INTRODUCCIÓN
El Establishment británico se ve desnudo y, sin previo aviso, lo empujan a la palestra. El público ahoga una exclamación: tienen delante a alguien a quien conocen, pero ahora, bajo la mirada implacable de los focos, lo ven finalmente expuesto como lo que es. Y, sin embargo, tan pronto como aparece, vuelven a cubrir su figura, que se llevan de vuelta al sitio que le corresponde: fuera del escenario.
Eso es lo que ha parecido que sucedía durante cada una de las crisis importantes que han hecho tambalearse los cimientos del poder de Gran Bretaña durante los últimos años. En 2008, mientras la codicia de una City libre de regulaciones contribuía a desatar una tormenta económica, un chiste que corría por ahí resumía la atmósfera dominante: «¿Cómo llamas a doce banqueros en el fondo del océano? Un buen principio». Durante los años siguientes, un escándalo tras otro han asediado a los poderosos. Aunque la gente nunca había amado a los parlamentarios, ahora todo el mundo los odia porque, en vez de utilizar el dinero de los contribuyentes para sufragar los diversos gastos parlamentarios, han estado gastándolo en: televisores de pantalla panorámica, segundas residencias, isletas para patos, fosos de castillos y películas pornográficas. La policía británica, entretanto, se ha visto envuelta en una serie de problemas, desde las muertes de personas inocentes hasta las estafas a ministros del gobierno conservador, todo lo cual ha dejado al descubierto una verdadera cultura de la conspiración y el encubrimiento. Finalmente, con las revelaciones de las sistemáticas escuchas telefónicas ilegales que realizó el periódico de Murdoch News of the World, el poder de los medios de comunicación ha pasado a ser tema de debate. También han empezado a salir a la luz las turbias conexiones que hay entre la élite policial, los barones mediáticos y la policía, especialmente a partir de la revelación de que los periódicos dirigidos por Murdoch agasajaban a funcionarios con cenas de gala, puestos de trabajo sospechosos, reuniones secretas y sobornos.
En medio de este diluvio de escándalos, la cuestión de quiénes gobiernan en realidad y qué se proponen se ha puesto más sobre la mesa que nunca antes. A los ciudadanos británicos se les enseña que viven en una democracia próspera; se les dice que la voluntad del pueblo decide cómo funciona todo. «En este país tenemos muchas cosas de las que estar orgullosos —dijo el primer ministro británico David Cameron, con un entusiasmo considerable, en la Cámara de los Comunes en 2012—: la democracia más antigua del mundo; la libertad de expresión; una prensa libre; un debate público franco y saludable.»[1] Ciertamente, disfrutamos de unos derechos que nos ha costado mucho ganar y de unas libertades que, a lo largo de la historia de este país, se han obtenido —a menudo con grandes sacrificios— a expensas de los poderosos. Sin embargo, nuestra democracia es algo precario, que choca constantemente con los intereses creados de quienes tienen el poder; o, en otras palabras, de quienes forman el Establishment. Y, sin embargo, a pesar de que éste es un término familiar que se maneja con frecuencia, la verdad es que no sabemos quién o qué es el Establishment ni qué aspecto tiene. Es algo que ya les va bien a sus miembros.
Si miran ustedes una hoja de papel en blanco con manchas de tinta, podrán detectar los contornos de una imagen. Es posible, sin embargo, que otra persona que mire el mismo papel vea algo muy distinto. Lo que vemos dice más de nosotros mismos que de la mancha de tinta. Este ejercicio, es bien sabido, se conoce como el «test de Rorschach», y es el mismo principio que se aplica cuando miramos al Establishment.
Establishment es un término que suele usarse de forma imprecisa para denominar a «la gente que tiene poder y que no me cae bien». Este libro sugerirá, en efecto, que hay grupos de personas, en su mayoría no electas y exentas de responsabilidades legales, que verdaderamente manejan el cotarro, no solamente por medio de la riqueza y del poder que comparten, sino gracias a las ideas y a las mentalidades que gobiernan su forma de comportarse. Sin embargo, no hay que ir muy lejos para encontrar opiniones tan contundentes como divergentes acerca de qué es el Establishment: qué representa, quiénes lo constituyen y quiénes están excluidos de él.
A pesar de ser el segundo periódico más leído de Gran Bretaña y de desempeñar un papel poderoso a la hora de dar forma al debate político, el periódico de derechas Daily Mail despotrica de forma regular contra lo que ellos perciben como el Establishment. Para la excolumnista del Daily Mail Melanie Phillips —una periodista que durante su carrera experimentó una sorprendente pero nada infrecuente metamorfosis, de izquierdista a feroz conservadora—, quienes mandan ahora son los jóvenes hippies de los años sesenta. «Pero lo extraño es que esos revolucionarios jamás crecieron —proclamaba en una de sus columnas—. A medida que esa generación de hijos del baby boom de la natalidad de la posguerra envejecía, siguieron aferrándose al infantilismo de su juventud. Hoy en día, sin embargo, se han convertido en el Establishment del país. En todas las profesiones —las universidades, la policía, el funcionariado y la judicatura—, la gente que manda viene de esa generación.» Entretanto, Peter Hitchens, antiguo revolucionario trotskista convertido en polemista conservador del Mail on Sunday, cree que el Establishment es un centro de desintoxicación para libertinos. «La adicción a las drogas no es una simple actividad marginal —ha escrito—. Es el vicio secreto de todo el Establishment británico.» Imaginarse a los miembros de las altas esferas inclinados sobre la mesa de la cocina, cortando cocaína con tarjetas de crédito, es una imagen poderosa, igual de impactante que imposible de demostrar. Pero como resulta que el Establishment es un concepto tan esquivo, esta clase de teorías de la conspiración son inevitables.
Incluso muchas personas que empezaron sus carreras como agitadores políticos, pero terminaron en cargos de poder real, han acabado enfrentados con el Establishment. John Prescott fue camarero de la marina mercante y miembro de la izquierda radical. En 1966 ayudó a organizar una huelga de marineros que el por entonces primer ministro laborista, Harold Wilson, denunció como obra de «un grupito cerrado de hombres con motivaciones políticas». Treinta años después, Prescott completaba su viaje de la izquierda al centro político cuando, siendo una figura clave en el proyecto del nuevo laborismo de Tony Blair, se convirtió en viceprimer ministro del país. Después de abandonar su escaño en el Parlamento en 2010, se convirtió en miembro de la Cámara de los Lores, la institución que él antes quería abolir. «Gran Bretaña sigue gobernada por la élite —escribió en su columna del Daily Mirror en 2013—. Quienes han nacido ricos y pueden usar su dinero para entrar en las tramas de los privilegiados van a seguir dominando el Establishment.» Lo que viene a decir Prescott es que a cualquiera que provenga de un entorno humilde —como él— se le impide automáticamente ser miembro del Establishment; que solamente quienes han nacido con todo a su favor pueden aspirar a esa etiqueta. Es una percepción que permite a algunos miembros del Establishment convencerse a sí mismos de que no forman parte de él.
Pese a ser divergentes, todas estas definiciones del Establishment comparten un mismo rasgo: son peyorativas. Teniendo esto en cuenta, lo normal sería que casi nadie estuviera dispuesto a admitir que es miembro de un club tan vilipendiado. Sin embargo, hay figuras poderosas que no tienen reparos a la hora de admitirlo. Cuando el patricio lord Butler me dio un firme apretón de manos al recibirme en su segunda vivienda del centro de Londres, me costó evitar la sensación de que era un hombre nacido para gobernar. Cuando era estudiante en Oxford, se rumoreaba —presumiblemente no del todo en broma— que cualquiera que lo placara jugando al rugby se arriesgaba a ver cómo sus perspectivas de hacer carrera se iban por la línea de banda. Después de ser ministro con toda una serie de primeros ministros, desde Edward Heath y Harold Wilson hasta Margaret Thatcher, Butler se convirtió en el más alto funcionario del Estado antes de retirarse con Tony Blair en el gobierno. Desprende esa confianza en sí mismo ligeramente hastiada e intimidante que tan común resulta entre los poderosos. Mientras su doncella trabajaba en la cocina, le pregunté si se consideraba parte del Establishment. Él me contestó sin pestañear: «Sí». Sin embargo, mientras me ampliaba su respuesta, su definición de lo que significaba estar en el Establishment se empezó a desdibujar. «Bueno, en el sentido de que nací en una familia privilegiada, y eso me ayudó a conocer a mucha gente. Tuve la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. De manera que sí, creo que formo parte de un grupo que incluye a mucha gente que tiene o ha tenido poder.»
Las visiones dominantes del Establishment se pueden resumir de la siguiente manera. Los derechistas suelen verlo como un nido nacional de liberalismo social desenfrenado y corrupto; para la izquierda, se acerca más a una red de exalumnos de escuelas privadas y de Oxbridge que dominan las instituciones clave de la vida política británica. El Establishment sigue siendo un manchón de tinta.
Esto es lo que yo entiendo que significa el Establishment.
El Establishment actual se compone —igual que lo ha hecho siempre— de una serie de poderosos grupos que necesitan proteger su posición en una democracia en la que tiene derecho a votar casi toda la población adulta. El Establishment representa el intento por parte de esos grupos de «gestionar» la democracia, de asegurarse de que ésta no amenace sus intereses. En este sentido, se puede considerar un cortafuegos para aislarse del grueso de la población. Tal como dice en tono de aprobación el muy bien conectado columnista y bloguero de derechas Paul Staines: «Llevamos ya casi medio siglo de sufragio universal, y lo que sucede es que el capital encuentra formas de protegerse de, ya saben, los votantes».
En el siglo XIX, a medida que cobraban fuerza las peticiones de sufragio universal, apareció también en los círculos privilegiados el miedo a que otorgar el voto a los pobres supusiera una amenaza a su posición; a que los escalafones más bajos de la sociedad usaran la voz que acababan de recibir para quitarles el poder y la riqueza a quienes estaban en lo más alto, y redistribuirlos por todo el electorado. «He oído hablar mucho de las clases trabajadoras en esta cámara y confieso que eso me ha llenado de un sentimiento de aprensión», dijo en 1866 en el Parlamento lord Salisbury, portavoz de los conservadores, a modo de respuesta a los planes de ampliar el sufragio. También sostuvo que otorgar el voto a la gente de clase obrera le daría a ésta la tentación de aprobar «leyes relativas a la tasación y a la propiedad que les fueran favorables a ellos y, por ende, peligrosas para todas las demás clases». Y se extendió sobre esta idea: «De forma proporcional a la pequeñez de las propiedades, el peligro de hacer un mal uso del derecho a voto será mayor». En otras palabras, cuanto más pobre sea el ciudadano, más peligroso será que pueda votar.[2] Pero las élites gobernantes estaban paralizadas por un miedo todavía mayor —el miedo a que seguir denegando el sufragio provocara una revolución social—, de forma que en 1918 todos los hombres, y algunas mujeres, ya gozaban del derecho a votar.
Pero las preocupaciones de aquellos oponentes decimonónicos del sufragio universal no carecían por completo de fundamento. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se impusieron varias restricciones a los intereses de los poderosos de Gran Bretaña, como, por ejemplo, subidas de impuestos y la regulación de los negocios privados. A fin de cuentas, se trataba de la voluntad de las masas recientemente provistas de derecho a voto. Hoy en día, sin embargo, muchas de esas restricciones se han eliminado, o bien están en proceso de ser desmanteladas, y ahora el Establishment se caracteriza por una serie de instituciones e ideas que legitiman y protegen la concentración de la riqueza y del poder en muy pocas manos.
Los intereses de quienes dominan la sociedad británica son dispares; ciertamente, a veces colisionan entre ellos. El Establishment incluye a los políticos que crean las leyes; a los barones de los medios de comunicación que establecen los términos del debate; a las empresas y a los financieros que dirigen la economía; y a las fuerzas policiales que hacen cumplir unas leyes amañadas a favor de los poderosos. El Establishment es el lugar donde todos esos intereses y esos mundos confluyen, ya sea de forma consciente o inconsciente. Lo unifica una mentalidad común, que mantiene que quienes están en lo más alto se merecen su poder y sus fortunas cada vez mayores, y que se puede resumir con el eslogan publicitario del gigante de los cosméticos L’Oréal; «Porque yo lo valgo». Se trata de la misma mentalidad que lleva a los políticos a gastarse un dinero que no es suyo, a los empresarios a no pagar impuestos y a los banqueros de la City a exigir unas bonificaciones cada vez mayores mientras abocan al mundo entero al desastre económico. Todas estas cosas las facilitan —y hasta las promueven— unas leyes orientadas a castigar con dureza la más minúscula infracción que cometan quienes están en lo más bajo de la jerarquía, por ejemplo, el cobro fraudulento de subsidios. «Una ley para nosotros y otra para todos los demás», podría ser otra forma de resumir el pensamiento del Establishment.
Tales mentalidades se lo deben todo a la ideología común del Establishment moderno, un conjunto de ideas que ayuda a racionalizar y a justificar su posición y su conducta. A menudo denominada neoliberalismo, esta ideología se basa en la creencia en los llamados mercados libres: en transferir recursos públicos a unos negocios orientados a los beneficios hasta el máximo posible; en la oposición —o incluso la hostilidad— al papel formal del Estado en la economía; en el apoyo a reducir la carga fiscal de los intereses privados; y en reprimir cualquier forma de organización colectiva que pueda desafiar el estado de las cosas. Esta ideología suele racionalizarse y presentarse como «libertad» —especialmente «libertad económica»— y se envuelve en el lenguaje del individualismo. Se trata de unas creencias que el Establishment trata como si fueran sentido común, como un factor más de la vida, igual que el clima.
No estar de acuerdo con estas ideas equivale a estar fuera del Establishment de hoy en día; conduce a que te consideren un simple excéntrico, en el mejor de los casos, o incluso un elemento marginal extremista. Los miembros del Establishment creen a pies juntillas en esta ideología; sin embargo, se trata de un conjunto de ideas y de políticas muy convenientes para ellos, pues les garantizan unas riquezas personales y un poder cada día mayores.
Además de una mentalidad común, el Establishment lo consolidan una serie de vínculos financieros y una cultura de «puerta giratoria»: en otras palabras, una serie de individuos poderosos que fluyen por entre los mundos político, corporativo y mediático, o bien consiguen habitar todas estas esferas de forma simultánea. Los términos del debate político vienen dictados en gran, medida por los medios de comunicación que unos pocos propietarios excepcionalmente ricos controlan, mientras que a los think tanks y a los partidos políticos los financian individuos ricos e intereses corporativos. Muchos políticos están en nómina de empresas privadas; junto con los funcionarios, terminan trabajando para las empresas que operan en sus áreas políticas, lo que les permite beneficiarse de sus cargos públicos; como es natural, esto les otorga una inclinación creada en una ideología que promueve los intereses corporativos. El mundo empresarial se beneficia de sus contactos con los políticos y los funcionarios, y de su conocimiento de las estructuras de gobierno y su experiencia, lo cual permite a las empresas privadas infiltrarse hasta el corazón mismo del poder.
Y, sin embargo, en el centro del pensamiento del Establishment hay un fallo lógico. Puede que deteste al Estado, pero la verdad es que depende por completo de él para prosperar. Bancos rescatados, infraestructura financiada por el Estado, protección estatal de la propiedad privada, investigación y desarrollo, una fuerza de trabajo educada gracias a una gran inversión pública, la subida de unos salarios que ya no dan para vivir, los numerosos subsidios… Todos ellos son ejemplos de lo que se puede describir como el «socialismo para los ricos» que caracteriza al Establishment de hoy en día.
Este Establishment no es sometido al escrutinio que debería. A fin de cuentas, es tarea de los medios de comunicación arrojar luz sobre la conducta de los poderosos. El problema es que los medios de comunicación británicos forman parte integral del Establishment británico; sus propietarios comparten los mismos presupuestos y cantinelas subyacentes. Lo que hacen periodistas y políticos por igual es criticar y atacar de forma obsesiva a quienes están en lo más bajo de la sociedad. A los desempleados y otros solicitantes de ayudas; a los inmigrantes; a los trabajadores del sector público… todos estos grupos se han visto expuestos a las críticas o incluso al escarnio. Esta táctica de poner el punto de mira en quienes carecen de poder resulta muy conveniente para que la rabia no se dirija a quienes ostentan ese poder en la sociedad británica.
Para entender lo que es hoy en día el Establishment y cómo ha cambiado, nos tenemos que remontar a 1955: a una Gran Bretaña que se estaba sacudiendo de encima la austeridad de la posguerra a favor de una nueva era de consumismo, rock and roll y teddy boys. El país, sin embargo, tenía un lado más siniestro, que inquietaba a un ambicioso periodista conservador de treinta y pocos años llamado Henry Fairlie. Tras unos prodigiosos inicios profesionales, Fairlie empezó a mezclarse con gente poderosa e influyente. A los veintitantos ya estaba escribiendo editoriales para el Times. A los treinta años, se pasó al mundo del periodismo freelance y empezó a firmar una columna para la revista The Spectator. Fairlie había adoptado una postura cínica hacia los estamentos más elevados de la sociedad británica. Así, un día de otoño de 1955, escribió un artículo explicando por qué. Lo que le había llamado la atención era el escándalo que protagonizaron dos oficiales del Ministerio de Asuntos Exteriores, Guy Burgess y Donald Maclean, que habían desertado a la Unión Soviética. Fairlie sugirió que una serie de amigos de aquellos dos hombres habían intentado proteger a sus familias de la atención de los medios de comunicación. Y afirmó que aquello revelaba que «lo que yo llamo el Establishment de este país es más poderoso hoy en día de lo que ha sido nunca». Este artículo convirtió Establishment en una expresión de uso común, y de paso le labró un nombre a Fairlie.
Para él, el Establishment no sólo incluía «los centros del poder oficial, aunque ciertamente forman parte de éste», sino «toda la matriz de relaciones oficiales y sociales dentro de la cual se ejerce el poder». Este «ejercicio del poder», afirmaba, sólo se puede entender como algo que «se lleva a cabo socialmente». En otras palabras, el Establishment comprendía a una serie de personas bien conectadas que se conocían todas entre sí, alternaban en los mismos círculos y se defendían los unos a los otros. No se basaba en acuerdos oficiales, legales ni formales, sino más bien en «sutiles relaciones sociales».
El Establishment de Fairlie consistía en una trama de gente diversa. No eran solamente personalidades como el primer ministro o el arzobispo de Canterbury, sino también «meros mortales» que se habían incorporado, como el presidente del Arts Council, el director general de la BBC y el editor del Times Literary Supplement, «por no mencionar a gente divina como lady Violet Bonham Cárter», hija del ex primer ministro liberal Herbert Asquith, confidente de Winston Churchill y abuela de la actriz británica Helena Bonham Cárter. El Ministerio de Asuntos Exteriores era, según Fairlie, «casi el centro del esquema de relaciones sociales que controla de forma tan potente el ejercicio del poder en este país», dado que estaba atiborrado de individuos que «conocen a la gente a la que hay que conocer». En otras palabras, el Establishment era una cuestión de «a quién conoces».[3]
La definición de Fairlie implantó el uso común del término Establishment, en medio de una fuerte controversia y de la reacción furiosa de varios de sus miembros, a quienes había citado. Fairlie insinuaba que Violet Bonham Cárter era una de las personas que habían ayudado a gestionar la reacción de los medios de comunicación ante el caso de Burgess y Maclean. Bonham Cárter montó en cólera y afirmó que «las cosas que he hecho solamente son relevantes con respecto a la persecución de sus familias que han emprendido ciertos miembros de la prensa». El rector del All Souls College de Oxford —el gobernador del centro de investigación más elitista de la universidad entera— también negó la descripción que hacía Fairlie de las prácticas de reclutamiento del Ministerio de Exteriores y dijo que estaba «llena de insinuaciones viles y de supuestos y sugerencias que son falsos en casi todos los casos». David Astor, editor del Observer —y miembro de la poderosa familia Astor—, se puso como una fiera y condenó a Fairlie y a su «estampa de un “Establishment” de gente influyente que ostenta el poder en este país y se defienden o se ayudan en secreto los unos a los otros». Esto, dijo, «equivale a decir que los escalafones superiores de nuestra vida pública son un contubernio», lo cual era «una porquería difamatoria».[4]
Con su visión del Establishment como una red de personas poderosas que comparten su vida social y se protegen y se ayudan cuando surge la necesidad, el artículo de Fairlie venía a contribuir de forma significativa a una tradición de pensamiento que afirmaba que Gran Bretaña no estaba únicamente «gobernada por su pueblo», tal como la teoría que respaldaba la democracia sugería que debía estar. Su visión se hacía eco de una perspectiva que llevaban teniendo pensadores influyentes de izquierdas desde hacía mucho tiempo, entre ellos Karl Marx y Friedrich Engels. En el Manifiesto comunista, estos dos autores habían descrito a los gobiernos capitalistas como un «comité para gestionar los asuntos comunes de toda la burguesía», o una especie de frente tecnocrático para los directivos de las grandes empresas.
Pero en la definición de Fairlie faltaban importantes facetas del poder en Gran Bretaña. En primer lugar, no había referencia alguna a los intereses económicos compartidos, esos profundos vínculos que unen a las grandes empresas y a las élites financieras y políticas. En segundo lugar, su artículo no transmitía ninguna idea de una mentalidad común que cohesionara al Establishment. Y, sin embargo, existía una, aunque muy distinta de la mentalidad que lo domina hoy en día, por mucho que tanto entonces como ahora Downing Street estuvieran ocupados por un exalumno conservador de Eton, Anthony Edén. Porque entonces era la época del capitalismo del bienestar, y hasta quienes tenían el poder compartían la ética del estatalismo y del paternalismo; y, por encima de todo, la idea de que para conseguir una sociedad estable y sana hacía falta un gobierno activo.
Las diferencias entre la época de Fairlie y la nuestra vienen a demostrar que el Establishment dominante en Gran Bretaña dista mucho de ser estático: la flor y nata de la sociedad británica siempre se ha mantenido en estado de flujo. Es la supervivencia lo que la mueve a cambiar continuamente. La historia está repleta de demandas hechas desde abajo a las élites gobernantes para que cedan parte de su poder, obligando a los poderosos enemigos de la sociedad británica a negociar. A fin de cuentas, la negativa recalcitrante a las demandas de cambio acarrea el riesgo no solamente de hacer caer pilares individuales del Establishment, sino también de arrastrar consigo a todo el sistema de poder.
La monarquía es un ejemplo notable de pilar tradicional del poder que —ante una serie de amenazas ocasionalmente formidables— se ha tenido que adaptar para sobrevivir. Esto se hizo evidente en el acuerdo de compartición de poder que firmaron la Corona y el Parlamento en las postrimerías de la revolución y la invasión extranjera del siglo XVII, y que sigue vigente hoy en día. Muchos de los poderes arbitrarios de la monarquía, como la capacidad para declarar la guerra, fueron a parar a manos del primer ministro. Incluso hoy en día, el papel de la monarquía no es del todo simbólico.
«La Corona es una institución un poco vaga, pero viene a ser el corazón del sistema, el lugar del que proviene todo el poder», dice Andrew Child, director de campaña de Republic, un grupo que defiende que se pueda elegir al jefe de Estado. El primer ministro nombra y destituye a los ministros del gobierno sin necesidad de consultar a las cámaras legislativas ni al electorado, porque está usando los poderes de la reina: los ministros son de la Corona, no del pueblo. En la práctica, asimismo, los miembros de la familia real cuentan con una poderosa plataforma desde la que intervenir en las decisiones democráticas. El príncipe Carlos, sucesor designado al trono, se ha reunido con ministros por lo menos tres docenas de veces desde las elecciones generales de 2010, y se sabe que tiene las ideas muy claras en cuestiones como el medio ambiente, la prohibición de la caza, las medicinas «alternativas» y el patrimonio histórico. En junio de 2014 salió a la luz que el príncipe había presionado al gobierno de Tony Blair para que ampliara el número de escuelas secundarias selectivas. A finales de 2014, el periódico Guardian reveló que el príncipe Carlos tenía intención de transformar el rol del monarca en cuanto llegara al trono, y que llevaría a cabo una serie de «voluntariosas intervenciones».[5] Esta revelación provocó la reacción furiosa de Republic, que declaró que un «en una sociedad democrática sería intolerable un rey activista», sugiriendo que aquello sería el fin de la monarquía. Por encima de todo, la soberanía pertenece a la monarquía de Gran Bretaña, y no a su pueblo. Es ella quien ayuda a institucionalizar los rasgos inherentemente antidemocráticos del Establishment. Al fin y al cabo, Gran Bretaña no es un país constitucionalmente gobernado por su pueblo.
En contraste con otros países de Europa, la aristocracia de Gran Bretaña se las ha apañado para evitar verse diluida por la adaptación y la asimilación. Después de la revolución industrial absorbió en sus filas a algunos prósperos hombres de negocios —para gran disgusto de los tradicionalistas—, como el financiero de la City de Londres lord Addington y el tratante de sedas lord Cheylesmore. La aristocracia continuó ostentando un poder político considerable durante el siglo XIX y proporcionó al país muchos primeros ministros, como el primer duque de Wellington, el segundo conde de Grey y el segundo vizconde de Melbourne. Corría ya el año 1963 cuando el aristócrata conservador lord Home se convirtió en primer ministro británico. Pero después de las Actas del Parlamento que aprobaron los miembros en 1911 y en 1949, este poder se vio restringido cuando la Cámara de los Comunes electa consagró en forma de ley su dominio sobre la Cámara de los Lores aristócrata. El legado de varios siglos de poder aristocrático no ha desaparecido, no obstante: más de un tercio de las tierras británica y galesa y más del 50 por ciento de la tierra rural siguen estando en manos de treinta y seis mil aristócratas.[6]
Aunque hoy en día sea menos influyente que nunca, la Iglesia anglicana retiene los paramentos de su antiguo poder. Ciertamente, la palabra Establishment es testimonio de la importancia que llegó a tener; el término deriva probablemente del hecho de que la Iglesia de Inglaterra es la established church («iglesia establecida») del país, o sea, la religión estatal, que tiene en su jefe al monarca. La más alta dignidad eclesiástica de la Iglesia anglicana, el arzobispo de Canterbury, es designado por el primer ministro en nombre del monarca. Y aunque Gran Bretaña sea uno de los países menos religiosos de la Tierra, en el que solamente una de cada diez personas va a la iglesia semanalmente, y en el que una cuarta parte de los ciudadanos no tiene creencia religiosa alguna, la Iglesia anglicana conserva unos poderes considerables. Dirige una de cada cuatro escuelas primarias y secundarias, mientras que sus obispos se sientan en la Cámara de los Lores, cosa que convierte a Inglaterra en el único país —junto con Irán— que tiene a clérigos no electos ocupando un escaño en las cámaras legislativas. En el siglo XIX, la Iglesia poseía más de 880.000 hectáreas de tierra y era el mayor terrateniente de Gran Bretaña.[7] Aunque desde entonces ha caído en las clasificaciones, sigue siendo propietaria de cuarenta y cuatro fincas que suman más de 40.000 hectáreas de tierra rural, y eso sin incluir los terrenos que tienen en las ciudades.[8] Sin embargo, a pesar de que las encuestas muestran que los feligreses habituales son abrumadoramente simpatizantes del Partido Conservador,[9] como la era actual de la economía de mercado libre no arrancó hasta finales de la década de los setenta, muchos clérigos de mayor edad han sido verdaderos azotes del Establishment. En 1985, lord Runde, arzobispo de Canterbury mientras Margaret Thatcher fue primera ministra, encargó un informe sobre la pobreza en las ciudades que una veterana y anónima figura de los conservadores denunció como «pura teología marxista». Asimismo, Rowan Williams, arzobispo durante los últimos años del nuevo laborismo y los primeros del gobierno de coalición, escribió una crítica incendiaria de las políticas del gobierno. El hecho de que estas intervenciones públicas sean objeto de tantos comentarios demuestra que la Iglesia conserva parte de su influencia, aunque su poder se haya visto mermado.
También el ejército perdió importancia después de la caída del Imperio británico. A medida que las colonias obtenían su independencia después de la Segunda Guerra Mundial, el poder global de Gran Bretaña se redujo enormemente y la política exterior británica se subordinó a Estados Unidos. Era inevitable que el ejército perdiera su papel central. En los últimos años, las medidas de austeridad han provocado recortes todavía más drásticos de las capacidades militares, incluida la reducción de más de treinta mil soldados, entre el personal tanto del ejército como de la Armada. El jefe del Estado Mayor, el general sir Nicholas Houghton, ha avisado del peligro de una «fuerza vacía», con equipamiento de vanguardia pero sin personal para administrarlo, y afirma que «si nadie hace nada al respecto, nuestro rumbo actual lleva a una estructura de fuerzas estratégicamente incoherente: un equipamiento exquisito pero unos recursos insuficientes para manejarlo o entrenarse con él». Y continúa señalando que a menudo las prioridades del gasto buscan «apoyar a la base industrial de la defensa de Reino Unido», que incluye a poderosos grupos de interés dependientes de la generosidad estatal, como, por ejemplo, BAE Systems, que ejercen presión para obtener recursos. Así pues, las necesidades de las compañías armamentísticas rebasan incluso los objetivos militares británicos. Esas quejas, sin embargo, subrayan lo impotentes que se han vuelto los dirigentes militares; dejando de lado sus intereses privados, se ven obligados a emitir en público unas críticas a menudo infructuosas.
El Establishment es un camaleón, que evoluciona y se adapta según dictan las necesidades. Y, sin embargo, una cosa que distingue al Establishment actual de sus encarnaciones anteriores es su triunfalismo. Antaño los poderosos afrontaban amenazas importantes que los mantenían a raya. Sin embargo, da la impresión de que los oponentes de nuestro Establishment actual han dejado de existir de forma organizada o significativa. Los políticos se ajustan en su gran mayoría a un guión parecido; a los antaño poderosos sindicatos, hoy se los trata como si carecieran de sitio legítimo en la vida política o incluso pública. Y los economistas y académicos que rechazan la ideología del Establishment han sido en gran medida expulsados de la comunidad intelectual. El fin de la guerra fría fue manipulado por políticos, intelectuales y medios de comunicación para anunciar la muerte de cualquier alternativa al statu quo: «el final de la historia», en palabras del politólogo estadounidense Francis Fukuyama. Todo esto le dejó las cosas muy fáciles al Establishment. Así como antaño la posición de los poderosos se veía socavada por el advenimiento de la democracia, ahora está teniendo lugar un proceso opuesto. El Establishment está amasando riqueza y reuniendo más poder de forma agresiva, de un modo que carece de precedente en los tiempos modernos. A fin de cuentas, no hay nada que lo detenga.
Hay una objeción previsible a este retrato. Cuando pensamos en el Establishment de la década de los cincuenta, generalmente nos imaginamos a hombres de clase media-alta con trajes, pañuelos planchados en las pecheras, paraguas en una mano y maletín en la otra. El Establishment de hoy en día es menos sexista, homófobo y racista, pese a tolerar una retórica a menudo incendiaria contra la inmigración, que, de forma conveniente, contribuye a desviar la atención de los poderosos. Los sacrificios que realizaron quienes lucharon contra la intolerancia consiguieron vencer de forma parcial unos prejuicios que antaño estaban sancionados oficialmente. Una gran parte del Establishment de hoy en día es liberal en temas sociales. Hay figuras cruciales del mundo empresarial que están incluso dispuestas a financiar campañas contra la homofobia, por ejemplo. Esto representa un salto espectacular respecto a los inicios de la década de los cincuenta, cuando sin ir más lejos el pionero británico de las matemáticas y de la informática, Alan Turing, fue castrado químicamente por ser gay.
Pese a todo, el Establishment sigue sin ser representativo de la sociedad británica, pese a que algunas de sus partes se han vuelto —en los niveles más bajos— más diversas. En 1945 solamente había veinticuatro parlamentarias; actualmente hay ciento cuarenta y tres.[10] Aunque esto pueda parecer un aumento espectacular, quiere decir que casi cuatro de cada cinco parlamentarios continúan siendo hombres. Es una proporción más baja que la de Sudán, por ejemplo, un país que no es conocido precisamente por su igualdad de oportunidades. En 2010, el número de parlamentarios negros y de otras minorías étnicas se duplicó, pero solamente hasta llegar a los veintisiete.[11]11 (A fin de reflejar la demografía actual de Gran Bretaña, la cifra debería rebasar los noventa.) Entretanto, solamente el 20,8 por ciento de los directivos de grandes empresas son mujeres; entre los directores ejecutivos, la proporción no pasa del 6,9 por ciento.[12] Tan sólo uno de cada dieciséis miembros del consejo directivo de grandes empresas son de raza negra o de otra minoría étnica, y muchos de éstos proceden de nombramientos internacionales.[13]13 Los escalafones superiores del funcionariado los siguen dominando los hombres, aunque ahora hay poco más de un tercio de mujeres.[14] Hay más mujeres en lo alto de las corporaciones periodísticas que antes, aunque, por supuesto, siguen siendo menos que los hombres, y el número de periodistas negros y de otras minorías étnicas es ridículamente pequeño. Pero este libro no trata de si el Establishment es lo bastante representativo o no lo es. Podría ser una muestra representativa de la diversidad de la sociedad británica y, aun así, seguiría siendo una amenaza para la democracia. Este libro trata de cómo se ejerce el poder que mueven los intereses propios, y no de la falta de diversidad de quienes lo ejercen. Podría haber menos hombres o caras blancas entre quienes ostentan un poder destructivo o libre de responsabilidades, pero, de todos modos, ese poder seguiría siendo destructivo y libre de responsabilidades.
Este libro tampoco trata de «villanos» individuales. El Establishment es un sistema y un conjunto de mentalidades que no se pueden reducir a tal político o a cual magnate de los medios. El mero hecho de flagelar a una serie de individuos por codiciosos no ayuda a entender gran cosa. Esto no equivale a absolver a nadie de su responsabilidad personal ni de sus actos, ni a afirmar que los individuos no son más que engranajes de una máquina o robots que siguen a ciegas un guión escrito de antemano. Pero sí quiero combatir la idea de que a Gran Bretaña la gobierna «mala» gente, y que, si se la sustituyera por «buena» gente, se solucionarían los problemas que afronta la democracia. En persona, muchas figuras del Establishment están llenas de generosidad y de empatía hacia los demás, incluidos aquellos que tienen unas circunstancias mucho menos privilegiadas que las de ellos. La decencia personal puede coexistir fácilmente con el más perjudicial de los sistemas. Por otro lado, hay otras figuras que son egoístas y que se muestran decididas a obtener dinero y poder sin importarles el coste que paguen los demás; tal como descubrió el periodista Jon Ronson, se calcula que un 4 por ciento de los presidentes de compañías son psicópatas, una proporción aproximadamente cuatro veces más alta que la del resto de la población.[15] Lo que hay que entender es la conducta que un sistema determinado promueve, así como comprender hacia dónde tiende.
Este libro explorará la cuestión de qué es el Establishment de hoy en día y de qué manera funciona: cómo sus ideas se han vuelto tan victoriosas e indiscutidas; qué aspecto tiene; cómo justifica su conducta y por qué supone una amenaza a nuestra democracia. Enseñaré que el Establishment no está al servicio del pueblo británico, a pesar de que afirme que sí. A quien se sirve en realidad es a sí mismo. Este libro intentará exponer las consecuencias de esa ideología del «porque yo lo valgo» que permea el Establishment: el hecho de que una distribución cada vez más desigual de la riqueza le produzca a los poderosos la sensación de que tienen derecho a llevarse porciones cada vez más grandes de ella.
Todo esto me ha obligado a explorar las instituciones cruciales del Establishment y a encontrarme con algunos de sus líderes. He tomado capuchinos con políticos en los cafés del Parlamento. He bromeado con ideólogos financiados por corporaciones en las callecitas de Westminster. He almorzado con banqueros en restaurantes caros. He conocido a periodistas veteranos en redacciones frenéticas. Y he visto el skyline de Londres en compañía de ejecutivos de empresas desde los rascacielos donde estaban sus sedes corporativas. Gran parte de esta historia está contada con las palabras del propio Establishment. Trazan un retrato fascinante y revelador de cómo se está gobernando Gran Bretaña en el siglo XXI.
No es fácil evitar que mis credenciales se vean escrutadas con atención cuando estoy escribiendo un libro que desafía de forma tan firme al Establishment. Crecí en una familia ferozmente contraria al Establishment de Stockport y caí en ese tradicional campo de entrenamiento de la élite británica: la Universidad de Oxford. Algunas de las personas con las que estudié ya están emergiendo como pilares del Establishment Ahora soy columnista en la prensa escrita y aparezco con frecuencia en programas de televisión. Me reúno de forma habitual con individuos poderosos, y con algunos hasta me tuteo. Hay quien dirá que yo también soy un miembro del Establishment. Pero lo que define si uno forma parte del Establishment no es de dónde viene ni qué educación ha tenido, ni siquiera el hecho de si dispone de una plataforma pública o de algún grado de influencia. Es una cuestión de poder y de mentalidad.
No hay duda de que mi plataforma es lo que me da acceso a algunas de las personas a las que entrevisto en este libro. Ciertamente, hay quien me lo ha echado en cara. David Aaronovitch es un antiguo estudiante radical y comunista. En 1975 formó parte de un equipo del programa «University Challenge» de la BBC que subvirtió el formato del programa contestando a todas las preguntas con el nombre de un líder marxista. «Lenin», «Trotski», «Che Guevara», etc. «Por aquella época, yo era bastante moralista, todo lo veía en blanco y negro», me explicó. Aaronovitch terminó de columnista en el periódico de Murdoch, The Times, y es un feroz crítico de la izquierda. Está claro que me ve como a un eco de él cuando era joven, destinado —o condenado— a seguir sus pasos.
«¿Por qué estamos aquí? Aquí me tienes, ayudándote. ¿Por qué?», me pregunta, los dos sentados en un café de Hampstead. Y me sugiere que, si él no hubiera conocido ya mi trabajo y si los dos no formáramos parte del mismo «universo mediático», es posible que no hubiera dedicado un viernes por la mañana a reunirse conmigo. «Bienvenido a la élite —me dice a modo de conclusión—. Aquí estamos, teniendo nuestra discusión de élite.»
Sin embargo, la naturaleza del Establishment es demasiado importante para dejar que unos simples periodistas se limiten a cavilar sobre él en cafés de Hampstead. El Establishment ya lleva demasiado tiempo sin que lo cuestionen y sin que se le pidan responsabilidades. Y, en gran medida, se debe a no haber conseguido definir quién es ni qué hace. Es un debate que lleva mucho tiempo aplazado. Es necesaria una discusión no solamente acerca de quién nos gobierna, sino también sobre la amenaza que supone para la misma democracia.