La Salamandra

Pedro Antonio Valdez

ÍNDICE

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Gente del tren, dos jóvenes se miran, el recital, un poema que fue a parar a la basura

Simón de Cirene, la casera y Bárbaro, cucarachas, en la videotienda, el socio 1307, la Boricua, el librero, noticias de una chica pelirroja

Veraneantes, esperar una mujer, la pelirroja al teléfono, la visión, cosas que hacer sin los brazos, la novia

Un paseo por el cementerio, aborto de un beso, salto al tren, dos maleantes en Hunt Point, la entrada al sótano

En el sótano, fluido en los labios, Orchard Beach, lo infinito, se llamaba Samantha, el romance del conde Arnaldos, la sombra del pescador, Laocoonte

Travesía en taxi, Macy’s, confidencia triple equis, la pérdida, La Salamandra, una máquina de hacer versos, ella odia a la gente, camino al cementerio

Una definición de lo increíble, Downtown tras los cristales, Windows of the World, la muñeca, “El día que me moleste contigo”, Yo, un extraño en la tienda

Samantha baja de un Mercedes, Hit the road, Jack, el maletín, argumento de mujeres, una calle abandonada, Sing, sing, sing, Maccabeus Morgan, hechos sin sentido

Samantha llora, Brooklyn bajo la lluvia, más allá de la 125 Street, en la madriguera, romance de la sangre, “Ahora voy dentro de ti”

Insomnio, chateando con lobos, Zama, jornada de limpieza, desmayos, por todos lados Samantha, William Blake, el profeta Lapancha y las vírgenes idiotas, incidente del hombre embarazado

Cita con la Boricua, Samantha al teléfono, el robo de la llave, idea de una visita inesperada, efluvios corporales, “Como hacer el amor con una mujer”, un trío

Paisaje del Bronx, Samantha surge del tráfico, el pobre Polly, de espaldas en la hierba, el caballo y el ladrido, los grandes poetas, camión de muñecas, el parque de los vagones abandonados

Esperando la aurora, ocasión perdida, una bolsa en el aire, la rosa del alba, retrato de la casera, una encomienda

Sobre el amor, el orden sentimental, Samantha diluida en el recuerdo, cita con Maccabeus Morgan, una extraña visita policial

Sobre otro hecho en el cementerio de trenes, biografía y novela, los grandes amantes, aparece Maccabeus Morgan, el Chief, el nombre “Mosca”

Preguntas sin respuesta, el absurdo del amor, un horrible contrabando, cinco franceses, la operación concluye, el crimen más horrible, cajuiles en almíbar, “No te lleves la mano a la boca”, a esperar la aurora

Encuentro con el Chief, superioridad de los débiles, The Spy, breve diálogo de un poema, Goya, exposición de Blake, borrarse de Samantha, Samantha sufre al teléfono, no existe el sitio donde ir

Pasajero sin destino, historias de un taxista, en el atrio de una iglesia, travesía hacia un edificio en tinieblas, Samantha no está, el salvador

Sacrificio de los ángeles, noches de Night Train, porfía conyugal, cristales rotos, el niño rubio, en la bodega, la casera despierta, noticias del tío

El amor y el interés, el rapto, Samantha en el sótano, haciendo el amor a una princesa, ojos en la obscuridad, el cajero del Cachíar, diseño de un golpe, un billete de diez dólares

Texto sobre la infidelidad, un helado de fresa, entre las ruinas de un incendio, encuentro con la Boricua, Samantha y la Boricua, licores para un trío, despedida de tres, teléfono de madrugada

Facultad de las mujeres, diálogos sin sentido, el barco de cristal, exposición fotográfica, encuentro con Yo, la Boricua al teléfono, asamblea de ancianos, con el abuelo de Yo, Samantha la extraña

El amante y el guerrero, encontronazo con la casera, una profecía, sin mensajes y nada en el televisor, programa sobre la salamandra, al despertar

Esperando en una callejuela, “Louis Prima has died”, discusión con Samantha, el golpe al Cachíar, dólares a 210 kilómetros por hora, beso en la noche del Brooklyn Bridge

Cortometrajes, Samantha y la salamandra, un termómetro, inspección de olores, fetidez de Bárbaro, aroma de la casera, el secreto mejor guardado de las mujeres

Mensaje del tío, la muerte del cajero, esperando ante la tv, preguntas sobre Samantha, visita y carta del hospital, una mujer llama a Bárbaro

La nueva vida, marrulla del jefe, estertores del verano, al diablo los clientes, Samantha en una Harley, el escape, desencuentro con el poeta, Samantha se desespera

Ópera bufonesca, encierro, una bella durmiente, el aire acaricia el sueño, chateo con Samantha, la mudanza, imaginación ardiente

El mal y el bien, en una cama de hotel, aquello que se rompe, rostros de poetas, revuelo en el recital, salamandra vs. salamanqueja, William Blake, robar el Metropolitan, orgía en Harlem

Odio por Samantha, altercado con clientes, la delación, amenaza policial, el rapto, peligro de la bestia, una voz en las sombras, Blake en el cuarto, el pañuelo dorado, visita al apartamento de Samantha, la momia, “una salamandra gigante en medio de la hierba”

La nueva vida, llorar por un niño, cosiendo una muñeca, madre al teléfono, Samantha en la mañana solitaria, “Sal de mi vida”, en el restaurante, limpiando una ventana, punto final del amor

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

A Carmen: luminosa, bellísima, en el cielo.

“If the doors of perception were cleansed every thing would appear to man as it is, infinite.” WILLIAM BLAKE

Gente del tren, dos jóvenes se miran, el recital, un poema que fue a parar a la basura

La noche de verano llenaba la ciudad. Una luna ideal para caminos perdidos y fantasmas se agazapaba entre las escasas nubes, manchaba los edificios enladrillados y se desvanecía de la ventanilla del tren para reaparecer más adelante en la arboleda de Central Park o sobre los techos negros de Jerome Avenue. El vagón, como una lata enorme de gentes en conserva, se desplazaba lentamente entre chirridos, sacando relumbrones y chispas al rayar los rieles. El aire acondicionado se agotaba entre tantos pulmones y en su lugar quedaba una masa de óxido que volvía el ambiente más pesado. Aunque apachurrados, cada pasajero se esforzaba en permanecer lo más alejado posible del otro con un gesto que oscilaba discretamente entre la repulsión y la dignidad. Nadie miraba a nadie, o al menos disimulaba no hacerlo, y era curioso notar cómo cada quien se las ingeniaba para encontrar un punto vacío donde fijar los ojos, en medio de aquel lugar donde no sobraba espacio ni para una bocanada de aire.

En un extremo del vagón advertí de reojo a un par de jóvenes que carecían de talento para fingir que se ignoraban. Ella estaba sentada con las manos anudadas al bolso. Su rostro, de ser visto con detenimiento, quizás ameritara describirse como hermoso, aunque había un detalle discordante en su nariz, o en sus orejas, o en la línea del mentón, que comprometía su apariencia y le daba un atractivo cinematográfico. Sus ojos grises, de expresión inquietante, se detenían un instante en los del muchacho y enseguida se desviaban nerviosos.

El muchacho viajaba de pie frente a ella. Su dorso semidesnudo servía de lienzo para un tétrico tatuaje que me permitía evocar no sé qué dibujo de William Blake. Por su cuello resbalaba con inútil acechanza una serpiente domesticada. La camiseta deportiva, el pantalón bajo las caderas y la forma en que repetía un moderno corte de pelo, lo hacían parecer uno más. Pero había en sus pupilas un dulce tono de tristeza que lo libraba de pasar inadvertido. No exageraría quien dijera que miraba a la muchacha con la angustia de un náufrago cansado de espejismos que ve a lo lejos acercarse al barco real. La acercaba con un close-up de la vista para olfatearle el pelo, rozarle con su nariz el contorno del rostro, hasta que se topaba con sus pupilas nerviosas; entonces fingía no haberla observado y dirigía sus ojos melancólicos hacia la piel resbalosa del reptil.

Sentí envidia de aquel juego, así como enojo por la forma en que los jóvenes se negaban a practicarlo con todas las consecuencias. Si yo hubiera sido el muchacho, mantendría firme la mirada. Arquearía los labios en una leve sonrisa. Le preguntaría por el tiempo, la distancia de una estación, la hora, cualquier cosa, me besaría la palma de la mano y la cerraría contra el pecho, le escribiría una tarjetita con mi número telefónico y le diría que voy a decirle que la amo para después no arrepentirme de haber callado durante el resto de mi vida. Pero la dicha era para ellos y la derrochaban en un juego de miradas escurridizas. Desde mi asiento me di cuenta de que bastaba la simple palabra de un muchacho, el gesto elemental de una muchacha, para que dos desconocidos empezaran una inolvidable historia de amor.

El chillido de los frenos indicaba que el tren llegaba a la próxima estación. La muchacha se puso repentinamente de pie. Avanzó hasta la puerta. Al muchacho, cuyos ojos ahora flotaban en el inmenso espacio del asiento vacío, le quedaba la oportunidad de tomarla por el brazo y bajar tras ella. La muchacha salió al andén seguida por la apurada muchedumbre. La puerta se cerró. Y el muchacho quedó inmóvil dentro del vagón, mirando con nostalgia a la estúpida serpiente.

El vagón lucía ahora desolado. Un puñado de pasajeros soñolientos, que iban o venían del trabajo, trataban de acomodarse en los asientos de metal. De vez en cuando alguno bostezaba, hojeaba un periódico manoseado desde las horas de la mañana y soltaba el pensamiento hacia un lugar que, por la expresión nostálgica del rostro, parecía perdido. En un asiento del fondo venían dos monjas afroamericanas, o afroamericanas disfrazadas, mustias como todas las monjas aunque traían uñas postizas y prendas de plata. Alcancé a oír el golpe de la puerta cuando el muchacho de la serpiente cambiaba de carro. Consulté el reloj. Entrada la noche los rieles se estiran, por lo que el trayecto se alarga y nuestra estación va a parar más allá de lo habitual.

Para matar el tiempo desdoblé el poema que había leído en la librería. Un simple escrutinio me confirmó que si la historia de la poesía estuviera escrita con textos como ese, sería la cosa más insignificante del mundo. Dejé vagar la mirada hacia los grafiti pintarrajeados en la carrocería. Incomprensibles, repetidos, escritos con premura por temor a la policía, esos garabatos tenían más fuerza poética que mis versos. Al menos poseían la pasión de la adrenalina. Cabeceé. Parece que dormí durante algunos segundos, pues conservaba celajes de un sueño, algo así como un reptil que se deslizaba sobre el papel y luego me observaba inmóvil. Bostecé. Se oyó en el altoparlante la voz del maquinista, indescifrable, escapando desgarrada del mecanismo. El tren se detuvo en medio de la obscuridad, bajo la tierra, y me lo figuré atorado en la boca de una enorme serpiente.

Aquella noche venía de Manhattan. Había participado en un recital de la librería Calíope, que entonces era una especie de pasillo atiborrado de libros en Dyckman Street y no ese impresionante mall de tres pisos que ahora ocupa en Downtown. Éramos siete poetas sofocados por el gentío. Asistí por compromiso con el propietario y también para probarme definitivamente a mí mismo que mi vena poética se había secado. No tardé en alcanzar este segundo propósito, pues tan pronto empecé a leer, me asaltó un profundo desaliento que se pudo percibir en la falta de emoción de mi voz. En efecto, al terminar se oyeron tibios aplausos, sin duda de espectadores condescendientes y de otros que durante mi lectura estuvieron dedicados a otros asuntos. Enseguida el maestro de ceremonias anunció una pausa, que ávidamente fue llenada por ruedas de salchichón y copas de vino. Un señor bajito, habituado a aquella tertulia, se detuvo a mi lado. “Un texto interesante”, dijo cortés, y pegó la espalda a la pared para perseguir una bandeja.

Terminada la pausa, los poetas y yo fuimos reagrupados frente al mostrador. El maestro de ceremonias, entrampado en su propio flux y con el bigote chorreado de sudor, abrió un turno para las preguntas del público. Una señora, vestida demasiado juvenil para la edad y exhibiendo una afectación que desencajaba con la edad que quería aparentar, mencionó un libro de Borges, evocó una supuesta amistad con Pedro Mir, glosó una cita de Virginia Woolf que no venía mucho al caso y, luego de una meticulosa disquisición, dijo al fin: “Mi gran pregunta, para todos, es, caballero: ¿el poeta nace o se hace?”. De inmediato me aparté del grupo, alcancé la puerta y caminé directo a la estación sin volver la vista atrás.

La voz del maquinista volvió a desgarrarse por la bocina y el tren reinició la marcha con lentitud hasta detenerse en la siguiente estación. Una repentina alergia me puso a merced de los estornudos. Cuando me tapaba la nariz, desde el asiento contiguo una mano frágil me pasó un pañuelo dorado. El gesto no dejó de admirarme, pero, apurado por los estornudos, sólo atiné a tomarlo y llevarlo con urgencia a las fosas nasales. Luego me volteé con el rostro apenado, pero el otro asiento estaba vacío. Como la puerta acababa de cerrarse no pude devolverlo a su dueña. Deduje que se trataba de una mujer, debido a la delicadeza del gesto y a los finos rasgos de la mano que me había alcanzado el pañuelo.

Le di un último vistazo al poema. Vino a mi mente aquella heroína de El doctor Zhivago, que no se animaba a escribir novelas por respeto a las hermosas novelas que había leído. En ese instante me sentí extremadamente solo, y rabioso porque tenía enormes deseos de llorar. Estrujé el poema con la idea de que ocupara el menor espacio en el zafacón. En aquel momento no podía saber que ese conjunto de líneas insignificantes ya me habían colocado a la puerta de la historia más extraña de mi vida.

Simón de Cirene, la casera y Bárbaro, cucarachas, en la videotienda, el socio 1307, la Boricua, el librero, noticias de una chica pelirroja

Soy lo que algunos podrían llamar un hombre común. Pero, en realidad, esa no sería la definición adecuada. Un hombre común es la media de la humanidad, participa de ella como imagen y semejanza, y esa función elemental da cierta dirección a su existencia. Digamos que no considero a los demás mis semejantes. Sin embargo, esto no significa que me estime como un hombre de atributos especiales. Si tuviera que definirme ahora, diría que soy un poeta enterrado, un ser fabricado de presente que no posee el aliento de la nostalgia ni la curiosidad del porvenir, un sujeto que sólo existe para que los burócratas del censo justifiquen su salario. Quizás mi mejor definición provenga de opiniones interesadas. Mi primera novia llegó a considerarme un hombre sin corazón. Mis escasos amigos, antes de abandonarme fastidiados, han dictaminado que soy el aburrimiento en carne viva. En mi familia siempre se limitaron a opinar que soy un tipo raro.

Pero no hay que ser una persona de condiciones excepcionales para ocupar el centro de una historia excepcional. Lo digo por mí. Se da por hecho que los personajes son quienes construyen la historia: ahí están Alejandro Magno, Simón Bolívar, Juana de Arco. Pero esa fórmula no siempre funciona. Extraigamos un simple caso de la que podría ser considerada la mayor escena trágica de Occidente. Simón de Cirene era un hombre cualquiera, un vulgar labrador incapaz de una acción fuera de lo convencional. Un día viene cansado del campo, a lo mejor apurado por llegar a casa para llenarse el estómago, mirar desde el porche la tierra estéril que se dilata hacia la rueda mortecina del sol y, si se da la ocasión, ayuntar con su esposa, para luego dormir y repetir al día siguiente la misma jornada. De pronto se encuentra en medio de una trulla, un soldado romano le apunta con la lanza, le obliga a cargar la pesada cruz de un reo, y, sin darse cuenta, ya está ocupando un lugar excepcional en la historia. ¿Dónde estaba Pedro? ¿Dónde Mateo, el publicano? ¿Dónde Jacobo, hijo de Zebedeo? ¿Dónde estaban aquellos personajes que, por su relevancia, eran llamados a jugar un papel trascendental en la mayor tragedia de la Humanidad? Se desvanecieron, y en su ausencia se levantó monumental Simón de Cirene, un hombre sin condiciones especiales. Porque en ocasiones es la historia quien construye a los personajes.

Digamos que, bien guardadas las distancias, este es mi caso. Ahora bien, cualquiera podría preguntar si vale la pena interesarse en la vida de un sujeto corriente como yo. Se trata de una duda razonable. Yo mismo la tuve mil veces antes de disponerme a escribir, hasta que di con una respuesta iluminadora. ¿Cómo puede un hombre aburrido contar su historia sin fastidiar? La clave es hablar lo menos posible de sí mismo y circunscribirse a contar lo que le pasó. Y eso es lo que pretendo hacer.

Antes de dar paso a esos sucesos, revelaré que cuento con una cualidad natural que me permitirá ocultarme lo más posible en favor de la fluidez de los hechos: no me gusta preguntar. Siempre he preferido hallar respuestas por mí mismo y así llegar abiertamente a mis propias conclusiones. Cuando las respuestas vienen de otro, está uno limitado a una noción ajena, y a menudo acomodada, de la realidad. Leí una vez que el gringo es un ser que desestima cualquier pregunta a la que no ha encontrado solución en menos de ocho segundos. Yo la desestimo en mucho menos. Si intuyo que una persona no está en interés o capacidad de darme una contesta, evito insistir. Sabiendo o no sabiendo, la realidad cambia muy poco. ¿Para qué fatigarnos entonces?

Me despertó el ruido del televisor. La inquilina del apartamento ponía el volumen bajito a esa hora de la mañana, por consideración a su subinquilino. Sin embargo, esa gentileza producía en mí la desagradable sensación de que aquellas voces cuchicheaban. Abrí los párpados. Tomé conciencia del techo, del cuarto, de mi cuerpo tirado sobre tibias manchas de sudor. El abanico revolvía las sábanas con soplidos de aire caliente. En el piso ondeaba el pañuelo dorado. Tenía bordadas, con hilo rojo, las iniciales “MM”. De camino al baño, recuperé un conocimiento nuevo con el que viviría el resto de mi vida: ya no era poeta. El mal sabor de boca me convulsionó el estómago. No tenía deseos de bañarme, no me animaba dejar el terreno limpio para que el verano hiciera de las suyas con mi cuerpo.

Retorné al cuarto. Dejé perder la vista tras el rastro de una cucaracha. Cuando esa desapareció por el tomacorriente, fijé la atención en otras que vagaban por los rincones y husmeaban entre mis cosas. Eran insectos enanos, menudos, quién sabe si reducidos por efecto químico. Pensé en las cucarachas. ¿Cómo se consigue vivir así, sin documentos, sin horarios, sin obligación de someterse a los antojos de un empleador despiadado? Quizás la clave es que son asquerosas. El hombre, a diferencia de los demás animales, se desentiende de la inmundicia. Es la única cosa que deja en paz. Mientras el bon sauvage andaba sucio por la selva, servía de poco: hubo que bañarlo y ponerlo presentable para sacarle el jugo. Quizás recobraríamos la felicidad perdida del salvaje si persistiéramos en la suciedad de la cucaracha. Incluso garantizaríamos la longevidad, pues son los únicos seres capaces de sobrevivir a la hecatombe nuclear.

Sentí un desagradable cosquilleo en el pie. Una cucaracha curioseaba por el calcañar. Permanecí inmóvil. No tenía insecticida. ¿Pero, qué sentido tiene dilapidar el dinero en aerosoles para enfrentar una criatura que no puede ser exterminada siquiera por la bomba nuclear? La dejé pasearse inquieta por el tobillo y luego rozar los dedos con aquella caricia repelente. Su menudo movimiento reflejaba un ser desocupado, ajeno a las tensiones, dichoso. Sacudí el pie y la destruí de un pisotón.

Escuché unos toques sordos en mi puerta. Me hice el desentendido. Cuando terminé de vestirme, seguían tocando. Me acerqué a la puerta. Una peste de cigarrillo se filtraba por el paño.

—¿Sí? —dije, sin abrir, luego de un rato.

—Bárbaro estuvo calculando que el martes se cumple la renta del cuarto.

Quien hablaba detrás de la puerta era la casera, una mujer flemática y temperamental, incapaz de descargar directamente su malhumor contra aquello que le molestaba. Arrastrar un mueble, desgañitarse con el estribillo de una canción o susurrarme por la puerta algún comentario descortés mientras fumaba como si retara al cáncer, constituían sus recursos de desahogo. Bárbaro era su marido, un vividor con gordura de mastodonte que se pasaba los días en el aposento frente al televisor. Lo había visto pocas veces, siempre de espalda o perfil. Regularmente lo escuchaba vociferando que le subieran el aire, pidiendo que le trajeran de comer y beber o pujando desde el inodoro. Por ser domingo, tenía derecho a reclamarle a la mujer que faltaban dos días para la renta y, además, no hacía falta el aviso porque siempre pagaba puntualmente. Pero ya la mañana era demasiado sofocante para añadirle una discusión enardecida.

—Muchas gracias —respondí con dulce cordialidad, pues en ese momento era la mejor manera de fastidiarla.

Se oyó el chispazo de un fósforo. Unos pasos se alejaron de mi puerta. Luego sonó el chirrido de algo que se arrastraba por el piso. Me retiré en silencio. La mujer empujaba por toda la sala el pesado estante del televisor para mudarlo de sitio.

Subí al tren. Bajé seis estaciones más adelante. En la acera, el alcalde de la ciudad me esperaba con la mano tendida y una sonrisa. Estaba acompañando a los candidatos de su partido en el fragor de la campaña electoral. Tuve curiosidad por saber qué se sentiría negarle el saludo al alcalde. Pero mientras pensaba así, ya tenía mi mano apañada en la suya. Seguí mi camino, hasta cierto punto abochornado por haber reaccionado como la muchedumbre.

Trabajaba en Garvish Video-Store. En esta tienda se alquilaba y vendía vídeos para que la gente del vecindario no muriera de hastío cuando cerraba la puerta de sus apartamentos. Nuestra videoteca se componía de películas recientes, que eran la atracción principal, otras lo suficientemente memorables como para que el público las alquilara al menos una segunda vez, y un inventario de vídeos pornográficos cuyas carátulas reservábamos con escrúpulo en un libro rojo. La condición básica para que una película entrara a nuestra tienda era que su director no poseyera la menor idea de lo que era hacer cine; aunque sucedían deslices, ocasionalmente traducidos en descuento salarial, y a nuestros estantes iba a parar algún filme de Ingmar Bergman o Luis Buñuel que sólo sería alquilado por error y serviría para que el jefe ejemplificara cómo un negocio podía irse a pique.

El jefe era un tacaño. Maestro de la zancadilla y la lisonja. Personaje indigno de una historia decente. Uno de esos sujetos que sólo abren la boca o lanzan la mirada para reafirmar su superioridad burocrática. Se consideraba un genio en mercadeo, aunque apenas sabía de números y letras. De tener un escudo, su lema ideal sería “Que cada cual se rasque con sus uñas”. Cuando un comerciante amigo triunfaba, murmuraba que se debió a un chanchullo. Pero si se topaba con el agraciado, lo felicitaba efusivamente. Se consideraba derrotado ante el triunfo ajeno. Le oíamos vanagloriarse de haber llegado a la ciudad con sólo tres dólares, “igual que el genio de la Coca-Cola”, hasta levantar esa tienda y otros negocios en Alto Manhattan. Su mayor orgullo en la videotienda fue pegar una hoja, fotocopiada de un libro de mercadotecnia, la cual citaba las razones por las que los clientes se van de un negocio: porque los tratan mal, porque se mudan, porque los empleados no les satisfacen, etcétera. Esbozaba sus estrategias mercantiles (en realidad, marrullería de pulpero rural), y ninguno le interrumpía en espera de que, entre tanta palabrería, revelara la verdadera clave de su fortuna: haber estafado a su primer socio. Pero en un punto de la charla, quedaba taciturno y, al recobrar el habla, se ponía a dar órdenes.

Tras abrir el portón, arrastré la aspiradora por el piso alfombrado. Recogí los excrementos de las ratas. Compuse las carátulas desordenadas por los clientes la noche anterior. Barrí la acera. Limpié el polvo. Coloqué los letreros con las ofertas del día. Ordené las facturas. Todo se hacía siempre de igual manera, en el mismo orden. Incluso había un cuaderno en que se detallaba la rutina diaria, para no dejar nada en manos de la caprichosa invención.

La campanilla sonó al golpe de la puerta. Había entrado el primer cliente. No correspondió al saludo de buenos días. Se trataba del socio 1307, un angoleño que fingía la necesidad de un bastón. Quién sabe cuántos miles de dólares habría sacado al Gobierno con su falsa cojera. Lo detestaba, y él, entre gruñidos, parecía sentirse complacido de ese sentimiento, pues supongo que se comportaba deliberadamente así para que lo odiaran. Estorbaba cuanto podía. Demandaba atención especial, maldecía, se inventaba que el último vídeo estaba en mal estado, nos culpaba de que algún actor murió demasiado rápido en la película, eructaba casi en mi rostro para de inmediato refugiarse en la inmunidad de un Sorry. No sólo tenía problemas de actitud conmigo. Los empleados de los demás horarios lo detestaban. Muchos otros clientes, también vecinos suyos, lo consideraban una lacra. Por eso vivía solo en su apartamento. O sea, mi apreciación no era subjetiva ni personal. Cuando guardaba la cortesía ante individuos semejantes, me daban deseos de estrangular al insensato que inventó que el cliente siempre tiene la razón.

Así pasaba el día, con cuentagotas: un cliente se iba, otro venía. Salvo unos cuantos, los socios de esta tienda carecían de buena educación. Pareciera que los hispanos y los afroamericanos se hubieran puesto de acuerdo para confinar en este vecindario la lacra que dañaba su raza. Luego de la comida, salí a la acera para disipar la mente. La calle estaba salpicada por basura de diverso color y procedencia. Los árboles lucían inmóviles, sin asomo de brisa. Enfrente quedaba una casa manchada con esa costra desleída que deja el tiempo; llamaba mi atención su patio enmarañado por la yerba silvestre y un banco a la sombra del porche, adornado con rosas descoloridas, en el que desde hacía años no veía a nadie sentarse. Flotaba en el vapor de la tarde un olor a carne chamuscada. De lejos llegaba un detritus de sirenas, un concierto de claxon desacompasado, los alaridos de una pareja disfuncional, la gritería de un ejército de chiquillos y, por la calle vecina, el traqueteo del tren, que pasaba como un espejo del sol sobre los elevados rieles. Pensé con vaguedad que, entre tanta sordidez, resulta ilusa la sobrevivencia de un poeta.

Volví al interior de la tienda. En el verano se reducía la clientela, pues la gente pasaba el mayor tiempo posible fuera de los apartamentos, como si temiera quedar atrapada en el incendio del clima. Se tiraban a la calle con poca ropa para mostrar su piel estriada, el colesterol distribuido en el rosario de la celulitis, la grasa rodeando las caderas a manera de salvavidas. Preferirían morir quemados a campo abierto y no abrasados entre las paredes. Sonó el teléfono. Era el gerente, quería saber si habían venido algunos clientes.

—El verano es el diablo —se quejó. Me pidió reordenar las carátulas, intercambiar los afiches de Schwarzenegger y Lola la Trailera, cepillar la taza del inodoro... que no me quedara sin hacer algo—. Pues ya que ahí no hay nadie, vos apáguese por un rato el aire acondicionado, poeta.

El jefe siempre tiene la razón... siempre que esté allí para comprobarlo. Podía prescindir de sus ordenanzas, dadas por ejercitar el recelo de la autoridad. Sólo apagué el aire, no fuera a aparecerse de repente en la tienda. Puse el vídeo de una película que recientemente había roto todos los récords de taquilla y estupidez. Solía divertirme adivinando lo que iba a suceder en esos filmes. Presagiaba: “no va a pegarle el tiro en la cabeza, el rehén es un niño”, y el malo, conmovido, soltaba ileso al chico. Auguraba: “el perseguidor va a alcanzar a la muchacha, sin importar que esta le lleva medio kilómetro de ventaja”, y, ¡zas!, el sicópata le salía por el frente. Vaticinaba: “no va a matarse aunque acaba de saltar de un treintavo piso”, y he aquí que el protagonista caía en un mullido contenedor de basura. Apagué el televisor. No tenía sentido malgastar el don adivinatorio ante hechos tan predecibles.

Alcancé el teléfono. Pasé los dedos por el teclado, sin pinchar, muerto de aburrimiento. De forma automática marqué el número de la casera. “¿Aló?”. No respondí. “¿Aló?...”, exigió varias veces la voz, y mientras repetía, su voz se impregnaba de histeria. Colgué. Sabía lo que iba a pasar: la casera pensaría furiosa que esa llamada era de alguna mujer, pero no diría nada a Bárbaro, encendería un cigarrillo, fijaría la mirada en el mueble más pesado del apartamento.

Enseguida telefoneé a mi tío. Era un hombre lacónico, quien quizás por su condición de ex militar resolvía con escasas palabras. Trabajaba en el restaurante más elevado de la ciudad. Desde hacía un tiempo, instigado al parecer por mi madre, se interesaba en conseguirme empleo allí en cualquier cosa. Aunque no enloquecía con la posibilidad, tampoco dejaba de atraerme. El puesto en el restaurante contenía triple significado: trabajar en Downtown, largarme de este vecindario y mandar al diablo al miserable de mi jefe. “Estamos casi en eso. Cualquier cosa, le aviso”, informó, y, antes de colgar, reprochó sin entrar en detalles: “Hace tiempo que usted no llama a su mamá”. “Voy a telefonearla hoy mismo”, mentí antes de despedirme.

Vagó por mi mente el número telefónico de la Boricua, mis yemas merodearon por el teclado. Me sorprendió su ronquido gatuno. Siempre ha hablado así, como si estuviera a punto de excitarse. Cuando la conocí pensé que se trataba de una afectación; luego descubrí que era su tono natural. Hubiese colgado, pero su ronroneo me estremeció con una especie de impulso eléctrico.

—Tú me has botado, muchacha...

No me respondió de inmediato. Hizo uno de esos breves, casi imperceptibles silencios en los que se calcula velozmente la reacción apropiada. Quizás trataba de reconocer la voz. Fingió un gemido.

—Tú no me amas, bellaco. Olvidaste mi corazón, sin importal that I need you so much —se quejó. Cínica. Ella fue quien me sacó los pies del camino, cuando se enganchó con un vendedor de heroína que soltaba el dinero como si le quemara las manos. Por eso no la había visto en los últimos seis meses—. But el que ama siempre está supuesto a perdonal. So, las puertas de mi corazón siguen abiertas para ti enterito.

Como el vendedor de heroína ahora estaba preso, su corazón reabría sus puertas para mí entero, incluido manos, sexo y, por supuesto, cartera. Debió darme náusea su falta de sinceridad y su predecible ingenio; pero, quizás porque había renunciado a buscar la parte poética de las cosas, sólo me permití entregarme al placer de cierta turgencia. La Boricua era buena para el deseo. O más bien mansa, generosa, desentendida de su cuerpo. Poseía la docilidad de una muñeca inflable. Además su cuerpo era inquietante, de esos que paran hasta la respiración y obligan a preguntar qué hace aquí una mujer tan sensual. De todas las mujeres que hasta entonces me había dado, esta era la más bella, y en nuestros mejores tiempos la tuve como la chica que sólo por error de la fortuna un tipo como yo pudo alcanzar. Cuadramos nuestros sentimientos y acordamos un encuentro para el fin de semana. Cuando colgaba el auricular, volvió a sonar el timbre. Di la cortesía acostumbrada, sin sospechar que esa llamada era mi entrada formal a la historia que marcaría mi destino.

—Buenos días. Le llamamos de la Lotería. Usted acaba de ganar el Loto de setenta y cinco millones de dólares.

Con la falta de entusiasmo que da la sofocación, reaccioné:

—Dígame, magistrado.

Era el propietario de la librería. Sus llamadas siempre iban precedidas de una broma descabellada. Ahora la voz le sonaría sonreída.

—¿Qué sucedió anoche, cristiano? Saliste disparado cuando empezó el turno del público. Pensé que te habían echado agua caliente.

Le dije que me ausenté para esperar la llamada de una tía a la que iban a operar de asma. Fue lo primero que se me ocurrió. Sería más complicado explicar que esa noche colgué los guantes como poeta.

—Ah —concedió. Entonces su tono asumió una sobriedad de confidente—. Mira, aquí había una mujer loquita por hablarte del poema que leíste.

No me entusiasmó la idea. A mi mente vino la vieja que hizo la pregunta sobre el origen de los poetas. No podría sobrevivir media hora sentado frente a ella en un bar, separados por el vapor de dos tazas de té, oyéndole martillar citas literarias.

—Es una joven pelirroja —resaltó, para manipular mi interés—. Gringa. Dice que estuvo anoche en el recital, aunque no la recuerdo. Le fascinó tu poema, pero, como te esfumaste, no tuvo tiempo de hablar contigo. Volvió esta mañana a la librería para ver cómo podía contactarte.

El detalle físico atrajo mi atención. Era pelirroja y, sobre todo, no la vieja odiosa. También despertaba mi curiosidad que le hubiera gustado ese poema.

—¿Y qué le dijiste?

—Le di tu teléfono... Supuse que no te iba a molestar. Si no te ha llamado, lo hará en cualquier momento.

“¿Cómo está el tiempo por allá? ¿Dónde juegan los Yankees? ¿Alguna novedad?”, le dije, preguntas vacías que, en una conversación telefónica, equivalen a un silencio. Me las respondió todas con austeridad.

—Es una pelirroja —retomó el librero.

Derrotada mi intención de hacerme el desentendido, pregunté:

—¿Es bonita?

Hizo un silencio real antes de responder.

—No es fea —vaciló.

—Eso no significa que sea bonita —protesté. Aunque nunca tuve admiradoras, siempre supuse lo terrible que sería ser admirado, sentido, soñado día y noche por una lectora fea—. ¿Se ve bien? ¿Está buena?

—Bueno, ahora que lo preguntas... No... no tiene nada feo. Es una mujer atractiva. Todos quedaron hipnotizados...

—Entonces es bonita —intervine.

—Deslumbra. Incluso esta mañana...

—¿Es bonita? —volví a interrumpir su repentina efervescencia.

—¿Bonita? ¡Es pura belleza! ¡Una bestia de mujer! Pero... No sé. Tiene algo que no me explico... No sé. Sí, parece tener algo como...

—¿Algo como qué?

Lo escuché balbucir. Se esforzaba por encontrar la palabra correcta. Finalmente hizo una pausa y determinó con firmeza:

—No sé.

Veraneantes, esperar una mujer, la pelirroja al teléfono, la visión, cosas que hacer sin los brazos, la novia

Estaba a la espera de mi admiradora. Acordamos encontrarnos junto a la arcada de este puente de Central Park. Eran las diez de la mañana. La sombra de los árboles evitaba que el sol se desplomara sobre el pasto y los peñascos, aunque no lograba impedir que un vapor caliente, impulsado por su débil motor debido a la ausencia de brisa, circulara a campo abierto. Un señor sin camisa y nariz de plástico consultaba el periódico. Sobre la comba del puente pasaba un coche de caballos blancos transportando a una novia. Una mujer tocada con un elegante sombrero y un vestido naranja, como un incendio al pastel, miraba ansiosa a su alrededor como si esperara distinguir a alguien. Varias familias se acomodaban en el suelo sobre pequeños manteles, destapaban litros de soda, lanzaban una pelota, escrutaban las ollas de comida. Iban y venían veraneantes en patines. Un turista dispuesto a desabastecer los almacenes de la Kodak desperdiciaba su cámara con las ardillas. Dos adolescentes se picaban con besos sentados en una raíz enorme, con tanta gracia que parecían hacerlo sólo para divertirse. En suma, había gente por todas partes, pero por ningún lado aparecía la mujer que esperaba.

Un hombre pasó vestido de Hamlet y apuró el paso cuando Ofelia, quien corría levantándose el ruedo del vestuario, gritó las once de la mañana. Yo sentía sed. Hubiera dado mi reino por una botella de agua, mas temí moverme de allí, no fuera a ser que mi admiradora llegara y no me encontrara, aunque, para ser exactos, ella llevaba casi una hora de retraso. Ciertamente las mujeres suelen tardarse en llegar a las citas, pero hay un convenio tácito que exige al hombre esperarlas más allá del tiempo debido. Cuando se espera a una mujer, no podemos ceder a la desesperación, pues bastará con verla entrar a nuestro campo visual o escuchar su voz al acercarse, para que el enfado abandone nuestro ánimo y se transforme en una dulce agitación. Además, no nos precipitemos: las mujeres conocen de este efecto y por eso se demoran de esa manera.

El tiempo pasaba. Llegó el tañido de una iglesia cercana. Se trataba del sonido electrónico, nasal, de un badajo invisible contra una campana irreal. Excesos de la modernidad. No logro imaginar el medioevo, tan cargado de espiritualidad, sin su fuerte descarga de campanas zarandeadas por cuerdas: sin ellas se desvanece la historia y el profundo misterio de la humanidad. La mujer del sombrero elegante de vez en cuando me lanzaba una mirada que me hacía sentir extraño. Era atractiva, refinada; pienso que si ella fuera la de mi cita, hace tiempo la tuviera entre mis brazos, sin hacer nada, solo para sentirla transpirar, no la olvidaría ahí en mitad del parque, como el estúpido que la hacía esperar. Las pocas veces que pasó por mí su mirada, lo hizo con recelo. Debía darle cierta aprensión encontrarse sola cerca de un extraño que llevaba casi dos horas sin moverse junto a una arcada.

Empecé a temer que equivoqué el lugar de la cita. Era una incertidumbre terrible, sobre todo porque si me desplazaba hacia otro lugar, podría al fin llegar mi admiradora y no encontrarme. Era uno de esos momentos en que uno lamenta no haber adquirido el vicio del cigarrillo. En la acera había un teléfono público que quemaba por la intensidad del sol; debía estar ardiendo en todas sus partes, ya que era de metal. Si un caminante se hubiera detenido a llamar, ¿qué número marcaría? ¿El de las calderas del infierno? Podría telefonear a mi admiradora, pero caí en cuenta que no le pedí su número.

Después de haber hablado con el librero, recibí la llamada telefónica de la pelirroja. Habló maravillas de mi poema, con tanta fascinación que en principio pensé que se burlaba. Sospeché que se trataba de una broma de mal gusto orquestada por algún poeta envidioso. Justo cuando preparaba mi contraataque, me desarmó con una expresión inesperada: “Tu poema me desató todas las hormonas”. Al vuelo percibí que no se trataba de una bufonada, pues esa frase, descarnada y literariamente de-saliñada, no parecía provenir de un pseudopoeta erudito, al menos no de un varón. La muchacha hablaba en serio, lo cual demostraba que estaba loca o que tenía un gusto extremadamente hondo. Fuera loca o excéntrica, para mí lo esencial era la noticia de su atractivo físico. Además hablaba extraño. Tenía una voz indescriptible, fluida pero no copiosa, de poderosas pausas, que hacía mantenerme como al acecho. Sus palabras insuflaban cierta sensación de intimidad. Cuando terminamos de hablar me encontraba muy excitado.

De repente me sentí estúpido en el parque. Desde el momento que colgué el auricular estuve abstraído en las palabras de la muchacha, enardecido con la idea de lo que podía suceder entre ambos al encontrarnos por la mañana en el lugar acordado. Sólo ahora reparé en que aparte no tener su teléfono, tampoco conocía su nombre, ni su imagen, ni su dirección, ni nada. ¿Qué clase de insensato se arroja a una cita con un fantasma? Un hombre tiene que estar muy solo para lanzarse con impulso femenino a una cita a ciegas. Yo que siempre consideré absurdos esos encuentros procedentes de una charla cibernética, estaba allí, haciendo el ridículo en pleno Central Park. Las doce meridiano. Decidí cancelar la espera.

—Hola —dijo a mi espalda una voz que me pareció raramente conocida. Volteé el rostro y recibí un golpe de sol en las pupilas—. Soy yo.

Mis ojos se empaparon de una visión. Quedé petrificado. En verdad no es que era ella, sino que no podía no ser ella. Su imagen fulminaba. Su belleza quedaba a un lado, porque esa hermosura fulgurante terminaba por serle un vago encanto. Su contemplación desgarraba todos mis sentidos. No me invadió a la manera de un flechazo, fue más bien un chorro de ácido del diablo. Un ángel horrendo, un demonio inmaculado, el óleo de una santa con un seno descubierto. El cabello enredado de serpientes y recogido en un incendio. Era una mujer para amarla mientras flota en el aire o atropellarla con un caballo alado, susurrarle que un pájaro rojo la cubre con sus alas enormes, tragar su respiración mientras la contemplamos repujarse sobre el firmamento: el cielo incendiado por el sol, oro vasto luminoso, sobre su cabeza una estrella, a sus pies la luna, y desplomársele hacia adentro tras haberle robado el falo a un fauno y la leche a una diosa que exuda perlas derretidas. Una bestia, una máquina erótica, un animal femenino, una mujer para asesinarla de la forma más brutal, traerla de la muerte, hacerle el amor, arrancarle las uñas con los dientes, quemarle los ojos con un cigarrillo a la vez que la obligamos a mirarnos sonreída, despedazarla con una maza mientras se le besa un párpado, ordenar su carne machacada, robar su cadáver de la tumba para violar dulcemente cada fragmento de su cuerpo. Una mujer encantadora. Un acto de magia. Una mujer por la que jamás morir valdría la pena. Una mujer por la que uno oprimiría el botón de la bomba del fin del mundo.

Una sombra de árbol me cubrió el rostro. Fue embarazoso, porque debí permanecer un instante absorto mientras unas pavesas de sol se desvanecían de mis pupilas. Cuando cesó la dilatación, tenía enfrente a una bella muchacha pelirroja.

—Es el sol —me excusé.

—Siempre el sol —sonrió.

Me pareció haberla visto antes. Bastó con observar el sombrero que traía en la mano, su vestido de fuego, un banco vacío, para caer en cuenta de que era la mujer que estuvo esperando en el parque. Ahora, con el pelo descubierto, tenía los años de una muchacha. Las mujeres, diferente a los hombres, dominan el arte de restar y sumar los años. Quedé encantado con sus rasgos físicos. Nos miramos en silencio. Debí aplicarme para no bajar los ojos ni trazar una sonrisa estúpida. Noté que la respiración le agitaba el pecho, aunque, curiosamente, no parecía sonrojada. Tuve la impresión de que en lugar de mirarme, me olía. Al fin consideré que había llegado el momento de decir “¿Y entonces?”, frase imprecisa que se estipula en esos casos y casi siempre se pronuncia a coro. Pero ella me sorprendió con un comentario:

—Tu olor es bueno.

No pude responderle nada. Esa mañana no me había bañado. Tampoco llevaba perfume. Por el contrario, estaba empapado de sudor, sobre todo bajo la ropa. Para romper el hielo, calculé rápidamente una frase de la que me arrepentí de inmediato.

—Eres hermosa e inteligente.

Ella sonrió con indulgencia, lo cual me hizo sentir ingenuo. Lo más terrible es que no se me ocurría ninguna palabra para resarcirme. Mi indecisión me irritaba, pues como hombre me correspondía tomar las riendas de la situación. Quizás debía invitarla a tomar algo. ¿Pero cómo llevarla al sitio adecuado? ¿Qué tomaría una gringa recién escapada de un desfile de modas? Si fuera latina, la invitaría a beber una cerveza por ahí, en un lugar que se pudiera escuchar salsa o música suave, tendríamos elementos comunes que facilitarían las cosas, sin dudas la frase anterior hubiera provocado un efecto favorable (nunca me había fallado), mentiría diciendo que me parece una mujer “como misteriosa”. Pero entre esta chica y yo no existían puentes. Me preocupó la idea de que fuera imposible llevármela a la cama. De pronto, ella recorrió los dos pasos que nos distanciaban y se me pegó. No movía los brazos, sino que presionaba hacia mí como si en lugar de abrazarme buscara acomodarse en cada escondrijo de mi cuerpo. Acomodó una mejilla en mi cuello, llevó sus labios a flor de mi oreja y susurró:

—Eres mi novia.

Esta frase me inquietó. Como pronunciara esas palabras en español, pensé que había equivocado el género del sustantivo, aunque su pronunciación fue perfecta y sin acento. Supuse que no escuché bien. De todos modos una frase así, dicha en privado por una mujer, no representa gran amenaza. Abrí los brazos, pero los dejé abiertos para no interferir en su estrategia corporal. Debo reconocer que la excitación por su cercanía se ligaba con un sentimiento de pudor. Después de un momento interminable, se volvió a apartar dos pasos.

—¿Y entonces? —pregunté decidido.

Me miró a los ojos. Juraría que habían cambiado de color, más obscuros, aunque probablemente era consecuencia de la pasión. Me incliné a recoger su sombrero del suelo. Le arrojé una mirada antes de levantarme. La vi radiante, monumental, como recortada y pegada contra el fondo desteñido del cielo. El sol le alumbraba la cabellera y su vestido naranja se prendía en fuego.

—Llévame a un lugar al que yo no sepa ir —propuso ansiosa cuando estuve de pie—, por un camino que yo no conozca. Llévame de una forma que nadie más pueda llegar.

Un paseo por el cementerio, aborto de un beso, salto al tren, dos maleantes en Hunt Point, la entrada al sótano

Ningún lugar resalta la belleza de una mujer como el cementerio. La lozanía de la piel, la ternura del rostro, la frescura de su presencia se acentúan en el entorno pálido de las lápidas, la blancura tétrica de los mausoleos y los rosales mustios desperdigados sobre las losas. Ni la pasarela ni el maquillaje logran crearle un efecto tan favorable. Quizás se deba a que la belleza encuentra en la muerte, y no en la fealdad, su contraste ideal. Esto así porque la fealdad puede transformarse en hermosura: un poco de volumen sacado con el bisturí y un delineado de carmín podrían bastar; pero la muerte jamás se convierte en belleza física, ya que es el estado final donde no es posible transfiguración alguna. ¿Queréis la prueba? Llevad una calavera al quirófano del cirujano plástico. También la muerte aporta la serenidad indispensable, pues, en su naturaleza, la belleza no es para inquietar, sino para permanecer en sí misma serena.

Caminamos sin destino por el empedrado del cementerio. Un asomo de viento vagaba sin ímpetu y se refugiaba calmado en la cabellera de la muchacha. Tenerla del brazo mientras pasábamos de largo por las lápidas, me despertaba un placer reposado. De vez en cuando nos deteníamos a leer algún epitafio y suspirábamos con una melancolía que, al carecer de dolor, se podría calificar de deliciosa. Solemnes, galantes, como una antigua pareja a la que el tiempo le permite señorear sobre la tranquilidad y el desenfreno, paseábamos entre aquellos árboles enormes y podados, cuyas raíces se extendían bajo un pasto bien cortado, despojado de hojarasca, regado para ponerlo a salvo del verano. De vez en cuando descubríamos, siempre a varios metros de distancia y en absoluto silencio, a un albañil que encalaba un cenotafio o a un jardinero que rastrillaba el césped. Todo estaba en su sitio: las tumbas bruñidas, los adoquines bien fregados, la herrería repintada, con un sentido geométrico que nos hacía recordar que a la muerte no se le escapan los detalles. Es increíble notar cómo los muertos reciben una urbanidad que nunca se les otorgó en vida.

La muchacha carecía de repertorio humorístico. Incluso solía quedar seria ante mis chistes: me observaba como si no hubiera entendido. En cambio, resultaba atractivo escucharla, verle hablar. Evocó las grandes tumbas de los faraones egipcios. Era partidaria de la momificación, tema en que parecía versada. Daba deseos de acariciarla mientras hablaba sobre raíces, ungüentos y condiciones del aire necesarios para proteger un cuerpo de la descomposición.

Me encontraba disfrutando los placeres de una paz infinita, cuando, llegados al atrio de la capilla, la pelirroja se pegó con vehemencia a mi cuerpo y me besó. No se trató de un beso pausado. Sus labios buscaban apoderarse de los míos. Casi cedía a sus mordiscos y al movimiento de su lengua, que recorría con agilidad todos los espacios de mi boca, pero la mesura me obligó a apartar el rostro. La escuché sonreír divertida, como hacemos cuando un niño se asusta de ver una sábana agitándose en la obscuridad. Nos sentamos bajo la sombra de un árbol. Le ofrecí un pañuelo para que se secara las gotas de sudor que perlaban sus labios. Se negó con un gracioso movimiento de cabeza mientras reclinaba la espalda en el césped. Cerró los párpados. Contemplé deleitado su cuerpo tendido. Su pelo rojo se tejía entre las hojas de hierba, finísimas serpientes arrastrándose por diminutos matorrales. El vestido de fuego, de tela levísima, abrasaba las líneas de su cuerpo y permitía distinguir las curvas de su piel. Tuve la impresión de que si el viento le volara el vestido, quedaría completamente desnuda. Su pecho, al inflarse, hacía de sus senos un sobrerrelieve elemental y excitante. El resto de su cuerpo parecía temblar delicadamente, como si toda su piel se empapara de aire. Me acodé a su costado y acerqué mi mejilla a flor de su vientre, para sentir su transpiración. Entonces me asaltó un deseo salvaje de poseerla. Sé que de arrancarle el vestido no se sorprendería: ella tendería sus manos sobre el diafragma y, sin abrir los párpados, me dejaría entrar a sus profundidades húmedas. Me detuvo el motor de una carroza fúnebre que cruzaba el portón. Debí limitarme a contemplarla dormida, pues justo cuando terminó el largo entierro y el cortejo se disponía a abandonar el cementerio, la muchacha abrió los ojos. Luego nos marchamos.

Caminamos por Jamaica bajo la línea herrumbrosa de los rieles. Oímos el ruido de la máquina que se acercaba, por lo que corrimos escaleras arriba hacia la estación como si ese fuera el último tren del mundo. Avancé apurado hacia la boletería, pero la muchacha siguió hasta la entrada y, volteando el rostro, gritó “¡Me vas a perder!”. Sin pensar, salté tras ella el trinquete. Entramos al vagón cuando la puerta se cerraba. Estaba cubierto de sudor, con la piel caliente. Temí el choque con el aire acondicionado del tren, pues en ese momento helaba. Pensé que ese aire frío, más que una cortesía, era un intento de aniquilarme. La pelirroja parecía sentirse cómoda con su acaloramiento. En realidad, el sudor y el pelo revuelto daban a su belleza un ardiente toque salvaje.

Llegamos a Hunt Point. No fue parte de un plan, sino simple insensatez de enamorados. Sólo cambiamos de un tren a otro, hasta bajarnos en Longwood Av. Merodeamos por calles de edificios despintados y polvorientos que, dada la disipación de nuestro ánimo, me parecieron poéticos. Comimos cochifrito de pie ante el mostrador de un restaurancito chino. Nos divertimos con la adiposidad de algunos caminantes.

Nuestros pasos nos llevaron a una calle silenciosa. Las fachadas de los edificios, desaliñadas o que hablaban de inquilinos desaliñados, componían un paisaje amenazador. Me di cuenta de que habíamos entrado a uno de esos lugares equivocados donde el tiempo siempre es equivocado. Un tipo se asomó a una ventana y silbó. Casi de inmediato dos sujetos nos cortaron el paso frente a un edificio. Maleantes, a juzgar no tanto por la temeridad de su rostro como por el velado temor con que nos escudriñaban. Uno de ellos congolés, trinitario o de las islas francesas; el otro a mil leguas cibaeño. Tenían las pupilas rojas, adormecidas, estrelladas por la pipa del crack.

—Sólo damos una vuelta —les expliqué con fingida calma.

Ignoraron mis palabras. Sus ojos estaban clavados en la muchacha. Eso me preocupaba. En este vecindario de negros y latinos, un anglosajón significa desclasado o policía. La pelirroja no tenía pinta de pobretona, lo cual la dejaba a merced de suponer que era detective. El cibaeño se nos colocó detrás y enseguida el otro se aproximó a la muchacha. Le habló sin respeto, pasándose por los labios la lengua rematada en un arete. Le acarició el rostro. Se me prendió la sangre; pero al primer movimiento, el cibaeño me propinó varios puñetazos en los riñones y terminó de inmovilizarme con la punta de un puñal sobre mi garganta. El otro apuntó con una pistola y registró a la pelirroja por si venía armada. Su mano se movía lujuriosa. Ella permanecía inmóvil. La rodilla que aprisionaba mi cara contra la acera me impedía levantarme. El de la pistola silbó. Desde algún edificio respondieron con otro silbido. Entonces el tipo aferró a mi acompañante por la muñeca y la condujo al vestíbulo. Sentí rabia, preocupación, impotencia, lástima de mí.

No había pasado medio minuto del rapto, cuando se oyó al delincuente gritar y salir despavorido a la acera. Sin detenerse, hizo una señal al cibaeño, quien quedó desconcertado, le vociferó unas palabras en jerga y ambos huyeron disparados. Me paré de un salto. La pelirroja venía saliendo de la boca negra del vestíbulo. Observé hacia el interior. No vi a nadie.

—¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó?! —pregunté afuscado.

Ella sonrió.

—No sé —respondió serena—. Parece que algo lo asustó.

Terminé por tranquilizarme al escucharla repetir que se encontraba bien. En realidad me impresionó que mostrara más seguridad que yo. Consideré prudente abandonar aquel vecindario de inmediato. Tomamos el tren y media hora después nos desplazábamos en el marasmo de vestidos emperchados de Fordham Road.

Pasó por mi cabeza una idea urgente: necesitábamos un lugar a solas. Cuando pasábamos por mi bloque, se me ocurrió llevarla al sótano de la tienda. Aunque era mi día libre, siempre traía las llaves. El sótano sólo se utilizaba para almacenar cajas vacías y esconder algunas películas pirateadas, por lo que podíamos estar allí sin ningún problema. Vacilé inseguro porque el lugar estaba semiabandonado y no lo aseábamos desde hacía tiempo. Me quedé como un tarado frente a la vidriera de la bodega de la esquina, indeciso, apañando la mano de la mujer más hermosa de la ciudad.

Podría llevarla al Grand Concourse, un hotel media estrella que quedaba cerca; pero temía que el dinero no me alcanzara para pagar un cuarto que, dicho sea de paso, no distaba tantísimo de las condiciones del sótano. Además sería poco elegante meterla de golpe a un hotel, porque conviene que el primer encuentro amoroso surja de manera espontánea, o al menos de manera supuestamente espontánea. Si tan siquiera tuviera una excusa para invitarla al sótano, algo para decirle “te voy a enseñar una vieja colección de tal cosa que hay abandonada en el basement, pero no te vayas a fijar en el reguero”. Mas ¿qué de interesante podía mostrarle allí? ¿Una inmensa colección de polvo, humedad y alimañas? Necesitaba inventar un pretexto.

—¿Adónde vamos ahora? —me preguntó, sin dudas al tanto del sin sentido de estar clavados ante ese ridículo escaparate.

Y he aquí que mandada por los dioses, cayó mi coartada. Vino en forma de chubasco. Dispersados por la repentina lluvia, corrí con la muchacha, entré por el callejón del edificio y fuimos a parar directamente al sótano de la tienda.

En el sótano, fluido en los labios, Orchard Beach, lo infinito, se llamaba Samantha, el romance del conde Arnaldos, la sombra del pescador, Laocoonte

Busqué a tientas el interruptor. El espectáculo de la luz fue pavoroso. El sótano estaba en peor condición de lo que había imaginado. No me había dado cuenta de que era un sitio totalmente abandonado. En verdad, conocía bien su estado, pues bajaba al menos una vez por semana; pero ahora lo visitaba en compañía de una mujer y, los hombres entenderán, mi apreciación era diferente. Había un olor a cosas podridas y papel ajado. Entre los tiestos se distinguía un ruido de alimañas que huían de la luz. El aire estaba corrompido y caliente, sustituido por una humedad infernal. Cuando iba a disponer la retirada, la muchacha cerró la puerta y, bajando los escalones, exclamó deslumbrada:

—¡Qué lugar tan fascinante!

Me sorprendió la reacción. Su actitud tenía dos posibles orígenes: o utilizaba la modestia para no agraviarme por haber errado en la pésima elección del lugar, o el deseo de estar conmigo a solas le hacía obviar los detalles. En todo caso, mi pretensión con ella era la misma, por lo que me limité a comentar:

—Es un lugar exótico.

Desarmé una caja de cartón, la coloqué sobre un viejo sofá. La invité a sentarnos. Me desabroché un par de botones de la camisa, juro que no por insinuación alguna, sino porque la humedad era insoportable. Me acerqué para besarla. Pero antes de ofrecerme sus labios, con los ojos repentinamente tristes, preguntó:

—¿Te salvarías sin mí?

Así de intemporales pueden ser las mujeres. Son capaces de venir con un argumento profundo en medio de una deliciosa simpleza. Elegí no ponerle gravedad al asunto:

—No me salvaría sin ti —afirmé, y retomé al camino hacia su boca.

El rostro se le irradió con la alegría de sus pupilas. En ese instante el bombillo se quemó y las tinieblas volvieron el sótano un lugar aterrador. Me sobrecogió el pánico. No me gusta la obscuridad en pleno día; además, en aquellas condiciones podíamos ser presa de las alimañas.

Debíamos salir. Entonces me sorprendió su mano, que asió tiernamente mi cuello. “Ven”, musitó en las sombras, “está bien así”. Sentí en la nuca una caricia mientras escuchaba la música de un zíper que se deslizaba. Atrajo suavemente hacia ella mi cabeza, y mis labios se encontraron con la deliciosa noticia de su pecho desnudo. En ese instante mi excitación se confundía con la sorpresa. Un deseo de reír me cosquilleaba por el cuerpo; alegría para brotar por las piernas, manos abiertas en ruidosas carcajadas, risa desternillándose en el torso, gritos de júbilo silbando desde las orejas, lágrimas felices goteando de mi sexo. Sus pezones destilaban un líquido agrio, amargo, dulcísimo a las entrañas, como si fueran una grieta en el mate o en un alambique de licor mágico. Recorría sus ondulaciones con las mejillas, los dedos, la nariz. Pensé quedar desnudo, pero su voz me detuvo. “Todavía no... todavía”, la escuché jadear, apenas con fuerzas para desenredar de la lengua las palabras. Se deslizó mi cabeza por el vientre, luego se la dejó caer entre las piernas. “Bébeme... bébeme”, me ordenaba, y yo tragaba toda la humedad que segregaba su cuerpo. “Bébeme”, me ordenaba, y mi lengua recogía su sudor, sus lágrimas, hurgaba en sus orejas, su nariz, en la concavidad de su boca para empaparse con cualquier fluido que su piel asperjara. Embriagado, diluido en un estado que puede adjetivarse de locura, me volví un anillo para irla abrazando desde los tobillos hasta la frente. Era recorrer una colina pedregosa, escalar un roble, deslizarse cuesta abajo como parte de un alud de rocas. De repente me sobrevino un dislocamiento del corazón o un corte en el aire y me vi absorbido por una espiral, floté por entre túneles de aire a la velocidad del sueño, abrazado, repetido, mil veces multiplicado junto a su cuerpo, hasta que una fulguración llenó el cielo y caí desplomado a los pies de un rostro de luz. Cuando besé su frente, ya no fue necesario desvestirme. Estaba pulverizado sobre su cuerpo desnudo.

Quedé sumergido en un sopor. Llegamos a una puerta calada en la montaña, entre dos robustos árboles que tenían la propiedad de la hiedra y reptaban hacia las nubes. Había que entrar, pero el interior estaba cegado por espadas de vapor que subían del cielo y bajaban del cielo. Y era como abrir un libro de fatalidades. Miré hacia atrás. A mi espalda había otra puerta abierta en mármol gris con una hermosa luz al fondo; pero no se podía traspasar porque estaba guardada por dos ángeles que formaban triángulo con el cuerpo de una muchacha que dormía en el umbral. “Somos una”, susurró la muchacha, y volví en mí como si me hubiesen traspasado la garganta con una espada. Me senté a su lado. El aire del sótano parecía encendido. Creí, asustado, que la sangre se me inflamaba. Después, repentinamente, percibí un viento frío, casi un agua helada, que me recorría la piel. Entonces recobré la temperatura normal.

—Vámonos de aquí —rogué—. Estoy muerto.

La muchacha recogió el vestido. Me condujo una mano hacia su espalda y, a tientas, busqué el zíper. Me guió hasta la puerta. Antes de abrir, inquirió:

—¿Y entonces?

Yo respondí con una sonrisa que sin dudas se perdió en la obscuridad. “¡Uf!”, fue lo único que alcancé a decir. Ser hombre es una cosa fuerte. En mi lugar, cualquier mujer hubiera llorado.

La lluvia se había extinguido. La calle estaba repleta de pequeños charcos y manchas húmedas que ascendían evaporadas para calentar el aire. Por todas partes se veía paraguas abandonados, tirados por la acera y destrozados en los contenedores de basura; daban la impresión de que un enorme pájaro de agua había caído desde las nubes y sus alas rotas quedaron dispersas. En esta ciudad los paraguas están ligados al concepto de lo desechable, por lo que se manejan con la misma fugacidad de la lluvia.

Tomamos los autobuses hasta Orchard Beach. La playa estaba desierta. Los veraneantes seguro la abandonaron engañados por el chubasco. Ahora, encerrados en sus apartamentos sofocantes, debían estar furiosos por haber caído tan fácil en los espejismos del verano. La arena, húmeda y tibia, producía un efecto agradable en los pies descalzos. Tiramos piedrecillas al mar. Vociferamos algunas estupideces contra el rumor de las olas. Construimos un castillo que más bien pareció una montaña deforme. Después nos sentamos en un montículo de arena, apoyados en nuestras espaldas y mirando hacia lados opuestos de la playa. La vista se cansaba de trascurrir por la vastedad del vacío, sin encontrar personas ni edificación que la hicieran detenerse. Es maravilloso cómo los seres humanos podemos contemplar lo infinito en toda su extensión. Se sabe que detrás del punto en que nuestra mirada se agota, lo siguiente es una fracción semejante a la recorrida por la vista.

—¿Qué piensas ahora? —me preguntó.

—En el infinito.

—¿Y qué piensas del infinito?

Pensé un instante.

—Que no se borra nunca —respondí.

Sé que era una cursilería filosófica, pero ¿qué esfuerzo se le podía exigir a un hombre que recién besara la excelsitud? Además, siempre he considerado a los filósofos seres carentes de plenitud, pues, por ejemplo, un hombre que tenga una mujer exuberante en cualquier rincón de su casa, no malgastaría su ánimo en los componentes del átomo ni en las razones del hombre racional. La palidez de sus libros es el reflejo de su carencia. Dad a los hombres más mujeres hermosas, mesas con las que se sientan complacidos, gusto real por la vida, y veréis cómo pasan de moda todos los tratados filosóficos.

—El infinito se borra en tus ojos —dijo, mientras me cerraba los párpados con los dedos.

En ese momento de obscuridad volví a darme cuenta de que, tras tantas horas de conversación, no le había preguntado su nombre. Siempre estuve embelesado escuchando su voz o rozando su piel, y cuando afloraba a mi mente la pregunta, algún dulce suceso desviaba mi atención. Supongo que ante el espectáculo de una belleza exuberante, lo último que se nos ocurre es saber su nombre. Aunque, para ser preciso, este desliz se debía principalmente a mi natural animadversión hacia la duda. Mi madre comentaba que fui un niño raro, pues jamás la acosé con una desesperante infinitud de preguntas. Nunca me importó conocer por qué el sol flotaba en el cielo, las estrellas salían de noche o las flores se clavaban a la tierra. Me bastaba saber que esas cosas sucedían así, y punto. Estoy de acuerdo con que se trata de una virtud medio extraña. Recuerdo que a veces la maestra preguntaba por qué en la Tierra no nos sentíamos de cabeza. No ponía caso a su respuesta. Simplemente entendía que, según la evidencia práctica, la Tierra es plana, curva en ocasiones dependiendo de algún precipicio o montaña, y que su cacareada redondez era acomodo de fotos y percepción de navegantes. Pero si odiaba interrogar, más aborrecía sentir el empuje de la curiosidad.

—¡Qué curioso! —exclamé—. Tenemos unas horas de conocernos, breve tiempo que me parece toda una vida, sin embargo no sé tu nombre.

Descansó la nuca sobre mi hombro.

—Ya me tienes a mí. ¿Para qué necesitas un nombre?

Pensé en alguna respuesta imaginativa.

—Para no dejarte ir. Para poder llamarte cuando quiera.

Quedó pensativa.

—¿No dijiste que tenías el don de adivinar? Tendrás que adivinarlo. ¡A ver, demuéstrame tus poderes!

Como en un juego, decidí pronunciar el primer nombre que me llegó a la mente.

—Samantha Ritz...

Volteó el rostro sorprendida. Nos miramos de frente. Sus ojos estaban llenos de asombro. Le temblaban los labios.

—¿De dónde lo sacaste? —preguntó admirada.

—Es tu nombre —confirmé, disimulando la sorpresa que me producía el acierto—. Recuerda que tengo el don de la adivinación.

La expresión de su rostro reflejaba esa ingenuidad que caracteriza a las mujeres cuando se sienten complacidas con un hombre.

—Mi nombre es Samantha Ritz —reconoció perpleja, y era gracioso verla pronunciarlo como si acabara de enterarse—. Saaa-man-tha-rit-zzz...

Un repentino golpe de brisa trajo hasta nosotros una nube de vapor de yodo ligado con partículas de arena. No sudaba, pero percibía un vidrio salado cubriendo mi piel, como si el sudor se hubiera cristalizado. La muchacha sonreía ante el asedio del viento.

—Miraba el mar —le sentí extender el brazo hacia las olas—, miraba el mar y vino a mi mente un poema.

—¿Ah, sí? —exclamé con fingido desinterés, pues seguro se trataba del mío.

—Es el Romance del conde Arnaldos... ¿Qué opinas de ese poema?

Hice memoria y, muy vagamente, de los compendios del bachillerato me llegaron los celajes del romance.

—Es un texto muy interesante —balbucí.

—De sus letras no puede decirse mucho, salvo que es un romance con el mismo encanto que los otros... Pero cuenta un misterio inalcanzable... ¿Ves esa galera con velas de seda acercándose a la orilla? —Señaló hacia algún punto.

El mar estaba vacío, picado por las olas. “Sí, una galera muy hermosa”, acepté, por seguir el juego—. El conde Arnaldos va por tierra con su halcón en la mano; a un lado tiene un mar furioso de aires violentos. De pronto ve acercarse aquella galera y oye cantar al marinero, como un susurro lejano. Las aguas se vuelven dóciles, el viento se serena. El conde se maravilla y le ruega que le enseñe la canción. El marinero le responde “Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va”.

—Es uno de los textos mejor logrados del romancero español —evalué.

—El asunto es —comentó pensativa—, ¿por qué el poema termina en ese punto? ¿Por qué el conde Arnaldos no deja todo atrás y sube a la galera para penetrar el misterio?

Rebusqué en el repertorio la frase correspondiente.

—Por recursos de lenguaje —expliqué—. Así se evitaba cualquier ripio.

Ladeó la cabeza.

—¿Qué hubieras hecho tú? ¿Habrías subido a la galera?

—Claro —respondí, pues sólo esa respuesta me pondría a salvo.

Se movió a un lado y quedamos unidos de costado, aún con el frente en direcciones opuestas. Nos acariciamos el pelo, nos abrazamos con el otro brazo la cintura y juntamos los labios sin cerrar los ojos. Su boca me embriagaba. El cielo estaba incendiado, salpicado de nubes doradas. Manchas de plata y oro vibraban sobre el mar. Sentía en sus labios la misma infinitud de ver la playa que no termina. De la arena se filtró una flor, se fue haciendo grande debajo de nosotros, inmensa, nos levantó del suelo y elevó el abrazo de nuestros cuerpos sobre las aguas.

Cuando apartamos los labios, ella se puso de pie y caminó hacia la resaca. La vi danzar libremente mientras susurraba una canción en el filo moribundo de las olas. Sentí una ligera somnolencia. Vagó por mi mente aquel verso de Valéry “el mar, el mar, siempre empezando”, mezclado con los susurros de la canción de la muchacha. Luego se acercó en silencio y se reclinó a mi lado. Quedó dormida.

El crepúsculo se había puesto a lo largo de la playa. El cielo era una inmensa cúpula de oro quemado sobre el mar, que ahora estaba en perfecta calma, sin viento, como una verdosa continuación de la arena. En la distancia distinguí la sombra de un caminante. Era un viejo pescador que traía una red colgada al hombro. Se detuvo de espaldas a nosotros, con la mirada perdida en las aguas.

Me puse de pie y caminé hasta su lado. Lo saludé. Musitó una cortesía, pero no se volteó a verme. Su mirada siguió hundida en la resaca. Inmóvil, contemplaba las olas que entraban y salían de la arena, repetidamente, sin cansarse. Al fin volvió el rostro hacia mí. Tenía unos ojillos verdes muy intensos, vivaces, trasplantados de una víbora. Me escrutó con un detallismo que me dejó estático. Retornó la mirada a la resaca y comentó desalentado, como si le hablara al firmamento: “Esas olas... Llevo toda mi vida viéndolas deslizarse por los bordes de la tierra, entrando y saliendo todo el tiempo, y no se deciden de una vez a limpiar la basura del mundo”.

Miré hacia donde dormitaba mi acompañante. Estaba sentada y nos observaba fijamente. Mientras me le acercaba, descubrí en sus pupilas una impresión de pavor.

—¿Qué hablabas con ese elemento? —interrogó espantada.

—Nada —musité, y le acaricié el rostro para tranquilizarla—. Es sólo un viejo pescador.

—¡Es una serpiente! —gritó histérica.

Sonreí y vi hacia la resaca, pero el viejo pescador se había marchado. Sin dudas se fue nadando, pues no vi su sombra por ningún lado de la playa. La abracé para calmarla. Su cuerpo temblaba. Me sonreí al pensar en la débil lógica de los celos. ¿Quién puede inquietarse por un miserable pescador? ¿Quién puede figurarse una serpiente a cielo abierto en el mar? De la única que se tiene noticias es de aquella que apareció en la playa para devorar a Laocoonte y a sus hijos.

Travesía en taxi, Macy’s, confidencia triple equis, la pérdida, La Salamandra, una máquina de hacer versos, ella odia a la gente, camino al cementerio

Para no dejar en el aire ningún detalle significativo sobre mi intimidad con Samantha Ritz, será necesario retrotraernos al instante en que nos escabullimos del Central Park. Después de escucharle casi implorar “Llévame a un lugar al que yo no sepa ir...”, la tomé por la muñeca y crucé con ella el puente. Entramos a la Quinta Avenida, frenéticos, divertidos, toreando automóviles, jugando contra el color de los semáforos. Hice frenar un taxi, en cuyo asiento nos deslizamos. El chofer, un hindú que entendía mal el inglés y lo hablaba peor, se negó a poner en marcha el taxímetro mientras no le especificara la dirección donde nos dirigíamos. La palabra “anywhere” no le provocaba gracia. Por fin mi acompañante, sorpresivamente, le habló en su lengua y el taxista arrancó el auto.

Constantemente lo azuzaba como un narrador de carreras de caballo, tratando de imponer mi voz sobre un canto lentísimo que salía de su casetera. “Faster!, faster!”, le gritaba, pero el hombre, aplastado por el turbante, sólo me lanzaba una ojeada de mil demonios que provocaba la risa de la muchacha. Cuando pasábamos el río por el Queensboro Bridge, vociferé con todos mis pulmones “Right here!”. El chofer se volteó atónito; al notar que le pasaba por la ranura un billete de veinte dólares, profirió alguna maldición y liberó los seguros de las puertas. Nos escurrimos entre los arriesgados pasillos del tráfico.

Retornamos hacia Manhattan por el andén. El río se arrastraba fatigado y soñoliento bajo la mole herrumbrosa del puente. El sol castigaba sin piedad, mas no importaba: la muchacha me seguía complacida. Llegamos al edificio de Macy’s. Allí nos probamos todo tipo de mercancía imaginable, excepto las fragancias, pues ella se negó rotundamente a que siquiera nos acercáramos a la perfumería. Nunca me sentí cómodo en aquellas tiendas, tan impersonales, tan americanas, tan abastecidas deliberadamente para sacarnos el dinero; además, el peor sitio al que un hombre puede acompañar a una mujer es a una tienda. Pero como andaba en plan de conquista y, sobre todo, no se trataba de comprar sino de divertirnos gratuitamente con la mercadería, me desplazaba a mis anchas.

En la joyería se probó varias prendas: perlas, oro, diamantes, rubí, pedrería preciosa. Era la reina de Saba usando sus joyas para dar toques de brillo a su belleza. Me aparté al departamento de correas. Cuando me aburrí de atarme la cintura, retorné a su lado. Me llevé la sorpresa de mi vida al ver que estaba pagando todas las prendas que se había probado. Perdí el habla y, como única alternativa para sobreponerme a la caricatura, exageré mi gesto de asombro. “Decidí llevármelas... ¿Te sorprendí?”, exclamó entretenida mientras tomaba el paquete. No respondí. Tampoco fingí molestia por no permitirme pagar la cuenta, pues en ese caso hubiera hecho el ridículo más grande de mi vida.

En este punto perdí el buen humor. Me sentía irresoluto. Si antes fui un anfitrión divertido, ahora era un payaso barato. Confieso que de no haber sido por un curioso gesto de ella, hubiera tirado por la borda mi empresa amorosa. Sucedió que al pasar cerca de un quiosco, me zarandeó por el hombro y, niña caprichosa, imploró: “¡Quiero de eso!”, señalando las castañas asadas. Compré dos paquetes. Se apresuró hasta un banco y se sentó a comer. Las devoraba con pasión pueril y puedo asegurarles que en ese momento lo único que le importaba en la vida era comer aquellas castañas. Yo me limité a acariciarle el pelo; luego le ofrecí mi paquete. Tomamos otro taxi hacia anywhere, aunque ya empezaba a inquietarme la idea de detenernos en algún sitio. Nos bajamos. Vagamos por un parquecito repleto de oficinistas que usaban la excusa del almuerzo para disfrutar una hora del verano. Nos sentamos al pie de una estatua borrada por el estiércol de las aves, de la que ni el artista debía recordar a quién conmemoraba. Hablábamos de todo y de nada, las palabras nos servían más bien de intencionados rodeos.

—¿Qué es lo más complicado de vender vídeos?

Le respondí: bregar con la gente.

—Cuéntame algo que sea excitante de trabajar allí.

Le contesté en el acto: nada.

—Vamos —insistió—. Debe haber aunque sea algo...

La observé un poco indeciso antes de responder.

—Bueno, sí, hay algo... —me pegué a su costado para estar más cerca de su oído—. Las mujeres rentan películas pornográficas.

—¿Sí? Cuéntame...

—Ordenan con falsa seguridad “Give me the red one”, que es el libro rojo donde guardamos numeradas las carátulas de las triple equis. Se aíslan en algún rincón de la tienda y luego piden los números de los vídeos que desean alquilar.

—¿Y?

—Cuando se marchan, reviso en el libro las carátulas que eligieron. Viendo las imágenes, conozco sus preferencias eróticas, sus fantasías sexuales.

Se llevó las manos a la boca.

—¡Qué perras! —exclamó sofocada—. ¡Pagaría por hacer un trabajo así!

—Sería la peor inversión de tu vida —le aseguré. Le aparté un mechón de la mejilla. Esta mujer era un ángel—. Me gustaría vivir un día de tu vida.

Me miró perdida desde el fondo de la niebla.

En la esquina había un pequeño tumulto. Uno de los candidatos al cargo de alcalde saludaba a los transeúntes. Los políticos de esta ciudad son muy parcos en campaña. Su labor se limita a dar la mano, filmar un comercial para televisarlo esporádicamente y retratarse cortando un muslo de pavo. El resto del trabajo parece que se hace de manera subterránea.

—¿Qué harías si fueras la alcaldesa?

—Mira, una estación —comentó. Fuimos a tomar el tren—. ¿Si fuera la alcaldesa? Mando a diseñar un aire acondicionado inmenso que refresque toda la ciudad; luego ordeno derribar las paredes de apartamentos, casas y edificios, para que todos se enfríen las veinticuatro horas.

Aplaudí.

—Buena idea, honorable alcaldesa. Pero habría un problema. Con el continuo choque del clima, vendría una epidemia de pulmonía.

Me miró seriamente.

—Se morirían todos —admitió.

Y la vi desternillarse como si se tratara de un gran chiste.

El tren se zarandeaba amodorrado. La carrocería transpiraba los rayos del sol y los dejaba husmear por el interior de los vagones. Una pareja de drogadictos, clandestina, entró al carro, acomodó rápidamente en el piso unos tamborines e interpretó una pieza de escasos veinte segundos, recaudó algunas monedas y desapareció hacia otro vagón. Luego entró un comerciante de incienso; detrás, unas niñas que vendían chocolates para la escuela, enseguida un manganzón con emparedados para una supuesta institución caritativa, y más adelante un chino que ofertaba chucherías mientras repetía incomprensible, sin dudas en cantonés o en algún dialecto oriental, la palabra uándala. El tren es el sitio donde realmente se realizan los negocios más bajos de la ciudad. De pronto descubrí que mi acompañante no traía las bolsas de Macy’s. Le pedí que revisara su cartera. Nada.

—Parece que se quedaron en algún lado —determinó, tras confirmar que las había perdido.

Escudriñé por el vagón, miré bajo los asientos, observé de reojo las fundas que traían los pasajeros.

—Devolvámonos —le pedí.

—¿Para qué?

—Deben haberse quedado en alguna parte.

Puso su mano en mi hombro, para evitar que me levantara.

—No importa —dijo, sin mostrar preocupación.

—¿Cómo que no importa? ¡Son tuyas!

Me acarició el rostro sin inmutarse.

—¿De verdad? —interrogó —¿Y dónde están?

—No sé... No están aquí.

—Entonces no son mías.

No volvió a hablar del asunto. Acababa de perder, como se dice en las telenovelas, una pequeña fortuna; sin embargo lucía la tranquilidad de quien no ha extraviado absolutamente nada. Y puedo asegurarles que tampoco después le vi mostrar inquietud por la pérdida. Así pretenden las poetas feministas crucificarnos cuando decimos que no hay quien entienda a las mujeres. Cortó mi silencio con una proposición que, aunque era el motivo de nuestra reunión, en ese momento me sonó un tanto desconcertante:

—Hablemos de cosas importantes. Cuéntame de tu poema.

De tratarse de una de esas mujeres que, aunque uno sigue frecuentando, hace tiempo se ha hartado de ella, le hubiese contestado groseramente que ese poemastro valía menos que una de las bolsas plásticas donde venían sus joyas. La Salamandra, así se llamaba el pequeño poema, fue una composición que me costó mucho esfuerzo escribir, no porque me representara un gran reto estético, sino porque mi creatividad, siempre de vuelo tardo, había llegado a su nivel más bajo. Figuren que para escribirlo exprimí el diccionario en busca de las afamadas palabras poéticas, reelaboré con miserable éxito un verso de Mallarmé, otro de Jacinto Benavente, y terminé por someterme mecánicamente al Arte de la composición de Edgard Allan Poe. Diversos poetas han imaginado con pavor una máquina de hacer versos, de la que no podría esperarse sino poemas ordinarios, esquemáticos y mediocres. Pues bien, yo poseo la fórmula de su construcción. La Salamandra fue la primera prueba, aunque con patrocinio y recursos técnicos podría perfeccionar la máquina y así producir otros poemas más ordinarios, esquemáticos y mediocres.

—No puedo comentar mi propia obra. El texto debe defenderse solo, hablar por sí mismo —me excusé. Vagamente pensé en las tediosas insensateces que diría mi poema si pudiera hablar—. Yo escribo para la posteridad.

“Es el mejor poema que se haya escrito”, sentenció. Su juicio me llenó de satisfacción, no por el análisis, sino porque revelaba que, en virtud de su entusiasmo, tenía las puertas casi abiertas para poseerla. Mientras más la oía, más deseos me entraban de tirármela.

—¿Cómo te enteraste del recital?

—Por instinto —afirmó—. Me desvié hacia una calle, luego a otra, hasta que el olfato me permitió dar contigo... Estuve allí por ti. Odio a los poetas.

—Yo también. Odio su pedantería. Son sujetos de lo más vulgares, con ínfulas de semidioses. La mayoría, digo. Odio sus sueños amanerados.

Se quedó pensativa.

—Yo odio a la gente.

No me sorprendió esta confidencia. Su aire de mujer solitaria, la madurez reflejada en sus gestos y la aristocracia de su figura me habían permitido sospechar que se trataba de una niña malcriada, de esas que cortan los vínculos con sus padres (aunque mantienen el lazo de la tarjeta de crédito), se entregan temporalmente a la causa de los fracasados, se meten una sobredosis de Sartre y terminan vencidas en brazos de un pintor de brocha gorda, todo eso para luego reconciliarse con sus raíces aristocráticas. Le acaricié la mano.

—¿En qué te inspiraste para escribir el poema?

Decidí ser franco, para ahorrar escollos.

—Cuando niño, mi casa vivía llena de salamandras.

—¿Aquí?

—No. En la isla.

En esos casos siempre prefería decir “la isla”. Una isla no exige mucha explicación, pues es igual a todas las islas. Además, remite directamente al Caribe, y tiene más prestigio, mayor poder de síntesis, declararse caribeño. Si dices que eres de República Dominicana, te fastidiarán preguntando dónde diablos queda eso, y te obligarán a improvisar un mapa imaginario lleno de vagas referencias.

—Ese poema eres tú —dijo, con sus ojos en los míos.

Sonreí, veladamente, por lo cursi que me había sonado esa expresión. De todos modos aproveché su efecto para abrazarla. “Me muero por ti”, le susurré. “Vas a morir para mí”, musitó en mi oído. Creo que fue en ese momento cuando cambiamos de tren y fuimos a parar al cementerio.

Una definición de lo increíble, Downtown tras los cristales, Windows of the World, la muñeca, “El día que me moleste contigo”, Yo, un extraño en la tienda

Esta es una historia increíble. La he tenido que asumir así para poderla abordar sin vacilaciones. Pero lo increíble no necesariamente equivale a lo fantástico. Por el contrario, muchas veces las cosas increíbles son las más creíbles. Un hombre va caminando por una carretera del Sur, de esas interminables que son una cinta para medir lo infinito. De pronto ve a una rubia despampanante en un Ferrari rojo. La chica detiene la máquina y lo invita a subir, pero antes de arrancar se le insinúa y ambos hacen el amor en medio del desierto. Cualquiera podría pensar: “¡Increíble!”. Sin embargo, no tiene nada de extraño que un hombre camine por la carretera, que una rubia conduzca un Ferrari y se detenga a subirlo, y menos aún que —¡vamos!, se trata de un hombre y una mujer—, hagan el amor. Es una situación tan natural que, de hecho, algunas películas pornográficas inician de esa forma. Aun así, el mismo hombre pensaría después: “¡Increíble!”. Y cuando se lo fuera a contar a sus amigos, él sería el primero en admitir: “¡Me ha sucedido algo increíble!”.

Quizás en este caso lo increíble indique lo inusual. Pero lo inusual, aunque no sucede siempre, sí se da, por lo que es perfectamente creíble. Incluso, lo inusual, diferente a lo fantástico, bien puede no serlo. O sea, es relativo. Si la reina Sofía te invitara a tomar el té, para ti sería algo magnífico, una noticia inusual; en cambio, para su marido el rey Juan Carlos, recibir tal invitación quizás constituiría una cosa corriente y rutinaria. O sea que tomar el té con una reina será un hecho inusual sólo depende.

Aun queda otra posibilidad: que lo increíble sea aquello cuya explicación difícilmente convenza a los demás e incluso a uno mismo. En tal caso sería lo carente de explicación. Pero lo inexplicable no existe a plenitud. Se trata sólo de una ignorancia del observador ante un hecho determinado, pues lo inexplicable siempre, aunque no para todos los interesados, tiene su explicación.

Después de tales consideraciones, y en virtud de la calificación que he dado a esta historia, resulta imprescindible definir ese concepto de lo increíble. Increíble será cualquier suceso que sacuda increíblemente nuestras expectativas, sin importar cuán convencional, fantástico o incluso ilógico pueda parecerle a los demás. Porque la irrupción (no podría considerarlo de otra manera) de Samantha Ritz en mi vida quebró todos los parámetros de lo predecible. Que surgiera atraída por el peor poema, que marcaba el fin de mi fracasada carrera poética, hacía el hecho más increíble.

Esa misma semana nos volvimos a citar un par de veces. Como no me habían dado vacaciones en los últimos tres años, podía tomar días libres sin dificultad. La magnanimidad del gerente, sin dudas originada en el hecho de que el verano disminuye la clientela, me hizo disponer de ocio. El ocio, lo saben muy bien los escritores de telenovelas, es imprescindible para que el romance se expanda. Por eso los protagonistas de las más grandes novelas de amor son esencialmente unos vagos.

En la primera de esas citas la llevé al Metropolitan. Los museos son la parte muerta de la cultura, aquello que se debió dejar ir hace tiempo. Se supone que el pasado siempre ha de quedar atrás, a infinitas millas del presente, por lo que pretender conservar un caldero, una mesa, un tejido, constituye una vanidad extemporánea. Nótese que una gran cantidad de piezas museográficas, a su debido momento fueron echadas al olvido. ¿Qué hace pensar al museógrafo que un objeto considerado inútil en su tiempo, pongamos un colador o unas enaguas, siglos después puede tener valía? Existen diversas ideas para defender este afán sistemático por el recuerdo; mas todas se supeditan a una simple premisa: el hombre aprendió a hacer dinero con lo viejo. Nótese que los antiguos no tenían ese afán por exhibir el pasado. Si se conservaba una armadura o un crucifijo, no era en virtud de su valor histórico ni monetario, sino para mantener el lazo con un ser valioso; tal utilidad de la pieza, pues, la proyectaba a la infinita dimensión del fetiche.

Hago tales observaciones para indicar que no invité allí a la muchacha por ociosidad turística, sino porque tenían en exhibición varias momias y objetos funerarios egipcios. El efecto fue superior al esperado. Se desplazaba de un sarcófago a otro con agitación infantil. Duraba horas muertas escrutando un brazo o un dibujo. Manejaba un impresionante cúmulo de datos sobre el significado de cada cosa. No entiendo cómo al ver un cuerpo momificado se dice que está en perfecta conservación. La piel reseca, horrenda, irreconocible, siempre me lleva a pensar en lo contrario. Una prueba de que aquella apreciación es falsa la tenemos aquí: dígale al guía que así mismo luce él de bien conservado, y lo fulminará con la mirada. Vencido por el aburrimiento, me escurrí hacia las salas donde exponían los cuadros de William Blake.

La pintura, así también la buena literatura, sí conservan su valor a través del tiempo. Estas artes precisamente buscan la posibilidad de extrapolar al hombre y las cosas de su inmediatez y proyectarlos en la intemporalidad. Cuando Rembrandt pinta a la mujer de la pluma, en realidad exclama “no me importa tu tiempo, que al fin se esfumará con tu rostro radiante, envuelto en tu capa dorada: me interesa el retrato, que existirá al margen de ti y permanecerá mientras no se borre el óleo ni se pudra la tela”. A diferencia del fabricante y el artesano, que establecen desde el principio la duración de la cosa, el artista y el poeta jamás ponen límite temporal a sus creaciones, salvo el inexistente.

Cuando retorné al salón funerario, Samantha estaba embelesada ante unos jeroglíficos.

—El día que muera, quiero ser momificada —dijo abstraída—. Debe ser asqueroso entregar el cuerpo a los gusanos.

Figuré su bello rostro descascarado, su pelo de fuego como carbonizada estopa, su piel cuarteada y sin brillo.

—Es mejor que te incineren.

—No serviría de nada.

Samantha tenía la capacidad de causar asombro, algo que los amantes sólo suelen tener muy al principio, cuando el mero hecho del descubrimiento causa encanto, y que pronto pierden para transformarse en seres predecibles y anodinos. Una tarde paseábamos por Downtown, nadábamos entre la muchedumbre. Nos deteníamos a contemplar vidrieras. Cruzábamos pequeñas plazas donde los veraneantes se mojaban los pies sentados en los pretiles. En las esquinas levantaba los ojos hacia la azotea de algún edificio; entonces las nubes los empujaban contra mí. No sé si la gente que nace en esta ciudad sabe evadir este truco del cielo, pero yo no podría mirar rascacielos arriba sin marearme. En una ocasión en que el Empire State se me venía encima, oí la voz de Samantha que se alejaba:

—¡Espérame ahí! ¡No te muevas! ¡Vengo volando!

Al bajar la mirada, no estaba. Se había perdido en el mar de la multitud. Unos minutos después volví a escucharla:

—¡Aquí! ¡Aquí, en la avenida!

Vi su rostro saliendo de la ventanilla de una limosina negra. Ella misma abrió la puerta y me indicó que entrara. Tan perplejo que daba vergüenza, me escurrí en el asiento. Me besó emocionada. Yo estaba en el aire. Supongo que así se sienten los infelices que un buen día, gracias al envío de cientos de cupones, ganan una cita con su cantante favorito, limosina incluida. Samantha apoyó el rostro al cristal de la ventana y empezó a cantar pausadamente. When you’re alone and life is making you lonely, You can always go —Downtown, casi susurraba, y sus palabras se transfiguraban en lluvia de cristales cayendo en la cabina del auto. When you’ve got worries, all the noise and the hurry, Seems to help, I know —Downtown. Al ritmo de la canción, los rostros de los transeúntes se humanizaban, dejaban de ser extraños, cada gesto, incluso el de la indiferencia, obedecía a un sentimiento apreciable. Las calles de la ciudad adquirían dimensión poética, eran ríos rumorosos donde los vehículos flotaban como ramas frescas o flores traídas por el viento, ríos infatigables que dividían las hileras de edificios arborescentes. Just listen to the music of the traffic in the city, Linger on the sidewalk where the neon signs are pretty How can you lose? Llámesele subjetividad de enamorado, pero la voz de Samantha fluía más inocente y traslúcida que la de Petula Clark. La limosina se detuvo.

Cuando subí a la acera y levanté los ojos al cielo, dos edificios casi se me desplomaron encima.

—Esas pegan por partida doble: ¡izquierda, derecha! —bromeó Samantha—. Son las Twin Towers. Vamos, ya es tiempo de que veas “rascalielos abajo”.

Tomamos los ascensores de la Torre Norte, que daban la sensación de estar detenidos en el vacío, hasta que al fin llegamos a la cima. La seguí a lo largo de un pasillo. Entramos al restaurante Windows of the World, donde resultó que había reservado una mesa junto a la ventana norte. La vista era sobrecogedora. La tarde parecía un cristal empañado por una fina capa de esmog.

—¿Aquí vas a trabajar?

—No es seguro —respondí, embebido con la imagen de la ventana.

—Puedes preguntar por tu tío, si deseas.

La miré de reojo.

—No labora en este horario —afirmé.

Mentira: desconocía sus horarios. Pero intuí que tendría más encanto preguntar si el señor Thrump había venido a almorzar o si la señora Minelli me había dejado algún recado, no averiguar el paradero de un viejo ayudante de cocina. Encumbrado en el tope del mundo, acomodado en aquella silla roja frente a la mesa arreglada con un fino mantel rosado, comprendí plenamente el significado de la palabra chic.

La ciudad empequeñecía para quedar encuadrada en el ventanal. Toda entera, con sus edificios y automóviles, cabría en dos manos juntas. Mucho más arriba estaba el cielo, desteñido, salpicado por algunas nubes grises y aeronaves que se desleían hacia el horizonte.

—¿Cómo se verá esto desde el cielo? —quise saber, divertido.

—Así como se ve el cielo desde la tierra —aseguró la mujer—. Pero tenemos una vista más ventajosa, porque nos encontramos en medio de ambas partes. Por eso aquí el tiempo no existe... Si consultaras tu reloj, sería en vano: las manecillas se han borrado.

Consulté mi reloj. Las manecillas estaban ahí. Marcaban las 5:20 p. m. “¡No!”, apuró en vano. “No debiste hacerlo... No debiste”, se lamentó. “No importa”, dije, para reponer el hechizo, “tenías razón. Mira, las manecillas se borraron”. Observó la esfera. Volvió a sonreír.

Pensé vagamente qué opinarían los muchachos del barrio si volviera a verlos y les contara lo que vislumbraba desde aquí. Dirían que es algo increíble, aunque de esta ciudad la gente está dispuesta a creer cualquier cosa. Samantha se acercó a darme un beso, más bien a rozar mis labios con los suyos. Enseguida se refugió con dulce abandono en su silla y me dejó complacido en el paisaje.

—Este edificio es increíble —balbuceé.

—Pensar que la gente de esta ciudad no lo quería.

—¿Sí?

—Lo salvó un gorila —reveló con tono pueril—. Cuando vieron a King Kong golpeándose el pecho en la azotea, empezaron a sentirse orgullosos de tenerlo aquí. Ahora todos aman este edificio. Si un día desapareciera, la ciudad quedaría desolada, como cuando cortan el inmenso árbol que da sombra a un patio.

Un camarero árabe se encargaba de servirnos. Samantha primero pidió un vino, que si la memoria no me fallaba era uno de los más caros. Después ordenó varios platillos de nombres tan raros como su apariencia. Eso sí: no probamos nada. Cuando con mucha elegancia nos fueron servidas las copas de vino, ella se apresuró a advertirme:

—No vamos a probar nada.

—¿Por qué? —cuestioné sin comprender.

Se acercó a mi oído:

—Nada de esto es real —susurró con entusiasmo infantil—. ¿No ves qué pequeña se ve la ciudad? ¡Es una foto! La bebida es agua coloreada. La comida es de plástico... Debemos hacerles el juego.

Y fieles a este lujoso entretenimiento, vi pasar intactos por la mesa el vino, aperitivos, entradas, platos fuertes, postres. El camarero, cada vez que le correspondía retirar la vajilla, preguntaba con una sonrisa que mal cubría su sorpresa: “Ton’t like itt?”, y ella respondía que estuvo delicioso. Después nos moríamos tratando de contener la risa.

Nos retiramos antes que la tarde terminara de caer. En verdad, no tenía gracia el espectáculo genérico de un millón de lucecitas. Eso estaría bueno para los salvajes del Amazonas, no para una pareja cosmopolita. Cuando bajamos a la calle, se aferró a mi brazo. “Ahora convídame a unas castañas”, imploró, “estoy muerta de hambre”.

La compañía de Samantha volvía encantadoras las tardes de verano. Ese cielo dorado por el fuego, que para mí fue el preludio de otra noche sofocante, ahora se tornaba en decorado exótico para nuestros encuentros. La hierba quemada por la brisa caliente ya era un discreto sonajero para escuchar sus pies cuando caminábamos por el parque. No erraban los antiguos al afirmar que el verano, aun con su incendio a cuestas, es la más benigna de las temporadas.

Los clientes empezaron a caerme menos pesados, pues mientras los atendía, mi mente se posaba afable en el rostro de Samantha. Por ejemplo, una mañana el socio 1307 entró cabizbajo a la tienda. Lucía triste, apagado, sin ánimos de importunar. No venía a alquilar películas. Con voz lastimada me pidió hacerle el favor de pegar un cartelito en la vidriera. Se le había extraviado un periquito llamado Polly, que era su única compañía. La hoja incluía una foto del periquito, un número telefónico y la promesa de recompensar con cincuenta dólares a quien lo encontrara. Le ayudé a colocarlo en la misma puerta. “Thanx, sir”, balbuceó al pegarlo, y se marchó abatido.

Por la presencia de Samantha, la ciudad se volvía blanda, bondadosa, prescindible. En una ocasión, no me avergüenza contarlo, se enjugaron mis ojos ante los ancianos mancos que desfilaron el 4 de julio; otras veces saludaba a los pasajeros que subían al tren. En cada cita me acostumbraba más al talante caprichoso de la muchacha. En general la consideraba una caja de Pandora; pero por ratos se me tornaba tan extraña, que entonces la figuraba como el contenido de la caja. Créanme: si las mujeres son raras, ella era más mujer que todas. Ilustraré con un pequeño episodio.

Una tarde holgazaneábamos por Chinatown. Mientras Samantha, quien también dominaba el cantonés, conversaba con una vendedora de rústicas piececillas de jade, crucé la callejuela atraído por una muñeca. Era una figura de trapo, barata, de rostro gracioso y pelo rojo. La compré. Cuando se la di, quedó embelesada. “¿No te gusta?”, le pregunté. Una sonrisa le tembló en los labios. En cada esquina observaba la muñeca, acercaba los labios a la funda y le decía alguna tontería infantil. Almorzamos castañas asadas en plena acera. Entramos a una tienda de antigüedades, en cuyo escaparate exhibían sables, espadas y cuchillos avejentados más por el polvo que por los años. Se antojó de un cuchillo horrible. Disimulando el dolor de mi alma (¡costaba 200 dólares!), impuse mi voluntad y lo pagué. Luego nos detuvimos próximo a la escalinata de City Hall. Fui a un quiosco por un par de sodas. Cuando le ofrecí una lata, dijo que prefería café, y se dirigió por sí misma al quiosco. Mientras la esperaba, no sé por qué, la funda llamó mi atención. Al revisar su contenido quedé con la boca abierta. La muñeca estaba decapitada.

Esa tarde nos despedimos en total silencio.

Me telefoneó dos días después. Cuando intenté pedir una explicación por su actitud con la muñeca, opinó escuetamente que podía coserle la cabeza y quedármela. Le pregunté, con mezquindad de amante, si su actitud hubiera sido la misma de haberle regalado una cara muñeca Barbie. “No”, se antojó, “habría hecho decapitar al dueño de la tienda”. Una semana después me mandó un email. Inicialmente quise seguirme haciendo el ofendido, pero recapacité a tiempo. ¿Desde cuándo me importaban a mí las muñecas? Le envié un poema romántico de Empédocles Vidal, aunque no puse el crédito, y le anexé una notita en color pastel: “¿Estás molesta conmigo?”. Respondió de inmediato, en muy buen tono, que la tarde siguiente me pasaría a recoger. “El día que me moleste contigo”, anotó al final, antes de insertar una carita sonriente, “te destruiré”.

Pasé la mañana en la tienda. Uno que otro cliente me sorprendió con el mentón apoyado en la mano, abstraído y, según ellos, con cara de idiota. El primero en advertirlo fue Yo, un muchacho que se la pasaba día y noche clavado junto al teléfono de la esquina. Era una estatua que no se movía de allí si llovía, si nevaba, si el sol se derretía en pringues, ni siquiera si la hojarasca otoñal se le acumulaba en los pies. Bueno, en realidad se movía un rato a la bodega o a la tienda cuando necesitaba una sopa de vaso o notaba un movimiento irregular de la policía. Yo era en extremo decente. Vivía solo, pues su abuelo, quien lo había criado, estaba en un asilo. Siempre hablaba con respeto de su abuelo, de cómo entregó las últimas décadas de su vida a trabajar dignamente de conserje en un edificio de Washington Heights. Vestía ropa cara, aunque le quedaba ancha como si fuera la de un hermano mayor. Los momentos que permanecía en la tienda se aferraba a los controles del videojuego y se zarandeaba como si resistiera una corriente eléctrica o las ráfagas de un huracán. El nombre de Yo estaba inscrito número uno en todos los juegos electrónicos. “Ta’ cool la jeba”, dijo al verme distraído en el mostrador. Le conté que se trataba de una gringa increíble. Entonces dijo que tuvo dos novias gringas, pero las abandonó porque cuando hacían trío se acababan la cocaína. “She likes the threesome. That’s to drive her crazy, primo”, aseguró, y fue a echarle una moneda al videojuego. La idea me pareció curiosa.

En un momento que salía al callejón para esconder unos vídeos en el sótano, vi una avecilla verde amodorrada sobre el contenedor de basura. Se parecía a Polly. Trató de volar, pero cayó en una caja de cartón. Se veía débil y abatida. La encerré en esa misma caja y abrí varios huecos para que pudiera respirar. Cuando regresé a la tienda, comparé el periquito con el del cartel. Eran idénticos. Levanté el teléfono para llamar al 1307. Ni siquiera le aceptaría los cincuenta dólares de recompensa. Sin embargo, mientras marcaba el número, se me ocurrió la simpática idea de mostrárselo a Samantha. Entré en la caja unas semillas de girasol y una vasito de agua. Quien espera lo mucho espera lo poco. El dueño tendría que aguardar al día siguiente para encontrarse con el periquito.

Cerca del mediodía, la campanilla golpeó fuerte contra el dintel. Entró un hombre anglosajón ataviado con traje, sombrero y lentes negros, pálido como esos bichos que se escabullen cuando levantamos una piedra. Por un momento pensé que se trataba de un detective, pero la silla de ruedas en que venía me disuadió. Iba acompañado de un perro negro. No me moví del mostrador. El extraño se quedó inmóvil con los ojos hacia una pared, dándome su perfil. Su respiración se oía pesada, mezclada con la del perro. A cada rato, en un tic nervioso, volteaba el rostro hacia mí y enseguida volvía a la posición anterior, a la manera de un lagarto. Me sentía intrigado con su presencia, no hice ningún movimiento. Luego de algunos minutos se retiró. Cuando alcancé la puerta de la calle, había desaparecido.

Samantha baja de un Mercedes, Hit the road, Jack, el maletín, argumento de mujeres, una calle abandonada, Sing, sing, sing, Maccabeus Morgan, hechos sin sentido

Samantha pasó a recogerme a las tres de la tarde, aunque la esperaba en la esquina desde las dos. Bajó de un Mercedes negro, último modelo. Traía un vestido rojo que no le llegaba a cubrir los hombros y se terminaba antes de las rodillas. Venía descalza. “No hay nada bajo el vestido”, reveló y, tras un guiño, me lanzó un maletín. Entramos por Grand Concourse. Por el radio se deslizaba Hit the road, Jack y pensé que Ray Charles grabó esa canción exclusivamente para una chica que condujera un Mercedes del año, llevara un hermoso vestido rojo, se llamara Samantha y amara a alguien como yo.

El vestido se encogió ligeramente y pude deleitarme con sus muslos de torres de marfil, bruñidos sobre un arca de oro por la estrella de la mañana. Su piel reflejaba un puñado de aldeanas desnudas junto a un pastor de ovejas. A flor de tierra un dios diminuto, encima una diosa con el brazo extendido, al fondo el paisaje incinerado en un daguerrotipo. Y por encima de todos yo, demonio con antorchas, venido a reducir a cenizas el mundo de sus piernas. Iba a rozarle un muslo, pero preferí simular que lo acariciaba. Aun así mi mano vibró con la tibieza de su piel.

—¿Qué traes en esa caja? —dijo curiosa.

La abrí.

—¡Mira!

El periquito saltó. Brincó sobre el tablero y los asientos. Samantha detuvo el motor. Logró atraparlo en la palanca de cambios. “Se llama Polly”, informé, “se lo devolveré mañana a su dueño”. “Hola, Polly”, crujió la muchacha, y el pajarito aleteó nervioso entre sus manos. Insistió en que se lo dejara por un tiempo. No pude resistirme a sus ruegos infantiles. Satisfecha, lo encerró en la caja y lo puso en el asiento trasero.

Fijé mi atención en el maletín. Tenía deseos de husmear en su interior. Le tomé el peso.

—¿Puedo abrirlo? —pregunté, y me tiró un beso. Liberé la cerradura— A lo mejor aquí hay...

¡Un montón de dólares! Perdí el aire. El maletín estaba repleto de fajos de billetes. Nuevos, de cien. Junto al dinero, envuelta con cuidado en una bolsa de plástico, había también una hoja de lechuga. Vagamente me pregunté si estábamos atrapados dentro de la caja de un televisor. Pensé recriminarla por andar con esa cantidad de dinero, pero intuí que quizás sería más decoroso no mostrar mi estupor. Por eso no me animé a hacer ninguna pregunta. Llegamos a Brooklyn. Detuvo el auto en una calle solitaria, bajo una arcada en cuyo lomo se afincaban los rieles del tren. La sombra aumentaba la sensación de aislamiento en aquel tramo.

—Tenemos que esperar —informó, mientras bajaba la música—. ¿Te sucede algo?

Claro que me sucedía algo. Pero ni por todo el dinero del mundo me motivaría a decirle que nunca vi tanto dinero. Y menos aún que me preocupaba la situación en que nos encontrábamos en ese instante, abandonados en medio de ninguna parte, a la espera de un fantasma por el que no me atrevía a preguntar. Para despistar sobre mi desazón, retomé algunas inquietudes que había introducido en mi discusión por la muñeca.

—Nada... Lo mismo... Tú conoces todo sobre mí. Mi trabajo, el lugar donde vivo, sabes que soy un poeta rodando por la vida... En cambio, yo no sé nada de ti, salvo que eres la mujer más maravillosa del mundo. No sé cómo buscarte. No sé ni dónde vives.

Suspiró fastidiada.

—Estoy contigo. ¿Qué más quieres? ¿Para qué necesitas ir a mi casa? ¿Planeas acostarte con mi madre? ¿Besar cada ladrillo? ¿Hacer un fetiche con nuestros cubiertos?

—¡No! —interrumpí. Hice un silencio pesado—. Siento que te avergüenzas de mí.

En el acto me arrepentí de esa frase, por su carga de patetismo femenino. Consideré reelaborarla; sin embargo, rápidamente cambié de opinión, porque era cosa de amor y guerra. Además, si les funciona a las mujeres, ¿por qué no podía servirme a mí? Conmovida, llevó mi cabeza a su pecho y, mientras me acariciaba el pelo, repetía “mi bichito, mi bichito”... Sí, en los momentos de intimidad me llamaba “bichito” y yo dejaba que me rascara la mollerita con un dedo. ¿Qué querían? Estaba enamorado.

—Espera aquí. Voy a hacer una llamada —dijo al consultar su reloj, y salió del auto. “Llama del celular”, le recomendé—. No, no puede ser de ahí.

Desapareció al doblar por una esquina. A solas, me sobrecogió el terror. Fue un exceso de presunción, quizás una cobardía, dejarla ir sola. De pronto, la sombra del puente se llenó con la luz de un carro de policía. Un agente dio unos golpecitos en mi puerta. Dudé si debía abrir. Estaba solo en un lujoso Mercedes que no era mío y con un maletín repleto de dólares. Finalmente bajé el vidrio. Su cabeza llenó el hueco. Tenía un rostro seco y adusto, repujado en el hueso, y sus ojos de sapo sobresalían de las cuencas. Cuando iba a hablar, miró hacia un extremo y se apartó de la puerta. Samantha se acercaba. “Are you all right, ma’am?”, interrogó. Ella asintió con la cabeza. Entonces el oficial retornó a su carro. Al pasar por nuestro lado, volvió a detenerse. “Sure?”, receló, a la vez que me escrutaba desconfiado, supurando prejuicio por las pupilas. Samantha asintió de nuevo. El policía desapareció.

—¿Lo conocías? —quise saber.

—No —dijo con desagrado—. Es un sapo asqueroso.

Subió el volumen del radio. De repente, un convertible frenó a toda velocidad junto a nuestro auto, se zarandeó haciendo rechinar los neumáticos contra el asfalto y se detuvo horizontalmente obstruyendo la calle. Salté espantado en mi asiento. Samantha, que no parecía impresionada, salió y se apoyó de la puerta para observarlos por encima del techo. En el convertible venían tres hombres. Dos, de aspecto vulgar, se sentaban delante. El chofer llamaba la atención por la mirada profundamente triste, el cuerpo descomunal y un sombrerito que parecía habérsele encogido en la cabeza; el pasajero de al lado tenía el cuello largo, rematado en una cabeza pequeña y mofletuda, ojos frisados, diminutos, y traía la boca abierta, azorado como si se le acabara de atorar una aceituna. El asiento trasero lo ocupaba un sujeto vestido de flux, sombrero y gafas, todo color verde limón. Se me pareció al extraño que estuvo esa mañana en la tienda acompañado de un perro negro. En el radio de su auto se oía Sing, sing, sing, de Louis Prima, con el volumen tan alto que parecía destrozar las bocinas. El chofer se llevó un fósforo a los dientes, mientras el otro tocaba con los dedos una batería imaginaria. El hombre verde limón hizo una señal y Samantha se le acercó. Se gritaron algunas palabras, aunque, por el ruido de la música, no pude escucharlas ni comprobar si discutían. En una, ella abrió bruscamente mi puerta e hizo un gesto para que la acompañara donde el sujeto.

—¡Aquí está! ¡Mírala ahora! —le enrostró.

El hombre verde limón estiró el cuello e inclinó hacia mí la cabeza. No quedaba duda: era el tipo de la mañana. Se quitó las gafas y me escrutó. Podría jurar que esos ojillos verdes, de una llama cetrina, arrancados a una víbora, eran los del pescador que encontré en la playa. Es más, su rostro, aunque salvado de la impiedad solar, era el mismo. Me tendió su mano y, medio hipnotizado, se la apañé con la mía. Me sobrecogió su piel fría como de un reptil.

—Maccabeus Morgan —se presentó, con una voz lenta que se escuchó claramente por debajo de la música.

Samantha tomó el maletín y se lo pasó bruscamente. El hombre lo abrió. Puso a un lado cuidadosamente la hoja de lechuga. Tras contabilizar y revisar los fajos, miró indulgente a la muchacha. Enseguida extrajo un pañuelo dorado de la chaqueta y se lo entregó al chofer. Este se sacó el cerillo de los dientes, lo envolvió en el pañuelo y lo pasó al de al lado, quien extendió la mano a lo largo del asiento y se lo dio a Samantha. Maccabeus Morgan ordenó la retirada. El chofer encendió el motor, rechinó los neumáticos contra el asfalto y el auto salió disparado en vía contraria.

Entramos al Mercedes. Samantha dejó escapar el aire de los pulmones y apoyó la frente en el volante. Me miró con una expresión de determinación y súplica.

—No me preguntes nada, por favor. Todo se trata exactamente de lo que piensas: un sinsentido.

Samantha llora, Brooklyn bajo la lluvia, más allá de la 125 Street, en la madriguera, romance de la sangre, “Ahora voy dentro de ti”

El Mercedes se desplazaba lentamente por callejuelas que daban a terrenos baldíos y factorías abandonadas. El cielo se volvió terroso. Las mejillas de Samantha se inundaban de llanto. Nunca la había visto llorar. La tristeza daba reposo a sus facciones; en este estado su cutis, ausente de líneas de severidad o risa, lucía más terso y su expresión de belleza se realzaba. Imaginé la tibieza de sus lágrimas, vapor de mar transfigurado en lluvia salada. Sentí deseos de lamer sus mejillas, pero no quise interrumpir ese llanto que sublimaba su belleza. De esa manera llora la Virgen cuando llora.

—Tu llanto es hermoso —dije embebido.

Entonces, sobre su tristeza relampagueó una leve sonrisa. En la calle empezó a llover. Unas gotitas se dispersaron por el cristal y, en tropel, sobrevino un intenso chubasco, como si la concavidad del cielo estuviese llena de agua y de pronto un dios lo volteara sobre la tierra. La gente corría a refugiarse en vestíbulos y zaguanes. Los niños se desnudaban el torso y levantaban los brazos hacia las nubes. Hombres corrían cargando parrillas, a la vez que las mujeres entraban a las tiendas a comprar paraguas. La lluvia volvía más obscuro el día. Se trataba de una sombra química, desleída, la calle vista con gafas negras.

Samantha giraba por autopistas y avenidas; a veces volvíamos a dar con una fachada que habíamos dejado kilómetros atrás, como si condujera en círculo vicioso o hacia ninguna parte. Siempre me gustó subir a un automóvil y rodar por el solo hecho de quemar gasolina. Quizás sea la prueba más a mano que tenemos sobre la eternidad del movimiento. El pañuelo dorado descansaba en el tablero. Lo tomé y, delicadamente, froté el rostro de la muchacha. Era curioso, pero sus lágrimas estaban frías. Cuando sequé sus mejillas, me miró con una sonrisa resplandeciente. Llámenle coincidencia o delirios de amante, pero en ese instante me di cuenta de que había parado de llover y un sol radiante espejeaba en las aceras mojadas. Samantha subió el volumen del radio y tomó la ruta hacia Manhattan. Dejó el Mercedes en un parqueo de West 4, uno de esos andamios de acero que funcionan como un puzle y que dan mareo de tan sólo imaginar la forma en que allí los autos se ordenan. Después tomamos el tren.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Nada. Iremos a mi guarida.

Tomamos el tren. Entenderán que iba ansioso, como quien es conducido a un lugar inesperado y fantástico. Tuve dudas de si andaba bien vestido o era la ocasión apropiada. Pero ser hombre es un valor universal, así que dejé de preocuparme. Le pregunté si estaba segura de lo que hacía. No respondió. Fue una pregunta accesoria. Cuando ella determinaba algo, lo convertía en su acción inmediata. Por eso siempre tuve la curiosa impresión de que su palabra era material.

El tren dejó atrás Downtown. Después que pasamos la 125 Street me sentí intrigado, pues a partir de esa estación el glamour urbano se desvanece y la ciudad se llena de cajones de ladrillo, bolsas de basura, policías racistas, mucha bulla, merengue, casetes de rap invadiendo desde los autos, adolescentes haciendo nada en las esquinas, olor a cilantro y especias orientales, parques abandonados y un reguero de gente que más bien pareciera espejos de mi talla. ¿Dónde diablos viviría esta gringa? Nos bajamos en la estación de Washington Heights.

Sirenas a lo lejos. Disparos o fuegos de artificio detonados en un bloque. El coro ronco de los aires acondicionados. Una bachata amarga sonando en un vestíbulo. Asomada a la ventana del tercer piso, una anciana habla hacia la acera, anoche soñó todo prendido en candela Santo Domingo. Una muchacha viene del colegio, se ve tan triste. Un caldero de sancocho bulle abandonado en un solar. Un conserje que barre sofocado, canturrea con fastidio: Siempre que la primavera le da su turno al verano, la costumbre del hispano es salir a vacilar, y exige señalándonos “¿Quién hijueputa inventó esa salsa? Que venga aquí a cantármela si es tan hombre... ¡Talvez se cocina en la acera, malparido!”. Un grupo de mecánicos grita voz en cuello que la damajuana da más duro con Brugal y vino tinto. El tiempo detenido a lo lejos en un presente insoportable. Cierro los ojos, huelo, y no me sobran dudas de que aquí cabe entero Santo Domingo... Pero en la isla, salvo por la fuerza, los gringos no caben. ¿Qué rayos hace Samantha metida en este vecindario?

—Aquí está mi madriguera —dijo al fin.

Entramos a un edificio de fachada fúnebre. En el umbral, un muchacho se apoyaba a una bicicleta soñoliento. El interior estaba en silencio. La escalera llena de basura estaba atiborrada de grafiti que, bajo la luz crepuscular que entraba por una ventana, semejaba horribles arabescos. Tuve la sensación de que nos espiaban. Tomamos un pasillo obscuro. Por la pared, un grupo de lagartos pasó persiguiendo una sabandija.

Llegamos al quinto piso. Samantha se detuvo ante una puerta y escarbó la bocallave. Pensé que se trataba de una broma. A lo mejor se había puesto de acuerdo con alguien para que le prestara aquel apartamento y de esa manera despistarme. Pero cuando encendió la luz, se desvanecieron mis dudas. En la pared del fondo había un retrato gigante de Samantha. Se veía sobre la hierba, pensativa, con el viento congelado y revuelto en su pelo. Además, no sé cómo explicarlo, aquel sitio se le parecía. La sala estaba repleta de muebles y adornos combinados sin personalidad, como amueblada por un hombre; pero talvez esa liberalidad en el ajuar hacía pensar en la muchacha. Llamó mi atención una gran cantidad de animales disecados que había por todas partes. Gatos, hurones, ardillas, conejos, ratones, con la pelambre polvorienta y canicas brillando en la cuenca de los ojos. Era un espec-táculo fantasmagórico. Por lo visto, la pasión de la muchacha por las criaturas disecadas no se quedaba en el plano teórico.

—Siéntate ahí —me indicó un sofá junto a un interruptor. Puso sobre un estante la caja con el periquito—. No puedes pasar de esta habitación.

Se sentó en un mueble frente a mí.

—Aquí vives.

—Toda la vida —confirmó, sin ninguna clase de connotación.

—¿Y vives sola?

—No —me escrutó en silencio—. Con mi madre.

—¿Cómo se llama?

Negó con la cabeza:

—No tiene nombre... Nunca para ti. Se la pasa encerrada en su cuarto sin salir de la cama.

—Adoro tu franqueza. De veras. Las mujeres en la Grecia antigua...

Me interrumpió con un siseo.

—¿Escuchaste?

—¿Qué?

Se palmeó los muslos fastidiada.

—¡Voy, madre! —dijo, mirando hacia el fondo obscuro del pasillo.

Se excusó encogiendo los hombros y se perdió en las sombras del pasillo. Cuando abrió la puerta, alcancé a vislumbrar el cuerpo de una anciana reclinado en almohadones. Aquella imagen desvaneció la posibilidad de que ese apartamento fuera el refugio momentáneo de una niña malcriada que intentaba demostrar algo a sus padres. Retornó unos minutos después y volvió a ocupar su asiento frente a mí. Traía el cuchillo que le compré en la tienda de Chinatown. Esta vez me clavó intensamente sus pupilas, sin pestañear, al punto de hacerme sentir como un animal vigilado.

—Apaga la lámpara.

—¿Para? —pregunté, mientras ubicaba con la mano el interruptor.

—Te ves mejor sin la luz.

El cuarto se borró en la tiniebla. Más bien se inundó de lodo pantanoso. El aire se volvió corrupto y denso. Escuchaba la respiración fatigosa de Samantha. Sus ojos brillaban en la obscuridad como los de una bestia salvaje. Luego los vi acercarse, dos brasas flotando en las tinieblas. Bajé los párpados para huir de esa mirada que me ardía en las pupilas. Sentí su mano recorrer mis piernas y algo empezó a reptar por mi cuerpo, acariciando, dejando arrastrar por mi piel las uñas o una superficie rugosa. Su lengua entró en mi boca y se deslizó como un cristal de sábila por toda la concavidad. Las sombras de mis párpados cerrados se llenaron de fuego. Y me vi desnudo sentado en las llamas, mi aureola de flamas, rayos sombríos disparados por nubes grises contra mi humanidad. Lamí su cuerpo, lo bebí a ojos cerrados, con todas las consecuencias; así se bebe el veneno. Llevó a mis labios un brazo, y de allí manaba un líquido sin luz, agrura de vino oxidado, que daba sed, que daba sed, que daba sed. La razón me tomó por asalto, me golpeó con una masa traída de las canteras del sol. Aparté mis labios y encendí la lámpara. El brazo, con las venas rotas, se zafó de mi mano y vi el celaje de un lagarto gigante que desapareció entre los muebles. “¡La luz!”, exclamó Samantha aterrada, y sus dedos volaron hacia el interruptor.

De nuevo en la obscuridad, se acurrucó a mi lado. De pronto sentí un leve pinchazo bajo el muslo. Le acaricié el pelo a la muchacha, la piel tersa. Mi mano se distrajo en las suaves líneas de su cuerpo. Levantó la cabeza y sentí el relieve de su rostro en mis dedos. “Ahora voy dentro de ti”, susurró. Una revelación accesoria. Ya yo lo había sentido.

Insomnio, chateando con lobos, Zama, jornada de limpieza, desmayos, por todos lados Samantha, William Blake, el profeta Lapancha y las vírgenes idiotas, incidente del hombre embarazado

El problema del insomnio no es la imposibilidad de dormir. Al fin de cuentas tenemos vasta experiencia en permanecer despiertos. Tampoco ese calidoscopio de imágenes que nos asaltan sin mediación de la voluntad. El mal del insomnio es la luz intensa que cubre al pensamiento; un destello de blancura insoportable, sin interruptor, que no somos capaces de colorear ni llenar con objetos estables. Se trata de una leche luminosa o una nieve levísima que nos tapiza el mundo tras la cortina de los párpados, de manera que todo, como en las películas, se vuelve una mansión abandonada cuyo mobiliario yace cubierto por sábanas blancas y polvo desteñido y níveas telarañas. Su resplandor provoca que nuestras neuronas la confundan con la luz del raciocinio y reboten fatigadas en busca de alguna idea. Sin embargo, esa luz no proviene de la razón, sino de la demencia, y por ese motivo nos dificulta tanto hilar pensamientos coherentes.

Me levanté de madrugada, tras colgar los guantes en mi intento de dar caza al sueño. La evocación de Samantha, ocioso es decirlo, me esperaba al pie de la cama. Encendí la computadora. No tenía correos electrónicos para leer. Vagué por diversos sitios de chateo. Por curiosidad, me conecté a uno usando apodo de mujer. En menos de un minuto ya tenía un ventanaje de mensajes privados en que se me invitaba a toda clase de enganches sexuales. Contestaba que era virgen, que era novicia, que era ninfómana, etcétera, que mi esposo roncaba junto a la computadora. Lobos en celo, me cortejaban fieramente con lascivia pueril y declaraciones torpes, como si en verdad se encontraran sentados ante una prostituta y no frente a una pantalla de hielo seco. Finalmente le tecleé a un estúpido, que parecía muy embebido en su ridículo romance: “¡Pariguayo asqueroso: yo soy un h-o-m-b-r-e!”, y apagué abruptamente la computadora.

Me puse a hojear libros para quitarme el mal sabor de la conversación. Llegó a mis manos Zama, una novela de Antonio Di Benedetto de la que guardaba pésimos recuerdos, pues la había comprado años atrás por el snob de citar a un escritor poco conocido. Pero no me produjo placer (aunque, para ser honesto, me funcionó el efecto de dejar bocas abiertas al mencionar a ese “eslabón perdido” de la novelística latinoamericana), no la entendí, ni siquiera la llegué a terminar, ya que su argumento me pareció vetusto y aéreo.

Abrí la primera página: “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”. Lo volví a cerrar. Sin embargo, esta vez no tiré el libro, sino que mi ánimo quedó anclado en ese barco que no llegaba, mientras mi mirada viajaba en la corriente imaginaria de un río que ondeaba silencioso en una sola dirección y hacia ninguna parte. Releí el párrafo sin hastiarme. Me pregunté si ciertamente una novela con un primer párrafo tan emotivo, podía tornarse insípida. En menos de dos horas terminé el primer capítulo y coloqué el libro sobre el escritorio. Todos los pasajes me condujeron hacia Samantha, ya sea porque la reflejara en un personaje o la figurara víctima de una impiedad; por eso la lectura me producía un nudo en el corazón. No me detuve por cansancio, sino porque me preocupaba la voracidad con que leía una historia cuyas páginas iban depositándose como delicados paños sobre mi alma. Además, a cada rato mi mente retornaba al primer párrafo.

Me senté en la cama con la mente en blanco. Se oía el estertor sostenido de mi aire acondicionado y el del cuarto de la casera y el de los apartamentos del edificio y de los edificios contiguos, y los de toda la ciudad. De repente la ventana se saturó con la claridad matutina, un resplandor desleído que hacía juego con la luz del insomnio. Los días del verano son insoportablemente largos; a las seis de la mañana ya está soleado y a las ocho de la noche el atardecer se resiste a bajar.

Consulté mi contestador. Nada. Ningún mensaje de Samantha. Sólo una de esas llamadas de mi madre. Como siempre, se le notaba el esfuerzo por no mostrarse dramática ni ansiosa. Que si estoy bien. La semana pasada falleció un vecino que ni recuerdo. Que el país está mal pero uno se aguanta. Hace once meses y tres días que no llamas. Voy a colgar, la telefónica está abusando con los minutos de larga distancia. Luego un silencio escabroso. “Que la Vigen de la Aitagracia te me cuide, mi’jo”. Siempre el mismo mensaje, sin ninguna novedad. Por eso desde hace tiempo no le devolvía la llamada.

Eché un vistazo al cuarto. El zafacón estaba rebosado, restos de comida, cucarachas merodeando, papeles y periódicos viejos apiñados en los rincones, paredes descoloridas, ropa y zapatos tirados por doquier. Parecía un gigantesco contenedor de basura. Un tipo solía decir que las mujeres producen más basura que los hombres, pero que los hombres acumulan más basura que las mujeres. Apagué el aire y me puse manos a la obra. La jornada más bien me sirvió para trazar un plan de acción. Había que comprar pintura de interiores, utensilios de limpieza, papel de pared, insecticida, ambientadores, una alfombra para el piso, bolsas para la basura, una cortina para la ventana, jabones, perchas, sábanas nuevas, flores, un espejo. Eso para empezar. Tomé nota.

Salí al baño. Al cerrar la puerta, tuve una sensación extraña. Me sentía incómodo. Quizás eran las manchas del inodoro, o el fondo de la bañera, lleno de mugre, o el piso sucio, o talvez la deformidad del papel higiénico. Volví a mi cuarto sin hacer nada. Después de merodear intranquilo, fui a la cocina y luego me encerré en el baño pertrechado de detergentes, paños, escoba y cepillo. Trapeé el piso y la bañera, desempolvé la ventana, cepillé la cortina, organicé el lavabo y finalmente bruñí el inodoro. Cuando todo estuvo limpio, guardé los utensilios, me senté satisfecho en el retrete y después me di un baño de agua tibia.

La casera prendió el televisor. Terminé de vestirme. Mientras dejaba el cuarto sucedió un hecho simpático. Había cerrado mi puerta al mismo tiempo que la casera se encerraba en el baño; en lo que ponía el candado, ella salió al pasillo azorada. Su rostro calcaba el asombro que sin dudas le produjo encontrar aseado el cuarto de baño. “Buenos días”, saludé al pasar. Su perplejidad era tan grande que ni siquiera devolvió un refunfuño. Desde la salida le vi hacer un gesto para referirse a la limpieza, pero debió correr hacia el aposento, pues Bárbaro requería que le trajeran una bacinilla.

El día en la tienda transcurrió sin ninguna novedad. En realidad, hubo algo, pero sólo cuando llegué. Encima del mostrador había una rata muerta. Temblé de náusea al ver sus ojillos opacos, tristísimos, sin dudas agobiados por los paisajes del otro mundo. Mientras me armaba de valor para recogerla, pensé que los seres inmundos mueren con mayor facilidad que las criaturas útiles. Se esfuman sin pena ni gloria, quizás porque se lo merecen. La cosa inmunda tiene esa tendencia a la fuga; como no sirve para nada, continuamente se está preguntando ¿qué estoy haciendo aquí?, y se escabulle. Agarré la rata con un pedazo de periódico y la tiré a la calle. Su olor a carne fresca me asqueaba. Compré en la bodega un ambientador de rosas, aunque la fragancia, talvez por el toque impersonal de lo sintético, sólo servía para camuflar la peste.

La nostalgia por Samantha se me acumuló en el pecho y no recibí ningún telefonazo de ella para aliviarme. Solicité permiso para salir más temprano y me fui de compras. Durante el trayecto, me sobrecogió un hervor en todo el cuerpo. Sudaba, tenía náuseas. Era una sensación compleja, pues no sentía la piel caliente, como cuando estamos afiebrados. Por momentos la ciudad se volvía un escotoma, un dibujo plasmado en el vapor de la tarde. Entré a un mall para comprar las cosas que necesitaba. Con frecuencia se me iba la fuerza y debía apoyarme a un estante por temor a caer.

Aunque sólo fui por unas cuantas cosas, ya llevaba dos canastas rebosadas de mercancía. En el departamento de hogar, me quedé mirando el paisaje urbano que se ordenaba tras un inmenso cristal. Todo se transfiguró en un luminoso muro de oro. En el paramento, dibujada por una mano invisible y veloz, apareció una colina sembrada con árboles dorados cuyas copas apuntaban hacia un cielo amarillo con nubes de oropel. Parejas de amantes paseaban por la tierra y por el aire, bajo una llama que doraba el paisaje. Éramos Samantha y yo desvestidos, besándonos en el aire, ayuntando al borde de una nube, atestados de amor contra un árbol de oro. Sentí que mi cuerpo se desvanecía para volar hacia el cuadro. En ese punto recuperé la noción de humanidad. Pero ya era demasiado tarde: cuando intenté asirme a un estante, mi mano resbaló por la mercancía, el cuadro fue devorado por un resplandor y caí desvanecido en el piso.

Volví en mí escuchando una voz engomada que repetía sin afectación “ser, ser, ser”. Vi el rostro empañado de un empleado de la tienda, y, encima, curiosos observando sin atreverse a decir o hacer algo que pudiera comprometerles. Ante la inspección del empleado, me levanté, di unos pasos y me detuve en la caja, lo cual le pareció una indicación de que me encontraba en perfecto estado. Llegando a la puerta, la ciudad volvió a borrarse. De la tierra ascendía un fuego verde que pintaba de rojo el cielo. En el aire flotaba Samantha, que era una conmigo, vestida con un manto verde, y traía de la mano un niño escuálido con las piernas apoyadas al vacío. Cuando retornaba a la realidad de la tienda, no encontré estantes ni columnas a qué aferrarme. Desperté con un paramédico y dos policías por encima. Aunque estaba aturdido por el mareo y el alcoholado, me pareció que uno de los agentes era el mismo que se me acercó la vez que me encontraba en el Mercedes. Con la vista menos empañada, traté de identificarlo, pero ya se había marchado.

Dentro del malestar, susurré hacia mi interior, con honda nostalgia “Samantha, Samantha, ¿dónde andarás en este momento?”. Los paramédicos me sentaron en la ambulancia. Tras llenar a costa de mis respuestas un formulario más económico que médico, dijeron que mi desmayo se debió a la temperatura del verano. Me conminaron a hacerme un chequeo.

Desde un teléfono público llamé a la tienda:

—¿No me ha llamado alguien por allá?

Nadie. Tuve deseos de tomar el tren hasta la casa de Samantha, mi única opción de contactarla directamente; mas no quise aventurarme a otro mareo. Me encerré en mi cuarto y, tras fracasar en la búsqueda del sueño, me entretuve sacando de las fundas las cosas que había comprado. En cada pensamiento, ante el hecho más insignificante, se intercalaba el recuerdo de la muchacha. Es insoportable la promiscuidad evocativa de la persona amada. Tanta frecuencia da a pensar que provoca una avería en la atención o la memoria. Samantha mientras se dobla una sábana, Samantha clavando un clavo, Samantha en una pastilla de menta, Samantha cuando se piensa el fuego, Samantha en media pulgada de pasta dental, Samantha en la sirena que pasa, Samantha cotejando la factura de compra, Samantha al evocar un verso de Neruda, Samantha con la mente en blanco tras haber pensado en Samantha. Seguramente por eso no venía, por tenerla todo el tiempo presa en mi mente.

No pude conciliar el sueño en toda la noche. En la mañana fui al hospital. Me llenaron un formulario para enviarme donde una trabajadora social, quien me llenó otro formulario para enviarme donde la enfermera, quien me llenó otro formulario antes de enviarme donde el médico. Luego esperé en una salita. Tuve deseos de ir al baño, pero preferí contenerme.

Había pasado una noche alucinante. Fracasé en mi intento por leer otro capítulo de la novela, pues cuando ojeaba alguna oración, de inmediato el pensamiento se me escapaba a las imágenes de las páginas leídas esa mañana y me sobrecogía una nostalgia terrible por el protagonista. El resto de la noche lo pasé viendo celajes de William Blake. Mis pupilas, de papel fotográfico, se impregnaban de una exposición de este artista que había visitado varias veces en el Metropolitan.

Creo que eran visiones, o no sé cómo se puede contemplar un cuadro de Blake sin encontrarse ante una visión. Incluso, si siguiéramos al pie del pincel las imágenes de sus poemas, obtendríamos los dibujos más asombrosos... aunque no me parece que tal ejecución tuviera buen término, pues Blake traducía a la pluma precisamente aquellos misterios imposibles de reunir con la mirada. Si observamos sus ilustraciones de historias sagradas, veremos que constituyen un mundo paralelo y autónomo, tan complejo como la realidad espiritual que les da origen. No es extraño que este oficio de ilustrador de gestas sagradas haya desembocado en El libro de Urizen, una visión íntima del misterio de la divinidad y los hombres.

Me llamaron al consultorio. El doctor procedió a llenar un formulario mientras ojeaba uno de los formularios anteriores y, quizás para hablar en voz alta, preguntaba si ciertamente sentía el malestar que estaba allí escrito. Luego archivó la hoja, llenó otro breve formulario y me lo entregó para que pasara donde el encargado de laboratorio a tomarme una muestra de sangre. Este último no me sometió a la inhumanidad de otro formulario, pero me pinchó con tal impiedad que hubiera preferido someterme a un inhumano papeleo.

Me mandó a la sala de espera. Sentía los ojos de piedra, me los figuraba como esas esferas partidas por la mitad que llenan las cuencas de las estatuas. Intercalados con Samantha, vinieron recuerdos de sueños, del presente, de la infancia. El profeta Lapancha, quien apenas recibía relámpagos de la razón, duró tres meses sin poder dormir, por lo que se refugió en la montaña; allí sólo comía casabe y chocolate de agua mientras oraba con su fe diabólica en busca de una señal; una noche vio un candelazo de oro quemando el cielo. “¡Gracias, Señor!”, exclamó, y cayó dormido por tres días con sus noches. En mitad del granero se reunieron las vírgenes idiotas. Hermosas, de rubia cabellera, mejillas rosadas, dotadas de esa hermosura que a veces usa la idiotez para resaltar la perplejidad de sus hijos. Todas se presentaban con mi nombre y yo no sabía quién era. Y he aquí que de una nube negra surgió el profeta Lapancha, con su piel y facciones obscuras talladas en el humo, y sopló por una trompeta “¡No sois ninguna! ¡Son las vírgenes idiotas!”.

La enfermera me llamó por mi nombre para que recogiera los resultados. Esa idiota no tenía el pelo rubio, ni las mejillas rosadas, ni ningún vestigio de belleza. Era una mujer madura, con ese porte de sargento que suelen lucir ciertas maestras de escuela. Parecía un odioso tubérculo, la negación de esas hermosas enfermeras que trabajan en los hospitales de las películas pornográficas. La bata, manchada y vieja, le quedaba tan horrible como los botines azules, y para nada le favorecía ese peluca cuya perfección la ponía en evidencia. Después de varios días insomne, cuando milagrosamente había escalado las nubes del sueño, vino esa idiota y me derribó a la vigilia.

Irritado, pasé a la oficina del doctor. No lo encontré en su sillón; vi otro médico sentado en el escritorio. Como el sujeto no aparecía, me preguntó el nombre y buscó entre los análisis de sangre. Dio con mi reporte. Entonces me escrutó curioso. Pidió que le repitiera mi nombre. Volvió a consultar la hoja de análisis. Finalmente suspiró, pronunció mi apellido (me chocó que lo hiciera anteceder del tratamiento “miss”), y me extendió el reporte. Lo vi sin entender, como si estuviera escrito en chino. Encogí los hombros.

—Todo está bien —interpretó con firmeza—. Usted está embarazada, miss.

Me reí fastidiado. Le dije que era imposible. Se trataba de un error.

—Si desea alguna clase de asistencia o no quiere tenerlo, le podemos ayudar —aconsejó—. Pero los resultados son claros.

—¡Soy un hombre!

Me observó como si no entendiera lo que eso significaba.

—¿Toda su vida? —preguntó, empleando el tacto a fondo— ¿Físicamente?

—Toda la vida.

Me pidió una identificación y la cotejó con el reporte. Perplejo, mandó a buscar al doctor que me había atendido primero. Éste, tras estudiar el reporte, llamó al que me tomó la muestra de sangre, luego a dos laboratoristas. Todos afirmaron que el proceso se realizó de forma precisa. Hablaban entre sí como si yo fuera lo último que importara en el asunto. Decidieron tomar otra muestra, por lo que me sometí nuevamente a un pinchazo inhumano. Una hora después, el primer doctor, con evidente apuro, me informó de que la muestra se había echado a perder. Volví donde el sádico para que me sacara la sangre. Esta vez se le notaba a mil leguas el fastidio, por lo que clavó la aguja con mayor saña, incluso varias veces.

Luego de una tediosa espera, me hicieron pasar al consultorio. El doctor tenía el reporte en la mano. Se le notaba aliviado.

—Buenas noticias —expresó chistoso—. No está usted embarazado.

No me causó gracia la estupidez, tampoco su azaroso buen humor. Me recetó un protector solar y pastillas para dormir. Antes de marcharme, comentó que estaba en el deber de decirme que el error en los análisis fue culpa del laboratorio, por lo que, si me consideraba afectado moralmente, tenía derecho a una disculpa del hospital e inclusive a demandar en los tribunales. Sin embargo, no estaba en ánimos de sentarme a escucharle, ni de perder el tiempo refiriéndome a los depravados del laboratorio. Sólo quería salir de aquel maldito lugar y echarme a dormir.

Cita con la Boricua, Samantha al teléfono, el robo de la llave, idea de una visita inesperada, efluvios corporales, “Como hacer el amor con una mujer”, un trío

El apartamento de la Boricua olía a sazón viejo. La sala, pretenciosa pero sin lujo, atiborrada de piezas adquiridas sin sentido de la continuidad, tenía aspecto de almacén de compraventa. Por las paredes se desperdigaban dos o tres cuadros de mal gusto, adquiridos en tiendas de 99 centavos; lucían insignificantes, sobre todo porque eran reproducciones de obras insignificantes. Antes de la Boricua liarse con el vendedor de heroína, el lugar no se veía tan chabacano; como entonces tenía escaso mobiliario, la vista se distendía en la blancura de paredes, pisos y techo, al punto de que a veces no estaba seguro de si un plano realmente se veía un paramento o un ángulo. Me encontraba solo en el apartamento, mi anfitriona llevaba a su hijo donde la abuela “para no tenel interrupción, papi”.

Fui allí por culpa de Samantha. Cuando salía del hospital, encontré a la Boricua en el vestíbulo. Se mostró, aunque probablemente no lo estaba, ofendida. Sólo en aquel momento recordé que no había asistido a la cita concertada por teléfono.

—Te esperé la noche entera —gimoteó—. Me shifeaste. Ya no te importo.

No soportaba el papelito.

—Se me presentó un compromiso.

—Look, todo te importa más que yo —lamentó, con los ojos rojos. Se le notaba el esfuerzo para fingir el llanto—. Si no me quieres a mí, háblalo de una vez, mi amol, but don’t break my heart.

Se abrazó fuerte a mi cuerpo, con esa ternura que solía usar de señuelo para despertar los instintos carnales. Quizás por la irritación que traía desde el consultorio, me desagradó el gesto. Le prometí visitarla durante la semana, aunque sólo lo dije para quitármela de encima.

Cuando llegué a mi cuarto, recibí al fin una llamada de Samantha. Su voz sonaba descansada. Me quejé de su abandono.

—No te he abandonado en ninguna parte —dijo, reprimiendo la risa—. Siempre te traigo conmigo.

No me convencían sus argumentaciones poéticas.

—Llevo un siglo sin verte —reclamé—. Si te importara, estarías aquí.

De mi auricular salió la sirena de un barco.

—Cuando el rey se desplaza hacia lejanas tierras, su reino, aunque no vaya en su alforja, sigue siendo su reino.

Deseché esta alegoría, pues mi necesidad no era poética, sino material. Me urgía estar a su lado, besarle la piel, contarle cosas. Incluso, hablarle era lo que menos ansiaba. Mientras la escuchaba, a sus palabras se superpuso un gruñido, más bien una voz que susurraba o sonreía. A partir de ese instante la risa le impedía hablar, como si le hicieran cosquillas.

—¿Quién está contigo?

—Nadie.

Lanzó una carcajada diluida. Estaba claro que había tapado el micrófono con la mano. Perdí la paciencia.

—¡Cuando termines de gozar con la bestia de al lado, estaré aquí!

Las carcajadas se desvanecieron.

—La única criatura que está aquí a mi lado eres tú —dijo con un tono muy dulce—. Se me han presentado algunos compromisos. Pero cuando termine dentro de poco, ya no estarás aquí a mi lado, sino que yo estaré allí contigo —hizo una pausa—. Para nuestra próxima cita, sorpréndeme de nuevo.

Escuché el intenso ruido de un avión o de un tren que pasaba.

—Parece que no te importo —comenté.

Me reprendió con indulgencia.

—Ni siquiera me dejas un número donde llamar si te necesito —dije.

—Sólo tengo celulares, y se me extravían cada hora. Además, no converso por ellos, solamente escucho. ¿Qué sentido tiene que te dé un número?

No respondí. La garganta se me anudó. Tenía deseos de contarle mi visita al médico. Samantha colgó. Me sentí más solo, como un cosmonauta que se acaba de quedar sin baterías para comunicarse con la Tierra. Un rato más adelante el teléfono volvió a timbrar. Lo levanté en silencio. Del otro lado no hablaban. Distinguí una respiración pesada. Luego susurraron: “Miau, miau”. Y no dijeron más nada. Era la voz de Samantha. Permanecí callado.

—He estado muy enfermo —logré balbucir finalmente.

Pero del otro lado no me escuchaba nadie. Habían colgado antes de que pronunciara la primera sílaba. Me puse a llorar, y las lágrimas, como si salieran por las fosas nasales y los ojos, me ahogaban. Entonces, de manera abrupta, telefoneé a la Boricua y le dije que la visitaría esa misma noche.

Hubo un ligero traqueteo en la puerta del apartamento. La Boricua entró y pasó la llave sin darme la espalda, devorándome con la mirada. Se secó el rostro sudoroso con una servilleta. Luego de intercambiar unas cuantas palabras, hizo un silencio pesaroso. Adiviné lo que sucedía. Yo debía preguntar qué le pasaba, para oírle responder algo como:

—Estoy aborrecía. Mañana tengo que pagal la electricidad y el teléfono.

Le extendí un billete de cien dólares y la pesadumbre se le borró por arte de magia. Esa era su estrategia ilustrada para cobrar los servicios eróticos. Siempre había que darle dinero para mantenerla conforme, maldita puta, como si se tratara de una esposa. Me sirvió un vaso de cerveza y se retiró al baño.

El rostro de Samantha se formó en la espuma. Me la bebí. Me sentía hasta cierto punto avergonzado por la forma en que manejé nuestra última conversación telefónica. Incluso hice acusaciones basadas en la monstruosidad de los celos. Quizás su risa incontenible se debía a la felicidad de conversar conmigo. Los amantes son los seres capaces de producir las miserias más aberrantes. Por cada hombre que roba a su socio, nueve engañan a su esposa, y por cada hombre que apuñala a su hermano, nueve asesinan a su pareja. Desee poderme apoyar en ese momento en el regazo de Samantha para pedirle perdón. Inclusive me arrepentí de la atrocidad que estuve a punto de cometer antes de llegar al apartamento de la Boricua.

Sucedió que la tarde que estuve donde Samantha, aproveché un descuido para sustraer la llave del apartamento. No fue una acción preconcebida. Simplemente, mientras le acariciaba el pelo a obscuras, noté que estaba sentado sobre una pequeña pieza de metal. El tacto me informó de que era una llave. Me la guardé. En realidad no tenía intenciones de quedármela; pero llegó la hora de retirarme y me fui sin devolverla. Así que en la noche, cuando tomaba el tren para visitar a la Boricua, me asaltó la idea de seguir hasta Washington Heights y penetrar al apartamento. De no encontrármela, hablaría con su madre. Husmearía en el armario de Samantha, revisaría sus cajones, luego me sentaría a esperar en la sala, pendiente de su rostro al abrir la puerta o de la perplejidad de cualquier persona que la acompañara. Pero como me sentía con fuerzas apenas para un despecho, cambié mi opinión y seguí mi destino de la noche.

La Boricua reapareció en la sala. Lucía espléndida. El corte de pelo era apropiado para su tipo de cabello, pues no le comprometía las líneas del rostro. Los senos, firmes aunque pequeños, tenían el volumen preciso, de forma que una mujer debía estar loca para abultárselos con silicona. Sus caderas guardaban la apariencia original y sus piernas se veían macizas y humectadas. Parece que visitaba el gimnasio. La ropa interior transparentada por el camisón, se notaba de buena calidad. Lo único que desentonaba era el perfume y talvez el rojo intenso del pintalabios, aunque sin dudas tales detalles se debían a las características del momento. Resultó agradable descubrir que se mantenía en buen estado. En la ciudad sucede que conoces a una muchacha de cuerpo atractivo, entonces le pasan un invierno, varias sesiones en restaurantes de comida rápida, acaso un embarazo, un par de veranos, y en cuestión de año y medio su figura se ha desvanecido en grasa. La Boricua lucía exquisita. Samantha... Bueno, intuí que si yo quería estar presente en el momento, sería aconsejable archivar por un rato el recuerdo de Samantha.

La Boricua se sentó en mis piernas y se me entregó en un beso. Le acaricié el brazo, suave como la superficie de un espejo. Gimió estremecida, diciendo que ese roce la enloquecía. Exageraba. Siempre tuve la sospecha de que aprendió a hacer el amor viendo películas. “Vamos a la cama”, propuso sin afectación. La contuve por los hombros. Me puse a olerla, a recorrer su piel con la punta de la nariz, olfateaba profundamente cada ángulo de su cuerpo. Se tendió en el piso. Yo trataba de encontrar su olor por debajo del perfume. A veces lo hallaba en un fragmento del muslo o en el paño del abdomen, pero se esfumaba de nuevo en la suavidad de los bellos. Probaba a lamer un poco, diluía con saliva el falso aroma, y así lograba extraer su fragancia individual. La mujer ya no gemía, ni pedía, ni gritaba complacerse en nada, sino que permanecía en silencio, sepultándose a cada rato en su cuerpo, con su respiración convertida en un rumor intermitente. En ocasiones urgía mordisquear, succionar, alterar un área con las uñas para abrir los poros al paso de los efluvios. El recurso que me daba efectos más perdurables era recoger sus fluidos, derramarlos con los dedos o la mejilla en un plano de la piel y enseguida retirar la capa con mi lengua: invariablemente obtenía su íntimo olor, que incineraba mis sentidos.

La mujer se levantó de improviso, escapada de la tumba. “Vamos a la cama”, respondí. Pero no pareció haberme escuchado. Subió sobre mi pelvis o no recuerdo si entró una pierna por debajo de mi espalda. Se deslizó hacia mí, humedecida de ternura. Un olor intenso, emanado de sus profundidades, se esparcía por la sala y se restregaba en mi piel. La sentí estremecerse varias veces, pero la última gimió fuerte, sin encanto, como una bestia desde un sitio oculto del bosque. Me enterró las uñas en la espalda y si no hubiese sentido que aquel desparpajo no era parte de un teatro, de seguro la habría apartado con una bofetada. Me arrastré a un lado. Luego subí al mueble. “Oh, my God!” le oí vociferar entre suspiros, antes de entretenerse en los estertores de una risa.

Luego se retiró al baño sin hacer comentarios. No dejó de extrañarme, aunque en realidad me daba lo mismo. Siempre que le había hecho el amor, al terminar alababa mi atletismo sexual. Claro, estas declaraciones terminaban cuando se ponía pesarosa y recordaba en voz alta que debía conseguir dinero para pagar la renta. Ese último cuento nunca me lo tragaba, por no ofender mi inteligencia, pues sabía que vivía a costa de la beneficencia social. La ciudad le pagaba apartamento, facturas, servicios médicos, comida, por la simple virtud de ser madre soltera. Regresó a la sala, encendió un abanico y se sentó en un extremo del mueble.

—¿Quieres un trago de Night Train? —preguntó, tocándose la nariz.

Estaba quieta, pero la notaba intranquila. Conversaba con monólogos. Sonreía si se encontraba con mis ojos y entonces se levantaba para componer un paño o servirme de la botella.

—Tu cuerpo se mantiene en perfecto estado —le dije para quebrar el hielo.

Me tomó la mano sin entusiasmo y tiró el rostro hacia la ventana. Luego se sirvió un vaso de licor. Me contó medio capítulo de una telenovela; esbozó el desfile del 4 de julio; resaltó los progresos de su hijo en la escuela; en suma, habló de aquellos temas que usamos cuando sabemos que debemos hablar pero en realidad no decimos lo que debemos. Yo hacía comentarios y preguntas, para fingir que no me intrigaba su actitud. Temía que estuviera preparando el terreno para hacer otra solicitud de dinero. En una me miró como desde lejos.

—¿Qué pasa?

Acercó la mirada sin moverse.

—Te sentí diferente —dijo.

—¿Pero te gustó?

Afirmó balanceando la cabeza.

—Pero no fue igual —consideró. Rebuscaba las palabras precisas. Al fin se decidió a explicar—. Como hacel el amor con una mujer.

Debí llevarme la mano a la boca para no derramar el buche de licor.

—Quieres decir que te cogí como un maricón.

Negó con una suave sonrisa y otro movimiento del cuello:

—Los patos no chichan de esa manera.

No me animaba profundizar en estas apreciaciones. Bastaba con saber que la satisfice, y punto. Sin embargo, había en la conversación un aspecto que llamaba mi atención. Aproveché para aventurar:

—Eso quiere decir que has acariciado mujeres.

Me miró escéptica.

—Me gustan cantidad los hombres.

La teatralidad de su defensa indicaba que mi presunción era cierta. Expresé que el amor entre dos mujeres no me parecía nada del otro mundo. Mentira: en el fondo, la curiosidad por esas relaciones me fulminaba. La Boricua no reconoció sus experiencias, pero habló de unas amigas que algunas noches, secretamente, amanecían en su apartamento; se recordó de una prima que cierta vez, mientras dormían juntas, al parecer la tocó; y de una trabajadora social que le hizo claras insinuaciones una tarde lluviosa, mujer atractivísima, pero no. Ella no. Mientras la escuchaba, pensaba en Samantha.

—Quiero que hagamos un trío —desbrocé sin rodeos.

Se carcajeó nerviosa.

—¿Y con quién? —preguntó descreída.

Le hablé de Samantha. Quiso saber si era mi amante o mi novia. Podría decirse que en principio dio muestras de celos, pero su exceso de kilometraje erótico le impidió perderse en puerilidades. Le llamó la atención saber que era gringa. Además, no pudo esconder su agrado cuando le describí sus facciones. Incluso mencioné el Mercedes.

—Anyway, a threesome ya es otra cosa —aceptó—. ¿La gringa es lesbiana?

Dudé sobre la respuesta más conveniente. Resultaba obvia su preferencia por la carne de hombre. Sin embargo, recordé que en ciertas ocasiones, quizás por lapsus o por defecto de su español, se había referido a mí como si yo fuera una mujer.

—No es pájara —terminé por afirmar—. Nada de mujeres. Y sólo se acuesta conmigo.

—Yo tampoco soy pata —adelantó con orgullo—. Anyway... Si no es lesbiana y está de acuerdo, la podemos pasal bien... La traes aquí, compartimos un rato, so no vaya a sel que dipué no nos gustemos. Y como quien no quiere la cosa, dejamos sucedel lo que suceda. That’s it. Of course, I’m glad to be the star guest of yours.

Quedamos de acuerdo. Yo pondría el día. Le “regalé” cincuenta pesos, por si lo otro no le alcanzaba para cubrir las facturas. Quizás debí hacerle nuevamente el amor, pero nos divertimos bastante platicando y tomando Night Train. Cuando puse el primer pie en el vagón del tren, sentí como si pisara una nube luego de haber caminado por el aire. En la conversación de la tarde, Samantha había pedido que la sorprendiera en nuestra próxima cita. “Tan hermosa”, musité, “¿estaría dormida a esta hora de la madrugada?”. Suspiré al evocar su próxima llamada. Temblaba de emoción por verla y que siguiera mis pasos. Estaba seguro de que iba a sorprenderla.

Paisaje del Bronx, Samantha surge del tráfico, el pobre Polly, de espaldas en la hierba, el caballo y el ladrido, los grandes poetas, camión de muñecas, el parque de los vagones abandonados

Esperaba a Samantha sobre el puente. Desde el andén se vislumbraba un costado del Bronx. Fachadas color púrpura, de ladrillos quemados por el horno y en los años siguientes por el sol, se sucedían en hilera. Eran grandes cajones de ladrillo, diseñados con modestia de tienda de campaña aunque fueran a permanecer allí por décadas. Rectangulares, uniformes, sin haber cedido al mínimo derroche de la imaginación, se ordenaban en serie, y podía jurarse que se trataba de un truco visual, de una edificación única que, debido a un efecto óptico, reflejaba infinitamente su imagen a todo lo largo de la avenida. Carecían de líneas que sugirieran movimiento, salvo la hilera de vehículos que le pasaba por el frente y el tren que, desplazándose como por un cordel de ropa, cruzaba a la altura de las azoteas.

Grand Concourse estaba abarrotada de automóviles, pero ninguno me traía a Samantha. La ciudad se agrupaba bajo la cúpula de un desteñido cielo azul, casi pastel, salpicado de nubes brillantes, pintado para una película de dibujos animados. Motores, rechinar de neumáticos, bocinas, sirenas. Igual que el bosque está repleto de trinares, gruñidos y roces de ramas con el viento, así la ciudad posee un pentagrama interpretado por vehículos que forman una línea interminable, ronca, extendida en el tiempo; si esta línea se desvaneciera, la ciudad desaparecería sin remedio; tal sucedería con el bosque si se esfumara el roce de las ramas y el trinar de las aves.

Escuché la voz de Samantha en algún lugar de la avenida. Un camión viejo, pintarrajeado con aerosol, dificultaba escrutar las ventanillas de los autos. Noté que la voz salía de la cabina del camión. Metí la cabeza. Allí estaba Samantha, sonriéndome desde el asiento del conductor. Me apuró para que me sentara en la tapicería, que estaba rota y traspasada por espirales de alambre. Pasó un cambio y condujo por la avenida. No salía de mi desconcierto. Llegados a un semáforo, soltó el volante y se refugió con un abrazo en mi pecho. El claxon de los choferes de atrás rompió el hechizo de nuestro beso.

—¿Cómo andas, criatura? —dijo, dándome una palmada en un muslo.

En ese instante tuve una punzada en el corazón. Del retrovisor colgaba una figurilla de pluma verde. La tomé en la mano. ¡Era Polly! Tenía el pico cerrado y dos cuentas de cristal en la cuenca de los ojos.

—¿Por qué hiciste eso? —cuestioné conmovido.

—Así se ve más bonito. Lo disequé hace unos días. Además, una vez dijiste que su dueño era un tipo despreciable —dijo con frescura. Acercó la boca al retrovisor y crujió—. ¡Dile “hola”, Polly!

Aunque la escena no parecía de lo más divertida, tuve que sonreír con los gestos de Samantha. Se notaba que le divertía conducir aquel armatoste. Giró repentinamente por una callecita casi obturada por los edificios y detuvo el motor frente a un parque. Nos tiramos de espaldas en la hierba quemada por el sol, bajo la sombra de un árbol gigante. Apoyé la nuca en su vientre. En la altura pasaba un avión plateado como una bala, perforando las nubes y rechazando los rayos solares. A su derecha pasó otro, y otros detrás, y más por delante.

—¿Cuántos aviones pasan al día por el cielo de esta ciudad? —pregunté.

—Sería como contar las estrellas —respondió Samantha—, suponiendo que podamos ver a la luz del día todas las estrellas.

Puse mi rostro a flor del suyo. Los bañistas que brincaban en la piscina pública se esfumaron del campo visual, sus gritos se oían como una borra lejana.

Se produjo un grave caos. Los mecanismos de los relojes se atascaban o aceleraban locamente. Los fabricantes de manecillas y pantallas de cristal líquido se declararon en quiebra, mientras los relojeros se fueron a huelga para exigir su jubilación y vacaciones en Saturno. Un satélite militar se desconfiguró y destruyó con rayos láser el último reloj de sol que quedaba. Cuando a algún caminante le pedían la hora, se rascaba la cabeza y suspiraba entristecido. El tiempo dejó de existir en medio de grandes alarmas, pero Samantha y yo estábamos allí tirados en la hierba, rozándonos los labios sin necesidad de que la ciudad siguiera sus horarios de rutina.

—Vamos.

Nos levantamos y caminamos sin rumbo. Previo al encuentro, había jurado que teníamos asuntos serios de que hablar. Pero ya sobre el terreno, bastaron unas ligeras caricias, algunas palabras ingrávidas de disculpa, el esbozo de una sonrisa, para emparejar las diferencias y dedicarnos a una conversación placentera. Nos sentamos en un banco. El atardecer empezó a cubrir el parque. Tras la espalda de la muchacha flotaba un sol brillante y dorado como una moneda de oro. La miré largo rato en silencio.

—¿Qué miras? —reclamó, y sacó la lengua.

—No entiendo... Todos estos días en que estuviste lejos de mí, pasaba el tiempo pensando en ti. Ahora estás conmigo, a la distancia de mi respiración, y sin embargo aún no dejo de pensarte.

Los ojos se le aguaron.

—¿Ves? Es como si en verdad no estuviera aquí. Mejor dicho, cuando no estamos juntos, es como si lo estuviéramos.

Me incliné para besarle el rostro, pero la esfera del sol me flotó en los ojos y me obligó a inclinar el cuello. Le besé un hombro. Ella me rascó la cabeza.

—Imagina que de pronto todos los seres y las cosas desaparecen. En medio del universo solamente has quedado tú y un caballo. Si una noche, de manera inesperada, escucharas un ladrido, ¿qué pensarías?

—Que el caballo ladró —respondió.

Me sentí maravillado:

—¡Eres increíble!

—¿Ah sí?

—Esa pregunta se basa en un poema de Cortázar. Todas las personas a las que se la he hecho, siempre contestan que pensarían que sólo imaginaron el ladrido, o que había un perro escondido por ahí, o que es imposible, o que sería un fantasma, y cosas así. Tú eres la única que ha dado la respuesta poética: el caballo ladró.

—Bueno, las otras también son respuestas lógicas.

—Cierto. Pero ese es el problema: sólo son respuestas lógicas. Todos buscan la parte lógica; pero a ninguno se le ocurre imaginar la posibilidad poética que, dicho sea de paso, resulta más obvia: el caballo ladró. El mundo está lleno de poetas; sin embargo, salvo unos cuantos, a la humanidad le aterra la poesía.

Quedé embebido en mis propias palabras.

—Quizás por eso los grandes poetas son tan pocos —opinó Samantha—. Y muchos de ellos han vivido aferrados valientemente a la poesía.

No continué opinando en esta dirección. La idea vagaría en mi mente por mucho tiempo. Al fin, sin proponérmelo, había encontrado la respuesta de por qué no me consideraba poeta. Y no sólo yo. ¿Cuántos de esos engreídos que se exhiben en tertulias y lecturas públicas tendrían el valor de sacrificarse por lo que escriben? No digamos dar la vida: digamos un brazo, una casa, un miserable empleo. ¡Les falta la menor idea de la poesía! Sin embargo, hay algo que intuyen perfectamente: ser poeta es algo grande. Lo mismo entiende el salvaje sobre sus dioses, aunque, al igual que el seudopoeta, desconoce el camino para llegar a ser como ellos. De manera que cuando vemos a ese engreído hacer con falsa discreción hasta lo imposible para que lo llamen poeta, estamos ante un tonto que sueña con falsificar la gloria; algo semejante al fantoche que se he echado dos mil dólares en los bolsillos para hacer creer que posee todos los millones del mundo.

Me desconcertó que Samantha apenas hubiera leído unos cuantos libros, de los que podía hablar ampliamente aunque sin recordar sus autores. Era obvio que no conocía muchos poetas. Tampoco recordaba más de una docena de poemas, aunque, eso sí, se los sabía todos y los recitaba con una emoción contagiosa. Sin embargo, parecía haber penetrado en todos los aspectos de esas lecturas.

—En La Vega vivió un señor que manejaba el camión de la basura —comenté vagamente, para despejar la sobriedad de ánimo—. Todas las muñecas que encontraba en los zafacones, las ponía a un lado y al final de la faena las amarraba en el parachoques. El camión se podía identificar en la distancia, pues era como ver aproximarse un montón de muñecas viejas.

Samantha rió divertida.

—Un día mató a un tipo en plena calle. Lo condenaron a treinta años. A veces en la cárcel, todavía viejecito, se le escuchaba decir con orgullo que, antes de ser detenido, había logrado reponer en el parachoques la muñeca que el tipo le había arrancado.

Permanecimos mucho rato callados. Rayaban las ocho. El sol había perdido gravedad y se volvía una mancha de luz inofensiva, la yema flotante de un huevo luminoso, de manera que ahora se le podía observar de frente sin temor a que incendiara las pupilas. Subimos al camión. Samantha vestía un traje de mecánico que la hacía verse muy graciosa. La imaginé con las mejillas sucias de grasa y estrujándose las manos en un trapo engrasado. Me eché a reír. Encendió el motor.

—¿De dónde sacaste este camión?

No respondió o no escuchó la pregunta.

—Ahora quiero que unos lagartos te conozcan —informó seria, y echó a andar el camión.

Seguí divirtiéndome con su facha de mecánico.

—Todas las personas para ti son lagartos, sapos, serpientes... ¿Qué animal soy yo?

Me miró con ternura y extendió una mano hasta mi cabeza.

—Un bichito —declaró cariñosa.

Sus dedos se enredaron en mi pelo. Antes de regresar la mano al volante, encendió el radio. Se puso a silbar.

—¿Y tú qué eres?

Volteó el rostro descreída:

—Adivínalo.

Imaginé sus facciones superpuestas en los animales más disímiles. Sus labios bajo los ojillos de una serpiente. Su nariz en la cara chata de un búho. Sus extremidades enroscadas al cuerpo de una hiena. Sus senos injertados en la loba que amamantó a Rómulo y Remo. Su piel abrigando un conejo. Su cabello rojo en la testa de una yegua. Sus mejillas brillantes importunando los ojos de un cocodrilo. Sus pies colocados al revés en los tobillos de una ciguapa imaginaria. Sus uñas como escamas de un pez de las profundidades. Sus manos saliendo de las fauces de una quimera.

—¡Una salamandra! —definí finalmente.

—La salamandra de tu poema —precisó sonreída.

El camión recorrió las orillas del Harlem y luego las del East River. Un olor a peces y algas podridas por el agua inundaba la cabina. Sobre la corriente flotaban barcos solitarios, con un farol encendido para no desvanecerse del todo en la niebla. La radioemisora, ¿o era un casete?, repetía Hit the road, Jack a lo largo del trayecto. Poco a poco la noche se llenó de negrura. Un cielo obscuro, que se negaba a ser azul debido a la costra sombría de las nubes, se extendía sin luz más allá de la otra orilla del río. No tenía luna. Ni estrellas. Ni luceros. Sólo lo iluminaban algunos aviones que cruzaban con sus reflectores intermitentes, uno que otro helicóptero, un satélite anclado en el aire, o sea luces menores. En esta obscuridad, Samantha cambió la ruta y, tras conducir por callejones desiertos, cruzó un portón derribado. Apagó el motor y dejó los faroles encendidos en medio de un parque de vagones abandonados. Se trataba de un lugar solitario, con un par de bombillas que hacía tiempo alguno olvidó apagar.

—Hemos llegado.

Esperando la aurora, ocasión perdida, una bolsa en el aire, la rosa del alba, retrato de la casera, una encomienda

—Hemos llegado.

Nos sentamos sobre los restos oxidados de una locomotora. Luego pasó un tiempo malsano, lleno de situaciones indignas. Al final permanecimos un largo rato allí sin hacer nada. Faltaría una hora para que las luces del amanecer destiñeran la noche del cielo. Las bombillas se zarandeaban soñolientas con la brisa tibia. Una bolsa plástica oscilaba amodorrada sin recibir empuje para elevarse. El silencio rumoraba encerrado en medio de aquel cementerio de trenes.

—Ya vámonos —volví a pedir, irritado, hastiado de herrumbre, aburrido de seguir allí como al acecho y sin hacer nada.

—Todavía no llega la aurora —reclamó la mu-chacha.

Haciendo una fugaz retrospectiva, mi plan para esa noche no había sido estar en aquel lugar siniestro. Por el contrario, hubiera querido aparecerme con Samantha donde la Boricua. Presentarlas sin ninguna advertencia, sentarnos a tomar Night Train y charlar de frivolidades. Desde hacía días planeaba el encuentro de los tres. Si la química funcionaba, la Boricua daría el primer paso. En el instante que juzgara oportuno, yo bajaría a la bodega por otra botella. Se supone que al regresar iba a encontrar “la sorpresa” de ambas acariciándose. Yo, inmediatamente curado de cualquier prejuicio, me integraría al dúo. De paso, me esforzaba por olvidar que mi actitud coincidiría con la estudiada desfachatez de un personaje pornográfico.

—No sé por qué diablos vinimos a parar aquí —reproché.

Tenía motivos de sobra para sentirme estúpido. Y de Samantha adivinar mis propósitos secretos, se hubiera reído de mí; o, peor aún, me hubiese acariciado el rostro apenada, cosa más terrible. Se pegó a mí sin levantarse y con las manos prensadas entre los muslos.

—En el parque dijiste que tenías una sorpresa para mí —comentó curiosa—. ¿Qué era?

En la sangre se diluyó una mezcla de rabia y bochorno. Apreté las mandíbulas para no irritarme. Sentí que en cualquier momento podía convertirme en un ser extremadamente cruel.

—¿La sorpresa? Dejarme traer aquí —me burlé—. Y durar todo este tiempo como dos estúpidos, entretenidos en mirar trenes que hace tiempo a nadie le importan.

Se sintió aludida. Me satisfizo el efecto de esas palabras. De un saltito se puso de pie. Vagó callada alrededor de la locomotora en que estaba sentado. Después, detrás de mí, se puso a cantar, mejor dicho a susurrar Hit the road, Jack. Su voz era suave, de niña. En principio pensé que lo hacía de burla. Pronto, al seguir sus frases que parecían mecerse suavemente en la brisa, noté que cantaba para sí misma, por entretenerse.

Se detuvo bajo un farol e inclinó la cabeza hasta acercarla a la bolsa que oscilaba con pereza. Tras observarla detenidamente, apoyó una mejilla en la tierra y se puso a soplarla. La bolsa se agitaba contra su voluntad, pero no se desprendía del suelo. Samantha siguió soplando sin perder la paciencia, hasta que logró levantarla. Entonces deslizó la cabeza por debajo y la siguió aventando mientras su espalda se arrastraba en el polvo. La bolsa se infló levemente, se apoyó en una corriente de aire y flotó para enseguida desaparecer detrás de un viejo galpón. La muchacha se puso de pie, emocionada, y aplaudió con delirio pueril. Entonces me fue inevitable musitar esa expresión que en ocasiones susurra todo enamorado: “Esta maldita mujer tiene que estar loca”.

Se pasó el tiempo en bobadas semejantes. Después se esfumó por la rendija de un galpón o entre las máquinas enmohecidas. El malhumor se me acumuló como capa de orín a lo largo de las cejas. Tenía horribles deseos de ir a dormir, aunque el insomnio aguardaba impaciente por mí entre las sábanas. Sin embargo, debía esperar a que Samantha entendiera la gravedad de permanecer en aquel parque abandonado, a merced de cualquier vagabundo.

Traté de administrarme por la fuerza el sueño. Bajaba los párpados, luego los reabría con la frente fruncida y los volvía a cerrar sin lograr confortamiento. En el cuarto obscuro de los ojos cerrados, seguía mirando vagones y locomotoras herrumbrosas, como si estuvieran grabados en mi mente o mis pupilas fueran un vídeo proyectado en la parte exterior de los párpados. Entonces mis oídos se llenaban con el tema Sing, sing, sing, amenazador, acelerado, golpeando con embates de percusión y trompetas infernales y trombones de músicos asesinados violentamente y clarinetes salpicados de sangre y saxofones resoplados con fuego y de improviso un piano cuyas teclas fueron esculpidas de los huesos de algún santo varón tentado y derrotado por única vez en el instante anterior a su muerte. Las endemoniadas ráfagas de aquella composición continuamente me obligaban a entornar los ojos.

No podría precisar cuánto duré aplicado en este ejercicio. Pero de pronto noté que el espectro ambarino de las bombillas se desvanecía y quedaba convertido en una simple aureola. El cielo, sin ninguna estrella, se llenó de luz, y era como si las nubes se incendiaran con una flama de aluminio.

“Si el momento de irse es la aurora”, pensé mientras me levantaba, “llegó la hora de marcharnos y confirmar que he sobrevivido a esta noche sin sentido”. Me interné entre cacharros sucios de orín y hierros herrumbrosos en busca de Samantha. La encontré saliendo sigilosa de un vagón. Se llevó el índice a los labios. Levanté los brazos y le susurré que había llegado la aurora. “Todavía no, tonto”, musitó rozándome la oreja, “esta es el alba”. Me tomó callada por un brazo y me introdujo al vagón. Estaba en penumbras, pero en el fondo, por un agujero del techo, se filtraba un haz de luz. La acompañé hasta allí.

“Mírala”, bisbiseó, a la vez que señalaba la porción de piso iluminado, “es la rosa del alba”.

Observé el suelo con detenimiento. Distinguí que en aquel punto la luz era densa, flotante, casi un humo blanco que se ordenaba en forma de flor de plata transparente. Daba la impresión de que si la soplaba o interponía mi mano en el haz, la rosa se desharía. Quizás por eso quedé sin aire mientras la contemplaba. Sus pétalos traslúcidos ondulaban suavemente, apoyados al cáliz sostenido por un tallo fosforescente que se aferraba con levedad al piso herrumbroso. De sus sépalos fulgurantes se elevaba un vapor que olía a sangre fresca, a madera húmeda, a pétalos disecados por siglos en un libro. Samantha estaba frente a mí, ambos separados por la rosa.

“Sólo crece una cada día, por muy corto tiempo”, le alcancé a oír, “y siempre en un lugar distinto del mundo... Jamás volverá a nacer otra en el mismo sitio”.

Contemplé a Samantha al través de la luz.

“Me puedes besar si quieres”, musitó alargando hacia mí el cuello, sin apartar los ojos de la rosa, “pero no puedes pisarla ni hacerle sombra”.

Me aseguré de que si entraba la cabeza en el haz, la sombra no cayera sobre los pétalos.

“La primera luz del cielo no sale de las estrellas”, susurró mientras rozábamos los labios, “viene de la rosa del alba”.

Apartó el rostro para volver los ojos al piso. La rosa resplandeció un instante más. Luego el cáliz y la corola se tornaron levemente rosados y se desvaneció. Samantha miró hacia arriba por el túnel de la luz.

—La aurora —exclamó con un suspiro—. Vámonos.

Salimos del vagón. Fuera reinaba una luz rosácea. La esfera de oro del sol apareció en el fondo de la ciudad, en ascenso tras las nubes. Samantha conducía en silencio. Cuando llegamos a Grand Concourse, un resplandor plateado saturaba la ciudad. Le besé los labios antes de bajar.

—No vayas a llevarte esa mano a la boca —advirtió con severidad maternal—. Lávatela bien al llegar, con mucho detergente.

Se refería a la mano con que había tocado unos cajuiles en almíbar. Pensé reprocharle por aquella noche interminable en un tipo de sitio innominado y sin existencia real que en inglés se nombra sencillamente nowhere. Pero sólo sonreí. Todo había valido la pena por la rosa.

Tan pronto llegué al apartamento, entré al baño. Mientras me restregaba la mano con detergente, consideré que otra sustancia, y no simples cajuiles almibarados, debía ir en aquel frasco cuyo contenido toqué en el cementerio de trenes. De lo contrario, ¿por qué tanto afán en que debía lavármela? Hubiera deseado llevarme los dedos a la boca para probar, pero la advertencia de Samantha me sugestionaba. Así de simple es el alma humana. Recuerdo que en la escuela nunca me atreví a soplar los sacapuntas, pues se decía que la cuchilla se embotaría; pasada mi niñez, entendí que aquel era un mito pueril, pero jamás me he animado a comprobarlo.

Después me fui a dormir. Desperté pasado el mediodía. Las pastillas, que en vez de sueño me insuflaban sopor, no daban para más. Era lunes, mi habitual día libre. Por mi mente vagaban escombros de alguna pesadilla. En sueños, había visto el cementerio de trenes grabado en cobre polvoriento, sofocado por la brisa entre las notas endiabladas de Sing, sing, sing. Yo me encontraba desnudo sobre el mar con mis pies de fuego, una mano sosteniendo las nubes, detrás un astro perdido en las sombras, y en torno a mis piernas un humo negro que daba forma a la escoria del mundo. Y mi rostro era la vergüenza y el miedo. Parece que Louis Prima, enano negro con dientes de oro, se acercaba para espantarme, porque en varias ocasiones desperté sobresaltado.

Sobreponiéndome a la miseria de tales evocaciones, desempolvé el escritorio de la computadora, barrí el piso, cambié el cubrecama. Después tomé ropa limpia y salí hacia el baño. Cuando abría la puerta, la casera comentó desde la sala:

—No lo va a tener que limpiar. Esta mañana lo dejé nítido.

En verdad el baño lucía limpio y ordenado. Incluso el fondo de la bañera resplandecía y estaba cubierto por una alfombra nueva. No me desagradó el aroma de lavanda. En suma, el baño siempre olerá bien o mal, de forma maniquea, y ya que carece de olor natural será preferible que su olor sea de perfume. La higiene me dio deseos de cantar. Me contuve, pues todo cuanto se hace en el baño es íntimo, tan privado que sería mejor que nadie supiera que estamos allí dentro. Quien canta en la ducha, sin darse cuenta, vocifera: estoy desnudo, me restriego la costra, tengo el pelo encanecido de champú.

Sequé la bañera y luego me vestí. Cuando entraba la llave para abrir la cerradura de mi cuarto, una nube de humo se me filtró por la espalda. La casera chupaba nerviosa un cigarrillo. La saludé cortés. Un día de la semana pasada, en que Bárbaro había salido a jugar dominó con unos amigos, la mujer amarró los perros del mal ánimo y conversamos toda la tarde. En realidad no duramos todo ese tiempo dialogando, sino que ella estuvo atenta a prestarme los instrumentos que necesitaba para instalar las cosas que compré en la tienda. En esa ocasión me narró parte de su vida (que al parecer era de rosas antes de emigrar a esta ciudad), de las pocas amigas que tenía, de las telenovelas, y al menos cada veinte o treinta palabras decía “porque Bárbaro”, manteniendo al hombre presente. Eso sí, muy prudente, en ningún momento cruzó mi puerta.

Hablaba sobre su esposo con una mezcla de veneración y coraje. Sus evasivas me permitieron confirmar que vivía de la beneficencia, y también que Bárbaro no le cumplía como hombre. Según había adivinado, sus ofensas, la humareda incesante y el acarreo de muebles no correspondían a ella en sí, sino a una mujer insatisfecha de la vida. Sentí un poco de lástima por su suerte. Incluso, vista sin inquina, no tenía la madurez que de reojo le atribuí. No era joven, pero talvez aún no sufría las sofocaciones de la menopausia. La ilusión de vejez se debía a la austeridad de maquillaje y a la modestia de ropero, características en mujeres que se han circunscrito a la mirada de un solo hombre que, al fin de cuentas, nunca las mira. Pobre casera. Bárbaro, de quien sólo tenía una idea antipática, empezó a despertarme repulsión.

—Se ve muy bonito el cuarto —comentó desde la puerta—. Ese cubrecama combina con las paredes.

Me halagó su apreciación. Esperaba que se retirara del vano para cerrar la puerta. Pero permanecía estática, con los ojos nerviosos y humeando. Por momentos se mordía la uña del pulgar. Siempre quise saber por qué los fumadores se la muerden. Quizás sea por el nerviosismo, aunque supuestamente para eso está el cigarrillo... a menos que la culpa de fumar provoque un tic que lleve al vicio de la uña. Se recogió el sudor del rostro con el mismo pulgar.

—Es raro que un hombre tenga esos detalles —dijo. Se secó el dedo en el vestido—. Digo, no quiero decir... Usted no parece raro. Se ve que es un hombre. Porque Bárbaro no quiere saber de los hombres raros. Él sabe que usted es un hombre. Ese trabajo se queda para las mujeres... O sea...

“Quizás es que en este cuarto no hay una mujer”, proferí para sacarla de su embrollo, pues estaba claro que eso no era lo que le interesaba comentarme, aunque nunca se sabrá cuál es el asunto que una mujer histérica realmente desea tratarnos.

—¿Usted ha leído todos esos libros? —señaló con el cigarrillo el pequeño estante. No esperó mi respuesta—. Porque Bárbaro antes leía muchísimo. Alquilaba novelas por paquete. Las leía de un tirón. Decía que las de Estefanía eran las mejores. Le gustaban de vaqueros.

No encontraba un gesto para mostrarle mi impaciencia. La verdadera lástima no incluye cargar con las miserias. Volteó la cara hacia la computadora.

—A ese aparato uno le puncha un botón y lo dice todo —afirmó. Para salir de la casera, consideré dar un paseo—. Bárbaro y yo vimos una película así. Bárbaro... Bárbaro... Bárbaro... ¿Usted ha notado algo raro en Bárbaro?

Al fin, sospeché, habló lo que le interesaba:

—¿Raro? ¿Como qué?

—No sé... Puede ser alguna mujer que haya venido a la casa. Usted sabe, a veces uno va al supermercado o sale a una diligencia y no sabe —bajó la voz para hablar en secreto—. Hay una mujer que lo llama. Cuando cojo el teléfono no responde, pero yo sé que es una mujer. Sólo las mujeres tienen la paciencia de llamar siempre a una casa y quedarse calladas.

—Nunca he visto a nadie más en este apartamento —le aseguré.

Se llevó el cigarrillo temblorosa a los labios. Mi afirmación, que sin dudas evaluaría como falta de datos, pareció angustiarla. De haberle dicho “sí, yo vi salir a una tipa medio rara en estos días”, seguramente la emoción, al menos de forma momentánea, le hubiera tranquilizado los nervios.

—Si usted ve algún meneo raro, viene y me lo dice. Incluso en la calle. Si va por la calle y me ve a Bárbaro en algo medio sospechoso. Porque las mujeres de ahora no son fáciles. Usted sabe, cuatro ojos ven más.

Una pulgada de ceniza se desprendió del cigarrillo y cayó encima del dintel. La casera se bajó rápidamente a recogerlo con la mano. Las briznas que no pudo tomar, las barrió con los dedos hacia el exterior del cuarto.

—Yo no fumaba antes —comentó, mientras se disponía a retirarse—. Son los nervios... Esta azarosa ciudad pone loco a cualquiera.

Cerré la puerta. Ordené en un cajón la ropa sucia que había traído del baño. Leí, disfruté, el segundo capítulo de Zama. Pensé intensamente en el episodio de la madrugada. Después telefoneé a la Boricua para excusarme por haber faltado la noche anterior. Salió la grabadora; un alivio, porque ciertas cosas se hablan mejor a la cinta magnetofónica. El contestador es como un confesor o un siquiatra, con la ventaja de que, tras escuchar sin juzgarte, no te sentencia a diez padrenuestros ni a un frasco de pastillas. Bruñí el espejo. Pensé en otro color para las cortinas. En suma, me entretuve hasta el atardecer. Lo curioso de todo, y de esto sólo me daría cuenta más adelante, es que en ningún momento me tomó por asalto el recuerdo de Samantha.

Sobre el amor, el orden sentimental, Samantha diluida en el recuerdo, cita con Maccabeus Morgan, una extraña visita policial

Se ha escrito infinitas páginas sobre el amor a lo largo del tiempo. Pero todas, sin excepción, se pueden ordenar y clasificar en dos simples tomos: las del amor eterno y las del amor temporal. El primero, que sirve para amar lo divino y en virtud de su eternidad nunca cambia, es el que menos simpatiza a los hombres, aunque el temor y el prurito impidan reconocerlo. En cambio el amor temporal, esa pasión por lo pasajero, llámese mujer, llámese fortuna o casa, siempre será el predilecto. Su carácter voluble, considerado su mayor defecto, le permite adecuarse a los dones y miserias de cada persona. Porque satisfacer en el plano amoroso a una divinidad sólo se consigue, en el fondo, de una misma e invariable manera, mientras que hay innumerables recursos de amar lo humano.

En tal sentido, con perdón de filósofos y teólogos, el amor temporal se presta mejor a la humanidad. Por más inconsistencia que pueda poseer, su presencia es un portal abierto a la plenitud. Resulta divertido, se abre al juego de emociones, tiene infinitas formas de ser practicado. Incluso la inestabilidad que le impide mantenerse invariable, le permite entonar con los incesantes movimientos del alma. El que ahora pueda ser pasión encarnada, luego odio, otrora costumbre, más adelante celos, le da vigencia y capacidad de encender el interés desde cualquier ángulo. El amor temporal ha sido la única corrección perdurable y sensata que hicieran los hombres a los valores originales de la Creación. Ante esta enmienda, la divinidad no puede sino echarse a un lado avergonzada, y a esto se debe que su sacerdote suene tan pueril y desubicado al sentenciar que el amor de los hombres no lo puedan desunir los mismos hombres.

Por eso no ha de considerarse seres de otro mundo a aquellos amantes que, tras ser vistos acaramelados en mil atardeceres, un buen día se declaran enemigos a muerte. Amar, luego odiar o celar o hastiarse de la persona amada (todas manifestaciones del amor mismo), no sólo es la cosa más natural, sino la más humana en tanto constituye una conquista de la humanidad. Samantha, por ejemplo, hace apenas un par de días obraba en mi ánimo con una fuerza incontrolable. Se mantenía impregnada en mi mente como una imagen febril. Sin embargo, ese estado morboso había desaparecido. No es que ahora dejara de pensar en ella, sino que tenía control sobre su recuerdo. Cualquier enamorado, gracias al carácter variable del amor, tiene la capacidad de imperar sobre su estremecimiento amoroso. Cuando el sentimiento por el ser amado parece más poderoso que nosotros y se impone tiránicamente por encima de la prudencia o las razones, no hay que desesperar. Basta con saber que el amor cambia y que así como hoy la pasión nos somete, mañana perfectamente podremos someterla.

Desde nuestro encuentro en aquel maldito parque de trenes oxidados, no tenía noticias de ella. Pero no me mortificaba. Antes, cada hora sin verla o hablarle, el reloj se detenía con agobio, se movía con lentitud y no acababa sino dentro de un siglo. Si mirando el reloj eran por ejemplo las tres y no había telefoneado, me decía a mí mismo confiado: llamará antes de las cuatro, y a partir de ese instante las manecillas perdían aceite, se oxidaban, se movían con una pesadez insoportable. Sin embargo, desde hace tres días sólo me decía: son las doce del mediodía, qué raro que Samantha no ha llamado, y horas después: son las cinco de la tarde, parece que no llamará hasta mañana. Y mientras, me dedicaba a otros asuntos. Mis sentimientos estaban bajo control, al punto de saber que si Samantha de pronto decidía desaparecer para siempre, la vida retomaría su curso.

El verano seguía su sofocado ritmo. Desde la acera de Garvish Video-Store observaba el éxodo de veraneantes que peregrinaban en busca de sombra, balnearios, cerveza helada. En las esquinas, la gente abría de forma clandestina los hidrantes y se reunía en torno al chorro de agua. Niños, hombres, ancianos, mujeres. Algunos montaban una parrillada, otros charlaban arrellanados en sillas de playa. Los autos disminuían la velocidad bajo la lluvia del hidrante para refrescar la carrocería. Los niños eran quienes más disfrutaban del baño público. Se revolcaban jubilosos en las cunetas inundadas, se sentaban sobre el chorro y se dispersaban cazándose con ametralladoras de agua. Algunos clientes entraban a la tienda, daban un vistazo a las carátulas y se detenían en el dintel. “Demasiado sopor para ver películas”, resoplaban, y cerraban la puerta. Al observarlos, rumiaba “¿Por qué los clientes se van?”, y me respondía “¡porque uno les abriga bien, les ata frente al televisor y les obliga a ver una película mientras les va echando jarras de agua hirviendo!”.

Timbró el teléfono.

—Habla Maccabeus Morgan.

La voz se escuchaba sucia y deliberadamente misteriosa, como si pasara por un efecto de sonido o la línea recibiera una carga electrostática. De todos modos me inquietó, menos por el tono que por quien hablaba. Hay personas de las que uno preferiría nunca recibir una llamada. Maccabeus Morgan era una de ellas.

—¿Quién le dio este número?

—Yo cojo lo que quiero —exclamó a secas—. Nadie me da nada.

—¿En qué se le puede servir?

—Así se habla, Mosca —roncó complacido—. Vamos a juntarnos esta tarde.

Los labios me temblaron.

—Yo hoy no puedo salir.

Oí su respiración lijando el auricular. No sé si fue mi imaginación o si en el fondo prendieron un radio; pero sentí vibrar en mis oídos Sing, sing, sing. Un malestar estomacal me recorrió como un impulso eléctrico.

—No vamos a ningún sitio, Mosca. Nos reuniremos en el bar que está a una esquina de la videotienda.

Me incomodaba la situación.

—No tengo deseos de conversar —determiné.

—¿Quién habló de conversar? Nos tomaremos una cerveza.

—Voy a tratar...

Maccabeus Morgan cortó la llamada. Quedé abstraído, con el teléfono en la mano. Colgué. Entonces me espanté porque en ese preciso momento volvió a timbrar. Sin dar tiempo al saludo de cortesía, una voz afeminada, empalagosa, fingida por un hombre, informó:

—El señor Maccabeus Morgan le ha dado una cita en el bar —se escuchó en el fondo a Maccabeus Morgan: “dígale que ya estoy aquí”, pero mi interlocutor no transmitió ese mensaje. Por el contrario, afinó el timbre y habló como a título confidencial—. Sólo van a tomar una cerveza. Si elige venir no ganará nada, pero si decide faltar probablemente perderá algo.

Colgaron. Desconecté la línea. No tenía sentido ignorarlo: me sobrecogía el miedo. La puerta se abrió y la campanilla dio un golpe seco contra el dintel. Un policía entró a la tienda. Me miró con la sonrisa de quien pretende hacerse el tonto. Era el sapo asqueroso que se me había acercado en el Mercedes. Me saludó con una cortesía displicente. Ahora mi temor era real, pues debajo del mostrador tenía una pila de películas pirateadas que, por haberme entretenido observando a los veraneantes, no había tenido tiempo de esconder en el sótano. Si revisaba y daba con ellas, las incautaría y me arrestaría al menos hasta la mañana siguiente. Paseó la mirada por un estante de carátulas. Luego acodó un brazo en el mostrador. “Do you sell busted movies?”, preguntó sin medias tintas. Las piernas, literalmente, me temblaron. La garganta se me quedó vacía. Cuando logré alistar mi respuesta, sonó el teléfono. Lo levanté, aunque sería más preciso decir que me refugié en el auricular. Todavía sin apoyarlo en la oreja, le lancé al oficial una mirada de disculpa. “Take it, Take it”, instó despreocupado, mientras se dirigía a la salida de la tienda. En el teléfono crujía una carga electrostática, pero no se escuchaba ninguna voz.

Sobre otro hecho en el cementerio de trenes, biografía y novela, los grandes amantes, aparece Maccabeus Morgan, el Chief, el nombre “Mosca”

Para conocimiento de causa, me parece que en definitiva será útil incluir lo que sucedió en el cementerio de trenes. No me refiero a la bolsa inflada, ni a la rosa del alba, ni a la tediosa espera de la aurora en aquel lugar, sino a lo ocurrido previamente. Es algo que tiene que ver con Maccabeus Morgan. Si no lo puse antes, no fue por efecto narrativo, sino porque albergaba la posibilidad de poder prescindir de ese suceso oprobioso. Pensé dejarlo en el tintero, o en el teclado, pues no todo lo que se considera útil para una novela termina por ser plasmado en sus páginas. Además, de la misma forma que existen cartas que nunca nos atreveremos a escribir, pues tratarían asuntos de nuestro desagrado, asimismo hay episodios que un autor rehuirá incluir en su novela. Siempre existirá algún incidente que no se compartirá ni siquiera con la almohada.

Me refiero a novelas basadas en experiencias reales, como es el caso. Esta clase de novelas, sin ser propiamente autobiográficas, resultan más complicadas que cualquier biografía. El lector de biografías posee una predisposición amarillista. Nunca las lee de sujetos que les son desconocidos; siempre las elige de sus héroes y sus villanos. Cuando halla un dato acorde con el tipo de personaje, dirá satisfecho que así mismo debió de ser; si el dato, según su parecer, envilece al bueno o ennoblece al malo, dirá que es una exageración. Por el contrario, el lector de novelas carece de prejuicios, amén de preferencias temáticas o autorías. Abre el libro y espera ser estremecido con lo que desconoce (la novela, a diferencia de la biografía, es el terreno de lo desconocido). Si sospecha que la novela es biográfica, ante cierto dato reaccionará con asombro. Es sabido que en las historias reales se usan invenciones de relleno. Pero se trate o no de un dato accesorio, el espectador siempre preguntará al novelista: “¿Realmente os sucedió esto?”, y no lo hará con la sorna del lector de biografías, sino con el recelo del investigador o de la esposa. En suma, contaré el episodio obviado. Su conocimiento puede indicar al lector que mi aversión a Maccabeus Morgan no es fortuita ni fruto de temores infundados.

Cuando llegamos al cementerio de trenes, Samantha y yo permanecimos algunas horas sentados bajo los restos de un horcón. Es imperceptible la manera en que el tiempo, que ha parecido detenerse, vuela cuando tenemos la cabeza apoyada en los muslos de una muchacha y los ojos curioseando el firmamento. Jugábamos a contar las estrellas. Para ello imaginábamos que tras una nube recóndita rutilaba una chispa invisible, y otra dos metros más allá del horizonte, y una que pasó fugaz por donde no teníamos puesta la mirada. Durante este ejercicio lúdico, nos picábamos con besos. Yo de pronto imitaba una piedra y ella una luna inexistente. Para tomar, fingíamos un bar en un vagón salpicado de mala hierba, del que le servía un vaso de Night Train o bebíamos una lata de cerveza. A veces la mandaba por hielo.

No es que los enamorados seamos estúpidos, sino que aprovechamos cualquier bagatela para alargar los encuentros. Puede asegurarse que de una conversación romántica jamás ha brotado una idea o proyecto memorable, como que un diálogo sesudo tampoco ha generado un romance digno de archivarse en la memoria. Los grandes amores fraguados en célebres procesos, son invención de historiadores y poetas. Napoleón y Josefina, Cleopatra y Antonio, Claudio y Mesalina fueron amantes insípidos, farsantes unidos por intereses estratégicos o por molicie. Imaginemos una mujer a la que el esposo declara entre edredones, conmovido: “Voy a partir, amor, el Deber me alejará meses de ti” (nótese cómo dijo ‘amor’ en minúscula, mientras que ‘Deber’ está en mayúscula), y se levanta apremiado del lecho sin ni siquiera acariciar debidamente a esa doncella en flor a la que, durante los últimos tres años de rimbombantes campañas, acaso le habrá hecho el amor una docena de veces, siempre presuroso porque el Deber aguarda, para sembrarle un par de hijos fruto de la eyaculación precoz, los cuales existen menos por pasión amorosa que por conveniencia de heredad. Sólo los historiadores, sujetos que encuentran deleite escarbando ajados folios, y los poetas, seres capaces de desatender a una mujer de carne y hueso que tiembla bajo las sábanas, para huir en brazos de una heroína imaginaria cuyos besos, en todo caso, sabrían a papel y tinta, sólo estos dos enemigos de la vitalidad, pueden atribuir al prócer grandes virtudes amatorias.

Imaginemos que, al margen del historiador y del poeta, Antonio enloquecía con los malos olores de la mujer, y que Cleopatra tuviera sobaquina y tufo agrio proveniente de sus baños con leche de cabra; supongamos que Antonio tuviera un miembro de generosa dimensión y que poseyera cierto relajamiento de cintura. Entonces podríamos obtener a dos amantes como dice la historia. Pero como sabemos que estos datos se pierden en la alcoba, y las damas de compañía y los guardias de palacio, so pena de ser decapitados, jamás testimoniarían sobre tales intimidades ante los escribanos reales, y como también es de público conocimiento que si el historiador o el poeta encontraran por eventualidad un documento secreto con alusiones semejantes, lo obviarían por irreverente y vulgar, entonces no puede afirmarse que estos personajes fueran grandiosos amantes. Los grandes amantes se dan fuera de los libros de historia, aquél y tú, Samantha y yo, desnudos bajo un árbol, refugiados en un motel, a puertas cerradas en la alcoba.

No demos más vueltas al asunto. Esto fue lo que sucedió aquella noche. Aunque era de madrugada, acaricié la idea de telefonear a la Boricua para decirle que iría a su casa con Samantha. Incluso no me había dedicado a caricias comprometedoras, pues guardaba todo el ímpetu para la aventura planeada. Cuando iba a pedirle el celular a Samantha, un convertible entró a gran velocidad al viejo parque de trenes. El vehículo dio patinazos en el suelo a la vez que se zarandeaba en círculo. Terminó por detenerse bajo un farol. Una densa nube de polvo impedía distinguir a sus ocupantes. Sin embargo, la música que escapaba a todo volumen desde el interior de aquella masa confusa, me permitió suponer de quienes se trataba. Pude comprobarlo cuando salieron de la nube, en medio de Sing, sing, sing.

Maccabeus Morgan venía en una silla de ruedas acompañado de sus dos secuaces. Traía frac, sombrero y gafas, todo color dorado. Los otros caminaban vigilantes, uno a cada lado. Cuando estuvieron frente a nosotros, Maccabeus habló mirando a Samantha.

—Un río puede reducirse entre árboles resecos, o ser desviado por la mano del hombre; pero siempre retornará a su cauce —advirtió complacido.

Irguió el cuello. Observé a Samantha en busca de una explicación por la presencia de aquellos tipos en nuestra velada. Refugiarse en el nowhere para de repente encontrarse con semejante crápula no me lucía una experiencia casual.

—Maccabeus —le respondió la mujer con aire displicente, mientras besaba sus pálidas mejillas.

Sentí repulsión por aquella escena. Tan impostada, tan teatral, tan falsa. El hombre pareció darse cuenta de mi presencia y me extendió en el aire una mano, la cual, por la languidez, no parecía ser la más diestra.

—Señor Maccabeus —saludé, con la sensación de que tenía en mi mano un guante vacío.

Uno de sus secuaces, el ojos tristes, dio un paso hacia mí, a la vez que el otro se apartó un poco de la silla y sepultó una mano bajo su camisa.

—Es el Chief —aclaró el ojos tristes con acritud—. Para ti es el Chief, gilipollas.

Dirigí los ojos hacia Maccabeus, y sentí que éste, desde el velo de las gafas doradas, me recriminaba con dureza. Enseguida encogí los hombros y volteé el rostro hacia Samantha. Ella estaba cabizbaja, como revisando un mapa dibujado en el polvo.

—Que me llame de la forma adecuada —reclamó Maccabeus ofendido.

El tipo acercó su odiosa cara a la mía.

—¡Llámale Chief! —exigió.

El otro apartó desafiante un lado de la camisa y pude ver que traía a la cintura una pistola niquelada. En mi mente no estaba claro lo que debía hacer. Tenía deseos de mandarlos al demonio o tarasquear al maldito escuálido en su silla de ruedas, pero no podía asegurar hasta qué punto aquellos tipos llevarían la amenaza. Para colmo, Samantha seguía escrutando el polvo, desentendida que lo que me sucedía.

—¡Llámale Chief! —volvió a gritar el ojos tristes, exasperado.

De repente sucedió algo que nunca esperé en la vida. El tipo me estrujó en la sien el cañón de un revólver. No puedo decir que la boca de aquella arma era fría ni tibia, sino que simplemente estaba allí. No estoy seguro si Samantha levantó en ese momento la cabeza; en todo caso no hizo nada.

—Chief —mascullé, tratando de mantener la mayor dignidad.

—¡Dilo duro que se oiga, pariguayo! —ordenó el lagarto de la niquelada.

El cañón del revólver me presionó la sien.

—¡Chief!, ¡Chief! ¡Chief! —exclamé fastidiado.

El cañón se apartó de mi cabeza y los hombres se calmaron. Sentí un alivio que, para hacer la emoción más desagradable, me dio vergüenza. El ojos tristes bajó la cabeza para escuchar un susurro del Chief.

—Venga, decidle ahora vuestro nombre —ordenó, guardando el revólver.

Lo pronuncié mirando hacia la silla, primero sólo el primer nombre, luego completo. Me avergüenza escribir que los labios me temblaban. El tipo de la niquelada se señaló una oreja, para que lo repitiera en voz alta. Lo hice. “¡Ñiñiñiñiñí!”, imitó el sujeto entre dientes para ridiculizarme. Maccabeus, impaciente, manoteó los brazos de la silla.

—¡Tu nombre, idiota! ¡No el que te pusieron! —gritó exasperado— ¡Tu nombre!

Repetí mi nombre, pero el inválido se tornó más irascible. Sus alaridos restallaban mezclados con las notas musicales de Sing, sing, sing. ¿Qué quería escuchar? ¿Carlos Gardel? ¿Judy Garland? ¿Alonso Quijano? ¿Rudolph Giuliani? ¿Ray Charles? ¿Che Guevara? ¿Louis Prima? ¿William Blake? Hastiado, grité cuantos nombres reales o imaginarios pasaron por mi mente. El Chief gruñía insatisfecho, mientras sus secuaces permanecían impávidos en espera de una orden.

—Está bien, Maccabeus —dijo al fin Samantha. Lo tocó en el hombro—. Ya basta. Déjala en paz.

Hubo un silencio. El lagarto de la niquelada, quien me venía observando con irreverente curiosidad desde hacía rato, reveló en tono sarcástico: “Mosca. El pariguayo es una mosca”. Maccabeus Morgan se desternilló con carcajadas de mono. Los tres rieron a coro, a la vez que me señalaban y proferían divertidos la palabra “mosca”.

Ese estúpido chiste terminó por apaciguar sus ánimos. Dejaron de interrogarme. Pude haber agradecido a Samantha por intervenir en mi favor; pero, al contrario, me asqueaba su actitud. La forma en que le habló al inválido fue delicada, podría decirse que hasta tierna. Además, el hecho de que no le llamara Chief, provocaba suspicacia. De poder contar aunque fuera con un poco de sensatez, me hubiera marchado de inmediato. Incluso habría emplazado a Samantha para que se fuera conmigo. Así no me hubiera expuesto a lo que sucedió a continuación.

Preguntas sin respuesta, el absurdo del amor, un horrible contrabando, cinco franceses, la operación concluye, el crimen más horrible, cajuiles en almíbar, “No te lleves la mano a la boca”, a esperar la aurora

Maccabeus Morgan hizo un aparte con Samantha. Parecían discutir algo acerca del camión, pues la muchacha por momentos lo señalaba. Los otros dos se quedaron haciendo guardia frente a mí. El de los ojos tristes, sin dudas por esa singularidad, se llamaba Tritón. El de la niquelada, con su cuello largo y ojos frisados, recibía el justo nombre de Saltacocote. Por momentos, uno de ellos susurraba al mirarme: “Mosca”, y ambos reían entre dientes.

El Chief se acercó. Luego los tres se internaron entre las locomotoras y vagones abandonados. Parece que rastreaban el lugar. Samantha caminó hacia mí, ligeramente, con las manos anudadas a la espalda y canturreando en voz baja.

—No tengo que decirte que espero una explicación —le informé a secas.

—What about? —preguntó, desentendida.

Raras veces me hablaba en inglés. Al oírla, odiaba su capacidad de lenguas, porque la empleaba para distanciarse de mí, huir a otro plano. A principios de la alta Edad Media, cuando los pueblos europeos robustecían sus idiomas vernáculos, algunas personas hablaban al vulgo en latín culto para exhibir sus conocimientos superiores. En casos como el de ahora, siempre le comentaba a Samantha ese momento histórico, y ella reaccionaba guardando un largo, insoportable, silencio durante el cual practicaba la más enigmática y antigua de todas las lenguas: la auténtica lengua muerta. Sin embargo, en esta ocasión no estaba dispuesto a dejarla desvanecer en el mutismo.

—Esos tipos... ¿Quiénes son esos tipos? Se nos aparecen en todas partes. No entiendo qué haces involucrándote con esa lacra... Se aprovechan de ti. Te manipulan. ¿Qué sucede? ¿Te están chantajeando? ¡Eso debe ser! Yo puedo ayudarte. Dime, ¿con qué te están chantajeando?

Mientras decía esas palabras, por mi mente pasó (así de caprichosa es la mente), por mi mente pasó Blue Velvet, el filme de David Lynch en que Dorothy es extorsionada por el perverso de Frank. Aunque si bien Samantha superaba en belleza y encanto a aquella cantante naif, Maccabeus, un personaje mediocre arrastrado en una silla, no alcanzaría la dimensión demoníaca de Frank. Samantha estalló en carcajadas al escuchar mi declaración heroica. Me abochorné de mi ridícula propuesta. En realidad, en ese momento me molesté. El bochorno vendría luego, cuando analizara en frío el contenido de mi declaración.

Me fui a sentar en el camión. Sentí una pena profunda al ver a Polly colgado del retrovisor. El insomnio me ardía en los ojos, me los llenaba como de arena. Prendí el radio. Rebusqué en el dial. Boleros. Hip hop. Una síquica leyendo el tarot a un radioyente. Un comercial republicano, otro de una marca de enemas, uno demócrata. Salsa. Bachata. Merengue house. Howard Stein explicando cómo logró ponerse su primer preservativo. Un pastor implorando donaciones. Una música oriental, muy suave, que no sabe uno si es sensual o litúrgica. Apagué el radio, pues el ruido que escapaba por las bocinas del auto convertible impedía escuchar con tranquilidad otra cosa. Samantha se acercó a mi ventanilla. Metió la cabeza para ver la hora en el tablero. No estoy en capacidad de especificar cómo fue pasando el tiempo, pero lo cierto es que eran casi las cuatro de la mañana. Cuando retiraba el cuello, la detuvo junto a mi rostro. Me lamió los labios, las mejillas, las orejas, el cuello, no con sensualidad, sino con ternura animal.

—No hacemos nada aquí —comenté.

Volví a pedirle que nos marcháramos de aquel lugar, ahora con dulzura. Me miró de lejos. Acabó de sacar la cabeza.

—Si quieres, puedo enviarte con alguno —dijo sobriamente.

Su ofrecimiento era humillante. Insistí en quedarme. Mi preocupación, mentí, únicamente era por ella. Claro, no sería capaz de marcharme y dejarla en el nowhere, y menos para irme en compañía del Saltacocote o el Tritón. Así que continuamos en ese maldito sitio, encerrados en un círculo, como en la serie de aquella familia que se ha pasado toda la vida perdida en el espacio. Pensé en los desatinos de la pasión. Así como el hombre enmendó el amor al inicio de la Creación, le corresponderá en algún instante modificar su propia enmienda para corregir el absurdo en los amantes. Porque ese sacrificarse en el vacío, a menudo de forma patética y estúpida, es un viejo remanente del amor eterno: constituye una emulación de los mártires que se dejaron arrojar a las fauces de los leones o de los que se forran el cuerpo con kilogramos de explosivos. Emprender las relaciones humanas con los recursos del amor divino es el resultado de un olvido, talvez de un interesado desliz. Como los hombres no fueron originalmente creados para amarse entre sí, sino sólo para adorar a la divinidad, en un principio no hacía falta otra clase de amor. Pero al surgir el pecado y luego los hombres amarse entre ellos, la Creación, quizás por revancha o para dilatar el castigo, olvidó actualizar el amor, obligando al nuevo a regirse por los recursos viejos, y de este desliz provino el tosco espectáculo de los pésimos amantes.

De manera que lo que llamamos amor es un híbrido demoníaco donde la estupidez corroe los remanentes más elementales de la inteligencia. Lo que dictaba la cordura en este momento era irme y dejar a la adulta Samantha cumplir su propia suerte. Pero la fuerza del amor no es paja de coco en el viento, y allí estaba yo en medio del absurdo, muy amante, muy hombre, con un miedo tan grande que me aterraba reconocerlo.

Desde la luz de un farol, Samantha voceó la hora hacia los cuatro puntos cardinales. Maccabeus Morgan, el Saltacocote y el Tritón, saliendo de diferentes lugares, vinieron a reunirse junto al camión. El Chief recordó algunas instrucciones, que se circunscribían a rutas de escape “si algo salía mal”.

—¿Está la mercancía? —preguntó a Samantha.

La muchacha se dirigió a la parte trasera del camión en compañía del Saltacocote. Regresaron con dos frascos llenos de un líquido en que flotaba una sustancia informe. No podía creer lo que estaba suponiendo. Se trataría de un cargamento de fetos.

—No puedo creer esta vaina, Samantha —exclamé sobrecogido.

El Saltacocote me miró azorado. “Mosca”, dijo incrédulo, mofándose de mi perplejidad. Pasó su mano a ras de mi rostro. Reaccioné con un manotazo que hizo caer el frasco del Saltacocote hecho pedazos en el suelo. “¡Te jodite, aqueroso!”, gritó, y enseguida tuve dos cañones presionándome las sienes. No sé si sea decoroso decir esto, pero creo que casi me falló la continencia urinaria. Sin embargo, no disparaban. Empujaban el cañón como si fueran punzones embotados, sin tirar del gatillo, en espera de una orden del Chief.

—¿De dónde sacaste esta mariquita? —se quejó Maccabeus observando a Samantha.

No estoy seguro qué me hubieran hecho de no haber sido por el rumor de unos motores que se aproximaban. Samantha se deslizó en la cabina del camión. “Pon la llave y no enciendas el motor. Mantente oculta. Y no vayas a encender las luces”, apuró el Chief.

—Vamos —me ordenó sorpresivamente.

El Saltacocote y el Tritón guardaron las armas. Avanzamos hacia el auto convertible. Me volteé hacia donde estaba Samantha, pero la cabina lucía desocupada. Nos detuvimos bajo una bombilla. Eché una mirada al piso del auto y vi un montón de armamentos de diversos calibres. El ronquido de los motores se oyó más cercano. Una furgoneta seguida de un Mercedes llegaron junto a nosotros. Se detuvieron frente al descapotable con los faroles encendidos. Todos fueron a reunirse al centro de aquellas luces. El Saltacocote me agarró fuerte por la muñeca. “Preso, pajarito”, amenazó veladamente, “si te me trata de epantai, te decojono de un balazo”.

Los recién llegados eran cinco. Dos vestían batas de médico. Los otros tres llevaban ropa formal, lucían decentes, y parece que sólo hablaban francés. Los pañuelos en sus dedos indicaban que padecían los estragos del verano. Maccabeus Morgan, que en ningún momento les tendió la mano, comandaba la negociación. Se dirigía a los visitantes con arrogancia, grosero de tono y pronunciando el francés con la rudeza del alemán. Ante una orden, el Tritón registró a dos de los franceses y, al confirmar que no traían armas, los condujo con recelo hacia la parte trasera del camión. Uno de ellos luego vociferó unas suaves palabras al que conversaba con el Chief. Enseguida se procedió a mover decenas de frascos hacia la furgoneta. Terminada la descarga, uno de los visitantes sacó un maletín. El Saltacocote, después de una señal, me acarreó hasta el francés. “Coge ese maletín”, amenazó entre dientes. Así lo hice. “Entrégaselo ai Chief”. Y lo deposité sobre sus muslos muertos. De inmediato, llevándome del antebrazo, se apartó unos pasos. El Tritón se acodó suspicaz a una puerta del convertible.

Cuando Maccabeus abrió la valija, alcancé a ver que en su interior había algunos dólares, talvez no más de un par de cientos, y un montón de hojas frescas de lechuga. El Chief afirmó con un movimiento de cabeza. Entonces los franceses ocuparon sus vehículos y se marcharon sigilosamente. El Tritón levantó en brazos al inválido y lo acomodó en el asiento trasero. El Saltacocote guardó la silla en la cajuela. “Te compoitate como todo un hombrecito, Mosca”, comentó, sardónico, y me soltó la muñeca. Noté que lo había hecho tras consultar con la mirada al Chief.

Samantha salió del camión. El auto emprendió la marcha lentamente. Al pasar junto a ella, se detuvo. Maccabeus Morgan le pidió que se acercara y le secreteó al oído. Enseguida, tras señalar con el índice hacia un montón de vagones, volvió a acomodarse en el asiento. Ya me encontraba cerca de la muchacha. El Saltacocote vociferó: “¡Hey, Mosca!”. Cuando les dirigí la mirada, los tres me sacaron la lengua, que entre las escasas sombras figuré más larga de la cuenta, y la agitaron como hacen los lagartos para devorar un insecto. El auto aceleró, dio patinazos hasta levantar una nube de polvo y desapareció ruidosamente en medio de la noche.

Samantha se ciñó a mi cuerpo. No fue un abrazo tembloroso, sino un simple enlazamiento romántico. Permanecí con las manos en los bolsillos. Tenía muchas cosas que preguntar y esperaba buenas respuestas. Discutimos. No había forma de hacerle entender el riesgo de aquella operación. Le recriminé por exponerme a esa situación sin haberme advertido. “¡Estaban armados! ¡Pudieron abrir fuego!”, exclamé dolido.

—Nada hubiera pasado —comentó confiada, intentando tranquilizarme—. ¿Qué conseguirían abriéndote fuego?

Me aparté molesto por su ingenuidad.

—Un crimen le queda corto —reclamé, cuando me refería al contenido de los frascos—. ¡Puta madre! ¿Tienes idea de lo que significa contrabandear fetos? ¡Es el más horrible de los crímenes!

Samantha se mostró sorprendida:

—¿Dónde anduviste todas estas horas? ¡Pensé que estabas aquí!

—Anduve en la luna, corazón —informé reticente.

Odio decirlo: se veía endiabladamente hermosa. Se veía endiabladamente hermosa cuando se molestaba. La suavidad de su belleza no se echaba a perder ni siquiera al reunir en su rostro las líneas horrendas de la rabia.

“Me estás dando libertad de considerarte una mujer demasiado extraña. No sé: una criminal despiadada que vino a ocultarse a esta ciudad, un ser de otro mundo, un monstruo veleidoso. ¿Quiénes son tus amigas? ¿Eres casada? ¿Quiénes son tus familiares? ¿Dónde naciste? ¿De qué vives? ¿Acaso existe en tu vida algo más allá del simple presente de nuestras citas?”

No me miraba, tampoco hacía intentos por responder.

—Y dime, ¿quién es para ti Maccabeus Morgan? ¿Por qué tolera que no le llames Chief? ¿Acaso es tu marido?

Me acarició el rostro. La mano le temblaba. Sus ojos estaban flotando en algún lugar perdido, quizás terrible. Dijo, no sé si con determinación o impotencia:

—Créeme, bichito. Si te respondiera realmente una sola de esas preguntas, quedarías destruido.

Lo terrible fue que estas palabras me lucieron sinceras. Me reconocí, al menos por esa noche, condenado a la incertidumbre. Intuí que si quería respuestas, debía penetrar profundamente en la vida de Samantha. No para escucharlas de sus labios, sino para vivirlas.

Me sentía frustrado por haber hecho las preguntas. Era como violarme a mí mismo. Mi naturaleza se resentía en tales circunstancias. Mi animadversión hacia la duda siempre me aconsejó ser paciente, en el entendido de que el tiempo trae las respuestas indispensables sin necesidad de interrogar y se encarga de desvanecer las que no merecen preguntas. Recuerdo cuando temprano en mi niñez descubrí el dogma. Fue un instante luminoso. De inmediato simpaticé con él. En las clases de catecismo se nos enseñaba alguna cosa y no había que preguntar, sólo asumirla, porque esta era así y no podía ser de otra manera. Para mí el dogma fue la consumación de la sabiduría, digamos el grado cien del conocimiento, el saber puro exento de preguntas, la respuesta absoluta. Hasta bien entrada la adolescencia me deleitaba en la lectura de obras de carácter dogmático. La Biblia, libros de oraciones, vidas de santos, todo lo que oliera a dogma ocupaba mi tiempo libre. Fue la época en que mi madre, con una sonrisa cándida, contaba a sus amistadas que yo sería un buen sacerdote. Y, para ser sincero, su expectativa no se alejaba mucho de mi deseo. Llegué a imaginar que tomaba los hábitos y que me desplazaba por la vida enristrando el dogma, sin tener dudas, sin recibir preguntas, celestialmente feliz. Pero el mismo ocio que me llevó a estas lecturas, terminó por jugarme una trampa. Agotadas las obras pías, puso a mi alcance otras que minaron mi paz. Estoy hablando de los escritos de autores como Orígenes, Maimónides, Kautsky, Villaespesa, Papini. Mi espíritu reaccionó con rareza, después el raciocinio se atascó en el desconcierto y, cortejado por mil demonios, mi alma terminó abollada. Descubrí con frustración que el dogma no es la respuesta por excelencia, sino una ilusión que intenta reducir por la fuerza la explosión de las preguntas. Creo que fue esa época cuando despertó mi interés por la poesía.

—¿Por qué me trajiste aquí? —le pregunté a Samantha, derrotado.

Apartó su mano de mis mejillas.

—¿No querías vivir un día de mi vida? —comentó, perdida en el fondo de la niebla.

Di unos pasos y observé el frasco roto en el suelo. Una pena insondable me sobrecogía, como si alguien hubiera acabado de decir que aquellos residuos fueran lo que quedaba de mi hijo. Daba ganas de llorar. Me sorprendió una embestida luminosa. Samantha había encendido los faroles del camión y ahora se acercaba.

—Son cajuiles en almíbar —reveló.

Reaccioné descreído.

—¿No eres dominicano? En esos frascos sólo había dulce de cajuil.

Escruté la masa informe, aspiré su olor azucarado. No eran fetos. Más que alivio, sentí pesar, confusión, vergüenza.

—No entiendo.

—Te ocupas demasiado en preguntar.

Bajé la mano para tomar un cajuil. Apenas rocé su masa rugosa y ambarina con los dedos, la muchacha reaccionó alarmada. Me empujó por el brazo hacia atrás.

—¡No lo toques!

—¿Por qué? —interrogué fulminado.

—No te lo puedes llevar a la boca.

Por lo visto, no había manera de dejar de sorprenderse con esta mujer.

—¿Qué pasaría si lo pruebo?

—Se te apagarían todos los fuegos —aseguró.

Su rostro dibujaba una credulidad infantil. Me sostuvo la muñeca y, mientras sentía sus besos, embarraba mi mano en el polvo para que se secara. “Cuando llegues al departamento, lávatela. No te lleves la mano a la boca, no te la...”, susurraba durante las breves pausas en que apartaba los labios.

—¿Nos vamos? —le propuse, aliviado con la idea de estar fuera de allí.

Entonces, hijo de la sorpresa, fue cuando le escuché decir convencida:

—Ahora no. Vamos a esperar la aurora.

Encuentro con el Chief, superioridad de los débiles, The Spy, breve diálogo de un poema, Goya, exposición de Blake, borrarse de Samantha, Samantha sufre al teléfono, no existe el sitio donde ir

Dudaba sobre si debía ir al bar para la cita con Maccabeus Morgan. En realidad mi indecisión era si asistía o faltaba, si iba o me exponía a no ir. Como ya había cumplido el horario de trabajo, quedé pensativo frente a la tienda. Mejor dicho, con la mente en blanco. La calle y las esquinas estaban repletas de personas paseándose sin otra preocupación que escapárseles al verano. Hubiera dado mucho por ser uno de ellos, sumado a su migración de aves sin alas.

A la sombra del edificio vecino, un grupo vegetaba a fuego lento entre la humareda de las parrilladas. Desde una bocina descomunal escapaba una salsa resoplada por una trompeta: Si te quieres divertir, tará, tará, tará ta, con encanto y con primor, tará, tará, tará ta, sólo tienes que vivir un verano... Aunque la descarga musical incitaba al goce, los veraneantes permanecían amodorrados en sus asientos, apartando el rostro para alcanzar una bocanada de aire o escapar del humo chamuscado. Parecía que la salsa, en lugar de componerles el ánimo, se burlaba de ellos y los apabullaba. A pocos pasos de la bocina, parado junto al teléfono de la esquina, divisé a Yo.

Caminé por mí mismo contra la voluntad, entregado a mi desagradable suerte. Llegué junto al muchacho. La puerta del bar quedaba unos pasos más adelante.

—Voy a entrar de un pronto al bar, Yo —le comuniqué—. Si ves algún movimiento extraño, ya tú sabes. Llamas a los muchachos.

It’s Ok, primo”, respondió. Sentí un profundo rubor por aquello de “llamas a los muchachos”. No eran mis muchachos, ni yo uno de ellos. La pandilla del bloque, aunque buenos chicos, no estaba conformada precisamente para la causa de extraños como yo. La única banda que podía funcionar en este caso era la policía, pero no estaba seguro de si estarían de mi parte.

Entré al bar. Era un garaje estrecho, apenas sombreado por bombillas rojas, saturado por una veleidosa nube de humo de tabaco. La mayor parte del local lo ocupaba una mesa de billar, alrededor de la cual un puñado de clientes se paseaba con mirada de francotiradores. Estos, a su vez, eran observados por curiosos que se refrescaban la frente con su lata de cerveza. Luego de un vistazo fugaz, no vi a mi anfitrión sentado a la barra ni por ninguno de los rincones. Suspiré aliviado. Cuando tomé la decisión de retirarme, distinguí a un sujeto de ojos tristes, con sombrerito aplastado en la corona de la cabeza, quien arreglaba una pequeña mesa bajo una bombilla. Enseguida el Saltacocote cruzó una cortina de cuentas de vidrio, empujando la silla del Chief. El Tritón me ordenó que tomara asiento. Mientras me acomodaba, se escuchó una voz apurada detrás de la cortina:

—Oh, my goodness! Se olvidaba colocar esto...

Se trataba de una voz afeminada, fingida por un hombre. Un brazo ornado de baratijas sobresalió entre las cuentas de la cortina mostrando una rosa. El Tritón la recogió solícito y la mano volvió a hundirse dentro del vano. Roja, plástica, sucia de polvo, la paró del tallo en un vaso desechable y la ubicó en el centro de la mesa. El Chief hizo una indicación a sus dos compinches para que aguardaran en la barra.

—Mosca... —susurró uno de ellos al retirarse, aunque pudo haber sido el inválido.

El Saltacocote agarró una botella de ron Brugal, le dio un codazo en el fondo, la destapó, derramó un trago en el piso y procedió a compartirla con su compañero, sin vasos, embicándose. Maccabeus tomaba con sorbete una botella de cerveza negra. Tras cada sorbo se chasqueaba con la lengua el paladar. No hablaba. Sólo me lanzaba miradas demoníacas y levantaba la cabeza para olfatear el aire. No logro entender cómo la naturaleza insufla en seres endebles tanta capacidad de aterrar. Muchos de los hombres más terribles de la historia fueron enanos, enclenques, débiles de mente, sifilíticos, enfermos de gota. Por supuesto, también hubo malogrados que protagonizaron proezas nobles. Pero en la historia, como en las películas, los malos siempre llamarán la atención más que los buenos. En todo caso, la naturaleza parece encariñarse con los débiles y dotarlos de facultades superiores. Si un hombre corpulento y de buena salud os dijera que va a transformar el mundo, no hay que poner caso; si esa pretensión se oyera de labios de un cojo o paralítico, entonces debe tomarse en serio. Sería prudente corregir a la naturaleza su debilidad por los endebles. De hacerse así, quizás Estados Unidos no hubiera superado la depresión de los años treinta; pero con toda seguridad seis millones de judíos y un cuarto de millón de japoneses hubieran muerto de otra manera. Tampoco sentiríamos incomodidad en presencia de miserables como Maccabeus Morgan.

“Las criaturas se dividen en dos clases: pez grande y pez chiquito”, oí decir al Chief. En realidad, no entendí cómo pudo articular esa baratura filosófica, pues sus labios estaban soldados al sorbete. La voz le sonaba impersonal, proyectada desde otro lugar. “El pez grande se come al chiquito”, remató, y al hacer esta indicación levantó los ojos por encima de la botella, con una expresión de duda. Quería definir cuál de los peces era yo. Su mirada me inquietó. Le pregunté: “¿Y usted cuál es?”, para evadir. Hizo una mueca de risa que apenas sirvió para descubrir sus dientes menudos. “Ninguno”, susurró con voz apagada pero firme, y peló más la dentadura para decir: “Yo soy el pescador”.

El Tritón se me aproximó con una cerveza negra. Aunque no la pedí, resulta obvio que la trajo por orden del Chief. Ninguno de sus secuaces realizaba un movimiento medianamente significativo si no era por disposición suya.

—No, gracias —me di el lujo de despreciar—. Prefiero el Night Train.

Volvió con un vaso plástico y una botella de Night Train. También pude haber rechazado el trago. Me serví, para evitar una situación desagradable que me estigmatizara entre la gente del vecindario. Bebí medio vaso de un tirón. Después el sujeto que había pasado la rosa asomó el rostro y sacó los brazos por la cortina de cuentas. No pude vislumbrar sus facciones, aunque veía el afectado aleteo de sus manos y sus ojos brillando en la sombra rojiza. Desde aquella posición se puso a cantar.

I’m a spy in the house of love, entonaba suavemente, sin música de fondo, oscilando entre un ronco mezzosoprano y el maltratado tenor de Jim Morrison, I know the dream that you’re dreamin’ of. Tuve la incómoda impresión de que sus ojos me miraban. I know the word that you long to hear, I know your deepest, secret fear. Maccabeus continuaba sorbiendo la cerveza y clavándome sus ojos de serpiente. El Saltacocote y el Tritón estaban vigilantes, sin descuidar el ron que bebían a pico de botella. Los jugadores de billar guardaban silencio; apenas se oía el golpe de las bolas y alguna tos amordazada. Las manos del cantante ondearon señalándome y ya no tuve dudas de que el fatal cantaba para mí. I know everything. Everything you do. Everywhere you go. Everyone you know. El ambiente se volvía insoportable. Tanto mutismo. La voz flotando desde el anonimato de una cortina. La peste de cigarrillo. Si mi casera fuera mujer de salir a darse unos tragos los sábados, seguro vendría a este lugar. La imaginé vagando anónima por la mesa de billar, ocultarse en un rincón tras la discreta brasa de su cigarrillo, perderse despacio tras la cortina de cuentas. Seguro fue un juego de la imaginación; pero podría jurar que acabé de verla desaparecer lentamente entre las cuentas.

—¿Y entonces? —dije al fin, con la esperanza de que hablar fuera menos desagradable que permanecer callado.

El otro dejó de sorber. Ahora me observaba ligeramente asombrado, como si le sorprendiera descubrir que podía hablar. Puso la bebida a un lado. Siguió en silencio.

—¿Viene mucho a este bar? —en realidad no me importaba su respuesta.

—Yo estoy en todas partes y en ninguna —charlataneó—. Aunque generalmente en ninguna —bromeó, indicando su condición de inválido.

Me animé a reír al verle desternillarse. Tenía dientes pequeños y sucios, acastillados tras unos labios muy finos, de esos que, cuando son de mujer, les urge abultarse con carmín. Lucía lúgubre en su buen humor. Tomó del sorbete y preguntó en tono confidencial:

—¿Sabes cuáles son los amantes que prefieren visitar a sus novias en las noches que tienen la luna?

—No.

Alargó el cuello hacia mí:

—¡Los vampiros! —respondió.

Reí con ganas. Maccabeus seguía mi risa con deleite. Luego, contagiado por mi hilaridad, se fue en carcajadas. Al notar su algazara, el Saltacocote se apuró a avisar con el codo al Tritón, y ambos, aunque no habían escuchado el chiste, empezaron a carcajearse. Después nos tranquilizamos y los dos de la barra retornaron a su botella. De nuevo quedamos sin palabras. La canción volvió a subir el volumen desde atrás de la cortina.

—Entonces, ¿usted fue quien escribió el poema? —abordó interesado.

—¿Cuál poema...? —tosí para rehuir. Le oí: La Salamandra. Reconocí su autoría—. Pero tengo textos mejores, de efectos mejor elaborados.

Frunció los labios y negó con la cabeza.

—Negativo.

—De verdad —insistí—. ¿Por qué lo niega?

Suspiró impaciente.

—No se haga el estúpido, Mosca. ¿Qué otro poema puede crear el efecto de tirarse a una chica como la pelirroja? ¡Esa fue su mayor obra literaria! Poetas del aire...

Intenté corregir:

—La suerte de un poema reside por encima del yo biográfico...

Lanzó una mirada fulminante que me hizo callar. Perdí autoridad para seguir el argumento. Total, no tenía interés en hacer de aquella cita una peña literaria. Despertaba mi curiosidad enterarme de que Samantha hablaba de mí con otros, aunque fuera con el crápula que tenía enfrente.

—Ojalá no sea cierto lo que ella opina de ese poema —dijo con inesperado tono desafiante.

—¿Sí? ¿Y qué opinión es esa?

—La misma que le dio a usted —reveló.

No abundé sobre el tema. Un poeta en declive que intenta reeditar su pasado literario luce tan patético como esos boxeadores seniles que retornan al cuadrilátero a recuperar la corona perdida hace muchos años. No tenía sentido seguir teorizando el asunto. Ya no era poeta. Cierta lectora que conozco estará pensando, en este preciso instante, que se trata de un contrasentido, pues si dejé de ser poeta cómo se explica que escriba esta novela. La respuesta sería que precisamente un novelista es un poeta frustrado, y por eso difícilmente encontraremos un buen poeta que también sea buen novelista.

El Saltacocote y el Tritón me contemplaban azorados, con la misma expresión que utilizarían para ver el prodigio de un mono de dos colas. “Ambos son grandes cultivadores de la poesía”, los alabó el Chief. Pensé sinceramente que, aún poseyendo ese porte de pancracistas de relleno, sin duda serían más poetas que yo. Al menos, su tosquedad de maneras, ese aire de tipos demasiado corrientes y la vivacidad con que se embicaban a la botella de ron, los colocaban a la altura de muchos poetas conocidos.

—¿Conoce desde hace mucho a Samantha? —me aventuré a preguntar.

La determinación con que hablé evidenciaba el efecto del Night Train.

—Nadie se conoce —afirmó sin molestarse—. ¿Ha visto grabados de Goya?

—Era un grabadista francés interesante —presumí para eliminar el tema.

El otro reaccionó extrañado:

—¿Francés? ¿No era Goya español? —cuestionó y dirigió la voz hacia la barra—: Tritón, ¿era Francisco de Goya español?

—Sí, Chief. Era español —respondió como un loro.

—¿Nacido en Fuendetodos?

—Sí, Chief. Nacido en Fuendetodos.

—¿Y nacido en el año...? —aquí quedó indeciso.

El Tritón, con cara de idiota, permaneció in-deciso.

—¿1746, Tritón? —retomó tronando los dedos.

—Sí, Chief. 1746.

—Gracias, Tritón —dijo Maccabeus. Suspiró satisfecho—. El Tritón es un gran conocedor de la Historia del Arte.

Sentí un ligero embarazo.

—Un reciente estudio de la Sorbona ubica el natalicio de Goya en París —mentí, poniéndome a resguardo. El otro se acarició la barbilla escéptico. Enseguida, para eliminar el asunto, mencioné mi admiración por William Blake—. Blake es sin dudas un gran maestro.

—¿Se refiere al poeta, al ilustrador o al artista?

—A los tres por igual; sobre todo a los dos últimos —precisé—. ¿Usted cuál prefiere?

—A los tres, pero no más que al teólogo... Blake fundó una teología abierta, sin límites. Extendió las fronteras del espíritu más allá del bien y del mal. Su lucidez sigue aterrando a los hombres de forma tan profunda, que filósofos y teólogos se pusieron de acuerdo para reducir el pensamiento religioso de Blake a una simple expresión estética. El día que se rompa ese acuerdo, la humanidad quedará moralmente en libertad absoluta.

—El corpus teológico de Blake es muy interesante —aprobé—. En el Metropolitan hay una gran exposición de sus cuadros.

No pareció interesado en la exposición. Le sirvieron otra cerveza. Embebido por la fluidez de la conversación, me referí a dos o tres cuadros para luego pasar al tema de Samantha.

—¿Por casualidad vio si la exposición incluye la ilustración de The marriage of Heaven and Hell? —quiso saber. Respondí que sí— ¿Está seguro?

—Claro —aseguré—. La recuerdo bien. La portada se levanta sobre un fuego. Tiene nubes doradas, parejas ingrávidas y árboles de oro.

Confirmó con un movimiento de cabeza. Sus ojillos adquirieron un brillo infernal. Su rostro reflejaba entusiasmo. En la densa niebla del bar, borrosas, se podía percibir las notas engoladas de la canción.

—Saltacocote —dijo, volteando el rostro hacia la barra. La bestia se quitó la botella de la boca y la puso en el mostrador—, ¿sabía que el Metropolitan exhibe varias ilustraciones de William Blake?

El tipo reaccionó embobado:

—Sí, Chief. Ilutraciones de William Blade.

—Pues debemos planificar una visita. Usted se encargará de la ubicación —le informó pensativo, mientras el otro acataba—. ¿Verdad que es una exposición fabulosa?

—Sí, Chief. Una eposición fabulosa.

Sorbió un trago de cerveza negra y exclamó complacido:

—William Blake... El Saltacocote es especialista en la obra de Blake... Una de estas noches veremos esa exposición.

—El museo cierra de noche —advertí.

Maccabeus me observó con indiferencia:

—En verano se derriten los horarios.

Pensé insistir, pero un extraño destello en sus pupilas me hizo permanecer callado. Tuve un leve estremecimiento. Bebí del vaso. La canción, repetida sin pausa, se enredaba en el humo de cigarrillo y flotaba aletargada.

—¿Conoce desde hace mucho a Samantha? —pregunté de nuevo.

Esta vez ni todos los maestros del Louvre me apartarían de la cuestión. Se llevó una mano a la mejilla. En uno de sus dedos, desteñidos y fláccidos, lucía una piedra verde, bastante opaca y exótica.

—Ya van siete veces que se detiene en esa pregunta: cinco pensadas y dos pronunciadas —aventuró. Quizás estos números fueran ciertos. Me escrutó descarnadamente—. ¿Qué más quiere saber de la pelirroja? Ya usted la conoce. Todo lo que sabe de ella, eso ella es.

—No sé nada.

—Pues ella es esa nada.

Me fastidiaba su juego:

—Entonces cuénteme lo que sabe usted.

—En todo caso, lo que yo conozco sería lo que ella es para mí.

Dejé caer el puño sobre la mesa, aunque sin golpear fuerte. Desafiante, instigué para que no me evadiera. Me clavaba los ojos llenos de odio. Sin embargo, no parecía perder la paciencia. Por el contrario, podría decirse que disfrutaba mi situación.

—¿Qué parte de la pelirroja piensa oír? ¿Cuando hacía de Cleopatra en el Cesar’s Palace? ¿Cuando incendiaba los pozos petroleros en Medio Oriente? ¿Cuando se prostituía por veinte pesos en un bayón de Morrisania? ¿Hay algo en especial que desea escuchar y necesita que le cuente o invente? —dijo, con rabia contenida—. Esos demonios son suyos, Mosca. No me los eche a mí. Yo ya me siento a gusto con los míos —Sorbió su cerveza negra en silencio. Luego habló amenazador y calmado—. La conozco desde hace una eternidad. Y si usted la conociera el tiempo que yo, se le borraría del mapa.

Su prepotencia no me disuadió. Traté de obtener datos concretos sobre Samantha: direcciones, vínculos familiares, trabajo, informaciones útiles para armar un rompecabezas. Sin embargo, no logró satisfacer mi curiosidad, pues cuando se enfrentaba a alguno de mis cuestionamientos, sus palabras eran más vagas e imprecisas que lo poco que yo sabía. Llegué a pensar que, aun con la influencia que tenía sobre ella, yo la desconocía menos. Dejé de hacer preguntas. Preferí refugiarme en el vaso.

Siguió insistiendo, con expresiones abstractas, para que me alejara de Samantha. En su manera de hablar intuí un flanco débil. Le notaba el esfuerzo por no volverse irascible, así como la pretensión de enfriar con razonamientos el ardor de los celos. Como no reaccionaba con gravedad a ninguna de sus interesadas advertencias, argüía molesto consigo mismo. Le sudaba la frente. Los ojos le chispeaban. Golpeaba los nudillos en la mesa, lo que mantenía en vilo a sus dos secuaces. Enseguida trataba de mantener el control. Yo bebía sin dejarme impresionar. Por lo visto le molestaba darse cuenta de que yo era el preferido de Samantha. Además, que tocara ese punto conmigo y no con ella, demostraba una de dos cosas: o sabía que era esfuerzo perdido convencer a la muchacha de abandonarme, pues estaba perdidamente enamorada de mí, o, en caso de él haber tenido algún romance con ella, esta relación se había desvanecido de tal forma que no le quedaban fuerzas siquiera para hacer valer una exigencia o un ruego. Quizás eran ambas cosas.

Bajo el efecto de los tragos y los vapores del bar, la abominable imagen de Maccabeus Morgan se trasfiguraba en la de un indefenso hombrecito celoso. Hasta dejé de escucharlo en serio. Mientras lo veía hablar, trataba de concentrarme en el susurro de la canción. I’m a spy, I can see what you do and I know. La canción ahora estaba de mi parte. Entendí que ese escuálido había perdido la capacidad de atemorizarme. Por otro lado, no nos encontrábamos en el nowhere, sino en mi bloque, y si intentaba alguna bravuconada el desenlace podía ser otro. “Dejé a Yo pendiente en la esquina”, consideré mientras servía un trago, “los muchachos tienen toda clase de armas”.

El Tritón se acercó atento a la mesa y le entregó un celular. El Chief, nervioso, marcó un número y, tomándome por sorpresa, me pasó el teléfono. “No es para usted”, indicó, mientras me instaba a no apartar la bocina de la oreja. Lo oí timbrar varias veces y luego lo levantaron. “¿Aló?”, dijeron del otro lado. Quedé estupefacto. Era la voz de Samantha. Su tono se oía lacrimoso. No me hablaba. “¿Aló?... ¡Soy yo!”, insistí. Parece que soltó el teléfono para apartarse hacia el fondo de un salón, pues ahora gritaba en algún lenguaje desconocido. Un hombre, al parecer en el mismo idioma, le hablaba pausado pero en tono fuerte. Se escuchaban como un eco perdido entre montañas. “¿Aló? ¡Samantha! ¡Samantha! ¿Qué pasa ahí?”, reiteré desconcertado, pero del otro lado nadie respondía. El Tritón me arrancó el celular y lo guardó.

—¡Está en problemas! —apelé al Chief— ¡Hay que hacer algo!

Me miró displicente con la boca apoyada en el sorbete.

—Bórresela del mapa, Mosca —retomó indolente—. Es lo único que puede hacer; incluso por usted mismo, ni siquiera por ella.

Sentí deseos de saltar contra su cuello y obligarlo a que fuéramos en ayuda de Samantha. Él era mi único guía para llegar donde ella estaba. La impotencia me carcomía. La cortina de cuentas se agitaba con las manos del cantante. I know the word that you long to hear, I know your deepest, secret fear, entonaba el afeminado con una calma quejumbrosa. Atormentado, decidí tomar un trago para aclarar la mente. Pero la mano de Maccabeus cubrió mi vaso. “La Mosca terminó su trago”, declaró, “ya no quiere beber más”. De inmediato el Tritón recogió el vaso y la botella de Night Train. Antes de alcanzar la silla de ruedas, el Saltacocote preguntó ansioso:

—¿Lo borramo del mapa, Chief?

El Tritón apoyó una mano en la culata del revólver.

—Déjenlo —decidió con desprecio—. Él sabrá borrarse solo.

Se marcharon del bar. Tuve deseos de pedir otra botella. Sin embargo, no tenía control para contenerme sentado. Mientras, la canción soplaba terrible en mi ánimo. Everything you do. Necesitaba con urgencia llegar a alguna parte y no sabía adónde. Samantha requería de mí, sólo de mí, en ese instante. Tras la puerta empezaba una ciudad inmensa, un laberinto sin hilos de oro para encontrar el rumbo. Everywhere you go. Imaginaba las cosas más horribles. Veía un delicado cuerpo degollado, la luz roja del bar trasmutada en sangre, una boca hermosa que gritaba enmudecida desde algún lugar muy próximo o lejano. Maccabeus Morgan, de nuevo, había descubierto el camino para conducirme al miedo. Tanta desolación, todo este humo, tanta impotencia. Y sobre todo: esta maldita ciudad tan grande. Everyone you know.

Pasajero sin destino, historias de un taxista, en el atrio de una iglesia, travesía hacia un edificio en tinieblas, Samantha no está, el salvador

Fue una noche de demencias. Luego que la mancha del crepúsculo se diluyó en la obscuridad, me desesperé de mis pasos y detuve un taxi. Su carrocería negra centelleaba con los letreros de neón de Jerome Avenue. Abrí la ventanilla. El chofer advirtió que si no la cerraba, apagaría el aire. “Es su problema”, dije despreocupado. Bajó las otras ventanillas y empuñó una servilleta para enfrentarse a la combustión nocturna. Su frente húmeda, sus ojos cuarteados por el sudor, estaban encajonadas en el retrovisor. De repente, como suele suceder en los taxistas que no conducen autos amarillos, se volvió parlanchín. En su pueblo natal tenía un terrenito cubierto de pasto verde, con una acacia regordeta en el centro y el codo de un riachuelo deslizándose por un lado. En una de estas se hartaría, veintidós años en esta ciudad es demasiado, construiría allá un rancho para vivir tranquilo, sembraría maíz, batata, plátano, criaría gallinas para comer, dos o tres vacas para beber leche natural.

El retrovisor se saturó de nostalgia. Lo que me faltaba: Samantha a punto de ser estrangulada en un lugar sin dirección, y aquí tenía a un taxista evocando la Arcadia. Hubiese sido bueno bajarlo del carro, desvestirlo en plena avenida y volverlo a vestir con una zamarra de cáñamo, engancharle un zurrón, colgarle al cuello un rabel, apoyarlo de un cayado y mandarlo de un empujón al jodido terreno, para que muriera de hambre. Arrojé por la ventanilla la botella vacía de Night Train. “El problema es que no resulta fácil irse”, reconoció más adelante, amargado, “esta ciudad es una cárcel de obreros”.

Cuando se detenía, le pedí que condujera otras diez cuadras. Receloso, advirtió que aumentaría la tarifa. No importaba. Necesitaba desplazarme, bullir, mantener el movimiento, quizás para provocar el azar. El chofer retomó su oficio de rapsoda. La otra noche fue a un motel para recoger a una pasajera; mujer casada, venía de una cita con su amante casado, quien la plantó. El taxista acabó por pasarse al asiento trasero para servirle. Me dio gracia imaginar a mi casera revolcándose en un taxi frente al apartamento. Samantha gritaba en algún lugar. Las calles se llenaban con sus alaridos. Ladrillos cuadrados, edificios cuadrados, apartamentos cuadrados, cuartos cuadrados. Tras una de esas ventanas cuadradas, que recortaban la luz en un recuadro y estaban cubiertas por cortinas cuadradas, podía estar el rostro ovalado de Samantha, con las manos unidas en oval para contener el grito de su boca abierta en óvalo. La muchacha estaría en un puente, frente a un cielo incendiado por el sol, detenida en su alarido para siempre.