8
No tenía intención de darle un aire romántico. Los secuestros estaban bien en los libros sobre damas nobles e intrépidos bucaneros. Pero no encajaban en la ciudad de Denver del siglo veinte.
No pensaba cambiar de actitud. Si la única venganza que tenía al alcance de la mano era mantener una distancia gélida, lo haría. No obtendría de ella ni una sonrisa ni una palabra amable hasta que se hubiera terminado el ridículo fin de semana.
«Entonces, ¿por qué es una pena que mi primer vistazo de la casa sea bajo la luz de la luna?».
¿Llamaba a eso una cabaña? Cilla agradeció que la música ocultara su jadeo de sorpresa. La idea que ella tenía de una cabaña era una estructura de troncos en medio de ninguna parte, sin ninguna de las ventajas de la civilización. El tipo de lugar al que iban los hombres para dejarse crecer la barba, beber cerveza y quejarse de las mujeres.
Esa coincidía en que era de madera, pero distaba mucho de ser pequeña. Con múltiples niveles, se alzaba majestuosa entre los pinos cubiertos de nieve. Unas terrazas, algunas cubiertas y otras no, prometían una vista espectacular desde cualquier dirección. El techo de metal centelleaba, haciendo que se preguntara cómo sería estar dentro, oyendo caer la lluvia.
Pero con obstinación contuvo todas las palabras de alabanza y bajó del coche. La nieve le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas y le cubrió los zapatos.
—Estupendo —musitó. Avanzó hacia el porche, dejando que él se ocupara del equipaje que pudiera llevar.
Pensó que, aunque fuera hermosa, eso no marcaba ninguna diferencia. Seguía sin querer estar allí. Pero como ya no había remedio, y llamar un taxi no era posible, mantendría la boca cerrada, elegiría el dormitorio más alejado del de Boyd y se metería en la cama. Quizá no se moviera de allí en cuarenta y ocho horas.
Mantuvo la primera mitad del juramento cuando él se reunió a su lado en el porche. Los únicos sonidos los producían las planchas de madera del suelo y la llamada de alguna criatura salvaje en el bosque. Después de dejar las maletas, Boyd abrió la puerta y le indicó que pasara.
El interior estaba a oscuras y helado. De algún modo eso hizo que se sintiera mejor. Cuanto más incómoda fuera, más justificado estaría su malhumor. En el momento en que él encendió las luces, se quedó boquiabierta.
La habitación principal de la cabaña era enorme, una estructura abierta con vigas vistas y una bonita chimenea de granito. A su alrededor aparecían distribuidos unos muebles cómodos. En lo alto, un balcón recorría el ancho de la estancia, manteniendo la unidad de amplitud y madera. En contraste, las paredes eran blancas, con estanterías empotradas y puertas y ventanas acristaladas.
No se parecía en nada a los arcos y curvas de su casa de Denver. La cabaña era líneas rectas y sencillez. Los suelos de madera estaban desnudos. Dos escalones lustrosos conducían al siguiente nivel. Junto a la chimenea había un baúl de madera lleno de leña.
—Se calienta con bastante rapidez —explicó Boyd, deduciendo que empezaría a hablarle cuando se sintiera preparada. Encendió la calefacción antes de quitarse la chaqueta y colgarla de un perchero con espejo justo detrás de la puerta. Se dirigió a la chimenea y se puso a prepararla—. La cocina está por ahí —señaló mientras acercaba una cerilla a un periódico arrugado—. La despensa está llena, por si tienes hambre.
La tenía, pero prefería morir antes que reconocerlo. De mal humor, observó cómo las llamas comenzaban a lamer los leños. «Hasta eso lo hace bien», pensó disgustada.
Cuando Cilla no respondió, Boyd se levantó y se frotó las manos para limpiárselas. A pesar de lo terca que era, sabía que podía ganarle por paciencia.
—Si prefieres irte a la cama, arriba hay cuatro dormitorios.
Con el mentón rígido, recogió el bolso y subió las escaleras.
Le costó adivinar cuál era el dormitorio de Boyd. Todos exhibían una decoración preciosa. Eligió el más pequeño. Aunque odiaba reconocerlo, era precioso, con el techo abuhardillado, el cuarto de baño pequeño y las puertas de vaivén. Puso el bolso sobre la cama estrecha y lo abrió para ver qué le había guardado su hermana.
El jersey y los pantalones gruesos recibieron su aprobación, al igual que las botas robustas y los calcetines abrigados. El neceser contenía todo lo necesario, aunque dudó que fuera a emplear alguna máscara o perfume. En vez de la camiseta de los Broncos y la bata de franela, había una prenda de seda negra con un escueto salto de cama. Sobre el corpiño vio sujeta una nota.
Feliz cumpleaños con algunas semanas de antelación. Nos vemos el lunes.
Besos, Deborah.
Suspiró. «Mi propia hermana», pensó. Con cuidado, alzó la prenda. ¿En qué había pensado Deborah para ponerle algo así? Quizá lo mejor era no saber la respuesta. Decidió que dormiría con el jersey, aunque no pudo resistir la tentación de pasar los dedos por la seda.
Era… gloriosa. Rara vez se daba el lujo de algo tan poco práctico. Una pequeña sección de su guardarropa estaba dedicada a trajes parecidos a los que se había puesto para la reunión. Los consideraba más disfraces que ropa. El resto estaba compuesto de prendas prácticas, cómodas.
Pensó que su hermana no tendría que haber sido tan extravagante. Aunque era típico de ella. Suspiró y dejó que la seda se deslizara por sus manos. Quizá no le hiciera daño probársela. Después de todo, era un regalo. Y nadie iba a verlo.
El calor empezaba a emanar de los conductos de la calefacción. Agradecida, se quitó la cazadora y los zapatos. Se daría un baño caliente y luego se acostaría bajo esa colcha tan bonita.
Pero el agua caliente la sedujo. Las sales de baño que había metido Deborah en el bolso le parecieron irresistibles. Su fragancia la envolvió. Estuvo a punto de quedarse dormida en el agua, soñando con la espuma que rompía sobre su piel.
Y encima la claraboya del techo dejaba entrar la luz de las estrellas. Suspiró y se hundió más en la bañera. Pensó que era de un romanticismo casi pecaminoso.
Sin duda había sido una tontería encender las dos velas que había en el alféizar de la ventana en vez de emplear la luz eléctrica. Pero no había podido resistir la tentación. Y mientras soñaba, su fragancia la rodeó.
Al levantarse con pereza del agua, decidió aprovechar lo mejor de una mala situación. Se soltó el pelo, dejó que cayera sobre sus hombros y se puso la prenda que le había regalado Deborah.
Apenas tenía espalda, solo un trozo de tela que casi no la cubría. Subía hasta la parte frontal en dos tiras que se cruzaban y terminaban en un lazo pequeño en el centro, justo debajo de los pechos. Aunque a duras penas los tapaba, algún inteligente secreto estructural los levantaba y hacía que parecieran más plenos.
A pesar de sus mejores intenciones, pasó la yema de un dedo por las cintas, preguntándose cómo sería que Boyd las soltara. Imaginó que sentía los dedos de él por su piel. ¿Iría despacio o sencillamente las arrancaría y…?
Santo cielo.
Se maldijo, empujó la puerta y salió del cuarto de baño.
Se recordó que era ridículo tener esas fantasías. Jamás había sido una soñadora. Siempre había sabido cuál era su meta y cómo llegar hasta ella. Desde la infancia no perdía tiempo en fantasías que no tenían relación alguna con la ambición o el éxito.
Además, no ganaba nada fantaseando con un hombre con el que no podría alcanzar una realidad cómoda, sin importar lo mucho que la atrajera.
Se iría a la cama. Cerraría su mente a todo estímulo. Y rezaría también para ser capaz de cerrar esas necesidades que la carcomían. Antes de que pudiera meter el bolso bajo la cama, vio la copa junto a la cama.
Era una copa de pie alto, llena con un líquido dorado. Al probarlo, cerró los ojos. Vino. Maravillosamente suave. Probablemente francés. Se volvió y se vio reflejada en el espejo de un rincón.
Tenía los ojos oscuros y la piel arrebolada. Parecía demasiado blanda, demasiado abierta, demasiado dócil. Se preguntó qué le estaba haciendo Boyd y por qué funcionaba.
Antes de poder cambiar de parecer, se pasó el tenue salto de cama por los hombros y fue a buscarlo.
Hacía una hora que leía la misma página. Pensando en ella. Maldiciéndola. Deseándola. Había necesitado de todo su autocontrol para dejar la copa de vino junto a la cama de Cilla y salir de la habitación al oírla en la bañera.
Disgustado, llegó a la conclusión de que no todo era unilateral. Sabía cuando una mujer estaba interesada. Y tampoco todo era físico. La amaba, maldición. Y si Cilla era demasiado tonta para no verlo, tendría que metérselo a la fuerza en la cabeza.
Dejó el libro en el regazo, escuchó la elocuencia blusera de Billie Holiday y contempló el fuego. Las llamas habían desterrado el frío de su dormitorio. Lo irritaba haber fantaseado con ella mientras la encendía.
La había imaginado yendo a él, con unas prendas escuetas, seductoras. Le había sonreído y alargado las manos. Se había fundido contra su cuerpo. Cuando la tomó en brazos, la llevó a la cama…
«Sigue soñando», se dijo. El día que Cilla O’Roarke se acercara por propia voluntad, con una sonrisa y la mano extendida, sería el día que hubiera abominables hombres de las nieves en el infierno.
Estaba convencido de que sentía algo por él. Mucho. Y si no fuera tan terca, si no estuviera tan decidida a encerrar toda su increíble pasión, no dedicaría tanto tiempo a morderse las uñas y a encender cigarrillos.
Resentida, contenida y reprimida, así era Priscilla Alice O’Roarke. Recogió la copa de vino para realizar un brindis burlón. A punto estuvo de caérsele de la mano cuando la vio en la puerta.
—Quiero hablar contigo —había perdido casi todo el coraje en el breve trayecto por el pasillo, aunque logró entrar en el dormitorio. No iba a permitir que el hecho de que Boyd estuviera sentado delante de un fuego que crepitaba sin otra cosa que unos pantalones de chándal la intimidara.
Después de beber un trago de vino, él logró asentir. Estaba casi dispuesto a creer que volvía a soñar…, pero ella no sonreía.
—¿Sí?
Cilla tuvo que recordarse que había ido a hablar, a decir lo que bullía en su mente y a despejar la atmósfera. Pero primero necesitaba un sorbo de su propio vino.
—Comprendo que tus motivos para traerme aquí eran básicamente bienintencionados, dadas las circunstancias de las últimas semanas. Pero tus métodos han sido increíblemente arrogantes —se preguntó si habría sonado tan tonta ante él como le parecía ante sus propios oídos. Aguardó una respuesta, pero él no dejaba de mirarla—. ¿Boyd?
—¿Qué? —movió la cabeza.
—¿No tienes nada que decir?
—¿Sobre qué?
Ella emitió un sonido bajo de frustración y se acercó. Plantó la copa en la mesa y el resto del vino se agitó.
—Lo menos que puedes hacer después de arrastrarme hasta aquí es escucharme cuando me quejo.
Él apenas era capaz de respirar, mucho menos escuchar. Para ganar tiempo bebió otro trago.
—Si tuvieras piernas…, cerebro —corrigió con los dientes apretados—, sabrías que un par de días lejos de todo serían buenos para ti —en los ojos de ella centelleó la ira, lo que le dio un aire aún más excitante. A su espalda las llamas ardían y la luz atravesaba la tenue seda que llevaba puesta.
—De modo que te tomaste la libertad de decidirlo por mí.
—Así es —con un movimiento brusco, dejó la copa para no partirla con los dedos—. Si te hubiera pedido que vinieras aquí a pasar unos días, habrías planteado una docena de excusas.
—Jamás sabremos qué habría hecho —replicó—, porque no me brindaste la opción de tomar mi propia decisión.
—Me estoy esforzando para dártela ahora —musitó él.
—¿Sobre qué?
Boyd soltó un juramento y se puso de pie, dándole la espalda. Con las manos apoyadas en la pared, comenzó a golpearse la frente. Cilla lo observó con una mezcla de confusión y furia.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Me golpeo la cabeza contra la pared. ¿A ti qué te parece que estoy haciendo? —se detuvo con la frente apoyada en la pared.
Ella reflexiono en que al parecer no era la única sometida a mucha tensión. Carraspeó.
—Boyd, ¿por qué te golpeas de esa manera?
Él rio, se frotó la cara y se dio la vuelta.
—No tengo ni idea. Es algo que me he sentido impulsado a hacer desde que te conocí —la vio algo nerviosa, pasándose unos dedos inquietos por las solapas de seda. No le resultó fácil, pero después de respirar hondo, encontró algo de control—. ¿Por qué no te vas a la cama, Cilla? Por la mañana podrás acabar con lo que quede de mí.
—No te entiendo —espetó, luego se puso a caminar de un lado a otro.
Boyd abrió la boca pero no pudo articular palabra al ver la larga extensión de su espalda, desnuda salvo por un ínfimo parche de seda, y el contoneo agitado de sus caderas.
—Por el amor de Dios, deja de caminar —pensó que en un minuto el corazón se le saldría del pecho—. ¿Intentas matarme?
—Siempre camino cuando estoy furiosa —soltó—. ¿Cómo pretendes que me acueste después de cómo me has puesto?
—¿De cómo te he puesto? —repitió. Algo se quebró en su interior y alargó las manos para aferrarla por los brazos—. ¿De cómo te he puesto? Eso es fantástico, O’Roarke. Dime, ¿te has puesto esa cosa para hacerme sufrir?
—Yo… —bajó la vista para mirarse y luego se movió incómoda—. Deborah lo incluyó en el bolso. Es lo único que tengo.
—Quienquiera que te lo haya guardado, eres tú quien va dentro. Y me estás volviendo loco.
—Pensé que podríamos aclarar esto —iba a ponerse a tartamudear en cualquier momento—. Hablarlo como adultos.
—En este instante pienso como un adulto. Si quieres hablar, tengo un baúl lleno de mantas. Podrías pasarte una por los hombros.
No necesitaba una manta; de hecho, tenía demasiado calor. Si continuaba frotándose la seda de los brazos, la fricción iba a provocar que estallara en llamas.
—Quizá quería hacerte sufrir un poco.
—Ha funcionado —sus dedos jugaron con el salto de cama—. Cilla, no pienso facilitártelo y arrastrarte a la cama. No digo que la idea no me atraiga mucho. Pero si hacemos el amor, vas a tener que despertar por la mañana sabiendo que la elección fue tuya.
¿Acaso no había ido a verlo por eso, con la esperanza de que le quitara el peso de las circunstancias? Eso la convertía en una cobarde y, de un modo miserable, en una farsante.
—No me resulta fácil.
—Debería serlo —bajó las manos hasta tomar las suyas—. Si estás lista.
Ella alzó la cabeza y vio que Boyd esperaba, igual de nervioso, pero esperaba.
—Imagino que he estado lista desde que te conocí.
—Solo di sí —lo recorrió un escalofrío.
Cilla pensó que con decirlo no bastaba. Cuando algo era importante, se necesitaba más que una simple palabra.
—Suéltame las manos, por favor.
Él las sostuvo otro momento, estudiando su rostro, y luego relajó los dedos y los apartó. Antes de que pudiera retirarse, ella le rodeó el cuello con los brazos.
—Te deseo, Boyd. Quiero estar contigo esta noche —acercó los labios a su boca. Ya había pronunciado suficientes palabras. Cálida y dispuesta, se pegó a él.
Durante un instante Boyd no fue capaz de respirar. El ataque sobre sus sentidos era demasiado abrumador. El sabor, el aroma, la textura de la seda sobre la piel sedosa de Cilla… Recordó el día en que había recibido una coz de uno de los valiosos caballos de su padre. El beso lo dejó igual de débil. Quería saborear, ahogarse, perderse centímetro a glorioso centímetro. Pero incluso mientras le bajaba el salto de cama por los brazos ella lo conducía a la cama.
Sus manos eran como un torbellino que lo recorrían, seguidas por el loco y erótico viaje de su boca. La presión subía demasiado deprisa, pero cuando alargó las manos hacia ella, Cilla se quitó la prenda y corrió a su encuentro.
No quería que lamentara haberla deseado. No habría podido soportarlo. Si iba a arrojar toda cautela al viento por esa única noche, necesitaba saber que importaría. Que Boyd la recordaría.
Él tenía la piel húmeda y encendida. Deseó poder demorarse en su sabor, en la sensación que le producía bajo los dedos, pero creía que los hombres preferían velocidad y poder.
Lo oyó gemir. Le encantó. Cuando le quitó los pantalones del chándal, las manos de él se habían cerrado sobre su pelo. Murmuraba algo… su nombre, y mucho más… pero no lo captó. Cilla pensó que entendía su urgencia, el modo en que la pegaba a él. Cuando se situó encima de ella, le susurró su aceptación y lo introdujo en su interior.
Boyd se puso rígido. Juró, tratando de contenerse y retirarse. Pero ella arqueó las caderas y lo embistió, sin dejarle otra elección a su cuerpo.
Los labios de Cilla se hallaban curvados cuando él enterró la cabeza en su pelo, con la respiración aún entrecortada. «No lo va a lamentar», se dijo, acariciándole el hombro. Y tampoco ella. Era más de lo que había vivido jamás, más de lo que había esperado. Cuando Boyd la llenó había sentido calor y una serena satisfacción al notar cómo se vertía en su interior. Pensó en lo agradable que sería cerrar los ojos y quedarse dormida con el cuerpo de él aún cálido sobre el suyo.
Boyd no dejaba de maldecirse. Estaba furioso por su falta de control y desconcertado por el modo en que Cilla los había precipitado a los dos de un beso a la culminación. Apenas la había tocado. Aunque ella había establecido el ritmo acelerado, sabía que ni se había acercado al orgasmo.
Luchando por serenarse, se puso boca arriba y contempló el techo. Cilla había activado unas bombas en su interior, y aunque habían explotado, ninguno de los dos había compartido el gozo.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó.
—No entiendo —detuvo la mano a medio camino de acariciarle el pelo—. Pensé que querías hacer el amor.
—Y lo deseaba —se sentó y se alisó el pelo—. Creía que tú también lo querías.
—Pero suponía que a los hombres les gustaba… —cerró los ojos—. Te dije que no era muy buena en esto —él soltó un juramento que la sobresaltó. Con movimientos rápidos, se levantó de la cama y trató de ponerse el salto de cama.
—¿Adónde diablos vas?
—A la cama —bajó la voz para que no se notara el nudo que sentía en la garganta—. Podemos sumar esto a otro error de cálculo —de pronto oyó que la puerta se cerraba, volvió la cabeza y vio que Boyd giraba la llave en la cerradura—. No quiero quedarme aquí contigo.
—Es una pena. Ya has hecho tu elección.
Cerró los puños y se los llevó al pecho. Él estaba enfadado. Y en esa ocasión de verdad. No sería la primera pelea que había tenido por su torpeza en la cama. Las viejas heridas y dudas la obligaron a permanecer rígida de bochorno.
—Mira, lo hice como mejor sabía. Si no ha bastado, bueno. Deja que me vaya.
—No ha bastado —repitió. Al avanzar, ella retrocedió y chocó con el pie de la cama—. Alguien debería meterte algo de sentido común en la cabeza. Hay dos personas en la cama, Cilla, y lo que pase se supone que tiene que ser mutuo. No buscaba a una maldita especialista —ella palideció hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Boyd se llevó las manos a los ojos y maldijo. No había querido herirla, solo demostrarle que buscaba una compañera—. Tú no has sentido nada.
—Sí he sentido —furiosa, se secó las mejillas. Nadie la hacía llorar. Nadie.
—Pues se trata de un milagro. Cilla, apenas dejaste que te tocara. No te culpo a ti —dio otro paso, pero ella lo esquivó. Paciente, se quedó donde estaba—. Yo tampoco te rechacé. Pensé… Digamos que para cuando lo comprendí, ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Me gustaría compensártelo.
—No hay nada que compensar —volvía a hallarse controlada, con los ojos secos y la voz firme. Quería morirse—. Lo olvidaremos. Quiero que abras la puerta —Boyd suspiró y luego se encogió de hombros. Al volverse hacia la puerta, lo siguió. Pero él solo apagó la luz—. ¿Qué haces?
—Lo probamos a tu manera —bajo la luz de la luna atravesó la habitación y encendió unas velas. Puso la música que hasta entonces había estado en silencio en el tocadiscos. El sonido trémulo de un saxo tenor llenó el dormitorio—. Ahora probaremos a la mía.
Cilla había empezado a temblar.
—Dije que quería irme a la cama.
—Bien —la alzó en brazos—. Yo también.
—Ya he tenido suficientes humillaciones para una noche —soltó con los dientes apretados.
—Lo siento —musitó con un destello oscuro en los ojos—. En ningún momento quise herirte —aunque aún seguía rígida, la depositó con delicadeza en la cama. Sin apartar los ojos de los de ella, le extendió el cabello—. Te he imaginado aquí, a la luz de las velas, con el pelo sobre mi almohada —le dio un beso fugaz en los labios—. La luz de la luna y de las llamas sobre tu piel. Solo tú en kilómetros a la redonda.
Conmovida, giró la cabeza. No permitirla que la sedujera con palabras para volver a quedar como una tonta. Él sonrió y posó los labios en su garganta.
—Me encanta un desafío. Voy a hacer el amor contigo, Cilla —bajó la tira de seda del hombro y le recorrió la curva con la boca—. Voy a llevarte a sitios con los que jamás has soñado —le tomó la mano, complacido al descubrir que se le había acelerado el pulso—. No deberías de tener miedo de disfrutar.
—No lo tengo.
—Tienes miedo de relajarte, de dejarte llevar, de permitir que alguien se acerque lo suficiente para averiguar qué hay en tu interior.
—Ya hemos tenido sexo —intentó apartarse, pero los brazos de él la inmovilizaron.
—Sí —le besó una comisura de la boca, luego la otra—. Ahora vamos a hacer el amor.
Le enmarcó la cara entre las manos y, cuando volvió a acercar la boca a sus labios, le dio un vuelco el corazón. Fue un beso delicado y tentador. Boyd le acarició la cara con las yemas de los dedos y ella suspiró. Se zambulló en sus labios entreabiertos para provocarla con la lengua.
—No quiero… —gimió mientras él le mordisqueaba el labio inferior.
—Dime lo que quieres.
—No lo sé —ya se sentía aturdida. Levantó una mano para apartarlo, pero solo pudo apoyarla en su hombro.
—Entonces haremos que sea una elección múltiple —le llenó el cuello de besos—. Cuando haya terminado, podrás decirme qué te ha gustado más.
Pronunció palabras susurradas, suaves, soñadoras que flotaron en la cabeza de Cilla. Luego la embriagó con un beso prolongado y perezoso. Aunque el cuerpo había empezado a temblarle, apenas la tocaba…, solo las yemas de los dedos sobre los hombros, la cara, el pelo.
Deslizó la lengua sobre la cresta de sus pechos, por encima del borde del encaje negro. Mientras recorría el valle de sus senos, Boyd pensó que su piel era como miel. Tomándose su tiempo, bajó el encaje de seda con los dientes. Ella se arqueó, ofreciéndose, con los dedos tensándose como alambres sobre los de él. Boyd solo murmuraba y, dejando un rastro húmedo, bajó la otra tira.
La respiración de él era rápida y entrecortada, pero contuvo el impulso de tomar con codicia. Con besos enloquecedores pasó la lengua caliente sobre el pezón rígido hasta que ella tembló y sollozó su nombre. Con un gemido de placer, se concentró en succionar.
Cilla experimentó la presión en su interior, cerrándose y abriéndose al ritmo de aquella boca hábil. Creciendo hasta que pensó que iba a morir.
Le costaba respirar mientras se retorcía debajo de Boyd. Clavó las uñas en el dorso de sus manos y oyó su propio grito, el jadeo de alivio y de tormento a medida que algo se quebraba en su interior. Unos cuchillos ardientes se convirtieron en sedosas alas de mariposas. El dolor le provocó un placer irracional.
Cuando todos los músculos de su cuerpo se quedaron laxos, él le cubrió la boca con un beso.
—Santo cielo. Eres increíble.
—No puedo —se llevó una mano a la sien—. No puedo pensar.
—No lo hagas. Siente.
Se sentó a horcajadas sobre ella. Cilla estaba preparada para que la tomara. Ya le había dado más de lo que nunca había recibido. Le había mostrado más de lo que había imaginado.
Comenzó a soltarle el lazo con infinita paciencia, sin quitarle la vista de la cara. Le encantaba ver todo lo que reflejaba, cada sensación nueva, cada emoción. Oyó el murmullo de la seda sobre su piel mientras la bajaba. Sintió la vibración de la pasión en Cilla mientras posaba los labios sobre su vientre liso.
Como en una nube, ella le acarició el pelo, mientras permitía que su mente siguiera el sendero que tan desesperadamente quería recorrer su cuerpo. Estaba en el cielo; era un sitio mucho más exigente, excitante y erótico que cualquier paraíso que hubiera podido soñar. Sintió las sábanas, ardientes debido al calor de su propio cuerpo, enredadas debajo de ella. Y el destello de la seda a medida que Boyd se la quitaba con increíble lentitud. Al suspirar y abrir los labios, aún podía sentir su sabor en ellos, rico y varonil. Había tanto que absorber, tanto que experimentar. Aunque continuara para siempre, terminaría demasiado pronto.
Él sabía que Cilla era suya en ese momento. Mucho más que cuando había sido introducido en su interior. Su cuerpo era como un deseo, largo, esbelto y pálido a la luz de la luna. Cuando la tocaba, ella solo pronunciaba su nombre, solo el suyo. Con las manos clavadas en los hombros, lo instó a continuar.
Bajó sobre sus piernas sin dejar de llevarse la seda y de mordisquear. La fragancia de su piel era un tormento delicioso sobre el que podría haberse demorado para siempre. Pero tenía el cuerpo inquieto. Sabía que debía experimentar la misma ansiedad que él.
Pasó un dedo por la extensión de su muslo, por la piel sensible, acercándose cada vez más hasta el núcleo de calor. Cuando entró en ella, la encontró húmeda y a la espera.
Lo primero que emitió fue un gemido jadeante, y luego la magia de las manos de Boyd la catapultó hacia lo alto, a una nueva cumbre. Aturdida por su poder, se arqueó hacia él, sin dejar de temblar mientras ascendía. Agarrada a sus hombros, continuó enloqueciéndola con la boca, con los dedos inteligentes e implacables hasta que pasó del placer al delirio.
Entonces lo rodeó con los brazos y se pusieron a rodar por la cama como relámpago y trueno. El tiempo de la paciencia se había terminado. Había llegado el momento de la codicia.
Boyd luchó por respirar mientras las manos de Cilla lo recorrían. Igual que la primera vez, ella le arrebató el control. Pero en ese instante estaba con él, paso a paso, necesidad a necesidad. Vio que sus ojos se habían velado por la pasión, insondables por el deseo mientras su piel húmeda brillaba bajo la luz tenue.
La besó una última vez para absorber su grito asombrado al tiempo que la penetraba. Con un sollozo, Cilla lo rodeó con brazos y piernas, con fuerza, para que pudieran ir juntos hacia la locura.
Estaba extenuado, débil como un bebé. Y era pesado. Con la poca fuerza que le quedaba, rodó, llevándose a Cilla consigo, de forma que sus posturas quedaron invertidas. Satisfecho, le tomó la cara entre las manos y llegó a la conclusión de que le gustaba mucho la sensación de tener el cuerpo de ella extendido sobre el suyo. Notó que experimentaba un escalofrío y la acarició.
—¿Tienes frío? —ella movió la cabeza. Perezoso como un gato, le recorrió la espalda—. Puede que dentro de una hora encuentre la fuerza necesaria para ir a buscar las mantas.
—Estoy bien.
Pero su voz sonó insegura. Con el ceño fruncido, Boyd le alzó la barbilla. Pudo ver una lágrima brillar en sus pestañas.
—¿Qué sucede?
—No estoy llorando —afirmó con pasión.
—Muy bien. ¿Qué haces? —ella intentó apartar la cabeza, pero no se lo permitió.
—Pensarás que soy estúpida.
—Probablemente el único momento en el que no podría pensar que eres estúpida es después de haberme vuelto del revés —le dio un beso—. Suéltalo, O’Roarke.
—Es que… —soltó un suspiro impaciente—. Nunca pensé que fuera a ser así.
—¿Cómo? —sonrió. Empezaba a recuperar las fuerzas. Quizá se debiera al modo en que lo miraba. Aturdida. Avergonzada. Hermosa—. ¿Te refieres a bueno? —bajó las manos para acariciarle el trasero—. ¿O muy bueno? Tal vez magnífico. O asombroso.
—Te burlas de mí.
—Mmm, esperaba recibir un cumplido. Pero no quieres dármelo. Supongo que eres demasiado obstinada para reconocer que mi manera fue mejor que la tuya. Pero no pasa nada. Imagino que puedo mantenerte encerrada aquí hasta que lo hagas.
—Maldita sea, Boyd, no me resulta fácil explicarme.
—No tienes que hacerlo —la burla se había desvanecido de su voz. La expresión de sus ojos la derritió otra vez.
—Quería decirte que nunca… nadie me había hecho… —se rindió—. Ha sido magnífico.
—Sí —apoyó la mano en su nuca y le bajó la cabeza para besarla—. Ahora vamos a buscar lo asombroso.