Cinco
Fue esa primera noche en Villa Elisa que volvió el rostro menudo y trigueño de la imagen recurrente; no a su lado para gritar yanquis fuera, sino en el balcón de la biblioteca del profesorado. Septiembre de 1973, siete de la tarde. ¿Qué hacían allí los dos? El profesor de latín le había pedido a ella que fuera en busca de diccionarios y ella a su vez le había pedido a él que la acompañara. La siguió como siempre la seguía, desprevenido y lejano. Ella recibió del bibliotecario los únicos tres ejemplares que había, pero no bajó por la escalera, prefirió quedarse un rato apoyada en el balcón abierto al estallido de los jazmines y a la tarde rojiza. Al fondo se veía el campanario de la parroquia, el rosa viejo del Colegio del Uruguay y más lejos, el trazo indeciso de la 9 de Julio y la gente, no demasiada gente. Él se puso a su lado para ver lo que ella miraba. Ella cortó un silencio que él sintió insoportable. Le dijo que su deseo era recibirse y marcharse lejos. Él le dijo que también. Ella estaba ofendida con una compañera casada que había comentado ese mismo día que se había hecho un aborto. Él le dijo que el marido estaba sin trabajo y tal vez la presionaba. Ella lo miró —hoy le cuesta encontrar el término para definir esa mirada—, podría decirse que lo miró con ojos de nunca y le preguntó, así le preguntó: ¿vos serías capaz de pedirle un aborto a la mujer que querés? Él la miró también con ojos de nunca y dijo simplemente no y se quedó callado. Ella dijo entonces: sólo eso quería saber y comenzó a bajar la escalera.
Ese día había muerto Neruda y en el salón no se hablaba más que de la muerte de Neruda. Alguien aseguró que lo mataron. Ella le pidió a él que le leyera de nuevo: «Yo no quiero la patria dividida / ni por siete cuchillos desangrada…». Ella reía más fácilmente que otras veces y él tuvo que decirle que nada de lo que había pasado daba para reírse. Ella dijo sí, señor, tiene razón. Y terminó la clase. Salieron y él la perdió de vista en la multitud que se agolpaba en la puerta. La buscó agitado y ansioso. Ella subió a un Renault gris y a través de los vidrios vio que besaba al conductor. No te hagás ilusiones —escuchó a sus espaldas—, ese es el novio, tiene trabajo, plata y en cuanto ella se reciba se casan. Él no respondió a la voz conocida ni se dio vuelta. Siguió caminando, caminando, caminando. Caminó toda la noche antes de volver a su casa. Toda la noche.
Una tarde, antes de que terminen las clases de ese año, la voz conocida, mientras compartían un mate le preguntó: ¿no vas a hacer nada?, ¿qué puedo hacer? —preguntó él— ella ya tiene su vida organizada, con él tiene futuro, pero conmigo, ¿qué?, ¿la querés?, tanto que no me animo a complicarle la vida o a perder su amistad. Sos un infeliz —le reprochó la voz conocida.
Toda mi vida fui un infeliz —se dice ahora mientras termina el último cigarrillo, mientras siente el ardor que ha vuelto más vivo que nunca, que lo muerde por dentro como rata en celo, que lo hace morder la almohada con desesperación, que le llena los ojos de lágrimas viejas.