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La rué David D'Angers era una de las seis grandes calles que salían como pétalos irregulares de flores del óvulo de la Place de Rhin y Danube, bautizados por dos grandes ríos europeos que no pasaban cerca de París. Decidieron —es decir, Milo decidió— que Einner se quedaría en el coche, aparcaría en la calle y vigilaría, mientras Milo y su mochila entraban en el piso. Confiaba en Diane Morel hasta cierto punto, pero su compañero, Lambert, podía hacer algo.

—¿Necesitas el arma otra vez? —preguntó Einner.

—Si la necesito, significa que estoy haciendo algo mal.

El número 37 estaba al principio de la calle, y su esquina daba a la parada de metro de Danube en medio de la plaza. La llave que Milo tenía del apartamento de Angela no entraba, así que miró el tablero de timbres. En lugar de números de pisos, sólo había nombres. Ahí estaba: uno de ellos era un negocio: Electricien de Danube. Lo apretó.

—Nous sommes fermés —respondió un hombre.

—S'il vous plait —dijo Milo—. C'est une urgence. (Es una urgencia.)

—Oui?

—Mon ordinateur. (Mi ordenador.)

El hombre no contestó enseguida, pero Milo le oyó suspirar. La puerta se abrió y el hombre dijo:

—Quatriéme étage. (Cuarto piso.)

—Merci.

Milo entró, y fue hacia la escalera, donde había cinco cubos de basura sucios. Se escondió detrás, sufriendo el olor de col y carne podrida.

Primero oyó el sonido, cuatro pisos más arriba, y una puerta que se abría. Después:

—¿Hola?

Después pisadas de alguien que bajaba la escalera, rezongando. El hombre bajó hasta la planta baja y miró hacia la calle. Finalmente, dijo:

—Merde.

Y volvió a subir la escalera lentamente. Cuando oyó que cerraba la puerta, Milo se apartó de la peste claustrofóbica y subió la escalera.

Por suerte, el apartamento siete estaba en el tercer piso, así que no tuvo que pasar frente a la puerta del electricista. Junto al timbre había un nombre: Marie Dupont, la versión francesa de Janet Smith.

Por si acaso realmente vivía allí una amiga llamada Dupont, llamó al timbre, pero nadie respondió. Oía un televisor (carreras de Fórmula Uno) en el piso contiguo, el número seis, pero nada en el siete.

Era la típica puerta gruesa europea con dos mirillas opacas que se abrían desde dentro para que los jubilados temerosos pudieran mantener una conversación sin tener que abrir la puerta. Vio que tenía dos cerraduras.

A Milo se le cayó el alma a los pies, porque sabía antes de verificarlo lo que ocurriría. Su llave entraba en la cerradura del centro de la puerta, que abría un cerrojo doble y ruidoso. Pero no entraba en la segunda cerradura, la de debajo de la manilla, y Milo no tenía ni idea de donde podría estar aquella llave. No estaba debajo del felpudo.

Maldita Angela y su obsesión por la seguridad. Como la propia puerta, el marco era grueso y antiguo, reforzado por fuera con acero. Muy eficaz, como Angela Yates.

Milo volvió silenciosamente a la planta baja, salió al patio, y miró hacia arriba. En ese lado, se veían las terrazas, empezando por el segundo piso. A las terrazas se accedía por una puerta de cristal corrediza, y en el espacio de metro y medio entre las terrazas había una ventana alta y pequeña, probablemente la del cuarto de baño.

Una tubería de desagüe subía por toda la altura del edificio, pero, al probar de tirar de ella, vio que no le sostendría. Así que volvió al tercer piso y llamó al timbre del número seis.

Un minuto después, la mirilla interior se abrió un poco y un joven le miró.

—Ce qui?

—Em... —empezó Milo, intentando parecer avergonzado—. ¿Habla inglés?

El hombre se encogió de hombros.

—Un poco.

—Ah, vaya. Es fantástico. Oiga, ¿puedo usar su baño? Llevo todo el día esperando a Marie, mi novia. Acaba de llamar y dice que todavía tardará media hora. ¿Le importaría?

El joven se puso de puntillas como si quisiera ver todo el cuerpo de Milo, quizá para detectar un arma.

Milo mostró las manos vacías y puso delante de él la mochila abierta.

—Una muda —explicó—. En serio. Sólo tengo que ir al baño.

Convencido, el chico abrió la puerta, y Milo siguió fingiendo, señalando y diciendo:

—¿Por aquí?

—Sí.

—Genial.

Una vez dentro, cerró la puerta del baño con el pestillo, encendió el ruidoso extractor, y escuchó hasta que oyó que el joven volvía junto al televisor.

La pequeña ventana estaba a la altura de la cabeza, sobre la bañera. El marco estaba roñoso de las duchas y el polvo, pero se abrió dando un golpe en el pestillo. Milo buscó dentro de la mochila y sacó la cinta adhesiva, después metió dentro su americana, corbata y camisa. Dejó la mochila en el suelo junto a la taza. En camiseta, sosteniendo el rollo de cinta entre los dientes, se subió al borde de la bañera y se dio impulso para sacar la cabeza por la ventana. A medio metro a la derecha, y hacia abajo, estaba la barandilla del balcón de Marie Dupont. Metro y medio a la izquierda de él estaba el balcón de este apartamento. Directamente abajo, una larga caída hacia el duro patio.

Era una ventana estrecha, pero retorciéndose Milo logró meter los hombros. Le costó mantener el equilibrio del cuerpo, con las piernas colgando dentro del baño hasta que tropezaron con la barra de la cortina.

Finalmente, jadeando entre los dientes que sostenían la cinta, y sudando, sacó el cuerpo hasta la cintura, y por un momento, para un observador externo, debía de parecer que a la finca le había crecido un torso humano, con un brazo apoyado contra la pared exterior para mantener la perpendicular. Su centro de gravedad ya estaba fuera, y si soltaba la pared se mataría. Utilizó la mano libre para sacarse la cinta de la boca y lanzarla al balcón de Dupont, donde rodó hasta golpear contra la barandilla.

Hacía mucho tiempo que Milo no hacía una cosa como ésta, y de repente estuvo seguro de que ya no servía. Como le había dicho Tina varias veces, había engordado. Como le gustaba decir a Einner, se había hecho mayor. ¿Por qué estaba suspendido de una ventana a tres pisos de altura sobre París?

Basta.

Empujó un poco más, hasta que las caderas cruzaron el marco y pudo asomarse hacia fuera, con las rodillas dobladas sobre el interior de la pared para mantenerse elevado. Alargó las manos —aguantándose por un instante sin el apoyo de la pared— y cogió la barandilla de Dupont. La apretó más de lo necesario, aterrorizado de que ahora, al sacar las piernas de la ventana, pudiera caer. Pero no cayó. Con las manos agarradas a la barandilla, estiró las piernas, y cuando salieron de la ventana y su cuerpo cayó, su estómago contraído golpeó el borde de cemento del piso del balcón, dándole ganas de vomitar. Pero sus manos aguantaron y la barandilla también. Respiró entre los labios apretados, intentando recuperar las fuerzas, y poco a poco se encaramó.

Los brazos le dolían tanto que casi no lo consiguió, pero pudo pasar una pierna por encima del borde del suelo del balcón, y eso le ayudó. Ahora todas sus extremidades trabajaban dolorosamente con un objetivo, y poco después estaba agachado en el borde exterior del balcón, dolorido, asombrado de seguir vivo. Trepó a la barandilla y se puso en cuclillas, mirándose las manos rojas, entumecidas y temblorosas.

Pero no tenía tiempo que perder. Cogió la cinta adhesiva y cortó tiras de medio metro, pegándolas a la puerta de cristal hasta que formaron un cuadrado de cinta. Entonces, con la mano todavía dolorida, cerró el puño y pegó fuerte contra el centro de éste. El cristal se quebró, pero en silencio, y siguió pegado a la cinta. Arrancó la cinta, dejando un agujero en el cristal, metió la mano y abrió el pestillo desde dentro.

Sin preocuparse por mirar el apartamento, fue directamente a la puerta y, con una llave que colgaba de un gancho en la pared, la abrió. Fue al número seis otra vez y llamó. Fórmula Uno bajó el volumen, y después se abrió la mirilla. El joven abrió la boca asombrado.

—Perdone otra vez —dijo Milo—, pero he olvidado la mochila en su baño.

El joven, asombrado, estaba a punto de decir algo, pero cambió de idea y desapareció. Treinta segundos después abrió la puerta y le entregó la mochila.

—¿Cómo ha salido?

—Iba a darle las gracias, pero no quería interrumpirle. Espero que el baño no huela mal, he abierto la ventana para airearlo.

El hombre frunció el ceño mirando la camiseta y los pantalones sucios de Milo.

—¿Qué ha pasado?

Milo se miró y después señaló la puerta abierta del número siete.

—Marie ha vuelto y... francamente, mejor que no lo sepa.