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Halloween

—Están cayendo como moscas —afirmó uno de los trabajadores de la Gedaechtnis. Se trataba de un caballero del sur cuya forma de hablar procedía del oeste de Memphis. Había conseguido vencer la pobreza de su juventud y el racismo inherente al siglo XXI y, sin embargo, no había sido capaz de librarse de ese acento nasal tan típicamente sureño. En esos momentos estaba demasiado ocupado escribiendo con un bolígrafo rojo el último parte del número de víctimas registradas como para pararse a pensar en este hecho. De repente se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, aunque con cierta indecisión, se llevaba dos dedos al cuello en busca de alguna señal de hinchazón. No estaba hinchado; sin embargo, esta constatación pareció no tranquilizarle. Su médico le había comunicado que moriría ese mismo año.

—¿Y qué esperabas? ¿Un indulto de última hora? —le espetó un segundo empleado de la Gedaechtnis. Se trataba de una mujer que hablaba un inglés áspero y entrecortado, muy parecido al peinado que lucía. Le hubiera gustado llevar un corte de pelo a lo paje, pero su estilista le hizo una auténtica chapuza y se peinaba como podía. Era parte del contingente procedente de Múnich, ciudad donde se localizaba el cuartel general de la Gedaechtnis, y estaba considerada como una pieza importante en todo este engranaje.

No era del agrado del hombre del sur y, de haber tenido que llevar a cabo una misión menos importante, se habría negado a trabajar con ella. Con ese pelo rubio y esos ojos azules penetrantes le recordaba a uno de esos seres producto de la eugenesia aria. Debió de haber un tiempo en que esa mirada causaba verdaderos estragos, pensó; pero ahora todo su atractivo se había marchitado.

—Me temo lo peor; sin embargo, todavía me queda alguna esperanza. Es como esperar que se produzca un milagro.

—Los milagros no existen, ni en tu caso ni, por supuesto, en el mío; en ninguno de los dos casos. En ninguno de los dos casos —repitió, pensando en su mujer y su hija. ¿Y en el caso de todos nosotros?

***

El desconcierto invadió en esos momentos el ambiente. Me imaginé un bocadillo saliendo de mi sien en cuyo interior figuraba un signo de interrogación. Fue entonces cuando me di cuenta de que un metro por encima de mi cabeza resplandecía un halo intermitente cuya luminosidad invadía todo mi entorno. Se trataba de una alternancia de dos luces, rojo- verde-rojo-verde-rojo-verde, que brillaban como dos molestas luciérnagas.

Pensé que debía de estar bajo los efectos de alguna droga.

—Márchate de este lugar —me dije. Mi voz sonó extraña. Carraspeé y lo intenté de nuevo—. Márchate de este lugar — volví a repetir. Aquel duende parpadeante no respondió; volvió a encenderse, recobrando así el terreno perdido. Decidí coger mi chaqueta, la doblé y la arrojé sobre aquella luz. Sin embargo, el efecto no fue el esperado. Rojo-verde-rojo-verde-rojo-verde una y otra vez. Era como tener enfrente una sirena óptica. De repente, otra luz se encendió al lado de la primera parpadeando en amarillo-azul-amarillo-azul- amarillo-azul.

Me precipité sobre ella. Aquellas dos luces marcaban el ritmo al que me movía.

Poco después se escuchó una voz tenue a mi alrededor; apenas podía discernir lo que decía. Su intensidad osciló durante un buen rato: alta-baja-alta-baja-alta-baja. Tan solo logré escuchar: «ex... i... ar ver... int... urge... re esriiiiiiii».

¡Qué absurdo resulta todo esto!, pensé.

No sé cuánto corrí. Probablemente casi un kilómetro. Traté de no mirar atrás y cuando me decidí a hacerlo, aquellos duendes habían desaparecido. Entonces me detuve jadeante con la intención de recuperar el aliento.

—¡Se acabó! —advertí a quienquiera que estuviera escuchando, los grillos o aquel dios irreal que me había devuelto la movilidad de mis miembros. Pero nadie respondió y, lo que es peor, la oscuridad volvió a invadir el lugar cuando aquellos duendes desaparecieron. La negrura impenetrable me incitaba a pensar en la rendición. Era como si a la luna se la hubieran comido las nubes, como si acechara una tormenta.

Comencé a rebuscar en mis bolsillos a la vez que profería todo tipo de improperios. Saqué un encendedor de acero inoxidable y medio paquete de cigarrillos de clavo. El olor me resultaba extrañamente familiar, así que me dispuse a sacar uno y colocarlo en mi boca. Suave. Aromático. Incitante. Un momento de sensatez. Lo encendí y le di unas cuantas caladas con la intención de relajarme.

Me gustan los cigarrillos de clavo —acerté a decir. Está bien, ya sé algo sobre mí, algo real y que no puede ser borrado de mi mente. Si consigo experimentar unas cuantas epifanías como esta, seré capaz de tener más pistas que me permitan seguir avanzando.

Una vez logré tranquilizarme, seguí indagando en mi mente, pero no conseguí que aflorara ningún otro recuerdo. ¿Qué sabía hasta entonces? 1) Sabía que era una persona joven. En torno a los 18 años. 2) Era estudiante o algo similar. Tenía que aprender cosas, sobre todo las cosas importantes, y tenía que tratar de aprenderlas de memoria. ¿Pero qué estaba haciendo en aquel lugar? Ahí, tan impasible, tan aletargado. Demasiado tiempo perdido.

También sabía que 3) Lázaro había muerto.

¿Lázaro? Este nombre me desconcertaba. Los recuerdos eran confusos, pero no, sabía que no me agradaba. De hecho, estaba seguro de que lo odiaba a muerte, así que el que estuviera muerto no era quizá algo tan malo después de todo, aunque lo era, era realmente una mala, una muy mala noticia.

Una vez apagado el cigarrillo, me restregué las manos en los pantalones y seguí caminando. Atravesé un campo de maíz y un bosque hasta llegar a una carretera desierta. Usé el encendedor como linterna. Comenzó a llover. Primero unas gotas y luego de forma torrencial. Me recordó al bautismo. A continuación escuché un sonido vibrante que me indujo a pensar en el cuero. Me di la vuelta, pero solo pude ver la llama del mechero.

—¿Quién está ahí? —grité, a la vez que forzaba la vista para ver a mi alrededor.

De nuevo, no hubo respuesta. No había nadie excepto yo y mis paranoias amnésicas.

Me precipité en la otra dirección. Frío, mojado, mirando por encima del hombro, qué imagen tan deprimente. Seguí caminando por la carretera hasta bajar una cuesta que me condujo a una calle cortada. El recuerdo de las catedrales góticas se iluminó en mi mente como si fuese un relámpago y entonces vino el trueno. Me di cuenta de que me encontraba delante de una mansión de piedra con vidrieras. Me parecía impresionante a la vez que espantosa y, de algún modo, también familiar.

Conozco esta casa, pensé. No sé cómo, pero la conozco.

Unas gárgolas picaronas me miraban con un aire despectivo, como si les debiese dinero. No tenía ninguna sobre mí, así que centré toda mi atención en la enorme puerta de madera. Estaba hecha de roble noble con numerosas cerraduras que se agolpaban en uno de sus lados. En la parte de arriba, en el centro exacto, sobresalía un relieve diminuto: un grabado antropomórfico del sol y la luna. Helios y Selene. ¿Decorativos o funcionales? Observé que no había ningún lugar por el que introducir la llave, lo que no me detuvo a la hora de mirar debajo del felpudo.

Podría quemar la puerta, pensé. (Acabas de decir la mayor tontería de tu vida. ¿En serio vas a prender una puerta mojada con un encendedor de bolsillo?)

Toqué un lado de la luna y la empujé hacia dentro con cuidado, pero no sucedió nada, así que tuve que empujar un poco más fuerte. Unos instantes más tarde, comenzó a abrirse en el sentido de las agujas del reloj siguiendo una trayectoria circular y girando hasta ocultar el sol, formando así un eclipse. La puerta se abrió después de haber escuchado nueve sonidos huecos.

Nueve candados. Debe de haber una razón para que sean exactamente nueve.

Empujé el picaporte y cuando ya estaba casi dentro me pregunté si debería haber llamado primero.

La oscuridad del exterior dio paso a un interior cálido y confortable. Sofás lujosos, tapices, cuadros, una mecedora. Aquella fachada fría de aspecto sombrío había sido diseñada para ser contemplada y admirada. Sentí cómo mis dientes chirriaban, lo que me hizo pensar en tortugas, y más concretamente en una especie mordedora llamada Chelyndra serpentina. Si consigues penetrar su concha, llegas hasta la carne, aunque la mayoría de las tortugas son unas criaturas defensivas propensas a romper los dedos a la menor provocación. Sucumbí a un sueño morboso en el que me veía a mí mismo corriendo a ciegas por aquella mansión y tratando de abrir las puertas con diez nudillos ensangrentados.

De manera que viéndome a mí mismo... ¿y qué demonios parezco?

Necesitaba un espejo.

Entré en todas las habitaciones con la intención de encender las luces. Apreté los interruptores, pero no sucedió nada. Debía de haber un sistema eléctrico en aquella casa aunque, obviamente, había que cambiar los fusibles.

Mi encendedor lanzaba chispas, así que lo apagué. Me quedé completamente a oscuras y traté de permanecer inmóvil con la intención de no rozar ningún objeto, especialmente aquellos que tenían algún borde afilado. Después de pasar al lado de una mesita de café, me llevé ambas manos hasta una de mis rodillas y me mordí el labio. Al llegar a la cocina me resbalé. Pude agarrarme a la encimera, lo que impidió que tuviera una caída peligrosa.

Me enderecé y traté de orientarme de nuevo. Comencé a rebuscar en los cajones como si estuviera desvalijando aquel lugar: no, no, no, sí. Cogí un cuchillo dentado y, agarrándolo con fuerza, lo blandí varias veces en el aire. Lo tenía bien sujeto, pero eso no me hacía sentir seguro.

Advertí que había una escalera de caracol que llegaba hasta el piso de arriba. Subí por ella y miré hacia abajo. ¿Dónde estaba la habitación principal de la casa?

Una gota de sudor recorrió mi frente y entró en mi ojo. Mi estómago se revolvió. Si no tuviera otra elección, si me fuera en ello la vida, ¿mataría por ello?

Espera, pensé. ¿Matar a quién? Estás paseándote por la casa de un desconocido con un cuchillo en la mano, ¿estás loco?

Entonces entendí todo.

Pregunta: ¿por qué está muerto Lázaro?

Respuesta: porque yo lo maté.

De algún lado surgió la imagen de un objeto metálico. Entonces pude ver cómo Lázaro se caía porque perforé una de sus arterias favoritas. Comenzó a desangrarse y le dejé morir. Pero tuve que hacerlo. Se trataba de él o de mí.

¿Sucedió realmente así?

¿O se trataba tan solo de lo que yo quería que hubiera sucedido?

Abrí una puerta y la empujé suavemente con el codo...

Había luces fluorescentes, candelabros con velas encendidas y lámparas de lava. Aquel resplandor me hizo entrecerrar los ojos y dar varias vueltas; parecía que estaba tratando de capturar al ocupante de aquella mansión. Aquí, allí... nadie a la vista. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. Dejé de agarrar el cuchillo con tanta fuerza, llené mis pulmones de aire y eché un vistazo alrededor. La habitación principal: aquí está. Parecía una habitación carnívora. Pieles de animales; alfombras de piel; plantas frondosas descomunales; un motivo decorativo con unas rayas de tigre extravagantes, una sucesión de naranja y negro.

Mi mirada se dirigió hacia la cama con dosel fabricada en caoba. Era impresionante, pero estaba arrugada. En su cabecero podían distinguirse unas letras góticas que habían sido grabadas concienzudamente; parecían una declaración de orgullo. Nueve letras y una palabra: «Halloween».

Confieso que sentí una especie de escalofrío cuando leí aquella inscripción, aunque no logré saber el motivo. Si esa era mi cama, me parecía tan poco familiar como las demás cosas que se encontraban en aquel lugar. Me sentí como un intruso, como Ricitos de Oro en el Infierno.

¿Halloween? ¿A qué podría referirse esa palabra? ¿A ese día? Tuve mis dudas. ¿Un nombre? ¿Una afirmación? ¿Una amenaza?

¿Una teoría filosófica?

Toqué las sábanas con la esperanza de que estuviesen calientes, pero no era así. Sentí un deseo incontrolable de meterme en aquella cama y dormir un poco. En vez de eso, me dirigí al cuarto de baño contiguo, me lavé la cara y me dispuse a observar mi imagen en el espejo.

Sin embargo, no reflejó imagen alguna.