10
—¿Alcanzará el guepardo al antílope?
El hombre del sur da vueltas y más vueltas a esta pregunta, a cuyo significado atribuye una importancia casi mística. La respuesta es simple. Puede que sí y puede que no. La Naturaleza es impredecible. En ocasiones, el guepardo alcanza a su presa. En ocasiones ha de abandonar hambriento. Es imprevisible.
Han diseñado un antílope inteligente, un antílope fuerte, un antílope veloz.
Un antílope aún sin probar.
El guepardo es la personificación de la epidemia negra.
El proyecto se aproxima sin pausa a su fin. Los hombres y las mujeres de la Gedaechtnis han invertido todo su esfuerzo en él. Ahora, todo está en manos del destino; en manos de Dios, dicen algunos. La suerte está echada. Es el momento de confiar en ella.
Por muy patético que pueda parecer, el ataúd de Maestro se me antojaba atractivo mientras permanecía allí sentado, en el suelo de aquel asqueroso aseo de señoras. El ansia de morir me arrastraba y me arrastraba. Era como escuchar a tu estómago quejarse por repugnancia y por compasión mientras observas cómo alguien vomita a tu lado.
Un mundo sin Simone. ¿Qué sentido podía tener?
Le importaba como amigo que era, quizá como algo más; quizá simplemente había tolerado que estuviera enamorado de ella. Fuera lo que fuera, ella había representado el vínculo que me unía a todas las maravillas del mundo. Ahora ese vínculo estaba roto.
Esto no puede estar pasando de verdad, pensé.
Fantasía me rodeó con sus brazos; habría sido exactamente igual si estuviese tratando de consolar a una estatua. Me mostró su compasión quizá durante una hora; quizá fue más, quizá fue menos. A mis ojos, el tiempo se había detenido. Fuese el tiempo que fuese, ella intentó consolarme y volvió a intentarlo. Pero no. No hubo forma de llegar a mí.
Regresé a la época en que tenía seis años. Me preguntaba qué había sido de la gallina. ¿Qué le había ocurrido? ¿Adónde se había ido?
Fan me alzó hasta ponerme en pie. Me dejé caer de nuevo.
No seguiría su camino.
Me dijo que si nos rendíamos ahora, todo habría sido en vano.
No podía escuchar lo que decía.
Me llamó gilipollas irresponsable y amenazó con volver a romperme la nariz.
No me importaba.
Alzó el puño, pero ni siquiera lo movió.
—Debemos cumplir con nuestro cometido —dijo.
Aquello sí me caló.
—Nuestro cometido —repetí.
—Eso es, Hal. Aún tenemos trabajo que hacer. Aún no hemos terminado.
Cerré los ojos y asentí con la cabeza. Me había pasado toda la vida eludiendo mis obligaciones, y ahora, ¿qué otra obligación me quedaba? Responsabilizarme de los muertos. Eso, y nada más. Delicioso, pensé. Acabemos nuestro trabajo.
Cuando pienso en Simone ahora, me vienen a la mente unas alas de mariposa. Hermosas y extremadamente delicadas. Podrían desintegrarse al menor roce.
¿Fue la sobredosis accidental? ¿O lo hizo a propósito?
Simone jamás se me había antojado una suicida, pero parte de mí no puede evitar preguntarse si su sentencia de muerte ya estaba dictada desde el momento en que vio el cadáver de quien creyó que era Lázaro. Después de todo, eran almas gemelas. Conscientemente o no, puede que ella quisiera unirse a él. O puede que simplemente la Gedaechtnis hubiera desarrollado para ella una auténtica chapuza de composición genética, haciéndola susceptible a cualquier ácaro o microbio del entorno. Así de simple. El dolor puede llegar a cebarse con una persona, retorciéndose y expandiéndose hasta más no poder. Pero ¿y si la siguiente píldora es la que rebasa el límite?
¿A quién debería culpar? ¿Debería culpar a Lázaro o a Mercutio? ¿A Simone o a mí mismo? ¿A Malachi? ¿Puedo echar la culpa a aquella magulladura? ¿A la ventanilla? ¿A los propios sedantes? ¿Y qué es de aquel jodido conejo —conejo estúpido, conejo malo
Siempre acabo rememorando aquel beso.
Idlewild. Pasando el lago, a la salida de la autopista 10.
Era tal y como lo recordaba, excepto por la gente. No pude evitar fijarme en todos los letreros de las calles. Tantos temas religiosos. Avenida Celestial. Paseo del Paraíso. Creación. Magnificencia. La Academia estaba situada en la esquina entre la calle de la Magnificencia y la avenida Forman (pero solo en la RVI). Aquí, no había Academia. En ese mismo lugar, estaba situada la sede de la Gedaechtnis.
Una enorme cúpula rodeada de innumerables edificios de oficinas. Tan impresionante como Babel.
Extraje la llave de contacto. Salimos del coche, en busca de indicios de vida.
Ni rastro.
Por si acaso, actuamos con prudencia por si había alguien. Dentro, fuera, listos, ¡ya! Buena táctica, en teoría. Desgraciadamente, no éramos precisamente ninjas. Él ya había descubierto nuestra presencia a casi dos kilómetros de distancia.
—¿Hola?
Una voz desconocida. Nos quedamos petrificados.
—Hola. ¿Hay alguien ahí?
Entramos a hurtadillas en el vestíbulo, buscando por todas partes, con las armas preparadas. Yo también me había provisto de armas en un comercio local. Pero ahora, sin personal de seguridad, yo asía mi pistola con firmeza... con tal firmeza, que incluso temía liarme a tiros sin un objetivo concreto. Dios, cómo deseaba apretar el gatillo. Todas y cada una de las balas son valiosas, me dije. No desperdicies ni un solo disparo.
Y pensé: Lo necesito. Necesito a alguien a quien odiar. Necesito algo que destruir.
—¿Dónde estás? —preguntó la voz... despersonificada, levitante... ¿De dónde venía? Posibilidades... Sí, en el mostrador de seguridad: un walkie-talkie. ¿Sería una señal real o solo una grabación? ¿Sería Mercutio? ¿O sería Lázaro?
—¿Hay alguien ahí?
Fantasía se encontraba a medio camino del dispositivo cuando descubrí la trampa. La agarré desde atrás y tiré de ella con todas mis fuerzas. «A+» igual a instinto. «D-» igual a ejecución. No pude alcanzarla a tiempo. Sus dedos tocaron el metal. Lo rozaron.
Deflagración.
La explosión la alcanzó de lleno, la lanzó dando vueltas por los aires, desgarrándola de mis manos. Fan emitió un chillido propio de una banshee y yo me arrojé a su lado; las llamas cubrían su cuerpo. La razón me decía que me levantase, que huyese, que usase mi arma, que luchase por mi vida. Pero hice caso omiso de todo aquello y escuché a mi corazón, que estaba de guardia; vocación de médico.
Perdón, no era mi corazón; era mi jodido ego. Todos estaban muriendo ante mis ojos y no podía soportarlo más. A la mierda si iba a ser un 0 a 3.
La voz resonó de nuevo, esta vez desde el sistema de megafonía.
—Vaya, Hal. ¿Cómo has podido permitirla que lo cogiera? Qué caballeroso, ¿no?
Puede vernos, deduje. Cámaras. Cámaras ocultas.
Aquello no me gustaba nada.
Arrastré a Fan hasta los ascensores. No funcionaban. La apoyé contra la pared en una esquina.
—Es increíble. Una jodida ballesta. ¿A qué cojones se pensaba esa zorra demente que íbamos a jugar?
Así que lo que dijo Malachi era cierto, pensé. Traicionados. Traicionados por Mercutio. Si intentara imaginar que se trataba de Lázaro, y que había utilizado semejante cantidad de tacos en una sola frase para despistarme, para hacerme creer que era Mercutio, simplemente no me lo habría creído. Reconocería ese tono rencoroso en cualquier parte.
Según la tradición, los vampiros nunca empiezan atacando a desconocidos, recordé. Cuando despiertan y salen de sus tumbas por primera vez, las primeras víctimas son los familiares. Dios, lo estaba comparando con el mismo demonio. Pero él era de verdad, no un monstruo sacado de un libro de cuentos. Puede que estuviera jodidamente rabioso con el mundo. Aquel comedor social era virtual, al igual que las tensiones que pretendía descargar. Quería emprenderla a golpes con el mundo, pero ¿a quién más podía hacer daño? A nadie más que a nosotros. Objetivos por defecto.
Tenía que impedir que Fan sufriese un colapso. Saqué un coagulante del botiquín y se lo apliqué. Estabilízate, Fan, estabilízate. Consideré la posibilidad de cogerla en brazos y salir corriendo hasta el coche, pero apreté los dientes y luché para descartar la idea. Visualicé a Mere esperándome fuera, apuntándome con una pistola. Nos había tendido una trampa, esperaría a que tratásemos de huir y ¡kablam! Demasiado fácil. ¿Por qué seguirle el juego? Mejor mantener una posición de defensa, esperarlo fuera, obligarlo a adivinar...
Sangre por todas partes y, en los ojos de Fan, una mirada vidriosa que expresaba su incomprensión. Puede que estuviera alucinando.
—Perrito malo —susurró.
Funcionó. Estaba fuera de peligro.
De nuevo el megáfono:
—¿Qué coño estás haciendo aquí, médico de pacotilla?
Ignoré sus palabras.
«Zanshin» es un término japonés con el que se expresa un estado mental relajado, equilibrado y alerta ante una situación de peligro extremo. Diría que algo de eso corría por mis venas, a pesar de que tenía los nervios a flor de piel y el pulso acelerado.
A la mierda.
Sintiendo el metal frío en mi mano sudorosa, asomé la cabeza y recorrí el vestíbulo de un vistazo. Ni rastro de él. Tenía que estar ahí fuera, en alguna parte. ¿Pero dónde? Había llegado hasta aquí antes que nosotros y contaba con la ventaja de jugar en casa. Podía haber puesto trampas en todo el edificio. Traté de recordar todo lo que había aprendido acerca de las armas de fuego. El arma es una extensión de tu mano. Apunta y sujétala con firmeza; que no te tiemblen las manos. Cuando dispares, tira a matar.
—¿Qué coño te pasa? —grité, tratando de llamar su atención—. ¿Es que te han pegado un tiro en la cabeza?
—No. Yo te lo voy a pegar a ti —contestó.
—No jodas, Mere. ¿A qué coño estás jugando? ¿Es que somos unos críos?
No hubo respuesta.
Buena táctica, decidí. Recuérdale quién eres. Humanízate ante sus ojos.
—¿Recuerdas cuando éramos unos críos? ¿Te acuerdas del primer día de clase? Sí. Tú eras el niño tímido. ¿Recuerdas? Muy tímido. No conocías a nadie y yo me acerqué a ti y te pregunté quién eras. Me contestaste que te sentías como una patata frita en una bolsa de pipas. ¿Te acuerdas? ¿Y te acuerdas de cómo me enseñaste a jugar al pilla-pilla? ¿Te acuerdas de que yo siempre te elegía primero a ti para mi equipo, y que siempre estaba de tu lado pasara lo que pasara?
Silencio.
—Hal —dijo—, no es el momento de recordar historias ñoñas. Es hora de morir. Mira tu reloj.
—¿Qué pasa? ¿Es que es demasiado real para ti?
—¿Qué coño pretendes? —me preguntó—. ¿Acaso tratas de apelar a mi espíritu humano, cuando ninguno de nosotros dos es humano?
—Adam —dije, llamándole por su verdadero nombre por primera vez desde hacía años—. Adam, no me importa lo que seamos. Me importa una mierda si somos seres humanos o unos jodidos chimpancés. Yo creía que éramos amigos.
Suspiró, exasperado. Se oyó una ráfaga de aire por megafonía.
—Mira, tío. No cometas el error de tomarte esto como algo personal, ¿vale?
Así la pistola con más fuerza.
—¿Cómo no voy a hacerlo?
—No es que te odie, ni nada por el estilo. Se trata de un juego de números.
—¿Números?
—Sí, ya sabes, sistema binario: ceros y unos. Tú eres un cero. ¡Te gané!
Conseguí esquivar la explosión con un salto hacia atrás. ¿Una granada? Me libré de la peor parte, aunque un resto de metralla me alcanzó en la mandíbula y la sangre me salía a borbotones. Lo que habría dado por que Nanny estuviera allí para neutralizar mi dolor.
O el de Fantasía.
Mere lanzó un grito de guerra y soltó una risilla. Como la hiena cuando se ríe del ñu. Risa nerviosa, quizá, o puede que realmente estuviera disfrutando haciéndome daño. Podía oír sus pasos, a lo lejos, pero aproximándose rápidamente.
Mi mente no dejaba de gritarme: ¡Aguanta, Halloween! Sigilosamente, retrocedí hasta donde había dejado a Fan.
Está dentro del edificio, pensé. ¿Pero dónde? ¿Por qué no puedo verle?
Seguía sangrando sin parar; la sangre me caía de la barbilla y goteaba en el suelo.
Bien, vamos a ver.
Saqué el botiquín y encontré la bolsa que estaba buscando. Derramé un par de gotas; di un paso atrás; derramé unas gotas más.
Dejé un rastro para que me siguiera. Lejos de Fantasía. Hacia el ala opuesta del vestíbulo, donde los ascensores llegaban hasta la azotea.
Se oía el murmullo del viento. Mercutio no era más que una imagen borrosa ante mis ojos. Fue entonces cuando me di cuenta de que se había vestido de camuflaje para la ocasión. Quizá había saqueado una base militar. Se difuminaba en el entorno de forma tan perfecta que solo era posible distinguirlo de cerca, aunque difícilmente.
Se dio cuenta de mi treta, pasó como una exhalación por delante de los ascensores y se lanzó a la izquierda.
Pero yo no estaba allí.
En el suelo, estaba la bolsa de sangre; allí donde yo la había tirado, roja, goteando; equipo médico desechado. Yo había ido hacia el lado opuesto..., lejos del rastro de sangre. Zanshin. Me di la vuelta, con la pistola erguida y cargada.
Me asomé desde una esquina y pude vislumbrarle fugazmente. Solo fugazmente, al girarse.
—Truco o trato —dije.
Le disparé dos tiros antes de que pudiera abrir fuego contra mí. No tuve tiempo para un tercer disparo. Me volví de nuevo y, ya bajo cobijo, oí cómo sus balas rebotaron salvajemente en las paredes.
—¿Qué es lo que has hecho? —exclamó, preguntando lo que era obvio—. ¿Qué coño es lo que me has hecho?
Le contesté, pero él no dejaba de disparar desde el otro lado de la esquina. El estruendo que emitía su fusil de asalto le impedía oírme.
Con un tiro afortunado, había conseguido alcanzarle de refilón en la columna. Lo dejé paralizado de cintura para abajo. Pero la parte superior de su cuerpo seguía en marcha, al igual que el arma que sujetaba con las manos. Marcador en tablas: yo no me atrevía a darme la vuelta y él disparaba intermitentemente esperando alcanzarme cuando lo hiciera.
Ambos esperamos a que el otro se descubriera. Tomé codeína para calmar el dolor de la mandíbula. No podía vendármela; debía sujetar el arma con ambas manos.
—Era luz roja, luz verde —dijo.
—¿Qué?
—Luz roja, luz verde —espetó—. El nombre del juego que te enseñé. No pilla-pilla. El pilla-pilla era el juego de Tyler, imbécil.
Coño, es cierto, pensé.
Le pregunté qué coño quería decir; le pregunté por qué.
No quiso responder a ninguna de estas dos dudas esenciales. Me contestaba con insultos, o ironía, o disparos. Así que cerré la boca. Y después de varios minutos volvió a hablar. Solo chorradas sin sentido, en realidad, comentarios y pensamientos fuera de contexto, para quitar tensión al momento. Lo que hacíamos juntos de pequeños. Los chistes que nos contábamos. Los juegos a los que jugábamos. Las bromas que gastábamos. Pasamos tantos buenos momentos juntos..., de la mayoría, ni me acordaba.
Él no soportaba hablar sobre el presente. Deseaba el pasado. La inocencia de los años pasados, los sueños adolescentes, la libertad que todo eso implicaba. Libre de ataduras, libre de complicaciones, libre de consecuencias.
Le dije que cerrase la boca de una puta vez. Yo solo quería la verdad. Me dispuse a escucharlo.
—Vale, ya me callo —dijo.
Abrí la boca y volví a cerrarla.
—Confiaba en ti —le dije.
—Ya.
Silencio.
—Sí. Es verdad —afirmó.
Esperé a que continuara. Lo llamé por su nombre, pero no contestó. Yo quería acabar rápido. Quería dispararle, quería ayudarle. Yo mismo ignoraba cuál sería mi reacción. Creí que estaría haciéndose el muerto. Me tomaba por tonto, ¿o qué? Así que esperé. Cuando por fin decidí actuar, vi que yacía inmóvil. Demasiado tarde para prestarle atención médica y demasiado tarde para rematarle.
Se había desangrado. Hemorragia interna. La vida se le escapó fluyendo en forma de sangre.
Encontré un detonador junto a su cadáver. Había sembrado de explosivos todo el edificio. Podría haberse desplomado sobre los dos.