CUATRO

—Ningún peligro de la batalla de Kadesh podía igualarse a esto —dijo mi bisabuelo—, pues cuando la batalla terminó, eso fue todo, pero ahora yo debía estar en guardia todos los días de mi vida. No importaba. No podía esperar hasta la noche siguiente. Esa mañana despaché rápidamente las tareas que se presentaron. Poseía tal vigor, que estuve a punto de poner las manos encima de varias de las reinas menores. Me sentía como si aún siguiera en la barca (o lo que quedaba de mi barca), navegando con el sol.

»Él llegó por la noche, de modo que no pude verla. Usimare pasó aún el tiempo con otras reinas, pero yo no podía arriesgarme a visitar a Bola de Miel. Su presencia mantenía despiertos a los eunucos, que montaban guardia detrás de cada arbusto. Además, las reinas menores estaban alertas al menor sonido. La noche era como un oído oscuro. Aun así, podría haberme arriesgado, pero con Usimare una o dos casas más allá, yo me hubiera sentido tan inerte junto a ella como el calor de la oscuridad misma, vergüenza que no me atrevía a sufrir otra vez. Toda esa noche tuve que soportar la risa de Usimare y los gruñidos que provenían de su garganta. Como Ra, él estaba cerca de las bestias, y los Jardines estaban habitados por el león, el toro, el chacal y el cocodrilo; hasta el grito agudo de algunos pájaros y el arrullo de una tórtola provenían de su garganta. Yo no podía dormir, y regresó mi jabalí. Volvió a respirar sobre mis ijares.

»A la noche siguiente no vino Usimare, y yo me acosté junto a Bola de Miel, preparado. No bien nos acostamos, la penetré; ella se movía, y yo no podía detenerme. Antes de que su cuerpo comenzara a galopar, yo terminé de montar. Esa vez fui yo quien oyó el plañido, el grito, el gemido de rabia, y la caída hizo eco en su cuerpo.

»Había una diferencia muy agradable para mí. Hasta esa noche, no bien terminaba, me preparaba para huir de sus brazos. Esa noche, sin embargo, quise hacerlo otra vez, y antes de que pasara mucho tiempo, lo hice, y esa vez fue mejor. Por fin podía sentirme dueño de mis sentimientos. El saber que su boca era una esclava de Usimare me hacía despreciarla (y despreciarme) lo suficiente como para permanecer dentro de mis límites. Podía sacudirme hacia delante y hacia atrás como sobre una barca, cabalgaba sobre sus caderas como sobre las fuertes olas. De hecho, realicé un viaje con nuestros dos cuerpos por el río de la noche, hasta que el más leve movimiento de sus animales enjaulados, que mantenía en el jardín, se convirtió en los sonidos de las márgenes; hasta los ratones, fascinados, dejaron de correr por las grietas de las paredes. Intenté su arte de besar, en el que ella era experta, y a pesar de que pocos días la separaban del sabor de las partes de Usimare (lo que provocaba mi aversión, ya que él era un hombre), después de todo, él era un dios, además, y nada puede emanar de un dios que no sea digno de una fiesta; en realidad, solía decirse que nuestra carne está formada por los desperdicios de Amón y que el perfume es el dulce olor de su corrupción. De modo que yo podía alternar entre la admiración y el desdén, y era capaz de contenerme cada vez que estaba a punto de estallar, de modo que ambos galopábamos a la par, agitándonos, y después conocimos el verdadero reposo en el círculo de nuestros brazos. El jabalí seguía acuciándome, pero con ternura.

»Desde esa noche puedo hablar de una tibieza más dulce. Porque yo pensaba que ella era hermosa. Incluso el gran peso de sus caderas hablaba del poder de sus grandes pechos, y su cintura tenía el vigor de un árbol. Yo adoraba su espalda. Era fuerte y abundante y estaba llena de esos maravillosos músculos que yo solía acariciar en las grupas de Hera-Ra; sus brazos eran como los muslos de las jovencitas y me conducían a su boca, que era de miel. Sus muslos, que yo tomaba en mis manos, eran tan fascinantes como las cinturas de dos muchachas que yo abrazara a la vez.

»Por eso cada vez la conocía mejor, y en consecuencia soportaba un mayor sufrimiento cada vez que Usimare iba de visita. Una noche, en que eligió a Bola de Miel en compañía de varias otras reinas menores, los sonidos de su placer me perturbaron de tal manera que estuve a punto de irrumpir en la alcoba, lo cual hubiera sido apacible en comparación con la crueldad de tener que oír. Caminaban hormigas por el reseco desierto de mi corazón.

»Volvió a la noche siguiente, pero como reconocí las voces de las reinas menores, vi que no la había elegido a ella. Sin saber si debía estar contento o despreciar su falta de encanto al no cautivarlo por segunda vez, superé toda cautela, trepé por su muro, entré en su cama y la poseí, abrumado por los celos, mientras ella hablaba. Me dijo que había presenciado todo lo que él había hecho, sin participar. Cuando él le preguntó por qué permanecía de pie, con tanta castidad, ella le dijo que había estado comulgando con demonios, preparándose para una ceremonia sagrada, y deseaba evitar el riesgo de vincular esos ogros invisibles —que podían estar cerca— a su carne divina. Cuando él le preguntó el propósito de su ceremonia, ella respondió que era por la vida, la salud y el poder de los Dos Reinos, ante lo cual él gruñó y dijo: “Yo hubiera escogido un día mejor.” No le preguntó nada más.

»Ésa fue la historia que ella me contó. No la creí. La noche anterior, en medio de mi tortura, la había oído reír muchas veces. Además, Usimare tenía poca paciencia con cualquiera que no lo satisficiera. Cuando estuve por decirle esto, ella puso sus dedos sobre mis labios (aunque, os aseguro, hablábamos con tonos parecidos al silencio mismo) y susurró: “Le dije que si no tocaba su carne esta noche, estaría doblemente plena de él como resultado.” Bola de Miel rió en la oscuridad. Aunque había hecho el círculo doble de Isis alrededor de nosotros en muchas oportunidades, para que ninguno de nuestros pensamientos pudiera huir a la mente de otros, volvió a hacerlo ahora, para protegernos por reírnos de él. “¿Qué dijo él?”, le pregunté.

»“¡Ah! —exclamó—. Me dijo que debería prestarle doble atención la próxima vez que me mirara.” Y con una sonrisa procaz me habló en el idioma de la calle, acercando la boca a mi oído. “Dijo que como era Señor de los Dos Reinos y dos veces rey de Egipto, me poseería por el coño y por el culo.”

»“¿Y qué dijisteis vos?”, le pregunté.

»“Gran Dos Casas, se necesitará de todas nosotras para limpiaros con nuestros besos.” Él se puso a reír con tantas ganas, que no podía parar. Eso casi arruinó su placer. Es la única manera de hablarle.

»“¿Haréis eso?”, le pregunté.

»“Haré todo lo que pueda por evitarlo”, dijo ella, pero con el mismo tono de procacidad. Me sentí tentado de pegarle, pero, en cambio, la tomé del pie.

»Por más juntos que hubiéramos estado, ella jamás me había permitido acercarme a sus pies. Eran diminutos para una mujer tan gorda, de eso me daba cuenta, diminutos como los pies de su madre, que, según se decía, era famosa por ser la mujer más elegante de todas las damas ricas y nobles de Sais, y de tamaño delicado. Bola de Miel me dijo que el tener los pies pequeños era signo de una familia noble, y cuando le pregunté por qué era importante, me miró con desprecio. “Si nuestros cabellos pueden percibir el susurro del viento, podemos tener pensamientos tan delicados como los pájaros.” “Sí —respondí—, pero por el equilibrio de Maat, nuestros pies deberían ser resistentes como la tierra.” Ella se rió. “Habéis hablado como un campesino”, me dijo, volviendo a reír, y yo le separé el pulgar del índice para poder penetrar en sus pensamientos. Me vi ahora zangoloteándome en la punta de la espada de Usimare. Eso me enojó lo suficiente como para pegarle, pero no lo hice. Ella no volvería a permitir que penetrara en su mente. “Dulce Kazama —me dijo—, la tierra contiene los pensamientos más profundos. A través de los dedos de los pies —si son lo suficientemente finos— me llegan los gritos del Mundo de los Muertos.”

»Así de simple. Una buena razón para tener pies delicados. De modo que nunca se los habría tocado si ella no se hubiera burlado de mí con su risa. Ese títere que gemía, plañía y se zangoloteaba en el anzuelo de Usimare (lo vi en la alegría de la boca de Bola de Miel), la tomó del pie.

»Por la forma en que se resistió, me di cuenta de inmediato de que acababa de cometer un acto terrible. Pero yo estaba demasiado atareado luchando como para comprender en esa furia silenciosa (pues no hubo una conmoción capaz de despertar a un sirviente) que le había tomado el pie al que le faltaba un dedo. Lo tenía con las dos manos, y ella me pegaba en la muñeca y en la cabeza con el otro pie; todo lo que pude hacer fue explorar el lugar donde debía haber estado el dedo más pequeño, tan liso como la punta de mis dedos o el nudo amputado en la muñeca de un ladrón. Sin embargo, no bien lo toqué, vi que esa violación era la única forma de seducirla y, sintiéndome fuerte como un árbol, ofrecí el cráneo a sus puntapiés, mientras le besaba ese lugar lustroso. Pero la cabeza me retumbaba de tal manera por esos puntapiés, que vi pasar ante mí a su familia en una embarcación noble, dorada panoplia sobre las anchas aguas del delta, y luego su resistencia terminó, y Bola de Miel estalló en lágrimas. Sus sollozos eran el ruido más fuerte de la noche en los jardines, y eran tan sedantes en el pesado silencio como el fluir de las aguas. No había casa en la que una reina menor no hubiera llorado: Usimare nunca se preocuparía al enterarse de esto. El cuerpo de Bola de Miel volvió a ablandarse, y yo, sosteniendo su pie, absorbí todo el dolor que de él provenía; hasta el olor de las pequeñas cavernas entre los dedos era triste, de modo que conocí el sufrimiento en que vivía. La besé en la boca para compartir ese dolor, y sentí en el pecho una ternura que jamás había conocido.

»Desde ese momento empecé a verla como a una hermana. Teníamos un dicho en mi aldea: “Podréis dormir en la cama de una mujer un centenar de años, pero jamás conoceréis su corazón hasta que la améis como a una hermana.” Nunca me había gustado esa creencia, pues no me causan placer los sentimientos referidos a la eternidad, pero ahora creí comprender por qué Bola de Miel se había puesto tan gorda. Bastaba tocar el muñón de su dedo, como sólo yo había hecho, para percibir su pérdida: el nudo de ese dedo era como una roca en un mar silencioso. Percibía cómo sus pensamientos golpeaban contra la roca. Descubrí que en sus sentimientos hacia Usimare había una pizca de amor mezclada con un odio mayor que el mío. Al abrazarla mientras lloraba, su corazón me habló, y pertenecimos a la misma familia: no era posible encontrar a otro hombre y otra mujer en todos los Jardines o en la Corte consumidos como nosotros con el ardor de la venganza. Se necesitaba a dos de nosotros para poder confesar tal pensamiento, y lo hicimos con el aliento, sin ningún otro sonido. Incluso desde tan lejos, sus oídos estaban tan alertas como la red a la espera del pájaro, y uno nunca podía saber cuándo su nariz podía estar orientada hacia un enemigo tan tonto como para maldecir en voz alta. Ahora, con la sabiduría de mis cuatro vidas, me sorprendo de mi audacia de compartir esos sueños de venganza. De no ser por el círculo de protección que trazó Bola de Miel alrededor de nuestros corazones, creo que ni siquiera los pájaros se hubieran atrevido a mover un ala, tan grande era el temor.

—Sin embargo, para mí su infelicidad era excesiva —dijo ahora Hathfertiti con una voz que derramaba autoridad—. Debe de haber sido una mujer malcriada para comportarse así.

—En deferencia a vuestra comprensión, nieta mía, debo decir que aún no me he referido a todas sus razones. Ese castigo, que os parece insignificante, era tan doloroso para Bola de Miel porque le había cambiado la vida y doblado su peso. Usimare sacó su cuchillo, le tomó el pie (razón por la cual, supongo, se agitó con tanta furia cuando yo hice lo mismo), y de inmediato le cercenó el dedo con un golpe de su hoja, y luego le entregó el gusanito ensangrentado. Dicen que ella lanzó un alarido y huyó. Ella me dijo que así fue, sólo que además puso el dedo en un natrón durante setenta días y luego lo guardó en una cajita de oro en forma de sarcófago. Ésa es la acción de una mujer que se valora inmensamente, pero debéis entender que para su familia ella no era una reina menor, sino una reina. Su madre solía decir: “Después de Nefertiti viene Ma-Khrut.” No era verdad, por supuesto, pero ante los ojos de su familia lo era. De modo que el insulto a su pie perturbó los cielos. Así lo veía ella, y por eso comió inmensas cantidades de extrañas y prodigiosas grasas, de cisne, serpientes grandes, y cerdos domésticos, con el fin de atraer los espíritus lejanos.

—Sin embargo, yo sigo diciendo: ¿por la pérdida de un dedo renunció a su figura? —insistió mi madre.

—Ella solía decir —dijo mi bisabuelo— que era en obediencia a Maat. Adquirió muchos poderes por el cuidado que dio a su dedo perdido, y luego se vio obligada a llevarlos. Se necesita agrandar la casa cuando aumenta el tesoro. Eso me explicaba, aunque yo diría que se sentía más vulnerable. No es poco descender los escalones reales, de primera favorita de las reinas menores a una mujer cuyo nombre pronuncia el Faraón dos veces al año. Como una momia, tuvo que cubrirse con tres féretros.

»Además, había causado un gran deshonor a su familia. En Sais, me dijo, las buenas familias hablaban tanto de su pérdida, que una de sus hermanas, comprometida para casarse con un joven noble, fue informada pronto de que su pretendiente se casaría con otra. Bola de Miel suspiró. “Hubiera sido lo mismo que me enterraran envuelta en una piel de oveja”, me dijo.

»Esos días empezó a hablar de una humillación más. No sabía si la invitarían a los Grandes Consejos. Yo no entendía por qué una tarde podía tener un nombre tan real. Usimare tenía la costumbre de ofrecer un agasajo por año a algunas de las reinas menores en su palacio, por lo menos en la parte que solía llamar el Pequeño Palacio. Invitaba, incluso, a algunos nobles de Tebas. Yo sabía, pues había asistido cuando general, que, comparada con otras ocasiones, ésta no sería muy importante; nada más que una pequeña fiesta, con bailarines y cantantes. Sin embargo, para las reinas menores escogidas, significaba una oportunidad única para salir de los Jardines.

»Como no había habido un Gran Consejo en los dos últimos años, existía gran entusiasmo. Muchas tenían esperanzas. Bola de Miel también. Llegó a hacer algunos conjuros, pero el humo había resultado demasiado espeso, y ella no logró concentrar sus pensamientos. Sus espíritus más poderosos no aparecieron al ser convocados. No sería invitada, me dijo. “No sé si es lo que quiero”, agregó con amargura. Por supuesto, no la creí. Significaba mucho para ella. Hacía tres años, la última vez que había habido un Gran Consejo, cuando aún era delgada y poseía todos los dedos de los pies, había sido la primera en ser presentada a Nefertiti, y la Reina la invitó a que se sentara cerca. Ese año fueron invitadas diez reinas menores. Nefertiti incluso tuvo palabras de elogio para la voz de Ma-Khrut. “Dicen que vuestra garganta es tan dulce que alienta a otros a cantar”, observó la Reina. Yo tenía mis dudas acerca de estas palabras, pero Bola de Miel consideraba que aquélla había sido una gran noche.

»Ahora, cuando se enteró quiénes serían invitados ese año, percibí el dolor de su corazón. “Es una cuestión pequeña —dijo Bola de Miel—, pero sin embargo el dolor no es pequeño.” Yo sentí su gran dolor. Ese año, en que se aproximaba el Festival de Festivales, para celebrar el trigesimoquinto aniversario del reinado de Usimare (y ¿quién de nosotros no sabía que sería el festival más grande de que se tuviera memoria?), algunas reinas menores, entre las cuales se contaba, por supuesto, Bola de Miel, necesitaban una invitación a los Grandes Consejos para asegurarse de que no se las pasaría por alto en el Festival de Festivales.

»Debo decir que su temor de perderse esa gran ocasión no era infundado. La mayoría de las reinas menores podría abandonar los Jardines para mezclarse con muchos nobles en el recientemente construido palacio del rey Unas, o en la Gran Corte, lo cual daba una ocasión única para que las reinas menores invitaran a sus padres a Tebas. Todo dependía, sin embargo, de ser madre de uno de los hijos del Faraón. Sus hijos e hijas estarían presentes para ver a su padre en su Triunfo Divino. Como consecuencia, y dado que había muchos hijos, cualquier reina menor que no le hubiera dado un hijo no podría esperar una invitación. En este caso, los Grandes Consejos podrían abrirles camino. La depresión de Bola de Miel era profunda.

»Creo que era el fracaso de su magia lo que más le dolía. Con nuestra creciente familiaridad, se había vuelto más modesta y no siempre buscaba exhibir sus poderes; de hecho, había noches en que era mi hermana, y hablaba de pequeñas penas y dolores. Empecé a oír de sus labios el viejo dicho que se oía en Tebas acerca de nuestra gente del delta: “Los que habitan en los pantanos, no saben nada.” El significado me había parecido siempre tan obvio que nunca ponía en duda su verdad: vivir en los pantanos era vivir en la humedad, víctima de los insectos y del calor. Todo crecía con demasiada facilidad. Faltaba el equilibrio de Maat. Uno vivía en medio del estupor, y no sabía nada.

»“Es verdad —dijo Bola de Miel—. Es verdad, excepto para aquellos a quienes el dicho no puede aplicarse.” Y procedió a hablarme acerca de su familia, de veinte generaciones en la ciudad de Sais; ellos se enorgullecían de haberse sobrepuesto a la apatía de su tierra de pantanos. “Nuestro deseo —me dijo— es servir de equilibrio a nuestros vecinos, los que nada saben.” Me obligaba a escuchar mientras ella meditaba acerca de la profundidad del Nilo, la distancia de las estrellas, los dioses del agua profunda en los canales, los dioses de los bajíos cerca de las márgenes, las advertencias de las estrellas, cuyos ojos no se cerraban nunca, y las estrellas que parpadeaban. ¡Cuánto le enojaba que yo no conociera ni el mes de mi nacimiento! Desenrollaba un papiro para mostrarme cartas que podían medir la fecha de la muerte, según la hora del nacimiento. “¿Cuánto vivirás?”, le pregunté. “Muchos años —respondió—. Mi vida es larga —suspiró—. Pero perderé más que el dedo del pie, y pronto. Eso dicen las estrellas.” Suspiró, abatida.

»Aun después de los Grandes Consejos (y os aseguro que no fueron grandiosos, ya que ni la reina Nefertiti ni la reina Rama-Nefru asistieron) el ánimo de Bola de Miel no mejoró. Pues Oasis y Mersegert hablaban de la fiesta, de sus luces y maravillas, y decían que habían recibido muchas atenciones. Bola de Miel dijo: “Sesusi no me valora porque soy de Sais.” Para vengarse de la indiferencia de Usimare, se entregó a sus ritos, pero obtuvo poco resultado. Todas las noches realizaba una ceremonia cuyo fin era trastornar la cabeza del Faraón; pronunciaba los nombres de dioses de mucho peso, con voz temblorosa de exaltación. Pero al día siguiente sólo había conseguido extenuarse, y la fatiga se reflejaba en su rostro.

»Comencé a preguntarme cómo podría hacer un mago para retorcerle el cuello al Faraón. Usimare podía convocar un millar de dioses y diosas: tenía una miríada arriba, y ahora, después de su casamiento con Rama-Nefru, una miríada hitita abajo.

»Sin embargo, noche tras noche, acostado a su lado, como si su magia me trastornara a mí, y no al Faraón, yo no me aburría con su ánimo decaído, y la amaba. Cada uno podía beber en la tristeza del otro. Yo yacía con la cara entre sus senos y me adentraba en la solemnidad y en la profunda resolución de su corazón hasta pensar que no era tonta al sufrir tanto por un Gran Consejo, hasta comprender que ella lo interpretaba como una ofensa más contra su familia. Sería muy doloroso no poder invitarla al Festival de Festivales. Yo empezaba a entender que esa familia tenía un lugar más prominente en su corazón que Usimare. En sus dos grandes senos vivía todo lo que adoraba, su padre, su madre, sus hermanas y yo. Al sentirme dentro de su carne, yo pensaba que jamás podría volver a disfrutar de la vivacidad, la picardía y el amor a la danza que llevan a la cama las mujeres de senos animados. Compartíamos un silencio dulce y profundo, una advertencia en la carne de que el amor que podía encontrar en ese inmenso regazo no sería pequeño, ni pronto pasaría. Al oír las intenciones secretas de su corazón en los latidos que me llegaban desde la profundidad de su carne, yo sabía que ella había decidido, contra toda cautela, confiar en mí, lo cual sólo podía significar que ella debía obrar sus conjuros tanto con mi corazón como con el propio, unirnos tan íntimamente, que cualquier error en la magia que yo aprendiera podría causar un trastorno en la de ella. Supe también que si no me erguía en la oscuridad y dejaba su cuarto para no volver a verla jamás, perdería el poder de voluntad que me quedaba. Pero tan grande era el poder de su corazón que no sentía necesidad de moverme. En realidad, junto a ella, yo ya era un esclavo.

»Esa noche me inició, y yo di mi primer paso hacia Horus del Norte. Por supuesto, estas cuestiones están llenas de traición y de peligro. Ahora, al recordar el resultado, no sé si fui encaminado correctamente hacia el poder y la sabiduría de un mago.