y no podía dejar de imaginarlas a medio desvestir besándose en el mueble, intercambiándose de cerca la belleza.
—¡Bendito! ¡Qué calol! —exclamó la anfitriona, resoplándose el sudoroso nacimiento de los senos—. Voy a encendel el aire.
—Déjalo así —ordenó Samantha sin vacilar.
La Boricua canceló el gesto de levantarse. Volvió a apoyar la espalda en la silla. Insinuó una corta sonrisa que se desvaneció en un suave temblar de labios. Se acarició el pelo, pensativa, e intentó halarse el borde de la falda hacia las rodillas. Las dos mujeres no hablaban. Samantha la contemplaba con la cabeza altiva, mientras la otra ahora se rebuscaba las uñas con el rostro humillado. De pronto supuse el motivo de la frialdad. Era yo. Debía apartarme un rato del apartamento para que los ánimos fluyeran.
—Hace falta unas cervezas —dije, poniéndome de pie—. Voy a bajar a la bodega.
La Boricua me miró absorta:
—Be careful con los bregadores de la esquina —balbuceó ansiosa.
La calle estaba desierta. Una mancha ennegrecida, en lugar de la noche, se tendía en los callejones y a lo largo de las aceras. La única luz venía de una bombilla que pestañeaba en un poste. Entré rápidamente a la bodega, pero me entretuve curioseando entre los estantes. Calculé que unos quince o veinte minutos serían suficientes. La Boricua se encargaría de dar el primer paso. Es posible que cuando regresara al apartamento las encontrara besuqueándose en un rincón apartado de la ventana, o acariciándose junto a la estufa, o comparándose los cuerpos desnudos frente al espejo del aposento. En el peor de los casos, estarían silenciosas en sus asientos, mirándome con nerviosa complicidad, en espera de que alguien diera el primer paso.
Debe reconocerse que existe una bondad profunda en el hecho de que las mujeres hermosas permitan ser tocadas por el hombre. En sus cuerpos delicados y exuberantes, la callosa o falsamente femenil mano masculina instituye el desentono. Por ley natural, un cuerpo bello sólo debería ser amado por otro bello. En tal virtud, y a riesgo de quedar fuera, pensé que Samantha sólo merecía ser tocada por las manos de una chica hermosa como la Boricua. Yo era un simple mortal que me sentía hermosamente complacido de participar en el encantador banquete de las dos mujeres. Figurarlas uniendo su hermosura me producía una ansiedad profunda. Volví a consultar el reloj. Finalmente compré cerveza y licor de frutas.
Entré al edificio. Había dejado el portón entornado con una botella, para no tener que romper algún hechizo con el timbre. Asimismo tuve la precaución de no dejar cerrada la puerta del apartamento. Subí las escaleras sin hacer ruido, con la respiración oprimida en el pecho. Cuando llegué al umbral, fui asaltado por la sorpresa.
Samantha salía apresurada a mi encuentro.
—Vámonos de aquí —pidió.
Alcancé a ver hacia el apartamento. La Boricua estaba de pie junto a su silla. Me miró como si estuviera cien kilómetros más allá del sitio donde se encontraba. Pensé averiguar lo que sucedía, pero Samantha tomaba las escaleras. Desconcertado, dejé la bebida en la puerta y bajé tras ella.
—¡Espérate! —dije en el vestíbulo—. Es peligroso. No podemos irnos así.
Lo decía en serio. En las noches de Mott Haven la calle es una selva. Samantha no me hizo caso. Caminamos silenciosos hasta guarecernos en la estación. Sentados en el andén, traté de conseguir una explicación. Pero no me dirigía la palabra. Tampoco lo hizo durante el trayecto. Ni al esfumárseme en los pasillos de la 149 Street. No podía decir que iba molesta. Simplemente callaba.
—Estoy en el aire. No sé qué pasó. Samantha no quiso hablarme... ¿Aló?
—No pasó nada.
—¿Se pusieron a discutir cuando bajé a la bodega? Algo debió suceder... ¿Aló?
—Nothing... Oye, mejol llámame mañana. No me siento bien. Es muy talde.
—¿Le hablaste del trío?
—No.
—¿Preguntó algo sobre nosotros?
—No hablamos nada.
—¿Y por qué se puso así?
—¡Qué sé yo! Cuando bajaste, seguimos calladas. Me miraba con esos ojos que ella tiene. So, de pronto se paró de la silla y caminó hasta la puerta.
—¿Nada más?
—Eso fue todo... Es una mujer extraña.
Facultad de las mujeres, diálogos sin sentido, el barco de cristal, exposición fotográfica, encuentro con Yo, la Boricua al teléfono, asamblea de ancianos, con el abuelo de Yo, Samantha la extraña
Numerosos motivos tiene el hombre para dedicarse a escribir una novela. Desde inventarse el mundo en que no cupo o no le fue creado, hasta matar con un largo y fatigoso embullo el hastío de los días. Sumados a esos y otros tantos motivos, al escribir estas páginas he tenido un deseo íntimo, leve, difícil de saber retribuido: que las mujeres, cuando lean y suspiren en alguna de estas páginas, se acuerden de mí. De hecho, lo que plasmo y no logro entender de esta historia, se lo dejo a ellas. El resto queda para los hombres. Porque hay cosas que, por más que pretendamos, sólo existen para ser comprendidas por las mujeres. Por esta razón, aunque siempre se oirá que a las mujeres no hay quien las entienda, nunca escucharemos a una dama decir cosa semejante sobre el género masculino.
En la historia que me sucedió y que en estas hojas acotejo, hubo lagunas, espacios muertos, significaciones que no logré entender. Aunque he evitado resaltarlos, podría acaecer que alguno se insinúe en esta novela. Durante un tiempo me dediqué a meditar sobre la manera de rellenar esos huecos, a fin de que la novela quedara bien adoquinada. Vi el ejemplo de muchos libros, especialmente historias noveladas, y el consejo era dar por hecho lo que nunca sucedió. Pronto desestimé el recurso: primero porque sería falsificar el sucedido, segundo porque me engañaría a mí mismo explicando lo que jamás comprendí. Luego de fustigar las neuronas, decidí simplemente dejarlos. Reiteraré en mi defensa que los hechos están plasmados aquí tal como sucedieron, que nada me impedirá volcar hacia afuera esta historia y que nadie me obligará a fingir lo que no sé. Después de todo, las novelas son un reflejo de la complejidad de la vida, y la vida está llena de incomprensibles huecos. El que pueda entender, que entienda; de lo contrario, sepa que no todo lo existente está destinado a ser entendido y que, en el caso que nos ocupa, para consuelo, hay cosas que ni yo mismo pude entender.
No tuve forma de entender la actitud de Samantha. Tampoco los comentarios, los silencios explicativos de la Boricua. Estoy seguro de que ambas comprendían lo que pasaba, pero yo apenas lograba avanzar un paso en el umbral de sus nublados sentimientos. Por momentos, la intuición me permitía a plenitud comprenderlas, entonces, cuando daba paso a la razón, perdía el hilo del entendimiento.
Llegué a la tienda a eso de las seis de la mañana. En realidad andaba escabullido, pues evitaba toparme con la casera. Después de limpiar la tienda, decidí darme una vuelta por el sótano. Aunque asearlo sería tarea de dos días, en tres horas al menos conseguí desempolvar y tirar cosas a la basura, con lo cual mejoró el aspecto. Abrí la tienda. Al poco rato, entró un desconocido, un tipo de lo más común. Me interpeló directamente asomado al cristal que me protegía de los visitantes.
—Primo —dijo con cierta virulencia—, ¿vos tenés películas de África?
Cualquier asomo de cordura le sería desestimado, debido al temblor de los labios y a los ojos de demencia.
—¿De África? No... Teníamos un documental del Amazonas, pero le grabamos una porno encima. Esos documentales aquí no interesan.
Rumió nervioso.
—Mirá vos, pasa que allá en mi país yo vi una película de animales en la que una mujer caminaba pensativa por la orilla de un río. Un hombre la empujó al agua, y salió un cocodrilo con la bocota abierta, ¡zas!, y se la comió. Yo conté ayer en la bodega que vi cuando en la película el hombre la empujó y el cocodrilo, ¡zas!, se la comió a la mina. Entonces un boludo dijo que eso no es posible, que no puede haber ninguna película en que un hombre empuje a una mujer para que un cocodrilo, ¡zas!, se la coma de esa manera. ¡Mirá qué bárbaro! Le dije que apostáramos cien pesos a que era verdad. Los apostamos. Y yo ando buscando esa película para ganarle la guita. ¿Sabés dónde la puedo encontrar?
—Seguro en Blockbuster —aventuré.
Y salió apremiado hacia Fordham Road. No bien mal digería el sin sentido de esta escena, entró a la tienda una pareja. El hombre venía delante, impetuoso; detrás, como escurrida de sí misma, iba la mujer. Ella se paró abatida junto al armatoste del videojuego, en tanto el marido, con una camiseta sin mangas, escrutaba despectivo las carátulas.
—¡Mira cuántas películas! ¡Mira cuántas películas! Pinche madre... —quejose con un vozarrón—. ¿Pos pa qué quieres que tiremos la lana inscribiéndonos en este club donde hay tantas películas? ¡Ah, jijo! ¿A poco somos vagos? ¿Nosotros tendremos tiempo de ver todas esas películas? ¡Hija de la chingada! —deploró, para finalmente reflexionar pausado— Si al menos fueran de lucha libre...
Y se dirigió impulsivo hacia la salida. La mujer, sin abrir la boca ni levantar los ojos, siguió tras él. Con una mañana semejante, el día no prometía mucho. Tras las visitas de esos clientes súbitos, rumié en silencio: “¿Por qué los clientes se van?”, y contesté, “¡porque uno los echa a patadas!”.
Antes del mediodía telefoneó el gerente. Nunca estaba en la tienda, pues prefería dedicarse a otros negocios que tenía distribuidos por la Saint Nicholas. Eso le daba más beneficio. Sólo pasaba por aquí de noche para recoger el dinero y hacerse el desagradable. Le dije que me había esmerado en la limpieza del sótano. “¿Anda usted ahora como las mujercitas, poeta?”, comentó sarcástico. Preguntó cómo iba el negocio. Le mentí: “Hoy no he dado abasto para tantos clientes”. “Eso está bien”, aprobó satisfecho. “Boss”, le dije, “necesito un pequeño préstamo para hoy”. Calló por un instante. Podía imaginar su mueca de escepticismo. “¿Y cuánto anda necesitando usted?”. Calculé rápidamente. Requería de cien dólares para el cuarto y cincuenta para otros gastos. “¿¡Ciento cincuenta!?”, reaccionó alarmado, “Usted como quien dice está pidiendo que le adelante el salario de la semana”. No hice ninguna aclaración. En ese instante debía permanecer callado, oír sus quejas hasta que se viera obligado a colgar para dedicarse a una urgencia y me autorizara a retirar el préstamo de la caja.
Un rato más tarde, Yo entró a la tienda con una sopa de vaso. Era la única persona a la que permitía comer allí dentro. Parece que se había dado unas patadas de marihuana, pues sólo cuando estaba en ese estado se empeñaba en hablar español. “Dame cuatro quarters... cuatro peseta”, dijo, pasándome un billete de un dólar, y se lo cambié por monedas de veinticinco centavos.
La tarde anterior había tenido una interesante conversación con Yo. Vine a Fordham para darle las gracias por lo de la otra noche. No lo encontré parado en la esquina. Dos policías hacían guardia junto al teléfono público, por lo que Yo estaba más adelante, frente al callejón de un edificio, arrellanado en un sofá. Era una escena muy curiosa. El muchacho tenía a un lado una lámpara de pedestal y una mesita delante; además, se restregaba los pies en una alfombra. Todo ese ajuar, suficiente para amueblar una sala, estaba a la espera del camión de la basura. La gente de este vecindario es pobre, pero siempre compra objetos que desechará en unos meses. Es un extraño ritual. Siempre pensé que, si fuera fotógrafo, realizaría una exposición con este tema. Cada obra constituiría un díptico. La primera foto sería de lavadoras, electrodomésticos, muebles en buen estado, etcétera, junto al propietario que los tiró a la basura; la segunda mostraría el interior de una casucha de un país pobre, desamueblada de tanta miseria, junto a la foto de su pobre propietario, quien sería el mismo de la primera foto.
Cuando me acerqué a Yo y volví a agradecerle, se limitó a repetir que hice algo riesgoso. “Fui a visitar una amiga”, expliqué, estirando la alfombra con los pies, “pero la puerta del apartamento no abrió”. Me informó de que todas las cerraduras de ese edificio abrían con cualquier cosa: bastaba con forzar la llave y empujar la puerta. “¿Qué hacías tú tan lejos del bloque?”, le pregunté. Se desperezó en el mueble. “Business, primo”, evadió escuetamente, “Yo viví allí con mi abuelo. Él era súper de ese building. Cuando la ciudad sacó a lo inquilino, vinimos pa’ cá”. Llamó mi atención esa información. Le pregunté qué tiempo había trabajado su abuelo en el edificio de Washington Heights. “Like 40 years”. Me contó que allá sólo vivían algunas familias y delincuentes de forma clandestina. Consideré que si el viejo laboró en ese edificio por cuarenta años, debía conocer a sus viejos inquilinos. Le dije que un día de estos me gustaría conversar con su abuelo. No sé si me escuchó, pero dijo: “Sure, primo”, mientras ojeaba a los dos policías.
El muchacho se enfrentaba a la máquina de juegos. Golpeaba los controles con vertiginosidad increíble. Esperé a que hiciera una pausa.
—Oye, Yo —le dije desde el mostrador—, ¿cuándo podemos ir donde tu abuelo?
—I paid a visit yesterday. But lo voy a vel al home de anciano today again, at five o’clock. That’s it —invitó, y lanzó preocupado la mirada hacia la esquina—. Eto hoy sigue caliente con lo gualdia.
La tarde pasaba con lentitud, como si sus engranajes estuvieran oxidados. El verano se tendía en los cables eléctricos. Ese estado contenido en un término horrendo, la canícula, reinaba en el aire. El relumbre solar radiografiaba a los transeúntes. Músculos faciales tristes, osamentas desganadas, iris nostálgicos, vagaban por la acera. La ciudad se había convertido en un barco de cristal, cuya transparencia reflejaba la miseria de sus bodegas interiores.
Sonó el teléfono. Era la Boricua. Esta vez hablaba sin fingir. Estaba agobiada. Me llamó para quejarse de Samantha.
Yo no le he hecho nada a esa tipa —comentó absorta—. ¿Por qué me tiene aborrecida?
Se puso a sollozar. Le pedí que se calmara. Nunca la había oído así.
—¿Qué te hizo?
Controló los gemidos.
—She wasn’t. Fueron sus amigos. Tres abusadores pero bien cafres. El más cabrón era el gringo de la silla de ruedas. Ellos no estaban supuestos a vinil a mi casa.
Me vapuleó la impresión:
—¿Qué te hicieron?
—Nothing. Pude hacel una seña a los muchachos y se vinieron frente al edificio. Las tres serpientes sólo llegaron a amenazal. Se tuvieron que il.
No me salían palabras.
—Pero dipué vino ese policía —continuó—. Uno de ojos saltones, un sapo asqueroso. ¡So pendejo! Para mí que estaba combinado con los otros tres. El tongo dijo que podía pasalme algo malo. Dipué habló de mandal un inspector para que revisara mis casos de beneficencia. Quiere serrucharme el piso para que la ciudad me quite la ayuda del nene. ¡Chuleta! I don’t do nothing.
Traté de calmarla, pues se oía fuera de sus casillas.
—¿Qué piensas hacer?
—No puedo tomalme ese chance —dijo con determinación—. Dejaré al nene two weeks con su abuela y me iré a Portobelo donde mi familia. Maybe Virginia... Fuck!
La Boricua era panameña, pero, con papeles falsos, se hacía pasar por puertorriqueña. Por eso temía ser investigada. Sentí pena al imaginarla huyendo hacia Panamá. Todo por mi culpa. Creo que en ese momento Samantha me produjo un sentimiento semejante al odio.
—Salte de esa loca —advirtió antes de colgar—. La tipa es bien rara.
Poco antes de las cinco de la tarde, Yo pasó a recogerme. Tomamos un taxi en Grand Concourse y en unos minutos llegamos al asilo donde estaba su abuelo. Lo encontramos sentado en un banco de hierro junto a un grupo de ancianos, bajo la sombra de unos árboles antiguos. “¡Hola, Yo!”, saludó el grupo al vernos llegar. El abuelo se levantó a abrazar al muchacho. Tan pronto me estrechó la mano, pidió que esperáramos un momento y retornó apremiado al banco.
Sentados en línea, los viejos formaban una coreografía curiosa. Cada uno traía en las manos una libretica, un lapicero y billetes de un dólar estrujados. Tenían porte de apostadores de caballos. En breve descubrí a qué se dedicaban. Cuando una chica pasaba por la acera, ellos se le quedaban mirando las nalgas, atentos, hasta que se borraba entre los transeúntes o al doblar la esquina. Enseguida hacían anotaciones en sus libreticas. Después, uno de ellos daba su veredicto sobre la clase de ropa interior de la chica: pantis, short, tanga, teddy, faja, body stockings, bikini, g-string, nada. Sumaban los votos (cada cual había anotado su parecer), y la clase más votada era el veredicto final. Entonces los dólares se repartían entre los ganadores.
Luego de un par de rondas, el abuelo se excusó para retornar con nosotros. Nos reunimos bajo la sombra de un muro. Le habló con profundo cariño a Yo. En mi turno, introduje el tema de los inquilinos en el antiguo edificio de Washington Heights. El muchacho aprovechó para charlar con los demás ancianos y repartirles algunos dólares.
—Durante treintisiete años trabajé en ese edificio. Bají escaleras, paleé nieve, compuse toda clase de tiestos, y mire adónde vine a paral: un sheltel de viejitos —quejose el hombre, amargado. Miró hacia el grupo de sus amigos—. Los griegos, que fueron sabios, no despreciaban a los ancianos. Los convertían en consejeros de Estado para sacar provecho a su experiencia. Los ancianos acumulamos mucha sabiduría —comentó, abanicándose con su libretica.
—¿Recuerda usted a una muchacha de nombre Samantha Ritz? Vive desde niña en el edificio.
—No —respondió sin pensar.
Su expresión era determinante. Movía la quijada sin parar, como si estuviera masticando olvidados restos de comida. Traté de que hiciera memoria.
—Es una gringa, pelirroja.
—No —insistió un poco molesto.
—La visité no hace mucho. Vive ahí.
—¿Qué apartamento? —retó.
—El 5J.
Negó con el cuello:
—Ese apartamento lo cejó el marshall el 25 de julio de 1968 y jamás se volvió a alquilal. La señora que vivía ahí no tenía chavos para pagal. La mandaron a un home. En ese edificio, durante el tiempo que trabajé, nunca vivieron gringos. Sólo negros y latinos. La misma anciana que desalojaron, era negra americana.
El anciano sin dudas perdió la memoria. Samantha me dijo claramente que vivía en ese lugar toda la vida. Para mayor evidencia, llegué a estar en su apartamento. Volví a describírsela, pero el hombre negó conocerla. Había trabajado allí hasta hacía apenas tres años y juraba que en ese sitio nunca vivieron gringos.
—Debe ser que no la recuerda —opiné.
El hombre arrugó su frente sudada.
—Amigo mío —dijo en tono confidente—, lo más espantoso de la vejez son los jecuerdos. Si uno pudiera olvidal...
Se puso de pie. “¡Ya, ya, dejen de malcriarme al nene!”, voceó a sus amigos. Luego me miró con atención. “Fíjese, usted tiene un poco el físico que tenía mi hijo antes de moril”, expresó nostálgico. Avanzó apurado hacia el grupo. Le arregló el cuello a Yo.
—Ve despierto por la calle —le aconsejó—. ¿Recuerdas lo que te contaba cuando eras un nene?
—Yes, grandda: “La calle es un monstruo lleno de ojos”.
El hombre afirmó orgulloso.
—Todavía lo sigue siendo —advirtió.
Lo despidió con un abrazo. Antes de entrar al taxi, nos hizo un silbido. “Siempre que puedas, habla en español”, le pidió. Yo afirmó con la cabeza y se escabulló en el asiento.
En el trayecto, le conté a Yo la conversación con su abuelo. Me advirtió que el hombre tenía una memoria perfecta. Insistí en la evidencia de que visité a Samantha en el edificio.
—Maybe —aceptó, con la mirada hacia la ventanilla—. Pero ahí viene gente jara que no vivía antes.
La duda terminó de arruinarme el ánimo. Pedí al taxista que me dejara. Antes de cerrar la puerta, se me ocurrió preguntar: “Oye, Yo, ¿podría conseguir por ahí algún arma de fuego?”. “Of course”, afirmó confiado.
Entré a la estación. Mi mente era una ruleta donde el número premiado rápidamente se desvanecía. Samantha no tenía razón de mentir al llevarme a aquel miserable apartamento. El abuelo tampoco ganaba nada al negar conocerla. Ella no era una vagabunda para ir a parar a esa madriguera. En caso de ser hija rebelde, su anciana madre, a la que vislumbré recostada en la habitación del fondo, no tenía por qué seguir sus pasos. Ciertamente, ese vecindario no parecía el más atractivo para una familia gringa. Además, se trataba de un edificio desalojado. Aunque podía considerarse la mano de Maccabeus Morgan... La cabeza me estallaba. Samantha era la única que podía resolver mis dudas. Pero estaba seguro de que no conseguiría sacarle ninguna respuesta. Ella era la única... ¡La única!... ¡La única!... A menos que lograra hablar con su madre.
El amante y el guerrero, encontronazo con la casera, una profecía, sin mensajes y nada en el televisor, programa sobre la salamandra, al despertar
Hay un refrán que relaciona al amor con el arte de la guerra. Es el símil más estúpido que la retórica haya podido inventar. En todo caso, la contraposición de ambos serviría para una analogía de menor alcance. El guerrero jamás se presenta desarmado. No se fía, avanza inclemente, ama, cela y odia al mismo tiempo, y, cuando conquista, no comparte el botín con el vencido. El amante es todo lo contrario, y aunque al inicio de su campaña suele fingir entereza y bravura, tan pronto divisa a la otra parte se desarma rendido. No solamente está dispuesto a compartir su botín, sino que, tras haberlo ganado, es capaz de entregarlo para luego mendigarlo agradecido. Cualquier guerrero decente se asquearía ante el más fiero de los amantes.
Por ejemplo, allí iba yo subiendo las escaleras hacia mi apartamento, poderoso, cruento, decidido a saquear todas las respuestas a Samantha, bravo, inconmovible, listo para caer desarmado tan pronto la viera a aparecer. Porque no obstante la fortaleza, de repente me sorprendía a mí mismo desvanecido ante su iris fulgurante, su suave piel interminable y su respiración ardiente. Entonces me odiaba, la odiaba, por la falta de constancia. Bien se ha dicho que el amor y el odio son caras de una misma moneda miserable.
Entré al apartamento. La casera estaba parada en un mosaico del centro de la sala. En el aposento, cuya puerta se encontraba semiabierta, se alcanzaba a vislumbrar la silueta de Bárbaro, arrellanado en un sofá frente al televisor.
—Vecino, lleva dos días atrasado con la renta —exigió la mujer.
El hombre bajó el volumen.
—Tiene razón, señora —dije en tono de disculpa—. Lo que pasó fue que el martes no la vi antes de irme, y después de eso el tiempo se me complicó.
Le pagué cien pesos. La casera se apartó el cigarrillo de los labios y cogió el dinero. El hombre carraspeó desde el aposento, y entonces la mujer, como si hubiera olvidado sus líneas, acotó:
—Este apartamento no es un shelter. Usted sabe que en esta ciudad todo se mueve con dinero. Nadie vive de balde.
Dijo otras necedades en ese tenor. Lo terrible es que debí escucharla en silencio. Hablaba sin quitarse el cigarrillo de la boca. No me explico cómo lograba mantener dos pulgadas de ceniza intacta a partir de la brasa. Sus palabras, aunque ásperas, no iban acompañadas de ademanes airados. Por el contrario, en sus pupilas flotaba una especie de disculpa. Daba la impresión de que esas palabras eran mandadas a decir. Cuando se calló por unos segundos, asumí que había terminado. Decidí avanzar hacia mi cuarto. Entonces oí otro carraspeo de Bárbaro.
—Si se vuelve a atrasar, tendrá que desalojarnos el cuarto —advirtió la mujer a mis espaldas.
Tuve deseos de romper cosas en mi cuarto. Pero al poseer tan poco ajuar, el desahogo no duraría mucho. Además tenía pocos objetos de vidrio, y se sabe que, en esa clase de terapias, el estruendo de cristales juega un papel esencial. Caí desinflado en la cama.
La cabeza me daba vueltas. Samantha giraba en mi mente con una lluvia de imágenes y concepciones. Traté de conciliar el sueño. Fatigado, disponía de forma conciente no pensar en la muchacha; pero enseguida volvía a tenerla en el pensamiento. Mi mente no pertenecía sino a ella, y su dueña la manejaba a capricho para pensarse en mí continuamente. Caí en un limbo. El profeta Lapancha sopló su trompeta en la concha del firmamento y, vestido de humo negro, proclamó: “¡Levántate, hombre iluso! Te han dado de beber y comer en vasijas embrujadas para llenarte de locura. ¡Levántate!”. Lapancha señaló con su dedo de carbón. Y en esa dirección vi la espalda de un monstruo con cola y alas enormes, de horrible cornamenta, que pisaba el cuerpo de una mujer de fuego. Salí de la cama.
Revisé el contestador telefónico. No tenía nada importante, salvo varios mensajes del hospital: dos de una recepcionista o enfermera, otra del encargado de laboratorio, la última del doctor. Seguro necesitaban algún dato para procesar mi factura. No devolví la llamada. Descargué mi cuenta de correo electrónico. Nada de Samantha. Sólo basura cibernética. Un “especialista” ofertaba unas pastillas para alargar cinco pulgadas el pene. Una idiota mandaba un mensaje romántico y aseguraba que si no lo reenviaba a diez tarados más, sucedería una tragedia sentimental. Un “banquero” pedía datos financieros para transferirme millones de dólares perdidos en una cuenta de África. En suma, ningún email que valiera la pena.
Prendí el televisor. Nada. El telecontrol cabalgaba ocioso de un canal a otro sin encontrar un programa interesante. Noticieros pasteurizados, uno la copia del otro, al parecer producidos por un mismo equipo editorial. Películas malísimas, acción, drama, comedia, melodramáticas todas. Una secuencia de canales Discovery donde los gringos nos instruyen para administrar la urbanidad y la selva. Juegos diferidos, discursos políticos, telenovelas. Una rubia oxigenada frente a un panel de drogadictos, cornudos, pederastas, violadores, pandilleros, todos latinos aunque curiosamente ninguno cubano. Daba asco... La televisión del futuro debería dar a los espectadores el poder directo de establecer el rating: En la pantalla aparecería constantemente la cantidad de personas que está mirando un programa, así como el número de aquellos que cambiaron de canal porque se hastiaron. De esa manera no habría más presentadores prepotentes ufanándose de que su espacio es el número uno en sintonía.
El aburrimiento me fulminó al llegar a un programa en que enfocaban el folio de un antiguo libro en latín, ilustrado con animales fabulosos dibujados sin mucha destreza. Se escuchaba una voz en off, amodorrada, soñolienta, que traducía el texto latino: “La salamandra se llama de esa manera porque prevalece contra el fuego. De todas las criaturas venenosas, es la que tiene el veneno más poderoso. Otras criaturas venenosas matan uno a la vez; pero esta puede matar varios al mismo tiempo. Porque si ha reptado a un árbol, envenena todas las manzanas y mata a esos que las coman. Asimismo, si ha caído en un pozo, la fuerza de su veneno mata a esos que beban el agua. Resiste el fuego y es la única entre las criaturas que puede alejarlo. Porque puede existir en medio de las flamas sin sentir dolor y sin ser consumida por éstas, no sólo porque no se incinera, sino porque aparta el fuego...”. Aletargado, cambié a un canal en que hablaban del clima del día como si fuera una hecatombe. Luego a otro donde un poeta digno de ser momificado rebuznaba una oda veraniega. Evoqué mi poema, sin ganas. Consideré levantarme en busca de somníferos, pero me venció un cansancio morboso. Soñé con salamandras incendiadas, rubias infernales, versos cenicientos, animales demoníacos, Samantha carcajeándose en medio del fuego.
Desperté con la sensación de encontrarme entre las llamas. Sudaba de pies a cabeza, pero no tenía frío. Tampoco sentía los malestares de la fiebre. “Soy una salamandra”, dije ante el espejo, imitando un monstruo. Los letreros de neón se tendían por la ventana. Eran las diez de la noche. Fui al baño y llené la tina de agua tibia. Al regresar al cuarto, me encontraba revitalizado. El ruido callejero llegaba atenuado, como si viniera de otra ciudad. Me peiné ante el espejo. Permanecí un rato contemplándome los hombros. Hice la mueca de un payaso, de la Boricua, del socio 1307. Me divertían esas tonterías. De haber tenido maquillaje, me hubiera pintado los labios, enrojecido las mejillas, resaltado las cejas, sólo para entretenerme un rato. A las once en punto estaba vestido. Salí hacia mi encuentro con la banda de Maccabeus Morgan.
Esperando en una callejuela, “Louis Prima has died”, discusión con Samantha, el golpe al Cachíar, dólares a 210 kilómetros por hora, beso en la noche del Brooklyn Bridge
El convertible frenó en la esquina. Eran exactamente las 11:45 p. m. Subí al asiento trasero. Samantha venía también allí, pero ocupaba el otro extremo, de manera que Maccabeus Morgan se interponía entre nosotros. El auto siguió por Grand Concourse. Todos íbamos en silencio y fue la primera vez que no oí en aquel auto las notas de Sing, sing, sing. Incómodo, miré por detrás del Chief. El rostro de la muchacha brillaba en las sombras, era una pantalla en que pasaban fugaces las luces fosforescentes. El aire de la noche traía su olor. Mis deseos de confrontarla se entibiaban para mezclarse con el fresco anhelo de tenerla en brazos. El convertible se detuvo en una callejuela obscura. El chofer apagó los faroles. Todos, excepto el inválido, salimos del auto.
Soberbio, me escurrí bajo el ala de un zaguán. Esperaba que Samantha se me acercara, pero no fue así. Prefirió sentarse en un extremo del bonete. Aunque nos encontrábamos a menos de dos metros, la noche y la indiferencia me hacían percibirla a miles de kilómetros. En la distancia, su cabello rojo le despejaba las facciones. Traía blusa dorada, minifalda roja y unas zapatillas verde esmeralda, que le hacían parecer una modelo de Rubens. El Saltacocote se acercó a susurrarle: “Ya etamo aquí”, y ella respondió: “Faltan tres minutos para el viernes”. Su voz resonó en mi corazón. Me sentía lejos de aquel sitio, desasido de la ciudad, suspendido en un confín sin estrellas del firmamento.
De pronto, vislumbré una sombra cruzando la avenida. La silueta tomó la callejuela y siguió en dirección al auto. Era un hombre negro, gigantesco, vestido como un vagabundo. Parece que los demás no lo advirtieron, pues permanecieron impávidos. Eran las doce en punto de la noche. El negro se apoyó a una de las puertas traseras e inclinó el rostro. Maccabeus se arrastró a su encuentro. El negro le comunicó, con timbre de contrabajo, tristísimo:
—Louis Prima has died.
Y continuó la marcha hasta desvanecerse en medio de la noche. El Chief quedó meditabundo. Después extendió la mano hasta el radio y puso Sing, sing, sing, pero con el volumen muy bajo. Las notas musicales se teñían de sombras y se diluían en la obscuridad. El Saltacocote musitó al Tritón: “¿Loui Prima ya no había mueito?”. Este le afirmó: “Vale, murió un día como hoy, hace veintitrés años. Pero sólo en cada aniversario el Chief descubre la noticia”. “Ya e vieine”, avisó el otro mirando el reloj. “Hay que esperar por el Chief”, especificó el Tritón.
—El verano está a punto de acabarse —sentenció quejumbroso Maccabeus.
Samantha se bajó del bonete y fue a refugiarse conmigo bajo el zaguán. Quedé sorprendido por su cambio de actitud. Pasó su mano por mi pelo.
—Hola, bichito —dijo con frescura.
Saludó como si entre los dos no existiera ningún abismo. Cruzó los brazos y se refugió en mi pecho. Por reflejo, llevé mis manos a su espalda. Me embargaron sentimientos confusos. La sentí indigna. La aparté un poco con los codos.
—¿Qué pasa? —protestó infantil.
—Nada —respondí. Opté por disimular—. Es mi casera. Me lanzó un discurso desagradable porque olvidé pagarle a tiempo.
Samantha me observó pensativa. Intentó refugiar su cabellera en mi pecho. Me volteé ligeramente a un lado para evitarlo. Tras permanecer callado un instante, decidí encararla:
—Para ti mis cosas no cuentan. Nunca pasa nada. Entras a mi vida, sales, vuelves, y no pasa nada... Vas conmigo encerrada en un acertijo sin claves ni respuestas, y no pasa nada... No sé dónde estás, ni cuándo vienes, ni en qué instante reaparecerás, y no pasa nada...
Intentó abrazarme para ocultar mis dudas, pero no se lo permití.
—Quieres destruir la vida de mis amigos sin que te hayan hecho nada.
Contuvo la respiración y me observó con frialdad.
—¡Ah! Ya veo —opinó reticente—. Se trata de la panameña.
Este dato de nacionalidad me confirmó que Samantha le había seguido el rastro a la Boricua. Ella envió a Maccabeus y sus matones a su apartamento. Y posiblemente tenía alguna clase de contacto con el sapo asqueroso de la policía. El corazón se me inundó repentinamente de odio. La blandenguería romántica se había disipado y me sentía poderoso, guerrero, dueño de mí mismo.
—No, se trata de ti —acusé. Vi sus ojos azorados. Nunca le hablé de esa manera, mas el resultado no me atemorizaba. Necesitaba vengarme de su poder, decirle su verdad, aunque fuera a costa de humillarla—. Eres cruel... Eres muy hermosa, elegante, fantástica, pero la crueldad te divierte. Esa mancha te opaca entera.
—Bichito...
—¡Shiii! ¡Cállese! ¡Este es mi turno! —exigí. Su perplejidad me reanimaba—. Te gusta ser el centro. Aparecer y desaparecer como una estrella fugaz, con la ventaja de la fugacidad y el resplandor de la estrella. Por eso te me escondes. También es otra forma de ser cruel. ¡Disfrutas haciendo daño! Dañas a quien no te daña, sin ningún beneficio, sólo por el placer de dañar. Es lo que Poe llamó el demonio de la perversidad. El mundo está como está, al borde del abismo, debido a gente como tú.
Sus ojos se empañaron de lágrimas. Sin embargo no me detendría. No esta vez. Era el instante de mi vaso y debía beberlo hasta la última gota. ¡Ay del amante que se vea en este umbral y se devuelva de la puerta acobardado! Apagué el fuego de mis palabras, aunque no la explosión que les daba impulso. Samantha me escuchaba impávida.
—Esta tarde vi un programa donde analizaban el concepto medieval de la salamandra —comenté desganado—. Ahí descubrí que eres una de esas criaturas. La salamandra mata todo lo que le rodea. Si sube a un árbol, se envenenan las frutas. Si cae en un pozo, envenena el agua. Es una criatura infernal que no se amedrenta ni siquiera con el fuego... Así eres tú, Samantha, un ser extraño que daña todo lo que toca. Corrompes el aire que respiras, enloqueces la mente de quienes te piensan. Ahora bien, yo me pregunto: ¿Por qué es así la salamandra? La respuesta está en la misma pregunta: porque la salamandra es así, simplemente. Eres cruel por naturaleza.
Respiré hondo para calmar el ímpetu.
—Odias lo bello —proseguí—. ¿Acaso, por vanidad, temes quedar bajo su sombra? Eres la bruja de Blancanieves. Nada hermoso puede sobrevivir a tu imagen. Por eso decapitaste la muñeca. Por eso disecaste al pobre Polly. Por eso quisiste dañar a mi amiga —ataqué. En ese momento me indignó advertir que el Saltacocote y el Tritón escuchaban atentos la conversación—. Por eso te sientes tan a gusto involucrándote con una pandilla de alimañas.
Se recogió las lágrimas.
—¿Significa que ya no estoy en ti? —quiso saber con una vocecilla de ablandar piedras.
—It’s up to you! —dejé en el aire.
De inmediato, los dos matones se echaron a reír con carcajadas simiescas y sarcásticas. Samantha levantó orgullosa el rostro y regresó al bonete. Disfruté la satisfacción de la venganza. Pero, asimismo, al alejarse del zaguán, sentí una descompresión en el pecho, como si la hubiesen sustraído de mi corazón.
—¡Vámonos! —ordenó el Chief—. El tiempo está aquí.
El auto se detuvo frente al Cachíar. Desde la cuadra anterior, fueron apagados los faroles. El Tritón abrió el baúl y sacó un pesado bulto. El Saltacocote bajó a revisar el área. “Parece tranquilito, Chief”, informó tras husmear incluso entre los botes de basura. De pronto, en vía contraria, vi aproximarse un auto de policía, despacio, también con las luces apagadas. Todos permanecieron al acecho. Pensé saltar sobre la puerta, pero mi miedo cedió al temor de quedar en ridículo. Además, si escapaba, quedaría desmoralizado ante Samantha. Los patrulleros se detuvieron junto a nosotros. Se abrió una ventanilla y un policía asomó el rostro.
—Everything is fine? —preguntó receloso el oficial.
Era el sapo asqueroso. El Chief afirmó con un ademán displicente. La ventanilla se cerró y los agentes se retiraron del área. O el policía era un tonto o estaba compuesto con los delincuentes, pues era obvio que nuestra presencia allí resultaba a todas sombras sospechosa. Empezó a llamar mi atención que ese agente apareciera por todas partes, como en esos dibujos animados y telenovelas donde, para todo, existe un único policía.
De un callejón surgió el cajero del Cachíar. Se acercó. Sudaba ansioso. Sus gestos indicaban que deseaba salir del asunto con la mayor brevedad. El llavero le temblaba en las manos. Salimos del auto y avanzamos a la entrada de la estafeta. El tipo se ajustó el corbatín, se recogió el sudor de la frente con un pañuelo y abrió los candados. Se sobrecogió con el chirrido de la cortina metálica. El Chief dispuso la entrada. El cajero advirtió que había que romper los candados o rociarlos con ácido, para fingir que fueron violados. Pero el Chief se excusó con un simple “Later”, y avanzamos hacia el local.
El inválido entró primero. Me lanzó desde el umbral una mirada desafiante cuando aún yo estaba en la acera. En ese instante comprendí porqué había sido arrastrado a los actos de la banda. De hecho, hasta ese momento no me había formulado abiertamente la cuestión. Maccabeus Morgan me probaba con la esperanza de exponer mis debilidades ante Samantha. Por eso fui llevado al cementerio de trenes, por esa razón me encontraba en el Cachíar. El miserable apostaba a que no daría la talla para que, al rajarme, descendiera a la indignidad. La prueba buscaba exponer mi falta de coraje y mostrarme inferior a la muchacha. Le devolví al inválido otra mirada desafiante. Entré.
Expuesto lo anterior, debo comentar la curiosa impresión que tuve al poner el primer pie en la alfombra. En el auto había tenido una profunda aprehensión. La indecisión agitaba mis nervios. Sin embargo, una vez allí dentro, se fugaron mis temores. Caminé con firmeza dispuesto a cumplir órdenes. Ningún temor me embargaba. Si entre los presentes alguno tenía miedo, puede asegurarse que ese no era yo. No me conocía. En el fondo, pienso en frío ahora, estaba tratando de impresionar.
Samantha ordenó al Saltacocote vigilar la entrada. Los demás nos dirigimos a la oficina. El cajero se arrodilló ante la caja fuerte y abrió la combinación. Estaba repleta de dólares. La muchacha le ayudó a meter el dinero en una bolsa. En ese instante descubrí que, acumulados en grandes cantidades, los billetes, aunque de otro color, brillan como el oro. Frente a esa imagen de fantásticos grises, evoqué con desprecio a Bárbaro. No hice ningún cálculo, pero, vagamente, consideré que mi parte del botín sería considerable.
Cuando todo estuvo en la bolsa, sucedió algo inexplicable. Samantha le hizo una señal al Tritón. Este sacó del bulto una mandarria y procedió a demoler la pared lateral de la oficina. El cajero, alborotado, trató de impedir la acción. La muchacha le abofeteó para que dejara de fastidiar. Le quitó la bolsa de dinero y se la entregó al inválido. El tipo del corbatín hizo un ademán de protesta, pero se tranquilizó de inmediato al ser apuntado por el Chief con un arma.
El Tritón, con una fuerza descomunal, abrió un agujero en la pared de ladrillos. Entonces se pasó al otro lado en compañía de la muchacha. El cajero temblaba estupefacto, casi al borde de un ataque nervioso. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo ahora. Al rato, ambos retornaron a la oficina con dos bolsas hinchadas. Se las pasaron al Chief y este las escrutó extasiado. Entró la mano y sacó una porción del contenido. Quedé sorprendido al descubrir qué había en aquella bolsa: se trataba de lechugas frescas. En ese instante perdí la noción de realidad. ¿Valía la pena perder tiempo, provocar ruido, tomar riesgo, por un montón de verduras? La satisfacción en los rostros del matón y la muchacha parecía negar lo contrario. Pero si esta actitud fue inadmisible, más sería la que sucedería seis o siete minutos después.
Apremiados por el nerviosismo del cajero, el Chief dispuso la retirada. Samantha le quitó el llavero y cerró la puerta de hierro de la oficina. Cuando llegábamos a la puerta, el Saltacocote empujó hacia adentro al cajero. Salimos apurados.
—¡Enciérralo! ¡Enciérralo! —le ordenó Samantha.
El Tritón bajó de un golpe la cortina metálica de la entrada. El cajero intentó desesperadamente abrirla, pero ya le habían puesto los candados por fuera. El Chief le dijo adiós con una sonrisa cándida.
Ocupamos el auto. El Tritón encendió el motor, subió todo el volumen del radio y condujo precipitadamente por la avenida. La aguja del velocímetro temblaba en el número 210. Los tres vitoreaban alocados en medio de las altas notas de Sing, sing, sing. De repente, Samantha se puso de pie y empezó a tirar al aire puñados de dólares ante la risa de todos. Millares de billetes salían disparados a 210 kilómetros por hora, para luego suspenderse en el vacío y caer desinflados al pavimento. Al final, sólo quedó con unos cuantos dólares en la mano, los cuales entregó al Chief. La bolsa de lechugas no la tocaron: El Saltacocote la custodiaba celosamente en el asiento delantero.
—El dinero —proclamó despectivo el Chief—, la cosa más humana.
No hice preguntas, pues temí adentrarme en el absurdo. Cuando cruzábamos por el Brooklyn Bridge, Samantha me lanzó una mirada que podría interpretar como perversa. Entonces mandó a detener el auto. El Tritón frenó violentamente. Ella, sin dejar de mirarme, se deslizó hacia mi extremo y, con las manos apoyadas en los muslos sin vida de Maccabeus Morgan, me dio un beso. “Good night, sweetheart”, susurró mientras retornaba a su asiento, “and have sweet dreams”. Y me dejaron abandonado en mitad del puente.
Cortometrajes, Samantha y la salamandra, un termómetro, inspección de olores, fetidez de Bárbaro, aroma de la casera, el secreto mejor guardado de las mujeres
El sol filtraba un flash congelado por el cristal de la ventana. No podía dormir. Pensaba en las locuras de la noche anterior. Noche larga, insondable, de esas que acaso sólo tenemos dos, y no más tres, en la vida entera. Tomé unos analgésicos. Proyectaba en mi mente las escenas recién pasadas. Editaba, cortaba la cinta de esos recuerdos en diversos pedazos y los reordenaba de variadas formas. Pero no lograba conseguir una idea satisfactoria. El conjunto semejaba una secuencia de cortometrajes diferentes, unos dolorosos, otros absurdos y crueles. Me senté en la cama con la almohada sobre los muslos, a ver si en la evocación de esos cortos conseguía armar una historia que apaciguara mi ánimo. La película completa podría titularse Noche rota.
El primer cortometraje se llamaría Samantha y la salamandra. Exterior. Noche. Un zaguán. Rick aguarda bajo el alero; fuma un cigarrillo, viste el traje y el sombrero, ya apolillados, que usara en Casablanca. Samantha se acerca. Intenta besarlo. Él la rechaza elegante, pero con determinación. En un extremo, el negro Sam descansa junto al viejo piano.
RICK
—¡Sálvate sola, querida! No tomaré riesgos por ti. Que te auxilien los truhanes que gustosa te han llevado a la traición y la infamia.
Sam mira hacia la cámara; apurado, baja la cabeza y, exagerando su papel, machaca unas notas en el piano.
SAMANTHA
—¿Significa que ya no estoy en ti?
RICK (le echa una nube de cigarrillo, cínico)
—No voy a acompañarte al infierno.
Sam, al piano, canta con voz empañada y tem-blorosa:
“A heart is only a fire.
A kiss is only a fist”.
Samantha lanza un grito. Se desgarra el vestido. Se mesa los cabellos. Se cubre de cenizas. De repente queda envuelta en un fuego fatuo. Desde las llamas, sonríe como una niña mientras Juana de Arco le canta una canción de cuna. Rick aparta el cigarrillo de la comisura. Intenta tocarla, pero el fuego se lo impide. La contempla en silencio. Parecería que va a llorar. Tira el cigarrillo a las llamas. The end.
Hay un corto del Saltacocote y el Tritón localizados junto a un auto, carcajeándose. La iluminación es defectuosa. Los objetos lucen fuera de foco. Los dos personajes ríen de forma convincente. Como no pasa de treinta segundos, no da chance al aburrimiento.
Otra secuencia presenta a un negro que cruza la calle y susurra unas palabras a Maccabeus Morgan. Es una sucesión de fotografías insertadas bajo las notas de Sing, sing, sing; en cada toma el negro aparece de espaldas y, cuando se le hace un close-up, su rostro se confunde en la noche.
Hay cientos de cortos más. Algunos son simples cuadros congelados del convertible, de una fachada, de un letrero fluorescente ininteligible. Otro es un dibujo animado del Tritón demoliendo una pared con mandarria, tanque de guerra, bomba atómica, todos de la marca ACME.
Diez películas más adelante, aparece el documental en blanco y negro, slow motion, de un policía observando desde la ventanilla de un auto; el foco, que parece de una cámara de seguridad, no permite distinguir la identidad del agente; pero sí logra captar el brillo cómplice de sus ojos.
Llama mi atención un gag muy cruel. En animación, el Saltacote y el Tritón salen apremiados del Cachíar; detrás de ellos viene el cajero, de carne y hueso, acomodándose el peluquín. La Bruja de Blancanieves les ordena desde la calzada: “¡Enciérrenlo! ¡Enciérrenlo!”, y los dos personajes de dibujos animados bajan la cortina y de ponen candado. El cajero golpea con sus hombros la entrada, pero no logra forzarla. Descubre a su lado dos niños: uno rubio, una de bucles dorados. El piso está lleno de rabos de lagartija. Luego se coloca ante la vidriera y, con los ojos deslucidos por una profunda tristeza, ve un auto que se aleja a 210 kilómetros por hora. Al final de la secuencia de cortometrajes, vuelve a proyectarse el cortometraje Samantha y la salamandra.
Me levanté. Tuve la sensación de que había dormitado. Estaba empapado de sudor y tenía la piel caliente, pero no me sentía sofocado; por dentro me recorría una sensación de frescura, casi de escalofrío. En el baño encontré un termómetro. Lo aprisioné en el brazo mientras olfateaba los medicamentos del botiquín. Tenía la temperatura en 5 grados. Incrédulo, me llevé el aparato a la boca. Un rato después la línea de mercurio marcaba 160°. Lo agité, volví a ponérmelo en la lengua: 98°. Intenté en diferentes partes del cuerpo. Como cada vez daba una temperatura distinta, llegué a la conclusión más obvia: el maldito termómetro no servía.
Me di una ducha de agua caliente y retorné al cuarto. El televisor de la sala estaba encendido, pero nadie lo miraba. Lo apagué. La ausencia de ruidos en el apartamento indicaba que me encontraba solo. No había nadie en la cocina. La puerta del aposento de la casera se encontraba entornada. Instigado por la curiosidad, observé hacia su interior. Luego pasé los pestillos de la puerta del apartamento y me aventuré a entrar al aposento. El ajuar lucía bien arreglado. En el aire se ligaban dos olores. Uno agrio, metálico, ajado, de hombre. El otro era dulce, de musgo descompuesto, mezclado con perfume de jabón, sanguíneo, de mujer. Agucé el oído para asegurarme de que no había ningún ruido en el umbral.
Abrí las puertas del clóset. En primer plano, colgaba de perchas la ropa femenina; más a la derecha, la masculina. La preferencia en la ubicación de la ropa de mujer confirmaba que el clóset era ordenado por la casera. Las telas impecablemente aseadas y los zapatos lustrados, emitían un aroma químico impersonal. Guiado por mi olfato, avancé hasta el baúl de la ropa sucia. Al abrirlo, de su interior brotó un amasijo de olores. Medias, camisetas, pantalones, faldas, vestidos, ropa interior, pañuelos, todos rociados por glándulas. Organicé por separado las piezas en ambos extremos de la cama. La ropa de Bárbaro emitía un tufo penetrante; las medias y los calzoncillos liberaban un fuerte aroma medicinal. Por lo visto, los jarabes contra el asma que estaban en el botiquín eran suyos. Los puños, sobacos y cuellos de las camisas conservaban un sudor matizado por la cerveza y la grasa de comida, compuestos que, dada la vivacidad de la emanación, al parecer su metabolismo no procesaba satisfactoriamente. No traían sus telas ninguna fragancia (artificial o natural) que condujera a pensar que tenía contacto físico con otra mujer diferente de su esposa.
La ropa de la casera destacaba por una emanación dulce, ligeramente semejante al pastel. La primera capa odorífera de las piezas provenía del tabaco. Luego seguían, en orden, la de los sazones y la de los detergentes. La tercera capa, la más interesante, se componía del residuo de las glándulas sudoríferas y los flujos. Su claridad odorífera reflejaba un cuerpo higiénico. No había rastros medicinales ni complejas mezclas de humores, de donde se desprendía que era una persona físicamente equilibrada y saludable. Sus sudores contenían un olor agrio muy penetrante, debido a la acción del tabaco en su organismo. El aroma más importante provenía de sus secreciones vaginales, las cuales se acumulaban principalmente en los pantis y los bordes de todas sus faldas. Estas secreciones, dulces y de esencia carnosa, se concentraban en una mancha irregular y oblonga en el centro del paño inferior de los pantis; también aparecían dispersas en diversos puntos de los bordes de las faldas. Su sabor era ácido, sanguíneo, como cuando se pone la punta de la lengua en una papa untada de mostaza.
Volví a olfatear, esta vez con especial detenimiento, las piezas de Bárbaro. Sobre todo los calzoncillos, los pañuelos y la bragueta de sus pantalones. Sólo en dos piezas identifiqué el olor de los fluidos femeninos: apenas unos calzoncillos y un pantalón de pijamas. En uno de los casos, la secreción vaginal mostraba un tufo vulcanizado, de preservativo; en otro, un tufillo de píldoras anticonceptivas. Considerando los tres o cuatro meses que separaba la fuente de los dos olores (me urge anotar, para no comprometer la virtud doméstica de la casera, que el pantalón, con tres o cuatro meses sucio, lo encontré apañuscado en el fondo del baúl, lo cual indica que se quedó allí olvidado), parecía evidente que la pareja no había tenido sexo más de dos veces en los últimos cuatro meses. La ropa de Bárbaro lavada y planchada en el clóset, conservaba los rastros de todos los aromas, excepto el de estas secreciones. Ni siquiera en las sábanas, sucias o limpias, se podía identificar el fluido. De manera que de la única forma que pudieron haber hecho el amor más de dos veces en ese período de tiempo, es si tiraron las sábanas y sus ropas a la basura. Además, bastaba con observar las actitudes de la pareja para concluir que el sexo no abundaba en su recámara. Sin embargo, algo no encajaba: mientras sólo dos piezas del hombre contenían residuos, numerosos panties y faldas de la mujer conservaban vestigios de las secreciones.
Cuando terminé de ordenar la ropa en el baúl, advertí una fuerte emanación de flujo vaginal. El olfato me condujo hasta un osito de peluche que adornaba el centro de una repisa. Sus patitas, así como la pequeña cola, estaban empapadas profundamente por el olor de los fluidos femeninos. De hecho, esas partes apelmazadas se sentían más rústicas, debido a la resequedad de los fluidos. Al considerar el volumen corporal de Bárbaro, era imposible que ambos pudieran tener sexo en el mueble. Además, aquí las secreciones olían sólo y exclusivamente a la casera. Se me aclaró la mente. Salí del aposento. Quité los pestillos de la puerta del apartamento y avancé hacia mi cuarto. Sin embargo, al pasar por la sala volví a percibir el aroma íntimo de la mujer. Esta vez provenía del sofá. El tapiz que lo forraba también se encontraba penetrado por el olor. Incluso, la emanación era más profunda, pues la secreción se había corrido al interior acolchado. Me recosté en el mueble a oler, a imaginar, a sentir. Una de las pocas verdades universales descubierta por los investigadores sexuales afirma que la masturbación es uno de los secretos mejor guardados de las mujeres. Permanecí distendido en el sofá hasta que escuché un ruido en la bocallave.
Mensaje del tío, la muerte del cajero, esperando ante la tv, preguntas sobre Samantha, visita y carta del hospital, una mujer llama a Bárbaro
Escuché un ruido en la bocallave. Me escurrí hacia mi cuarto. Desde allí oí unos pasos que avanzaron hasta la puerta del aposento, la abrieron, la volvieron a cerrar y se dirigieron a la cocina. Abrieron la nevera, encendieron un cigarrillo cuya humareda se esparció por el apartamento y procedieron a picar carne o vegetales con un cuchillo.
Revisé el contestador. Había un mensaje de mi tío. Lo llamé con la urgencia que pedía. Me dijo que pasara por una oficina, a entrevistarme para el puesto de limpieza que estaría disponible dentro de varios días. Le di las gracias. “Agradécelo a tu madre”, respondió a secas, “no dejes de llamarla”. Anoté la dirección de la oficina, no fuera a olvidarla. La noticia no me agradó tanto como esperaba. Quizás porque una cosa es saber que vas a trabajar de limpiador en el restaurante más famoso de la ciudad, y otra, muy diferente, saber que vas a trabajar de limpiador en el restaurante más famoso de la ciudad en el que has estado como uno de sus clientes. De todos modos, el salario sería mucho mayor al que tenía en la tienda, y los clientes, sin dudas, de alto prestigio. Asimismo, tendría la oportunidad de mandar al diablo tanto al viejo empleo como al tacaño de mi jefe.
No tenía ningún correo electrónico importante. Telefoneé a Garvish Video-Store. Nadie me había llamado por allí. El esclavo de turno, agitado, me contó que temprano en la mañana fue al Cachíar a realizar una remesa y se encontró con la sorpresa de su vida: uno de los cajeros estaba del lado adentro de la vitrina, colgado de su correa por el cuello. Varios curiosos contaron que le vieron desde la acera, como si fuera por televisión, ejecutar el acto. Después llegó la policía y una reportera del canal 3.
Colgué el auricular, tembloroso. No me intere-saban sus conclusiones morbosas. Puse el canal 3. En una película, el reporte noticioso hubiera aparecido de inmediato. En esa clase de efectividad, el cine supera a lo cotidiano y por eso muchos idealizan la vida como una película. Me tuve que comer las uñas mientras un miserable leía el tarot a los televidentes que telefonearan pagando cinco dólares el minuto. Tuve deseos de llamar, solo para pedirle que pasaran el reporte del hombre ahorcado. Un simple deseo. Por suerte, calculo ahora, no lo hice, pues, aparte de pasar luego el mal rato de ver una llamada de cinco dólares en mi factura, mi pedido pudo haber despertado sospechas.
Esperé impaciente ante la pantalla. Tomé un analgésico y un somnífero. Después del síquico, un gordo y una flaca petiseca duraron una hora repasando los chismes más insulsos de la farándula. Luego una rubia anoréxica entrevistó a un tarugo cuyo hermano mayor había desaparecido treinta años atrás. La presentadora dijo que le tenía una sorpresa. El tipo, más tarado no podía ser, preguntaba de qué se trataba. Parece que la estupidez le impedía ver televisión, pues un televidente mínimamente informado hubiera sabido que al final la anoréxica le presentaría al hermano perdido. El sopor comenzó a hacer estragos en mis ojos. Televisaron anuncios en que los candidatos a las elecciones primarias hacían un pésimo esfuerzo por fingir que hablaban español, mientras que el único latino advertía a sus contendientes gringos que la cosa era nosotros contra ellos. Pasaron una telenovela increíble, de esas donde la sirvienta era la verdadera hija y el galán resultaba hijo de la madre de la sirvienta, y la falsa paralítica venía siendo hermana de la verdadera hija, y la sirvienta madre y el señor de la casa terminaban hermanados al igual que la señora, y el cura, quien tenía un parecido con mi padre, salía medio hermano de ambos y el asesino resultaba hijo de la sirvienta que reconocía no ser progenitora de la verdadera hija aunque sí hermana de su madre... de manera que todos eran una gran hermandad.
En medio de ese embrollo melodramático, transmitieron un avance noticioso sobre el suicidio del cajero. Desde la profundidad recauchada de la somnolencia, alcancé a vislumbrar dos paramédicos sacando el cadáver envuelto en una bolsa negra. No puedo precisar qué cosas dijeron ni qué otras imágenes fueron añadidas, pues en ese momento me encontraba lejos, lejísimos, en los confines del sueño.
Desperté pasado el mediodía. La cabeza me daba vueltas. Salí a la vigilia con la imagen del cajero. Sus ojos muertos, verdes, un bosque que se acabara de quedar sin agua ni aire ni pájaros, rondaba mi tristeza. Lloré por un buen rato. Quizás debí arrancar la llave al Tritón y abrir la cortina metálica. Pero el miedo a fallar en el intento y quedar en ridículo me impidieron cumplir ese deber. El resultado de mi cobardía fue su muerte. El cajero tendría madre ojos verdes, padre ojos verdes, una esposa probablemente ojos verdes y dos hijos ojos verdes, que ahora lo llorarían sin remedio con sus ojos verdes porque jamás podrían volver a ver sus ojos verdes. Me desvanecí en la cama.
Al recobrar la conciencia, Samantha ardía en mi mente. Esa tarde la odiaba. Repasé los episodios de la madrugada. En el asiento trasero del convertible, mostraba indiferencia, pero también seguridad y autocontrol. Luego, desde el instante en que se sentó en el capot, lucía tranquila y con más determinación que el propio Maccabeus Morgan. Por la forma en que se movía y daba órdenes, ahora me daba a pensar que ella era la organizadora del golpe. De hecho, el Chief asumió una actitud sumamente pasiva durante la operación. Fue Samantha quien dirigió las acciones. Y luego dispuso del dinero para arrojarlo al aire.
¿Qué tal si Samantha fuera la cabecilla de la banda? Pensándolo bien, sólo mi blandenguería sentimental me llevaba a considerarla víctima de Maccabeus Morgan. La muchacha en ningún momento dio muestras de sentirse acosada por el inválido y sus secuaces. Por el contrario, se manejaba con seguridad en la pandilla. Recuerdo la resolución con que aguardó horas muertas en el cementerio de trenes para integrarse al incomprensible negocio de los cajuiles en almíbar. En definitiva, su papel protagónico en el golpe al Cachíar permitía señalarla al menos como una de sus cabecillas.
De ser esto cierto, lo más terrible de todo es que fingía inocencia. Es decir, se trataba de una mentirosa. Más que de obra, su defecto sería moral. Las imperfecciones morales, a diferencia de las materiales, son difíciles de corregir y pueden echar a perder por siempre la vida. Por otro lado, Samantha era una oportunista. Sólo aparecía cuando quería sexo o pasar un rato agradable. Nunca estaba para apoyarme en circunstancias críticas. Inclusive, salvo la dirección de correo electrónico, no me daba pistas para localizarla de forma directa en caso de necesitarla.
Ni siquiera era bienvenido en su casa... ¿Casa? ¿Sería aquel apartamento su casa? Ciertamente allí vivía su madre, de la que parecía avergonzarse: sólo así se explica que no me la presentara. Sin embargo, el abuelo de Yo aseguraba que en aquel edificio no residían anglosajones. Las condiciones del vecindario le daban la razón. ¿Cómo vivía allí? ¿Y si resultaba que Samantha no era anglosajona, sino latina usurpando la identidad de alguna irlandesa o inglesa? Casos así sobran. La Boricua era uno. La casera, me parece, usaba documentos mexicanos. Y yo mismo... Esta ciudad es el paraíso de las falsas identidades. Nadie conoce ni le importa conocer a nadie. Talvez el buen español de Samantha no era fruto de la casualidad. Lo hablaba de forma impecable, sin acento local, semejante a lo que las cadenas de televisión llaman “español internacional”, un lenguaje pronunciado sin sabor a países latinos.
En varias ocasiones, la muchacha hacía referencias muy específicas a Santo Domingo. Como la suponía anglosajona, nunca se me ocurrió preguntar si alguna vez había visitado la isla. Resultaba evidente que con tantos datos de primera mano (incluso entendía la jerga rural y barrial, además de diferenciar los acentos norteños y sureños), al conocer tal cúmulo de lugares y situaciones sociales, debía al menos haber visitado el país. La próxima vez le lanzaría la pregunta, sin preámbulo. De su respuesta podría desenterrar ciertas verdades.
La sangre me hervía. Era una sensación desagradable, pues mientras las burbujas vagaban por mis venas, mi cuerpo no padecía debilitamiento. Salvo el dolor de cabeza, estaba en perfectas condiciones. Entré al baño a lavarme la cara y mojarme los cabellos. Cuando salía, encontré a la casera parada en el pasillo que conducía a mi cuarto. Tenía una mano apoyada en el brazo; en la otra traía un cigarrillo que se llevaba nerviosa a los labios. Temí que fuera a hacer alguna pregunta sobre mi incursión secreta a su alcoba.
—El otro día creo que le hablé un poco recio —reconoció con voz reseca—. No fue mi culpa. Bárbaro a veces se desespera, pero hay que entenderlo...
—No es nada —acepté aliviado—. Además, usted tenía razón.
—Bárbaro —aclaró. Chupó el filtro callada, aunque mirándome con ojos inquietos. Su olor dulce fluía aromado por la tibia esencia del tabaco—. Ayer tarde pasaron por aquí dos paramédicos. Querían saber si usted vivía aquí. Le dije que no. Usted sabe, aquí no puede vivir nadie. Suerte que Bárbaro no se encontraba. Ni él puede decirse que vive aquí. Bárbaro no viene desde ayer en la mañana. Ni siquiera vio la telenovela. Aquí no.
Fingí desconocer cómo los paramédicos obtuvieron mi dirección.
—Esa gente a veces se equivoca —opinó a secas—. Anoche, en la noticia, la policía entró a un apartamento de Queens. Tumbaron la puerta, encañonaron a todo el mundo, hasta a una vieja, destruyeron todo. Después revisaron la orden del juez y descubrieron que estaban en la dirección equivocada.
Siguió fumando. Tenía cierto movimiento incontrolable en una rodilla, el cual hacía vibrar su cuerpo, parecido a un automóvil cuando se detiene con el motor encendido. Se metió la mano en el delantal y me pasó un sobre. Era del hospital. Junto a la dirección, tenía impreso un sello rojo: Urgent. Lo abrí en el acto. Era un mensaje de una sola línea, en que me pedían consultar urgente al doctor que me atendió la vez pasada. Expliqué a la casera que se trataba del nuevo plan de salud. Realmente, terminé por pensar que de eso se trataba. Quedó pensativa.
—Una mujer se la pasa llamando a Bárbaro —reveló entre nubes de humo—. Bárbaro dice que me estoy poniendo loca. El bodeguero asegura que es mi imaginación. Antes se quedaba callada. Pero últimamente habla y pregunta por “su gordito erótico”. Enseguida cuelga. Cuando marco el número del que llamaron, no lo levantan. Ayer discutimos por eso. Se fue del apartamento.
Me intrigó lo del teléfono. Evidentemente las llamadas mudas fueron las mías. Pero las habladas no. Las piezas no encajaban. Bárbaro no olía a ninguna otra mujer.
—La querida del bodeguero dice que una oye voces antes de ponerse loca —dijo, impresionada—. Usted va a hacer una cosa —ordenó—. Cuando el teléfono suene, quiero que oiga, para que diga si son voces inventadas. No tiene que esperar mucho. Llama cincuenta veces al día.
No me negué. En verdad, también sentía intriga. Estuve a la expectativa en el cuarto. La mujer daba vueltas de un lado a otro de la sala. Cambiaba la posición de los muebles. Iba a la cocina y atendía los calderos. Casi salté de la cama cuando escuché timbrar el teléfono del apartamento. Corrí hasta la sala. La casera observó en el identificador el número del cual llamaban. Asintió con la cabeza.
—¿Aló? —introdujo al levantar el auricular.
De inmediato presionó el botón del altoparlante. Me pegué más al aparato. No contestaron de inmediato. Parece que buscaban provocar suspenso.
—Con mi gordito erótico, por favor —rogó una vocecilla melosa.
Enseguida colgaron. Quedé frío. No creía lo que acababa de escuchar. La mujer, histérica, marcó el número del que habían hecho la llamada. Timbró varias veces, pero nadie respondió del otro lado.
—¿Me estoy volviendo loca?
Negué, aunque la voz no me salió de la garganta.
—Si Bárbaro sigue engañándome, compro una lata de aceite del Crisol —calculó con rabia—. Lo vacío en la olla grande, la de hacer sancocho, y lo pongo en la estufa. Cuando el aceite esté burbujeando en el fuego, agarro la olla y se la echo encima a Bárbaro. ¡Por mi madrecita santísima!
A sus ojos enrojecidos se asomaba la demencia. Se le consumió el cigarrillo. Sin disculparse, se refugió en el aposento. Entré a mi cuarto. Iba silencioso, en el aire. Cuando me paré a la ventana, hice un esfuerzo para recuperar el ritmo de la respiración. Resonaban en mi oído las palabras del teléfono. No lograba creerlo. Quizás se trataba de un juego de mi imaginación, pero podía jurar que esa voz era la de Samantha.
La nueva vida, marrulla del jefe, estertores del verano, al diablo los clientes, Samantha en una Harley, el escape, desencuentro con el poeta, Samantha se desespera
Cuando nos hemos desencantado de una pasión subyugadora, damos inicio a una nueva vida. Los colores se destiñen, los sabores pierden la sazón y los lugares se quedan huecos. La nueva vida es un proceso de colorear, sazonar y rellenar los vacíos provocados por la ausencia. La persona amada, ciertas tardes, en medio de algunas madrugadas, retorna, pero ya sin vigor, apenas levantando la inquietud que producen los fantasmas. En este estado, al evocar a Samantha me recorría un suave escalofrío, casi como si me sorprendiera el haber vuelto a pensar en ella. En ocasiones sentía el imperioso deseo de encontrármela en la calle o al teléfono, incluso en un email o en el contestador, para encararla por su estilo de vida. Con el paso de los días, me sometía al letargo del corazón, lleno de entereza, pues quien quiere amar debe estar dispuesto a desamar. No olvidemos que el amor pasional es invención humana, y todo inventor conserva el espíritu para destruir su invento.
Volví a las faenas de la tienda. Los clientes que siempre me aburrieron, dejaron de importarme. A los que se empeñaban en azararme la rutina, como el socio 1307, los confrontaba abiertamente. Tenía el poder de ignorar o retar a quien me diera la gana, en vista de que en diez días abandonaría el viejo empleo para empezar en el restaurante.
A mi jefe le supo a mierda la noticia de mi nuevo trabajo. Su prepotencia le impedía concebir que fuera capaz de ganar un puesto en otro sitio, menos en el corazón de Downtown. La noche anterior lo esperé en la tienda. Cuando le di la noticia, enmudeció. Se hizo el desinteresado mientras contaba el dinero. Cinco minutos después, con fingida displicencia, quiso saber cuál sería mi nuevo trabajo. “Consultor editorial de una librería”, mentí, y añadí, para acabar de sacarle el aire, que ganaría dos mil dólares semanales. Como entendía que yo era escritor (me llamaba “poeta”, de burla, y en ocasiones pretendía que él, de proponérselo, sería el escritor más exitoso), se le dificultaba dudar de mis palabras. Se quejó de que la venta del día fue baja. Señaló algunas manchas en la alfombra. Destrozó un viejo cartel de Stallone y exigió que pusiera uno nuevo. Esperé paciente a que botara la sangre por la herida. Le lancé la estocada final:
—Necesito que en esta semana me arregle la liquidación.
Pero el miserable tenía su marrulla. Cuando pensé que lo sumiría en la angustia, me escrutó con sorna. Asintió complacido.
—¿A nombre de quién hago el cheque, poeta: suyo o de quien le vendió sus documentos de identidad? —preguntó con mala intención.
En este punto abandoné mis pretensiones. No podía exponerme a que el miserable me delatara. Aunque esta ciudad es zona libre para la inmigración, resultaría imprudente tomarse el riesgo. Menos ahora, que iba rumbo a una nueva vida. Renuncié al dinero de la liquidación sin oponer resistencia. Traté de cobrármela mandando al diablo a los clientes, y si amenazaban con quejarse ante el jefe, me les reía en la cara.
El verano se acercaba a su final. A medida que entraba septiembre, los veraneantes paseaban con ropa menos ligera. Algunas tardes, repentinamente la estación plagiaba la templanza otoñal. “Parece primavera”, “Bendito, la temperatura ha bajado esta tarde”, “Hoy hace buena brisa”, resaltaban sorprendidos, casi reprochando la clemencia veraniega. “Si es verano, es verano”, protestaban algunos, y, para atenuar los resquemores, explicaban: “¡Híjole!, estos cambios de temperatura son los que enferman”. Muchas mujeres se mostraban ansiosas por el retorno del invierno. A un buen número de féminas la helada les entalla mejor. Abrigadas, con sus rostros rosados y las manos blanqueadas por el frío, parecen ángeles encarnados; pero llegado el verano, se ven obligadas a descubrir el cuerpo y mostrar sus brazos macilentos, sus piernas mal torneadas, su vientre gelatinoso, por lo que semejan un espantapájaros al que se le ha colocado encima una bella cabeza de muñeca.
Pensativo, apoyado a un poste de la acera, percibí el fétido celaje del socio 1307 que pasó hacia el interior de la tienda. No me moví. Un rato después, el odioso cliente volvió a la acera. Se secó el sudor de la cara. Exigente, me ordenó entrar para que le atendiera. Permanecí inmóvil. Golpeó el suelo con el bastón. Lo miré con sorna, pero no me inmuté. Durante diez minutos prometió delatarme ante el jefe, quejarse en la oficina del consumidor, denunciarnos por rentar películas pirateadas y alquilar pornografía cerca de una escuela. Cuando se cansó de amenazar e imploró impotente, le dije sosegado: “Fuck you!”, y escupí la calle. Despegó de la puerta, cuidadosamente, el cartel de Polly y juró retirar la membresía. Se alejaba enristrando el bastón, profiriendo toda suerte de maldiciones. No me faltaron deseos de vociferarle: “¡Al periquito lo disecaron!”. Pero preferí no sofocarme y seguir disfrutando el paisaje veraniego.
Se extinguió el sol. Las nubes se volvieron terrosas y cubrieron por completo el cielo, que parecía una superficie de acero sucio. Las 2:10 p. m. Pasó un relámpago. Se asomaba la lluvia. Un piragüero se quitó la gorra y, secándose la frente sudada, exclamó: “¡Que sea real y abundante, caballero!”. Se esparció un viento de ráfagas cálidas, ráfagas frías, que provenía del oeste y refrescaba los remanentes del fuego veraniego. El aire terminó por enfriarse. Arrastraba basura, derribaba letreros, mesaba los escasos árboles y restregaba el polvo contra los ojos. Cayeron chispas casi imperceptibles, que hicieron abrir los primeros paraguas y obligaron a correr despavoridos a los transeúntes.
Viento, chispas de agua, truenos... pero la lluvia no aparecía. Talvez se trataba de un fiasco de las nubes para volver más sofocante la sequía. Los torturadores utilizan un recurso así: irónicos, hacen un falso gesto de alivio justo antes de empeorar el suplicio. Sin embargo, de pronto, surgieron las primeras gotas, finas, fuertes, acompañadas de goterones. Me refugié bajo el toldo. Los truenos se multiplicaron y se esparció el olor del polvo. Al principio fue una lluvia indecisa que amenazaba diluirse con la ausencia del viento, como si en realidad cayera en otro vecindario y fuera arrastrada aquí por misericordia de las ráfagas. Se tornó una lluvia menuda pero constante, que refrescó la temperatura. Después se detuvo. No duró ni diez minutos. Duró más tiempo a punto de caer que cayendo. Se trató de una lluvia débil, sin personalidad, decepcionante. Deseaba un aguacero fuerte, para que cuando los clientes se precipitaran a alquilar películas, se encontraran con la mala noticia de la puerta cerrada.
El sol centelleaba en la calle húmeda. Una Harley Davidson se detuvo frente a la tienda. La motociclista se quitó el casco y se agitó los cabellos rojos en el aire. Caminó hacia mí. Aunque estaba impresionado, tanto que mi corazón empujaba la pared del pecho, volteé despreocupado el rostro hacia el tren que pasaba colgado por encima de Jerome Avenue. Samantha me besó una mejilla. No le puse atención. Me acarició el pelo, pero no consiguió que le mostrara interés. Los veraneantes, sobre todo las mujeres, veían embelesados ese bello espectáculo que yo despreciaba. Aunque los hombres no lo notan, las mujeres observan más que los hombres a las otras mujeres. La muchacha, rendida, me dio otro beso.
—Te paso a recoger a las cinco en punto, preciosa —comentó.
Subió a la motocicleta. Vi su pelo flotando en el viento cuando doblaba la esquina. Regresé al interior de la tienda. Pensé que Samantha lucía hermosa con esa chaqueta de mezclilla. Puse un pedazo de cartón en el umbral para limpiarse los zapatos. Realmente sus glúteos y caderas formaban volúmenes adorables moldeados por el jean. ¿Llevaría pantis? Creo que no; pero habría que confirmar con el abuelo de Yo. Encendí el aire acondicionado, aunque no esperaba muchos clientes. Sostenes sí traía, pues la línea del encaje se insinuaba por el ajustado escote de la blusa. Desempolvé el reloj de pared. Las 4:30 p. m. La hermosura corporal debería ser exclusividad de las almas bellas. Pero acaece que las mujeres feas a menudo son las que poseen interior hermoso. Con razón tanta gente le huye a la belleza interior. Esa es otra de las correcciones que la humanidad debería realizar a la Creación. Apagué las luces. Cerré la tienda. Tomé un taxi y me esfumé del vecindario. Eran las 4:45 p. m. La muchacha pasaría a buscarme en vano a las cinco en punto. Si existiera un equilibrio perfecto entre belleza interior y exterior, Samantha tendría el cuerpo de un monstruo.
Vagué por la ciudad, pasando de trenes a autobuses. Un crepúsculo sombreaba la tarde desde las seis. Era una mancha inmensa, testaruda, que a las ocho todavía seguía allí, sin dar el brazo a torcer. Bajé del tren en Inwood para cenar cochifritos. Luego caminé sin rumbo hasta verme en Dyckman Street. Se soltó un chubasco, enseguida otro y otro. Corrí a resguardarme en la librería Calíope. El propietario estaba acodado en el mostrador, con los carrillos enrojecidos por el verano. Se sorprendió.
—Debió avisar, hombre —deploró de buen humor—. Lo hubiéramos esperado con la banda de música.
Me condujo hacia un rincón de la librería para mostrarme los nuevos pedidos. “¿Ya tiene esta novela?”, preguntó al depositar en mis manos el pesado ejemplar, mientras ojeaba con disimulo a un grupo de poetas que holgazaneaba en los estantes del fondo. “Trata de un burdel frente a una catedral. Tiene que leerla. Es lo mejor que se ha escrito allá en los últimos treinta años”, esbozó con erudición mercantil. Hojeé el mastodonte. “Muy interesante”, correspondí, y lo abandoné sobre un montón de revistas.
Habló primores sobre un libro cualquiera y terminó por regalármelo. Me preguntó si la gringa pelirroja me había llamado. La referencia me estremeció el ánimo. Le contesté, a secas, que seguro se trataba de un fantasma. Encogió los hombros. Luego bajó la voz para contarme una confidencia mientras oteaba hacia el fondo del local:
—Aquellos poetas tendrán un recital en Harlem. Si lo invitan a leer, no vaya —recomendó sin mala fe—. Aparte de ellos, allí sólo podrían caber Neruda, Whitman, Borges, y estos hasta les quedarían cortos.
Estuve de acuerdo. Además, aunque no se lo dije, desde hacía un tiempo dejé de considerarme poeta. Cuando nos despedíamos frente al mostrador, la tropilla de bardos se acercó. El jefe se puso de espaldas a mí y le expresó al librero su extrañeza porque de su poemario sólo se había vendido dos ejemplares en año y medio. “Esos dos no se vendieron”, aclaró el hombre, “fueron los que usted se llevó el año pasado”. El poeta suspiró resignado: “Los malos poetas hicieron que la humanidad extraviara el interés por la gran poesía”. Se volteó sorprendido hacia mí, como quien acaba de tocar con la espalda un maniquí. Tenía las mejillas manchadas de los paños, carcomidas por el acné. Los ojillos insignificantes se diluían tras sus espejuelos de pretensión intelectual. Además, sus glándulas emanaban un olor a sebo animal. Me pasó un volante del recital. “Para que nos acompañe desde el público, poeta”, indicó desdeñoso.
Regresé a la estación. Pensé en la arrogancia del poeta. Me di el lujo de juzgarlo desde otra perspectiva, ya que no me consideraba colega suyo. Suena curioso, pero la crítica hecha a un poeta por alguien que no es poeta a menudo tiene mayor peso que la de otro poeta, porque elimina la presunción de envidia. Eso me daba una ventaja sobre el bardo de la cara agrietada. Un tipo con un cutis así, antes de pretender admirar al público debería buscar ser admirado por una dermatóloga. La miserable preocupación por la venta de una docena de libros lo volvían indigno de un pensamiento elevado. No lo imaginaba sacrificando su vida por un poema. Era uno de esos tantos que persiguen el aplauso sin tomarse el mínimo riesgo. Estoy seguro de que si hubiera tenido talento para conseguir empleo en las dependencias oficiales o en una teneduría de libros, la poesía no tuviera prioridad alguna en su vida.
Llegué al apartamento cerca de la medianoche. Parece que el ruido de la llave alertó a la casera, porque me la encontré parada en la puerta del aposento. Su rostro de desilusión, más la cama vacía en el fondo, indicaba que creyó que quien llegaba era Bárbaro. Habló sin moverse de allí.
—Una pelirroja lo estuvo esperando como a las seis de la tarde.
—¿Ah, sí? —pregunté sorprendido.
Sacó un cigarrillo. Su rostro enrojeció con la llama del fósforo. Le dio una profunda chupada.
—Yo no la hubiera dejado entrar, pero Bárbaro le abrió la puerta. Duró casi dos horas. Una hora y cuarentisiete minutos. Se sentó a esperar en una silla. Bárbaro no le despegaba los ojos. Es una mujer llamativa. Medio rara, pero luce bien. Bárbaro se hacía el que no la miraba, pero yo lo conozco bien. Salía a mirarla. Dio quince viajes al baño.
—¿Y qué dijo ella?
—Nada. No decía nada. Lo escribía todo en un papel. Según el lapicero, es muda y se llama Samantha. ¿Es muda?
Para no caer en explicaciones, le dije que tenía problemas del habla.
—¿Es novia suya? Ah, porque yo no podía creer que Bárbaro haya sido capaz de traerme una mujerzuela a mi apartamento. Yo no me descuidé. Con tantos delincuentes rondando el edificio. En la escalera de noche fuman droga. La estuve vigilando. No sé cómo Bárbaro la dejó entrar. Claro, yo sí sé. La pelirroja todo el tiempo me miraba con unos ojos que a cualquiera dan miedo. Pero a mí nadie me mete terror. Yo me desgracio con quien sea. Cuando se fue, discutí con Bárbaro. Volvió a irse del apartamento. Yo creía que era usted.
No hubo más detalles. Le di las buenas noches. Cuando avanzaba hacia mi cuarto, su voz me detuvo:
—También volvieron los paramédicos. Les repetí que usted no vivía en este apartamento. Eso huele feo. Le preguntaron a los vecinos, pero como aquí nadie conoce a nadie.
Me salvó el timbre de mi teléfono. La casera hizo un ademán para añadir algo más. Antes de disculparme, retomó la palabra:
—Desde que la pelirroja se fue, el teléfono suyo ha timbrado la noche entera —informó, y dio un paso hacia el aposento—. No debe ser la pelirroja. Según ustedes, es muda.
Cuando logré abrir la puerta, el teléfono había dejado de sonar. El contestador estaba lleno de mensajes. Todos eran de Samantha. En los primeros quería saber si ya había llegado. En los siguientes, me reprochaba por haberme desaparecido. Había grabaciones en que sólo se escuchaba el ruido del tráfico y a veces un golpe del auricular. El último mensaje, en medio de un escabroso silencio, decía: “No me saques de ti”. Inconmovible, desconecté el teléfono.
Descargué mi cuenta de correo electrónico. Totalmente llena. Noventa y siete mensajes nuevos. Cuando entré a la bandeja, vi con sorpresa que todos eran de Samantha. Abrí uno. Me escribía una carta copiosa, casi un folleto, relatando detalles que habían sucedido entre nosotros. Los demás emails, también de larga extensión, traían contenidos semejantes aunque con palabras y hechos distintos. No pude concebir de qué forma logró escribir casi un centenar de mensajes, miles de páginas, la mayoría de ellas relacionadas con mi ausencia de esa tarde, en unas cuantas horas. La muchacha estaba desesperada, al borde de la locura, y ese estado me complacía.
Me recosté en la cama, desconectado del mundo. Imaginé a Samantha en la sombra de un rincón de nowhere, triste sin mí, maldiciéndose por haberme obligado a construir esta pared. Consideré, con un amargo placer de venganza, que le estaba dando lo que ella merecía. “Se te borraron todos los caminos de llegar a mí”, susurré cerrando los párpados.
Ópera bufonesca, encierro, una bella durmiente, el aire acaricia el sueño, chateo con Samantha, la mudanza, imaginación ardiente
Desperté en medio de la aurora. Quedé indeciso en la cama, despatarrado, como si en vez de dormido hubiera sido apaleado por el sueño. Mi cabeza era una caja de resonancia en que rebotaban las notas de Hit the road, Jack. El recuerdo de Samantha me visitaba en la luz rosada de la ventana. Entré a Internet y bajé la canción. La repetí sin cesar mientras imaginaba el rostro, la piel, los ojos, el pelo, el olor de Samantha. Sentía arrepentimiento por haberla dejado plantada; pero al evocar su frialdad y sus indolentes ausencias, me alegraba tratarla de esa manera.
Las notas de la canción repicaban montadas en el viento y los golpes de batería. Oyendo las letras, descubrí que era un tema graciosamente amargo, fiel reflejo de nuestro romance. Me divertí figurando que era una opera bufonesca. Recreé en mi mente un escenario con la avenida Grand Concourse. En un convertible a gran velocidad, Samantha y yo nos repartíamos los papeles. Ella usaba el vestuario de Dorothy en The Wizard of Oz; y yo vestía como el despiadado Pinkerton de Madama Butterfly. Dorothy se pone de pie sobre el volante y se transporta a una dulce casita japonesa. Canta: Hit the Road Jack and don’tcha come back, No more, no more, no more, no more... Yo me siento en la luneta, me arreglo el uniforme oficial y, con la mirada perdida en el moho verde del mar, determino: Old woman, old woman, oh you treat me so mean, You’re the meanest old woman that I ever have seen, Well I guess if you say so, I’ll have to pack my things and go (that’s right), seguro de estas palabras porque en el puerto un barco espera por mí. Repito mi estrofa dando siempre una connotación distinta al vocablo mean; depende del énfasis, significa pensar, pretensión, humildad, desprecio, mezquindad, y me divierto al observar el gesto herido de Dorothy, quien resbala en su estribillo. Para burlar sus sentimientos, decido tirar una limosna de mi magnanimidad: Now Baby, listen Baby, don’t you treat me this away, ‘Cause I’ll be back on my feet some day. Entonces, despiadada, con frialdad y lejanía, elevada en una nube, me da una estocada fatal: Don’t care if you do, ‘cause it’s understood, You got no money, and you just ain’t no good. Money es poder. Lo cantó claro con su garganta de bruja: Yo no tengo poder sobre ella.
Desconecté airado la computadora. Con la negritud de la pantalla, se esfumó el teatro. Caminé de un rincón a otro del cuarto, oprimido por una incómoda sensación de claustrofobia. Necesitaba desplazarme, ganar espacio. ¿Pero hacia dónde? La ciudad, el continente, el mundo era cárcel cuyos pabellones de reclusión se ubicaban en las estrellas y planetas lejanos. Para quedar tranquilo, debería caminar hasta el punto en que termina el infinito, y una vez allí ver si ya había andado espacio suficiente. Mientras tanto, decidí desplazarme hacia el baño.
Llené la tina de agua caliente. Diluí sales y me abandoné cerca de media hora entre la espuma. Pensé en la casera, a quien alcancé a ver de reojo recostada boca arriba en el sofá cuando me dirigía al baño. Evoqué el cuerpo de Samantha. Pronto controlé mis pensamientos y fijé relajadamente la atención en un río cristalino y en un aguacero cayendo rumoroso contra un caserón techado con hojas de cinc. Retorné aliviado al cuarto. Luego de vestirme, volví a pasear de un rincón a otro, aunque ahora con laxitud. Una idea intentaba entrar a mi ánimo. Decidí abrirle las puertas y se instaló en mi atención.
Abrí sigiloso la puerta del cuarto y miré hacia la sala. La casera dormía profundamente en el sofá. Tenía las piernas ligeramente separadas y la abertura de la falda descubría un muslo firme y bello. Sobre su vientre, sostenido con una mano, estaba el osito de peluche. La contemplé por un rato desde el pasillo. La respiración se me hacía corta. Pasé a la cocina, donde no hice absolutamente nada; de retorno, puse el pestillo a la puerta y, al ver hacia el aposento, confirmé que nos encontrábamos solos.
Me acerqué a mirarla. Descubrí que entre los dedos tenía atrapada una colilla que, de caerse, podía manchar el tapiz. Me arrodillé cauteloso, en el mayor silencio, y se la quité. Se movió levemente, sin cambiar de posición. Entonces me invadió su olor. No aguanté el impulso y me incliné a olfatear el osito. Estaba inundado de ella. Llevé mi nariz a sus dedos, luego a los bordes de su falda, y me penetró el aroma vivo de sus flujos vaginales. Sin tocarla, llevé el rostro a ras de su pubis. La tibia emanación le recorría los muslos. Con la mente excitada, me deslicé oliendo sus piernas hacia sus delicados pies. Tras tomar sus suaves vapores, trataba de controlar la expiración, de manera que pudiera saborear con intensidad su aroma y no me delatara el golpe de los pulmones. Aspiré sobre su pelvis y seguí la delicada comba del vientre. Me detuve en lentos círculos en la circularidad de cada uno de sus senos. Me deleitó el vaporcillo de su cuello y un sedoso efluvio que tenía tras el pabellón de la oreja. Olí las líneas de su rostro. Al llegar a su nariz, acerqué mis labios para acariciarlos con su respiración vigorosa.
Volví a detenerme a flor de sus senos. Esta vez descubrí algo que me bañó de emoción. Su pecho se inflaba agitado y sus pezones, hinchados, se dibujaban en la tela de la blusa. Forzando la calma, temiendo tocarla, olfateé la agradable esencia en la concavidad de sus brazos. Volé a ras de su abdomen, del triángulo del pubis, sus dedos exquisitos, y me deslicé rumbo a sus pies. Ignoro si fue mi imaginación o un rumor filtrado desde la lejanía, pero una vez en sus tobillos, me pareció escucharle un suave suspiro.
La tela de la blusa tremolaba más agitada. Cegado por la excitación, intuí que debía oler piernas arribas. Mientras avanzaba, la fina vellosidad de los muslos se erizaba y su piel se irritaba en montículos diminutos. Mis pupilas se llenaban con el delicioso paisaje de su carne lechosa. Cuando la piel desnuda terminó, me atreví a descubrir el trecho que faltaba. Apresé en los labios el borde de la falda y, despacio, fui levantando la tela hacia su pelvis. Mi saliva se infestó de ácida dulzura. Al depositar el borde de la falda, descubrí el placentero espectáculo de su pubis. Las líneas del tronco resbalaban curveándose al pasar por las caderas. Su sexo emanaba su tibia frescura, velado por el triángulo de los pequeños pantis. Olí su ombligo. Rocé levemente con la punta de la nariz los pelos del pubis que traspasaban la tela de los pantis. El aroma de su sexo penetraba mis sentidos y atrajo mi olfato hacia su centro. Uno de los muslos se abrió discretamente, permitiendo que mi respiración pudiera desplazarse a flor de la vagina. Respiré hondo, con fuerza, mientras veía el clítoris y los labios hincharse y dibujarse contra la tela de seda. Al levantar los ojos, alcanzaba a divisar la protuberancia de los pezones y su boca henchida. Aspiré profundo, vigoroso, sin cuidarme de que la expiración rozara su sexo. De repente, los músculos de las piernas se contrajeron estremecidos y le escuché un suspiro violento. Permanecí inmóvil por un rato, conteniendo la respiración. Entonces volví a cubrirla con la falda, me puse de pie y retorné sigiloso al cuarto.
Me recosté con los ojos perdidos en la blancura del techo. Después cambié la cortina de la ventana y me senté a hojear una revista de bordados. El teléfono timbró. Dejé que el contestador se encargara. Era del Departamento de Salud. Rogaban, con un tono de ordenanza, que me presentara de urgencia en el Lincoln Hospital o que telefoneara al 911 si no podía llegar por mis propios medios. Los mandé al diablo, aunque sin contestar. Cuando borraba el mensaje, volvió a timbrar. Esta vez se trataba de Samantha. Bajé el volumen, no fuera a ser que la casera escuchara su voz. Como no respondía, volvió a telefonear y a dejar mensajes frenéticos. Para evitar que me metiera en una situación enojosa, la quinta vez levanté el auricular. Su reacción fue increíble al escucharme. No reprochó nada, sino que habló relajadamente, sin nerviosismo, como si nuestra relación nunca se hubiera interrumpido. Le pedí que mejor nos comunicáramos por Internet, pues así podríamos dialogar sobre otros aspectos.
Cargué el programa de chateo. Igual que al teléfono, su tono resultaba distendido. Esta actitud, más que halago, me causaba molestia, pues la juzgaba irresponsable. Pero no valía la pena hacerle reproches. Ella respondía con una lentitud infinita, al punto de provocarme la desagradable sospecha de que la mía era una de las tantas ventanas por las que dialogaba con cientos de personas al mismo tiempo. Ante mis inquisiciones habituales (qué haces, dónde estás, con quién andas), sus respuestas eran evasivas.
Le pregunté si en los últimos días había llamado al marido de mi casera. Unos minutos después, afirmó: “Sí ;-)”. Tuve deseos de escribirle lo que pasó recientemente en el mueble de la sala. Pero me sentí más fuerte callándomelo. Luego digitó que telefoneaba para vengarme, porque “esas cucarachas” me ofendieron por atrasarme en el pago de la renta. “¿Esa es tu forma de amar?”, quise saber, y de inmediato saturó mi pantalla con un corazón gigante que me inhibió la computadora. Cuando iba a reiniciarla, llamó por el teléfono. Acepté reunirme con ella esa tarde. Decidí no ir a su encuentro. Después calculé que con dejarla plantada le daría más importancia de la cuenta. Abrí al azar las páginas de Zama y mis ojos cayeron sobre un párrafo: “Le creí que me amaba. No exigía simulación de la pureza. Aceptaba simular que podía ser impura. Por eso era fuerte: su juego era más sutil y perfecto que el mío”.
Tomé un somnífero. Me dormí con esas palabras flotando enigmáticas en mi mente. Todo el tiempo tuve una pesadilla horrible. La casera llegaba del supermercado con una bolsa, de la que sobresalía un envase de aceite Crisol. Vaciaba el aceite en una olla y la ponía al fuego. Bárbaro salía del aposento, entraba al baño y se sentaba a defecar en el inodoro. Después la casera cruzaba la sala con la olla caliente. Empujaba la puerta del baño y le tiraba el aceite encima. El sueño se repetía intacto sin parar, hasta que desperté empapado de sudor. Eran las once de la mañana.
Tocaban a mi puerta. Antes de abrir, debido al humo que se filtraba por el paño, adiviné que se trataba de la casera. Primero me lanzó una mirada inexpresiva. Temí que me reprochara por mi acción en el sofá. Apartó los ojos y, entre pesados silencios, dijo que Bárbaro había regresado. Pronto me tranquilicé, pues sólo repetía en versión susurrada la cantaleta sobre el marido. Sentí gran alivio. Todo quedaría en la inconsciencia del sueño. Era evidente, y conveniente, que jamás se tratara el tema. Así como es desatinado contar a una extraña un sueño erótico que tuvimos con ella, resulta imprudente revelarle a una mujer que la hemos acariciado mientras dormía. Este hecho se debe dejar a la discreción onírica y al secreto del amante. De hecho, a menos que la casera fuera una simuladora perfecta, parecía no tener conciencia de mi acto, ya que se comportaba con su nerviosismo natural. La escena del sofá quedaría en ella acaso como un oculto y delicioso sueño.
—Vinieron del Departamento de Salud —informó impresionada—. Un inspector, dos paramédicos, dos policías. Preguntaban si usted vivía aquí. Esa gente no juega.
Me preocupó la noticia de la presencia de los policías. Me aterró la idea de que anduvieran investigando por el asalto al Cachíar. Sin embargo, tras la mujer confirmarme que se limitaban a acompañar al inspector sanitario, concluí que se trataba del asunto del hospital. Quedé sorprendido cuando me dijo que debía mudarme inmediatamente del apartamento.
—Bárbaro oyó al inspector. Tiene razón: usted tiene que mudarse de una vez. No podemos tomarnos el chance —determinó la casera, y se rebuscó en el delantal—. Si vuelven y descubren que le tengo ese cuarto alquilado, la ciudad me quitará la ayuda. Bárbaro dice que no se puede perder lo mucho por lo poco —me pasó un billete de cien dólares—. Tome. Le quedan esos cien pesos del depósito. Le descontamos cien para la renta de esta semana —bajó la voz—. Vaya ahora donde la querida del bodeguero. En el edificio que ella vive hay muchos cuartos vacíos.
Pasé cerca de tres horas cargando mis cosas a mi nuevo domicilio, que era otro cuarto ubicado en un edificio de enfrente. En lo que duraba la mudanza, la casera se mordía la uña del pulgar mortificada. Cuando volví para devolverle la llave, me pidió, desde la cocina, que la dejara sobre el sofá de la sala. En ese momento vi a Bárbaro, de espaldas, entrando sin camisa al baño. Di un último vistazo a mi cuarto y regresé al umbral. La mujer estaba de frente a la ventana, con la mirada perdida en un muro de ladrillo. Salí sin despedirme.
Al llegar a un descanso, me asaltó una aprensión. En la estufa la casera tenía puesta una olla. Consideré retornar al apartamento. Sin embargo, opté por seguir escalera abajo. No tenía llave para volver a entrar e intuí que, si las cartas del destino estaban echadas, mi intromisión sería inútil. Bajaba los escalones imaginando vivamente a la mujer levantando la olla del fuego. Bárbaro pujaba sudoroso, con toda su obesidad depositaba sobre el inodoro. La casera pasó despacio por la sala con el envase en la mano. Bárbaro, azorado, vio cuando ella empujó la puerta con la cadera y se le paró enfrente con la olla de aceite hirviendo. Al pisar la calle oí, o imaginé escuchar, un grito solo, sobrecogedor, de hombre, y enseguida los alaridos aterrados de una mujer.
El mal y el bien, en una cama de hotel, aquello que se rompe, rostros de poetas, revuelo en el recital, salamandra vs. salamanqueja, William Blake, robar el Metropolitan, orgía en Harlem
El arrepentimiento de Samantha no terminaba de convencerme. Sabía que, de perdonarla, pronto volvería a ser espectador de su ruindad y víctima de su inconstancia. Porque el mal es cíclico. El bien, en cambio, es inmutable, sucede y se anquilosa en los lejanos confines de la historia. Los filósofos que han hablado de la linealidad de la historia, sin dudas lo dicen basados en los valores positivos. Un acto bello difícilmente será repetido; una acción vil, sobre todo si es notable, la veremos emulada a la primera oportunidad. Jesús se inmoló por una partida de tontos que, cual cinéfilos aferrados a una bolsa de popcorn y un vaso de soda, lo contemplan con intención catártica sin animarse a imitar su sacrificio. Pero Judas, ¡ah, el imperdonable de Judas!, el malo de la película, el traidor desalmado que ofende con sólo asomar el rostro a la pantalla, ha sido resucitado cada día, en cada barrio, en cada despacho, en cada callejuela solitaria de South Bronx.
Lo del arrepentimiento de la muchacha, para colmo, era una vaga apreciación de mi parte, obtenida a partir de ciertos silencios y de algunas frases que, quizás para favorecerla, tomaba por disculpas. Caminamos toda la avenida Webster, desde Melrose hasta Fordham. Pasamos junto a una larga fila que desembocaba en el atrio de una iglesia, específicamente en las manos de un pastor que donaba bolsas de comida y ropa usada. La muchacha, picada por la curiosidad, se metió a la fila; pero seguí adelante sin prestarme a su capricho. Me alcanzó en la próxima esquina. Íbamos en silencio. Traía un vestido corto, color naranja, en el que se imprimían los delicados encajes de su ropa interior. A menudo me inventaba una excusa para soltar su mano, que la sentía hipócrita y de cera. Mis sutiles señales de rechazo le tenían sin cuidado, pues era de la clase de mujer a la que, para ofenderla, hay que herirla de frente. Al pasar por un hotel de Grand Concourse, me empujó dentro del vestíbulo.
—Nunca lo hemos hecho en una cama —se le ocurrió con la niña asomada al rostro.
Intenté negarme, pero terminé por acompañarla a la segunda planta. No hice mucho esfuerzo por evitarlo; en parte porque no quería complicarme más la tarde, en parte porque su forma de vestir me había excitado. Lo hicimos en una cama, correctamente, con el aburrimiento de una pareja de muchos años. Ella parece que lo disfrutó. Yo, aunque realicé la función sensual, me sentí diferente. Su cuerpo seguía conservando el juego de líneas maravillosas, su rostro tenía la misma expresión de ángel erótico, y su bestialidad al acariciar y ser acariciada continuaba siendo formidable. Pero no obtuve el placer de antes. De hecho, en algunos instantes, mientras entraba y salía de su cuerpo, suplanté su cara por la de una transeúnte, por el de la Boricua, por el de la casera. Puede decirse que sentí alivio cuando ella terminó. ¿Habéis oído a una mujer sin voz mágica deciros que algo se rompió? Creo que pasó algo semejante. Samantha no era mujer para amar. En su mundo no cabía solidaridad ni sumisión ni sacrificio, esenciales para el arte amatoria. Ella era pasión en estado sólido, y nada más.
—¿Has estado en Santo Domingo alguna vez?
—Nunca.
Acabó de vestirse frente a una ventana sin cortinas. Era un regalo visual para los transeúntes. No me importó. Su respuesta me inyectó una insondable paz. “Vámonos, compatriota”, dije para que se supiera descubierta. Me siguió sin intrigarse, casi como si no se diera por aludida. Pasamos frente al Cachíar. Le conté, más bien le reproché, que el cajero se había suicidado. No se inmutó. “Quiero comer castañas asadas”, fue su única reacción.
Sentados en una barandilla frente a las ruinas de un teatro, me entretuve en los cuerpos de las veraneantes. Distinto al invierno, en esta estación las mujeres se han despojado de casi todas sus ropas. Con las piernas, los brazos, la espalda, la cintura y el escote descubiertos, nos vuelven jueces del inventario de sus carnes: el color de la piel, la silueta sensual, el tatuaje indiscreto, el anillo en el ombligo y esas libritas de más que, como espejismo de la bonanza, suelen caracterizar a la gente de la ciudad. Cuando regrese el invierno (y los vientos que venían del Norte anunciaban que no se demoraría), luego de la resurrección de sus ropas, nos mantendremos imaginando el recuerdo exacto de sus cuerpos. Samantha me golpeó un hombro. “¿Qué hacías mirando a esa rata?”, preguntó celosa. “Me fijaba en su blusa”, mentí, “no entiendo cómo pueden usar una blusa de noche a pleno sol”. Se conformó entre dientes. En otros tiempos, ese ataque de celos hubiera sido divertido. Pero esos eran otros tiempos.
Dieron las siete de la noche. El sol estaba afuera. Una luna partida por la mitad, de algodón deshilachado, colgaba bajo un cielo de sucio azul. Al divisar una gaviota que volaba extraviada entre los edificios de ladrillo, vino a mi mente el poeta. Su rostro cuarteado por el acné y ensombrecido por con expresión de mezquindad no podía acompañar un espíritu saludable. Miré hacia Poe’s Cottage (pobre casa vieja, mudada falsamente de un rincón a otro del Bronx), y pensé que Poe, que no parecía agraciado por la belleza corporal, al menos lucía una cara lozana. Lo mismo Goethe, Neruda e incluso el feo de Lord Byron. Me deleitó descubrir que yo, que fui tan mal poeta como él, lo superaba en el vigor espiritual de reconocerme de-sahuciado por las musas. Ahora bien, y según reconociera Maccabeus Morgan, toda mi alforja poética al menos sirvió para llevar a la cama un cuerpo bello como el de Samantha. En cambio al poeta caracuarteada (que de forma inconstante iba de novia fea en novia fea), ni siquiera le valía para vender una docena de libros. Imaginé cuán no sería la envidia de ese miserable y su tropilla, si me vieran acompañados de una musa como Samantha.
—¿Qué sigue? —interrumpió la muchacha.
Sus palabras fueron un toque de magia. Recordé que esa noche sería el recital en Harlem. Señalé hacia la estación, iluminado. Anuncié:
—Vamos a un recital de poesía.
La actividad no había empezado. Entramos por el pasillo del centro. A nuestro paso, hombres y mujeres se volteaban embelesados a mirarnos. Samantha me seguía con mansedumbre animal; no por interés en ninguno de ellos, sino por el privilegio de estar a mi lado; con la misma convicción me hubiera acompañado a una funeraria o al mismo infierno. La inquietud reinó en el público. En el tren, la había instruido para que no saludara ni dirigiera la mirada a ninguna de aquellas sabandijas. La muchacha iba rígida como una vestal, imponente, orgullosa, sin corresponder a la expectación miserable de escritoras repulsivas e intelectuales melindrosos. Nos sentamos en mitad del salón y era simpático notar a los visitantes inventar las excusas más ridículas para voltearse a mirarnos. La atracción era hacia ambos: la muchacha, debido a su belleza inusual; yo, debido a la intriga que despertaba por haber conquistado a una chica tan hermosa. A quienes se aventuraban a saludarme, los despedía fríamente, con el gesto de los poetas prepotentes.
Resultaba gracioso echar una ojeada para descubrir la agitación pueril en que se sumía el auditorio. Unos borraban de sus pupilas la pose intelectual para dar paso a una expresión bovina. Los raquíticos novios, casi en vano, afanaban por evadir a sus horripilantes novias para mirar a Samantha. Las intelectuales reflejaban en sus mal regalados rostros una envidia tan morbosa que las dejaba impávidas. El poeta caracuarteada nos observaba impotente como quien viera pasar a Hércules acompañado de Helena. Yo me regocijaba al confirmar en mi interior que toda la gran poesía del mundo siempre quedará a la altura de los pies de una mujer hermosa.
Me entretuve observando unos pequeños reptiles que andaban por el borde superior de las paredes. La muchacha apoyó su barbilla en mi hombro y miró en la misma dirección. “En mi casa, cuando niño, siempre había muchas de esas salamandras”, evoqué, “en ellas me inspiré para escribir aquel poema que te cautivó”. Ella se apartó de mi hombro y me confrontó con la mirada, asombrada.
—Esas son salamanquejas —corrigió.
—Pues en mi barrio le llamábamos salamandras —expliqué sin gravedad—. Es la misma cosa.
—No es lo mismo —reprobó con seriedad—. Una salamanqueja nunca es una salamandra.
El iris de sus ojos adquirió una tonalidad extraña. La muchacha me veía incrédula, negando levemente con la cabeza. Su rostro se iba borrando en una brumosa lejanía. Sus pupilas se cuartearon con relámpagos rojizos, a punto de llorar. Tomé su mano con una sonrisa, para que despejara la tormentosa nube que por motivos tontos la cubría. Sus dedos estaban helados.
Inesperadamente, de la fila delantera una mano lánguida me saludó. Me sentí lleno de hielo. Era Maccabeus Morgan. Sus dos secuaces se voltearon con una sonrisa morbosa. Interrogué a Samantha con los ojos. Ella dibujó en sus labios una sonrisa fría. La noche se me pudrió de repente. Dejé de disfrutar el asombro del público. En ese momento descubrí que Samantha era un conjunto con aquellos tres reptiles. ¿Cómo les habría avisado del recital? ¿Acaso nos espiaban desde la tarde? El inválido, acarreado por el Tritón y escoltado por el Saltacocote, avanzó rumbo a la salida. Al pasar junto a nuestra fila, hizo una señal para que fuera con ellos. De negarme, me exponía a cualquier infamia en medio del auditorio. Le dije a Samantha que retornaría en un rato y fui tras ellos.
Se detuvieron en el vestíbulo.
—El Saltacocote y el Tritón son devotos de la poesía —comentó el Chief.
Miré de reojo a los dos rufianes. Estimé que sólo con martillo y cincel se les podría entrar en la cabeza la poesía. O quizá muy sutilmente, siempre que se tratara de poemas brutos como los míos.
—El Mosca es poeta— susurró con fingida solemnidad el Tritón.
El Saltacocote quedó con la boca abierta.
—¿Como Blade? —preguntó tras reponerse.
—Como Blake —confirmó el Tritón—. Escribió un poema que supera A Poison Tree. Se titula La Salamandra.
El Saltacocote me observó con falsa maravilla. Luego dirigió la expresión hacia su compañero. El Tritón no se contuvo y ambos rieron sarcásticos, con la risa apresada en los labios.
Maccabeus Morgan guió la silla hasta la puerta de cristal. La calle estaba abarrotada de automóviles y transeúntes. Hizo una señal para que me acercara.
—¿Leyó ese poema de William Blake? —habló para sí el inválido, y se puso a recitar—. I was angry with my friend: I told my wrath, my wrath did end... ¿Sabe por qué la Salamandra es como es, Mosca? —dejó en el aire, intuí que refiriéndose a Samantha—. Blake enseñaba que el cuerpo y el alma son la misma cosa. En el original del Plate 4, donde aparece esa revelación, hay que cambiar la palabra Man por Creature. El poeta nunca escribió allí la palabra Man. Lo que conocemos por “cuerpo” es una porción del alma percibida por los cinco sentidos. La energía viene del cuerpo y es la única vida, and the Reason is the bound or outward circumference of Energy.
—Energy is Eternal Delight —corearon con sumisión animal sus secuaces.
El Chief quedó en una especie de limbo. Luego hizo una señal al Tritón. Este, receloso, me entregó una hoja doblada. “Es su última oportunidad de borrarse”, resaltó con acento tenue el inválido. “Energy is Eternal Delight”, musitaba mientras lo retornaban al salón.
La hoja detallaba un plan para robar la exposición de William Blake que exhibía el Metropolitan. Según el plan, se sustraería una sola pieza, indicada con el código Plate 4. El golpe sería dentro de cinco días, la madrugada del sábado. Guardé la hoja y retorné al salón.
Cuando iba por el pasillo, encontré una turba de poetas mediocres aglomerada ante la puerta del baño. “¡Ahora me toca a mí, luego a ella, de tercero va él!”, proponían ansiosos. Ninguno se daba cuenta de que me había detenido junto al grupo. Todos hacían un círculo alrededor de un desteñido que mostraba las fotos de su cámara digital. Los espectadores escrutaban emocionados las imágenes de la pequeña pantalla. “A mí me dio una mamada de pinga. ¡La tipa mama como una loca!”, confirmó una flaca feísima al identificarse en la imagen donde una mujer de cabello rojo hundía el rostro entre sus piernas. “¡La gringa está arrasando con todo! ¡Es un ciclón batatero!”, exclamó maravillado un filósofo de dientes podridos. “¡El maestro Bukowsky se hubiera vuelto loco!”, afirmó libidinoso un recolector de citas célebres. Airado, tomé la cámara en mi mano para ver las imágenes. Se sorprendieron al verme. Fue insoportable descubrir a Samantha retratada en tanta bajeza.
El fotógrafo me arrebató la cámara, desafiante. En ese instante, el poeta caracuarteada salió del baño limpiándose los dientes con la lengua y subiéndose la bragueta. Me lanzó una mirada sarcástica. “Next!”, escuché a Samantha pedir desde el interior pestilente del baño. Si yo hubiera sido una montaña enorme, el desmoronamiento me habría convertido en un montículo de tierra. La petiseca y el fotógrafo entraron juntos. Los demás formaron un escudo ante la puerta. Suspiré derrotado. Me marché con la determinación de nunca volver con Samantha y de jamás regresar a Harlem.
Odio por Samantha, altercado con clientes, la delación, amenaza policial, el rapto, peligro de la bestia, una voz en las sombras, Blake en el cuarto, el pañuelo dorado, visita al apartamento de Samantha, la momia, “una salamandra gigante en medio de la hierba”
Samantha se volvió una borra amarga depositada en mi memoria. Mi odio hacia ella era definitivo. Los filósofos que, más dados a pensar que a sentir, sostienen que el odio es una forma del amor, en mí se equivocaron. Era un odio genuino, autónomo, desasido de afecto previo. Sé que podría señalarse que, por ser un sentimiento contrario al del amor, constituía su unidad. En el plano etéreo de las ideas tal conciliación sería perfecta; mas en la práctica, totalmente inútil: encerremos en un cuarto a dos enemigos y veremos cómo al rato ya se han acuchillado, destruyendo la cacareada unidad y hasta la existencia misma. No tenía planes de volver con Samantha, y si por desdicha me la encontraba por ahí, no recomendaría mi reacción.
Cambié mi número de teléfono. Abrí otra cuenta de correo electrónico. Si el teléfono de la tienda sonaba, levantaba el auricular con un dedo en el conmutador, de manera que ninguna llamada lograba entrar. El jefe echaba pestes, pero yo, aparte de gozar su mal humor, lo achacaba a un problema de la línea telefónica. Los clientes pagaban mi mal humor. Una enardecida discusión de quince minutos producía una catarsis superior a todo el teatro griego. Por suerte mis últimos días en la tienda pasaban sin ajetreo, debido a que la gente se ocupaba en aprovechar el remanente del verano. Además, nuestros vídeos venían sólo en VHS y muchos preferían el nuevo formato DVD. Para molestar, les preguntaba cuál era la diferencia entre una basura grabada en disco y en casete. Defendía el Nuevo Testamento ante los clientes del Islam, y el Corán frente a los evangélicos. En una ocasión, dos afroamericanos musulmanes casi destruyen la tienda porque les coloqué “erróneamente” en la bolsa un vídeo de Malcolm X. Intenté enfrentar a demócratas y republicanos, pero fue inútil, pues aquí la política no despierta pasiones, aunque estábamos a cuatro días de las primarias; mejor suerte tuve instigando a los fanáticos de los Mets y de los Yankees.
En tres o cuatro altercados a veces consumía la mañana. Si Samantha se asomaba a mi mente, le voceaba “Fuck you!”, y su rostro se esfumaba. El viernes en la tarde retomé un asunto que me preocupaba. Abrí sobre el mostrador el papel que me había entregado Maccabeus Morgan. No tenía intenciones de participar del golpe al museo. Robar dinero, secuestrar personas, sustraer cosas son acciones deleznables, pero al menos el vacío creado por el delito se puede volver a llenar. Dinero, gente, cosas, sobran en la tierra. Ahora bien, una obra de arte es única. Si desaparecieran los frescos de la capilla Sixtina, no habría manera de reponerlos. Franklin Mieses Burgos cuenta en un poema que cuando la rosa muere deja un hueco en el aire que no lo llena nada. Suena bonito, pero el hueco de la rosa lo llena otra rosa: después de todo es una cosa. Sin embargo, un dibujo de Blake es irrepetible. Si Maccabeus Morgan lo desapareciera del Metropolitan, y más si después lo usara para recoger los excrementos de su perro, la humanidad tendría ese vacío infinitamente.
No me prestaría a ese crimen. No por el artista, que al fin y al cabo era un difunto; ni por la humanidad, que incluye sujetos execrables como mi jefe; ni por mi heroísmo. Me negaba porque me daba la real gana y porque nadie, en contra de mi voluntad, podía trazar mi destino. Acaricié la idea de echar a perder el plan. Tenía el revólver que adquirí por medio de Yo. También podía juntar un grupo de muchachos armados y aguarles la fiesta en pleno museo. Pero consideré que una intervención directa sería riesgosa. Ni siquiera sabía apuntar con el arma. Para ser sincero, desconocía si tendría el valor de disparar contra un hombre. Así que decidí elegir la opción más elemental: delatar el plan ante la policía.
Cuando terminé el turno en la tienda, tomé el tren hacia los confines de South Bronx. No cometería la estupidez de telefonear a la policía desde la tienda, menos desde mi cuarto. Si me querían rastrear, irían a parar a las calles tétricas de Hunts Point. Usé un teléfono público cerca de Lafayette y Tiffany. Relaté el golpe en todos sus detalles. Mientras hablaba, sonaron las campanas de un monasterio. Ese dato, imposible de ubicar en Melrose o Fordham, los apartaría de mi rastro. Hablé menos de cinco minutos, para evitar que localizaran el lugar de la llamada. Luego me dirigí a la estación. Mientras aguardaba, me visitó la duda. No era cierto que la policía de esta ciudad fuera tan eficiente y confiable como se presenta en las películas. Por si las dudas, telefoneé al Metropolitan. Les advertí sobre el plan de la madrugada. Tomé el tren de regreso.
Recostado sobre la cama y con los ojos clavados en el techo, me embargaba un estremecimiento por la traición. Pero en un instante descubrí que la traición ocasionalmente puede ser un sentimiento agradable. Mi acción había sido justa. Dándole vueltas al pensamiento, encontré el verdadero origen de mi decisión. ¡Al carajo el heroísmo! ¡Al carajo la humanidad! ¡Al carajo el destino! Lo había hecho para vengarme de Samantha.
En la mañana, antes de salir a la calle, me enganché el revólver de la cintura. No podía andar indefenso después de, sin dudas, haber hecho fracasar el golpe de la madrugada. Distinto a lo que se supone debía sentir, iba con un miedo espantoso. Si andamos desarmados, tenemos la conciencia tranquila de que nada va a pasar. Pero tan pronto nos acompañamos de un armamento, nos divisamos en el umbral de cualquier fatalidad. Imagino que al delincuente o al policía las armas le producen una sensación diferente. En mi caso, el temor venía de mi falta de coraje para matar. Además, Yo me había advertido que no portara el revólver, sino que lo escondiera en un lugar donde estuviera a mano; por eso, si veía un agente parado en la puerta del vagón o vigilando los andenes, me asaltaba el pavor de que se le ocurriera registrarme.
Un policía me mandó a detener tras cruzar por el trinquete. Se me heló la sangre. Mi miedo aumentó al reconocerlo. Odiaba su rostro moldeado en el hueso y sus asquerosos ojos de sapo. Se trataba del oficial que me rondaba como un fantasma. Sonrió con falsa cordialidad. Preguntó cómo estaba la tienda. Respondí que bien. “That is good!”, asintió complacido. Tendió un brazo sobre mis hombros y me condujo hasta un rincón. “You know? Maccabeus Morgan is a dangerous man”, advirtió. Apretaba mi clavícula con su mano mientras me observaba con las pupilas ensombrecidas. “Dangerous man”, repitió, antes de soltarme.
Bajé de la estación y apuré el paso para refugiarme en la tienda. Cuando me acercaba al bloque, el Tritón salió de detrás de un árbol y me bloqueó el paso. En lugar de sacar el arma, retrocedí. Entonces el Saltacocote me tomó por el cuello desde atrás y me desarmó.
—¿Esto es vuestro, Mosca? —preguntó con sorna el Tritón al recibir de manos del otro el revólver.
Me golpearon salvajemente. Dieron puñetazos en mis riñones y mi nuca. Luego me arrastraron hacia el auto, donde el Chief esperaba con los ojos llenos de fuego. Me tiraron al baúl. Cuando cerraron la cajuela, la obscuridad se manchó de horribles fosfenos y perdí el conocimiento.
—¡Mosca! ¡Mosca! ¡Mosca! —desperté al oír una lejana voz como de goma.
Sentí que me ahogaba. Tenía la cabeza zambullida en un barril. Al percibir el aire, tomé una bocanada honda, angustiosa. Debilitado por el castigo, tuve conciencia de la situación. Estábamos en un sótano o en un cuarto sin ventanas. Tenía las muñecas esposadas a la espalda. El perro negro del Chief ladraba furioso, amarrado a una cadena. El Saltacocote y el Tritón traían la camisa sucia y empapada de sudor. Bufaban temerarios, esperando la próxima orden. Maccabeus Morgan me observaba con un brillo de odio. De pronto endulzaba la vista y la bajaba para mimar al perro. El animal me amenazaba pelando sus dientes feroces, dispuesto a saltar sobre mí a la primera señal. Por momentos se volvía más rabioso y cabeceaba con fuerza para romper la cadena.
—¿De qué me acusan? —exigí.
Noté que tenía la boca rota. Percibía la cara hinchada, herida, y tuve la impresión de que me la habían destrozado. El Tritón, con vozarrón de sargento, respondió burlesco:
—Se os acusa de portar un arma de fuego para evitar vuestra detención.
—Y de habei ecrito mala poesía —añadió por lo bajo el Saltacocote.
Los dos se fueron en carcajadas, sirviendo de coro al inválido. El perro saltaba enloquecido, tensando la cadena, con una furia que casi le serviría para devorarse a sí mismo. El Chief le acarició el lomo para que no se impacientara.
—¡No he hecho nada! ¡Lo juro!
En ese instante, alguien desde las sombras oprimió el botón de una grabadora. Escuché mi voz. Era la cinta con la llamada que hice a la policía para delatar el asalto al Metropolitan. No tenía ninguna defensa.
—Ha traicionado a William Blake —acusó el inválido, proyectando la voz en medio de los gruñidos.
Los dos secuaces guardaron las armas. Se apartaron de mi lado. El Tritón se caló el sombrerito, me contemplaba con sus ojos tristes. El Saltacocote me escrutaba con la boca abierta como si acabara de atracarse con una aceituna. En ese instante, ante un rompecabezas imposible de armar, comprendí el mundillo en que estaba atrapado. El conocimiento resultaba tan elemental que daba pavor: era víctima de una banda de locos. Criaturas enajenadas, despeñadas del sentido de humanidad. Locos inteligentes, maniáticos de los más peligrosos, de esos que pueden pasar por el consultorio del siquiatra sin ser detectados y son capaces de envolver en su enfermedad a los seres más cuerdos. Samantha, el Chief y el resto de la banda carecían de barrera mental y por eso obraban terriblemente más allá de las nociones del bien y el mal. Esa verdad me permitió entender las situaciones a las que fui arrastrado. Lástima que fuera tan tarde.
Vislumbré dos chispas doradas hundidas en la sombra. Maccabeus Morgan posó su mano lánguida sobre el collar del animal, como si lo fuera a soltar. La bestia me clavaba sus ojos infernales.
—Usted ha visto demasiadas películas, Mosca —deploró, acariciando el broche—. ¡Es tan patético! Por eso, a pesar de sus horribles versos, sigue siendo poeta. Pero la realidad no existe en 35 milímetros. Tiene un foco más ancho. Es otra clase de cosas...
Mientras su voz se extinguía, trató de zafar el broche que encadenaba a la fiera. La imaginación atrajo hacia mí el perro de un salto. Sus poderosas mandíbulas desgarraban mi cuello y se empapaban de sangre. La carne se tornaba exangüe mientras me desvanecía.
—¡Déjalo ir! —alcancé a oír Samantha en la obscuridad.
El Chief golpeó con fuerza el brazo de la silla:
—¡No! —exclamó furioso.
El perro había dejado de ladrar. Ni siquiera gruñía. La mujer, con voz pausada pero firme, amenazó desde su lugar invisible:
—En el invierno, cualquier criatura puede morir encadenada bajo un iceberg.
Maccabeus Morgan volteó el rostro hacia el animal, que ahora dormitaba a sus pies. Lo último que vi fueron sus manos pálidas haciendo una señal incomprensible en el aire. Luego me desmayé.
Ignoro cómo o a qué hora me sacaron de allí. Recobré el sentido en un banco cerca de una piscina pública en Melrose. Serían las tres de la tarde. Tenía el cuerpo molido. Me revisé en busca de algún golpe comprometedor. Encontré dinero en uno de mis bolsillos. Dos mil dólares en billetes nuevos. No sé cómo fueron a parar allí. Pero si fue por intermedio de Samantha, no tenía sentido preguntar.
Paré un taxi para llegar a mi cuarto. Tomé algunos medicamentos, un somnífero y me tiré en la cama. Por suerte, mis heridas eran superficiales. Nada que con dos o tres días de reposo y unos cuantos sedantes no se pudiera desvanecer. Pero moralmente me sentía destruido, con una tristeza de muerte. La impotencia me ahogaba. Por otro lado, intuí que entre Samantha y yo todo había terminado. Después de lo sucedido, ella no tendría el atrevimiento de buscarme. Yo tampoco tendría excusas para volver por ella.
Un resplandor, como un baño de leche iluminada, entró por la ventana y me hirió las pupilas. William Blake apareció flotando en el cuarto. Tenía a su espalda una estrella incendiada. Traía el pelo crecido, blanco, una larga barba plateada. Estaba desnudo, agachado, con un brazo tendido hacia mí. De sus dedos salían dos rayos de luz dorada. Pensé que Maccabeus Morgan se equivocaba: Yo no había traicionado a Blake. Sonreí y una iluminación medicinal lavó mis heridas. Entonces quedé dormido.
Desperté al mediodía. Durante mucho tiempo no había logrado dormir tantas horas. La hinchazón del rostro desapareció. Apenas quedaba un ligero rasguño en la frente. No sentía dolor en ninguna parte del cuerpo. Sólo me quedaba el recuerdo incurable y la tristeza por los hechos.
Me di un baño. Remozado por los bríos del agua, vacié las cajas de la mudanza y organicé el cuarto. Llamó mi atención un pañuelo dorado. Se trataba del que una desconocida me pasó en el tren la noche que dejé de ser poeta. Lo escruté con detenimiento. Me intrigaron las iniciales “MM” que tenía bordadas con hilo rojo. Había visto un pañuelo semejante en otra parte. ¿Dónde? Hice memoria. ¡En el Mercedes que conducía Samantha! Incluso, aquel tenía las mismas iniciales rojas. El Chief se lo había dado al Tritón y éste, tras envolver en él un fósforo, se lo pasó al Saltacocote para que se lo entregara a la muchacha. Las dos piezas parecían iguales. Las manos me temblaron: “MM” eran las iniciales de Maccabeus Morgan.
La intriga me cortó la respiración. Aquella mano frágil en el tren, de la que apenas pude divisar el celaje, ¿sería de Samantha o del propio Maccabeus Morgan? En cualquier caso, la evidencia demostraba que esos rufianes me vigilaban antes de mi primera cita con la muchacha. Caminé de un extremo a otro del cuarto. Quería despegar como un cohete, volar hacia el infinito, estallar en mil pedazos en el espacio. La furia me quemaba. Sin pensarlo dos veces, me vestí y pedí un taxi. En menos de media hora llegaría a Washington Heights.
Decidido, desafiante, temerario, crucé el vestíbulo del edificio en que vivía Samantha. Me detuve ante su apartamento. Sin llamar, forcé la bocallave y tiré la puerta hacia adentro. Quedó abierta. Permanecí inmóvil en la obscuridad de la sala. Pronuncié el nombre de la muchacha varias veces, pero no contestaron. No había nadie. Me estremecí al ver el rostro de Samantha en la fotografía de la pared. Estaba reclinada en la hierba, pensativa, con el pelo mesado por la brisa. La mirada vidriosa de los animales disecados producía desagrado.
Decidí husmear. La cocina estaba abandonada. La nevera no guardaba alimentos y tenía grandes manchas de herrumbre. En el fregadero, el piso y los rincones se apiñaban latas de comida vacía, verduras podridas y cajas de pizza. El baño lucía limpio, aunque sin trazos de jabón, cepillos u otros objetos que delataran la presencia humana. Había dos dormitorios. El primero carecía de ajuar. Una película de polvo reposaba sobre los mosaicos del piso.
Me dirigí hacia el segundo dormitorio, al final del pasillo, el que ocupaba la madre de Samantha. Abrí la puerta sigiloso. Me sobrecogía el lento chirrido de los goznes. El cuarto contaba con escasa iluminación: apenas un haz sucio de polvo que se proyectaba desde una claraboya. El ajuar estaba cubierto de telaraña. Aparté la cortina de la ventana y un sol empañado se difuminó por toda la habitación. Cuando volteé para mirar, quedé aterrado. En la cama había una momia. Lucía rígida, los labios arrugados, el pelo canoso tejido por arañas. Una sábana polvorienta le cubría hasta la altura de las clavículas. Vi que a una de sus cuencas se asomaron los ojillos de una sabandija.
Grité espantado. Salí corriendo del apartamento y bajé enloquecido por las escaleras. Detuve un auto de policía que pasaba despacio frente al edificio. Les dije que había una mujer asesinada en el quinto piso. Llamaron a otras patrullas y subieron conmigo. Cuando llegábamos al apartamento, ya teníamos detrás, a pocos pasos, media docena de policías. Afuera se oía el ulular electrónico de las sirenas. Me pidieron que no entrara. Uno de los recién llegados me escoltó hasta el vestíbulo y pidió que no me apartara de allí. Siguieron apareciendo más patrullas y un equipo de paramédicos. Los curiosos se apiñaron acordonados en la acera.
Casi dos horas después sacaron la momia arropada en una camilla. Hasta ese momento, los oficiales me habían hecho numerosas preguntas. Consultaron a un hombre con guantes de látex, que parecía tener alguna función especial. En suma, el tipo informó que el cuerpo tenía allí quince o veinte años, y que al parecer no falleció por medios violentos. Los oficiales tomaron todas mis señas y me dejaron ir. Por si acaso, les dejé tomar la dirección y el teléfono de mi carnet, así como los datos de la tienda. La información del carnet no les serviría para rastrearme, pues correspondían a mi viejo domicilio. En cuanto a la de la tienda, ya al mediodía había decidido que no volvería por allí.
Antes de retirarme, pregunté a uno de los agentes si no le sugería algo la colección de animales disecados. Extrañado, comentó que en el apartamento no habían encontrado tales animales. Sólo mucha basura en la cocina, una fotografía en la sala y el cadáver momificado en el dormitorio. Me apoyé a la ventanilla y susurré que la culpable de todo se llamaba Samantha Ritz. “Who is Samantha Ritz?”, quiso saber, fastidiado. Le revelé que se trataba de la pelirroja que aparecía en la fotografía grande de la sala. El oficial ojeó a su compañero de patrulla y suspiró divertido, como para liberar el estrés de esa tarde. “Keep in touch, fellow”, advirtió mientras encendía el motor. El que venía a su lado, hablando un español de acento puertorriqueño, describió: “En esa foto no había ninguna chica, bro, sino una salamandra gigante en medio de la hierba”.
La nueva vida, llorar por un niño, cosiendo una muñeca, madre al teléfono, Samantha en la mañana solitaria, “Sal de mi vida”, en el restaurante, limpiando una ventana, punto final del amor
Pisaba el umbral de la vida nueva. Tenía nuevo domicilio. Nuevos caseros. Nuevo vecindario donde trabajar. Nuevo número telefónico. Nueva cuenta de correo electrónico. Nuevo empleo. Nuevo el corazón, o al menos desocupado de amor. Me consideré dichoso, pues era lo mejor que podía pasarme tras los sucesos que sacaron de mi vida a Samantha. Dejé de buscar respuestas a las interrogantes que llegó a crearme. Después de todo, era una mujer elevada a su máxima potencia, un enigma, una mujer. No tenía sentido intentar atraparla en un conjunto de conceptos.
El verano se había marchado antes de tiempo, azotado por una secuencia de chubascos y un viento helado que soplaba del Norte. Las hojas de los árboles en Melrose empezaban a perder su verdor y a salpicarse de manchas amarillas, como si el otoño se apresurara a ocupar el terreno perdido por el fuego. El lunes lo pasé encerrado en el cuarto, sin dejarme impresionar ni siquiera por los candidatos que daban el ultimátum para las elecciones del día siguiente. Debía descansar, porque en la mañana comenzaría a trabajar en el restaurante.
Aproveché para leer el capítulo final de Zama. Primero releí sus dos años anteriores, para entrar más ambientado al punto en que la historia se quiebra. No me sentía otro de los personajes. Ni siquiera el deseo me transportaba a los ríos, ciudades de piedra y selvas enmarañadas de la historia. Sucedía al revés: el libro, con su carga de diablo y ángel, se filtraba hacia mi alma. Fui deslizado hasta la última página. Allí estaba el hombre, reducido a la destrucción, perdido para la humanidad, y sin embargo aferrado a la vida. La respiración se me iba acortando mientras era precipitado a las últimas palabras. “Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre: —No has crecido... A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo: —Tú tampoco”. ¡Oh, Dios! Temblé. El libro resbaló de mis manos. Quedé en el limbo. La mente blanca. Un fuerte resplandor me envolvió por dentro como una armadura.
Me tomó cerca de una hora retornar a mí mismo. Liberado del sencillo golpe de la majestuosidad, volví a alegrarme de la nueva vida. Limpié el cuarto. Combiné las cortinas con las sábanas floridas y las almohadas rosadas. Puse agua fresca a las gardenias y las coloqué junto a la ventana. Hurgando en una bolsa, encontré la muñeca de trapo decapitada. Me sobrecogió la compasión. Busqué el estuche de costura y me senté en la cama con ella en las piernas. Mientras la cosía, no lograba contener el llanto. Después la apreté en mi pecho y la amonesté con ternura para que no volviera a entristecerse jamás.
Sonó el teléfono. Dejé que el contestador se ocupara. Era mi tío, para recordarme que saliera temprano hacia el restaurante, pues mi turno iniciaba a las seis de la mañana. Noté que el color del piso era demasiado obscuro. Daba una nota tétrica. Lo cambiaría con mi primer sueldo. Un color blanco hueso luciría más agradable e iluminaría el interior. Tomé nota. El teléfono volvió a timbrar. Esta vez se trataba de mi madre. Lo de siempre: aquí no estamos mal, pórtate bien, un día de estos llámanos. Sentí deseos de levantar el auricular. Pero permanecí inmóvil. Deseaba saltar hacia el teléfono y sin embargo no conseguía la determinación para moverme. Cuando le escuché colgar, llevé las manos al rostro. Las lágrimas me ahogaban.
Llegué a la estación a las cinco y quince de la mañana. La aurora teñía de rosa la brisa que vagaba por las solitarias calles de Downtown. Apenas veía a funcionarios electorales desplazarse hacia los centros de votación. En algunas esquinas, los hidrantes se derramaban rumorosos. Los edificios forrados de cristal empezaban a bruñirse con el resplandor del día. Pensé que ya era tarde para el alba y que su rosa se había desvanecido en algún lugar secreto de la tierra.
En la soledad de la calle, vislumbré a una mujer que se acercaba. Era Samantha. Aunque sentí una suave conmoción, tal vez más relacionada conmigo que con su presencia, no me inquieté. Podía andar por allí debido a una mera casualidad o a una falsa coincidencia. Decidí no abrir paso a la incertidumbre. Preferí concebirla como una mujer cualquiera que deambulaba por la ciudad en medio del amanecer.
Samantha caminaba descalza y traía las zapatillas en las manos. Cuando llegó junto a mí, todavía canturreaba When you’re alone and life is making you lonely, You can always go Downtown. Sentí una honda aprensión al verla. Vestía una blusa de rayas blancas y negras, ceñida a la cintura; las mangas le cubrían las manos y se replegaban delicadamente como un abanico cinético. Era la blusa de Scarlett O’ Hara en Gone with the wind. La figuré un fotodrama remoto teñido de sepia. Nos miramos infinitamente en silencio. Esperaba a que dijera cualquier palabra, pero sólo me miraba.
—Estás jugando con fuego —advertí, quizás tras un motivo para escapar de sus ojos.
Samantha se dibujó una sonrisa displicente. Se acercó a mí, pero no me rozó con las manos ni con el cuerpo. Se balanceó como si bailara. Tenía sus pupilas doradas fijas en las mías.
—Sé que me odias —reconoció con voz suave—. Yo no. A pesar de todo, no podría concebir una sola acción que te destruyera. Pero si ahora, en este mismo momento, me pidieras que saliera de ti, no volverías a saber jamás de mí.
Su boca emanaba un dulce aroma de fuego.
—Sal de mi vida —le pedí, agotado, casi sin voz.
Entonces se apartó un paso, volteó el rostro y empezó a alejarse. Me quebraba el corazón verla caminar fuera de mi vida. Sin embargo, no podía hacer nada, absolutamente nada para retenerla. No sé por qué razón, en ese instante volaron hacia mi memoria las últimas palabras de Rhett Butler.
—Si sigues jugando con candela, te vas a joder —volví a advertirle.
Y Samantha, sin detenerse ni volver el rostro, citó:
—I’ll think about that tomorrow. After all, tomorrow is another day.
Retomé mi camino. No habiendo dado cuatro pasos, me detuve para verla por última vez. No estaba. Se había esfumado para mí en la calle solitaria. Apuré la marcha para no llegar tarde.
Capté al vuelo las instrucciones de mi nuevo trabajo. En realidad, no resulta difícil adaptarse a unas reglas que te convierten en otro del montón. Todo allí era nuevo, pero una suave nostalgia vibraba en mi corazón, sobre todo cuando entraba al salón y atrapaba de un vistazo el encogido paisaje de la ciudad. Lograba reponerme con una bocanada de aire. El recuerdo no era bienvenido en la nueva vida. Me encontraba en un punto de inicio y presentía que al fin había encontrado mi lugar en la ciudad.
Limpiaba una mancha de vino que empañaba la ventana norte. Mientras dibujaba un adiós con el paño que bruñía el cristal, dejé escapar la mirada hacia el puzle de avenidas, autos y edificios, que desde allí cabía en las manos. Imaginé a Samantha perdida en aquel laberinto, con su cabello rojo resplandeciendo en la muchedumbre babélica, canturreando, descalza sobre un hilo de oro que nadie más lograba ver. Consulté mi reloj. 8:44 de la mañana. Las manecillas giraban sin esfumarse de la esfera. La realidad estaba de mi parte. Recordé por última vez el rostro de Samantha cuando le pedí que saliera de mi vida. Pude haber sido cobarde, decirle que no se fuera. Pero este era el tiempo del adiós. De pronto, comprendí la verdadera razón que me permitió dejarla. No la saqué de mi vida por lo que hizo ni porque mi capacidad de amar se hubiera agotado. La abandoné simplemente porque las historias de amor, si aún nos queda un poco de fortaleza, llegan a un instante en que hay que ponerles el punto final.
Sobre el autor
Pedro Antonio Valdez nació en La Vega, República Dominicana, en 1968. Ha publicado varios libros entre ellos: Papeles de Astarot (1992), con el que obtuvo el Premio Nacional de Cuento; Bachata del ángel caído (1999), merecedor del Premio Nacional de Novela; Naturaleza Muerta (2000), galardonado con el Premio de Literatura UCE; Narraciones Apócrifas (2005), con el que recibió el Premio Pen Club en Puerto Rico; Carnaval de Sodoma (Alfaguara, 2002), ganadora del Premio Nacional de Novela y llevada al cine por el director Arturo Ripstein, y Palomos (Alfaguara, 2010). Fue ganador del Premio Nacional de Novela en 2010 con La Salamandra, que Alfaguara publica por primera vez.
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