Capítulo 7

—Quieto.

Laura conminó a su perrito ante la puerta del apartamento privado de Kenneth. No sabía qué excusa improvisar que justificara su presencia allí arriba. ¿Darle las gracias por el empleo? ¿Inventarse un problema? O ser sincera y confesarle a las claras que recobrar al desconocido de aquella primera fiesta se había convertido en una necesidad y nada deseaba más que compartir todo su tiempo libre con él.

Si no se daba prisa, puede que se abriera alguna de las puertas contiguas y alguien la descubriera allí, plantada como una tonta. Así pues, se armó de valor y dio unos golpecitos con el puño. La hoja se abrió y Laura se quedó muda de asombro al ver al otro lado una misma sonrisa por partida doble. Dos gemelas idénticas y escandalosamente jóvenes, recién salidas de la cama, la estudiaban con curiosidad.

—Perdón, creo que me he equivocado de apartamento —farfulló—. Buscaba al señor Callahan.

—¿Al padre o al hijo? —indagó una de ellas—. Si pregunta por Kenneth, se está afeitando.

—¡Kenneth! —gritó la otra—. Una chica pregunta por ti.

Él se acercó para ver quién era, secándose con una toalla los restos de jabón. Llevaba sólo el pantalón. No era de extrañar; incluso en invierno, debido a la ascensión del aire caliente de la calefacción central, en la última planta disfrutaban de una temperatura veraniega.

—Creía que hoy no trabajabas —comentó colgándose la toalla del cuello.

Dio un traspiés por culpa del perro, que se le coló entre las piernas entrando en el apartamento sin permiso. Al alzar la vista de nuevo, observó que Laura lo acribillaba con una mirada castradora. Kenneth se mordió la mejilla para no sonreír. Adivinaba que su cabeza no paraba de maquinar obscenidades, tríos pecaminosos y perversiones innombrables. Atrajo a las jovencitas hacia sí y se regodeó medio desnudo con una gemela en camisón debajo de cada brazo ante esos ojos hostiles que clamaban a gritos «cerdo depravado». Las chicas no perdían detalle, sin entender del todo a qué venía la expresión provocativa de él ni la mirada cortante de la chica.

—Mary Katherine, Mary Elizabeth, aún no conocéis a la señorita Kerry —ella no apartó la vista de los ojos de Kenneth—. Laura, es un placer presentarte a mis hermanas.

Casi se cayó al suelo de la vergüenza y habría huido por las escaleras si las piernas le hubieran obedecido. Nunca, nunca jamás podría volver a mirarle a la cara después de haber sacado una conclusión precipitada tan horrible y estúpida.

—Kate —acortó una de ellas, y le tendió la mano que Laura estrechó con una sonrisa de disculpa.

—Yo soy Lizzy —simplificó también la otra. Arrepentida, Laura le estrechó la mano también.

—Veo que estás ocupado —murmuró Laura sin atreverse a mirar a Kenneth—. Ya me iba.

—Chicas, adentro —ordenó él—. Y vestíos de una vez.

Las dos obedecieron a su hermano y se quedaron entusiasmadas con Bob. El amor a primera vista entre el galgo y las gemelas fue recíproco.

—Lo siento —dijo Laura tapándose el rostro con las manos—. No he debido subir a molestarte en tu día libre —él la escuchaba de brazos cruzados con la cabeza ladeada—. He vuelto a estropearlo todo, como siempre.

—¿Has desayunado?

—No sé cómo he podido pensar semejante barbaridad —se disculpó sin responder—. Será mejor que me vaya.

Kenneth le tomó las dos manos para impedírselo.

—No te marches, por favor —rogó con afecto—. Ni tú ni yo trabajamos hoy, permite que te invite a compartir el desayuno con nosotros. En parte es culpa mía. No se me ocurrió comentar que tengo dos hermanas pequeñas por parte de madre. Unas crías, como puedes ver. Sólo tienen catorce años, pero ya se creen mujeres de mundo.

—Son idénticas —sonrió con timidez—. No sé cómo consigues distinguirlas.

—Te acostumbrarás enseguida —dijo con un guiño para borrar cualquier remordimiento que aún pudiera albergar—. ¿Qué me dices? Tu perro ya se ha invitado solo.

—¿Seguro que no seremos una molestia?

Kenneth asumió la pregunta como un sí y le rodeó el talle para llevarla al interior.

—Te advierto que sólo puedo ofrecerte un desayuno corriente y, si te apetece, un día terrorífico siguiéndoles los pasos a dos chicas de campo locas por perderse en la gran ciudad.

—Nada me gustaría más —reconoció sincera—. No sabes cómo deseo pasar más tiempo contigo lejos de este edificio.

Kenneth lanzó la toalla que llevaba al cuello sobre el mueble que le quedaba más a mano y la atrajo por la cintura.

—Te he echado de menos, Cenicienta —murmuró antes de cubrirle su boca con la suya.

Laura lo atrajo por el cuello gozando por primera vez de besarlo recién afeitado. Kenneth olía a jabón y su cara era suave como la piel de un bebé. Respondió ansiosa al lento juego de su lengua. También ella lo echaba de menos. Añoraba sus caricias tanto como su sonrisa seductora. Pegada al calor que despedía su torso desnudo, los besos cobraban una dimensión erótica que le nublaba el juicio.

—¿Besos franceses? —dijo una voz pícara que pasaba.

—¿Te parece un buen ejemplo?

Laura ocultó una leve risa en la piel cálida del pecho de Kenneth. Él fusiló con una mirada a las gemelas por encima del hombro y volvió a mirar a Laura.

—¿Quieres que les enseñemos a este par de ingenuas qué es un beso francés?

—Mejor no.

Colocó la mano abierta sobre el vello suave que cubría su esternón para indicarle que continuar en aquellas condiciones era jugar con fuego. Kenneth comprendió con una sonrisa y le besó la mano como un perfecto caballero.

Laura fue a la sala de estar. Las chicas se derretían con las monerías de Bob que, sintiéndose el centro de atención, no dejaba de girar en círculos persiguiendo su propia cola.

Por Kenneth supo que sus hermanas vivían en Maryland, donde la familia de Joe, segundo marido de su madre y padre de las gemelas, se dedicaba desde hacía tres generaciones a la cría de caballos en su rancho del condado de Frederick.

Para las chicas, la escapada anual a Nueva York suponía todo un acontecimiento. Kenneth también viajaba a casa de su madre un par de veces al año. Se sentía a gusto en el rancho; entre Joe y él se había establecido una corriente de sincero afecto. Katte y Lizzy eran en parte responsables de ello.

—Estamos deseando venir al Taormina para disfrutar de un desayuno de lujo —le explicó Kate a Laura— y nuestro hermano se empeña en que debemos cocinar nosotros.

—No somos huéspedes —atajó él en voz alta desde el dormitorio.

—Por una vez no habría pasado nada, Kenneth —intercedió Laura.

—No las consientas.

—Si me lo hubieses dicho —insistió—, yo misma habría preparado un desayuno insuperable.

—Aún estás a tiempo de hacerlo —aprovechó Kenneth—. Seguro que te salen unas tortitas fabulosas.

Y así fue como, por arte de magia, pasó de invitada a cocinera. Buscó un delantal pero, al no encontrar ninguno, se sujetó un paño a la cinturilla de la falda. Las chicas se ofrecieron a poner la mesa.

—¿No tienes mermelada? —preguntó ojeando en los estantes.

—No desayuno aquí, suelo hacerlo abajo —comentó Kenneth colocándose una camiseta de manga corta por la cabeza.

Laura sacó de una bolsa de papel un frasco de sirope y otro de miel y los colocó sobre la encimera. En otra bolsa descubrió un paquete de harina, huevos y otros ingredientes.

—Ayer envié a las chicas a comprar lo necesario y volvieron con todo esto —explicó Kenneth—. ¿Te hace falta algo más?

Laura negó examinando el interior de las bolsas.

—¿Nunca cocinas? —preguntó al ver los estantes vacíos.

—Hago café —se escudó—. Alguna vez.

Sacó del bolsillo un juego de llaves y se las lanzó a Lizzy, que las atrapó al vuelo, con el ruego de que bajaran al obrador a por un poco de mermelada.

—¿Cuál prefieres? —preguntó a Laura.

—Hice una la semana pasada de naranjas amargas que sabe de maravilla.

—Ya habéis oído —les dijo a las chicas—. Si os apetece cualquier otra, subidla también. Ah, y ya de paso, que os den también jamón o algo salado.

Las gemelas insistieron en llevar con ellas al pequeño lebrel. Laura aceptó encantada y Kenneth se lavó las manos. Si el chef Greystone llegaba a verlas con un perro rondando por la cocina, ya se las entenderían las tres con él.

—Explícame eso de las naranjas amargas —dijo rodeándola por detrás cuando estuvieron solos.

Ella se soltó para que no la distrajese y Kenneth apoyó la cadera en el fregadero mientras ella cascaba un huevo en el cuenco.

—Es mi preferida porque amarga al principio pero deja un regusto dulce —comentó en tanto que añadía a la mezcla harina, azúcar, leche y un pellizco de soda en polvo.

—Como el deseo —sugirió él quitándole el tenedor de las manos—. Amargo cuando te devora y dulce cuando se satisface. Un contraste explosivo, ¿no crees?

Le dio la vuelta y la arrinconó contra la encimera. La levantó por las nalgas de modo que ajustaron como dos piezas perfectas.

—Como tú —continuó, lamiéndole la piel sensible del cuello bajo el lóbulo de la oreja—. Dulce y excitante. —Le recorrió la garganta con la boca abierta y sintió su respiración errática—. No puedo olvidar cómo me hiciste temblar de anticipación la primera vez que te vi.

Laura ladeó la cabeza para amoldar su boca a la de Kenneth y lo sedujo ejecutando con la lengua una danza sensual en su interior. Le acarició el pecho, arañó sus diminutos pezones por encima de la camiseta y lo sintió gemir sobre sus labios. Bajó la mano, más osada que nunca, y tanteó su miembro duro.

—Tócala sin miedo —la tentó, atrapando su labio inferior con los dientes—. No ataca.

Laura, a pesar del comentario de taberna, no se arredró y lo acarició con descaro. Lo adoraba todo de él, su elegancia de caballero y su insolencia canallesca.

—Pues yo diría que está preparada y deseando atacar —susurró ella con un apretón que le arrancó un gruñido de placer.

Kenneth dio gracias porque entre ellos no hubiera falsa mojigatería ni remilgos. No soportaba a esas mujeres que iban directas a la bragueta y se escandalizaban al encontrarla habitada.

Oyeron el clic de la cerradura y, antes de que la puerta se abriera, Laura ya batía de nuevo la mezcla con una energía inusitada mientras Kenneth se aferraba con ambas manos a la encimera y apretaba la mandíbula.

—Lo lamento —murmuró Laura. Se sentía culpable de verlo así.

—Tú eres quien tiene que perdonarme —sonrió a duras penas, acariciándole la mejilla—. No te he invitado para esto.

Las gemelas entraron hablando a un tiempo entre ellas, con ellos dos y con Bob que las seguía a todas partes. Dejaron un par de cuencos con mermelada sobre la mesa, además de una fuente con lonchas de jamón ahumado y huevos escalfados, y se sentaron a esperar las tortitas que Laura ya vertía en una sartén al fuego con mantequilla.

—No me ofende, al contrario, me halaga que te sientas así —dijo volteando la primera tanda de tortitas, y lo miró un segundo.

Kenneth la abrazó por detrás y hundió el rostro en su pelo.

—Me haces perder la cabeza, pero no es excusa —dijo aspirando hondo—. Hueles a flores recién cortadas.

Ella giró la cabeza y le besó la barbilla, agradecida.

Kenneth, la soltó y preparó la cafetera. La puso a hervir y un cazo de leche a calentar. Laura dejó caer las tortitas sobre un plato y fundió en la sartén un nuevo trozo de mantequilla. Después, vertió varios círculos de masa para una segunda tanda.

—Me gusta esta nueva faceta tuya de hermano mayor —comentó.

—Crecen a ojos vista —confesó, mirando a las chicas a través de la puerta—. Y me gusta disfrutar de ellas. Antes de que quiera darme cuenta, serán dos mujeres y se aburrirán en compañía de un hermano que les dobla la edad.

Cruzado de brazos, contempló a Laura a su lado. Era la primera mujer que entraba en su apartamento, la primera que cocinaba para él, la primera que conocía a sus hermanas. La única que despertaba en su interior una ternura desconocida sólo con verla voltear unas tortitas.

Ella se dio cuenta de que la observaba, le emocionó su expresión y puso la mano abierta sobre su camiseta.

—Aunque te empeñes en disimular —sonrió—, debajo de este pecho de acero hay un corazón enorme.

Kenneth la estrechó entre sus brazos y se fundieron en un beso vibrante que les hizo olvidar todo lo que no fueran ellos dos.

—La sartén echa humo —alertó Lizzy, que entraba a por la cafetera al oler a café—. ¿Otra vez con los besos?

—Se lo vamos a decir a mamá —manifestó Kate desde la sala, como era de esperar.

Kenneth se retiró de mala gana y Laura, asustada, apartó la sartén del fuego y se apresuró a levantar el cazo de la leche hirviendo que amenazaba con derramarse.

—Piensa en una tortura para ellas —susurró él—. Que sufran.

—¿Tortitas quemadas?

Kenneth movió la cabeza con simulada compasión.

—Demasiado cruel —Laura rió por lo bajo—. ¿Te importa hacer unas pocas más?

Puso manos a la tarea mientras los tres hermanos discutían los planes del día. Por supuesto, las gemelas se salieron con la suya y consiguieron que Kenneth transigiera con llevarlas a las tiendas de moda de la «milla de las damas».

Cuando Laura se acercó a la mesa con las tortitas, comenzaron a desayunar y él le explicó lo que habían decidido.

—En cuanto terminemos, iremos al parque de atracciones de Coney Island —comentó sirviéndole café.

—Yo tengo que acudir a mi lección de francés a las tres —recordó Laura.

—Aprovecharé ese rato para llevar a las chicas de compras. Luego te recogeré, cenaremos cualquier cosa e iremos los cuatro a ver una película al cinematógrafo, ¿os parece bien?

Las tres asintieron encantadas. Kenneth cortó un trozo de tortita y cuando iba a llevársela a la boca, observó de reojo a Bob a sus pies y devolvió el tenedor al plato sin probarla.

—Dile que se vaya —le pidió a Laura—. Soy incapaz de tragar un bocado si me mira con esa cara.

—Es un farsante, ha comido antes de venir —dijo ella con una risita de incredulidad—. ¿Tan pronto ha conseguido engañarte con sus ojos de pena?

—No pretendas hacerme creer que es más listo que yo —avisó—. Esa cabeza enana dice mucho del tamaño de su cerebro.

A las chicas se les ablandó el corazón y llamaron al perrito, que dio cuenta de los bocaditos que le ofrecían como si fuera un pobre cachorro abandonado.

—No te metas con él —advirtió Laura—. Aunque no tengo guantes, yo también sé dar puñetazos.

Kenneth la recorrió con esa mirada malvada que de tanto en tanto hacía brillar sus pupilas.

—Me encantaría verte golpear el saco en un número de burlesque. Con botas atadas, calzón de seda, los guantes... —susurró inclinándose hacia ella— y nada más.

Laura carraspeó para recordarle que tenían compañía inocente. Kenneth levantó una comisura de la boca, perdido en su propia fantasía, y retomó los cubiertos.

—¡Suena terriblemente atrevido! —comentó Lizzy, chica de campo pero con gran imaginación y un oído excelente.

—¿Cuándo podremos ir nosotras a ver uno de esos espectáculos de burlesque? —preguntó Kate, ansiosa por crecer antes de tiempo.

Su hermano roció una tortita de sirope sin levantar la vista del plato y respondió con una calma tajante.

—Nunca, mientras yo pueda evitarlo.

*****

Poco antes de las tres de la tarde, Kenneth esperaba a Laura leyendo el periódico en un banco del parquecillo que había frente a la academia de Madame Dumont. Trataba de localizar cualquier comentario referente al Taormina, pero el problema parecía acabado. Se concentró en buscar alguna noticia, ya fuera explícita o sugerida, en relación a la futura e inevitable prohibición del alcohol. Ley que de un modo u otro afectaría a los ingresos del hotel.

Pero le era difícil con un ojo puesto en el lebrel italiano de Laura. Nada más faltaba que se perdiera estando a su cuidado. Las gemelas se habían quedado durante un rato solas en su periplo por las tiendas de moda; por ello, no le quedó más remedio que hacerse cargo del perro, quien por otra parte, no tenía un pelo de tonto y, lejos de la severa mirada de su dueña, se mostraba más díscolo que de costumbre. Kenneth lo vigilaba desde lejos. También tenía derecho el pobre animal a darse alguna distracción que otra, y en ese momento se le veía contento con un nuevo amigo de su especie.

Pasó la página, pero no lograba concentrarse en los titulares. Tenía demasiado vivo el recuerdo de esa mañana en el parque de atracciones. Quién le iba a decir que con casi veintinueve años se vería besándose a escondidas en lo alto de una noria; claro, que ése era el único lugar en que escaparon al escrutinio curioso de sus hermanas pequeñas. A la hora del almuerzo, se acercaron a Nathan's en busca de sus famosos perritos calientes.

Eso le recordó su engorrosa labor de vigilancia.

Alzó la vista hacia el galgo de Laura y entornó los ojos, el retoce canino iba más allá de una inocente amistad. Era evidente que el animalito empezaba a entender que había interesantes diferencias entre un perro macho y un perro hembra. Desde luego no perdía el tiempo, porque se daba una prisa imperiosa por sacar partido al misterio de la vida. Kenneth rió para sí al verlo convulsionarse sobre la hembra recién conocida con meneos frenéticos y una mirada febril. Centró la vista en el periódico porque lo que venía después ya lo conocía.

No hubo después. Los gritos de una pareja oronda que corría ante sus ojos lo obligaron a alzar la vista. La señora se adelantó y por pocos segundos no interrumpió el lúbrico retozo, llegó a tiempo de ver cómo cada cual marchaba por su lado. Kenneth se parapetó tras el periódico abierto. La mujer agarró a su perrita de la correa y la puso en manos del que parecía su esposo para que la alejara del peligro. Con los brazos en jarras y el sombrero descolocado por culpa de la carrera, buscó en derredor a ver quién se hacía responsable de aquel animal asilvestrado.

Todo habría salido a pedir de boca de no ser por el pequeño delator, que se acercó al trote hacia el banco. La señora lo siguió con paso enérgico. Kenneth, al verla avanzar hacia él hecha una fiera se fingió muy ofendido. Negó tajante con el dedo, alzó las palmas de las manos con cara de pocos amigos, se encogió de hombros y señaló con el brazo bien extendido a Laura, que cruzaba la calle en ese momento.

—¡Corre! —animó al perrito—. Mira quien viene por ahí.

Ni se movió. Después de probar juegos más entretenidos, perseguir a su dueña carecía de aliciente.

La mujer miraba alternativamente a Laura y a Kenneth. Cualquiera de los dos servía para descargar su berrinche y optó por quien le quedaba más cerca. Kenneth sintió una pizca de compasión al ver a Laura llevarse la mano al pecho cuando la tuvo encima. La señora gesticulaba colérica, ella se deshizo en disculpas hasta que la otra, medio apaciguada, giró en redondo y se adentró en el parque.

Kenneth dobló el periódico, porque entonces fue Laura la que se encaminó hacia él con los brazos en jarras.

—¿Cómo has podido consentirlo?

Él sonrió, no era el mejor saludo pero enfadada estaba de lo más apetecible.

—Cada día me gustas más.

—No trates de distraerme.

—Es normal que tu perro sienta la llamada de la Naturaleza.

—¡Él nunca había hecho algo así!

El responsable de todo el lío, en ese momento se rascaba la oreja con una de las patas traseras en una postura imposible.

—¿Nunca? —preguntó incrédulo—. ¿Quieres decir que era virgen? Pues me alegro mucho de que ya no lo sea —proclamó, movido por un repentino arranque de solidaridad masculina.

—¿Te parecerá bonito? —riñó al animal. Éste bostezó sacando medio metro de lengua.

—Es insano impedir a un macho que libere sus instintos —añadió Kenneth, que miró de reojo a Laura, cada vez más indignada—. Ahora comprendo por qué se ha lanzado como si estuviera poseído y todos esos movimientos desesperados.

—¡No me lo cuentes! —protestó, tapándose las orejas con las manos.

Miró furiosa al pequeño lebrel y de pronto le vinieron todos los temores.

—¿Qué clase de perro era? —indagó. Kenneth alzó una ceja—. Ya sabes, el otro.

—La otra —matizó divertido—. Uno de esos salchichas.

Laura se tapó los ojos y dio un gritito de horror.

—Me niego a imaginar lo que puede salir de semejante romance.

Eso de «romance», visto lo sucedido, a Kenneth le sonó tan empalagoso que se echó a reír.

Ella los miró por turnos. Uno sonreía con el brazo sobre el respaldo del banco en una postura arrogante, el otro torcía el cuello con los ojos fijos en un par de tórtolas que emprendieron el vuelo al sonar una bocina.

—Ya no sé quien tiene menos sentido común, si él o tú.

Kenneth le tomó una mano y le besó el dorso.

—No me has dado un beso todavía —de un tirón la atrajo y le dio un beso rápido en los labios. Notó que, aunque intentaba parecer enfurruñada, su cólera se había volatilizado—. ¿Y tu cuaderno?

Laura cerró los ojos y se dio un golpecito en la frente.

—Lo he olvidado. Ahora tendré que volver.

—¿Lo olvidaste porque te morías por verme? —sugirió con media sonrisa.

—No —mintió.

—Déjame soñar al menos que soy yo quien te hace olvidar todo lo demás —pidió acariciándole la mano que aún tenía agarrada.

Ella suspiró con la boca prieta. Después del desaguisado canino no estaba dispuesta a admitir que había salido disparada de la cargante clase de francés y, sin esperar al ascensor, se lanzó escaleras abajo saltando los escalones de dos en dos, ansiosa por estar con él.

—Date prisa —decidió Kenneth guiñándole un ojo—; sube a buscarlo y luego dejaremos a Romeo en tu residencia. Las gemelas deben de estar esperando, así que nos dará tiempo a cenar antes de la película.

El perrito, al ver que su dueña se alejaba, subió al banco de un salto. Se sentó con la cabeza alta y porte majestuoso, egregia reencarnación del dios Anubis.

—Que quede entre nosotros —le dijo Kenneth, dándole unas palmaditas en el lomo—, no sabes lo orgulloso que estoy de ti.

*****

—¿Tenía que ser una de esas de vampiros? —renegó Kenneth acomodándose en su butaca.

Las gemelas no tenían ocasión de acudir a espectáculos cinematográficos. Laura, que había intercedido por ellas para que escogieran su película preferida, al oír aquello, lo miró contrariada.

Les Vampires —precisó para recalcar su importancia. Ella también era una rendida admiradora de la saga.

—Qué emocionante —replicó sin entusiasmo ninguno.

—¿Te dan miedo? —lo provocó en voz baja.

—A lo mejor me dan ideas muy malas —le dijo al oído.

Amparado por la oscuridad, atrapó su garganta con la boca abierta, le clavó los dientes y jugó con la lengua a trazar círculos sobre su piel. A Laura se le erizó todo el vello del cuerpo.

—¿Dejas que te haga cardenales de posesión? —preguntó Lizzy.

Kenneth y Laura se separaron de golpe al verlas a las dos inclinadas para no perder detalle.

—¿Qué sabes tú de esa clase de marcas? —inquirió su hermano con una mirada que reclamaba disciplina.

Sonó el piano y las gemelas centraron la vista en la pantalla con sendas sonrisas de suficiencia. Eran chicas de campo y vivían en un rancho de cría, conocían al dedillo los misterios de la naturaleza.

Durante un buen rato disfrutaron de las terroríficas correrías de aquellos seres, a la caza de incautos por las callejas de París, y del coro de chillidos del público, todo ello amenizado con música de funeral que el pianista escogió con tétrico acierto. Cuando se encendieron las luces, para asombro de las tres, Kenneth dormía a pierna suelta con la cabeza apoyada en el hombro de Laura. Sopló suavemente sobre su rostro, él se pasó ambas manos por el pelo y movió los hombros para desentumecerlos.

A la hora de regresar, Kenneth no admitió protestas y dejó a sus hermanas en el Taormina antes de llevar a Laura a la residencia de señoritas. Al menos quería disfrutar a solas del beso de buenas noches. Durante el trayecto, no paró de alabar sus rizos y sus ojos tan mediterráneos.

—¿Sabes que mi abuelo raptó a mi abuela Sara? —le confesó Laura sonriente al apearse del auto—. Vino a América con una compañía de variedades, actuaba en un espectáculo de baile español.

—La vio y decidió no dejarla marchar —supuso.

—Sí, dos días tardó en decidirse.

—No se andaba con rodeos.

—Los padres de mi abuela, que viajaban con ella, se pusieron como locos al enterarse de que se veía a escondidas con un hombre que no era gitano, así que mi abuelo la raptó.

—Y le arrebató la virtud para que no hubiera remedio —completó Kenneth.

—No creo que se la arrebatara, mi abuela debió de regalársela encantada —emitió una risa cristalina que a él le sonó a música—. Mis bisabuelos no quisieron saber más de una hija que los había deshonrado, le dieron la espalda y regresaron a su patria. Ella nunca supo ni quiso saber más de ellos —reveló. Kenneth escuchaba la historia con atención—. Por eso no hemos sido educados en la cultura romaní.

—Es una lástima olvidar las raíces.

—A mi abuela no le importó —aseguró orgullosa—. Así que ten cuidado, porque debajo de mi aspecto latino se oculta una valiente guerrera escocesa.

Kenneth sonrió, su temperamento ya lo conocía y no era el único rasgo heredado de sus ancestros escoceses; era mucho más alta que una típica latina. Se detuvo y la tomó por los hombros.

—El valiente de esta historia no fue tu abuelo, sino ella. Tuvo el valor de dejarlo todo por él sin mirar atrás, y para eso se necesita mucho coraje.

Continuaron por la acera cogidos del brazo, reflexionando sobre lo que Kenneth acababa de decir. Desde luego, dejarlo todo y lanzarse a una aventura incierta era una decisión difícil de tomar.

A unos pasos de la residencia, Laura volvió la cabeza hacia la esquina donde un hombre tocaba la trompeta a cambio de unas monedas, Kenneth advirtió la melancolía en sus ojos y le alzó la barbilla con una pregunta en la mirada.

—Es mi canción preferida, pero desde que murió mi madre me trae recuerdos tristes.

La sorprendió tomándole la mano al tiempo que la atraía por el talle. Una ventana se abrió justo cuando iba a iniciar el baile y se asomó un hombre que vociferó contra el trompetista. Éste recogió la gorra con la calderilla y se marchó una manzana más abajo. Kenneth miró a Laura a los ojos y giró con ella cuando la melodía, algo más lejana, volvió a sonar de nuevo.

La aurora di bianco vestita... —cantó muy bajo sin dejar de bailar—. Una canción que habla de cosas tan bonitas no puede ser símbolo de tristeza.

—Haces que todo parezca posible.

—Lo es, si tú quieres.

Laura apoyó la cabeza en su hombro y se dejó llevar.

—Esta noche, tú y yo vamos a conseguir que esta canción vuelva a traerte recuerdos felices —le dijo al oído.

Ella asintió con los ojos cerrados y recitó el estribillo casi en un susurro.

Dove non sei, la luce manca; dove tu sei, nace l'amor.[4] —Quizá lo diga de un modo muy almibarado para mi gusto —apuntó. Se detuvo despacio y Laura alzó el rostro hacia él—. Pero es verdad. Tú posees una luz capaz de eclipsar todas éstas que nos rodean —añadió señalando en derredor con la cabeza.

—Si sigues diciéndome esas cosas, vas a conseguir que me enamore de ti —susurró—. Y no te dejaré escapar.

Kenneth sonrió y sacudió la cabeza.

—Es extraño —dijo asombrado.

—¿Qué?

—Que no tengo ganas de salir huyendo.

Laura, de puntillas, se acercó a sus labios. Se besaron durante largo rato, con una ternura cómplice y nueva para los dos.

—Prométeme que no volverás a bailar esta canción si no es conmigo —pidió él.

Laura estudió sus ojos, le exigía un compromiso muy serio. Pero estaba segura de poder cumplirlo, ya no sería capaz de bailarla en brazos de otro después del regalo que Kenneth le acababa de hacer.

—Tú has borrado los malos recuerdos —reconoció con una sonrisa—. La canción ahora también es tuya.

—¿Y bien?

—Lo juro. Ahora nos pertenece a los dos.

Kenneth la abrazó levantándola del suelo y sus bocas se fundieron en una caricia simbólica de entrega y posesión.

—Me arrepiento de haberte juzgado sin conocerte —se sinceró Laura.

—Yo te creí una mujer superficial, ahora sé que no lo eres. Pero mi caballerosidad no va tan lejos, no me arrepiento de nada de lo que hemos hecho. Es muy poco y Dios sabe que quiero más —la besó con deseo atrayéndola por las caderas. Laura se estremeció al sentirlo excitado—. Mi sensatez hace tiempo que perdió el control de la situación —se resignó recorriéndole el cuello con besos—. Ahora mismo te arrastraría al callejón de atrás y no sabes las cosas que te haría —respiró hondo y alzó el rostro para verle los ojos—. Pero tú te mereces mucho más que un revolcón arrimada a una pared. Lo que se ve es magnífico, pero lo que hay aquí y aquí —dijo tocándole la frente y el corazón— es mucho mejor.

Laura, incapaz de hablar, apoyó la mejilla en su pecho y apretó los parpados. No estaba acostumbrada a sentirse tan valorada. Kenneth la obligó a alzar la cabeza, no quería una despedida melancólica.

—Y ahora, antes de que olvide mis buenas intenciones —decidió con una mueca de fastidio—, llama a esa puerta o perderás tu zapato de cristal.

Laura lo miró apesadumbrada. Odiaba tener que separarse de él, pero las normas de la residencia de señoritas eran muy estrictas.

—Se hace tarde y no quiero arriesgarme a ver mi Lincoln convertido en una calabaza —la achuchó para aligerar la emoción que se respiraba entre ellos.

Laura se echó a reír. Kenneth la besó en los labios por última vez y se dio la vuelta con las manos en los bolsillos. Al llegar junto al auto, giró hacia ella antes de abrir la puerta.

—No conduzcas deprisa —rogó Laura Él elevó una comisura de la boca, ese tipo de consejos eran algo nuevo y entrañable. Se quedó mirándola mientras llamaba a la puerta.

—Laura —la llamó. Ella giró la cabeza—. Lo que empezó como un día divertido, tú has conseguido convertirlo en inolvidable.

Ella se llevó la mano al pecho y allí la mantuvo hasta que el coche dobló la esquina. El corazón le latía errático, como el aleteo de un pájaro encerrado en el hueco de ambas manos. Tenía ganas de cantar, llorar, gritar, reír, saltar y bailar a la luz de la luna. Tal vez atesoraba más arrojo escocés del que creía, porque por vez primera no tuvo remordimientos ni dudas. De todas las sinrazones que había cometido, enamorarse de Kenneth Callahan era la mejor de todas.

*****

Por la mañana, Phillip se entregaba a su tanda de flexiones, Kenneth entró en el gimnasio sin saludar para no interrumpir a Johnson que iba marcándole el ritmo.

—Y cincuenta —concluyó—. Muy bien muchacho.

Su pupilo yacía en tierra, boca abajo y con los brazos en cruz. El hombre lo ayudó a levantarse y lo acompañó hasta uno de los bancos donde éste se dejó caer exhausto. Kenneth se sentó a su lado y dejó los guantes en el suelo.

—¿Qué tal todo con la chica de los libros? —preguntó mientras empezaba a vendarse la mano derecha.

—Sensacional —resolló Phillip con sarcástico optimismo—. Me odia. ¿Y a ti con la tuya?

—Ya no me odia.

Phillip le dio un codazo en las costillas para que dejara de pavonearse.

—Ya está bien de charlar como señoritas —exigió Johnson. Phillip aguzó el oído y Kenneth alzó la vista; el hombre lo señalaba con la mano—. Tú, doscientos golpes al saco y cien saltos de comba. Y tú —Phillip entendió que ese otro «tú» era él—, series de abdominales; para no agotarte, altérnalas con giros de cintura. Me marcho, luego bajaré a ayudarte con las pesas.

Los dos asintieron con sumisa obediencia. Johnson los dejó solos.

En el gimnasio del sótano se invertían los papeles y los dos jefes acataban la tiranía de su entrenador. Claro que poca gente osaba llevarle la contraria a aquel negrote de ciento treinta kilos y puños de hierro.

—A ti sólo cien saltos —se quejó Phillip—, hace un rato yo he dado trescientos En sus primeros meses de ceguera se trababa con la comba y en más de una ocasión a punto estuvo de romperse la crisma. Por fuerza había logrado dominar ese ejercicio con una soltura que causaba asombro.

—Tú te mueves menos que yo, por eso te castiga más.

Phillip, a pesar de la fatiga, movió la mano dándole la razón. Johnson hacía con ellos un encomiable trabajo. Gracias a sus exigencias, tanto Kenneth como él gozaban de excelente forma física.

—Ayer no te encontré en todo el día —señaló Phillip—, quería comentarte que llamaron del Evening Post. Estuve en la redacción.

El Post era una publicación seria que huía del chafardeo oportunista.

—Aquel asunto es agua pasada —dijo Kenneth.

Se refería a otro tipo de prensa, a la que se alimentaba del miedo ajeno. A ésa había que plantarle cara. Pero sabedores de que una réplica daba pie a una guerra dialéctica en la que no pretendían tomar partido, Callahan padre se encargó de combatir los rumores con un truco más viejo que el mundo: con otro rumor. Sólo tuvo que sugerir al director del tabloide rival del que vertía las insidias contra el hotel, que tal vez su competidor solapaba intereses ocultos. Le bastó aludir de pasada al origen italiano de sus propietarios, modelos de moral intachable y recta ciudadanía. En cuanto el magnate propietario del periódico hostil leyó media plana de su principal adversario en defensa del buen hacer de los Taviani, debió ver peligrar las ventas, su credibilidad por los suelos y a todos los italianos e irlandeses de Nueva York, que eran muchos, en contra suya. Sin duda dio órdenes tajantes a la redacción del rotativo y un rapapolvo de alivio al columnista insidioso, porque desde entonces los trataban con manos de seda.

—Fue el director del Post en persona quien nos llamó continuó Phillip a la vez que se peinaba el pelo sudoroso con los dedos—. No hace mucho alguien se puso en contacto con ellos sugiriendo que disponía de información sobre el hotel, pero sin dar demasiadas pistas.

—¿Quién?

Kenneth se colocó el guante izquierdo y golpeó la palma derecha para ajustarlo antes de comenzar a anudar el cordón.

—No logré sacárselo, ya sabes que esta gente nunca desvela sus fuentes. Le pareció tan poco creíble que se negó a entrar en su juego, pero ha querido advertirme.

—Llega tarde, no hace falta ser muy listo para adivinar que alguien sin escrúpulos andaba detrás de todos esos embustes.

—Sí, pero hay algo más. Por las palabras de ése, llamémosle anónimo, dedujo que no iban a por el hotel. Cree que le interesaba el solar.

—¿La manzana? —preguntó girando hacia él—. Entonces se trata de un constructor. Es un terreno muy goloso. Otro ya habría vendido hace años, pero tu abuelo se empeña en mantener un jardín tan grande como un parque público por puro capricho.

—No nos hace falta el dinero.

—Lo sé. Y yo tampoco vendería el jardín si fuera mío.

—Pero, como bien dices, éste es un solar muy apetecible. De llegar a construir un edificio aquí detrás —señaló una esquina del techo, justo donde en el exterior se situaba el jardín del que hablaban—, sería rentable en cuestión de semanas.

Kenneth dejó a medio ajustar el otro guante y lo miró de frente.

—¿Y qué quieres decirme con todo esto? ¿Vas a permitir que un rascacielos te haga sombra de por vida para que te dejen tranquilo?

—De ninguna manera —garantizó—. Pero la información del director del Post me ha hecho replantearme una idea que estuve madurando durante mi convalecencia.

—Nunca me dijiste nada.

Kenneth lo miró brevemente, suponía que durante su larga estancia en el hospital para veteranos del Bronx le sobró tiempo para mil y una cavilaciones.

—Sólo me atreví a comentarlo con mi padre. Opinaba que era un proyecto ambicioso y prometió que lo estudiaríamos cuando me recuperase. Luego ocurrió el accidente, nunca sabré si hablaba en serio o sólo me daba la razón para levantarme el ánimo.

—Suéltalo de una vez.

—La única manera de que dejen de perseguir esta manzana es levantando yo mismo un edificio. Cuando deje de ser suelo edificable, no interesará a nadie.

—Qué miedo me das a veces, Phillip —renegó apoyando la frente en los guantes.

—Tú escucha y luego juzga.

Phillip se tumbó en el suelo, con los pies sujetos en la barra inferior del banco y comenzó una tanda de abdominales. Kenneth, dio unos saltos y lanzó un par de patadas al aire para desentumecer los músculos antes de emprenderla con el saco. Phillip, entre gemidos y resuellos, le explicó en qué consistía su proyecto. Pretendía levantar un gran edificio, pero no tanto como un rascacielos. Un anexo al hotel, compuesto en su totalidad por suites de lujo para huéspedes de larga estancia e incluso indefinidas.

Kenneth dio media vuelta, se agachó junto a su amigo y lo detuvo plantándole el puño en el pecho.

—Ya he perdido la cuenta por tu culpa —protestó éste.

—Pues vuelves a empezar —dijo mirándolo a los ojos por costumbre, dado que Phillip ni se percataba de ello ni podía devolverle la mirada—. Sí, tu padre tenía razón. Es un proyecto muy ambicioso que podría darte mucho dinero, pero olvidas un pequeño detalle: ya no eres el mismo. Lo único que falta es que le añadas a tu vida más quebraderos de cabeza.

Phillip le atenazó el antebrazo con fuerza.

—Sí, sé que soy ciego. Pero tú no.

—Tampoco necesito que me enredes más a mí —discutió con vehemencia.

—Contrataremos a más gente —alegó—. Y no es tan complicado como lo ves. No serían huéspedes de los que vienen y van ni tendrías que esforzarte en buscar continuos clientes. ¿Estamos juntos en esto?

—Tú eres el dueño, yo soy un empleado como los demás.

—De eso nada —tiró de su brazo—. Si a día de hoy el Taormina no está en quiebra es gracias a ti. Eres mucho más que un empleado.

Kenneth resopló preocupado, durante los últimos dos años había deseado fervientemente que su amigo recobrara el entusiasmo. Pero no tanto.

—Se trata de ofrecer pequeños apartamentos de lujo en pleno Manhattan con las ventajas y comodidades de un hotel —insistió Phillip—. Sólo necesitaremos más personal de planta, cocina, mantenimiento y, en todo caso, de administración. Pero a ti y a mí no nos supondrá un sobreesfuerzo.

—Está bien —claudicó, no quería darle alas reconociendo en voz alta que le gustaba la idea—. Tendrás que hablar con algún arquitecto.

Phillip soltó a Kenneth y entrecruzó los dedos bajo la nuca con expresión convencida.

—Ya he pensado en ello —dijo retomando su serie de ejercicios—. Déjalo en mis manos.

*****

La idea se le ocurrió de camino al apartamento. Mientras se duchaba y vestía, Kenneth tuvo tiempo para ingeniar el modo de sorprenderla, las consecuencias que el detalle iba a acarrear e incluso de imaginar la cara que pondría Laura.

Bajó hasta el vestíbulo, con su celeridad acostumbrada. Y cuando salía por la puerta principal decidió dejar la elección en manos de Rose. Nadie mejor que ella para escoger con acierto.

Laura acababa de llegar al hotel. El comedor de empleados algunos días se encontraba medio vacío a la hora del almuerzo, todo dependía de las entradas y salidas de huéspedes. A veces las chicas se veían obligadas a retrasar su hora a causa del barullo de habitaciones que habían de preparar. Por lo general, los camareros de sala eran los primeros en almorzar; solían hacerlo antes de la apertura del restaurante. En cambio, Greystone y el resto de la cocina no se sentaban ante el plato hasta que el último cliente había abandonado su mesa.

Ése era uno de los días en que el comedor estaba abarrotado. Laura iba hacia sus antiguas compañeras de planta que la reclamaban con la mano y hacían un hueco para que se sentara con ellas. Unas pisadas rápidas en el mármol del corredor le resultaron familiares. Miró hacia allí y, desde las puertas abiertas de par en par, Kenneth le lanzó un buqué de rosas que ella, por instinto, cazó al vuelo.

Las voces se fueron apagando hasta convertirse en un murmullo. Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies al verse de pronto plantada en el centro del comedor, rodeada de miradas indagadoras, con una absurda flojera en las piernas y unas rosas en la mano, algo deshojadas por culpa de la travesía en vuelo rasante. Recorrió con los ojos una senda de pétalos esparcidos por el suelo hasta dar con unos zapatos de nudo perfectamente lustrados y continuó en vertical por la raya del pantalón hasta llegar al rostro.

Kenneth sonrió despacio y elevó una ceja en un gesto apenas perceptible que Laura descifró como una disculpa. A ella no podía engañarla. Era un hombre acostumbrado a avanzar con pasos contados y hasta sus detalles impulsivos tenían el sello de una mente racional.

—Estaré el resto del día fuera —dijo en un tono sólo para ella, aunque lo oyó todo el mundo—. Sé buena —concluyó con un guiño y desapareció dando media vuelta.

Tiempo atrás se habría puesto colérica y, como poco, habría corrido tras él para hacerle tragar las rosas una a una, lazo incluido. Pero la desarmaba con esa sonrisa de diablo arrepentido y allí se quedó, blandengue y con las manos trémulas, aferrada al ramo como si fuese su tabla de salvación.

Kenneth era increíblemente hábil. Con aquel lanzamiento por sorpresa evitaba el momento embarazoso de regalarle su primer ramo de flores, oficializaba su relación delante de media plantilla y, de paso, la abandonaba a su suerte ante el interrogatorio y el aluvión de bromitas que se avecinaba.

Viniendo de otro le habría resultado un tanto desabrido, pero a ella le pareció un detalle enternecedor. Kenneth era así, directo y poco amigo de malgastar tiempo.

Con un suspiro, alzó las flores y se deleitó con su aroma, emocionada como una solterona que acabara de conseguir el ramo soñado.

*****

En sus veintiocho años de vida, Stella jamás se había visto en una situación tan esperpéntica.

—Por lo que más quieras, Phillip, date prisa —suplicó.

Se miró los pies descalzos. Dichosa manía de salir de casa sin coger la llave. Sólo fue un momento; sí, pero debería de haber recordado que llevaba muy poca ropa y la puerta podía cerrarse a sus espaldas.

El conserje del edificio tenía la amabilidad de subirle el correo, pues sabía que esperaba con impaciencia las respuestas de varias universidades. Y al hacerlo esa misma tarde, el hombre se despidió con prisa ya que tenía entradas para el partido de los Yankees. Stella reparó en una carta dirigida a otro inquilino mezclada entre las suyas.

Salió al rellano para ver si aún lo alcanzaba y en ese momento oyó el portazo. Se acababa de quedar en la calle. El portero guardaba un juego de llaves de cada apartamento, todos de alquiler; pero lo imaginó camino del estadio y no estaba dispuesta a aporrear, descalza y medio desnuda, las puertas de unos vecinos a los que apenas conocía.

Por suerte no se cruzó con nadie en su correteo a hurtadillas escaleras abajo. Desde el teléfono de la conserjería, pidió a la operadora que comunicara con la recepción del Taormina. Segundos después tenía a Phillip al otro lado de la línea, que se negó en redondo a enviar a cualquiera a socorrerla e insistió en acudir en persona. No le quedaba otro remedio que esperar escondida tras el mostrador para poder abrir la puerta. Pero llevaba allí diez minutos y los pies se le estaban quedando helados.

Estiró el cuello v observó que se aproximaba Bill Robins, un joven aprendiz de mantenimiento del Taormina; y al ver a Phillip tras él, corrió alborozada a recibir a su patrulla de rescate.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! —exclamó, tiritando tras cerrar la puerta.

El chico clavó la vista en las molduras del techo, ya que sin poder evitarlo se le iba hacia las formas que se adivinaban bajo la bata de seda.

—¿Lleva mucho tiempo esperando, señorita Stella? —preguntó sin mirarla—. Descalza en pleno invierno, seguro que coge una pulmonía.

Phillip endureció el gesto.

—¿Por qué no me has dicho que estás descalza? Ponte mis zapatos —ordenó empezando a descalzarse.

—Justo lo que me faltaba —lo frenó agarrándole el brazo—. En bata y con unos zapatos que parecen dos barcazas.

—¿En bata? —masculló en voz baja inclinándose hacia ella—. Supongo que llevarás algo más que eso.

Stella miró de reojo a Bill, que trataba de mantenerse al margen con patente incomodidad. Ella se aupó de puntillas para acercarse al oído de Phillip, que ya se desabrochaba el chaquetón de piel a toda prisa.

—¿Quieres que te haga un inventario? —siseó entre dientes—. La bata y un lazo en el pelo. Fin. ¿Contento?

Phillip farfulló unas cuantas maldiciones mientras le palpaba los hombros y la cubría con su chaquetón.

—¿Qué apartamento es? —comentó Bill mirando hacia otra parte.

—Primero, H —le indicó Stella.

Y agradeció el detalle que tuvo el muchacho al poner tierra de por medio. Con sorprendente facilidad, Phillip la tomó en brazos.

—Vas descalza —le explicó con aspereza.

—Qué calorcito —gimió arrebujada en el chaquetón de Phillip, forrado de piel de carnero.

—A ver si así se caldea esa frialdad que despides desde hace días —comentó por lo bajo.

Ella, en un arrebato de ternura se aferró con fuerza a su cuello.

—¿Peso mucho? —preguntó con timidez.

Stella podía apreciar sus bíceps en tensión a pesar del jersey de lana; imaginó que aquella ropa ocultaba un cuerpo magnífico. Todo en él resultaba impresionante, reconoció con la mirada fija en su perfil, que casi podía rozar. Hubiese deseado permanecer en sus brazos durante horas.

—Casi nada. Dime cómo llegar hasta el ascensor.

—Phillip, esto es el Est Syde. Aquí sólo hay escaleras.

—Lo siento, no soy capaz de subir los escalones contigo en brazos —dijo depositándola en el suelo.

Stella sintió que se le rompía el corazón al oír aquél tono amargo y avergonzado.

—Me encantaría, pero yo tampoco soy capaz de subirte a ti en brazos —tonteó dándole la mano; y se felicitó encantada al verlo sonreír—. Ven conmigo y agárrate al pasamanos antes de que se me congelen los pies.

—En ese caso, sube delante. Yo voy más despacio.

—De eso nada, jefe mandón. Aquí las órdenes las doy yo Y tiró de su mano con tanta determinación que Phillip se vio prácticamente obligado a trotar tras ella sin tiempo a desplegar el bastón. Lo cierto es que, aunque las escaleras no eran su fuerte, agarrado a ella tampoco tardaron tanto. En cuanto llegaron al primer piso, él salvó su orgullo herido tomándola en brazos de nuevo. Stella lo dejó hacer mientras miraba hacia la puerta de su apartamento donde Bill, de rodillas, trataba de desmontar la cerradura.

—¿Hacia dónde? —reclamó Phillip su atención.

—Eres muy fuerte —comentó en voz baja.

—Me ejercito a diario para mantenerme en forma; en mi situación es imprescindible porque apenas me muevo, como puedes imaginar —le explicó—. Pero si Bill tarda mucho, me temo que acabaré haciendo el ridículo —a Phillip le encantó oír tan cerca esa risa suave que tanto echaba de menos—. ¿El siguiente tramo de escaleras queda muy lejos?

—Bájame y te llevo.

En cuanto la puso en tierra, Stella le ofreció su brazo y lo llevó a un lado. Phillip se sentó en el tercer escalón.

—Aquí —señaló él, palmeándose los muslos—, no quiero que te resfríes. Bill —lo llamó alzando la voz—, ¿qué tal va esa cerradura?

—Casi lista, señor Taviani.

Stella se acomodó sobre sus piernas cubriéndose con el chaquetón hasta las rodillas. Phillip no sabía qué hacer con las manos. Ella le cogió primero una y luego la otra, y con naturalidad las acomodó sobre su propio regazo.

Phillip acercó el rostro y a Stella el corazón le empezó a latir muy rápido.

—Hueles muy bien —dijo en voz baja.

—Tú también —susurró.

—Esto ya está.

Stella, al ver la puerta abierta se incorporó de un salto y corrió hacia el apartamento. Phillip se puso en pie y tras sacar del bolsillo el bastón, lo desplegó y siguió el camino que le indicaron el ruido de sus pisadas. Bill se hizo a un lado y él permaneció de pie en el vestíbulo.

Montar la cerradura de nuevo fue mucho más sencillo.

—Perfecto —dijo el muchacho probando su funcionamiento—. ¿Le espero abajo, señor Taviani?

—Llévate la camioneta. Llamaré a Faith más tarde para que venga a buscarme. ¿No hace mucho calor aquí? —alzó un poco la voz para que Stella lo oyera.

—La caldera de la calefacción no funciona muy bien, espero que lo solucionen pronto.

Phillip comprendió entonces el porqué de tan poca ropa, ya que a él le entraron ganas también de despojarse del jersey y la camiseta.

—¿Tú has venido en la camioneta del hotel? —preguntó extrañada.

Phillip torció el gesto al advertir su tono de asombro. Que fuera el dueño de un hotel de lujo no lo convertía en un estirado.

—Qué fallo tan imperdonable, Bill —comentó con sorna—. La señorita Thompson esperaba vernos aparecer en el Thirty.

El chico emitió una risita de conejo mientras recogía sus herramientas. El Taormina contaba con uno de esos lujosos modelos de Cadillac, pero sólo para satisfacer los gustos de los clientes más caprichosos que consideraban una antigualla los coches de alquiler tirados por caballos y adoraban dejarse ver por las calles de Manhattan en un auto que causaba envidia.

—Gracias por el favor, Bill —añadió Phillip.

Stella salió a despedir al muchacho y de paso reiterarle su gratitud. Cuando se cerró la puerta, Phillip la oyó pasar ante él y decidió esperarla de pie en la sala de estar.

—Anda, pasa —lo llamó desde el dormitorio.

—No conozco el apartamento —dudó—. ¿Es donde hay luz?

—¿Cómo sabes que está encendida?

—Puedo distinguir la luz de la oscuridad —le explicó una vez allí—. Y cuando tengo a una persona muy cerca, la percibo como una sombra oscura.

—Siéntate en la cama. Así podemos hablar mientras me visto.

—¿Piensas vestirte delante de mí?

Creyó morir de vergüenza al escuchar su propia voz, aflautada como el graznido de un pájaro.

—Claro.

Claro. No le importaba pasearse medio desnuda delante de él, a fin de cuentas no podía ver nada. ¡Mierda!

—Cuando me has llamado debiste pedirme que te trajera algo de ropa —le reprochó muy serio—. Te habría conseguido algo, como mínimo un par calcetines.

—Hace años que me ocupo yo sola de mis problemas —comentó mientas se abrochaba el brassier, esa prenda moderna que realzaba los senos sin aprisionarlos como los asfixiantes corsés.

Phillip recordó lo que sabía de ella. No sólo los suyos, la vida la había obligado a resolver también los problemas de los demás.

—Yo antes era tan independiente como tú. Ahora, cuando necesito ayuda me trago mi orgullo y no dudo en pedirla —confesó con humildad—. Y no me avergüenzo por ello.

—¿Y no lo he hecho? Sabía que tú no me ibas a fallar —declaró con sinceridad.

—Tengo un montón de defectos, pero el rencor no se encuentra entre ellos —afirmó en clara alusión a la reyerta de días atrás.

—Me he sentido como una princesa rescatada por el príncipe valiente.

Phillip esbozó una sonrisa de agradecimiento.

—Soy yo quien debería darte las gracias por brindarme la oportunidad de sentirme útil. Por primera vez en mucho tiempo, alguien necesita mi ayuda y no al revés.

Aquella muestra de honestidad golpeó a Stella. Estaba en un error al considerarlo un déspota. Su fuerte y en ocasiones irritante personalidad, era también su mayor virtud; la que lo había impulsado a superarse y hacer frente a la vida con un coraje extraordinario.

—Phillip, quiero que seas mi amigo —las palabras le salieron del corazón.

—¿Sólo amigos? —ironizó.

—Hablo en serio —dijo sentándose a su lado—. No creas que te ofrezco compasión disfrazada de amistad. Estoy siendo muy egoísta, porque no tengo a nadie —a él le conmovió su franqueza—. Para mí es muy importante saber que cuento contigo.

Phillip le tomó la mano derecha y la besó con suavidad.

—A mí siempre me tendrás.

En el ambiente empezaban a respirarse demasiadas emociones, por lo que Stella decidió poner fin con un inocente beso en la mejilla.

—Te debo una —dijo con un tono desenfadado.

—Invítame a cenar.

Stella lo miró de frente, su sonrisa peligrosa evidenciaba que tenía planeado encargarse de los postres. En el fondo le encantaba esa audacia suya de hombre acostumbrado a mandar, pero ya iba siendo hora de que alguien le enseñara que todo no podía conseguirlo con un chasquear de dedos.

—¿Vas a cocinar para mí? —insistió en un tono muy sugerente.

—¿Pretendes morir envenenado? —se le escapó la risa. Como cocinera era un desastre—. Cenaremos fuera.

—Será mejor que lo dejemos.

Stella se enterneció al ver su cara de preocupación y colocó su mano sobre la de él para tranquilizarlo.

—No seas anticuado, no se acaba el mundo por que sea una mujer quien pague la cuenta. Además, no estoy en la ruina como supones.

—En ese caso, sorpréndeme con un sitio romántico —aceptó besándole los dedos con mucha sensualidad.

*****

A las puertas del local, fueron recibidos por un aroma que a Phillip le resultó familiar pero no lograba identificar.

—¡¿Katz's?! —Acababa de reconocer el olor— ¿Me invitas a cenar y me traes al «Deli»? —preguntó incrédulo.

Era de la opinión que llamar Katz's Delicatessen a aquella mezcla de taberna y restaurante de tercera sonaba a chiste.

—Sí, ¿algún problema? Cógete de mi brazo y sígueme.

Phillip, obediente, se dejó llevar hasta la mesa que ella había escogido. Con toda confianza, le entregó su chaqueta de piel. Stella se despojó del abrigo y colgó ambas prendas en una percha de pared.

—Espérame aquí mientras voy a pedir la cena. ¿Qué te apetece?

—Ah, pero ¿es que saben hacer algo más que sándwich de pastrami? —preguntó con sarcasmo.

—Decidido, hamburguesa para los dos —Phillip hizo un gesto de sorpresa muy teatral— y patatas fritas a la francesa.

Dado que adivinaba sobre él una mirada furibunda, decidió comportarse mejor.

—Lo que tú elijas estará bien —convino muy amable.

—Eso espero. Y no trates de huir —advirtió de camino al mostrador.

Phillip estaba fascinado. Su sensata bibliotecaria de genio endiablado era capaz de deleitarlo con sorpresas cada vez más sugestivas. Enseguida la oyó aproximarse, por algo aquello empezaba a llamarse comida rápida.

—He pedido lo mismo para los dos. Aquí tienes tu botella —dijo, al tiempo que le tomaba la mano para situarlo—. No te importa que junte todas las patatas en un plato, ¿verdad? ¿Pongo ketchup?

—No, no me importa y sí, ponles ketchup —respondió divertido.

Palpó la botella y al reconocer su inconfundible silueta hizo una mueca de horror.

Cara, la Coca-Cola no está mal para quitar la sed, ¡pero es pecado mezclar la comida con este brebaje! Di que nos traigan un chianti —decidió alzando el brazo.

Stella le tiró de la manga.

—Pues a mí me encanta. Y déjame decirte una cosa, si al final se aprueba esa ley de la que habla todo el mundo, más nos vale acostumbrarnos a acompañar las comidas con soda.

Al escucharla, Phillip frunció el ceño preocupado. Tenía razón, la ley en proyecto que pretendía prohibir la venta y tenencia de bebidas alcohólicas suponía un problema añadido a los que ya tenían en el hotel. Debía tratar el asunto con Kenneth sin más demora.

—Carne de dudosa procedencia, patatas fritas a la francesa regadas con tomate embotellado y bebida dulce —enumeró cambiando de tema—. Al final acabará poniéndose de moda.

—No he debido traerte —se lamentó—. Sé que no estás acostumbrado a esto.

Phillip disimuló una sonrisa.

—He venido cientos de veces —confesó—. Te estaba tomando el pelo.

—¡Bobo! —masculló dándole un pellizco en el brazo.

Él le atrapó la mano y se la besó para disculparse.

Un hombre de imponente bigote dejó dos hamburguesas sobre la mesa y saludó a Phillip con familiaridad.

—Hacía tiempo que no se dejaba caer por aquí, señor Taviani.

—Hasta ahora no había encontrado una chica guapa que me invitara. Qué me dices Franky, ¿he escogido bien?

—Una auténtica belleza, sabía decisión.

El hombre, reclamado por unos clientes, se marchó a atender otra mesa.

—Conque una belleza.

—No es para tanto.

—¿No lo es?

—Me alegro de que te guste este sitio —afirmó ella eludiendo el tema—, porque se está a gusto, nadie nos mira y lo más importante: está permitido comer con las manos.

Stella añadió esto último en un tono que lo conmovió. Phillip comprendió que había elegido aquel local para liberarlo de la obligación de utilizar cubiertos. Tanteó sobre la mesa en busca de su mano y, una vez dio con ella, la tomó con delicadeza y se la acercó a los labios.

—Gracias —musitó besándole la palma.

Stella sintió un cosquilleo en la boca del estómago. Debía ir con cuidado, empezaba a conocer a Phillip y no quería correr el riesgo de convertirse en un capricho pasajero.

—Hace años era yo quien traía a las chicas y ahora es una chica la que me trae a mí —comentó mientras atacaba su hamburguesa.

—¿Hubo muchas?

Por toda respuesta Phillip sonrió como un chico malo. Stella entornó los ojos.

—Tengo un buen recuerdo de aquella época. Sin preocupaciones, sin la obligación de trabajar. ¿Cómo fue para ti?

—Hubo de todo, ten en cuenta que para entonces yo ya había perdido a mis padres y a mi abuelo. Sólo quedábamos mi tía y yo. Pero también lo recuerdo con cariño. Como todos, supongo; nadie es infeliz a esa edad —dijo con sencillez.

Phillip lamentó el rumbo que estaba tomando la conversación. Sin duda aquellos años no fueron tan despreocupados como los de él, así que decidió cambiar de tema.

—Entonces tonteaba con las chicas de un modo que ahora me resulta ridículo. Ya sabes, yo te meto una patata en la boca, tú me la ofreces a mí, compartir el mismo helado. Ese tipo de cosas —sonaba a sugerencia.

—Ya somos mayores para eso —lo vio fingir una terrible decepción—. Pero si te apetece recordar los viejos tiempos —mojó una patata en ketchup—, abre la boca.

Él obedeció encantado.

—Ahora me toca a mí.

—No. Tú no juegas —zanjó.

—¿Y eso por qué?

—Porque no me fío de tu puntería y llevo una blusa blanca —respondió con franqueza antes de continuar con su hamburguesa.

En el paseo de regreso al apartamento de Stella, mientras conversaban, Phillip aún acusaba el impacto de aquella sinceridad tan diáfana. Naturalidad, ahí radicaba el secreto. Stella era, junto con Kenneth, la única persona que lo trataba sin fingimientos. Ni con la lástima que no se esforzaban en ocultar algunas personas ni con el desenfado artificioso que había podido percibir en alguna mujer. Tampoco con el cariño protector que le dedicaban sus abuelos e incluso el padre de Kenneth. En Stella percibía que se sentía a gusto con él sin importarle en absoluto su ceguera. Para ella no era un problema, sino una característica más, como podría ser su altura o el color de su piel.

—Ya hemos llegado —ella miró hacia delante en la misma acera— y ahí te espera tu coche.

A Phillip de pronto le pareció que el trayecto se había hecho demasiado corto. No tenía ningunas ganas de marcharse a casa. Había disfrutado más de aquella hamburguesa con Stella que muchas de las noches compartidas en el pasado con otras mujeres.

—Qué manera más elegante de decirme que me largue —bromeó.

—Lo he pasado muy bien —dijo apretándole el brazo—. Nos vemos mañana a las diez.

—Se supone que ahora debo besarte —añadió tomándola por la cintura para evitar que se alejara de él.

—Esto no ha sido una cita.

—¿Qué ha sido entonces?

—Una cena de jefe y empleada. —Él se puso serio—. Es broma, ha sido una cena de amigos.

—Para mí esto no es fácil, Stella. —Su tono se tornó íntimo—. Yo no te veo la cara y no sé qué es lo que deseas en realidad.

—Buen intento. Anda, deja de tomarme el pelo y vete. Te están esperando. —Lo agarró por las solapas y le dio un beso rápido en los labios.

Stella no estaba preparada para la rapidez con que él se movió. En un instante se encontró aprisionada entre sus brazos y su boca se apoderaba de la suya. Por instinto, ella se aferró a su cuello, entreabrió los labios y se entregó por entero. Y durante un momento muy largo, disfrutó de él con la misma pasión que le estaba regalando.

Phillip alzó el rostro y apoyó la barbilla en su cabeza mientras creyó entender que ella susurraba algo sobre la velocidad de una cobra.

Cuando Stella consiguió volver a la realidad alzó la cabeza; el chofer los observaba divertido, apoyado en el coche de brazos cruzados.

—El señor Faith ha salido del coche, no lo hagas esperar más —consiguió decir muy cohibida.

—¿Qué hace? —preguntó Phillip con los labios en su oído.

—Nos mira y sonríe —dijo oteando de nuevo sobre su hombro—. ¡Oh, no! Ahora me saluda con la mano.

Phillip rió ante aquel repentino ataque de timidez y la estrechó con fuerza entre sus brazos mientras ella trataba de esconderse detrás de su cuerpo.

—No se lo tengas en cuenta. Nunca me había visto en esta situación y supongo que se alegra por mí. Hablaré con él y le rogaré que sea un poco más discreto.

Stella suspiró encantada, al menos el chofer no acostumbraba a verlo con una mujer en los brazos.

Aquel suspiro posesivo no le pasó desapercibido a Phillip, que la ciñó más a su cuerpo al tiempo que le acariciaba la mejilla con la nariz y los labios entreabiertos.

—Una vez más, Stella. Déjame probarte otra vez —rogó.

Para qué fingir, en esa ocasión fue ella la qué buscó su boca. Lo invitó a tomar cuanto deseara y él lo hizo con una ardiente pasión. Aún estaba aturdida cuando sus labios se separaron.

A Phillip el corazón le latía en la garganta. Por la presión contra su torso, podía adivinar que aquel cuerpo de cintura breve era una promesa de curvas rotundas, pero necesitaba conocerlo todo.

—Deja que te mire, no sé cómo eres por detrás —susurró mientras le bajaba las manos por la espalda.

—Ni lo sueñes —con rapidez le atenazó las muñecas—. Tendrás que seguir imaginándolo.

—Si quiero dormir esta noche, aunque sea cinco minutos, será mejor que deje a mi imaginación tranquila.

A Stella le encantó oír aquello.

—Buenas noches, Phillip —murmuró con dulzura.

—Te acompaño arriba.

—No es necesario, además te están esperando.

—¿Y cómo voy a saber que has llegado sana y salva? —tanteó hasta su rostro y le acarició la mejilla—. Hay mucho perturbado suelto, pueden raptarte.

—¡No seas tonto!

—En cuanto cierres la puerta de tu apartamento, asómate por la ventana.

—Está bien, hasta mañana.

Stella suspiró de nuevo. Sentir, por primera vez en mucho tiempo, que alguien se preocupaba por ella era algo maravilloso.

Cuando llegó al apartamento no esperó ni a quitarse el abrigo para hacer lo que él le había pedido.

—Princesa a salvo en el castillo —dijo por la ventana.

En el silencio de la noche no era necesario alzar demasiado la voz. Se le aceleró el corazón al oír la risa de Phillip.

—Príncipe valiente camino del carruaje.

Phillip agitó la mano antes de alejarse calle abajo. Stella bajó la ventana y se dejó caer en el sillón más cercano con una sonrisa radiante. Estaba perdida.