Epílogo

Dos meses después, Helen miraba exhausta a los invitados, con las energías casi agotadas pero muy satisfecha, tras organizar la boda del siglo.

Los novios tuvieron que esperar su turno hasta bien entrada la primavera, tras un final de invierno repleto de bodas, ya que antes tuvo lugar el enlace de Phillip y Stella, al que siguió el de Greg y Annette. Aunque el primero de todos ellos en renunciar a su soltería fue el patriarca de los McKerrigan; él y Lydia dejaron los grandes fastos para los más jóvenes y se decantaron por una ceremonia íntima y sencilla, no por ello menos emotiva.

Kenneth y Laura hubieran preferido algo más discreto, pero su felicidad era tal que se rindieron a los deseos de las familias implicadas, incluidos los Taviani. Al menos en algo no hubo discusión. Todos coincidieron en que la solemnidad del enlace exigía su celebración en la catedral de San Patricio, orgullo irlandés de la Quinta Avenida.

Y así fue. En cuanto al banquete, Marcus McKerrigan impuso su voluntad. Ya que acababa de prestar a su hija a la competencia por tiempo ilimitado, al menos le quedaba la satisfacción de celebrar el comité en el hotel de su propiedad. Tanto el padre de Kenneth como don Roberto asumieron a regañadientes esa decisión, puesto que habían planeado celebrarlo por todo lo alto en el Taormina. Pero en cuanto pusieron un pie en el Dream, debieron olvidar sus reticencias a la vista del entusiasmo con que ambos bailaban a esas horas.

La celebración resultó multitudinaria. Desde Boston acudió casi un tren al completo en el que, por cierto, la comidilla durante el viaje era el ocaso del senador Flint que, escándalo va, escándalo viene, había caído en desgracia.

En ese momento, por el hotel Dream campaba medio Nueva York. Kenneth estaba encantado, pero para resarcirse de una celebración tan concurrida, alquiló para la luna de miel una habitación en un islote perdido de Cape Cod. Laura y él, ansiosos por estar solos, se prometieron en voz baja que, en cuanto llegaran allí, iban a cerrar la puerta por dentro y lanzar la llave al mar.

Tras la ceremonia, y una vez resuelto un engorroso incidente con detención policial de por medio, Laura recibió el regalo de boda de Kenneth. Y lloró como una tonta cuando Caruso se presentó en pleno banquete y le cantó Mattinata cogido de su mano. Flora, Ofelia, y doña Lucía, como era de esperar, lloraron a moco tendido desde la primera estrofa, corearon por lo bajo el estribillo y posaron junto al divo para el fotógrafo que habían hecho acudir, haciendo caso omiso de las encendidas protestas de un tipo hosco, que decía ser su representante, empecinado en llevarlo de vuelta al Metropolitan Opera.

Después del convite los novios bailaron durante horas y, aún con la fiesta en pleno apogeo, se escabulleron sin hacer ruido. Cuando el ascensorista abrió la puerta al llegar la planta octava, Kenneth recorrió el pasillo con Laura en brazos arrastrando la cola del traje de novia entre aplausos y vítores de «feliz luna de miel» de cuantos encontraban a su paso.

Laura se inclinó para introducir la llave en cerradura de la suite nupcial y Kenneth completó la apertura con el pie.

—Señora Callahan —murmuró al cerrar la puerta tras de sí.

—Dilo otra vez —rogó mirándole a los ojos.

—Señora Callahan —la besó—, señora...

No pudo terminar porque Laura se apoderó de su boca.

—Kenneth, te quiero —se besaron con ardor—. Y me has hecho el mejor regalo del mundo.

—Ha sido un regalo interesado. Espero que con la canción te olvides de Caruso para siempre. No quiero competencia.

—Nadie puede competir contigo —susurró; él la miró con orgullo—. Ha sido un día inolvidable.

—Desde luego —dijo dejándola en el suelo—, de la catedral, directos a comisaría. No creo que pueda olvidar la hora y media que hemos pasado detenidos.

Helen, consciente de que la mitad de la plantilla de los dos hoteles debía relevar, tras la ceremonia, a la otra media que asistiría a la fiesta, mandó traer a las puertas de la catedral unas cuantas cajas de champán francés para brindar por los novios. Tanto descorche en plena calle no tardó en llamar la atención de la policía, que decidió atajar por lo sano semejante burla a la recién aprobada Ley Seca. Kenneth, por intentar apaciguar los ánimos, acabó junto a su flamante esposa en los calabozos de la comisaría de distrito.

—Satur conoce a alguien de la Peña Española —le explicó Laura—, que tiene un primo inspector que ha echado mano de sus influencias y, al final, ha conseguido evitarnos la multa.

—Y luego somos los irlandeses e italianos quienes cargamos con la fama de ser gente de recursos.

Laura sonrió con ironía; bonito eufemismo para lo que en realidad se decía de ellos a sus espaldas.

—Recuerda que le debemos un par de botellas al comisario.

—Mañana mismo mi padre hará que le envíen una docena.

En esa ocasión de nada le sirvieron al padre del novio sus amistades en el cuerpo, ya que fue al primero que sorprendieron con una botella espumeante en la mano.

—He de reconocer que tu hermana Helen es una experta en estas cosas, la fiesta está siendo un éxito —añadió desanudándose la pajarita—. Por cierto, me encanta tu madrastra.

—Y a mí —confirmó Laura lanzándose de espaldas en la cama.

—Ella y tu padre han congeniado enseguida con mi madre y Joe, ¿te has dado cuenta?

Laura suspiró con ternura. Su padre sufrió una verdadera conmoción cuando supo que iba a emparentar con un auténtico vaquero.

—Tu padre es un hombre tenaz, no cabe duda —comentó Kenneth; sonriéndole por encima del hombro y lanzando el cuello duro sobre la cómoda—. Se ha pasado media boda diciéndole a Annette que quiere cuanto antes un montón de sobrinos nietos.

—Me parece que Annette está deseando complacerle. Y Greg también.

Laura se incorporó. Deshaciéndose de las orquillas que sujetaban el velo y el tocado, cruzó con Kenneth una mirada ardiente a través del espejo. Se acercó y lo abrazó por detrás mientras él se desabrochaba la camisa.

—Tu amiguito Kamesh no ha parado de revolotear alrededor de mis hermanas.

—Ellas son más listas que él —dijo besándolo en el cuello—, no es más que un crío.

—Como se atreva a sugerirles algo acerca de su «espada del amor», le voy a hacer una cara nueva de un puñetazo —amenazó.

—Satur las defenderá, les ha cogido mucho cariño y en el fondo es todo un caballero.

—Seguro —rebatió—. La última vez que lo vi estaba muy ocupado con dos rubias que no sé ni quienes son.

—Vamos a olvidarnos de todos ellos. Esta noche sólo estamos tú y yo.

Laura le rodeó el cuello. Kenneth la levantó en el aire besándola con codicia y claras intenciones de llevarla a la cama.

—Tienes que quitarme el vestido —jadeó.

—No.

Ella forcejeó para que la dejase en el suelo y trató de desabrocharse la larga tira de botones de la espalda, pero él se lo impidió.

—Déjatelo puesto —insistió, besándola en el cuello y el escote—, me vuelvo loco sólo de pensar en meter las manos debajo de todo ese montón de tela.

—Para —protestó con una risita—. ¡O me lo desabrochas tú o me lo quito con unas tijeras! Piensa que soy una especie de bomboncito sorpresa.

—¿Bomboncito sorpresa? —repitió echándose a reír.

—Tu regalo de boda está debajo —dijo mirándolo sin pestañear.

Laura se sorprendió de lo hábiles que podían resultar unas manos tan grandes cuando la necesidad apremia, porque en un visto y no visto se halló sin el vestido. Se alejó un poco de Kenneth para que la contemplara a distancia. El regalo, gracias a los contactos de Helen, había sido confeccionado por la misma costurera que ideaba los indecentes trajes de baile de un club de Harlem. Giró sobre sí misma para exhibir el delicado corselet blanco de encaje y gasa con portaligas, y las medias blancas que acababan en unos zapatos de tacón, por supuesto blancos también. Sonrió satisfecha al oír una especie de gruñido gutural a su espalda, ya que el culotte calado apenas ocultaba sus espléndidas nalgas.

—Dame mi regalo —exigió, mirándola como un ave de presa.

La cogió en volandas y se lanzó sobre la cama con ella. Durante un rato giraron abrazados sobre el colchón, hechos un lío de piernas y brazos.

—A Stella y Phillip se les ve felices con el embarazo —recordó Laura entre beso y beso—. ¡Ha sido tan pronto!

—Llevan casados ocho semanas —murmuró sin dejar de mordisquearla—. Yo estoy dispuesto a fabricar esta noche un par de gemelitos.

Se asustó al ver que Laura parpadeaba con insistencia sin poder evitar un sollozo.

—No quiero hacerme falsas esperanzas, no estoy segura...

—Déjate de rodeos, ¿de qué no estás segura? —pidió barriéndole con el pulgar una lágrima—. Laura, ¿qué significa esto?

Ella le tomó la mano y se la colocó sobre su propio ombligo con expresión solemne.

—No estoy segura, pero «esto»... creo que se llama Callahan también.

Durante unos segundos, Kenneth contempló perplejo la mano que cubría su vientre y, con mucho cuidado, se inclinó para besar aquel imperceptible nuevo corazón que posiblemente ya latía justo entre ellos dos. Alzó la cabeza y contempló sus ojos brillantes con una enternecedora sonrisa.

—Es..., es increíble que aquí dentro... —lentamente, la sonrisa de Kenneth se convirtió en la de un lobo—. No he sido muy cuidadoso, me temo. —A ella se le escapó una risa maliciosa—. ¿Por qué no me lo habías dicho? Un bebé... o dos.

Laura creyó que podría morir de felicidad al ver tanto amor en la mirada de Kenneth.

—Sí, puede que sean dos —musitó con ternura—. Ay, cariño, ¿dos? ¿Qué vamos a hacer? Soy tan feliz.

—Volver a la fiesta y gritarlo para que se entere todo el mundo —decidió tirando de ella.

Laura lo rodeo con los brazos para obligarlo a tumbarse de nuevo.

—¡Ven aquí! Si haces eso mi padre se pondrá hecho una furia por aprovecharte de mi inocencia. —Kenneth rió como un canalla—. ¿Quieres que se líe a puñetazos contigo?

—Esta noche, no —murmuró antes de saborearla con un beso lento que culminó con pequeños besos provocadores a la par que sus manos la acariciaban por todas partes—. Un momento —recordó apoyándose en los antebrazos—, lo primero es lo primero. Todavía no he formulado la pregunta más importante de mi vida.

—Ya estamos casados —protestó obligándolo a que bajara la cabeza.

—No importa, quiero hacértela.

—¿Y si respondo que no? —sugirió con malicia.

—Te quedarás sin esto —la agarró por las caderas y la apretó contra su pujante erección.

—¿Cómo te atreves? —protestó con una risita—. Te consideraba un caballero.

—Mira en qué me has convertido.

—¿Qué insinúas? No olvides que soy toda una dama.

Laura le acarició el cabello. Sin dejar de mirarla a los ojos, Kenneth sonrió despacio y se inclinó sobre su boca.

—En ese caso, esta noche será un placer arrancaros la ropa a mordiscos, milady.

Fin