5 GORRONES DEL ESTADO
Mark Littlewood lleva su amor al tabaco grabado en la cara y en los dientes; su hábito de fumar veinte cigarrillos al día también se hace evidente en su voz áspera. Se trata de un hombre refinado y encantador que habla deprisa y con énfasis cuando se tratan sus pasiones políticas, y que experimenta una emoción clara cuando está debatiendo ideas con oponentes irreconciliables. El director general del Institute of Economic Affairs (IEA) tiene una filosofía muy clara: el ansia de ser libre del Estado, reducir sus fronteras y dar rienda suelta a la libertad humana que el Estado reprime. Estamos sentados charlando en una sala de reuniones de la impresionante casa georgiana de fachada plana que sirve de sede al IEA: aunque la Cámara de los Comunes se encuentra a menos de cuatrocientos metros de aquí, estamos en una calle plácida de casitas adosadas que ha tenido bastantes residentes famosos, como, por ejemplo, el ex primer ministro laborista Harold Wilson.
Littlewood me explica que es su antiestatalismo lo que justifica su motivación para oponerse a la prohibición de fumar en lugares públicos, un ejemplo de la inaceptable intromisión del Estado en el derecho a decidir de los individuos. Littlewood es exjefe de Medios de los liberal-demócratas y —me recalca— no es conservador. Apoya la legalización de «todas las drogas», «probablemente aboliría la monarquía», se muestra «muy escéptico con el Estado nación» y es «extremadamente liberal en materia de inmigración, hasta el punto de que seguramente abriría las fronteras». En pocas palabras, es un libertario. Pero en el centro de sus principios está el deseo de imponer recortes drásticos al Estado. «Hace un par de años publicamos una investigación bastante voluminosa titulada: “Hachas más afiladas, impuestos más bajos” —rememora Littlewood—, donde se defendía que los recortes que estaba haciendo el gobierno eran irrisorios y que teníamos que reducir mucho más el gasto público, hasta la mitad.» Incluso él admite que se trataba de una visión «insólita».
Littlewood tiene un compromiso personal inquebrantable con el radicalismo del libre mercado. A fin de cuentas, es un zapador, dedicado a expandir los límites de lo que se considera políticamente posible. Su radicalismo lo comparte Simón Walker, director del Institute of Directors (IoD), organismo que representa a directores de empresas británicos. Walker no tiene unos orígenes especialmente derechistas, pero —igual que tantos otros— dio un giro a la derecha en los años ochenta. A los dieciocho años huyó del régimen del apartheid de Sudáfirica para irse a Oxford, donde presidió el club laborista de la universidad. En la campaña para las elecciones generales neozelandesas de 1984, llevó la comunicación del Partido Laborista de ese país, que se había embarcado en un programa de privatizaciones y de recortes e impuestos. A su regreso a Gran Bretaña en 1989, trabajó para una serie de firmas de presión parlamentaria y terminó en la Sección Política del gobierno conservador de John Major, antes de volver a pasarse al sector privado. Fue, sucesivamente, director de Asuntos Corporativos de la British Airways, secretario de Comunicación de la Corona y director de Comunicación Corporativa y Marketing de la agencia Reuters. Se pasó cuatro años presidiendo la BVCA —que representa capitales de inversión y de riesgo en Reino Unido— antes de fichar por el IoD en octubre de 2011. Su carrera no puede estar más arraigada al Establishment.
Walker tiene esa pasión típica del converso. «Creo que la reducción de los gobiernos y la ampliación de la libertad de maniobra de las empresas son la dirección adecuada —me explica en la lujosa sede que tiene el IoD en la avenida Pall Mail de Londres—, y no cuestiono que tenga que quedar un residuo de gobierno que se encargue de mantener la ley y el orden y garantizar el cumplimiento de los contratos, pero para mí el gobierno no debería ser más que eso». Su noción recuerda al «Estado vigilante nocturno», expresión acuñada por el socialista alemán del siglo XIX Ferdinand Lassalle para describir la visión mercantilista de sus contemporáneos: un Estado con las funciones reducidas al mínimo.
Aunque pueda presentar matices más moderados o más radicales, la ideología dominante del Establishment británico es uniforme. El Estado es malo y supone un obstáculo a la capacidad empresarial. El crecimiento y el progreso provienen de los mercados libres. Los empresarios son los verdaderos generadores de riqueza. Se trata de un sentimiento del que se hacen eco los miembros de la élite política de todos los signos. Cuando Nick Clegg llegó a líder de los liberal-demócratas en 2007, meses antes del colapso financiero, juró «definir una alternativa liberal a las desacreditadas políticas de los gobiernos grandes». Cada Vez que tenía oportunidad, atacaba «la educación nacionalizada, la sanidad nacionalizada y los subsidios nacionalizados: todo ello dirigido por monopolios centralizados e inflexibles». El líder de los conservadores, David Cameron, entretanto, defendía los mercados libres por ser «la mejor fuerza imaginable para producir riqueza y felicidad humanas», argumentando que «los mercados abiertos y la empresa libre sí que pueden promover la moralidad», y pidiendo unas reformas que «acabaran con el monopolio estatal de los servicios públicos». Cuando David Miliband se presentó como candidato a las primarias laboristas de 2010, reprendió a su partido por «dar la imagen de estar incrementando el poder del Estado cuando, de hecho, nuestra misión es dar poder a los individuos, a las comunidades y a las empresas».
Esta perspectiva está tan ampliamente aceptada por el sistema que a quienes la cuestionan mínimamente se los considera excéntricos en materia política. Y, sin embargo, toda la ideología del capitalismo de mercado libre se basa en una estafa: el capitalismo británico depende por completo del Estado. Es más, a menudo la ideología mercantilista del Establishment es poco más que una simple fachada para colocar recursos públicos en manos privadas a expensas de la sociedad.
Este estatalismo empieza por la protección nacional del derecho a la propiedad, garantizado por una policía y un sistema legal considerablemente caros. El Estado no solamente protege los locales de las empresas para que no entren intrusos, por ejemplo, o impide el robo de la producción. Las leyes de patentes también impiden que los competidores de una empresa les copien los productos, y en 2013 hasta se modificó la legislación para garantizar que solamente cueste seiscientas libras registrar una innovación en toda la Unión Europea.[1] Asimismo, el Estado usa la Ley de Registro de Marcas y Derechos de Autoría para proteger los derechos de propiedad intelectual de las empresas.
La ley de Responsabilidad Limitada protege a los accionistas de tener que rendir cuentas personalmente de las deudas de una empresa. En otras palabras, sólo han de rendir cuentas del dinero que han invertido en acciones, lo cual sanciona que sean los acreedores de la empresa quienes carguen con las pérdidas. El padrino de la ideología capitalista, Adam Smith, se oponía a la idea de la responsabilidad limitada, puesto que, sin ella, los accionistas estarían completamente expuestos a las decisiones que tomara la empresa en la que habían invertido, y eso los motivaría a participar de forma activa en su gestión, en vez de limitarse a esperar que llegaran los dividendos: «Hasta el último socio se responsabilizará de las deudas contraídas por la empresa con toda su fortuna». Hoy en día, también hay extremistas libertarios mercantilistas que se oponen a la responsabilidad limitada, puesto que la consideran una intervención inaceptable del Estado en la vida económica, y creen que son los accionistas —y no el país— quienes han de asumir los riesgos. «Son cosas que no existían en la primera época del capitalismo —explica Ha-Joon Chang, economista risueñamente disidente de la Universidad de Cambridge que ha escrito varios superventas en los que ataca el consenso económico—, y que básicamente limitan el riesgo de pérdidas para los inversores y les permiten ganar más dinero del que podrían obtener sin esas leyes». En el siglo XVIII, cuando un empresario se endeudaba, tenía que venderse sus bienes terrenales para abonar la deuda; y si no podía, lo esperaba la cárcel de morosos. La ley de quiebras de hoy en día, sin embargo, les da a los empresarios tiempo para reestructurar sus negocios y sus deudas, y les permite volver a empezar desde cero sin la amenaza de ir a la cárcel.
Las empresas también se benefician del Estado en materia de costes de investigación y desarrollo. Aunque la empresa privada también contribuye a ellos en la actualidad el gobierno está invirtiendo entre nueve y diez mil millones de libras anuales de su dinero en I+D. La élite empresarial se dedica de forma rutinaria a pasarle el cepillo al Estado, clamando para que se inviertan todavía más recursos públicos en este tema. En 2012, la Confederación de la Industria Británica (CBI) —la voz de las empresas— aplaudió el aumento del gasto en «infraestructura científica» y lo celebró por ser «un gasto extra más que bienvenido en infraestructura de investigación y desarrollo», asegurando que contribuiría «a que Reino Unido siga siendo un lugar atractivo para las empresas que quieran invertir en investigación, en desarrollo y en innovación».
Tal como ha desvelado la catedrática de Economía Mariana Mazzucato, las empresas privadas se han beneficiado directamente de toda esa generosidad estatal. Por ejemplo, la investigación emprendida por el Medical Research Council a partir de los años setenta desarrolló los anticuerpos monoclonales. Tal como se jacta el Council, ese hallazgo «revolucionó la investigación biomédica y dio arranque a una industria biotecnológica internacional que mueve muchos miles de millones de libras», además de generar fármacos para tratar enfermedades que van del cáncer al asma.[2] Aunque internet tuvo su origen en la investigación gubernamental de Estados Unidos, la World Wide Web la creó el ingeniero británico Tim Berners-Lee en el centro europeo de investigación con fondos públicos CERN. El motor de búsqueda Google habría sido imposible sin el algoritmo que le da forma, el cual le suministró generosamente la National Science Foundation norteamericana. El iPhone de Apple reúne una amplia gama de innovaciones sufragadas por el Estado, desde las pantallas sensibles al contacto hasta microelectrónica y sistemas de posicionamiento global GPS. Los ejemplos de contribución estatal a las empresas son incontables.[3]
Las empresas tampoco pueden funcionar sin la infraestructura que promueve el Estado, como, por ejemplo, las carreteras, los aeropuertos y los ferrocarriles. Miren, sin ir más lejos, a la CBI, firme defensora de los programas de recortes al gobierno, siempre y cuando se siga aumentando el gasto en los sectores que ella quiere. En público, la organización asegura que «apoya plenamente el programa de reducción del déficit gubernamental» con el objeto de «mantener la confianza de los mercados internacionales», y también porque dicha reducción del déficit asegura unas «tasas de interés excepcionalmente bajas tanto para el gobierno como para las empresas» en relación con los préstamos. Tras las enmiendas a los presupuestos generales de 2012, la CBI celebró los recortes brutos en las prestaciones sociales a los trabajadores y a los desempleados, que han afectado con especial dureza al segmento más pobre de la población, y pidió que se bajara el impuesto de sociedades al 18 por ciento (en 2010 todavía era del 28 por ciento, y un gobierno devotamente casado con las empresas ya lo estaba bajando al 20 por ciento). Sin embargo, la CBI no para de exigir que el país invierta en proyectos que ella cree que benefician a los negocios, como, por ejemplo, en mejorar y actualizar la red de carreteras. «La infraestructura es importante para las empresas —tal como explica el director general de la CBI, John Cridland—, y mantener al día nuestras redes de comunicaciones es una de las prioridades cruciales que se marca la CBI para poner otra vez la economía en marcha.» Cridland ha llegado a pedir unas «Olimpiadas para la industria, con planes de gran magnitud que puedan cambiar realmente las cosas».[4]
Es más: la CBI no tiene reparos en defender los recortes a las prestaciones de algunos de los sectores más pobres de la sociedad para que, a cambio, se financien políticas que beneficien a las empresas. Después de la declaración de otoño de 2012 de George Osborne, la CBI sugirió que el ahorro que supondrían los recortes de los diversos departamentos del gobierno y de las prestaciones ál trabajador podrían recaudar unos mil quinientos millones de libras «para extender y mejorar la red de las grandes carreteras de Reino Unido y reducir la congestión de las vías locales». En junio del año siguiente, el gobierno prometió 28.000 millones de libras para extender y reparar la red de carreteras, en la que anunció como «la mayor inversión en carreteras desde los años setenta». Sin embargo, la CBI quiere que un peso mayor de la financiación de ese gasto recaiga en el automovilista individual, y pide que sean los peajes de las autopistas británicas quienes suministren los fondos. Esto concuerda con su voluntad de que se deje de gravar directamente a las empresas para hacerlo de manera indirecta al individuo.
La CBI también quiere que el Estado suelte el dinero para construir aeropuertos nuevos. En un informe publicado en marzo de 2013, la confederación avisaba de que «Reino Unido está perdiendo la carrera con nuestros principales competidores europeos a la hora de obtener nuevas conexiones con Brasil, Rusia y China, lo cual afecta negativamente al potencial de exportación a largo plazo, perjudica la competitividad y disuade a quienes vienen a invertir». Además de una «inversión urgente» en las «deficientes conexiones por carretera y por ferrocarril» con los aeropuertos, la CBI proponía que el gobierno emprendiera medidas para crear nodos de transporte aéreo internacional. A medio plazo, eso implicaría pistas nuevas en aeropuertos del sur del país como Heathrow o Gatwick. Puede que la CBI no sea la única a quien le parece sensato invertir en carreteras y en aeropuertos. La cuestión, sin embargo, es que las demandas de la CBI ilustran lo mucho que las grandes empresas dependen del Estado, por más que defiendan la austeridad para todo lo que no sean los proyectos que les gustan a ellas.
La red ferroviaria privatizada y sufragada por el contribuyente es un ejemplo notorio de cuánto puede llegar a depender el sector privado del Estado. En 2013, un informe sobre el sistema ferroviario encargado por el sindicato TUC y realizado por el Centre for Research on Socio-Cultural Change descubrió que la inversión estatal en los ferrocarriles era nada menos que seis veces más elevada, en términos reales, que antes de que éstos se privatizaran a mediados de los noventa. El informe concluía que las empresas que operaban los trenes se habían beneficiado de «un aumento espectacular de la inversión estatal a partir de 2001, un período en que el Estado ha pasado por el aro y ha tenido que ponerse a pagar infraestructuras nuevas para compensar el hecho de que no las han creado las operadoras privatizadas». Como las empresas privadas que gestionaban la red ferroviaria no habían invertido, fue el Estado quien tuvo que pagar.
Aun así, la privatización no ha traído la inversión privada en trenes y en vías que prometía, y las máquinas y los vagones se han ido reemplazando con menor frecuencia, lo cual ha provocado que no haya suficientes plazas para la cantidad cada vez mayor de pasajeros del ferrocarril, es decir, que los trenes están cada vez más abarrotados. Tal como decía el informe, la privatización ha supuesto que «unas empresas privadas reacias al riesgo y a la inversión se posicionen como meros extractores de recursos, gracias a los elevados subsidios públicos». Una vez más, el riesgo ha recaído en el contribuyente, mientras que los beneficios se privatizan; o bien, como decía el informe, «si sale cara, ganan ellos; y si sale cruz, perdemos nosotros». Solamente entre 2007 y 2011, las cinco mayores compañías ferroviarias de Reino Unido han recibido casi tres mil millones de libras en subsidios estatales. Esta dependencia del Estado les ha resultado ciertamente lucrativa. Durante el mismo período de cuatro años, esas cinco empresas han disfrutado de unas ganancias operativas de quinientos millones de libras, que en su práctica totalidad se han traducido en dividendos para los accionistas.
A modo de respuesta a las críticas, las empresas ferroviarias señalan rutinariamente el aumento del número de pasajeros como prueba de que la ciudadanía está satisfecha con los ferrocarriles. Pero este incremento se debe a otros factores, como los cambios de la economía y de la naturaleza del trabajo, el hecho de que vayan más jóvenes a la universidad, etc. La innovación tecnológica y las mejoras han sido financiadas o cubiertas por el contribuyente, no por el sector privado. Y, sin embargo, a pesar de todos los subsidios que se ha tragado el sistema, éste sigue estafando al pasajero. Los billetes de los trenes británicos son los más caros de toda Europa y los precios suben muy por encima de la inflación, a pesar de que los salarios caen en términos netos. Comparen esta situación con Francia, donde el sistema ferroviario es casi en su totalidad de propiedad pública. El país galo tiene unas tarifas mucho más bajas, a pesar de que el gobierno invierte una cantidad bastante parecida de dinero público; pero, claro, allí la financiación no se ve malversada por empresas privadas.[5]
El caso de una empresa que recayó en manos públicas en 2009 ejemplifica bien el fracaso del sistema ferroviario privado sufragado por el Estado. Según señaló en 2013 la Office of Rail Regulation, la línea pública East Coast era la empresa ferroviaria más eficiente del país en términos de dinero del contribuyente, dado que recibía mucho menos dinero público que ninguna de las quince franquicias ferroviarias en manos privadas de Reino Unido: Solamente un 1 por ciento de los ingresos de la East Coast eran subsidios del gobierno, mientras que en las empresas privadas el porcentaje llegaba en algunos casos al 36 por ciento.[6] Después de su nacionalización, la East Coast dio saltos espectaculares en sus resultados, incluyendo un descenso radical de las quejas de los pasajeros.[7] Pero como el fundamentalismo mercantilista no opera de forma práctica según «lo que funciona», en enero de 2015 la empresa fue entregada a un consorcio formado por Virgin —empresa dirigida por el evasor de impuestos Richard Branson— y Stagecoach, cuyo presidente, Brian Souter, era más conocido por sus campañas contra los derechos de los gays. La propiedad pública había resultado ser un humillante éxito y había que terminar con ella. El laborista Tom Wilson me cuenta que un exministro de Transporte le dijo: «Esas operadoras ferroviarias son lo más parecido que tenemos a picaros y a vagabundos en el mercado, y los acuerdos regulatorios son completamente inadecuados».
El Estado no solamente está ahí para ayudar a las empresas ferroviarias privadas. Otras compañías antes públicas también se benefician de la generosidad del gobierno. En septiembre de 2013, el Comité de Cuentas Públicas de la Cámara de los Comunes amonestó al gobierno por darle lo que en la práctica era un subsidio de 1.200 millones de libras a British Telecom para que tendiera banda ancha rural. De acuerdo con el comité, mientras recibía unos fondos públicos enormes, la empresa estaba «emprendiendo más acciones para explotar su posición cercana al monopolio y para limitar el acceso al mercado tanto al por mayor como al detalle, en detrimento del consumidor».
Otros subsidios estatales benefician a empresas cuyas acciones ponen en peligro el bienestar mismo del planeta. Cuando en 2005 David Cameron se convirtió en el líder juvenil y supuestamente desintoxicador del Partido Conservador, se embarcó en una cruzada medioambiental, animando al electorado a «votar a los azules para ser verdes», organizando una sesión de fotos en el Polo Norte con perros husky para hacer hincapié en el problema del cambio climático, y modificando el logo de su partido por un árbol. Cuando los conservadores aterrizaron cinco años más tarde en el número 10 de Downing Street, se produjo un giro espectacular en su actitud, y el nuevo ministro de Economía George Osborne declaró que «no vamos a salvar el planeta a cambio de la bancarrota para nuestro país». El gobierno de la coalición ha emprendido un duro ataque a las energías renovables. Además, en julio de 2012, Osborne recortó un brutal 10 por ciento los subsidios a la energía eólica costera y cedió a las presiones tipo «mientras no me toque a mí» de los parlamentarios conservadores que no querían turbinas eólicas en sus comunidades locales.
Las industrias de los combustibles fósiles, en cambio, disfrutan de unos generosos subsidios estatales. Para empezar, se benefician del tremendo recorte del IVA al consumo de gasolina, gas y carbón, del 20 al 5 por ciento, que les puede suponer un ahorro de miles de millones de libras. Encima, las empresas de combustibles fósiles gozan de exenciones tributarias, incluidos ingresos no gravados en la producción de petróleo y gas, que les permiten ahorrarse hasta doscientos ochenta millones de libras anuales.[8] En el presupuesto de 2012, Osborne aumentó las exenciones para las pequeñas plataformas de petróleo y de gas del mar del Norte, y concedió un nuevo beneficio fiscal de tres mil millones para perforar alrededor de las islas Shetland.[9]
Los combustibles fósiles también resultan costosamente perjudiciales para el medio ambiente, razón por la cual el Fondo Monetario Internacional sugiere que, si ese costo no se refleja en el precio del combustible fósil, esto también representa un subsidio.[10] Y todas estas prestaciones del gobierno son gigantescas. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), solamente al gas natural ya van a parar subsidios por valor de más de tres mil millones de libras.[11]
La industria nuclear británica es otra beneficiaría de los subsidios estatales. Aunque el gobierno rechaza la etiqueta de «subsidio», en abril de 2014 la comisión parlamentaria de control medioambiental calculó que la industria nuclear se beneficia de una prestación anual de 2.300 millones de libras. Los operadores de centrales nucleares están protegidos con una cláusula de responsabilidad limitada. Si se produjera un desastre nuclear, sólo tendrían que aportar 140 millones de libras para pagar las consecuencias; el gobierno ha propuesto la idea de subir esta cantidad hasta los mil millones, pero la medida todavía no se ha llevado a cabo. El resto tendría que pagarlo el erario público, lo cual reduce drásticamente los costos en seguros de los operadores nucleares. Y es más: el Estado asume la mayoría de la carga financiera de lo que cuesta el futuro desmantelamiento y la recogida de los residuos nucleares, que ha subido de forma exponencial de los cincuenta y seis mil millones calculados en 2005 a los más de cien mil actuales. No es de extrañar, pues, que los liberal-demócratas se hayan opuesto a un aumento de la producción de energía nuclear tanto desde la oposición como desde el gobierno. El ministro de Energía y Cambio Climático, el liberal-demócrata Edward Davey, declaró en una ocasión que la energía nuclear, además de presentar «riesgos para la seguridad y el medio ambiente», «solamente es posible con gigantescos subsidios del contribuyente, o bien con un mercado amañado», a pesar de lo cual en 2012 declaró que «sólo se construirán nuevas plantas nucleares si no ha de ser con subsidios públicos. […] Esto no es negociable».
Sin embargo, el estado actual de la industria nuclear vuelve a ilustrar la realidad que subyace al capitalismo moderno: siempre se espera que sea el contribuyente quien pague la cuenta. Violando la promesa de Davey, en 2013 el gobierno de coalición llegó a un acuerdo con un grupo de empresas propiedad de los Estados francés y chino para construir en Somerset, Inglaterra, la central nuclear Hinkley Point C. El acuerdo consistía en un contrato subsidiado de treinta y cinco años a un valor garantizado del doble del precio actual de la energía. De acuerdo con los analistas de Corporate Finance Partners, los subsidios podrían ascender a 720 millones anuales tras computar la inflación.[12] El caso demostró que el gobierno británico no estaba en contra de la propiedad estatal, siempre y cuando estuviera a cargo de ella otro Estado que no fuera Gran Bretaña.
Tal vez nada refleje tan bien el capitalismo subsidiado por el Estado como la industria armamentística. En nombre de la Campaña Contra el Comercio de Armas (siglas en inglés, CAAT), el Instituto de Investigación Internacional por la Paz de Estocolmo publicó un informe en 2011 que revelaba que el Reino Unido se gastaba 698,9 millones anuales de libras en subsidios a la exportación de armas (aunque el organismo consideraba esta cifra muy conservadora). La cifra incluía 15,8 millones anuales de libras para la UK Trade & Investment’s Defence and Security’s Organization, que es quien supervisa el comercio de armas. Con unos 55.000 británicos trabajando directamente en la exportación armamentística, se trata del equivalente a unas 12.707 libras de dinero público por cada puesto de trabajo.[13]
Aunque la cifra de trabajadores de la industria del armamento ha caído en picado del medio millón de principios de los ochenta a poco más de doscientos mil hoy en día, la industria continúa disfrutando de estos subsidios tremendamente generosos.[14] «Es la mayor industria manufacturera que hay, y en ella trabaja un montón de gente cualificada —me cuenta Ann Feltham, de la CAAT, en la destartalada sede que tiene el grupo en Finsbury Park—, pero es porque es la única que está subsidiada y tiene apoyo público, mientras que muchas de las demás las han dejado cerrar. De manera que es un pez que se muerde la cola.» El Establishment ha seguido una estrategia de no involucrarse en el mercado con otras industrias, lo cual permite que desaparezcan, a pesar de las consecuencias devastadoras y duraderas para las comunidades que dependían de ellas. En cambio, cuando se trata de armas que matan a la gente, todo cambia. Ni siquiera se puede decir que muchas de esas armas se vayan a usar para defender la seguridad nacional. Un gran número de ellas terminan en manos de los clientes extranjeros del Establishment inglés, entre los cuales se cuentan algunos de los peores violadores de los derechos humanos del planeta: en 2011 se aprobaron exportaciones por valor de 1.850 millones de libras bajo licencias militares estándares solamente al régimen saudí.[15]
Sin embargo, el mundo de las grandes empresas no sólo se beneficia de estos subsidios directos a ciertos sectores concretos; también lo hace de las gigantescas inversiones estatales en otros ámbitos. Por ejemplo, gran parte del segmento más rico de la sociedad opta por evitar la educación pública. Pues bien: por el hecho de llevar a sus hijos a la escuela privada, se benefician de unas exenciones fiscales anuales por valor de 88 millones de libras que vienen de concederles el estatus de organización benéfica a las escuelas privadas. Así es como el Estado subvenciona los privilegios de la clase alta y la segregación social. Si tenemos en cuenta el trasfondo socioeconómico de los alumnos de la enseñanza privada, resulta que los centros privados no son académicamente mejores que los públicos.[16] Pero tal como ha señalado el historiador David Kynaston, lo que casi nunca se ha destacado es el éxito que tienen estas escuelas «como formidables maquinarias de criba y sofisticadas redes sociales que evitan que los alumnos agradables pero poco espabilados, o incluso los agradables pero indolentes, desciendan en la jerarquía social».[17]
Pero da igual adónde lleven a sus hijos, las élites empresariales siguen dependiendo de un sistema educativo sufragado por el Estado para formar a sus trabajadores. A fin de cuentas, los patronos necesitan que sus trabajadores puedan no solamente leer, escribir y hacer cuentas, sino también solucionar problemas y tener otras habilidades. Educar a Gran Bretaña es caro, y cada año se invierten unos cincuenta y tres mil millones de libras únicamente en las escuelas. Aparte de que se hayan recortado unos veintiocho mil millones netos de inversión estatal en la enseñanza superior, que se hayan triplicado las matrículas universitarias ha impuesto a los estudiantes una carga cada vez más grande; se les deja con unas deudas medias de más de cincuenta y tres mil libras por alumno y se les trata como a simples consumidores, a pesar de que las empresas no podrían funcionar sin trabajadores con formación universitaria.
Las empresas nunca paran de presionar al Estado para que modifique la educación en beneficio de las necesidades de los empresarios. En un informe detallado sobre el sistema escolar, la CBI afirmaba que «la mejora de la enseñanza» era «el elemento más importante de la estrategia de crecimiento a largo plazo de Reino Unido», afirmando que «si esto se hace bien, entrañaría un beneficio económico potencialmente enorme». Sin embargo, una de las soluciones que proponen es que se entreguen franjas enteras del sistema educativo a las empresas con ánimo de lucro, una política que tiene el apoyo de la élite conservadora, pese a que esto haría inevitablemente que el dinero público acabara en los bolsillos de los accionistas, en vez de gastarse en la educación de los niños.
Las empresas también dependen de que el Estado dedique unos recursos considerables a los contratos de aprendizaje. De acuerdo con una encuesta que realizó en 2011 la CBI entre las empresas británicas, casi dos tercios de los empresarios creían que los contratos de aprendizaje tenían que ser una prioridad de las inversiones del gobierno, y, en efecto, todos los años la Administración central gasta en ellos la bonita cifra de 1.400 millones de libras. Además de ser crucial para el futuro de millones de personas, la educación y los aprendizajes reportan un gran beneficio para la sociedad. Se ve favorecida de la formación de los médicos, técnicos, profesores, trabajadores de la industria automotriz, mecánicos, científicos, abogados y demás. Pero la educación y los aprendizajes también son servicios de provisión estatal, sin los cuales el mundo de la empresa no podría vivir. Su capacidad para competir o incluso funcionar se vería perjudicada sin una fuerza de trabajo formada a expensas del Estado.
Puede que las empresas dependan del esfuerzo de sus trabajadores, pero lo cierto es que cada vez les están pagando menos. De hecho, el salario medio no caía durante tanto tiempo seguido desde la época victoriana. De acuerdo con la Resolution Foundation —un think tank de centro izquierda dedicado a investigar el nivel de vida—, en 2009 unos 3,4 millones de trabajadores británicos cobraron menos que el «salario mínimo», estipulado en 7,20 libras a la hora (y eso si uno vive fuera de Londres). Sin embargo, en 2012, la cifra se había disparado hasta los 4,8 millones, incluida una cuarta parte de todas las mujeres trabajadoras, una subida sustancial recpecto al 18 por ciento del total de mujeres de sólo tres años atrás. Para asegurarse de que estos trabajadores mal pagados tengan una buena calidad de vida, hay que concederles créditos fiscales que «ajusten» su salario, unos créditos subsidiados, por supuesto, por el contribuyente. En el bienio 2009-2010, por ejemplo, el gobierno se gastó 27.300 millones de libras en esos créditos fiscales, la mayoría de los cuales fueron a parar a familias con trabajo. Entre 2003-2004 y 2010-2011, se gastó en ellos la exorbitante cifra de 176.640 millones. Cierto, los créditos fiscales son un salvavidas para millones de trabajadores que, si no los tuvieran, se verían sumidos en situaciones de verdadera miseria. Pero eso no quita que los créditos fiscales sean, en la práctica, un subsidio para que los jefes puedan pagar sueldos bajos. Los empresarios contratan a trabajadores pero no les pagan un sueldo suficiente para vivir de forma adecuada y dejan que sea el Estado quien se haga cargo de sus empleados mal pagados.
El mismo principio se aplica a los 24.000 millones que se invierten en ayudas a la vivienda. En 2002, 100.000 inquilinos privados de Londres se vieron obligados a pedir ayudas a la vivienda. A finales de la época del nuevo laborismo, la subida de los alquileres había hecho aumentar la cifra hasta el cuarto de millón. Por un lado, era síntoma de que ninguno de los gobiernos sucesivos había ofrecido viviendas de protección oficial a precios asequibles. Y como se empujaba a los inquilinos al sector privado del alquiler, que era mucho más caro, las ayudas a la vivienda funcionaban como un subsidio para que los caseros privados pudieran cobrar alquileres más altos. De acuerdo con un estudio de la Building and Social Housing Foundation de 2012, más de nueve de cada diez nuevas solicitudes de ayudas a la vivienda durante los dos primeros años del gobierno de la coalición no fueron a parar a gente desempleada, sino a familias trabajadoras.[18] Muchos de estos solicitantes son trabajadores con sueldos tan bajos que simplemente no pueden permitirse pagar los alquileres astronómicos que cobran los caseros privados. Y no son sólo los caseros individuales quienes acaban siendo subsidiados por las ayudas a la vivienda, sino también las empresas inmobiliarias, que en algunos casos reciben más de un millón de libras del contribuyente al año, como, por ejemplo, Grainger Residential Management y Caridon Property Services.[19]
Y luego está la madre de todos los subsidios: el rescate del gobierno británico a los bancos en 2008. Unas empresas privadas que son las únicas responsables de haberse hundido a sí mismas, además de a una gran parte del mundo, en la ruina económica. Y, ahora, ellas mismas están convencidas de que es el contribuyente quien ha de pagar la cuenta. Y en ninguna parte ha sido esto más acusado que en Gran Bretaña, donde el gobierno ha invertido más de un billón de libras en rescatar a los bancos. El país se ha quedado con un sistema financiero conectado a un respirador artificial abastecido por el Estado: un sistema en el que la empresa privada depende por completo de la Administración.
Así pues, el «mercado libre» que tanto le gusta al Establishment se basa en una fantasía. Se puede afirmar que en Gran Bretaña florece el socialismo, pero es un socialismo solamente para los ricos y las empresas. El Estado está ahí para apoyarlos y para rescatarlos si es necesario. De la mayoría del resto de la población, en cambio, se espera que se salven como puedan: su única experiencia es el capitalismo de fauces ensangrentadas.
No son únicamente los izquierdistas declarados quienes critican ese «socialismo para los ricos» que permea el régimen británico; también hay libertarios derechistas que lo reconocen. Douglas Carswell es un parlamentario conservador inconformista que se define a sí mismo como «libertario». Sentados los dos bajo los arcos de la bóveda de cristal de la Casa Portcullis del Parlamento, me cuenta que él se inspira en los niveladores radicales de la Inglaterra del siglo XVII. «Miro a mi alrededor y pienso en las disputas del siglo XVII: seguimos combatiendo a una élite afectada y arrogante que acumula poder y se dedica a chuparnos la sangre a los demás como una sanguijuela —me dice, hablando con ráfagas enfáticas y entrecortadas—. Y, aunque me duele decirlo, porque soy un thatcherista ferviente, sospecho que muchos de los problemas surgieron en los años ochenta. Gran parte de lo que sucedió entonces fue muy positivo, en el sentido de que hizo progresar el mercado libre, pero muchas de las cosas que creamos entonces, creyendo que iban a constituir un mercado libre, han acabado convirtiéndose prácticamente en lo contrario.» En opinión de Carswell, Gran Bretaña se ha convertido en una «oligarquía», víctima de una forma rampante de «amiguismo corporativo», que representa perfectamente el hecho de que las grandes empresas pueden «malversar partes del presupuesto de defensa a través de un sistema completamente inadecuado de obtención de recursos defensivos». Para un utópico de derechas como Carswell, esto no es capitalismo, sino más bien «corporativismo»: «Son las grandes empresas juntándose con el gran gobierno para cortarse a sí mismos un trozo enorme del pastel de la economía».
Cuesta no estar de acuerdo con el análisis de Carswell, aunque su solución al problema pasaría por una reducción drástica del Estado que dejaría a la población británica completamente expuesta a las fuerzas desatadas del mercado. Sin embargo, la gente como Carswell sí que pone sobre la mesa una serie de realidades del Establishment moderno. El riesgo y la deuda se han nacionalizado y recaen en la población, mientras que los elementos de beneficio están privatizados. Pese a que la ideología del sistema abomina con pasión del estatalismo, las élites empresariales dependen por completo de la generosidad del Estado. Éste es el tronco del capitalismo moderno y es el que lo sostiene: protegiendo a las grandes empresas, formando a sus trabajadores y subsidiando sus salarios, rescatando su corazón financiero y suplementando directamente los beneficios bancarios.
Y, sin embargo, términos como gorrones se usan hoy en día de forma casi exclusiva contra la gente pobre, y jamás contra unos intereses privados que —tal como veremos— se niegan incluso a pagar impuestos. Gorrones, al fin y al cabo, es un insulto que se emplea contra quienes dependen del Estado de bienestar británico. Resulta irónico comprobar que las mismas empresas privadas contratadas para insertar en el mercado laboral a esos desempleados incapaces y enemigos del trabajo merecen mucho más que nadie ese apelativo de gorrones.
Brian McArdle era un exguardia de seguridad de cincuenta y siete años de Lanarkshire que se había quedado medio ciego y paralizado de un costado por un derrame cerebral. Le costaba horrores hablar, ya no digamos alimentarse o vestirse; un ejemplo clásico y trágico de por qué es tan importante que en nuestro país exista un Estado de bienestar, pueden pensar ustedes. Sin embargo, al señor McArdle le mandaron presentarse a una «evaluación de aptitud para el trabajo» a cargo de Atos, una empresa francesa contratada para reducir el gasto en prestaciones a base de reducir el número de personas que solicitaban ayudas por incapacidad. Días antes de su cita, McArdle sufrió otro derrame cerebral, pero, aun así, se presentó. Lo declararon apto para el trabajo. El día 26 de septiembre de 2012, le informaron de que iba a dejar de cobrar prestaciones. Al día siguiente, le dio un ataque al corazón, se desplomó en la calle y murió.
Su hijo de trece años, Kieran, afirmó que «Atos le ha provocado a mi padre una ansiedad y un sufrimiento innecesarios que han desencadenado su final, en vez de ayudarle». Cuando el Daily Record le entregó una carta de su parte a Iain Duncan Smith, el ministro de Trabajo y Pensiones, la respuesta de éste mostró escasa compasión. «Sé que nada de lo que te pueda decir ayudará a aliviar el dolor por la muerte de tu padre, pero me gustaría explicarte por qué las reformas del gobierno al sistema de prestaciones por enfermedad son tan importantes y lo mucho que estamos trabajando para que el proceso sea lo más justo posible», le escribió Duncan Smith (o, más probablemente, uno de sus asesores), antes de sugerirle que, si la familia deseaba «discutir el resultado de la solicitud de tu padre, podéis pedir cita en la oficina de empleo de vuestro barrio». «Quiero una disculpa por la forma en que se ha tratado a mi padre y por los miles de personas incapacitadas a quienes se está acosando de esta forma repugnante», dijo el afligido hijo.[20] En noviembre de 2012, yo aparecí en el programa «Question Time» de la BBC 1 junto con Duncan Smith y le saqué el tema de los errores de Atos, y le pedí que se acordara por lo menos del nombre de Brian McArdle. El ministro montó en cólera y se puso a menear el dedo en mi dirección mientras me ladraba: «Te conocemos muy bien».
El sistema Atos es la consecuencia inevitable del dogmatismo del régimen neoliberal. Cada vez más privatizado, el Estado ya no es más que un simple caudal de fondos para las empresas privadas. Y servir a las necesidades de los seres humanos no es el propósito principal de esas empresas: es ganar dinero. Atos obtuvo en 2005 el contrato del gobierno, por entonces laborista, para realizar evaluaciones de aptitud para el trabajo. En noviembre de 2010, la coalición le renovó el contrato, ahora con muchas más atribuciones, dado que el gobierno estaba lanzando un programa amplísimo de lo que denominaba «reformas del bienestar». El nuevo contrato de cinco años era por valor de quinientos millones de libras, es decir, cien millones de libras de dinero público por año. En 2012, la Oficina de Control Nacional desautorizó el contrato que tenía el gobierno con Atos porque la empresa no daba el rendimiento que se estaba pagando. Atos «había incumplido de forma rutinaria todos los criterios del servicio especificados en el contrato», declaraba el informe. Sus resultados en materia de cumplimiento de objetivos eran «malos», y el gobierno no había buscado «ninguna rectificación financiera ante aquella mala prestación»; asimismo, la «gestión del contrato carecía del rigor necesario».[21] Y, sin embargo, todavía pasaría otro año y medio antes de que Atos fuera obligada a abandonar el contrato ante el alud de quejas. Esta privatización de una serie de funciones centrales del Estado —en este caso, valorar la ayuda que han de recibir algunas de las personas más vulnerables de la sociedad— y su adjudicación a empresas privadas que obtienen dinero público a cambio de servicios precarios es un rasgo sobresaliente del sistema actual.
La de McArdle no es ni mucho menos la única tragedia en la que ha estado involucrada Atos. Otros ejemplos son el caso de Elenore Taitón, de treinta y nueve años y madre de tres hijos, a quien Atos le quitó las prestaciones en 2013, a pesar de que su tumor cerebral no remitía.[22] Mientras iniciaba los trámites de apelación enfermó, ingresó en un centro para pacientes terminales y murió. Entretanto, la cuenta de Twitter de Karen Sherlock sigue activa: su breve biografía dice: «Preparándome para la diálisis. Cada día es una dura prueba. XX». Aunque le estaban fallando los riñones, Atos la consideró apta para ciertos trabajos y la puso en el grupo de actividades laborales con prestaciones limitadas en el tiempo. Karen Sherlock falleció en junio de 2012. Como dice su amiga, la activista por los derechos de los discapacitados Sue Marsh, Karen Sherlock «murió atemorizada porque el sistema le había fallado, porque unos hombres crueles no quisieron escucharla y otros hombres poderosos no quisieron mover un dedo».[23]
De acuerdo con una información solicitada en abril de 2012 por la organización Freedom of Information, unas mil cien personas enfermas y discapacitadas murieron durante los ocho primeros meses de 2011 tras ser remitidos al «grupo de actividades laborales», lo cual quiere decir que los habían declarado capaces de desempeñar ciertos trabajos. La cifra equivale a treinta y dos muertes semanales.[24]
Louise Whittle es una de las personas que ha tenido experiencia de primera mano con Atos: por teléfono, me explica despacio y con cautela su difícil situación. Después de sufrir ansiedad grave, en verano de 2011 le concedieron una prestación de empleo y ayuda, hasta que le llegó una carta que la informaba de que tenía que pasar por una evaluación de aptitud para el trabajo. Atos, sin embargo, la llamó para informarla de que su cita se posponía porque «no había suficientes médicos». Cuando por fin la atendieron, recuerda una «experiencia muy surrealista […]. Me acuerdo de que era una habitación claustrofóbica, sin luz natural y con el aire muy viciado. Me presentaron a un trabajador, que me dijo que era enfermero general y no tenía formación en salud mental. Era un enfermero normal y corriente». El hombre apenas la miró en ningún momento; se limitó a observar fijamente su ordenador y a leer una serie de preguntas indiscretas que tenía en su pantalla. «Me resultó completamente deshumanizador», dice Louise.
Fue un juicio por ordenador. Igual que a todos los solicitantes, se le otorgó una puntuación que supuestamente reflejaba lo enferma o discapacitada que estaba: ella obtuvo 0 de 18 puntos. En cuanto le comunicaron el resultado, inició una apelación. Esta vez, la experiencia fue completamente distinta. Se llevó con ella a su compañero sentimental, Tony, que era asistente social. La evaluó un médico que no era de Atos, que le hizo preguntas más detalladas y se mostró interesado en obtener una perspectiva más amplia. El médico anuló la valoración de Atos y le concedió a Louise los 18 puntos, que le devolvían el derecho a prestación. Uno puede preguntarse dónde estaba el problema entonces: puede que a la gente le estuvieran quitando de forma injusta y sistemática sus prestaciones, pero luego esas decisiones injustas eran revocadas. Si a los solicitantes que habían sufrido la humillación del sistema Atos todavía les quedaban fuerzas para pasar por todo el proceso de apelación, a continuación les tocaba soportar una experiencia que se alargaba meses —durante los cuales los solicitantes no recibían ayudas—, y eso conllevaba un estrés enorme a la población más vulnerable del país.
Un empleado arrepentido me ofrece su testimonio incriminatorio del desastre absoluto de Atos. El doctor Greg Wood estuvo muchos años trabajando para la Marina y evaluando la aptitud de los marineros para el servicio, antes de irse a Atos en septiembre de 2010. «Yo tenía una opinión bastante clara de los derechos médicos —me explica—. Mi opinión era que a veces los médicos tenían cierta predisposición excesiva a firmar para conceder prestaciones. No es que los pacientes estuvieran fingiendo, pero tampoco estaban lo bastante graves como para no quedar en el bar.» Sin embargo, cuando el doctor Wood empezó a hacer evaluaciones de aptitud para el trabajo en Atos, sus supuestos se vinieron abajo. Hubo bastantes cosas que le llamaron la atención. Los solicitantes tenían que estar «por encima de un nivel razonable de duda» para decidir si les correspondía obtener ayudas. Pero es que se capacitaba a los asesores dándoles información errónea. Cuando se trataba de evaluar la destreza manual, por ejemplo, se indicaba a los aspirantes a asesores que si el solicitante era capaz de pulsar un botón no había que adjudicarle ningún punto en su solicitud. Pero Wood dice que el criterio debería ser poder usar un bolígrafo y un ordenador, o bien algo «significativamente más complicado que pulsar un botón».
Sin embargo, los solicitantes todavía tenían más elementos en su contra. A menudo, los documentos enviados no estaban disponibles para la evaluación. Se suponía que todos los expedientes incluían una carta del médico de familia del solicitante en la que se explicaba su situación médica, pero en la práctica casi nunca era así. Por lo general, los solicitantes tenían que traer la carta ellos mismos; el problema era que «a mucha gente le resulta muy difícil saber qué información va a ayudar a que se evalúe su solicitud». Y resulta todavía más incriminatorio, explica el doctor Wood, que luego vinieran otros médicos de Atos y cambiaran informes, supuestamente para «ajustarlos a las expectativas del Departamento de Trabajo y Pensiones». En vez de crear un proceso de evaluación más riguroso, para determinar quién era realmente apto para trabajar, Atos había sido contratada para quitarle las prestaciones a tanta gente como pudiera. En palabras de Wood, Atos estaba intentando «hacer pasar a un camello por el ojo de una aguja. Y ya fuera de forma deliberada o por negligencia, el resultado final era que le estaban quitando las prestaciones a gente que tenía derecho a ellas». Y para el solicitante, sobre todo para el que sufría ansiedad, todo el proceso resultaba «degradante y estresante».
No es de extrañar que tantas evaluaciones de Atos se vieran revocadas en la fase de apelación. Durante un período de tres meses de 2012, triunfó un 42 por ciento de las apelaciones contra resultados de aptitud para el trabajo.[25] En los casos de quienes acudían acompañados de asistentes sociales, la tasa de éxito era todavía más elevada. A menudo, la rectificación llegaba después de varios meses de estrés y de pasarlo mal, por supuesto. Y añadía un coste todavía mayor al contribuyente: la cifra que se gastaba en apelaciones se triplicó con creces, desde los 21 millones de libras del bienio 2009-2010 hasta los 66 millones de 2012-2013. Una inspección del propio gobierno concluyó que los informes de evaluación de Atos eran «de una calidad inaceptable». «Atos mata» se convirtió en un eslogan habitual en las pancartas de las manifestaciones y en las pintadas en las paredes. En octubre de 2013, el incendiario parlamentario laborista Dennis Skinner acusó a Atos de ser «un monstruo cruel y sin corazón».[26] En marzo de 2014, con los ánimos ya muy encendidos, Atos anunció que abandonaba el contrato, pero solamente después de haberse embolsado una cantidad bestial de dinero público. Para colmo, en octubre de 2014 se anunció que el contrato se lo quedaría la empresa estadounidense Maximus, con un historial plagado de pleitos por acusaciones que iban desde el fraude hasta la discriminación por discapacidades y la falsa contabilidad.[27] Uno de los altos cargos de Maximus es el profesor Michael O’Donnell, ex director médico de Atos, lo cual ha llevado al Partido Laborista a sugerir que Maximus no representa más que una continuidad estricta con el fracaso de Atos.[28]
De manera que ésta es la ironía: quienes aparecen demonizados de forma habitual como gorrones en la prensa británica son los solicitantes de prestaciones. Hasta tal punto que, según afirmó en 2012 una coalición de organizaciones benéficas de ayuda a los discapacitados, se estaba produciendo una subida espectacular de casos de gente discapacitada a la que insultaban por la calle porque eran sospechosos de ser parásitos del sistema. Y, sin embargo, una empresa a la que se podía acusar legítimamente de estar chupando la sangre del contribuyente británico —suministrando un servicio terrible e inhumano a cambio de cientos de millones de libras de dinero público— se dedicaba a despojar de sus prestaciones a quienes realmente las merecían.
La misma historia se repite en el caso de los diversos planes gubernamentales de reinserción en el mundo laboral: más ejemplos de cómo el sistema financia a empresas privadas cuyo propósito principal no es ayudar a la gente, sino obtener beneficios. Desde su puesta en marcha en junio de 2011, más de 1,1 millones de personas han sido derivadas al emblemático programa gubernamental de cinco mil millones de libras Work Programme, que gestiona una serie de empresas privadas financiadas por el contribuyente. Pues es un fracaso total. De acuerdo con las cifras del mismo Departamento de Trabajo y Pensiones, la gente desempleada a la que no se la remitía al Work Programme tenía más probabilidades de encontrar trabajo. Apuntarse al programa era peor que no hacer nada. De acuerdo con cifras de junio de 2012, solamente uno de cada veinte solicitantes de prestación por enfermedad que se derivaban al programa acababa trabajando: el objetivo previo era uno de cada seis.[29]
Uno de los principales contratistas era la empresa A4e, antes presidida por Emma Harrison, una autodenominada emprendedora que se jactaba de haber empezado su vida de empresaria a los nueve años, montando un quiosco de golosinas secreto en su escuela. «Se trata de encontrar nuestro propio camino, ésa es la esencia del emprendedor: encontrar nuestro propio camino», dijo en un discurso motivacional durante la convención anual de 2010 del Institute of Directors. Sin embargo, el paso de Harrison por A4e no dio demasiadas muestras de ese «camino propio» que, según ella, definía el espíritu emprendedor. De hecho, la empresa la había montado su padre, que más tarde se mudaría a Alemania y la dejaría en el cargo a ella, que pasó a dirigir una empresa dependiente de las arcas públicas.
Después de la victoria del nuevo laborismo en las elecciones de 1997, la empresa de Harrison empezó a presentarse incansablemente a cualquier concurso gubernamental externalizado que asomara la cabeza. En 2004 ya estaba gestionando tareas del sector público por valor de doscientos millones de libras. «A4e estaba obteniendo contratos en unas circunstancias que desconcertaban a sus competidores —me cuenta por teléfono la excontratista de A4e Ann Godden—, y es que nadie entendía por qué sus ofertas eran mejores que las demás.» Con el nuevo laborismo en el poder, A4e se convirtió en el mayor proveedor del llamado New Deal, un plan del gobierno para combatir el paro juvenil. Luego, cuando el nuevo gobierno de coalición cerró el New Deal en octubre de 2010, recibió 63 millones de libras de dinero del contribuyente en calidad de «finiquito». Y, sin embargo, David Cameron cuando fue nombrado primer ministro, en mayo de 2010, había definido a Harrison como una «inspiración», supuestamente nombrada para ayudar a reinsertar en el mundo laboral a 120.000 familias consideradas «problemáticas». En 2012, el presidente de A4e, Andrew Dutton, admitió que todas las ganancias de la empresa en Gran Bretaña —que sumaban casi ciento ochenta millones de libras anuales— provenían de las arcas públicas. Un año antes, Harrison se había pagado a sí misma un dividendo en acciones de 8,6 millones de libras, además de su sueldo de 365.000 libras y de cobrar a la empresa por alquilarle propiedades como su casa señorial de veinte dormitorios —Thornbridge Hall, que ella ha descrito como «una comuna pija»—, casi todas las cuales se habían adquirido con fondos públicos. No es de extrañar que hubiera empleados que interpretaran las siglas A4e como «All for Emma» («Todo para Emma»).
El dinero que se estaba llevando A4e no obtenía a cambio más que un servicio atroz —si es que servicio es el término apropiado para describir su actividad—. Nuevamente, el dogma de las privatizaciones del régimen llevaba a que ciertas empresas se vieran generosamente financiadas por el Estado, al mismo tiempo que dispensaban un trato atroz a los seres humanos. Cat Verwaerde, de Leicester, tenía veintiséis años y llevaba dieciocho meses en paro cuando la derivaron a la empresa. «Había estado presentándome a todas las ofertas de trabajo y llevándome una decepción tras otra —me cuenta—. Recibí muchas cartas de rechazo, que es más de lo que consigue mucha gente. Muchos no recibían ni un triste “no”, de forma que la oficina de empleo me dijo que no me iba tan mal. En todo caso, me pasé mucho tiempo presentando solicitudes y más solicitudes, y la oficina de empleo me decía: “Está bien, sabemos que estás haciendo todo lo que puedes, o sea, que bien”.» Y fue entonces cuando la remitieron a A4e. Para empezar, solamente tuvo que rellenar un formulario, explicar qué clase de trabajo buscaba, detallar sus títulos y su experiencia.
Cuando Verwaerde tuvo su primera cita con A4e, «la asesora me miró de arriba abajo y me puso la cara más horrible que he visto en mi vida —me dice—. Me di cuenta de que había decidido que yo era una basura porque no tenía trabajo desde el momento mismo en que yo había entrado en la sala». Le dijo que tenía que ajustar más su búsqueda y concentrarse en encontrar un tipo concreto de trabajo. Unas instrucciones que contradecían directamente el consejo de la oficina de empleo, donde le aconsejaban buscar cualquier trabajo. Cuando explicó que tres meses atrás se había presentado voluntaria a la Reserva del Ejército, quedó claro que la asesora no tenía ni idea de qué era aquello, y encima perdió los nervios cuando Verwaerde le explicó que no podía describir el trabajo desempeñado allí porque había firmado la Ley de Secretos Oficiales. Al final, la acusó de mentir sobre el número de ofertas de trabajo a las que se había presentado y la envió a un supuesto «curso de capacitación para entrevistas», que en la práctica significaba que la dejaron sin supervisión alguna junto con otra media docena de personas en una sala provista de unos cuantos ordenadores y le dijeron que buscara trabajos. Los demás alumnos del «curso» le dijeron a Cat que habían tenido que borrar los títulos universitarios de sus currículums porque les daban un exceso de cualificación y les restaban posibilidades de encontrar trabajo. A4e les había reescrito los currículums y se los había dejado llenos de errores gramaticales y ortográficos básicos.
En su siguiente reunión, la asesora felicitó a Verwaerde por sus esfuerzos. Le consiguió una entrevista con una empresa de azafatas que al parecer vendía entradas para eventos corporativos, y que resultó que estaba en el mismo edificio que A4e, y hasta en la misma planta. «Además, parecía que todos se conocían entre sí.» Pero sus sospechas aumentaron cuando no pudo encontrar en internet ninguna prueba de que la empresa existiera, salvo en un listado en la página web del registro de empresas. La cosa empeoró cuando la mandaron a una entrevista. Un joven con sudadera y vaqueros le hizo una farsa de entrevista, sin apenas mirarla y contestando llamadas de amigos todo el tiempo. Al final de la entrevista, a Verwaerde le ofrecieron un trabajo por debajo del salario mínimo legal, lo cual la dejó pasmada. Más tarde, A4e la llamó y la reprendió por no aceptar el trabajo, lo cual no era cierto: simplemente, había pedido información por escrito sobre el sueldo y el horario. A continuación, la obligaron a asistir a una reunión con tres asesores de A4e, «que me rodearon y se turnaron para intimidarme y hacerme aceptar aquel trabajo de azafata». Le dijeron que trabajara una semana y que no dijera nada en la oficina de empleo, lo cual supondría una situación clara de cobro fraudulento de prestación. Después de hostigarla durante cuarenta minutos, ella los informó de que iba a presentar una queja formal. «Se me rieron en la cara —recuerda—, y me dijeron: “Quéjate todo lo que quieras. No te va a escuchar nadie”.» Verwaerde es una víctima más del dogma del régimen que prioriza el beneficio privado por encima de las necesidades humanas.
No es sólo gente sin trabajo quien se ha visto expuesta a la naturaleza caótica de A4e. Dan Jamieson (que no usa su nombre real) estuvo trabajando de contratista para la sede de la empresa en Glasgow durante tres meses, hasta enero de 2013, tras unos años de experiencia en otros programas de reinserción en el mundo laboral. «A4e hace un montón de promesas a sus empleados, como, por ejemplo, que, cuando llegues al tajo y conozcas a los clientes, les vas a cambiar la vida —me cuenta—. Pero es entonces cuando aparecen los problemas.» Me dice que aquello es «como una granja», donde se seleccionan las mejores piezas, es decir, los casos más fáciles, los que A4e piensa que pueden conseguirlo, mientras que al resto se los deja «en el huerto». «Me vi tratando con la gente más difícil de colocar —me explica—. Gente con problemas de alcohol, de drogas, problemas mentales, personas con unas vidas caóticas, verdaderamente necesitadas de ayuda, pero el punto de partida no debería ser derivarlos al Work Programme para intentar asignarles con calzador unos puestos de trabajo que no existen.»
El mantra del régimen es que las empresas privadas pueden suministrar un servicio mejor y más eficaz que el sector público. Pero como las empresas solamente buscan los márgenes de beneficio, la calidad del servicio que suministran acaba cayendo en picado. Una de las promesas del Work Programme fue que la gente en paro tendría un contacto humano con los asesores y que recibirían ayuda individual y ajustada a la medida de sus necesidades. Sin embargo, entre los asesores era habitual tener que tratar con trescientos casos, en lugar de los ochenta o cien que les habían prometido. Como a las empresas con ánimo de lucro no les interesa invertir en dar la formación necesaria, los empleados como Jamieson no tenían el adiestramiento para tratar con gente empantanada en unos problemas tan profundamente arraigados. Tal como él mismo explica, «por toda la voluntad que yo le pueda poner, el trabajo social no es lo mío». Y no sólo no les daban a los asesores la formación que necesitaban, sino que las empresas que buscaban márgenes de beneficio, como A4e, los sobrecargaban de expedientes para reducir el gasto en personal. «Estamos llenando los bolsillos de todos estos contratistas privados —dice Jamieson—, y la verdad es que no están consiguiendo nada.» A esto lleva el dogma de «sector privado bueno, sector público malo» del Establishment.
Los resultados de A4e a la hora de conseguirle trabajo a la gente eran tan pobres que el gobierno acabó reduciendo drásticamente el número de expedientes que les transferían, aunque para entonces la empresa ya se había embolsado una montaña de dinero público: sólo en el primer año del Work Programme, A4e se llevó 45,9 millones de libras. En ese mismo año, les encontraron trabajo temporal de corta duración a 94.000 personas; al cabo de seis meses, sin embargo, tras marcharse aquellos solicitantes de A4e, únicamente un 4 por ciento conservaba el trabajo. Esto significa que el gobierno se estaba gastando 13.498 libras en cada puesto laboral.[30] También había alegaciones continuas de fraude, que llevaron a que en septiembre de 2013 se inculpara a nueve empleados de A4e por sesenta delitos. Supuestamente, habían falsificado documentos en apoyo de falsas alegaciones de haber conseguido trabajo a personas desempleadas, algo que el gobierno recompensaba con dinero. De acuerdo con las denuncias, o bien los individuos en cuestión nunca habían sido derivados a A4e, o bien no habían encontrado ningún trabajo. En enero de 2015, cuatro de estos empleados se declararon culpables de todos los cargos.
Y, sin embargo, daba igual cuánto dinero se derrochara en dividendos por acciones, daba igual cómo de malos fueran los resultados y cómo de graves fueran las alegaciones contra la empresa: A4e siguió siendo cliente del gobierno. «Se trata de empresas privadas que existen para ganar dinero, ésa es su única razón de ser, el valor para los accionistas —dice la excontratista de A4e Jane Walker—. Pero estamos hablando de un dinero que viene del Estado, ¿y qué hacen ellas a cambio de él? Da igual lo mal que lo hagan todo y que jamás alcancen sus objetivos, siguen consiguiendo el siguiente contrato.»
El apoyo del Estado a las empresas privadas no sólo viene en forma de dinero. La Administración llega incluso a suministrarles mano de obra gratuita. Esta supuesta «fuerza de trabajo» —obligada a trabajar a cambio de una escasa ayuda del Estado que puede llegar a las 56,80 libras semanales, sin que el empresario tenga que pagar nada— hizo su aparición durante el mandato del nuevo laborismo y se ha generalizado bajo el mandato de la coalición. Se trata de una práctica que saltó a la atención del público gracias a una licenciada en Geología sin trabajo, Cait Reilly. Había estado haciendo de voluntaria en un museo mientras buscaba trabajo y, entonces, su oficina de empleo la envió a unas jornadas de reclutamiento comercial. A muchos solicitantes de empleo les dijeron que, si no asistían a las jornadas, les quitarían las ayudas, mientras que a otros, como a ella, les dijeron que era una simple oportunidad sin compromiso alguno. La «formación» que se ofrecía en las jornadas no era tal: comportaba semanas enteras de «capacitación en el trabajo» en las cadenas comerciales Poundland y Poundstretcher. Solamente se invitaba a presentar las solicitudes a quienes quisieran dedicarse de manera profesional a la venta al público y, además, Reilly no tenía ninguna intención de trabajar gratis. Sin embargo, cuando informó de su decisión en la oficina de empleo, le dijeron que era obligatorio aceptar. Como se negara, le quitarían de inmediato todas las ayudas.[31]
El gobierno justifica estos programas de reinserción en el mundo laboral como un medio para proporcionar oportunidades de formación a una población desempleada que no consigue encontrar ocupación, por mucho que sus propios datos revelen la ineficacia de estos programas. En 2008, un informe del Departamento de Trabajo y Pensiones, tras examinar programas parecidos de Estados Unidos, Australia y Canadá, llegó a la conclusión de que había «pocas pruebas de que los programas de reinserción en el mundo laboral aumenten la probabilidad de encontrar trabajo. Estos programas pueden incluso reducir las posibilidades de encontrar empleo, puesto que limitan el tiempo disponible para buscar trabajo y no suministran las competencias y la experiencia que justifican un salario».[32] Otra evaluación que hizo el Departamento de Trabajo del llamado plan de Actividad Laboral Obligatoria (siglas en inglés, MWA) del gobierno de coalición —que ha empujado a miles de personas desempleadas a hacer treinta horas semanales de trabajo no remunerado— revelaba que sus usuarios tenían las mismas probabilidades de acabar solicitando prestaciones a largo plazo que quienes no estaban en el programa, y que éste no mejoraba de ninguna manera sus posibilidades de encontrar un empleo. Que te incluyeran en el MWA, concluía, «no tiene impacto alguno en la posibilidad de encontrar trabajo en relación con las personas no derivadas».[33] Los exámenes de otros programas mostraban unos resultados igualmente incriminatorios: es el caso del Programa de Acción por la Comunidad, que obliga a los parados de larga duración a trabajar durante seis meses a cambio de sus ayudas, un programa que el think tank Centre for Economic and Social Inclusión le dijo al Guardian que supondría «una equivocación muy cara» si se desplegaba de forma generalizada. Entretanto, el alcalde conservador de Londres, Boris Johnson, había montado su propio plan de inserción laboral no remunerado de trece semanas para jóvenes. A finales de 2014, un informe del gobierno reveló que quienes participaron en el plan tenían la mitad de posibilidades de encontrar un trabajo remunerado que quienes no se habían apuntado o lo habían dejado a la mitad.[34] En sus propios términos, los programas de reinserción en el mundo laboral son un fracaso.
Organizaciones sociales como Boycott Workfare han liderado enormes campañas populares que denuncian públicamente a muchas empresas para que abandonen sus programas de reinserción en el mundo laboral. El uso de estos planes, sin embargo, se ha vuelto endémico. De acuerdo con las cifras de la Oficina Nacional de Estadística, una quinta parte de los supuestos nuevos puestos de trabajo que se crearon en 2012 correspondían, en realidad, a programas de reinserción en el mundo laboral, en su mayoría no remunerados.[35] Y lo que es más, mucha gente involucrada en ellos seguía pidiendo prestaciones, a pesar de que ya no constaba en las cifras oficiales del paro. Pero hay cada vez más indicios de que estos programas no remunerados están reemplazando a los empleados remunerados de verdad. En abril de 2013, al bloguero Tom Pride le mandaron un póster que había tenido en su oficina el director de la tienda de muebles de la cadena Homebase de Haringey, en el norte de Londres. En el póster aparecían diez trabajadores del programa «experiencia laboral» junto con el mensaje: «Cómo el programa de experiencia laboral puede beneficiar a tu tienda. ¿Pueden 750 horas sin costes salariales beneficiar a tu tienda?».[36]
El uso de recursos estatales para engrosar los beneficios privados ya era un fenómeno extendido con el nuevo laborismo en el poder, que lo bautizó con el eufemismo «reforma del sector público». Sin embargo, con los sucesores del nuevo laborismo, esas políticas han contribuido a sentar las bases de un asalto mucho más ambicioso a los servicios públicos. En febrero de 2011, David Cameron anunció que se había terminado lo que él denominaba el monopolio estatal de los servicios públicos. Ahora todo estaba en venta. Desde el sistema judicial hasta la defensa, la gestión de todos los servicios se iba a abrir a empresas especuladoras como G4S, Serco y Sodexo. Les esperan montañas de dinero aportado por el contribuyente. Casi la mitad de los beneficios que obtiene G4S en Gran Bretaña proviene de contratos del gobierno. En 2012, cuatro mil millones de libras de dinero del contribuyente acabaron en las arcas de los mayores contratistas privados: Serco, G4S, Atos y Capita. Esto provocó una severa censura de la Oficina Nacional de Control, que Margaret Hodge, presidenta de la Comisión de Cuentas Públicas, resumió así: toda esta subcontratación ha creado «cuasi monopolios» en el sector público, la «inhibición de los mecanismos de control», el sometimiento del contribuyente a unos contratos larguísimos y «toda una serie de contratos que no cumplen con las normas de la competencia».
La ideología del régimen está tan arraigada que sobrevive incluso a episodios incesantes que normalmente deberían socavar sus supuestos básicos. A finales de 2013, la Oficina de Fraudes Graves sometió a investigación a Serco y a G4S después de que éstas, supuestamente, cobraran decenas de millones de libras de más al contribuyente. A estas empresas se les habían encargado pulseras electrónicas para el seguimiento de delincuentes en libertad: cuantas más personas fueran con la pulsera, más dinero público recibirían. Sin embargo, ellos se dedicaron a incluir en sus registros a delincuentes muertos, o a otros que se habían marchado del país; así, hasta acabar cobrándole al Estado cincuenta millones de más. El episodio demostraba que aquellas empresas se guiaban por los beneficios y no por ofrecer un servicio decente.
El sector privado ofrece una mayor eficiencia y una mejor relación calidad-precio, o eso dicen. Cuando Londres consiguió los juegos Olímpicos de 2012, ciertamente se presentaron unas oportunidades considerables de obtener beneficios. En un acuerdo valorado en cien millones de libras, G4S fue nombrada «proveedora de servicios de seguridad» oficial de los juegos y recibió el encargo de proveer diez mil efectivos de seguridad que garantizaran su buen funcionamiento. Mucho antes de que se desatara la fiebre olímpica, quedó claro que al contribuyente le iba a tocar apoquinar una fortuna a G4S. Para finales de 2011, sus gastos de gestión ya se habían disparado de 7,3 millones a la desorbitada cifra de sesenta millones de libras, la gran mayoría de los cuales eran para la Oficina de Gestión de Programa de la empresa.[37]
En la víspera de los Juegos Olímpicos, G4S anunció que no iba a poder proveer la cifra de personal de seguridad que había prometido. Como era previsible, el Estado tuvo que intervenir y movilizar a 3.500 soldados. Hasta los más fervientes defensores de la ideología del Establishment se tuvieron que poner a la defensiva. «Entré en el Ministerio de Defensa con el prejuicio de que teníamos que fijarnos en cómo hacía las cosas el sector privado para saber de qué manera tenía que actuar el gobierno —dice el ministro de Defensa Philip Hammond—, pero lo sucedido con G4S y el rescate del ejército resulta muy ilustrativo.» Hammond ofrece una concisa definición de la diferencia entre las prestaciones públicas y las privadas: mientras que «el modelo G4S primero te pasa la factura de los costes» a cambio de unos resultados «increíblemente austeros», las Fuerzas Armadas «lo enfocan justamente desde el extremo contrario. ¿Qué trabajo hay que hacer? Vale, pues lo hacemos».[38]
Estos desastres no han impedido la proliferación de empresas privadas que se enriquecen gracias a las arcas públicas. Según la Oficina Nacional de Control, un exorbitante 50 por ciento de los 187.000 millones de libras que se gasta el sector público en bienes y servicios va a parar hoy en día a subcontrataciones, lo cual pone en relieve cuánto ha avanzado la privatización del Estado.[39]
Para los mercantilistas libertarios, el gobierno apenas debería desempeñar más tareas que la defensa interior y exterior. Pero el dogma neoliberal ha trascendido incluso esta noción del «Estado vigilante nocturno». Hasta la policía inglesa está en venta. En 2012, la policía de Lincolnshire firmó un contrato de doscientos millones de libras con G4S, que ponía a la mitad de su personal civil bajo el control de la empresa. A finales de 2013, las policías de Avon y Somerset pusieron en el mercado los recintos de detención de sus comisarías y sus servicios de transporte de reclusos; cinco empresas, G4S entre ellas, compitieron por hacerse con ellos. Hasta que la debacle de los Juegos Olímpicos la obligó a retirarse, las policías de las Midlands Occidentales y de Surrey le habían solicitado a G4S una oferta valorada en 1.500 millones de libras. Eso habría provocado que viéramos a empresas de seguridad privada patrullando las calles e investigando delitos. Aun así, hay buenas razones para creer que el director de G4S, David Taylor-Smith, tenía razón al sugerir, en junio de 2012, que en un plazo de cinco años ya habría amplios sectores de la policía bajo el control de empresas privadas. Desde sus inicios, la razón de ser del cuerpo de policía británico era devenir una «policía por consentimiento del pueblo». Ahora, Gran Bretaña hace frente a la perspectiva de que las fuerzas policiales lo sean por consentimiento ya no de sus comunidades, sino de sus accionistas.
El lógico resultado final del mantra del Establishment conduce a una carrera para llegar a los mínimos de calidad de servicio y de derechos laborales. A fin de cuentas, todas esas empresas que están desmantelando a trozos el sector público sólo se mueven por un objetivo: los beneficios. Y hay pocos métodos más eficaces para aumentar sus caudales de beneficios que recortarles el sueldo a los trabajadores y socavar sus condiciones laborales. Igual que otros contratistas en activo, Terry Williams no puede dar su nombre verdadero cuando habla de su trabajo, porque se arriesga a perderlo. Cuando dejó el ejército, Williams se hizo guardia de prisiones en una prisión del sur de Gales propiedad de lo que por entonces era Securicor, y terminó poniendo pulseras electrónicas a delincuentes para Serco. «No creo que haya nadie contento con Serco», dice; él, sin ir más lejos, ha testificado en un tribunal laboral a raíz de un caso de intimidación por parte de la dirección de la empresa. Cuando su contrato se acercaba a la fecha de renovación, Serco empezó a recortar la plantilla para sacar ventaja a sus competidores. «Lo importante ya no es la calidad del equipamiento, ni tampoco el servicio que ofreces, ni los criterios de calidad para obtener el contrato —explica Williams—. Y entretanto a todo el mundo le bajan brutalmente el sueldo.» En su zona echaron a seis trabajadores y dejaron a catorce haciendo el trabajo de veinte; «conducíamos por los valles del sur de Gales como verdaderos locos, todo para asegurarse de que la cifra de la oferta fuera lo más barata posible, y así ganarles la carrera a G4S y a Capita». A una de sus colegas, de quien Williams dice que «se le daban muy bien los jóvenes, y siempre hablaba con ellos, que es lo que les hace falta», la amonestaron y le dijeron que «entrara, saliera y no perdiera tiempo con cada uno». Esto resume muy bien la actitud de las empresas privadas y la forma en que reducen sus recursos al mínimo nivel posible para trabajar con delincuentes.
David Moffatt, que trabaja de conserje en una residencia para personal militar que está gestionada por Sodexo Defence, cuenta prácticamente la misma historia. «Lo que he visto en los últimos tres años es que no han parado de recortar el servicio que ofrecían», dice. A los trabajadores les han reducido la jornada una y otra vez, y los camareros que sirven la comida y limpian las instalaciones cada vez trabajan menos horas. «Reina un clima constante de miedo —me explica—, todo el mundo teme por su trabajo porque no paran de reducir horarios.» Cuando el Ministerio de Defensa gestionaba la residencia, hace dos décadas, el salario era casi el doble y había vacaciones pagadas, pero ahora David no cobra ni la baja por enfermedad. «Si un empleado de limpieza que trabajaba dieciocho horas pierde el trabajo, a continuación se anuncia la vacante por dieciséis horas, y así sucesivamente, y eso tiene un efecto en todo el mundo que trabaja aquí, porque nos toca a los demás asumir el trabajo extra que eso genera, y el servicio se resiente —explica David Moffatt—. Como empleados, queremos hacer un trabajo digno para el ejército, porque ellos trabajan bien, y resulta desmoralizante ver cómo nos recortan lo que damos.»
La venta a precio de saldo de los recursos públicos no busca mejorar los servicios, ni tampoco obtener una mayor eficiencia ni una mejor relación calidad-precio. Se ha convertido en un simple dogma del Establishment, y se considera un fin en sí mismo, provisto de una lógica propia. Cuando son las empresas privadas las que gestionan los servicios, y no los gobiernos electos, se pierde compromiso democrático y las condiciones de trabajo de los empleados se vienen invariablemente abajo. Tal como concluyó un estudio realizado en toda Europa, «la liberalización y la privatización de los servicios públicos tienen unos efectos mayoritariamente negativos en el empleo y en las condiciones de trabajo».[40] Los contratistas obsesionados con los beneficios lo han recortado todo hasta el mismo hueso. Sin embargo, la venta de recursos públicos es un negocio provechoso, cuando menos, donde se ofrecen miles de millones de libras de dinero público para quien los quiera. Se trata de una forma de estatalismo, donde el Estado llena las cuentas bancadas de los accionistas privados. Y así queda expuesta la naturaleza del capitalismo moderno: un chanchullo financiado públicamente, donde los verdaderos «gorrones» no están en el escalafón más bajo de la sociedad, sino en lo más alto. Y los grandes saldos de recursos públicos han llegado incluso a una institución que antaño el conservador ministro de Economía Nigel Lawson definió como «lo más parecido que tenemos los ingleses a una religión»: el NHS, el sistema de sanidad pública.
«El gobierno se empeña en negar que esté privatizando el NHS —escribió el exministro de Sanidad, el laborista Frank Dobson—. Pero la revelación de que tiene intención de subcontratar la externalización de servicios quiere decir exactamente eso: que una serie de empresas privadas van a pasarles el trabajo a hospitales privados.» Dobson no escribió estas palabras cuando había un gobierno conservador en el poder. Era 2006, cuando el poder estaba en manos del nuevo laborismo de Tony Blair. La estrategia de desviar dinero público de la atención al paciente y transferirlo a cuentas privadas no empezó con los conservadores de Cameron.
Era de esperar que el dogma del actual régimen de transferir recursos públicos a intereses privados encontrara su némesis en el NHS. De acuerdo con una encuesta de 2013, los británicos estaban más orgullosos del NHS que de ninguna otra institución, incluidos el ejército y la monarquía.[41] El sistema de sanidad privada de Estados Unidos ofrece un poderoso ejemplo de lo que pasa cuando se saca la sanidad del sector público. Hay millones de norteamericanos que no tienen seguro médico, a pesar de las reformas del presidente Obama. Estados Unidos se gasta el doble de dinero que Gran Bretaña en atención sanitaria en relación con el producto interior bruto. Y, a pesar de eso, un trabajo de investigación del mismo año 2013 del Journal of Public Health reveló que el sistema estadounidense era uno de los menos eficientes del mundo occidental. En Gran Bretaña, una encuesta que YouGov realizó en octubre de 2013 mostraba que el 84 por ciento de la gente quería que el NHS siguiera en el sector público, y solamente un 7 por ciento apoyaba que lo controlara el sector privado. Hasta el 77 por ciento del electorado de los conservadores apoyaba la propiedad pública.[42] De acuerdo con una encuesta de YouGov realizada a principios de 2015, casi la mitad de británicos consideraban «generalmente cierto» decir que «el NHS tal como se conoce hoy en día no podrá sobrevivir a cinco años más de David Cameron».[43] Sin embargo, a pesar de los fracasos de la sanidad privada y la opinión pública, nadie va a proteger al NHS del mantra del régimen.
Es cierto que el NHS nunca ha sido de gestión totalmente pública. Cuando se creó, en 1947, se nacionalizaron gran parte de los servicios de la sanidad británica, desde los hospitales —para gran asombro del por entonces primer ministro Clement Attlee, cuando le contaron los planes no daba crédito— hasta los servicios a la comunidad. Pero cuando el laborista Aneurin Bevan intentó que el Parlamento aprobara la legislación que tenía que crear el NHS, los médicos del país se rebelaron. En vez de transformarlos en funcionarios del Estado, Bevan aceptó tratarlos en la práctica como pequeños empresarios que tenían un contrato con la sanidad pública. «Les llené las bocas de oro —confesaría más tarde Bevan—. De forma que las semillas del mercado ya quedaron sembradas el mismo día en que se fundó el NHS.» El doctor Kailash Chand, médico y vicepresidente de la British Medical Association, me dice: «Y por tal razón hemos sufrido todos los males de los últimos años».
Ni siquiera Margaret Thatcher se había atrevido a privatizar el NHS, pero las cosas empezaron a cambiar en 1991, cuando estaba en el poder su sucesor, John Major, y se desvelaron por primera vez las fundaciones hospitalarias. Éstas ya no se encontraban integradas en el sistema sanitario local, sino que eran entidades independientes que competían entre ellas por llevarse a los pacientes. Se forjó un mercado interno donde el servicio se repartía entre compradores y proveedores. El gobierno concedió exenciones fiscales a las aseguradoras sanitarias privadas. El presupuesto de capital del NHS —que existía para construir y mantener hospitales— se quedó sin liquidez, lo cual dejó a los hospitales en un estado ruinoso. El NHS empezó a fragmentarse cada vez más.
La primera gran oleada de privatizaciones de la sanidad con los conservadores llegó a partir de 1989 con el programa Care in the Community, que tenía el manifiesto objetivo de sacar a los discapacitados físicos y mentales de los hospitales para que los cuidaran en sus casas. A partir de ahí, la legislación siguió buscando romper el denostado «monopolio estatal» y abrir el servicio a los proveedores privados. Una de las pocas voces que llamaron la atención sobre el problema fue la de Allyson Pollock, profesora e investigadora sobre la sanidad pública que lleva mucho tiempo haciendo campaña contra la privatización del NHS; en tono irónico, me comenta que hay figuras punteras del laborismo que antes se oponían ferozmente a ella y que ahora defienden su investigación. Charlamos en un café situado junto al Centro de Atención Primaria y de Salud Pública de Whitechapel, en el este de Londres, donde ella trabaja. Care in the Community, me cuenta, «fue una primera privatización que pasó prácticamente desapercibida porque afectaba a la gente más vulnerable, la que no tenía voz, como los ancianos, los pacientes psicogeriátricos y la gente con dificultades de aprendizaje —añade—. Se reactivó la atención sanitaria en el seno de la comunidad, pero lo que no se dijo es que también se produjo una tremenda expansión del sector privado con ánimo de lucro».
Las residencias sanitarias eran un gran negocio. La Southern Cross Healthcare emergió como el mayor proveedor de residencias al abrir 750 por toda Gran Bretaña entre 1996 y 2011. Pronto se convertiría en el juguete de las firmas de capital de inversión y liquidación de activos, que se dedicaron a comprar y a vender la empresa para ganar dinero. Los buitres del capital de inversión Blackstone la compraron en 2004, para volver a venderla tres años más tarde a cambio de unos enormes beneficios. Los costes no paraban de recortarse, de manera que el servicio se resentía mientras sus trabajadores intentaban ganarse la vida con salarios por debajo del umbral de pobreza. La empresa siguió una estrategia agresiva de comprar residencias geriátricas y luego vendérselas a los propietarios de los inmuebles, una estrategia empresarial que acabó cargándose a la propia empresa, que pronto no pudo pagar sus alquileres y acabó por hundirse en 2011, con lo que dejó en el limbo a unos treinta y un mil pacientes indefensos.[44] A mediados de 2014, una investigación reveló que los problemas financieros de Southern Cross y el «enfoque inadecuado de la atención médica» por parte de la empresa suponía un riesgo para la «gente vulnerable» y había causado la muerte de seis residentes ancianos.[45] Hasta la atención geriátrica podía tratarse como una oportunidad para que los liquidadores de activos ganaran un dinero rápido.
En los primeros días de la Administración del nuevo laborismo, Tony Blair mandó a Frank Dobson —que había sido su primer ministro de Sanidad y ahora era visto como un obstáculo para el plan de privatizaciones— a librar una batalla condenada al fracaso por la alcaldía de Londres y lo sustituyó por Alan Milburn. Este político era un defensor ferviente de aumentar la participación de las empresas privadas en el NHS, incluido el hecho de derivar a pacientes al tratamiento privado por cuenta del usuario. «Los centros de diagnóstico y tratamiento privados cobran de promedio un 11 por ciento más por operación que los hospitales del NHS —escribió Dobson—. La subcontratación puede estar justificada si cuesta menos. Pero una externalización que cueste más no tiene ningún sentido.» Aquellas políticas de mercantilización no comportaban menos burocracia, sino más, y los costes de administración del NHS se duplicaron.[46]
Una de las formas más desastrosas de privatización fue la Prívate Finance Initiative (PFI), una estafa de contabilidad diseñada por el gobierno conservador de John Major. La iniciativa estipulaba que los contratistas privados cobraran una tarifa anual por construir y gestionar hospitales o escuelas, que luego serían arrendados otra vez al Estado. La ventaja obvia era que aquellos gastos no se incluían en los registros públicos de la deuda del gobierno. Se formaron consorcios de bancos, constructoras y promotoras inmobiliarias para constituir una modalidad de empresas limitadas en el tiempo denominadas vehículos especiales. «En realidad, gracias a esto se vio el crecimiento sin precedentes de la gestión de instalaciones —explica la profesora Allyson Pollock—, así como toda una nueva industria alrededor de abogados, contables y consultorías de gestión, porque el proceso requería un aparato técnico que permitiera la fractura del Estado.» Desde el mismo principio, la PFI resultó mucho más cara, porque las empresas privadas han de pagar tipos más altos por los créditos que el Estado, que se suele considerar poco propenso a ir a la quiebra. Como ya viene siendo costumbre en la Gran Bretaña moderna, le tocó al contribuyente correr con el riesgo. En 2011, la Comisión Especial de Hacienda llegó a la conclusión de que era «ilusorio» que la PFI protegiera del riesgo al contribuyente, y en 2012 el gobierno anunció un rescate de 1.500 millones de libras para los hospitales de la PFI, mientras los beneficios se los embolsaban los corsarios.
No cabe insistir demasiado en la estafa monumental que ha resultado ser la PFI durante las dos últimas décadas. Los proyectos que se le encargaron tenían un valor total de 54.700 millones de libras; sin embargo, para cuando el contribuyente termine de pagar a los consorcios, dentro de unas décadas, se calcula que habrá tenido que costear la apenas imaginable cifra de 310.000 millones. El Estado se ha atrapado a sí mismo en contratos de treinta años, y mucho de ese tiempo se lo va a pasar pagando puros beneficios a las empresas. Los hospitales tienen que cumplir con unos contratos de mantenimiento y de servicios que de tan absurdos resultan casi cómicos. Los honorarios son ridículos: en un caso, a un hospital se le cobró 333 libras por colocarle una bombilla nueva. El desvío de dinero de la atención al paciente a los bolsillos privados ha llevado a los hospitales a contemplar el abismo de la quiebra. En 2012, la fundación hospitalaria South London Healthcare fue sometida a intervención judicial, mientras que otros hospitales estaban al borde mismo de la quiebra. Según el doctor Kailash Chand, «se ha hipotecado la sanidad para las próximas generaciones».
Las competencias sanitarias de Escocia y de Gales se transfirieron a sus administraciones respectivas, pero el NHS inglés es cada vez más víctima de los especuladores. Aun así, no fue hasta que llegó la coalición al poder cuando el NHS inglés quedó expuesto al desmantelamiento total. En su programa electoral de 2010, los conservadores prometieron «no más reorganizaciones verticales del NHS», para a continuación desatar la mayor reorganización vertical desde su fundación en 1947. El texto de su Ley de Sanidad y Servicios Sociales es unas tres veces más largo que la ley original que estableció el NHS. Las antiguas autoridades sanitarias estratégicas y fundaciones de atención primaria a la salud que componían el servicio sanitário quedaron eliminadas, y 60.000 millones de libras para inversión del NHS se entregaron a los nuevos grupos de subcontratación clínica (siglas en inglés, CCG). Supuestamente, los iban a dirigir médicos, pero era una idea absurda: pocos elegían esta carrera para acabar gestionando burocracia y administración. Una encuesta realizada en marzo de 2013 reveló que los profesionales no se sentían más implicados en la subcontratación de servicios que antes de que se crearan los CCG.[47] Al contrario: estos grupos recurrían a empresas privadas.
Sin embargo, el factor decisivo fue la sección 75 de la ley, que —en nombre de la competencia— obligaba a todos los servicios del NHS a salir a oferta pública, a menos que los CCG estuvieran seguros de que el servicio lo podía suministrar «un solo proveedor». En términos prácticos, esto era una condición casi imposible: tal como dijo el expresidente del Royal College of Practitioners en el British Medical Journal, ¿cómo iban los CCG a «estar seguros de que hay un solo proveedor posible si no es saliendo a concurso por un montón de dinero»?
Antes incluso de que se aprobara la propuesta de ley, el sector privado ya estaba devorando el NHS a pedazos. El primer hospital que se privatizó fue el de Hinchingbrooke en 2011, tras un acuerdo de mil millones de libras con Circle Partnership. El hospital estaba cargado de deudas por culpa de una forma previa de privatización, la PFI. Esta privatización fue aplaudida por medios de comunicación como el Daily Mail y por los políticos conservadores.[48] Sin embargo, en vísperas de otro informe de la Comisión para la Atención Médica de Calidad de enero de 2015 que condenaba al hospital por su tratamiento «inadecuado» y lo sometía a medidas especiales, Circle declaró que abandonaba el contrato. Una combinación de recortes gubernamentales y presión creciente sobre los servicios de emergencia y atención a accidentes no dejaba a Circle otra salida que abandonar el hospital, según declaraciones de la propia empresa. Había sido una privatización modélica: su fracaso dejaba en evidencia el desastre del dogmatismo mercantilismo. Otro hospital, el George Eliot de Warwickshire, también afrontaba la privatización, con varias empresas como Circle, Care UK y Serco esperando entre bastidores, lo cual llevó al laborismo a advertir de que se había «puesto en venta» el NHS. Pero la cúpula laborista no lo tenía fácil para plantear su oposición: a fin de cuentas, su historial en el gobierno demostraba que ellos también habían asumido como propio el dogma del Establishment que promovía las privatizaciones.
En Surrey, los servicios sanitarios de la comunidad se vendieron en 2012 a Virgin Care: un acuerdo por valor de quinientos millones de libras. Esta clase de contratos son increíblemente complejos: éste, en concreto, alcanzaba las 1.320 páginas,[49] lo cual lo convertía en un documento prácticamente imposible de examinar. Pero la privatización de Surrey se vería eclipsada un año más tarde cuando los CCG de Cambridge y Peterborough anunciaron sus planes de transferir los servicios del NHS a varias empresas de sanidad privada, en un acuerdo que llegaba a los 1.100 millones de libras: «la venta más temeraria hasta el momento», de acuerdo con el responsable de Sanidad del gabinete en la sombra, Andy Burnham.[50] En Cornualles, la empresa Serco se hizo con la gestión de los servicios nocturnos. La Comisión de Cuentas Públicas de la Cámara de los Comunes la acabó denunciando por ofrecer servicios «de mala calidad» y por falsificar en 252 ocasiones sus cifras de resultados. Otro contrato para tratar a los pacientes del NHS con tumores cerebrales acabó en manos del coloso de la sanidad privada Hospital Corporation of America International, donante del Partido Conservador. En las Midlands Orientales salió a la venta un paquete de servicios de patología por valor de 770 millones de libras, mientras que en Bristol también se llegó a un acuerdo para la administración privada de servicios de salud mental para adultos por valor de 210 millones. En palabras de la profesora Pollock, el NHS inglés «ya no es más que un logo, una simple fuente de financiación».
La privatización se ha convertido en un alud. En los seis meses posteriores a la aprobación de la legislación del gobierno, solamente cuatro de los veinticuatro contratos clínicos que se han firmado han recaído en proveedores del NHS.[51] Para los buitres que vuelan en círculos en el cielo, ha habido carne fresca en abundancia. Ahora el gobierno permite a los hospitales del NHS obtener hasta un 50 por ciento de sus ingresos de los pacientes privados. En julio de 2013, una investigación del British Medical Journal revelaba que uno de cada seis hospitales del NHS estaba ampliando sus operaciones en el sector privado.
De acuerdo con un informe de 2012 elaborado por la consultoría de finanzas corporativas Catalyst, hasta 20.000 millones de los 95.600 millones de libras del presupuesto del NHS están a disposición del mejor postor. «Sé abre una oportunidad de 20.000 millones de libras para el sector privado —dice el orgulloso titular de su informe—. A pesar de las muchas dificultades, el sector privado está suministrando cada vez más servicios sanitarios, ya sean pagados por el contribuyente o directamente por los consumidores en los puntos de uso», se afirma con arrogancia, estimando a continuación que para el año 2020 la proporción de servicios de asistencia tanto primaria como secundaria que suministrarán las empresas privadas se habrá disparado hasta el 40 por ciento.[52] Y, sin embargo, en líneas generales, este proceso de privatización se ha hecho a escondidas de la ciudadanía. En la actualidad, hay más de un centenar de servicios del NHS gestionados por Virgin Care. Aun así, el logo que da la bienvenida a los pacientes no es el del Virgin Care: da igual qué parte de los servicios sanitarios haya sido rapiñada, seguirá llevando las tres reconfortantes iniciales del NHS. Y, por supuesto, no hay venta que no vaya acompañada de recortes a los recursos del NHS. En los primeros tres años del gobierno de coalición, se han eliminado ocho mil camas de hospital[53] y el Real Colegio de Enfermería calcula que hay veinte mil puestos de enfermería menos de los que necesita el NHS,[54] y a cambio se espera que el NHS obtenga en 2015 veinte mil millones de libras gracias a estos «ahorros por eficiencia».[55]
Nada de todo esto es accidental: todo está meticulosamente planeado. En 2005, el ministro de Sanidad Jeremy Hunt coescribió un panfleto titulado: «Democracia directa: agenda para un nuevo modelo de partido», que pedía que se desnacionalizara el NHS y se reemplazara por un modelo nacional de compañía aseguradora. Por extraordinario que parezca, teniendo en cuenta que era el ministro, Hunt pidió en privado que se eliminara el tributo al NHS en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2012.[56] Pero el ministro del gobierno a cargo del NHS no era el único que no tenía un historial de compromiso con la sanidad pública. En 2012, a David Bennett lo nombraron director general permanente de Monitor, el organismo regulador del NHS; antes había trabajado como director adjunto de la consultoría de gestión McKinsey, con una experiencia considerable en todo el mundo en materia de privatización y externalización. De hecho, fueron ellos quienes redactaron en parte el proyecto de ley gubernamental de privatización del NHS. En octubre de 2013, Simon Stevens fue nombrado director general del NHS. Antes había trabajado como asesor promercado del primer ministro Tony Blair, y venía de pasarse una década siendo una de las figuras principales de la firma de sanidad privada UnitedHealth. El NHS ha quedado en manos de ideólogos del mercado libre.
El gran descuartizamiento del NHS es una amenaza para la salud y hasta para las vidas de los pacientes. De acuerdo con el profesor Terence Stephenson, de la Academy of Medical Royal Colleges, la «competencia innecesaria puede desestabilizar unas economías sanitarias locales complejas e interconectadas, sobre todo los hospitales, además de tener efectos adversos en el servicio a los pacientes».[57] Colocar la búsqueda de ganancias en el centro de la atención sanitaria ha tenido consecuencias profundas. «El mercado quiere, literalmente, mover dinero, obtener beneficios; ésa es su filosofía, así de simple —dice el doctor Kailash Chand—. Si no genera beneficios, no quiere saber nada. Se producirá una selección a la carta de la cirugía programada, por ejemplo. Se terminará con un sistema sanitario en dos niveles, donde la cirugía programada y similares se harán en el sector privado.» Quienes pagan por su tratamiento en el NHS ya pueden saltarse las colas —y los hospitales en situación de penuria económica están desesperados por aceptarlos—, mientras que todos los demás están obligados a apuntarse a unas listas de espera cada vez más largas. De hecho, en 2012, ya hubo más de cincuenta y dos mil personas a quienes se les negaron operaciones rutinarias.[58]
En parte, el programa de privatizaciones se presenta como una posibilidad de que los pacientes «elijan». Pero el programa no tiene nada que ver con «elegir». No son los pacientes quienes están vendiendo los servicios del NHS: quienes están desmontándoles pedazo a pedazo su servicio sanitario para dárselo a empresas privadas son unos individuos a quienes ellos nunca han votado y cuyos nombres casi seguro que no conocen. A los pacientes les toca aceptarlo, sí o sí: los pacientes del NHS de Cornualles que quieren servicios nocturnos, por ejemplo, pueden «elegir» entre Serco y Serco.
La privatización es cara. La actual «reorganización» cuesta tres mil millones, pero la expansión de los principios del mercado en el seno del NHS comportaba buscar rutas por entre las leyes de la competencia, y eso no ha salido barato. «Estamos empantanados en una montaña de leyes de la competencia —declaró sir David Nicholson ante el Parlamento, cuando dejó su cargo de director del NHS—. Tenemos a toda clase de abogados especializados en el tema diciéndonos lo que tenemos que hacer, lo cual nos genera unas dificultades enormes.» Pero la privatización también es cara por otras razones. «Nunca tuvimos un servicio de salud —dice el doctor Kailash Chand—. Lo que teníamos era un servicio de enfermedades.» En vez de centrarse en la prevención y en promover estilos de vida saludables para prevenir que aparezcan condiciones sanitarias costosas, el NHS está diseñado para tratar con los síntomas de mala salud. Es un modelo provechoso para las grandes compañías farmacéuticas, claro, porque la cura de las enfermedades requiere tratamientos y fármacos caros. Promover la vida sana supondría una merma considerable en este caudal de ganancias. Y, sin embargo, a medida que la población británica siga envejeciendo, cada vez se va a necesitar más dinero para tratar las enfermedades y la mala salud: buenas noticias para las empresas privadas que se benefician del desmantelamiento y de la venta del NHS.
Pero ésta es una historia emblemática del Establishment británico. Detesta al Estado y asegura estar liberando al individuo de sus garras. Cuando se percibe que los más pobres dependen de las prestaciones gubernamentales, se los demoniza de forma rutinaria por ser «gorrones» y «parásitos». Y, sin embargo, la verdad es que el Estado recorre este capitalismo de cabo a rabo. No solamente ofrece a los intereses privados protección, infraestructuras y mano de obra: también se ha ido convirtiendo en un caudal de ganancias. De esta manera, el Estado se privatiza y se metamorfosea en un simple repartidor de dinero del contribuyente, perdiendo responsabilidad para con la ciudadanía. Sus servicios ya no buscan por encima de todo lo demás el bien público: no se requiere el interés de la gente, sino que se persigue ganar dinero. Puede que el apoyo a la gran cruzada de las privatizaciones sea algo incuestionable para los políticos, periodistas y think tanks del Establishment, pero nunca se ha ganado el corazón ni la cabeza del pueblo británico.
Las grandes corporaciones están encantadas de hacerse con la enorme riqueza y con los recursos del país, pero no les gusta dar nada a cambio. La idea oficial del Establishment de que el Estado es algo ilegítimo, un obstáculo para el espíritu emprendedor de los «generadores de riqueza», justifica no suministrarle los recursos que necesita para su funcionamiento. Incluso en un momento en que la austeridad está haciendo estragos en los servicios y en el sustento de las familias, hay grandes sectores de la adinerada élite británica que en la práctica han dejado de pagar impuestos. Es algo que deja claro a quién sirve el Estado británico.