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Después de las cuatro y, tras ponerse una ropa menos llamativa —camiseta y vaqueros—, Milo volvió al parque, con los auriculares del iPod a la vista bajo un sombrero tirolés que había comprado en una tienda cercana al hotel. Con las gafas de sol, era suficiente disfraz para evitar ser detectado con facilidad por las cámaras de la embajada, pero no resistiría un escrutinio. De todos modos, no creía que eso fuera necesario.

La anciana de Einner había sido sustituida por un anciano con una chaqueta mugrienta de la marca Members Only que se apoyaba en el banco, tomando el sol, con una bolsa de plástico vieja al lado. La furgoneta de reparto de flores de Einner seguía aparcada en la avenue Gabriel.

Milo no podía hacer mucho hasta las cinco, de modo que se dejó llevar por la música del iPod —los éxitos franceses de los sesenta continuaron—, esperando que le levantara el ánimo. Más France Gall, alguna música de guardería de Chantal Goya, Jane Birkin, Franc,oise Hardy, Anna Karina, y Brigitte Bardot con Gainsbourg:

Come with me let's get together in my comic strip

Let's talk in bubbles let's go BANG and ZIP

Forget your troubles and go

SHEBAL! POW! BLOP! WIZZ!

A las 17.10 de la tarde, el parque estaba lleno de personas que volvían a casa. Incluso el anciano se había incorporado un poco y miraba hacia la embajada.

Desde su posición, Milo no podía ver la verja de la embajada, así que se puso a caminar hacia avenue Gabriel, sosteniendo el iPod cerca de la cara, como si le diera problemas. Pero en realidad miraba al anciano, que se levantó lentamente como si le dolieran los huesos, y después se agachó a atarse los cordones.

Milo también tuvo que ocultar la cara porque Angela había sobrepasado la furgoneta FLEURS y caminaba en su dirección, atravesando el parque hacia el este y la estación de metro de Place de la Concorde. Milo, oculto entre la multitud, se apartó disimuladamente de ella. El anciano siguió a Angela.

Milo se apresuró hacia Gabriel y llegó hasta la furgoneta que estaba dando marcha atrás para salir del estrecho aparcamiento. Golpeó la ventana trasera opaca con los nudillos y esperó.

Einner no respondió inmediatamente, probablemente observando la cara de Milo y preguntándose si se marcharía. Después tomó una decisión y abrió la puerta. Tenía los labios fatal, como si se los hubiera estado mordiendo.

—¿Qué coño haces aquí, Weaver?

—¿Me llevas?

—Lárgate. Vuelve a casa.

Empezó a cerrar la puerta, pero Milo se metió en medio.

—Por favor, James, necesito ir.

—Lo que necesitas es volver a casa.

—Venga —dijo Milo, en plan amistoso—. Si tienes que recogerla, te será más fácil conmigo. No se escapará si estoy yo.

Einner se lo pensó.

—En serio —dijo Milo—. Sólo quiero ayudar.

—¿Has hablado de esto con Tom?

—Llámale si quieres.

Einner abrió la puerta otra vez y sonrió, como diciendo que no era tan mala persona.

—Pareces un adolescente pasado de rosca.

Milo no se molestó en decirle lo que parecía él.

El centro de control móvil de Einner era un montaje elaborado consistente en dos portátiles, dos pantallas planas conectadas a una unidad principal, un generador, un micrófono y altavoces. Los asientos estaban apoyados en la pared de la derecha, de cara al equipo. No había mucho espacio, sobre todo porque el anodino chófer de la embajada conducía a golpes de pedal. Todo el camino hasta el piso de Angela en el XI Arrondissement, Einner permaneció en contacto con sus sombras. Informaron de que Angela había subido al metro, había salido en Place de la Nation, y había cogido el largo paseo con árboles de avenue Philippe Auguste hacia su piso en la rué Alexandre Dumas.

—Suerte que la has seguido —dijo Milo.

Einner estaba concentrado en una visión del edificio de pisos de Angela, tomada en gran angular con un aparato diminuto como un alfiler. Vieron cómo Angela cruzaba la puerta de cristal.

—Si tu papel aquí es ponerte sarcástico, te dejaremos en el aeropuerto.

—Lo siento, James.

Condujeron en silencio y pronto llegaron al barrio de Angela. Algunos miembros del cuerpo diplomático, que en París era tan numeroso como para constituir una ciudad propia, habitaban en aquel barrio oriental del distrito once. Las calles estaban llenas de Beamers y Mercedes.

Por un altavoz, oyeron un «clic» y un tono de marcar.

—¿Le has intervenido el teléfono? —dijo Milo, al ver que una pantalla mostraba el número que Angela marcaba: 825 030 030.

—¿Qué te creías, Weaver? No somos aficionados.

—Ella tampoco. Me juego tus días de vacaciones a que te ha detectado.

—Calla —ordenó él.

Una voz de mujer dijo:

—Pizza Hut.

El directorio telefónico del ordenador verificó que eso era cierto.

Angela siguió encargando una pizza Hawáienne con una ensalada griega y seis Stella Artois.

—Qué tragona —dijo Einner, y tecleó algo en el ordenador.

La segunda pantalla, sujeta al interior del techo, se encendió y proyectó un ángulo alto del salón de Angela. Allí estaba, caminando hacia el sofá y bostezando. Milo imaginó que las copas de mediodía le impidieron seguir trabajando por la tarde. Encontró un mando entre los cojines, se acomodó y encendió el televisor. Ellos no veían la pantalla, pero oyeron risas enlatadas mientras ella se bajaba la cremallera de las botas y las dejaba junto a la mesita de café.

La furgoneta aminoró y el chófer dijo:

—Ya hemos llegado.

—Gracias, Bill. —Einner miró a Milo antes de seguir observando la pantalla—. Esto podría tardar días, ya lo sabes. Te llamaré cuando haga algo.

—Si es que hace algo.

—Como quieras.

—Te haré compañía.

Media hora después, el sol empezó a ponerse por el final de la calle, introduciéndose por las ventanas traseras. Los peatones volvían a casa, deseosos de quitarse los trajes. Era una calle bonita, y a Milo le recordó un poco su casa de Brooklyn, que ya empezaba a añorar. Todavía no estaba seguro del por qué no estaba en un avión en ese momento; ¿qué podía hacer realmente para ayudar a Angela? Einner podía ser arrogante, pero no se la jugaría a Angela. Y si al fin y al cabo Milo se equivocaba, si estaba vendiendo secretos, entonces tampoco podría ayudarla.

—¿Cómo salió esto a la luz?

Einner se echó hacia atrás, pero siguió observando a Angela, que sonreía a algo del televisor.

—Ya sabes cómo. Por el portátil del coronel Yi Lien.

—Pero ¿por qué vigilaba el Mi6 al coronel, para empezar?

Después de mirar un rato a Angela, James se encogió de hombros.

—Hacía tiempo que le seguían. Un equipo de dos, cuestión de rutina. Controlando un poco a los adversarios.

—¿Te lo han dicho ellos?

Einner lo miró como si fuera un niño.

—¿Te crees que hablan con los Turistas? Por favor. Sólo Tom es digno de oír sus secretos.

—Sigue.

—Bueno, cada dos fines de semana, el coronel coge el ferry de Portsmouth a Caen. Una casita al norte de Laval. Una de esas casas de campo reformadas.

—¿Y su novia?

—Renée Bernier. Francesa.

—Novelista en ciernes, tengo entendido.

Einner se rascó la mejilla.

—He leído algo de su obra. No está mal.

Cuando Angela se levantó, tecleó algo, y la pantalla cambió al baño, donde ella entró y se desabrochó la falda perezosamente.

—Vas a apagarlo ahora, ¿no?

Einner miró a Milo con aspereza.

—No pienso apagar, Weaver.

—¿Y Renée Bernier? ¿Podía tener acceso al memorando? Einner meneó la cabeza. Le asombraba la simplicidad de Milo.

—¿Te crees que estamos de brazos cruzados o qué? Estamos encima de ella. Es una comunista convencida, eso está claro. Su novela es una gran diatriba anticapitalista.

—Creía que habías dicho que era buena.

—No tengo lavado el cerebro. Distingo a un buen escritor. Aunque sus ideas políticas sean ingenuas.

—Tienes una mente realmente abierta.

—Ya ves —gruñó, y cambió otra vez la cámara cuando Angela tiró de la cadena y volvió al sofá, ahora envuelta en un cálido albornoz blanco—. En fin, ya conoces la historia. El coronel Lien sube al ferry de Caen después de otro de sus fines de semana de perdición. A medio Canal, sufre un ataque. Los dos hombres del Mi6 lo resucitan, y aprovechan para copiar su disco duro.

—¿Por qué Angela?

Einner pestañeó.

—¿Qué?

—¿Por qué están todos convencidos de que ella es la informadora? Todo esto es muy circunstancial.

—¿No lo sabes?

Milo negó con la cabeza, y eso provocó una sonrisa llena de ampollas de Einner.

—Por eso te has puesto tan cabezota.

Tecleó en el segundo portátil. Apareció un archivo denominado GOLONDRINA. Nombres de pájaros. Salidos directamente de Ipcress. Michael Caine, 1965.

Einner empezó a plantear su caso.

Lo que le enseñó era difícil de seguir. Mostró a Milo fotografías de vigilancia, copias de documentos, archivos de audio y vídeos registrados durante los dos meses anteriores. El resultado de una vigilancia dirigida por el orgulloso Turista sentado a su lado. Algunos informes situaban a Angela en fiestas de la embajada china, pero incluso Einner reconocía que eso solo no era incriminatorio. También recalcó que Angela tomaba pildoras para dormir casi todas las noches, como si eso fuera un signo de mala conciencia. Entonces llegó a la parte importante.

—¿Ves a este hombre? —dijo, señalando a un tipo de treinta y tantos con barja rojiza y un traje de marca. Estaba de pie en un cruce cercano al Are de Triomphe, justo detrás de Angela, los dos esperando que cambiara el semáforo. A Milo se le encendieron las mejillas, conocía a ese hombre. Einner dijo—: Fue el nueve de mayo. Mira. —Tecleó y el mismo hombre estaba sentado al volante de un taxi, pero ya no llevaba traje y Angela estaba en el asiento de atrás—. Esto sucedía el catorce de mayo. Esto el dieciséis. —Una tecla y los dos estaban otra vez, en el bistro donde Milo la había seguido, sentados en mesas separadas pero cercanas. Sin embargo, en esta imagen, ella no estaba sola en la mesa. Tenía delante a un joven negro con expresión nerviosa que hablaba gesticulando y con insistencia—. Veinte de junio —dijo Einner, y mostró a Milo otra foto de un cruce, de nuevo con el hombre de la barba rojiza—. Lo único que sabemos de este hombre es...

—¿Quién es el chico?

—¿Qué? —preguntó Einner, molesto por la interrupción.

—Vuelve atrás —dijo Milo, y cuando Einner había vuelto a la foto del bistro, tocó la pantalla—. Este.

—Rahman algo... —Entornó los ojos—. Garang. Sí. Rahman Garang. Sospechoso de terrorismo.

—Ah.

—Angela informó del encuentro —dijo Einner—. Intentaba sacarle información.

—¿En un lugar público?

—Parece que fue idea de él. No es muy profesional, pero ella no se lo discutió.

—¿Obtuvo algo?

Einner negó con la cabeza.

—Creemos que se volvió a Sudán.

—Sudán —jadeó Milo, intentando no parecer interesado.

—Y antes de que lo preguntes —dijo Einner—, no... no creemos que Angela esté colaborando con terroristas. No es un monstruo.

—Me alegro de que lo sepas.

Einner volvió a la última foto de Angela cruzando la calle con el hombre de la barba rojiza.

—En fin, este hombre...

—Herbert Williams —dijo Milo.

—¡Mierda, Weaver! ¿Pararás de interrumpir?

—¿Es él o no?

—Bueno, sí —murmuró Einner—. Es el nombre que utilizó para registrase en la pólice nationale. ¿Y tú cómo coño lo sabes?

—¿Qué más sabes de él?

Einner quería una respuesta primero, pero por la cara de Milo vio que no la obtendría.

—A la policía le dio una dirección del III Arrondissement. La comprobamos, un refugio para los sin techo. Que ellos sepan, nunca ha llamado a su puerta. Dice que es de Kansas City. Pedimos a los federales que lo buscaran, y Herbert Williams aparece en 1991, cuando solicitó un pasaporte.

—¿Debió de utilizar un número de la Seguridad Social, no?

—Lo clásico. El número pertenece a un Herbert Williams, un varón negro que murió a los tres años en 1971.

—¿No tenemos nada más?

—El tipo es escurridizo. Hicimos que algunos de nuestros hombres lo siguieran después de dos de los encuentros de junio, pero siempre se les escapó. Es un profesional. Pero mira esto.

De nuevo, tecleó, y apareció una imagen granulada de un paisaje rural. La primera reacción de Milo fue estética, era una foto preciosa. Un gran espacio abierto, un inmenso cielo, y una casita a la izquierda. Entonces se fijó en un coche cerca del centro. El cursor de Einner se convirtió en una lupa, y amplió. Granulados, pero suficientemente claros, dos hombres estaban junto al coche, hablando. Uno era Herbert Williams, alias Jan Klausner. El otro era un chino gordo, el coronel Yi Lien.

—¿Dónde la hiciste?

—Es material antiguo de la Agencia, del año pasado. Tom la desenterró cuando se enteró de lo del coronel.

Milo se frotó los labios, los tenía más secos que Einner. Empezaba a odiar el concepto de seguridad de Tom Grainger.

—Llevas dos meses siguiéndola. ¿Por qué empezaste?

—La estación francesa hace años que está llena de filtraciones. Langley quería investigarlo, pero fuera de los canales habituales, y decidimos empezar por Angela Yates.

—¿Decidimos?

—Tom y yo.

Era una regla básica de su trabajo que Milo no estuviera enterado de todas las operaciones de su oficina y ahora intentaba recordar si había habido alguna pista de que Angela estuviera siendo investigada. Lo único que se le ocurrió fue cuando, hacía un mes, había pedido utilizar a Einner, que era experto en vigilancia, para poner una escucha en una reunión entre la mafia siciliana y unos presuntos militantes islámicos en Roma. Grainger sólo había dicho que Einner no estaba bien de salud y se lo había dado a Lackey.

—¿Crees que esto es suficiente para hundirla?

—Por supuesto que no, Weaver. Por eso estoy aquí contigo, en lugar de arrestarla y marcharme a casa con mi novia. —Einner se aclaró la garganta—. Ahora tú. Cuéntame lo que sabes del señor Williams.

—Moto —dijo Bill, poniéndose rígido tras el volante.

Se inclinaron hacia la ventana. El sol se había puesto casi por completo, y sólo distinguieron la silueta de un motorista vestido de piel de arriba abajo que se dirigía hacia ellos. Einner se agitó, y sacó una pequeña Beretta de la funda de la axila... una Beretta, ¿qué si no?

—No te pongas en plan pistolero —dijo Milo.

El motorista pasó entre dos coches y se subió a la acera. Una caja roja en el portaequipaje decía: PIZZA HUT.

En cuanto el motorista aparcó y cruzó la puerta de la casa de Angela, Einner enfundó la Beretta.

—Venga. Canta.

Milo le habló de Klausner/Williams y del Tigre. Las novedades descolocaron claramente a Einner. Por los altavoces, oyeron la suave melodía del timbre de Angela. Las manos de Einner cayeron sobre sus rodillas.

—Vaya... el Tigre. —Y después—: Esto lo cambia todo, ¿no?

—No lo creo.

Einner se recuperó.

—Si Angela está relacionada con alguien que controla, o controlaba los movimientos del Tigre, entonces no sólo estamos hablando de que venda secretos a los chinos. La está dirigiendo alguien que tiene contactos importantes. Ahora podría ir por libre. En el mercado.

—El plan sigue siendo el mismo —dijo Milo—. Identificar a su contacto, y atraparlo. No tocar a Angela hasta que lo tengamos a él.

—Sí —reconoció Einner con una pizca de distraída melancolía—, tienes razón.

Milo abrió la puerta trasera y salió a la calle.

—Me voy a cenar. Avísame si cambias de posición, ¿de acuerdo?

—Claro —dijo Einner, y cerró la puerta.

El aire de París olía a jamón y a pina caliente.