Capítulo 4

—No, saca más el pecho, como yo.

Laetificat se puso en cuclillas e hizo una demostración. La enorme circunferencia de la panza de color rojo y oro aumentó cuando inspiró.

Temerario imitó el movimiento. Su dilatación fue visualmente menos espectacular al carecer de marcas tan vividas y, por supuesto, al pesar una quinta parte de lo que pesaba la hembra de Cobre Regio, pero esta vez consiguió proferir un rugido mucho más fuerte.

—Listo —dijo complacido mientras volvía a apoyarse sobre las cuatro patas.

Las vacas recorrían el redil despavoridas.

—Mucho mejor —concedió Laetificat, que rozó con suavidad el lomo de Temerario en señal de aprobación—. Practica a la hora de las comidas. Te ayudará a mejorar tu capacidad pulmonar.

—Supongo que ya no es noticia lo mucho que lo necesitamos a tenor de cómo se desarrollan los acontecimientos. —Portland se volvió hacia Laurence. Ambos se hallaban junto a un lateral del campo, donde no llegaría el ensordecedor estruendo que los dragones estaban a punto de provocar—. La mayor parte de los dragones de Bonaparte se encuentran estacionados a lo largo del Rin, y él, por supuesto, ha estado muy ocupado en Italia. Eso y nuestro bloqueo naval es lo único que frena la invasión, pero ya nos podemos despedir del bloqueo sobre Toulon si resuelve las cosas satisfactoriamente en el continente y libera unas cuantas divisiones. No tenemos suficientes dragones en el Mediterráneo para proteger a la flota de Nelson, que deberá retirarse, y entonces Villeneuve irá directo hacia el canal de la Mancha.

Laurence asintió con gravedad. Había leído las noticias de los movimientos de Bonaparte con gran alarma desde que el Reliant había atracado.

—Sé que Nelson ha intentado atraer a la flota francesa a una batalla, pero Villeneuve, sin ser marino, tampoco es tonto. Un bombardeo aéreo es la única esperanza de hacerle salir de ese puerto seguro.

—Eso significa que no hay esperanza, no con las fuerzas que podemos brindarle en este momento —dijo Portland—. La División Local tiene un par de Lárganos capaces de llevarlo a cabo, pero no podemos prescindir de ellos: Bonaparte cruzaría el estrecho de inmediato.

—¿No valdría un bombardeo convencional?

—No es lo bastante preciso a tanta distancia, y los franceses han infestado Toulon de cañones con metralla envenenada. Los aviadores no valdrían ni un chelín si acercasen las monturas a esas fortificaciones. —Portland negó con la cabeza—. No, pero se está adiestrando a un joven Largado y si Temerario fuera tan amable de darse prisa en crecer, entonces, tal vez podrían los dos juntos sustituir a Excidium y Mortiferus en el canal de la Mancha dentro de poco, y puede que sólo necesitáramos a uno de los dos para Toulon.

—Estoy seguro de que hará todo lo posible por complacerle —contestó Laurence echando una mirada al dragón en cuestión, que iba por su segunda vaca—, y puede decirse lo mismo de mí. Sé que no soy el hombre que desearía para este puesto ni puedo rebatir el argumento de que prefiera a un aviador experimentado en un puesto tan decisivo, pero espero que mi experiencia naval demuestre no ser del todo inútil en este campo.

Portland suspiró y contempló el paisaje.

—Carajo. —Era una respuesta extraña, pero Portland parecía más preocupado que enojado. Después de unos momentos añadió—: Es un hecho insoslayable: usted no es un aviador; ya sería bastante difícil si fuera una mera cuestión de destreza o conocimientos, pero… —se calló.

A juzgar por el tono, Laurence no creyó que se refiriera al coraje. Esta mañana le había tratado de forma más amistosa. Por ahora, tenía la impresión de que los aviadores eran un grupo muy cerrado y sus fríos modales desaparecían una vez que habían aceptado a alguien dentro del grupo, por lo que no se ofendió y dijo:

—Señor, no logro imaginar dónde más cree que puede residir el problema.

—No, no puede —replicó Portland, reservado—. Bueno, no voy a buscarme complicaciones. Tal vez decidan enviarle a un lugar totalmente diferente, no a Loch Laggan, pero me estoy anticipando. La realidad es que usted y Temerario deben llegar a Inglaterra para su entrenamiento lo antes posible. Una vez allí, el Mando Aéreo decidirá la mejor forma de ocuparse de usted.

—Pero ¿puede alcanzar Inglaterra desde aquí sin ningún lugar en el que detenerse a lo largo de todo el camino? —inquirió Laurence, que, preocupado por Temerario, desvió su atención—. Hay más de mil quinientos kilómetros y lo máximo que ha volado es de un extremo a otro de la isla.

—Son casi dos mil kilómetros, y no: jamás lo arriesgaríamos —contestó Portland—. Viene hacia aquí un transporte desde Nueva Escocia. Un par de dragones se unieron a nuestra división hace tres días, por lo que tenemos la posición del transporte bien fijada. Creo que se halla a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Os escoltaremos. Si Temerario se cansa, Laetificat puede sostenerlo el tiempo necesario para que recupere el aliento.

Laurence se tranquilizó al oír el plan propuesto, pero la conversación le hizo tomar consciencia de lo incómoda que iba a ser su situación hasta que corrigiera su ignorancia. No tenía forma de juzgar por sí mismo si Portland había despejado sus temores. Ciento cincuenta kilómetros seguía siendo una distancia considerable, y recorrerla les llevaría tres horas o más; pero, al menos, confiaba en poder manejarlo. Hacía poco, el día que habían visitado a sir Edward, habían sobrevolado la isla tres veces sin que, al finalizar, Temerario pareciera fatigado.

—¿Cuándo propone salir?

—Cuanto antes, mejor. Después de todo, el transporte se aleja de nosotros —respondió Portland—. ¿Podría estar listo en media hora?

Laurence le clavó los ojos.

—Eso creo si envío de vuelta mis cosas al Reliant para su transporte —contestó Laurence de forma dubitativa.

—No veo por qué ha de hacerlo. Laet puede llevar cualquier cosa que usted tenga. No vamos a poner ningún lastre a Temerario.

—No, me refería a que no he empacado mis bártulos —precisó Laurence—. Estoy acostumbrado a esperar a la marea. Veo que voy a tener que moverme un poco más acorde con el mundo a partir de ahora.

Portland seguía teniendo un aspecto perplejo y contempló sin disimulo el baúl de marino que Laurence había movido cuando entró en su habitación. No había tenido tiempo para llenar ni la mitad. Se interrumpió en la tarea de colocar un par de mantas con el fin de que ocuparan el espacio vacío de la parte superior.

—¿Algo va mal? —preguntó bajando la mirada.

El cofre no era tan grande como para pensar que le diera algún problema a Laetificat.

—No me maravilla que necesitase ese tiempo. ¿Siempre empaca con tanto esmero? —inquirió Portland—. ¿No podría limitarse a meter las demás cosas en bolsas? Se sujetan con más facilidad.

Laurence se tragó la primera respuesta; ya no necesitaba preguntarse por qué los aviadores lucían vestidos arrugados. Había imaginado que se debía a alguna maniobra avanzada de vuelo.

—No, gracias. Fernáo va a llevar mis restantes cosas al Reliant y me las podré arreglar a la perfección con lo que tengo aquí —respondió mientras terminaba de colocar las mantas; las fijó empujándolas hacia abajo apresuradamente y luego cerró el baúl.

—¡Hecho! Estoy a su disposición.

Portland llamó a un par de guardiadragones para que llevaran el baúl. Laurence los siguió al exterior y presenció por vez primera el funcionamiento de toda una dotación aérea. Desde un lateral, Temerario y él observaron con interés cómo Laetificat aguantaba pacientemente en pie a la nube de alféreces, que subía y bajaba por sus ijadas a toda prisa, con la misma facilidad con la que colgaba debajo de su vientre o se encaramaba a la espalda. Los jóvenes levantaron dos recintos de lona, uno arriba y otro abajo, similares a pequeñas tiendas con los lados en talud construidas con muchas finas tiras metálicas flexibles. Los paneles frontales que formaban el cuerpo de la tienda eran largos e inclinados, evidentemente para presentar la menor resistencia posible al viento, y los laterales y el dorso estaban hechos con redes.

Todos los alféreces parecían tener menos de doce años mientras que los guardiadragones eran de mayor edad, lo mismo que los guardiamarinas a bordo de una nave, y los cuatro mayores acudieron tambaleándose bajo el peso de una cadena cubierta de cuero firmemente ceñido que arrastraron delante de Laetificat. El dragón la alzó y la colocó sobre su lomo, enfrente de la tienda, y los alféreces se apresuraron a asegurar el resto del arnés con multitud de cinchas y cadenas más pequeñas.

Usando esa cincha, colgaron una especie de coy confeccionado con eslabones de cadenas debajo del vientre de Laetificat, en cuyo interior vio su propio baúl zarandeado junto a un grupo de otras bolsas y paquetes. Se estremeció por la forma irregular en que estaban estibando el equipaje, por lo que agradeció doblemente el cuidado con el que lo había empaquetado. Estaba seguro de que aunque el baúl diera mil vueltas no se iba a abrir y sus cosas no caerían en un completo caos.

Una enorme almohadilla de piel y lana, tal vez del grosor del brazo de un hombre, yacía en lo más alto; entonces alzaron los bordes del coy y los abrocharon al arnés lo más holgadamente posible, extendiendo el peso de los contenidos y acercándolos tanto como se pudo al vientre del dragón. Laurence experimentó una sensación de insatisfacción ante tales medidas. En su fuero interno se propuso encontrar una disposición mejor para Temerario cuando llegara el momento.

Sin embargo, el proceso ofrecía una ventaja significativa sobre los preparativos navales: se invirtieron quince minutos desde el principio al final, y después se vio a un dragón que lucía todo el liviano equipo de servicio. Laetificat se encabritó sobre las patas traseras, sacudió las alas y las batió media docena de veces. Levantó un vendaval tan fuerte que hizo tambalear a Laurence, pero el equipaje ensamblado no se movió de forma apreciable.

—Todo está bien sujeto —afirmó Laetificat mientras se dejaba caer de nuevo sobre las cuatro patas.

El suelo tembló a causa del impacto.

—Vigías a bordo —ordenó Portland.

Cuatro alféreces subieron y tomaron posiciones en los hombros y las caderas, arriba y abajo, enganchándose ellos mismos al arnés.

—¡Ventreros y lomeros, a bordo!

Treparon dos grupos de ocho guardiadragones, uno se dirigió al receptáculo de arriba y el otro al de abajo. Laurence se sorprendió al percibir la gran capacidad de ambos recintos, parecían pequeños sólo en comparación con el inmenso tamaño de Laetificat.

Los siguientes en seguir a la tripulación fueron una docena de fusileros, que habían permanecido revisando y cargando las armas mientras el resto instalaba el equipamiento. Laurence se percató de que los conducía el teniente Dayes y torció el gesto. Con las prisas, se había olvidado de aquel tipo. No se había disculpado y ahora lo más probable era que no volvieran a verse uno a otro durante mucho tiempo. Tal vez eso fuera lo mejor. Laurence no estaba muy seguro de poder aceptar la disculpa después de haber escuchado el relato de Temerario y, como era imposible desafiar a un compañero, la situación hubiera sido de lo más incómoda, por decirlo con suavidad.

Portland anduvo una vuelta completa repasando los flancos y el vientre del dragón después de que hubieran subido los fusileros.

—Muy bien, ¡personal de tierra, suban a bordo!

El puñado de hombres restantes subió por las jarcias de la panza del dragón y se ataron al arnés. Sólo entonces subió Portland en persona. Laetificat lo alzó directamente. Repitió la inspección en lo alto, desenvolviéndose por el arnés con la misma facilidad que los pequeños alféreces y al final se dirigió a su posición en la base del cuello del dragón.

—Creo que estamos preparados. ¿Capitán Laurence?

Tardíamente comprendió que seguía en tierra. El proceso le había interesado tanto que no había montado. Se dio la vuelta, pero Temerario extendió una pata con cuidado y lo izó a bordo, imitando la acción de Laetificat, antes de que tuviera ocasión de encaramarse al arnés. Laurence sonrió para sí y palmeó el cuello del dragón.

—Gracias, Temerario —dijo sujetándose al arnés. Portland había dictaminado, aunque con aire de desaprobación, que aquel arnés improvisado era adecuado para el viaje. Le llamó—: Estamos listos, señor.

Laurence asintió. Temerario se preparó y saltó, y el mundo se disipó debajo de ellos.

El Mando Aéreo estaba situado en la campiña al sureste de Chatham, lo bastante cerca de Londres para permitir las consultas diarias con el Almirantazgo y la Oficina de Guerra. Había sido una hora de cómodo vuelo desde Dover, con los ondulantes campos verdes que tan bien conocía extendidos a sus pies como si fuera un tablero de ajedrez y en lontananza Londres, una púrpura e imprecisa insinuación de torres.

No le convocaron a las oficinas hasta la mañana siguiente, a pesar de que los despachos a Inglaterra le habían precedido hacía mucho tiempo y debían de aguardarle. Incluso después, le tuvieron esperando delante de la puerta del despacho del almirante Powys durante cerca de dos horas. No se pudo contener cuando aquélla se abrió al fin y su mirada pasó del almirante Powys al almirante Bowden, sentado a la derecha del escritorio. Fuera, en el vestíbulo de la entrada, no se oían con claridad las palabras, aunque sí se escuchaban las fuertes voces. Bowden estaba colorado y tenía cara de pocos amigos.

—Sí, capitán Laurence, entre —invitó el almirante, moviendo una mano de dedos regordetes—. ¡Qué magnífico aspecto tiene Temerario! Lo he visto comer esta mañana y diría que ya debe de andar cerca de las nueve toneladas. Merece los mayores elogios. ¿Y lo alimentó exclusivamente de pescado las dos primeras semanas y también durante el transporte? Sorprendente, sorprendente. Debemos considerar la posibilidad de corregir la dieta general.

—Ya, ya. Eso no viene al caso —interrumpió Bowden con impaciencia.

Powys le frunció el ceño y continuó, quizás algo más efusivamente.

—En cualquier caso, está preparado sin duda alguna para comenzar a entrenarse y, por supuesto, debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que alcance usted el nivel necesario. Le confirmamos el rango, por descontado. De todos modos, se le hubiera nombrado capitán al ser un cuidador, pero va a tener que hacer un gran esfuerzo. Diez años de entrenamiento no se logran en un día.

Laurence hizo una reverencia y contestó con reserva:

—Temerario y yo estamos a su servicio, señor.

Percibía en ambos hombres la misma extraña contención mostrada por Portland acerca de su adiestramiento. Se le habían ocurrido muchas posibles explicaciones, casi todas poco gratas, durante las dos semanas que había pasado a bordo del transporte. Se podría forzar fácilmente a un niño de siete años a aceptar un tratamiento que un adulto jamás toleraría; después de todo, se le había sacado del hogar antes de que se formara de verdad su carácter, lo cual, por supuesto, los aviadores consideraban requisito indispensable después de haberlo sufrido ellos mismos. No se le ocurría otra razón por la que se mostraran tan evasivos sobre el tema.

Se le cayó el alma a los pies cuando Powys dijo: —En fin. Le vamos a enviar a Loch Laggan. Resulta innegable que es el lugar idóneo para usted.

Aquél era el lugar que Portland, mostrándose muy ansioso, le había mencionado.

—No podemos desperdiciar un instante en prepararles para el deber —prosiguió Powys—, y no me sorprendería que Temerario alcanzase el peso para un combate de verdad a finales del verano.

—Señor, disculpe. Nunca he oído hablar de ese lugar. ¿Me equivoco al pensar que está en Escocia? —preguntó Laurence con la esperanza de sonsacarle a Powys.

—Sí. Se encuentra en el condado de Inverness. Es uno de los centros secretos más grandes y no hay duda de que es el mejor para un entrenamiento intensivo —explicó Powys—. El teniente Greene le aguarda fuera: él le mostrará el camino y le señalará un refugio para pernoctar a lo largo de la ruta. Estoy seguro de que no va a tener ninguna dificultad en alcanzar el lugar.

Era una orden bastante clara de que se retirase y supo que no debía formular nuevas preguntas. En todo caso, tenía una petición más urgente, por lo que dijo:

—Hablaré con el teniente, señor, pero, si no tiene inconveniente, me gustaría detenerme a pasar la noche en la casa que mi familia tiene en el condado de Nottingham. Hay espacio de sobra para Temerario y podremos ofrecerle un ciervo como cena.

En aquella época del año, sus padres estarían allí, y los Galman se encontraban a menudo en el país, de modo que tendría una oportunidad de ver a Edith, aunque fuera por poco tiempo.

—Sin duda, ¡cómo no! —contestó Powys—. Lamento no poder concederle un permiso más largo; se lo merece, pero creo que no debemos perder tiempo. Una semana podría marcar una diferencia decisiva.

—Gracias, señor. Lo entiendo perfectamente —respondió Laurence, antes de saludar con una inclinación de cabeza y marcharse.

Inició los preparativos en cuanto el teniente Greene le proveyó de un excelente mapa en el que figuraba la ruta. Se había pasado bastante tiempo en Dover en busca de sombrereras livianas. Creía que la forma cilíndrica se ajustaría mejor al cuerpo de Temerario y ahora iba a transferir sus pertenencias a las mismas. Sabía que constituía una imagen poco habitual llevar una docena de cajas más adecuadas para los sombreros de las damas que para Temerario. No logró contener cierta sensación de suficiencia una vez que las hubo sujetado a la panza de Temerario y vio lo poco que alteraban su contorno.

—Resultan bastante cómodas y apenas las noto —aseguró el dragón, al tiempo que se alzaba sobre las patas traseras y aleteaba varias veces para cerciorarse de que estaban bien sujetas, tal y como había hecho Laetificat en Madeira—. ¿No podríamos conseguir uno de esos entoldados? Desviaría el viento y montar resultaría mucho más cómodo.

—No tengo ni idea de cómo armarlo —contestó Laurence, sonriendo ante su preocupación—, pero estaré bien. No tendré frío con este sobretodo de cuero que me han proporcionado.

—En cualquier caso, ha de esperar a disponer del arnés adecuado. Los entoldados requieren mosquetones de cierre. Ya está casi listo para partir, ¿no, Laurence? —Bowden se les había acercado y se incorporó a la conversación sin previo aviso. Se reunió con Laurence, que estaba de pie frente al pecho de Temerario, y se agachó levemente para examinar las sombrereras—. Mmm, ya veo que se inclina por subvertir todas nuestras costumbres a su conveniencia.

—No, señor, espero que no —repuso Laurence, refrenando el genio. No servía de mucho marcar las distancias con aquel hombre, ya que era uno de los comandantes de grado superior de la Fuerza Aérea y bien podría tener algo que decir sobre los futuros destinos de Temerario—, pero mi baúl de marino era difícil de llevar y me parecía que las sombrereras eran el mejor sustituto posible a tan corto plazo.

—Servirán —admitió Bowden, envarándose—. Espero que se libre de su forma de pensar de marino con la misma facilidad que del baúl, Laurence. Ahora, es usted un aviador.

—Lo soy, señor, y de buen grado, pero no puedo fingir que pretendo desprenderme de los hábitos y la forma de ser de toda una vida. Lo intente o no, dudo incluso que eso sea posible.

Por fortuna, Bowden no se enojó, aunque movió la cabeza.

—No, no lo es, y así lo dije… En fin. He venido a aclarar algo. Comprenderá que no debe comentar ningún aspecto de su adiestramiento con nadie que no forme parte de la Fuerza Aérea. Su Majestad considera apropiado que utilicemos el cerebro para lograr el mayor rendimiento posible en el servicio, pero nos disgusta tomar en consideración las opiniones de quienes no pertenecen al cuerpo. ¿Me he explicado con claridad?

—Completamente —contestó de manera forzada. La peculiar orden parecía confirmar sus peores sospechas, pero resultaba difícil formular alguna objeción si ninguno de ellos se abría y hablaba con claridad; era exasperante—. Señor —dijo mientras se devanaba los sesos para intentar sonsacarle de nuevo—, le quedaría muy agradecido si fuera tan amable de decirme qué hace del centro de Escocia un lugar tan apropiado para mi entrenamiento; de ese modo sabría qué esperar.

—Se le ha ordenado ir allí. Eso es lo que convierte al lugar en el único apropiado —contestó Bowden con acritud. Luego pareció sosegarse, ya que añadió con tono menos áspero—: El director de entrenamiento de Laguán está especialmente capacitado para adiestrar con rapidez a cuidadores novatos.

—¿Novatos? —repitió Laurence, mirándolo sin comprender—. Creía que un aviador se incorporaba al servicio a los siete años. No querrá decir que los niños empiezan a cuidar a los dragones a esa edad…

—No, por supuesto que no —dijo Bowden—, pero usted no es el primer cuidador que viene de fuera de nuestras filas o sin tanto entrenamiento como el que podríamos ofrecer. De vez en cuando un dragón recién salido del huevo sufre un ataque de mal humor y hemos de aceptar a cualquier voluntario. —Soltó una risotada—. Los dragones son criaturas extrañas, no hay forma de entenderlos. Algunos incluso les toman cariño a oficiales de la Marina.

Dio una palmada a la ijada de Temerario y se marchó tan inopinadamente como había aparecido, sin una palabra de despedida, pero en apariencia de mejor humor, y dejando a Laurence casi tan desconcertado como antes.

El vuelo al condado de Nottingham duró varias horas y le concedió el lujo de disfrutar de más tiempo libre del que esperaba disponer en Escocia. Prefería no imaginar qué era lo que Bowden, Powys y Portland esperaban que rechazara intensamente, y aún menos suponer, lo que tendría que hacer si descubría que la situación era insostenible.

Había tenido una única experiencia verdaderamente desagradable a lo largo de su carrera en la Armada, a los diecisiete años, cuando al poco de ser nombrado teniente, le habían asignado al Shorwise a las órdenes del capitán Barstowe, un hombre bastante mayor, una reliquia de los viejos tiempos de la Armada, cuando no se exigía que los oficiales fueran también caballeros. Barstowe era el hijo de un mercader de escasa riqueza y una mujer de menos reputación. Se había embarcado siendo niño en uno de los barcos de su padre y había perseverado hasta entrar en la Armada como gaviero. Hizo gala de un gran valor en la batalla y demostró tener buena cabeza para los números, lo cual le valió la primera promoción a sobrecargo y luego a teniente, y gracias a un golpe de suerte incluso llegó a capitán de fragata, pero jamás perdió la ordinariez de sus orígenes.

Y lo que era peor, Barstowe era consciente de no saber desenvolverse en sociedad y albergaba resentimiento hacia quienes, en su mente, le hacían sentir esa carencia. No era un resentimiento inmerecido, pues había muchos oficiales que le miraban con recelo y murmuraban de él, pero el trato fácil y desenvuelto de Laurence constituía un insulto intencionado y no tuvo misericordia a la hora de castigarle. El capitán murió de neumonía a los tres meses de viaje. Probablemente, eso había salvado la vida a Laurence, y al menos, le había liberado del continuo agotamiento, consecuencia de hacer dobles y triples guardias, una dieta a base de galleta y agua y el riesgo que entrañaba tener que dar órdenes a los encargados de los cañones, los peores tripulantes, los más torpes.

Laurence aún sentía un terror atávico cuando pensaba en la experiencia. No estaba preparado en lo más mínimo para obedecer a otro hombre de aquellas características y veía una indirecta en las ominosas palabras de Bowden sobre el hecho de que la Fuerza Aérea aceptaría a cualquiera que tomara un dragón recién salido del huevo, en el sentido de que su entrenador o tal vez sus compañeros de adiestramiento se parecieran a Barstowe. Era cierto que ya no tenía diecisiete años ni estaba indefenso, pero ahora debía tomar en consideración los intereses de Temerario y el deber que compartían.

De forma involuntaria, las manos sujetaron con más fuerza las riendas; Temerario le buscó con la vista y preguntó:

—¿Te encuentras bien, Laurence? Estás muy callado.

—Perdona, tenía la mente en otro sitio —contestó el jinete al tiempo que palmeaba el cuello del dragón—. No es nada. ¿No estás cansado? ¿Te apetece que nos detengamos a descansar un poco?

—No, no estoy cansado, pero me estás mintiendo. Tu voz suena muy desdichada —repuso Temerario con ansiedad—. ¿No es bueno que vayamos a empezar a entrenar o echas de menos tu nave?

—Veo que empiezo a ser transparente para ti —comentó Laurence arrepentido—. No, no añoro para nada mi nave, pero he de admitir que me preocupa un poco lo relativo a nuestro adiestramiento. Powys y Bowden se han comportado de forma muy extraña al respecto, y no estoy seguro de qué clase de recepción nos aguarda en Escocia ni si nos gustará.

—Si no queremos, siempre podemos volver a irnos, ¿no? —replicó Temerario.

—No es tan fácil. Ya sabes, no somos libres —respondió Laurence—. Soy un oficial del rey y tú eres un dragón del rey. No podemos hacer lo que nos plazca.

—No conozco al rey, y no le pertenezco como si fuera una oveja —contestó Temerario—. Si le pertenezco a alguien, es a ti, y tú a mí. No voy a quedarme en Escocia si eres desgraciado allí.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Laurence.

No era la primera vez que el dragón mostraba una inquietante tendencia a la independencia, que parecía ir en aumento a medida que crecía y empezaba a pasar despierto la mayor parte del tiempo. El propio Laurence no estaba muy interesado en filosofía política y descubría con tristeza que era desconcertante tener que idear explicaciones para lo que tan natural y obvio le resultaba.

—No es exactamente un tema de propiedad, pero le hemos prometido nuestra lealtad. Además —añadió—, lo íbamos a pasar mal para alimentarte si la Corona no paga la cuenta.

—Las vacas son muy sabrosas, pero no me importa comer pescado —dijo Temerario—. Tal vez debiéramos apoderarnos de un barco grande, como el del transporte, y regresar al mar.

Laurence se rió de la idea.

—¿Debo convertirme en un pirata del rey e ir saqueando las Antillas hasta llenar un refugio con el oro arrebatado para ti a las naves mercantes?

Acarició el cuello de Temerario.

—Parece emocionante —contestó el dragón; era obvio que la posibilidad había estimulado su imaginación—. ¿No podemos hacerlo?

—No. Hemos nacido demasiado tarde. Ya no hay piratas. Los españoles quemaron a la última banda de piratas fuera de la isla Tortuga el siglo pasado. Ahora solo hay unas pocas naves independientes o tripulaciones de dragones a lo sumo, y ésos siempre corren peligro de que los derriben. No te gustaría luchar por pura codicia, de veras. No es lo mismo que hacerlo cumpliendo tu deber con el rey y tu país, con el convencimiento de que estás protegiendo Inglaterra.

—¿Necesita que la protejan? —inquirió Temerario mirando hacia abajo—. Todo está en calma hasta donde alcanza la vista.

—Sí, porque es tarea nuestra y de la Armada hacer que sea así —contestó Laurence—. Los franceses cruzarían el canal de la Mancha si no hiciéramos nuestro trabajo. Están ahí, al este, no muy lejos, y Bonaparte dispone de un ejército de cien mil hombres a la espera de cruzarlo en cuanto se lo permitamos. De ahí que debamos cumplir nuestro deber. Ocurre lo mismo con los marineros del Reliant: el barco no navegaría si hicieran siempre su capricho.

En respuesta a esto, Temerario rumió para sus adentros al tiempo que emitía un sonido gutural desde lo más profundo. Laurence sintió la vibración a través de su propio cuerpo. El ritmo del dragón se aminoró ligeramente. Planeó sin batir alas durante un tiempo y luego volvió a aletear para recuperar altura, subiendo en espiral antes de estabilizarse otra vez. Aquella forma de volar se asemejaba bastante a alguien que pasea impaciente de un lado para otro. El dragón se volvió hacia él de nuevo.

—Laurence, he estado pensando… Si debemos dirigirnos a Loch Laggan, no hay que tomar ninguna decisión ahora, ya que no sabemos qué es lo que puede ir mal allí, y ahora no podemos pensar en nada. No deberías preocuparte hasta que hayamos llegado y veamos cómo están las cosas.

—Amigo, es un consejo excelente y lo tendré en cuenta —contestó Laurence, aunque luego añadió—: pero no estoy seguro de conseguirlo. Se me hace difícil no pensar en nada.

—Podrías volver a contarme historias de la Armada, sobre cómo sir Francis Drake y Conflagrada destruyeron a la flota española —sugirió Temerario.

—¿Otra vez? Bueno, pero a este paso empezaré a dudar de tu memoria.

—Recuerdo la historia perfectamente —replicó el dragón, indignado—, pero me gusta oírte contarla.

El resto del vuelo transcurrió sin que volviera a tener un momento libre para preocuparse. Temerario le obligaba a repetir sus fragmentos favoritos y le formulaba preguntas sobre dragones y naves a las que ni siquiera un erudito podría haber respondido, al menos a juicio de Laurence. Finalmente, se acercaron a la mansión familiar en Wollaton Hall a última hora de la tarde; el crepúsculo brillaba en los numerosos ventanales.

Con las pupilas muy dilatadas, Temerario sobrevoló en círculos la casa un par de veces, alejado de posibles curiosos. Laurence miró hacia abajo e hizo recuento de las ventanas iluminadas y comprendió que la casa no podía estar vacía. Había dado por hecho que sí lo estaría, pues la temporada aún estaba en su apogeo en Londres, pero ahora ya era demasiado tarde para buscar otro lugar para el dragón.

—Temerario, ha de haber un prado vacío ahí abajo, a la derecha, detrás de los establos.

—Sí, lo rodea una cerca —contestó el dragón después de mirar—. ¿Aterrizo ahí?

—Sí, te lo ruego. Me temo que debo pedirte que te quedes ahí. A los caballos les va a dar un ataque si te ven rondar cerca de los establos.

Después de que Temerario tomara tierra, Laurence se bajó, le acarició el cálido hocico y le dijo, como disculpándose:

—Me las arreglaré para traerte algo de comida en cuanto haya hablado con mis padres, si es que de verdad están en casa, pero eso puede llevarme un tiempo.

—No necesitas darme de cenar esta noche. Me alimenté bien antes de salir y tengo sueño. Me comeré alguno de esos venados de ahí por la mañana —respondió Temerario mientras se tumbaba y curvaba la cola alrededor de las piernas—. Deberías quedarte dentro. Aquí hace más frío que en Madeira y no quiero que enfermes.

—Resulta muy curioso que una criatura de seis semanas juegue a ser la niñera —repuso Laurence, divertido; incluso mientras hablaba, le costaba creer que Temerario fuera tan joven.

En muchos aspectos, el dragón parecía totalmente maduro desde que salió del huevo, y desde la eclosión había absorbido enseñanzas del mundo circundante con tal entusiasmo que las lagunas de su conocimiento desaparecían a una velocidad asombrosa. No lo consideraba ya una criatura de la que se sentía responsable, sino más bien un amigo íntimo, el más apreciado, alguien con cuyo apoyo se podía contar sin vacilación. Al contemplar al dragón, ya adormecido, perdía parte del miedo al adiestramiento y desterró a Barstowe de su mente como si fuera una pesadilla. Lo más seguro era que no les aguardara nada que no pudieran afrontar juntos.

Pero tenía que enfrentarse solo a su familia. Se acercó a la casa desde los establos y verificó que la primera impresión aérea había sido correcta: el salón estaba intensamente iluminado y se veía luz de velas en muchos de los dormitorios. Era una reunión social de varios días a pesar de la época del año.

Envió a un lacayo para informar a su padre de que estaba en casa y subió a su habitación por la escalera de atrás para cambiarse. Le hubiera gustado darse un baño, pero creía que debía bajar pronto para ser cortés, cualquier otra cosa se podría interpretar como un intento de eludir la situación. Se conformó con lavarse la cara y las manos en la jofaina. Por fortuna, había traído el uniforme de gala. Su imagen en el espejo le resultaba extraña. Llevaba la nueva chaqueta de color verde botella de la Fuerza Aérea con las barras doradas en lugar de las charreteras, que había adquirido en Dover. Una parte la habían confeccionado para otro hombre y permaneció a la espera mientras se lo ajustaban apresuradamente, aunque de hecho le sentaba bastante bien.

Además de sus padres, se había reunido en el salón más de una docena de personas. La frívola conversación se apagó en cuanto él entró para continuar luego en cuchicheos que le siguieron a través de la sala. Su madre acudió a su encuentro con el rostro sereno pero la expresión petrificada; notó lo tensa que estaba cuando se inclinó para besarle en la mejilla.

—Lamento aparecer de esta guisa sin avisar —se disculpó—. No esperaba encontrar a nadie en casa. Sólo me voy a quedar esta noche, salgo hacia Escocia por la mañana.

—¡Oh, cuánto lo lamento, cielo! Estamos muy contentos de tenerte aquí, aunque sea por tan poco tiempo —dijo—. ¿Conoces a miss Montagu?

Los invitados eran en su mayoría amigos de toda la vida de sus padres a quienes no conocía demasiado bien, pero tal y como había sospechado que podría suceder, todos sus vecinos habían asistido a la fiesta, y Edith Galman había acudido con sus padres. No estaba seguro de si alegrarse o lamentarlo. Sentía que debía alegrarse de verla, ya que de otro modo la oportunidad hubiera tardado mucho en presentarse. Las miradas que le lanzaban todos los huéspedes, profundamente incómodos, daban la sensación de chismorreo soterrado y se sintió totalmente incapaz de enfrentarse a la joven en un escenario tan público.

La expresión de Edith cuando se había inclinado para besarle la mano no revelaba indicio alguno de sus sentimientos. Por temperamento, no se alteraba con facilidad, y si las noticias de su llegada la habían perturbado, ya había recuperado el aplomo.

—Me alegro de verte, Will —dijo llena de calma.

Aunque no descubrió ninguna nota de afecto en su voz, al menos tampoco parecía enojada ni ofendida.

Por desgracia, no tuvo ocasión de conversar con ella en privado de manera inmediata, ya que había trabado conversación con Bertram Woolvey y le dio la espalda en cuanto terminaron de saludarse con sus acostumbrados buenos modales. Woolvey le saludó amablemente con la cabeza, pero no hizo ademán de cederle su lugar. Aunque sus padres se movían en los mismos círculos, Woolvey era el único heredero de su progenitor, de modo que no necesitaba dedicarse a ningún tipo de ocupación. Pasaba el tiempo cazando en la campiña o arriesgando grandes sumas en el juego, ya que en modo alguno se sentía atraído por la política. Laurence encontraba su conversación aburrida y jamás habían sido amigos.

En cualquier caso, no podía dejar de presentar sus respetos al resto de los invitados. Resultó difícil encontrar miradas francas y ecuánimes, y lejos de una buena acogida, lo único con lo que se encontró fue con la reprobación de muchos y la lástima de otros. El peor momento con diferencia se produjo al llegar a la mesa donde su padre jugaba al whist. Lord Allendale miró la chaqueta de su hijo con manifiesta desaprobación y no le dirigió la palabra.

El incómodo silencio que se hizo en aquel rincón de la habitación resultó muy violento. Su madre lo salvó al pedirle que fuera el cuarto jugador en otra mesa Se sentó agradecido y se zambulló en las complejidades de la partida. Sus compañeros de mesa eran caballeros mayores, lord Calman y otros dos amigos y aliados políticos de su padre. Se consagraron al juego y no le importunaron con ninguna conversación que rebasara lo correcto.

No pudo evitar mirar de soslayo a Edith de vez en cuando, aunque no logró oír el sonido de su voz. Woolvey continuaba monopolizando su compañía, y no sintió sino desagrado al ver lo mucho que se inclinaba sobre ella y que le hablaba tan de cerca. Lord Galman consiguió con tacto que se centrara en las cartas para evitar que su distracción los demorara de nuevo Laurence se disculpó avergonzado con los jugadores e inclinó la cabeza para examinar la mano de naipes.

—Supongo que se dirigirá a Loch Laggan —dijo el almirante McKinnon, concediéndole unos momentos para retomar el hilo del juego—. De niño, viví no muy lejos de allí y un amigo mío reside cerca del pueblo. Solía ver los vuelos por encima de nuestras cabezas.

—Sí, señor. Nos entrenamos allí —contestó Laurence mientras descartaba una carta.

El vizconde Hale, a su izquierda, continuó el juego, y lord Galman se hizo con la baza.

—La gente de allí es un poco rara. La mitad del pueblo entra en el Cuerpo. Los lugareños suben, pero los aviadores no bajan, excepto alguna vez, cuando van al pub a ver a alguna de las chicas. Al menos, es más fácil que en el mar. Ja, ja!

Después de haber efectuado aquel grosero comentario, McKinnon recordó de pronto la presencia de Laurence. Miró de reojo con cierta vergüenza para ver si alguna de las damas lo había captado y abandonó el tema.

Woolvey llevó a Edith a la cena. Laurence estorbaba en aquella mesa con su presencia, por lo que tuvo que sentarse en el extremo opuesto, donde tuvo el dolor de verlos conversar sin el placer de participar. Miss Montagu, sentada a su derecha, estaba muy guapa, pero tenía aspecto malhumorado y lo desatendió hasta llegar casi a la grosería al dirigirle exclusivamente la palabra al caballero que estaba al otro lado, un renombrado tahúr a quien Laurence conocía más por su reputación que como persona.

Ser rechazado de esa manera suponía una experiencia nueva y desagradable para él. Sabía que ya no era un hombre casadero, pero no había esperado que esto repercutiera de manera tan negativa en la acogida que se le había dispensado, y resultaba especialmente vergonzoso descubrir que valía menos que un manirroto de aspecto abotargado y con el rostro rubicundo salpicado de pecas. El vizconde Hale, sentado a su derecha, sólo se interesaba en su comida, por lo que Laurence se encontró sentado en medio de un silencio casi absoluto.

Al no estar inmerso en una conversación, resultaba aún más desagradable no tener más alternativa que escuchar a Woolvey hablar largo y tendido, y con escasa precisión, sobre el estado de la guerra y la preparación de Inglaterra para la invasión. Woolvey se mostró ridículamente entusiasta mientras hablaba de cómo la milicia le iba a dar una lección a Bonaparte si se atrevía a cruzar con su ejército. Laurence se vio obligado a clavar la vista en el plato para ocultar su expresión. ¿La milicia obligando a retirarse a Napoleón, el dueño y señor de Europa, con cien mil hombres a su disposición? ¡Qué disparate! Por supuesto, era la clara muestra de insensatez que fomentaba la Oficina de Guerra para mantener alta la moral, pero resultaba sumamente desagradable ver a Edith escuchar con aprobación semejante discurso.

Laurence sospechaba que ella mantenía el rostro vuelto de forma intencionada. No se esforzaba en que sus miradas se encontrasen, eso desde luego. La mayor parte del tiempo permaneció atento al plato, comiendo de forma mecánica y sumiéndose en un desacostumbrado silencio. La cena se hizo interminable; menos mal que su padre se levantó poco después de que las damas los hubieran dejado y de inmediato Laurence vio en el regreso al salón la ocasión de excusarse ante su madre y escaparse, alegando el pretexto del viaje que le aguardaba.

Pero uno de los criados, sin aliento, le alcanzó en los aledaños de la puerta de su dormitorio: su padre quería verle en la biblioteca. Laurence vaciló. Podía darle una excusa y posponer la entrevista, pero no tenía sentido demorar lo inevitable. Volvió a bajar la escalera, aunque muy despacio, y dejó la mano sobre la puerta demasiado tiempo, hasta que una de las doncellas se acercó. Ya no pudo seguir jugando a hacerse el cobarde, de modo que empujó la puerta, ésta se abrió y él entró.

—Su llegada me asombra —dijo lord Allendale en cuanto se cerró la puerta, sin intercambiar el más mínimo cumplido de rigor—. Me asombra de verdad. ¿Qué pretendía viniendo aquí?

Laurence se envaró, pero respondió con serenidad:

—Sólo pretendía hacer una pausa en mi viaje. Voy de camino a mi próximo destino. No tenía idea de que estuvieran aquí, señor, ni de que tuvieran huéspedes. Lamento mucho haber irrumpido sin avisarlos.

—Ya veo. ¿Creía que nos íbamos a quedar en Londres después de que la noticia nos hubiera convertido en la atracción del momento, en un espectáculo? Desde luego que se va a su siguiente destino, aquí no se queda.

Examinó con desdén la chaqueta de Laurence, que enseguida se sintió tan desastrado y sucio como en las inspecciones que, siendo niño, tuvo que soportar cuando acababa de entrar después de jugar en los jardines.

—No me voy a molestar en reprochártelo. Sabe perfectamente lo que pienso de todo este asunto, por lo que no le voy a abrumar. Muy bien. Le agradecería, señor, que en lo sucesivo evitara esta casa y nuestra residencia de Londres, si es que se puede permitir abandonar la cría de animales el tiempo suficiente como para poner un pie en la ciudad.

Laurence sintió que le embargaba una gran indiferencia. De pronto, se notó muy cansado y le faltó ánimo para discutir. Su propia voz parecía sonar muy lejana y no había emoción alguna en nada de lo que decía:

—Muy bien, señor. Me iré ahora mismo.

Tendría que llevar a Temerario a dormir a algún prado comunal, a pesar de que, sin duda, asustaría al ganado del pueblo. Por la mañana le compraría unas cuantas ovejas pagadas de su propio bolsillo, en el caso de que fuera posible; de lo contrario, le pediría que volara aun teniendo hambre. Ya se las arreglarían.

—No seas absurdo —replicó lord Allendale—. No te estoy repudiando, no lo mereces, pero he elegido no representar un melodrama para que se rían todos. Pasarás aquí la noche y te irás por la mañana, tal y como anunciaste. Eso será lo mejor. Me parece innecesario decir nada más. Puedes irte.

Laurence subió las escaleras lo más deprisa que pudo; se sentía como si se hubiera librado de una carga después de cerrar la puerta de su dormitorio tras de sí. Tenía la intención de llamar para que le prepararan un baño, pero se sentía incapaz de hablar con nadie, ni aunque fuera una doncella o un criado. Lo único que quería era estar a solas y en silencio. No iba a soportar otra comida protocolaria con invitados ni a hablar más con su padre, que ni siquiera en la campiña se levantaba antes de las once.

Contempló la cama durante un prolongado momento; luego, sacó de pronto una vieja levita y unos gastados pantalones del ropero, se los puso en lugar de su traje de etiqueta y salió al exterior. Temerario ya dormía, bien aovillado sobre sí mismo, pero entreabrió un ojo antes de que Laurence pudiera escabullirse y alzó el ala en un gesto instintivo de bienvenida. Laurence había tomado una manta en los establos. Se puso tan cómodo y abrigado como le fue posible, estirado sobre la enorme pata delantera del dragón.

—¿Va todo bien? —preguntó bajito Temerario mientras rodeaba a Laurence con la otra pata en un gesto protector, y le cubría con las alas parcialmente desplegadas para protegerle—. Algo te aflige. ¿Nos vamos ahora mismo?

La idea era tentadora, pero no tenía sentido. Lo mejor que podían hacer ambos era pasar una noche tranquila y desayunar por la mañana; en cualquier caso, no se iba a ir de tapadillo, como si hubiera cometido alguna indignidad.

—No, no —dijo Laurence, que le acarició hasta que volvió a plegar las alas—. No es preciso, te lo aseguro. Sólo he tenido unas palabras con mi padre.

Él enmudeció. No debía revolver los recuerdos de la entrevista ni la fría despedida de su padre. Encorvó los hombros.

—¿Se ha enfadado por nuestra llegada? —preguntó el dragón.

Esta muestra de rápida comprensión por parte de Temerario y la preocupación que mostraba su voz fueron como un tónico para su fatiga y su desdicha, y consiguieron que hablara con más franqueza de la que pretendía.

—En el fondo, es una vieja disputa —dijo—. Él hubiera deseado que yo entrara en la Iglesia, como mi hermano. Jamás consideró que la Armada fuera una ocupación honorable.

—En ese caso, ¿ser aviador es peor? —inquirió Temerario, ahora demasiado perceptivo—. ¿Es por eso por lo que no querías dejar la Armada?

—A sus ojos, quizá la Fuerza Aérea sea peor, pero no a los míos. También tiene grandes compensaciones. —Estiró el brazo para acariciar el hocico de Temerario, que le devolvió la caricia con cariño—. Lo cierto es que nunca aprobó la carrera que elegí. Me tuve que escapar de casa cuando era crío para que me dejara embarcarme. No puedo permitir que su voluntad me gobierne, porque entiendo mi deber de una forma diferente a la suya.

Temerario resopló. Su cálido aliento levantó pequeñas estelas de humo en el frío aire de la noche.

—Pero ¿no va a dejarte dormir dentro?

—Ah, no —repuso Laurence, que sintió cierta vergüenza al confesar la debilidad que le había llevado a buscar consuelo en el dragón—. Es que… prefería estar contigo a tener que dormir solo.

A Temerario le chocó la respuesta.

—A condición de que te abrigues —repuso mientras volvía a tumbarse con cuidado y adelantaba ligeramente las alas para protegerse ambos del viento.

—Estoy muy a gusto. Te ruego que no te preocupes —contestó Laurence mientras se estiraba sobre la enorme y firme pata y se envolvía con la manta—. Buenas noches, amigo.

Se sintió repentinamente agotado, pero era un cansancio físico. Aquel doloroso hastío que se le metía en los huesos había desaparecido.

Abrió los ojos a primera hora de la mañana, cuando las tripas de Temerario sonaron con la suficiente fuerza como para despertar a ambos.

—Vaya, tengo hambre —comentó el dragón mientras se incorporaba con ojos brillantes y miraba con avidez la manada de ciervos que pululaba nerviosamente en el parque, apiñada contra el muro más lejano.

Laurence descendió de la pata y después de dar una última palmadita en la ijada, dijo:

—Te dejo para que vayas por tu desayuno y yo haré lo mismo con el mío.

No estaba presentable pero, por fortuna, los invitados no se habían levantado tan temprano, y alcanzó su dormitorio sin encontrarse a nadie; de lo contrario hubiera aumentado aún más su descrédito.

Se aseó con brío, se puso la ropa de vuelo mientras un sirviente volvía a empaquetar la única bolsa de su equipaje y descendió tan pronto como consideró que la hora era aceptable. Las criadas aún estaban sacando del aparador los primeros platos del desayuno y acababan de colocar la cafetera en la mesa. Esperaba evitar a todos los invitados pero, para su sorpresa, Edith ya se hallaba en la mesa del desayuno a pesar de no ser madrugadora.

Su rostro estaba aparentemente en calma, la ropa impoluta y el dorado pelo sedoso sujeto en un recogido, pero las manos crispadas en el vientre la delataban. No había tomado nada de comida, sólo una taza de té que descansaba intacta enfrente de ella.

—Buenos días —saludó con una alegría que sonaba a falsa; miró a los sirvientes mientras hablaba—. ¿Te sirvo?

—Gracias —contestó con la única posible respuesta y se sentó junto a ella.

Le sirvió un café y le añadió media cucharada de azúcar y otra de crema, exactamente como a él le gustaba. Permanecieron sentados juntos muy envarados sin comer ni hablar hasta que los criados terminaron los preparativos y abandonaron la habitación.

—Esperaba tener la ocasión de hablar contigo antes de que te fueras —dijo en voz baja mientras al fin le miraba—. ¡Cuánto lo siento, Will! Supongo que no había otra alternativa.

Necesitó unos instantes para comprender que se refería al asunto del enjaezado del dragón. A pesar de la ansiedad que sentía por lo del adiestramiento, ya no consideraba su nueva situación como un mal.

—No. Mi deber estaba claro —respondió de forma tajante.

Podía tolerar las críticas de su padre sobre ese tema, pero no lo aceptaría de nadie más.

Aunque, llegado el momento, Edith se limitó a asentir y dijo:

—Supe que tenía que ser algo parecido en cuanto me enteré.

Volvió a agachar la cabeza e inmovilizó las manos, que había estado retorciendo sin sosiego.

—Mis sentimientos siguen siendo los mismos a pesar de las circunstancias —dijo al fin Laurence, cuando estuvo claro que ella no iba a decir nada más. Aunque su respuesta había evidenciado la falta de afecto, no quería, sin embargo, que más adelante Edith le reprochara que no había sido fiel a su palabra; iba a dejar que fuera ella quien pusiera fin a su acuerdo—. Si los tuyos han cambiado, basta una palabra tuya para que me calle.

No pudo evitar guardarle rencor incluso mientras le hacía el ofrecimiento, y detectó en su propia voz una desacostumbrada frialdad; era un tono poco habitual para una proposición.

Ella respiró de forma acelerada, sobresaltada, y replicó casi con fiereza:

—¿Cómo me puedes hablar así? —Se sintió esperanzado durante un instante, aunque luego Edith continuó para decir—: ¿He sido interesada? ¿Te he reprochado que hayas seguido la forma de vida que habías elegido con todos los peligros y molestias que conlleva? Si hubieras entrado en la Iglesia, no hay duda de que ya te habrías establecido para vivir bien. A estas alturas ya podríamos estar cómodamente juntos en nuestra propia casa, con hijos, y no habría tenido que pasar tantas horas temiendo por ti, mientras estabas lejos, en el mar.

Habló muy deprisa, con más sentimiento del que Laurence estaba acostumbrado a ver en ella y con las mejillas arreboladas. Había mucha razón en sus palabras, no podía dejar de reconocerlo, y se avergonzó de su propio resentimiento. Casi había empezado a extender la mano hacia ella cuando Edith ya proseguía hablando:

—No me he quejado, ¿verdad? He aguardado, he sido paciente, pero he esperado para algo mejor que una vida solitaria, lejos de la compañía de todos mis amigos y de mi familia, con poco más que una pequeña parte de tu atención. Mis sentimientos son los mismos de siempre, pero no soy tan imprudente ni tan sentimental como para aceptar que voy a estar sola ante cada dificultad.

Se detuvo llegado a este punto.

—Perdóname —dijo Laurence, apesadumbrado. Cada palabra parecía un reproche cuando se había complacido en pensar en sí mismo como el maltratado—. No debería haber hablado así, Edith. Hubiera sido mejor que te hubiera pedido perdón por haberte puesto en una situación tan espantosa. —Se levantó de la mesa e hizo una reverencia; no podía seguir allí junto a ella, por supuesto—. He de pedirte que me disculpes. Acepta mis mejores deseos para tu felicidad.

Ella también se levantó, negando con la cabeza.

—No, debes quedarte y terminar el desayuno —dijo—. Tienes un largo viaje por delante. No tengo nada de apetito. No, te lo aseguro. Me voy.

Le alargó la mano y le dedicó una sonrisa trémula. Él pensó que Edith quería despedirse de forma educada, pero si era ésa su intención, le falló en el último momento cuando dijo con un hilo de voz:

—Te ruego que no pienses mal de mí.

Salió de la sala lo más deprisa posible.

No tenía de qué preocuparse. Laurence no podía pensar mal de Edith; al contrario, se sentía culpable por haberse dirigido a ella con frialdad aunque sólo fuera por un momento y por haber fracasado en sus obligaciones hacia ella. El compromiso se había cerrado entre la hija de un caballero con una respetable dote y un oficial de la Armada con escasas expectativas pero interesantes posibilidades. Sus propios actos habían aminorado su posición y era innegable que casi todo el mundo discrepaba sobre el valor que él otorgaba al deber en aquel asunto.

Y no era poco razonable al pedir más de lo que un aviador le podía dar. Le bastaba con pensar en el grado de atención y afecto que Temerario le exigía para comprender lo poco que podía ofrecer a una esposa, incluso en aquellas raras ocasiones en que estuviera de permiso. Había sido muy egoísta al proponerle nada a Edith, al pedir que sacrificara su propia felicidad a su comodidad.

Le quedaba poco ánimo y menos apetito para desayunar, pero no quería tener que detenerse durante el viaje, por lo que llenó su plato y se obligó a comer. No permaneció solo durante mucho tiempo. Muy poco después de que Edith se hubiera marchado, miss Montagu bajó las escaleras vistiendo un traje de montar demasiado elegante, más propio de un paseo a medio galope por Londres que para cazar por la campiña, pero que, a cambio, realzaba su figura. Sonreía cuando entró en la habitación, expresión que se torció en cuanto vio que él era el único que estaba allí. Se sentó en el otro extremo de la mesa. Al poco, Woolvey, también vestido para montar a caballo, se reunió con ella. Laurence los saludó con una inclinación de cabeza por estricta cortesía y no prestó atención a su frívolaa conversación.

Su madre bajó cuando él ya había terminado de desayunar. Mostraba signos de haberse vestido de modo apresurado y tenía ojeras de cansancio debajo de los ojos. Ella le miró a la cara con ansiedad y su hijo le sonrió con la esperanza de tranquilizarla, aunque sin éxito, comprobó. En el rostro de Laurence se reflejaban la desdicha y la cautela con las que denodadamente se había protegido contra la desaprobación paterna y la curiosidad de la concurrencia.

—He de marcharme enseguida. ¿Vienes a conocer a Temerario? —le preguntó; de ese modo, al menos dispondrían de unos pocos minutos para pasear.

—¿Temerario? —repitió lady Allendale sin comprender—. William, no querrás decir que has traído aquí tu dragón, ¿verdad? Cielo santo, ¿dónde está?

—Claro que está aquí. ¿De qué otro modo podría viajar? Le he dejado fuera, detrás de los establos, en el prado de los potros —respondió Laurence—. Ahora habrá terminado de comer. Le he autorizado a comerse un ciervo.

—¡Vaya! —exclamó miss Montagu, que estaba escuchando. Parecía obvio que la curiosidad había modificado sus objeciones respecto a la compañía de un aviador—. Nunca he visto un dragón. ¿Os puedo acompañar? ¡Sería todo un acontecimiento para mí!

Era imposible negarse, aunque le hubiera gustado hacerlo, por lo que después de llamar para que le trajeran el equipaje, acompañados también por Woolvey, los tres salieron juntos hacia la pradera. Temerario permanecía acuclillado contemplando cómo la niebla matutina se levantaba del campo. Incluso a una considerable distancia, su figura surgió imponente, recortada contra el frío cielo gris.

Laurence se detuvo durante unos instantes para recoger un balde y trapos de los establos y luego condujo a sus acompañantes, poco dispuestos de repente a juzgar por las escasas ganas con que Woolvey y miss Montagu arrastraban los pies. Su madre también estaba asustada, pero no lo demostraba, salvo por el hecho de apretar con más fuerza de lo normal el brazo de Laurence. Retrocedió varios pasos cuando se acercó a las ijadas de Temerario.

El dragón examinó a los desconocidos con interés mientras agachaba la cabeza para que Laurence le lavara. Tenía el morro ensangrentado con los restos del ciervo y abrió las fauces para que Laurence pudiera limpiarle la sangre de las comisuras de la boca. Había tres o cuatro astas en el suelo.

—Intenté lavarme en aquella laguna, pero es demasiado poco profunda y el barro me llegaba enseguida a la nariz —dijo el animal en tono de disculpa.

—¡Vaya, habla! —exclamó miss Montagu mientras se colgaba del brazo de Woolvey.

Ambos habían retrocedido varios pasos a la vista de las hileras de centelleantes dientes blancos. Los afilados incisivos del dragón ya eran mayores que el puño de un hombre.

Temerario se sorprendió al principio, pero luego sus pupilas se ensancharon y respondió con amabilidad.

—Sí, hablo. —Luego se dirigió a Laurence—. ¿Crees que le gustaría montar en mi lomo y ver los alrededores?

Laurence no pudo reprimir un destello de malicia.

—Estoy seguro de que sí. Adelante, miss Montagu, por favor. Veo que usted no es de esas personas apocadas que temen a los dragones.

—No, no —respondió retrocediendo muy pálida—, ya he abusado demasiado del tiempo del señor Woolvey. Debemos ir a montar.

Woolvey tartamudeó unas excusas igual de transparentes, y de inmediato se alejaron juntos, tropezando en su prisa por alejarse.

Temerario pestañeó levemente sorprendido.

—Vaya, estaban asustados —comentó—. Al principio pensé que ella era corta de entendederas, como Volly. No lo entiendo. Ellos no son vacas, y de todos modos acabo de comer.

Laurence ocultó para sí la sensación de victoria e hizo avanzar a su madre.

—No tengas ningún miedo. No hay motivo alguno —le dijo con suavidad—. Temerario, te presento a mi madre, lady Allendale.

—Una madre… Eso es especial, ¿verdad? —contestó Temerario mientras agachaba la cabeza para mirarla más de cerca—. Me siento honrado de conocerte.

Laurence guió la mano de su madre hacia el hocico de Temerario. Ella comenzó a acariciarlo con más confianza después de la primera tentativa de tocar la cálida piel.

—¡Caramba! El placer es mío —contestó—. ¡Qué suave! Jamás lo hubiera pensado.

Temerario emitió un ruido sordo de complacencia ante el cumplido y la caricia. Laurence los miró a los dos con buena parte de su alegría recuperada. Pensó en lo poco que debía importarle el resto del mundo cuando estaba seguro de la buena opinión de quienes más valoraba y en la certeza de estar cumpliendo con su deber.

—Temerario es un Imperial Chino —le explicó a su madre sin ocultar su orgullo—, una de las razas menos comunes. El único de toda Europa.

—¿De verdad? Es magnífico, cielo. Recuerdo haber oído en alguna ocasión que los dragones chinos son algo muy poco frecuentes —dijo, pero seguía mirando a su hijo con ansiedad, con una pregunta muda en los ojos.

—Sí —dijo Laurence en un intento de contestarla—. Me considero muy afortunado, te lo prometo. Tal vez algún día podamos ir a volar juntos tú y yo, cuando dispongamos de más tiempo —agregó—. Es algo extraordinario. No hay nada comparable.

—¿Volar? ¡Ni lo sueñes! —respondió ella con indignación, aunque en su interior parecía satisfecha—. Sabes perfectamente que ni siquiera soy capaz de sostenerme encima de un caballo. No sé, no estoy segura. ¿Qué iba a hacer encima de un dragón?

—Irías sujeta con correas, como voy yo —le explicó Laurence—. Temerario no es un caballo, no intentaría tirarte.

—Desde luego que no —intervino Temerario con total seriedad—, y si te cayeras, me atrevo a decir que te podría recoger.

Tal vez aquél no fuera el comentario más tranquilizador, pero el deseo de agradar era muy obvio y lady Atiéndale le sonrió de todos modos.

—¡Qué amable! No tenía ni idea de que los dragones fueran tan instruidos —dijo—. Cuidarás mucho de William, ¿verdad? Siempre me ha dado el doble de quebraderos de cabeza que el resto de mis hijos, y siempre anda metiéndose en líos.

Laurence se indignó un poco al oír que le describían de esa manera y que Temerario se viera obligado a responder:

—Te lo prometo, nunca dejaré que le causen ningún daño.

—Veo que he esperado demasiado; de un momento a otro me vais a envolver entre algodones y vais a darme de comer gachas —replicó mientras se inclinaba para besar a su madre en la mejilla—. Madre, puedes escribirme a la dirección de la Fuerza Aérea en la base de Loch Laggan, en Escocia. Es el sitio en que recibiremos la instrucción. Temerario, ¿puedes sentarte sobre las patas traseras? Voy a poner otra vez esta sombrerera.

—¿No puedes sacar ese libro de Duncan? —inquirió Temerario mientras se alzaba—. Ese de El tridente naval. Nunca has terminado de leerme la batalla del Glorioso Primero. Me la podrías leer de camino…

—¿Te lee? —preguntó lady Allendale a Temerario, divertida.

—Sí. Como ves, no puedo sostener los libros por mi cuenta ni volver las hojas demasiado bien, ya que son demasiado pequeños —contestó Temerario.

—La estás malinterpretando. Únicamente le sorprende el hecho de que me hayan persuadido para que abra un libro. Siempre intentó que me sentara a leer cuando era niño —intervino Laurence al tiempo que removía las otras sombrereras para encontrar el volumen—Te sorprendería saber en qué intelectual me he convertido, madre. Es insaciable. Estoy listo, Temerario.

Ella rompió a reír y retrocedió hasta el borde del campo mientras el dragón subía a Laurence. Se puso la mano encima de los ojos a modo de visera y se quedó observándolos mientras subían en el cielo. Era una figura diminuta que se empequeñecía con cada batir de las grandes alas, y luego los jardines y las torres de la casa se perdieron detrás de la curva de una colina.