Veintiséis
Cuando él asintió sin hablar y lleno de dudas, el otro se sentó y dijo lo que él nunca esperó que dijera:
—Soy, digamos, la pareja de tu prima, la que vivía en Pronunciamiento.
Él estuvo a punto de ahogarse con la empanada como otras veces. Tosió y bebió agua, sin apuro, pero excitado.
—Tu prima te vio ayer en este comedor y me dijo que tenía la impresión de que eras vos, el primo de Formosa, el primo del que siempre me habla —explicó el hombre con entusiasmo y él empezó a resucitar.
—Esta mañana en la estación de servicio, uno de los muchachos me dijo que alguien preguntaba por mí y te describió muy bien por lo que veo —terminó de explicar el otro.
Él no sabía qué decir, mejor dicho: qué empezar a decir. No podía decir que era un viajante porque el otro sabía que no lo era. Dijo la verdad:
—Quería ver a mi prima y no sabía cómo llegar a ella, aquí nadie la conoce.
El otro sonrió, siempre sonreía y con hermosos dientes. Tenía bigotes anchos y muy negros como los que él tuvo a esa edad. Era una persona muy cuidadosa, tanto en sus modales como en su aspecto. Tenía una remera azul de marca y unos jeans de moda. Era amable, simpático y ágil como un deportista; al menos esa fue su impresión original. Era natural que su prima se enamorara.
—Tu prima tiene muchas ganas de verte, me mandó a buscarte —dijo el hombre que lo trataba como a un familiar muy frecuentado. Esto lo alegraba por un lado pero lo disminuía por el otro. No tenía chances. Si alguna vez, remotamente, pensó en que podía tener otra oportunidad, ahora sabía que no, definitivamente que no. Con el gringo hubiese sido diferente, pero él no era rival de este hombre; su prima tendría que estar loca para volver a mirarlo con algún interés.
—Tu prima es una muy buena chica —le dijo el otro mientras lo llevaba en la Toyota blanca— y te quiere mucho. No sabés lo feliz que se va a poner en cuanto te vea.
La única oportunidad que le quedaba era la nostalgia. A pesar de todo, de sentirse abrumado y empequeñecido, tenía muchas ganas de volver a encontrarse con su prima después de treinta y un años. Se detuvieron en una casita de una planta pero muy cuidada, con un jardín con pinos en el frente y una santa rita. Su prima no había soportado la ansiedad y lo estaba esperando en el portón. Era ella, sin lugar a dudas. El mismo cabello largo, oscuro y enrulado, la misma sonrisa mágica de entonces, la fiesta de sus ojos llenos de luces y un cuerpo que los años y los hijos no habían logrado estropear. Era ella. Hermosa y excitante como siempre. Nadie, ni ebrio ni dormido, le daría medio siglo a tanta frescura vital pensó él y se abrazó a su prima como quien se abraza al mástil de un barco que naufraga, mecido por todos los huracanes de la tierra. No tenía ganas de separarse jamás, sobre todo cuando la escuchaba y sentía llorar sobre sus hombros. Primero por su madre muerta, después por su padre loco, luego por el tiempo en que no se vieron ni se escribieron ni se llamaron y finalmente por su fracaso. Ella, sin preámbulos, le echó toda la culpa al gringo.
—Tenías razón, ese tipo no era para mí, lástima que me di cuenta demasiado tarde —se quejaba sin soltarse de él, amarrada a su cuello. Entretanto, la nueva pareja seguía allí, de pie, detrás, seguramente lleno de desconcierto y de odio. Cuando se despegaron, cuando lograron despegarse, ella lo tomó de la mano y lo introdujo en la casa. Había tres platos con cubiertos y vasos y un almuerzo preparado.
—Mi nueva pareja —dijo su prima mientras comían un pollo al spiedo— me sabe comprender como sólo vos me sabías comprender.
Él bajó la cabeza, avergonzado, dispuesto a pedir disculpas en nombre del pasado. El otro, sin embargo, no se hacía problemas. Él era simplemente un primo. Sólo un primo, por más que se dijera por ahí que siempre hay un primo o una prima en nuestro pasado. Él se sirvió vino más de tres veces. Quería estar contento, necesitaba estar contento. Su prima lucía como antes, con ese brillito pícaro en la mirada, seguramente la separación le había devuelto los colores originales. Tenía una chomba blanca y unos jeans elastizados. No había perdido las formas de entonces y él hubiera dado la jubilación completa con tal de verle los hoyuelos que tenía por encima de la cola y que él lamía desaforado en la piecita del fondo. Ahora era el turno de ese sujeto que estaba allí y le sonreía y le cargaba nuevamente el vaso con tinto. En algún momento su prima tuvo una curiosidad:
—¿Sólo para verme a mí te viniste a Villa Elisa? ¿Qué hacés solo, ahí, en ese hotel?
Él tomó un trago y dijo lo que no le había dicho a nadie, ni a su director de El Colorado, ni a Sirvasé, ni a su madre.
—Vine a morir, tengo un cáncer en los intestinos.
A su prima y a la pareja de su prima se les congelaron los gestos. Ella lo miró como diciendo me estás cargando. Él se puso entonces, serio, muy serio y patético.
—Es verdad. Tengo todos los síntomas de un cáncer de intestinos y no pienso hacer nada para evitar mi muerte.
Los otros no sabían qué decir ni cómo reaccionar. Él hablaba de su enfermedad con cierta jactancia, con cierta ostentación. No era natural decirlo así y menos ante ellos, a quienes recién visitaba.
—Como comprenderás, lo que estás diciendo es muy serio y muy triste —dijo el otro.
—Y de muy mal gusto decirlo en este momento —se animó él—, pero a alguien necesito decírselo. Hace meses que lo estoy ocultando. No puedo más.
Entonces sintió que la implosión llegaba y se contrajo en un llanto espasmódico, amargo, muy amargo. Su prima se abrazó a él, también llorando. La pareja de su prima estaba de pie, nervioso, sin saber cómo resolver esta situación.
—¿Y no se puede hacer nada? Hoy el cáncer se cura —dijo por decir algo, por tratar de ayudar.
—Nada —dijo él, más tranquilo—, en mi caso nada, está demasiado avanzado. En realidad, yo lo dejé avanzar.
Era inútil que le explicara por qué lo dejó avanzar. No lo entenderían. Lo natural era buscar la salvación, no hundirse deliberadamente como si se tratara de un suicidio. Él debió decir y no pudo decirlo allí, que había perdido el deseo de vivir y el de luchar por vivir, a lo mejor desde el día en que ella se casó con el gringo. Ahora la había encontrado para que ella, sólo ella, la única, el aroma irrenunciable, le conociera las muecas del derrumbe que no permitió a otros que le conocieran. «Suave mía, a qué hueles / a qué fruto / a qué hoja, a qué estrella…», dijo de pronto con un vaso de vino en la mano y sonrió y su prima y la pareja de su prima también sonrieron.
—Me acuerdo de ese poema —dijo ella—, siempre me lo decías.
Ahora ya no quería disimular, necesitaba que su prima evocara todo lo evocable aunque su nueva pareja se retorciera de celos.
—¿Te acordás de este otro? «Probablemente quepa / todo el cielo en tus ojos / y las tierras sombrías / y las flores remotas», ¿te acordás?
Ella asentía y asentía y lo miraba embelesada como entonces, piensa él ahora tirado sobre la cama de El Olmo. En algún momento pidió más vino, casi ordenando y el otro fue en busca de la tercera botella. Cuando regresó, él y su prima se habían sentado en el living en el mismo sofá y muy juntos.
—Si tenés buena memoria —dijo él, con dificultades para pronunciar— tenés que acordarte de esto: «Soy tan pobre sin vos, tan al costado / que no me reconozco cuando hablo / es como si oyera a un extranjero…» ¿cómo seguía?, ¿te acordás cómo seguía? —insistía él, muy pegado a ella, muy junto a su oído, apartándole el cabello para hablarle como entonces.
—No me acuerdo —decía ella y se reía y volvía a cargar los vasos. La nueva pareja de su prima había dejado de beber y se había sentado enfrente sin hablar ni sonreír.
—Me estoy muriendo, primita —decía él de vez en cuando como para aplacar al otro, como para inspirarle lástima y comprensión—, me estoy muriendo pero soy feliz, muy feliz.
Esto último lo decía como un auténtico borracho en un arrastre de palabras malheridas.
—Pobrecito, pobrecito —decía su prima, no menos ebria y en un tono de broma—, pobrecito mi primo.
El otro decidió no abrir una botella más y empezar a hablarle a su pareja.
—¿No te parece, negra, que te estás pasando?
—Pero, mi amor, esta es una oportunidad especial, muy especial, hace más de treinta años que no nos vemos con mi primito.
Entonces él decidió avanzar, no darse tregua, sabía que podía ganar la batalla aunque estuviera borracho, mejor dicho: porque estaba borracho y no iba a medir las consecuencias.
—Treinta y un años ya, cómo pasa el tiempo, cuánto hace que no nos encontramos en la piecita del fondo —dijo. Su prima le pegó un codazo:
—¡Dejá de decir pavadas!
Esta advertencia le sirvió de pie al otro para aconsejarle:
—¿No es hora de que vuelvas al hotel y tomes tus remedios?
—No hay mejor remedio que esto —dijo él y vació su vaso con un movimiento grosero.
—Bueno, negrita, yo me voy a hacer la siesta. Decidí vos qué vas a hacer —quiso poner término a la situación el otro, de pie y con el diario en la mano.
—Vaya, nomás, vaya —dijo él, displicente—, vaya que con ella tenemos muchas cosas que recordar.
Lo había provocado, decididamente lo había sacado por completo de su tolerante amabilidad. El hombre era grande y efectivamente practicaba deportes porque lo tomó del cuello y lo puso de pie con un solo ademán.
—No sé si sos o no el primo de ella, pero a mí no me vas a ver más la cara —le dijo con furia y lo empujó hacia la puerta. Su prima dio un grito:
—No podés tratarlo así, ¿qué mierda te creés?
Salió trastabillando y trastabillando llegó hasta El Olmo que estaba a dos cuadras. Durmió toda la tarde y parte de la noche. Cuando ya no pudo dormir trató de recordar lo que había soñado. Otra vez había soñado con su padre muerto y otra vez escuchaba una frase: la muerte es la mayor de todas las emociones por eso se la reserva para el final. Esta vez era su padre en sueños el que la decía. Se dio cuenta de que estaba cerca, muy cerca del final. No había por qué asustarse. Después de todo la muerte era algo natural. Era bueno aferrarse a lo que Juanele le había dicho a su esposa Gerarda cuando estuvo enfermo: «No te preocupés, Gerarda, todo ha sido previsto. Morir es algo natural, es como bajar y bajar de la colina, cuando te das cuenta ya estás abajo». Él no sabía cuándo llegaría hasta abajo, mientras tanto se quedaría aquí, esperando el momento. Tenía ganas de escribir algo, algo así como un testamente poético a la manera de Neruda pero el sopor del vino todavía no se lo permitía. Volvió a dormirse. A las diez de la mañana le golpearon la puerta. Pensó que era la muchacha que venía a hacer la limpieza. «Ya va» dijo de mala gana y abrió. Era su prima. Estaba allí, en el umbral, con una solera blanca como entonces, con una sonrisa espléndida como entonces y con una mirada pícara como entonces.
—¿Puedo pasar? —fue todo lo que preguntó.