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Luna de las Hojas Verdes. Planicies centrales.
Territorio Lakota
Daba la impresión de que el corazón de la Gran Madre latía desbocado. Pero era Tatanka, el causante.
Los búfalos galopaban en estampida haciendo estremecer el suelo mientras más de cinco puñados de valientes hombres a caballo dirigían a la manada a la vez que cargaban con sus flechas y lanzas, dejándose ver entre la nube de polvo que los envolvía. Sus familias dependían de ellos en esos instantes. Tatanka no era solo su alimento, también era su vestimenta, su hogar y sus creencias.
Pluma Roja, arrojó la lanza con pericia, tumbando al enorme bisonte a la vez que su veloz caballo pinto volaba raudo sobre la pradera. Un grito de júbilo salió de su garganta. Había agotado ya todas sus flechas con efectividad y la lanza también dio en el blanco. Era un hombre afortunado y la juventud lucía sublime en él como una inmensa cascada golpeando al caer en las tranquilas aguas de un lago. Sus largos y negros cabellos ondeaban al viento adornados con cuatro plumas blancas. El brillante sudor que bañaba su desnudo torso acentuaba sus potentes músculos, ahora en tensión, y en sus pectorales podían observarse con claridad dos enormes cicatrices anunciando que el gran guerrero se había sometido al tormento de la danza del sol para obtener una visión que marcaría su existencia de por vida. Su rostro, pintado de negro en antifaz, le daba un aspecto poderoso e inquietante cuando volaba raudo sobre su montura tras sus presas, pero Pluma Roja lucía ahora una amplia sonrisa. Se sentía dichoso y el orgullo lo inundaba.
Cuando decidieron que ya habían cobrado suficientes presas, bajó de su caballo y escogió una de sus más preciadas piezas para honrar al espíritu de Tatanka. Un enorme macho yacía sobre el interminable y verde mar de pradera, ahora aplastada por la estampida. Se agachó y besó su hocico, inhaló su aliento y devolviéndole el suyo propio, agradeció al impresionante animal el sacrificio de su rebosante vida por la subsistencia de su pueblo. Acto seguido profirió un victorioso grito tras recuperar su lanza, que la alzó hacia el cielo con potestad. Gritos de júbilo lo secundaron y se acercaron las mujeres más jóvenes, que habían esperado en la retaguardia para despiezar a los animales y poder transportarlos hasta el poblado. El resto, como algunas otras más maduras, ancianos y niños más mayores les aguardaban a menos de media jornada, ya que la tribu se trasladaba tras las grandes manadas de bisontes.
Regresaron jubilosos y cargados de provisiones. La cacería había sido un éxito y su madre aprobaría su valentía cuando comprobara la cantidad de pieles que iba a disponer para construir un tipi nuevo. En la estación de las nieves no reinaría el hambre.
Divisó el poblado y el orgullo le inundó el pecho. Sonrió hasta que casi le dolieron las mejillas. La manada de caballos de interminables colores pacía en la pradera junto al río. Los tipis ya estaban alzados y los niños pululaban alrededor de ellos, ajenos a cualquier otra cosa que no fueran sus juegos infantiles. Las mujeres jóvenes, que regresaban del río saludaban sonrientes a los valientes cazadores que orgullosos gritaban de júbilo.
Ese era su pueblo y lo amaba.
Entraron de forma triunfal, galopando desbocados con las lanzas en alto y gritando de alegría. Sin embargo, y muy a su pesar, su espléndida y blanca sonrisa desapareció de súbito al ver a Caballo Negro, el hombre medicina y a su joven y hermosa hija, Piedra de Río, que aguardaba junto a su madre. Sabía lo que aquello significaba. Responsabilidad. Se tensó y desmontó con cautela. La joven se apresuró en silencio y con la mirada gacha tomó las riendas de su montura para lavarla después en el río, mostrando así públicamente su devoción por el gran guerrero. No obstante, Pluma Roja, sin dedicarle una mirada, se acercó a saludar a su madre. Cuando estuvo frente a ella, el gran hombre medicina, la figura más importante para la comunidad en el terreno espiritual, le hizo un desaire en respuesta a la falta de atención para con su hermosa hija y se marchó sin pronunciar palabra. Pluma Roja frunció ligeramente el ceño, pero enseguida sonrió.
—Saludos, madre —dijo con tono amable
—Hijo, veo que la cacería ha sido un éxito. Ven, tenemos que hablar —dijo la mujer haciendo un sutil gesto con la cabeza.
Su madre, Siete Lunas, había sido una mujer muy bella en su juventud y todavía seguía siéndolo. Sus largos cabellos de color azabache, aún no estaban nevados, y en sus expresivos ojos negros, se intuía una gran fuerza y determinación. Contaba ya con cuarenta y cinco veranos, sin embargo, aparentaba diez menos. Era una mujer muy importante y portadora de un linaje de elevado prestigio y muy antiguo, que Pluma Roja había heredado gracias a ella. Su padre, Siguiendo las Nubes, era el jefe en la actualidad, pero se encontraba muy enfermo a causa de las heridas infectadas sufridas en contienda con sus enemigos, los apsaalooke, hijos del ave de pico largo, y aunque, como norma general, el liderazgo no era hereditario, sino que se obtenía por méritos, Pluma Roja tenía grandes opciones para ser un gran caudillo, sobre todo si se unía a Piedra de Río.
Debido al acuciante calor del medio día, no entraron en el tipi, sino que se sentaron fuera, bajo un porche de piel sostenido por dos finas varas de sauce. La mujer estaba decorando un escudo ceremonial para su hijo, representando un halcón, su animal de poder. Era una gran artista.
—¿Ha tenido Caballo Negro un mal sueño? —preguntó Pluma Roja, a pesar conocer la respuesta. Su madre, Siete Lunas, le miró de forma severa.
—Hijo —respondió ella dejando de forma momentánea lo que estaba haciendo—. Deberías tomar a Piedra de Río como esposa. Su padre se está impacientando y eso no es conveniente. Ella es una muchacha virtuosa, además de una excelente curandera. Es una mujer digna de un gran jefe, como espero que serás dentro de muy poco. ¡Nadie comprende tu actitud!
Pluma Roja frunció el ceño. Vio como su madre mezclaba un pigmento con arcilla sobre un trozo cóncavo de madera de sauce y esperó hasta que hubo terminado. La noticia que iba a darle no iba a ser de su agrado.
—No voy a unirme a ella por el momento. Los espíritus me instan a viajar al este.
Su madre frunció el ceño contrariada y abrió la boca para protestar, sin poder contener su evidente desacuerdo. Sin embargo, Pluma Roja continuó hablando para que su madre no tuviera demasiado tiempo para articular la réplica.
—Me preparé el tiempo que tarda la Madre Tierra en ser acariciada por las cuatro estaciones. Me purifiqué en la choza de sudación, bailé la Danza del Sol, ayuné durante cuatro días y cuatro noches. Obtuve una visión. Era una pluma roja que danzaba en el cielo, sobre todos nosotros y sobre el mundo. Después bajaba y se posaba sobre mi corazón, y el peso era enorme a pesar de su delicadeza y fragilidad. Pero no estaba aquí.
Pluma Roja tomó aire para sentenciar
—Debo hallarla. He hablado, madre.
Siete Lunas observó a su hijo unos instantes. Su mirada no reveló ningún sentimiento, pero en el fondo se sentía muy orgullosa de él. Una visión era algo importante. No todas eran iguales ni tenían el mismo significado. Unas veces instaban al individuo a conseguir algo concreto, otras tan solo encauzaban una senda marcada por los acontecimientos. Unas personas tardaban años en hallar una visión, otras jamás la encontraban. Lo que era desalentador. En algún momento de la vida, toda persona necesitaba sentir el Gran Misterio, que estaba más cerca de nosotros cuando nos encontrarnos en soledad, abrazando el silencio.
Por esa razón, Siete Lunas no fue capaz de recriminarle a su hijo el hecho de que no se quedara para unirse a Piedra de Río, aunque ello significara ganarse la enemistad del hombre medicina, algo sustancial para el futuro de Pluma Roja como jefe. Colocó el escudo, las pinturas sobre el suelo y alargó su elegante brazo para acariciar a su único hijo con cariño.
—Es muy doloroso para una madre ver partir a quien ha nacido de sus entrañas. Sin embargo, no permitiré que un reproche mío se convierta en un lastre que impida el paso firme de tu andar. Ve hijo, has hablado y las palabras son sagradas. Tienes mi bendición.
9 de Agosto de 1757 (Fort William Henry)
Hacía dos años que Gran Bretaña y Francia se disputaban Norteamérica. De momento eran los franceses quienes ganaban terreno, ayudados por la práctica totalidad de los indios locales, que conocían mejor el terreno. Solo la confederación Iroquesa se había mantenido neutral.
Rodeados, exhaustos y sin apenas suministros, los soldados ingleses del Fuerte William Henry se apostaban sobre las tarimas que daban al exterior, consiguiendo a duras penas repeler el último ataque del enemigo. Estaban cansados y algunos de ellos ya no prestaban atención. Hacía varios días que los franceses no les daban tregua pero en aquellos precisos instantes se respiraba una relativa calma, pero sabían que pronto reiniciarían la presión de asedio y el final no sería agradable.
Pero todo eso a Georgiana le daba igual. Paseaba hastiada por la sucia y desierta plaza cuadrada del fuerte. Si se le podía llamar plaza, ya que más bien se trataba de una explanada de barro repleta de cenizas, trozos de chatarra, porquería y hedor a muerte. Ya se había cansado de estar encerrada en aquella sucia barraca y había salido a tomar el aire, aunque estuviera viciado por el olor a pólvora y a madera quemada. Catherine, su doncella, la acompañaba varios pasos atrás en silencio. Las dos opinaban igual al respecto. Este no era lugar para una dama. Ni tan solo para una mujer decente.
Cuanto ansiaba regresar a Inglaterra. Su esposo, Henry Herbert conde de Shaftesbury, había insistido en que lo siguiera hasta las Américas y todavía no entendía como había aceptado tal “invitación”. Habían acabado, en mitad de las contiendas y era sumamente peligroso. ¿En qué habría estado pensando cuando embarcó hacia el nuevo mundo? Al parecer, Henry solo se preocupaba por sí mismo, pero la estricta educación que Georgiana había recibido desde niña, le había impedido contradecir cualquier decisión de su esposo. Aun así, su paciencia estaba empezando a tocar fondo.
Hacía semanas que habían abandonado Boston y ahora se arrepentía hasta el extremo de haber sucumbido a los caprichos del conde. Sorprendentemente, echaba de menos aquella ciudad, a pesar de que le resultaba vulgar en comparación con Londres o París, no obstante se vislumbraba un atisbo de civilización en ella. Y, a pesar de que los eventos sociales carecían de suficiente distinción para una dama de su categoría, al menos podía entretenerse con los chismorreos de la burguesía local, o simplemente pasear por las calles arboladas, visitando, bajo su punto de vista, las vulgares tiendas del centro. Además, allí había dejado a buen recaudo su amplio guarda ropa. Rememoró con ojos soñadores su hermoso vestido color vino, que hacía juego con su rizada y roja melena. Era su favorito. Saltaba a la vista que se trataba de una pieza excepcional, porque todos la admiraban a pesar de que las gentes de aquella ciudad no fueran capaces de apreciar el valor de tan exclusiva prenda, ya que iban varios años atrasados en moda y no podían ni tan solo imaginar su precio. Su delicioso sombrero a juego, adornado con una atrevida pluma de avestruz era una maravilla... Recordó también, lo bien que le sentaban los pendientes de topacio azul y oro blanco que su esposo le había regalado por su cumpleaños, alegando que ninguna piedra preciosa podía competir con las joyas más hermosas que lucía en su rostro, sus ojos plateados. Georgiana, reconoció a regañadientes que, cuando quería, Henry era todo un galán, pero ella sabía en el fondo de su corazón, que en verdad solo la trataba y cuidaba como a una más de sus múltiples pertenencias. Él, era muy cuidadoso con sus cosas y le gustaba enormemente alardear de su fortuna. Ese era el motivo por el cual había insistido tanto en que le acompañara.
Frunció el ceño. ¡Y por eso se encontraba en esa maldita situación! Luciendo un pesado y sucio vestido color verde oscuro, anteriormente hermoso, pero que ahora le impedía caminar con fluidez debido al peso que provocaba el barro seco aferrado a los faldones. Y cuando no era el barro, era el polvo. Y cuando no era el polvo era el humo que ennegrecía de hollín su níveo rostro. Ya se habían echado a perder sus exclusivos botines a juego, con hebillas de oro engastadas en esmeraldas y ahora se veía obligada a lucir unas horribles botas marrones, que para colmo, le venían grandes. Resultaba irónico que las sucias faldas del vestido ocultaran semejante ridiculez.
“Henry” pensó para sus adentros a la vez que resoplaba y proyectaba una mirada furibunda hacia ninguna parte. “Eres un absoluto embaucador y un irresponsable que me has arrastrado hasta el fin del mundo. Un lugar salvaje, inhóspito, maloliente y que incluso en pleno verano hace un frío espantoso por la noche”. Enseguida intentó contenerse. Últimamente, distaba mucho de exhibir el distinguido comportamiento que le estaba obligado a una gran dama, pero este lugar lograba que sus instintos más primarios salieran a la luz y se sentía incapaz de controlarse. Además, en ese sucio y destartalado fuerte, todo era un completo aburrimiento y para colmo los franceses los habían sitiado. Hacía una semana que se habían visto obligados a racionar los víveres y la situación se estaba volviendo insostenible. El maldito lago que se encontraba tras el fuerte, estaba fervientemente vigilado y era peligroso acercarse para recoger agua. Y no es que comiera en exceso, en realidad casi no lo hacía, ya que la comida era cruel enemiga de su esbelta figura, pero la escasez de agua era para ella el mayor de los suplicios, ya que era con lo que se acostumbraba a llenar el estómago, siempre hambriento... Y lo que era peor... ¡Ni tan solo podía darse un baño o lavarse el pelo! Y por el amor de Dios... Como echaba de menos una copa de borgoña. Aquí solo disponían de whisky aguado. ¡Y ya se había terminado!
No podrían escapar con vida de esa ratonera, a menos que sucediera un milagro. Los nervios de los soldados estaban al límite y ella se sentía totalmente fuera de lugar. Hacía días que no podía ni tan solo dirigirle la palabra a su esposo. No es que lo echara de menos, ya que en realidad no disfrutaba demasiado de su conversación, pero en ese momento le habría encantado decirle todo lo que pensaba de él.
—Oh Catherine... Esto es un suplicio. Me muero por regresar a Londres —dijo Georgiana extendiendo sus blancas manos sobre la falda de su vestido—. Y mi pelo... —dijo esta vez mesándose la melena, a la vez que arrugaba la nariz—. ¡Esto es insufrible! Y esos malditos indios de ahí fuera me sacan de quicio con sus ridículos gritos. Parecen perros sarnosos muertos de hambre acechando un gallinero. ¡Dios quiera que el coronel Monro nos saque pronto de este apuro!
Catherine, su doncella no pudo más que darle la razón, aunque a ella los indios no le parecían perros sarnosos, sino más bien terroríficos lobos acechando entre la maleza. Y por culpa de esos gritos, hacía tres noches que no había pegado ojo muerta de miedo mientras su señora se rendía a Morfeo, sin aparente preocupación. Opinó que la condesa de Shaftesbury era muy atrevida e imprudente utilizando tal comparación. Ciertamente, no parecía ser consciente del peligro que corrían.
—Afortunadamente no todos son unos salvajes, milady. ¿Recodáis al indio que recogió vuestro sombrero el invierno pasado? Creo recordar que lo comparasteis con un guepardo, por su elegancia.
Georgiana abrió la boca y los ojos de par en par mirándola con rubor.
—¡Catherine! —exclamó ahogando un grito—. ¡No hables tan alto! Además... —continuó mientras intentaba disimular una coqueta sonrisa— ese joven no se parecía en absoluto a los que se ven por aquí. Esos de ahí fuera, llevan las caras pintadas de negro y se comportan como demonios. No puedo entender como el General Louis Joseph de Montcalm los acepta como aliados. ¡No parecen dignos de confianza!
—Lady Georgiana, si se me permite dar mi humilde opinión... —empezó a decir la doncella.
—¡Por Dios muchacha! —exclamó indignada y mirándola con sorpresa. Catherine dio un paso atrás—. ¿Cuando te he negado la palabra? ¡Ni que fuera un ogro!
Catherine, por su parte, disimuló una sonrisa. No, desde luego, Lady Georgiana era bastante llevadera, pero tenía un genio de mil demonios cuando las cosas no salían como a ella le gustaban. Y en ese mismo instante, era pura dinamita a punto de estallar. Echaba de menos a la Georgiana de Londres. Dulce, amable y simpática. Aún así, se atrevió a hablar porque, entre otras cosas tenía noticias esperanzadoras.
—Milady... —empezó a decir con cautela— he escuchado los chismes de los soldados. Al parecer creen que el mensajero que partió hace dos días, llegó con éxito a Fort Edward y el General Webb acudirá presto en nuestra ayuda. ¡Vamos a salir de aquí!
Georgiana quiso creer a su doncella, pero algo le decía que las cosas no iban a ser tan sencillas. Bufó consternada.
—Especulaciones Catherine. Intuyo que esto acabará muy mal. ¡He sido una estúpida! No debería haber acompañado a mi esposo, y para colmo te he arrastrado hasta aquí, exponiéndote también al peligro. Juro que cuando todo esto acabe, si es que acaba bien, haré de mi marido el hombre más desgraciado que exista sobre la faz de la tierra... —dijo la joven condesa entornando los ojos. Esos ojos grises que amenazaban con descargar una tormenta de rayos y truenos.
—¡Milady! —exclamó Catherine, santiguándose—. No debería tomar el nombre de Dios en vano.
Georgiana, siguió protestando durante un buen rato.
—¡Y yo que me quejaba de Boston! ¡Estúpida incauta! ¡Esto es peor!
Sí —pensó Catherine—. Esos ojos ya empezaban a soltar destellos amenazadores. La dama de compañía se encogió de forma inconsciente. La condesa fruncía el ceño y un tic nervioso en su delicada barbilla presagiaba que pronto estallaría la tormenta. No debería haberle comentado nada. Al fin y al cabo, solo era una sirvienta y no estaba obligada a darle conversación.
—Querida... Toda esta situación me provoca jaqueca. Hace un calor espantoso durante el día, y un frío helador al caer la noche. ¡Me niego a portar sobre mis hombros una sucia y maloliente manta de lana! ¡Mataría por darme un baño y lavarme el pelo! ¡Maldita sea esta guerra! ¡Maldito sea el ejército de Luis XV! ¡Y maldita sea esta sucia y apestosa tierra!
—¡Milady! —exclamó Catherine ahogando un grito—. Una dama de su clase no debería soltar tales improperios. Además, usted es francesa, no debería maldecir a sus compatriotas...
Georgiana la miró furibunda. Esos ojos la estaban atravesando. “Que Dios me asista”, pensó Catherine al comprender que se había sobrepasado. No obstante, la joven condesa, rápidamente se decidió a cambiar de víctima.
—Muy cierto —respondió, dándole la razón—. Y a decir verdad, no sé qué clase de Coñac se habría tomado mi amado padre cuando decidió casarme con un británico. ¡Precisamente él, que tan buena estima os tiene! —esta vez, su semblante se suavizó—. Por supuesto, dulce Cath, que a pesar de ser inglesa, eres adorable. Pero no sabes lo que daría en este mismo instante por disfrutar de un largo paseo por los hermosos jardines de Versalles...
Al punto, las puertas del fuerte se abrieron en medio de un gran estruendo de disparos y gritos, dejando entrar a un jinete que galopaba sobre su caballo desbocado. Los soldados lo vitorearon y acto seguido, el hombre cayó al suelo exhausto. Se encontraba atravesado por varias flechas, pero al parecer continuaba con vida.
Catherine profirió un grito y se llevó las manos a la cara tapándose los ojos, asustada. En el acto, Georgiana la sostuvo por los hombros, temiendo que su doncella se desmayara a causa de la impresión. Mientras intentaba calmar a Catherine, que no paraba de sollozar asustada, el Sargento Jefferson se acercó a ellas.
—¿Milady...? —dijo haciendo una improvisada reverencia—. Disculpe mi indiscreción pero por su seguridad deberían mantenerse a cubierto. Es peligroso que paseen por aquí fuera. Podrían resultar heridas.
—¿Qué sucede? —preguntó Georgiana alzando el rostro e intentando aparentar calma. Lo logró.
—Al parecer, habrá capitulación. Montcalm nos ofrece una rendición honorable a cambio de que nuestros hombres abandonen el fuerte lo antes posible y es neces...
—¿Dónde se encuentra mi marido? —interrumpió Georgiana.
—Milady, el Capitán Herbert está reunido con el General Monro. El regimiento de infantería los escoltará en breve hacia el campo de batalla para negociar las condiciones de rendición, pero insisto, deberían ponerse a cubierto, por precaución.
—Está bien —respondió Georgiana—. ¡Catherine, reponte de inmediato! —ordenó esta vez a su doncella
Escoltadas por Jefferson, se metieron en el interior de su barraca, y se sentaron en un sucio banco a la espera de los acontecimientos. Más no podían hacer.