9

LOGRÓ acompasar su respiración con el ritmo irregular del aliento de la Madre Tierra. Sentía el calor en su rostro. Escuchaba los latidos del suelo acompañando a su corazón. Su olfato captaba el olor de la hierba seca.

Había encontrado su espacio sagrado. Al fin caminaba en equilibrio.

Abrió los ojos y extasiado, vio como un océano de hierba tostada se extendía hacia el más allá. El astro rey estaba a punto de besar con su redondez la línea del horizonte. En pocos minutos se ocultaría y el fuego conquistaría la pradera, como cada atardecer. Y esto sucedería con el paso de cada glorioso día, hasta el fin de los tiempos.

Alzó la vista. Un halcón de cuello rojo volaba de forma extraña en el cielo, surcando un círculo perfecto. Su grito le saludó.

El ambiente dio paso a otro sonido. Miró hacia el suelo. Era la tierra, que vibraba, palpitaba, temblaba, rugía.

A lo lejos observó como una nube de polvo se acercaba. ¿Qué era aquello? Su corazón retumbó intensamente, tanto, que casi se le escapó del pecho. Intentó levantarse. No pudo. La ansiedad lo invadió. No podía moverse y aquello cada vez estaba más cerca. Una intensa emoción le paralizó los músculos. Dejó de respirar, pero curiosamente no se ahogó y de sus ojos manaron las lágrimas. Tenía la certeza de haberlo visto antes.

Se mareó al comprender de qué se trataba; una manada de bisontes en estampida se acercaba directamente hacia él. Iban a aplastarlo si no lograba levantarse. Aun así, se creía seguro. Curioso, era su cuerpo el que sentía las reacciones del miedo y su mente la que se colmaba de alegría. Toda una contradicción.

Gritó de euforia y su alarido se perdió en mitad de aquel estruendo, justo en el instante en que los bisontes desaparecían como si jamás hubieran existido.

Y quedó solo en mitad de una angustiosa oscuridad. Rogó a Dios para que su visión regresara. Quería sentirlo de nuevo. Debía hacerlo, sino su alma moriría.

Y cuando había perdido ya toda esperanza, escuchó una risa que llenó su corazón de anhelo. Sabía quién era la dueña de ese arrullador gorjeo pero no lograba alcanzarla. Rogó a Dios de nuevo y la oscuridad se tornó luz. Había regresado a la pradera.

La suave brisa mecía las altas hierbas secas y entre ellas había una mujer. Enfocó la vista y la reconoció. Pero no estaba sola. Había con ella un niño pequeño. Jugaban y reían. Era preciosa. Su corazón cantó de alegría y sus piernas al fin respondieron. Se alzó y logró verla en todo su esplendor. Una larga melena roja flotaba sobre la pradera y su esbelta figura se dibujaba en el horizonte eclipsando al mismísimo círculo solar.

La llamó por su nombre;

—¡Eliza!

Julio abrió los ojos y su grito enmudeció.

Miró confuso a su alrededor y parpadeó. El sueño había parecido tan real que encontrarse en su propia habitación, solo y arrebujado a los pies de la cama le hizo dudar de su raciocinio. ¿Qué hacía con Eliza en aquel lugar? ¿Y cómo le había crecido tanto el pelo? ¿Y quién era ese niño? Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Reconocía ese lugar, eran las tierras del pueblo de su madre pero jamás había estado allí con ella... ¿O sí? Desconcertado, se acomodó con las piernas cruzadas y se frotó los ojos. Respiró profundamente e intentó calmarse. No pudo. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos de nuevo, deseando con todas sus fuerzas regresar. Regresar. Regresar.

Pero el sonido del despertador le obligó a dar un respingo y volvió a la realidad. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¡Eran las seis de la mañana y tenía que levantarse para ir a trabajar! Menos mal que vivía en el mismo recinto del Clexintong Club, lo que le daba la ventaja de no tener que levantarse a las cinco.

Se dio una ducha rápida. Se miró al espejo y optó por no afeitarse, lo había hecho hacía dos días y gracias a sus raíces Sioux no tenía demasiado pelo en la cara. Se vistió, desayunó una rápida tostada de pan con sobrasada mientras esperaba a que el café se hiciera y cuando se lo hubo tomado salió afuera, no sin antes ponerse el sombrero.

El frío le dio la bienvenida. Se metió las manos en los bolsillos y se dirigió a las cuadras. Cuando hubo terminado de dar el desayuno a los caballos, caminó rápido por el pasillo hasta que llegó al guarda arnés, que hacía las veces de despacho y que compartía con la encargada, Sarah. Iba a preparar las monturas de la primera clase de los críos cuando ella lo sorprendió sentada delante del ordenador.

—Buenos días, Pluma Roja —lo saludó con una sonrisa pícara.

Julio, la miró pasmado.

—¿Disculpa? —había quedado sorprendido por el sobresalto que sintió al escuchar ese nombre.

—¿Qué te pasa? ¡Ni que hubieras visto un fantasma! —dijo ella tras soltar una carcajada.

—Es que no entiendo por qué me has llamado Pluma Roja.

Sarah frunció el ceño. Juraría que en la nota que Eliza le había enseñado, Julio había firmado con ese nombre. La reacción de su amiga había sido enigmática cuando había descubierto la nota entre los apuntes de su novela. Y ahora Julio se quedaba en trance. Había dado por hecho que el joven argentino conocía el talento de su amiga con las novelas románticas y había intentado hacer una broma al respecto utilizando el paralelismo, pero al parecer no le había hecho ni pizca de gracia a juzgar por su reacción. Estos dos últimamente estaban rarísimos, pensó.

—Perdona Julio. Era una broma que al parecer no has captado.

—No pasa nada, es que me he levantado con el pie izquierdo —se rascó el mentón para luego añadir—, pero me gustaría que me explicaras eso de la pluma roja...

—¡Ui, pues no puedo! —dijo levantándose y cerrando el portátil como si llegara tarde a algún sitio— porque dentro de media hora llegará Eliza —dijo su nombre con voz melosa y luego soltó una risita.

Julio iba a replicar, pero Sarah ya se había escabullido. Frunció el ceño durante unos minutos intentando averiguar qué era lo que se estaba perdiendo y finalmente desistió. Cosas de mujeres, pensó.

Eliza caminaba a grandes zancadas por el aparcamiento hacia el guarda arnés. Enrique la seguía hecho una furia. Mierda, pensó, tantos meses evitándolo para nada. Incluso tuvo que cambiar el número de móvil. Pero el muy psicópata se había pasado la noche anterior aparcado junto a la entrada de su finca para después seguirla por la mañana, porque al parecer, algún idiota le contó que el pasado viernes se presentó en casa de Germán con un chico que trabajaba en el club.

—¡Explícame por qué has tardado tan poco en buscarte alguien que te caliente la cama!

Menos mal que era muy temprano y no había llegado nadie todavía porque Enrique gritaba como un descosido. Se paró en seco en mitad del aparcamiento y se dio la vuelta, enfrentándolo.

—¡No es asunto tuyo!

—¡Claro que lo es! Primero te largas de casa sin dar ninguna explicación y luego, tras dos meses de no dar señales de vida te presentas a un evento social con otro tío. ¡Me has puesto los cuernos! Por eso te fuiste, ¿verdad?

Lo fulminó con la mirada y sin poder contestar a causa de los nervios, volvió a darse la vuelta y caminó todavía más rápido hasta que se adentró en el pasillo de las cuadras. Enrique la siguió hasta el guarda arnés y al ver que ella preparaba la silla de montar y seguía ignorándole volvió a la carga.

—¡Te estoy hablando! —gritó

Eliza se dio la vuelta de nuevo.

—No me estás hablando, me estás gritando. Y te aseguro que como continúes con este absurdo acoso llamaré a la policía.

Enrique la agarró por los hombros y acercó su cara a la de ella en gesto amenazante. Eliza no dio ni un paso atrás. Tampoco dejó de mirarle a los ojos.

—Enrique, quítame las manos de encima —dijo con calma total.

Por fortuna, la soltó.

—¡Exijo una explicación!

—Ese es el problema Enrique, tú siempre exiges. Pues me fui por eso y por lo que me hiciste aquella noche. ¿O es que ya no te acuerdas?

—¡Por el amor de Dios Eliza! —se llevó las manos a la cabeza—. ¡Ibas a publicar esa porquería!

—Estuve un año entero escribiendo esa novela y tú la borraste de mi ordenador. ¡Eres un...! —no terminó la frase intentando contener su furia.

—Pero si te hice un favor. Evité que hicieras el ridículo.

Esta vez, Eliza alzó la voz y empezó a imitarlo con exagerados ademanes. Su mirada era de rencor.

—Eliza, no tienes talento, olvídate de escribir. Eliza tienes que adelgazar, te sobran cinco kilos. Eliza, si no haces más deporte y comes menos te dejaré ¡Estás gorda!

—¡Solo quiero lo mejor para ti! —se defendió Enrique—. Y si no estabas a gusto con la relación podrías habérmelo dicho para que yo pudiera hacer algo al respecto. Pero no. En lugar de hablar las cosas huiste como una maldita cobarde. Típico de ti.

—Estás confundido. Un cobarde es alguien que no es dueño de sí mismo. Alguien que se rinde ante el miedo, el enfado, el deseo o la agonía. Y sí, puede que yo lo fuera, pero ya no soy la misma y me cansé de reírte las gracias. Me he dado cuenta de que quiero a mi lado a un hombre que apoye mis decisiones e ilusiones, y si me equivoco, cosa que seguramente haré porque no soy perfecta, me ayude a comprender mis errores con cariño y no degradándome y haciéndome sentir una inútil. Necesito a alguien que me quiera y me respete. Y esa persona no eres tú.

—Pues déjame decirte que estás muy equivocada —farfulló—. Tienes una personalidad complicada, por eso nadie te soporta así que es mejor que te replantees lo nuestro porque si no te quedarás sola.

Ella sonrió con mofa.

—Enrique, no confundas mi personalidad con mi actitud. Lo primero es quien soy y lo segundo depende de quien seas tú.

Él abrió la boca, indignado.

—¡No pienso salir de tu vida tan fácilmente! ¡Nunca encontrarás a alguien como yo! —bramó.

Eliza torció el gesto antes de responder;

—¡Esa es la idea!

Julio, llevaba varios minutos esperando en la puerta del guarda arnés porque había olvidado recoger unas cabezadas que necesitaba para la clase y fue toda una sorpresa comprobar que allí dentro estaban Eliza y un tal Enrique, discutiendo. Primero había optado por irrumpir y liarse a guantazos con aquel imbécil, pero enseguida pensó que era mejor no inmiscuirse. Ella sola podía sacarse las castañas del fuego y ciertamente, lo hacía fenomenal, pero los gritos de aquel energúmeno acabaron por preocuparlo y decidió entrar.

—Disculpe. Creo haber escuchado a la señorita decir que la deje en paz.

Eliza se olvidó de respirar al ver a Julio bajo el marco de la puerta, con los brazos cruzados y asomando su negra y desafiante mirada bajo el ala del sombrero.

—¿Y quién diablos eres tú para meterte donde no te llaman? —preguntó Enrique con ínfulas de superioridad.

Julio, que observó a Eliza con una sonrisa de medio lado, pensó que el pasmo le sentaba de maravilla. Luego volteó la vista hacia su contrincante y caminó hacia él. Los tacones de las tejanas resonaron sobre el suelo de madera. Midió muy bien el tiempo que tardaba en acercarse y finalmente se plantó a un metro de distancia con las manos en los bolsillos, mirándolo desde arriba, ya que le sacaba casi dos cabezas.

A decir verdad, el tal Enrique era un hombre apuesto. Rubio, ojos azules y rostro aniñado. Vestía un jersey oscuro de rombos bajo el cual asomaba el cuello de una camisa blanca y pantalones de pinzas beige. Los zapatos, impolutos. Ciertamente, ese tío era todo un pincel pero su mirada delataba inseguridad. Se veía a la legua que ella tenía más carisma que él y por descontado mucho más talento. En pocos segundos llegó a la conclusión que ese joven malcriado tenía un grave complejo de inferioridad y por eso, según había escuchado por casualidad desde el pasillo, la infravaloraba. Al parecer eso lo hacía sentirse más hombre. Le pareció de una sublime falta de hombría.

—No soy nadie que a usted le pueda interesar —respondió a la vez que sonreía con una bien estudiada ironía—. Y le invito a que abandone estas instalaciones y no cause más problemas a nuestros clientes, porque si no es así, me veré obligado a mostrarle con mucho gusto el camino hacia la salida.

Eliza, pudo observar todavía patidifusa como Enrique temblaba de rabia y supo que no osaría enfrentarse a semejante dispendio de masculinidad.

—¡Eliza! —graznó—. ¿Sabe este tío quién soy yo?

Ella, que hasta ahora no se atrevió a pronunciar palabra, se recompuso y alzando una ceja escupió las palabras con indiferencia.

—Claro que sí. Solo hace falta echarte una ojeada para averiguarlo.

Julio escondió una sonrisa. ¡Esa era su chica! Inteligente, sutil y creativa.

Enrique, enrojeció y al verse acorralado no tuvo más remedio que largarse. No sin antes mirar a Eliza con gesto ofendido.

Cuando se hubo ido suspiró aliviada y se apoyó en la pared. Había pasado muchos nervios. Cuando Julio apareció casi se había muerto de vergüenza pero por fortuna la pelea de machos había durado menos de lo que canta un gallo. Enrique no podía competir con Julio en nada y mucho menos en testosterona. Lo que le recordó que su cowboy volvía a todas sus feromonas unas chifladas de remate y en ese mismo instante tocaban las palmas, cantaban rumbas, bailaban la danza del vientre y tiraban petardos como si estuvieran en el día grande de las fallas celebrando la victoria del macho alfa de la manada. Se atrevió a mirarlo y comenzó a hiperventilar. Él se acercaba lentamente, calculando los pasos cual lince al acecho sobre un pobre pajarillo que se sabe sin escapatoria. Ahora no sonreía, su expresión era intensa y en sus ojos se combinaba en partes iguales la bravura, el enigma y la emoción. No le quedó otra que poner las palmas sobre la pared para no caer redonda al suelo y se sintió empequeñecer. Miles de epítetos se pasearon por su mente: Rudo, viril, sugestivo, sensual, erótico... Pero solo tres palabras estaban a su altura; ese hombre era... ¡Un tío bueno! Por favor, tanta hombría no podía ser buena para la salud y seguro que no existía la vacuna para evitar tal enfermedad. ¡Estaba perdida! Si se acercaba un poco más iba a darle un infarto.

Y el sinvergüenza lo hizo. Se acercó. ¡Y de qué forma! Sin dejar de mirarla a los ojos, se quitó la chaqueta y la tiró al suelo, descubriendo una ajustada camiseta de manga corta que dejaba ver sus potentes bíceps e intuía unas abdominales exageradamente marcadas. Y cuando la tuvo a tan solo cinco centímetros de distancia, colocó los brazos contra la pared, acorralándola.

¡Socorro!, pensó Eliza, que en aquel instante deseaba fundirse con la pared de marés que tenía a su espalda. Porque si no se fugaba de aquella escandalosa situación acabarían dando un espectáculo ante los niños de la primera clase, que estaban a punto de llegar. Pero Julio no le dio escapatoria. Se pegó todavía más a ella, aprisionándola y pudo sentir su tibio aliento contra el cuello. Escuchó su respiración, acompasada con los insistentes latidos de su corazón y deseó con todo su ser que lo que notaba sobre su vientre, férreo, mayúsculo y vehemente, la penetrara en ese mismo instante de forma brutal, tal y como garantizaba la provocativa expresión de su mirada. Oh, Dios, aquellos labios entreabiertos, gruesos y húmedos que prometían ser jugosos y exquisitos estaban a tan solo dos centímetros de su pómulo izquierdo. Solo tenía que ladear un poco la cabeza para catar semejante ambrosía. ¡Pero era incapaz de moverse!

Así que fue Julio quien la arrolló con un beso seductor, al principio delicado y ambicioso después, explorando su boca con insistencia, conquistándola. Ya nada más importó y se rindió correspondiendo con igual pasión. Y aquella unión se convirtió en una lucha entre dos cuerpos sedientos de algo que llevaban demasiado tiempo deseando. Tuvo que colgarse de su cuello para no caer al suelo, ya que él la levantó a horcajadas como si pesara menos que una pluma. Sintió de nuevo la dureza de su entrepierna y gimió de deseo, abrazándolo fuertemente con las pantorrillas mientras él la agarraba por los muslos. Lo tomó del pelo y su sombrero acabó en el suelo. Estaban tan sedientos el uno del otro que olvidaron donde se encontraban y Julio empezó a desabrocharle la camisa con los dientes mientras profería un anhelante gemido que reflejaba el ansia que sentía por descubrir sus pechos. Eliza no aguantó más y febril de deseo, deslizó sus manos hacia la entrepierna para desabrocharle el cinturón. Se lo quitó de un solo gesto y se enredó con los botones de sus vaqueros. Julio, decidió que estarían más cómodos sobre la mesa de Sarah, así que la llevó hasta allí a trompicones, la colocó sobre ella y sin dejar de comérsela a besos terminó con las manos el trabajo que había iniciado con los dientes para descubrir al fin unos perfectos senos cubiertos con un sujetador deportivo de color negro. Deslizó las manos por la espalda para desabrochárselo a la vez que empezaba a descender con la boca por su cuello, antes de mordisquear la oreja de forma sugerente. Eliza gimió al sentir su aliento y expuso la garganta al completo. Iba a morirse de deseo. Se escucharon unos pasos que se acercaban, pero no hicieron caso. Ahora solo existían ellos dos y nada ni nadie los separaría jamás.

A Sarah, que había esperado a su mejor amiga durante media hora en la pista de doma para iniciar el entrenamiento, se le diluyó por completo el enfado. ¡Aquel par en celo se estaba dando el lote sobre su escritorio! Tras la sorpresa inicial, carraspeó. Esperó y nada. Lo hizo una segunda vez y ellos parecieron ignorar su presencia.

—¡Ehhhh! —gritó y por fin obtuvo el efecto deseado. Y al ver los rostros de desconcierto de aquellos dos tortolitos sonrió divertida.

Julio tuvo la decencia de cubrir con su abrazo el torso desnudo de Eliza, que ahora tenía la cara casi tan roja como su melena. Gesto que agradeció, porque además, le proporcionaba una vista panorámica de su culo, que aunque parcialmente cubierto con los calzoncillos, era espectacular. ¡A la porra si se trataba del novio de su mejor amiga! Estaba como un queso y Eliza no podría acusarla de traición por mirar algo que debiera ser de interés nacional.

Al fin comenzaron a vestirse. Cuando estuvieron adecentados, él tomó su sombrero y chaqueta, guiñó un ojo a Eliza y salió del despacho tocando el ala de su sombrero a modo de saludo.

Cuando al fin quedaron a solas, la intrusa la miró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Veo que se te ha escapado un semental de la cuadra —empezó a decir mientras Eliza se abrochaba la camisa—. Ten cuidado amiga, que tres coces del mismo potro en la misma nalga dan para reflexionar.