6

Cilla decidió que era un hombre de palabra. El resto de aquel día y el siguiente, no hablaron de nada que no estuviera relacionado directamente con el caso.

No se mostró distante, ni mucho menos. Se quedó a su lado durante la presentación en el centro comercial, estudiando con sutileza a las personas que se acercaron a hablar con ella o a pedirle un autógrafo.

A ella incluso le dio la impresión de que disfrutaba. Miró entre los discos y compró en las secciones de música clásica, pop y jazz, charló con el ingeniero de sonido sobre béisbol y en ningún momento permitió que le faltara un refresco.

Pero no habló con ella tal como Cilla se había acostumbrado a hacerlo. Mantuvieron conversaciones, correctas e impersonales. Y ni una sola vez, ni siquiera por casualidad, la tocó. En resumidas cuentas, la trató tal como ella había creído que quería ser tratada. Como un caso, y nada más.

Nunca antes en su vida había pasado una tarde más triste.

Fue Althea quien permaneció con ella en la cabina los siguientes dos días y quien supervisó las llamadas No habría sabido decir por qué el silencio y la ausencia de Boyd le dificultaron concentrarse.

Mientras trabajaba, llegó a la conclusión de que lo más probable era que se tratara de una estrategia nueva. La soslayaba para que se viniera abajo y realizara el primer movimiento. Pues no pensaba hacerlo. Emitió el último éxito de Bob Seger y se puso a rumiar.

Ella había querido que su relación fuera estrictamente profesional y él la complacía. Pero no tendría que hacer que pareciera tan condenadamente fácil.

Sin duda lo que había pasado entre ellos, o lo que había estado a punto de pasar, no había significado gran cosa para Boyd. Era lo mejor. Lo superaría. Lo último que necesitaba en su vida era a un poli con sonrisa perezosa procedente de una familia rica.

Rezó a Dios para poder estar cinco minutos sin pensar en él.

Mientras Cilla trabajaba, Althea hacía crucigramas. Nunca le había costado permanecer horas en silencio siempre que pudiera ejercitar la mente. Reflexionó que a Cilla O’Roarke le sucedía lo contrario. La mujer no había dominado el delicado arte de la relajación. Mientras llenaba las casillas con su caligrafía precisa, pensó que Boyd era el hombre ideal para enseñarla a conseguirlo.

En ese momento, la veía a punto de estallar de ganas de hablar. No se le había pasado por alto la decepción que mostró el rostro de Cilla al ver que no era Boyd quien aparecía en la emisora.

«Se muere por preguntarme dónde está y qué hace», Mujo. «Pero no quiere que piense que le importa».

Le resultó imposible no sonreír para sus adentros. Últimamente su compañero se había mantenido muy callado. Althea sabía que había realizado una inspección más detallada del pasado de Cilla y que había encontrado respuestas que lo perturbaban personalmente. Fuera lo que fuere lo que hubiera descubierto, no tenía nada que ver con el caso, de lo contrario sabía que lo habría compartido con ella.

Pero, sin importar lo amigos que fueran, respetaban escrupulosamente la intimidad del otro. Ella no le hacía preguntas personales. Cuando tuviera ganas de compartirlo, allí estaría para escucharlo. Igual que haría Boyd con ella.

Pensó que era una pena que, al surgir la tensión sexual, los hombres y las mujeres perdieran su cordial camaradería.

De pronto Cilla se apartó de la consola.

—Voy a buscar algo de café. ¿Quiere un poco?

—¿No suele traérselo Nick?

—Tiene la noche libre.

—¿Por qué no voy yo?

—No —la inquietud vibró en ella—. Dispongo de casi siete minutos antes de que se acabe la cinta. Quiero estirar las piernas.

—De acuerdo.

Cilla se dirigió a la sala de estar. Notó que Billy ya había estado allí. El suelo resplandecía y las tazas de café estaban lavadas y guardadas. En la atmósfera flotaba el aroma a pino que solía emplear.

Sirvió dos tazas y antes de marcharse se guardó unas galletas en el bolsillo.

Con una taza en cada mano, dio la vuelta. En el umbral vio la sombra de un hombre. Y el brillo acerado de un cuchillo. Lanzó un grito y las tazas volaron por el aire. La porcelana se hizo añicos.

—¿Señorita O’Roarke? —Billy dio un paso vacilante hacia la luz.

—Oh, Dios —se llevó una mano al pecho como para obligarse a soltar el aire atrapado allí—. Billy. Pensé que te habías ido.

—Yo… —chocó contra la puerta cuando Althea llegó a la carrera con el arma desenfundada. En reacción automática, él levantó las manos—. No dispare. No he hecho nada.

—Es culpa mía —se apresuró a explicar Cilla. Se adelantó para apoyar una mano tranquilizadora en el brazo de Billy—. Desconocía que hubiera alguien y me volví… —se tapó la cara con las manos—. Lo siento —logró balbucir, bajándolas—. Me excedí. No sabía que Billy siguiera en la emisora.

—El señor Harrison tuvo un almuerzo en su despacho —explicó él, mirándolas a las dos—. Iba a limpiarlo —tragó saliva de forma audible—. Quedaron muchos… muchos cuchillos y tenedores.

Cilla contempló los cubiertos que sostenía en las manos y se sintió como una tonta.

—Lo siento, Billy. He debido darte un susto de muerte. Y te he ensuciado el suelo.

—No pasa nada —le sonrió, relajándose cuando Althea guardó el arma—. Lo limpiaré ahora mismo. Que tenga un buen programa, señorita O’Roarke —señaló los auriculares que se había puesto al cuello—. ¿Va a poner música de los cincuenta? Sabe que es la que más me gusta.

—Claro —luchó contra la náusea y se obligó a sonreír—. Elegiré algo para ti.

—¿Mencionará mi nombre en antena? —la miró ilusionado.

—Puedes apostarlo. He de volver.

Regresó a la cabina, agradecida de que Althea le brindara unos momentos para estar sola. Las cosas empezaban a estar muy mal cuando se sobresaltaba ante un hombre de mediana edad que sostenía cubiertos de cocina.

Se dijo que el mejor modo de sobrellevarlo era trabajando. Con movimientos precisos, comenzó a prepararse para la que llamaba la «hora energética», entre las once y la medianoche.

Cuando Althea regresó con café, Cilla invitaba a sus oyentes a permanecer sintonizados para más música.

—Enseguida tendremos diez éxitos sin interrupción. Este es para mi amigo Billy. Nos remontamos hasta 1958. No es Dennis Quaid, sino el verdadero, el original, el fantástico Jerry Lee Lewis con Great Balls of Fire —después de quitarse los auriculares, le sonrió débilmente a Althea—. Lo siento de verdad.

—En su lugar probablemente yo habría dado un salto hasta el techo —le ofreció una taza—. Han sido unas semanas espantosas, ¿eh?

—Las peores.

—Vamos a capturarlo, Cilla.

—Cuento con eso —eligió otro disco y se tomó su tiempo para ponerlo—. ¿Qué la impulsó a hacerse poli?

—Imagino que quería ser buena en algo. Aquí lo era.

—¿Tiene marido?

—No —Althea no sabía adónde quería ir a parar con las preguntas—. A muchos hombres los molesta ver a una mujer con pistola —titubeó, luego decidió lanzarse—. Quizá le haya dado la impresión de que hay algo entre Boyd y yo.

—Cuesta no pensarlo —alzó la mano para pedirle silencio, después abrió el micro para la siguiente canción—. Los dos parecen hacer buena pareja.

—Verá, no la habría considerado la clase de mujer que caería en el tópico sexista de pensar que si un hombre y una mujer trabajan juntos, deben jugar juntos —bebió un sorbo de café.

—Y no lo soy —indignada, solo le faltó levantarse de la silla. Al ver la sonrisa de Althea, se rindió—. Lo fui —reconoció. Luego también ella sonrió—. Más o menos. Imagino que tendrá que oír eso bastante a menudo.

—No más que usted, supongo —señaló con ambas manos la cabina—. Una mujer atractiva en lo que algunos consideran un trabajo de hombre.

Incluso ese leve punto en común la ayudó a relajarse.

—Había un pinchadiscos en Richmond que suponía que me moría por… girar en su tocadiscos.

—¿Y cómo lo manejó?

—Durante mi programa anuncié que estaba loco por tener citas, y que cualquier interesada debería llamar a la emisora durante su programa —sonrió al recordarlo—. Eso lo enfrió —se volvió hacía el micro para anunciar la hora y la introducción del siguiente disco; luego se quitó otra vez los auriculares—. Imagino que a Boyd no se lo desanimaría con tanta facilidad.

—Ni lo sueñe. Es obstinado. A él le gusta llamarlo paciencia, pero es simple terquedad. Puede ser como un bulldog.

—Lo he notado.

—Es un buen hombre, Cilla, uno de los mejores. Si realmente no le interesa, debería dejárselo claro. Es obstinado, pero no desagradable.

—No quiero estar interesada —murmuró—. Hay una diferencia.

—Como la noche y el día. Escuche, si la pregunta es demasiado personal, dígame que cierre la boca.

—No me lo tendrá que repetir —sonrió.

—De acuerdo. ¿Por qué no quiere estar interesada?

Cilla eligió un disco compacto, luego dos sencillos.

—Es un poli.

—¿De modo que si fuera un vendedor de seguros querría estar interesada?

—Sí. No —soltó el aire. A veces era mejor ser sincera—. Sería más fácil. Luego está el hecho de que arruiné la única relación seria que tuve.

—¿Usted sola?

—Principalmente —puso el corte del disco compacto—. Estoy más cómoda concentrándome en mi vida, y en la de Deborah. En mi trabajo y en su futuro.

—No es la clase de persona que se sentiría feliz mucho tiempo en la comodidad.

—Tal vez no —miró el teléfono—. Pero en este momento me conformaría con eso.

«De modo que está asustada», pensó Althea mientras la miraba trabajar. «¿Y quién no?». Tenía que ser aterrador que un hombre sin cara ni nombre te acosara y amenazara. Sin embargo, lo sobrellevaba mejor que a Boyd y que los sentimientos que él le inspiraba.

Y tenía muchos. El problema era que al parecer no sabía qué hacer con ellos.

Althea guardó silencio cuando empezaron a entrar las llamadas. Cilla le tenía miedo al teléfono, temía lo que podía haber del otro lado. Pero contestó una llamada detrás de la otra, fluyendo con un estilo natural. Si Althea no hubiera estado en el estudio viendo cómo la tensión contraía el rostro de Cilla, jamás lo habría imaginado.

Le ofreció música y algo de su tiempo a los oyentes. Si su mano era insegura, su dedo no titubeó en apretar la tecla iluminada.

Boyd había entrado en su vida para protegerla, no amenazarla. No obstante, le inspiraba miedo. La detective suspiró y se preguntó por qué la vida de una mujer podía volverse del revés con la presencia de un hombre.

Si alguna vez se enamoraba, lo cual hasta el momento había tenido el buen juicio de evitar, encontraría el modo de ser quien estuviera al mando.

El tono de voz de Cilla la devolvió de inmediato a su misión. Al reconocer el temor, se levantó para darle un masaje en sus hombros rígidos.

—Haga que hable —susurró—. Todo lo que pueda.

Cilla bloqueó lo que oía. Había descubierto que la ayudaba a mantener la cordura soslayar las feroces amenazas, las promesas terribles. Mantuvo la vista clavada en el reloj que indicaba el tiempo transcurrido, sombríamente satisfecha de ver que había pasado un minuto y que aún seguía en línea. Lo interrogó, obligándose a mantener la voz serena. Sabía que lo que más le gustaba al otro era que perdiera el control. La amenazaría hasta que, comenzara a suplicar, entonces colgaría, satisfecho de haber vuelto a quebrarla.

Esa noche luchó por no oír y solo observar el paso de los segundos.

—No te he hecho daño —dijo ella—. Sabes que no te he hecho nada.

—Se lo has hecho a él —siseó—. Ha muerto, y todo por tu culpa.

—¿A quién? Si me dijeras su nombre, yo…

—Quiero que recuerdes. Quiero que pronuncies su nombre antes de que te mate.

Cilla cerró los ojos e intentó llenar la cabeza con sonido mientras el otro le describía exactamente lo que iba a hacerle.

—Debió de ser muy importante para ti. Debiste quererlo mucho.

—Lo era todo para mí. Todo lo que tenía. Era tan joven. Tenía la vida por delante. Pero tú le hiciste daño. Lo traicionaste. Ojo por ojo. Tu vida por la suya. Pronto. Muy pronto.

Cuando colgó, se volvió con rapidez para poner el siguiente disco. Sin prestar atención a las otras luces que parpadeaban, sacó un cigarrillo.

—Lo han localizado —Althea colgó y se acercó para apoyar una mano en el hombro de ella—. Lo han rastreado. Esta noche ha hecho un gran trabajo, Cilla.

—Sí —cerró los ojos. Solo le quedaba sobrellevar la siguiente hora y diez minutos—. ¿Lo capturarán?

—Lo averiguaremos pronto. Esta es la primera pista que conseguimos. Aguante.

Quería sentirse aliviada. Se reclinó en el asiento mientras Althea la llevaba a casa y se preguntaba por qué no podía aceptar ese paso como un avance. Habían rastreado la llamada. ¿No significaba eso que averiguarían dónde vivía quien la amenazaba? Tendrían un nombre al que le añadirían un rostro, una persona.

Iría a verlo. Se obligaría a hacerlo. Miraría ese rostro, sus ojos, e intentaría encontrar un vínculo entre ese hombre y lo que fuera que le hubiera hecho en el pasado para incitarlo a esa clase de odio.

Luego intentaría vivir con ello.

Vio el coche de Boyd aparcado frente a su casa. Él se hallaba de pie en la acera con la chaqueta desabrochada. Aunque el calendario afirmaba que estaban en primavera, la noche era lo bastante fría como para que el aliento se condensara.

Cilla agarró con fuerza el picaporte de la puerta y abrió. Boyd no se movió mientras ella se acercaba.

—Vayamos dentro —dijo él.

—Quiero saberlo —en ese momento vio sus ojos y lo entendió—. No lo habéis capturado.

—No —miró a su compañera. Althea notó que tenía bajo un firme control la frustración que lo dominaba.

—¿Qué ha sucedido?

—Era una cabina telefónica a unos kilómetros de la emisora. No hay huellas.

—De modo que no estamos más cerca —comentó Cilla tratando de mantener la ecuanimidad.

—Sí lo estamos —le tomó la mano para darle calor—. Ha cometido su primer error. Cometerá otro.

Cansada, miró por encima del hombro. ¿Sus nervios estaban a flor de piel o ese hombre estaría entre las sombras, lo bastante cerca para ver y escuchar?

—Deja que te lleve dentro. Tienes frío.

—Estoy bien —no podía dejar que entrara con ella. Necesitaba desahogarse y para ello debía estar sola—. Esta noche no quiero hablar de nada. Solo quiero irme a la cama. Althea, gracias por traerme, y por todo lo demás —se dirigió con rapidez a la puerta y entró en la casa.

—Solo necesita asimilarlo —indicó Althea, apoyando una mano sobre el brazo de Boyd.

Él tuvo ganas de maldecir, de romper algo. Clavó la vista en la puerta cerrada.

—No quiere dejar que la ayude.

—No —vio que la luz se encendía en la planta de arriba—. ¿Quieres que llame a un patrullero para que vigile la casa?

—No, me quedaré por aquí.

—Estás fuera de servicio, Fletcher.

—Exacto. Podemos considerarlo como algo personal.

—¿Quieres compañía?

—No. Necesitas dormir un poco.

Althea titubeó, luego suspiró.

—Tú te encargarás del primer turno. De todos modos, duermo mejor en un coche que en una cama.

En el jardín había una ligera escarcha que brillaba como cristal. Cilla la estudió a través de la ventana del dormitorio. En Georgia las azaleas estarían floreciendo. Hacía años que no añoraba su hogar. En aquella fría mañana de Colorado se preguntó si había cometido un error al atravesar la mitad del país para dejar atrás todos aquellos lugares, todos aquellos recuerdos.

Soltó la cortina y retrocedió. Tenía otras cosas en la cabeza para reparar en una escarcha de abril. También había visto el coche de Boyd aparcado en la calle.

Mientras pensaba en él, se tomó más tiempo y cuidado de los habituales en vestirse. En ningún momento había cambiado de parecer sobre su decisión de no mantener una relación con él. Pero al parecer se trataba de un error que ya había cometido. La habilidad de enfrentarse a sus errores era algo que había aprendido hacía mucho.

Se alisó el jersey de cachemir de color ciruela. Había sido un regalo de navidad de Deborah, y tenía mucho más estilo, con su cuello alto y sus mangas generosas, que la mayoría de la ropa que elegía para sí misma. Lo llevaba sobre unos ceñidos pantalones elásticos de color negro y, siguiendo un impulso, se puso unos pendientes de plata con forma de estrella.

Él estaba sentado cómodamente en el sofá con el periódico abierto y una taza humeante de café en la mano. Tenía la camisa desabrochada hasta la mitad del pecho y arrugada por haberla llevado puesta toda la noche. La chaqueta estaba apoyada en el respaldo del sofá, pero no se había quitado la pistolera.

Jamás había conocido a alguien que pudiera fundirse con tanta facilidad con su entorno. En ese momento daba la impresión de que pasaba cada mañana de su vida donde estaba, hojeando con indolencia la sección de deportes mientras bebía una segunda taza de café.

Boyd alzó la vista. Aunque no sonrió, su absoluta relajación era contagiosa.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días —incómoda, se acercó a él. No sabía si empezar con una disculpa o una explicación.

—Deborah me dejó pasar.

Cilla asintió y de inmediato deseó haberse puesto unos pantalones con bolsillos. No había nada que pudiera hacer con las manos salvo juntarlas.

—Has estado aquí toda la noche.

—Forma parte del servicio.

—Has dormido en tu coche.

Boyd ladeó la cabeza al oír un tono casi acusatorio.

—No ha sido la primera vez.

—Lo siento —suspiró y se sentó en la mesita de noche frente a él. Sus rodillas se tocaron. A Boyd le resultó un gesto amistoso, uno de los más amables que le había dedicado—. Debería haberte dejado entrar. Debería haber imaginado que te quedarías. Supongo que estaba…

—Inquieta —le pasó la taza de café—. Tenías derecho a sentirte de esa manera, Cilla.

—Sí —bebió un sorbo e hizo una mueca por lo dulce que estaba—. Imagino que me había hecho a la idea de que ibas a capturarlo anoche. Incluso… es extraño, pero incluso me puso nerviosa pensar que al fin iba a verlo, que iba a conocer toda la historia. Pero cuando llegué y me contaste… No pude hablar de ello. No pude.

—Está bien.

—¿Tienes que ser tan agradable conmigo? —rio con una leve tensión.

—Probablemente, no —alargó la mano y le tocó la mejilla—. ¿Te sentirías mejor si te gritara?

—Tal vez —incapaz de resistirse, le tomó la mano—. Se me da mejor pelear que mostrarme razonable.

—Lo he notado. ¿Has pensado alguna vez en tomarte un día libre para relajarte?

—No.

—¿Qué te parece hoy?

—Iba a ponerme al día con el papeleo atrasado. Y he de llamar a un fontanero. Tenemos una filtración bajo el fregadero —dejó que su mano cayera sobre sus rodillas, donde la movió agitada—. Es mi turno de hacer la colada. Esta noche me toca poner discos en una reunión de alumnos en la ciudad. Bill y Jim van a repartirse mi horario.

—Me he enterado.

—Esas reuniones… pueden desbandarse —se sentía más tonta por minutos. Él le había quitado la taza vacía para dejarla a un lado y le tomó ambas manos—. Aunque también pueden ser muy divertidas. Quizá te gustaría asistir… y quedarte por allí.

—¿Me estás pidiendo que vaya… y me quede por allí como en una cita?

—Estaré trabajando —comenzó, pero lo dejó al ver que se complicaba—. Sí. Más o menos.

—De acuerdo. ¿Puedo pasar a recogerte?

—A las siete. He de llegar a tiempo para preparar el equipo.

—A las seis, entonces. Primero podemos cenar algo.

—Yo… —sintió que se hundía cada vez más—. De acuerdo. Boyd, he de decirte una cosa.

—Te escucho.

—Sigo sin querer comprometerme. No en serio.

—Mmm.

—No eres el hombre idóneo para mí.

—Una cosa más en la que no coincidimos —la inmovilizó cuando empezó a levantarse—. No te pongas a caminar, Cilla. Respira hondo.

—Creo que es importante que comprendamos desde el principio hasta dónde podemos llegar y las limitaciones que hay.

—¿Vamos a tener un romance, Cilla, o un acuerdo de negocios? —sonrió. Ella frunció el ceño.

—No deberíamos llamarlo romance.

—¿Por qué no?

—Porque es… porque un romance tiene implicaciones.

Él se contuvo para no volver a sonreír. Sabía que a Cilla no le gustaría ver que lo divertía.

—¿Qué clase de implicaciones? —despacio, sin dejar de mirarla, se llevó la mano de ella a los labios.

—Simplemente… —la boca de él le rozó los nudillos y, cuando sus dedos se quedaron laxos, le dio la vuelta a la mano para besarle la palma.

—¿Simplemente? —instó.

—Implicaciones. Boyd… —tembló al sentir los dientes sobre la muñeca.

—¿Era eso todo lo que querías decirme?

—No. ¿Puedes parar?

—Sí, siempre y cuando me concentrara.

—Bueno, pues concéntrate —descubrió que también ella sonreía—. No puedo pensar.

—Palabras peligrosas —pero dejó de mordisquearla.

—Intento mostrarme seria.

—Y yo —volvió a impedirle ponerse de pie—. Prueba a respirar hondo.

—Sí —lo hizo y luego continuó—. Anoche, mientras estaba acostada a oscuras, tenía miedo. No dejaba de oírlo, de oír esa voz, todo lo que me había dicho. Una y otra vez. Sabía que no podía pensar en ello. Si lo hacía, me volvería loca. De modo que pensé en ti —hizo una pausa, a la espera del coraje para proseguir—. Y eso bloqueaba todo lo demás. Y no tenía miedo.

Él cerró los dedos en torno a los de Cilla. Vio que los labios le temblaron una vez antes de apretarlos. Se dio cuenta de que lo que hacía era esperar para ver qué haría él, qué diría. Era imposible que Cilla tuviera idea de que en ese instante en el tiempo se había caído por el borde del precipicio y enamorado de ella.

Y si se lo contaba, jamás lo creería. A algunas mujeres había que convencerlas, mostrárselo, además de decírselo. Cilla era una de ellas.

Se levantó despacio y la arrastró consigo. La abrazó y apoyó la cabeza de ella en su hombro. La sintió temblar de alivio al mantener el abrazo relajado.

Cilla se preguntó cómo era posible que siempre pareciera saber lo que necesitaba. Solo que la abrazara, sin palabras, sin promesas. Sentir el calor sólido de su cuerpo, la firmeza de sus manos, el palpitar regular de su corazón.

—¿Boyd?

—Sí —le dio un beso en el pelo.

—Quizá no me importe que seas agradable conmigo.

—Lo probaremos.

—Y quizá te he echado de menos.

Fue el turno de él de respirar hondo y serenarse.

—Escucha —subió las manos hasta sus hombros—. He de realizar algunas llamadas. Después, ¿qué te parece si miro esa filtración de agua?

—Eso puedo hacerlo yo —sonrió—. Lo que necesito es que la arreglen.

—Tráeme una llave inglesa —le mordió el labio inferior.

Dos horas más tarde, Cilla tenía la contabilidad del mes desplegada sobre el escritorio de roble en la habitación que usaba como su despacho. En alguna parte de la chequera tenía perdidos dos dólares y cincuenta y tres centavos, cantidad que estaba decidida a encontrar antes de pagar el montón de facturas apiladas a su derecha.

Su sentido del orden era algo que se había enseñado a sí misma, algo a lo que se había aferrado en los años duros, desdichados y tormentosos. Si entre cualquier crisis era capaz de mantener esa pequeña isla de normalidad, se creía capaz de sobrevivir.

—¡Ah! —localizó el error, realizó la corrección y repasó los números. Satisfecha, guardó el extracto del banco y se puso a rellenar cheques, empezando por la hipoteca.

Incluso eso le brindó un enorme sentido de logro. No era un alquiler. Estaba pagando algo suyo. La casa era lo primero que había tenido en propiedad.

Nunca había sido pobre, pero al crecer en una familia donde el ingreso era la mezcla del salario de un policía y los escasos emolumentos de un defensor público, había aprendido a contar con cuidado el dinero. Había crecido en una casa alquilada y jamás había conocido el lujo de ir en un coche nuevo. La universidad no habría sido imposible, pero debido a la tensión que habría producido en la economía familiar, Cilla había decidido cambiar su educación por un trabajo.

No lo lamentaba a menudo. Solo un poco en ocasiones específicas. Pero su capacidad para pagar los estudios de Deborah hacía que rememorara el momento en que había tomado la decisión. Había sido la correcta.

La casa no solo representaba una adquisición, era una declaración. De familia, del hogar, de raíces. Cada mes, cuando pagaba la hipoteca, agradecía haber recibido la oportunidad de poder hacerlo.

—¿Cilla?

—¿Qué? Oh —vio a Boyd en el umbral. Aún sostenía la llave inglesa que le había dado. Tenía el pelo revuelto y húmedo. Tanto la camisa como los pantalones estaban mojados en algunos sitios. Se había subido las mangas hasta los codos. El agua brillaba en sus antebrazos—. Oh —repitió y contuvo una carcajada.

—Lo he arreglado —entrecerró los ojos al ver cómo a ella le costaba mantener la seriedad—. ¿Hay algún problema?

—No. Nada —carraspeó—. De modo que lo has arreglado.

—Es lo que he dicho.

—Es lo que has dicho —tuvo que morderse el labio. Reconocía un orgullo herido al verlo—. Y como me acabas de ahorrar un dinero, lo menos que puedo hacer es prepararte el almuerzo. ¿Qué te parece un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada?

—Que es un almuerzo de plástico con una foto de Spiderman.

—Pues he de decirte que es lo único que sé hacer —olvidó las facturas y se levantó—. Eso, o una lata de atún —con gesto titubeante pasó un dedo por la parte frontal de la camisa de él—. ¿Sabías que estás todo mojado?

Alzó una mano sucia, se lo pensó y siguió el impulso de pasársela por la cara.

—Sí.

Cilla rio, sorprendiéndolo. Seduciéndolo. Boyd había oído esa risa por la radio, pero nunca en persona desde que la había conocido. Era baja y rica, y tan excitante como la seda negra.

—Vamos, Fletcher, pondremos esa camisa a lavar mientras te comes un sándwich.

—Dentro de un minuto —mantuvo la mano en su barbilla y la acercó solo con una sutil presión.

Cuando sus bocas se encontraron, ella aún sonreía. En esa ocasión, no se puso rígida, no protestó. Con un suspiro de aceptación, se abrió a él, permitiéndose absorber el sabor de su boca, la tentadora danza de su lengua.

Allí había un calor que ella ya había olvidado anhelar. El calor de estar con alguien que la comprendía. «Y a quien le importas», pensó mientras sentía cómo sus dedos le acariciaban la mejilla. «A pesar de todos mis defectos».

—Supongo que tienes razón —murmuró.

—Desde luego. ¿En qué?

—Es demasiado tarde —le quitó el pelo de la frente.

—Cilla —apoyó otra vez las manos en sus hombros y luchó contra el deseo que lo carcomía—. Sube conmigo. Quiero estar contigo —las palabras encendieron otra vez la pasión. Pudo ver el fuego arder en los ojos de ella antes de que los cerrara y moviera la cabeza.

—Dame algo de tiempo. Para mí no es un juego, Boyd, pero el terreno es poco firme y necesito reflexionar —respiró hondo, abrió los ojos y estuvo a punto de sonreír—. Eres todo aquello por lo que he jurado no caer jamás.

—Cuéntamelo —le tomó las manos.

—Ahora no —pero entrelazó los dedos con los de él, una señal de unión rara en ella—. No estoy preparada para hablar de ello ahora. Me gustaría que pasáramos unas horas aquí como dos personas de verdad. Si suena el teléfono, no voy a contestar. Si alguien llama al timbre, voy a esperar hasta que se vaya. Lo único que quiero es prepararte un sándwich y lavar tu camisa. ¿De acuerdo?

—Claro —le besó la frente—. Es la mejor oferta que me han hecho en años.