UNO

Mi madre saludó a Ptah-nem-hotep con tal alivio como si él acabara de librarse de las serpientes marinas. Incluso batió palmas cuando le dijo que mi bisabuelo había aceptado narrar sus hazañas al servicio de Ramsés II, aunque no creo que lo hubiera hecho de saber cuánto tardaría. Pero no lo sabía; se sentó en el diván y, como una niña, apoyó la barbilla en la mano.

—Os narraré la historia —empezó diciendo mi bisabuelo— como si no nos conociéramos y no hubiéramos hablado de tantas cosas esta noche. De esta manera, lo que diré tendrá la sencillez de mis pensamientos durante mi primera vida, y así podré mirar con los mismos ojos lo que me sucedió.

—Eso equivaldrá —replicó Ptah-nem-hotep— a que nos ofrezcáis vuestra sabiduría misma.

—En esa vida la sabiduría era más bien fuerza —dijo mi bisabuelo—. Nací de familia muy pobre, y sin embargo llegué a ser el Primer Auriga de Ramsés II, y viví junto a él durante las peores horas de Kadesh.

Se detuvo y miró a su alrededor. Como si la dificultad de embarcarse en una historia tan larga pesara sobre él como una piedra que aún no estuviera preparado para soportar, se vio obligado a decir:

—De hecho, estas hazañas están inscritas en los muros del templo de Abú-Simbel, en el Ramesseum de Tebas y en Karnak. También en Abidos, aunque no todo lo que está allí es correcto, como, por ejemplo, la ortografía de mi nombre. Ramsés II tenía una voz tronante, y por eso los escribas esculpieron mi nombre en la piedra como Menni, no Meni.

—Sí —dijo Ptah-nem-hotep—, yo he visitado el muro de Abú-Simbel, donde se narra cómo el Faraón se vio separado de sus tropas por los hititas. Dice allí que el terror se apoderó de vosotros. Cuando cierro los ojos, sigo viendo la inscripción. La luz es fuerte, y las sombras pronunciadas. Vos dijisteis: «Salvemos nuestras vidas.» Luego, más abajo, está escrito que Ramsés Mi-Amón replicó: «Tened coraje, Menni, fortaleced el corazón. Caminaré entre ellos como el halcón sobre su presa. Les haré morder el polvo.» Era ya tarde cuando leí esas palabras, de modo que todavía veo las sombras en las hendiduras de las letras.

—Ésas son las palabras que están escritas —dijo Menenhetet.

—¿Tuvisteis miedo, en realidad? —preguntó Ptah-nem-hotep. Mi bisabuelo no respondió de inmediato—. ¿Os respondió Ramsés con palabras tan audaces?

—Sí, tuve miedo —dijo Menenhetet—, pero diré también que en un momento Ramsés también lo tuvo. Pero fue el primero en actuar con valentía. Eso hizo que yo también lo hiciera.

—Vos fuisteis más valiente de lo que rezan las inscripciones, decís. Y él fue menos valiente. ¿Será eso verdad?

—Yo no diría que él fue menos valiente. Ramsés II fue el hombre más valiente que yo he conocido. Sin embargo, la historia no es tal cual aparece en los muros de los templos. Hubo un momento en que él tuvo miedo.

—Contadnos.

—No, Gran Dos Casas. Todavía no. Mi historia debe ser larga como una víbora. Si os presento la cabeza, nada sabréis del cuerpo. Sólo la sonrisa de la víbora. Por ahora diré que ambos conocimos el terror. Pues, hasta el león del Faraón tuvo miedo.

—De modo que el león es real —dijo Ptah-nem-hotep—. ¿En realidad Ramsés tenía como mascota ese león que aparece en algunos muros?

—Sí, el león luchó al lado de Ramsés II. De manera prodigiosa. —Mi bisabuelo se encogió de hombros—. Pero si queréis saber la verdad de todo lo que me sucedió, vuelvo a deciros que narraré la historia tal cual la viví entonces, con la capacidad que tenía para ver la verdad.

—Hacedlo tan lentamente como lo deseéis —dijo el Faraón.

De modo que mi bisabuelo volvió una vez más a prepararse para comenzar, y empecé a entender lo que quería decir al insistir en que narraría la historia con lentitud: me di cuenta de que el silencio era una parte importante de lo que nos ofrecería. No habló durante un momento. Luego dijo algo, se interrumpió y en medio de la pausa suspiró:

—Debo —dijo por fin— volver a lo que existía antes de mí, así como un viaje empieza con los preparativos de la noche anterior. Os contaría acerca de mi infancia en esa primera vida, sólo que no puedo decir que la tuviera. No tuve infancia, al menos no como la de este hermoso muchacho, mi bisnieto, que está medio dormido. Su infancia está llena de cosas maravillosas. Como muchos en mi pueblo, a su edad yo no tenía más pensamientos que una bestia, excepto uno, que me hizo saber que yo no era como los demás, ni nunca lo sería. Eso lo supe antes de nacer. Porque en la noche en que fui concebido mi madre vio a Amón.

—Sólo la madre de un hombre que será faraón puede ver a Amón en esa noche —dijo Ptah-nem-hotep—. Al parecer, somos hermanos. Mi madre también vio a Amón.

Menenhetet vaciló antes de continuar.

—Yo os diré lo que me dijo mi madre, y nada más. Mis padres eran pobres y vivían en la aldea más pobre del reino. La noche que esto pasó estaban acostados en la paja. Una luz dorada atravesó la oscuridad de la choza y el aire olía como los perfumes de la Casa de las Recluidas. Amón le susurró a mi madre que pronto nacería un gran hijo, que conduciría al mundo. —Menenhetet suspiró—. Como veis, he hecho menos que eso.

—¿Vos creéis esa historia? —le preguntó Ptah-nem-hotep.

—Si hubierais conocido a mi madre, habríais creído. Vivía con tierra en las manos. No había ningún cuento. Esa historia me la contó una vez, y eso bastó. Cuando crecí, nunca hablábamos, a menos que tuviéramos algo que decir. Por eso, era imposible olvidar lo que me había dicho. Nuestras mentes eran como una piedra, y cada palabra quedaba inscrita en ella.

—Por esta sola observación —dijo Ptah-nem-hotep— comprendo más a mis campesinos. Entiendo ahora por qué deseáis relatar vuestra historia con deliberación. Me atrevo a decir que estoy preparado para escuchar con el mismo reposo con que contemplo el correr del río.

—Vuestro oído —dijo Menenhetet— ha adivinado mis próximas palabras. Pues quiero hablar del Nilo. Siempre estaba en mis pensamientos, y pasaba por mi ser con cada aliento. Nací cuando la inundación estaba en su punto culminante, y el final de mi primera vida llegó una noche en que el río acababa de retirarse de su marca más alta. El último sonido que oí fue el de sus aguas.

Menenhetet respiraba con dificultad, como si el rememorar le resultara arduo.

—Los que viven en las ciudades han olvidado las extremidades de la sequía y la inundación. Aquí en Menfis sentimos un poco de calor antes de que empiece a subir el río, pero nuestra incomodidad es menor. Nuestros nobles parques reciben agua el año entero y nos rodean con su verdor. Estamos alejados del desierto. Pero de la tierra de donde vengo yo, a mitad de camino entre Menfis y Tebas, el desierto es como... —Hizo una pausa—. Ninguna morada puede contenerlo.

Noté que la voz de mi bisabuelo, que por cierto había perdido su acostumbrado acento de burla, se alteró más aún en ese momento, para convertirse en solemne. «Ninguna morada puede contenerlo» es una expresión usada por los campesinos cuando no quieren hablar directamente de un fantasma. Yo la conocía porque mi madre me la había explicado hacía un par de días, riéndose de la cautela de la gente de campo.

Pero entonces noté también que ahora que mi bisabuelo había cambiado de estado de ánimo, se comportaba no como un señor sino como un hombre de pueblo digno, incluso como un funcionario de aldea, del tipo que él despreciaría. Empleaba palabras propias de un hombre sencillo.

—Antes de hablar —dijo— de mi carrera militar, que empezó a los quince años, cuando fui arrancado de mi aldea como un junco de la orilla del río, debo informaros de cómo vivíamos de los conocimientos que teníamos del río, y de cuándo crecería y bajaría. Era eso todo lo que sabíamos, eso era toda nuestra vida. Yo crecí según sus leyes. Aquí, en las ciudades, hablamos de si la crecida será buena para la cosecha, y celebramos nuestros grandes festivales dedicados a la inundación, la alabamos, pero es distinto nacer junto al ruido de las aguas, temiendo la crecida.

»Dejadme hablaros de ello, y os contaré del río como si jamás lo hubierais visto, pues en verdad conocer su ira es como dormir con la mano apoyada sobre la panza de un león.

Vi que mi madre miraba por un momento a mi padre, como diciendo: «Espero que sepa divertir a nuestro faraón.»

Ptah-nem-hotep asintió, sin embargo.

—Sí, quiero oír hablar de nuestro gran río en esa forma. Veo que habláis de asuntos que me son familiares, vuelvo a conocerlos y comprendo que tienen un interés diferente.

Menenhetet asintió.

—Durante mi infancia, cuando el Nilo estaba bajo, el aire en el campo era seco como leña. Debéis imaginaros lo seco que era el aire. Aquí no tenemos idea de ello, ni tampoco en Tebas, pero en el reino, entre las dos ciudades, los campos se secan rápidamente después de la cosecha. Casi de inmediato, la tierra se volvía vieja y empezaba a arrugarse. Una grieta tan estrecha la mañana que apenas podía uno meter el dedo gordo del pie, esa misma noche podía romper la pata de una vaca, de ancha que era. Vivíamos en nuestras chozas y observábamos cómo se ensanchaban las grietas, cómo se acercaban a nosotros a través de los campos. Día tras día se llenaban de arena. El desierto estaba más cerca de nuestras praderas abrasadas. Luego llegaba un día en que la arena nos rodeaba y las hojas colgaban de los árboles como dedos muertos. La brisa más leve traía un polvillo fino sobre nuestras casas y nuestras mesas, y lo respirábamos cuando dormíamos sobre nuestros jergones de paja. Nuestro ganado buscaba alimento entre los rastrojos, con la lengua colgando. Podía oírselo clamar: «Tengo sed, ¡ay!, sufro de sed.» Nosotros teníamos más sed. Todos habíamos trabajado en las zanjas, hasta los niños, tratando de limpiar el fondo de nuestros estrechos canales antes de la inundación, reparando los diques, alisando la parte superior para nuestros carros, arreglando las vasijas, todos trabajando mientras el río seguía bajo. Y a la noche, cuando descansábamos, demasiado cansados como para jugar, se podía ir de una isla de juncos a otra. Encontrábamos toda clase de roedores muertos en el cieno de los canales, y desde río abajo y río arriba nos llegaban los sonidos de las aldeas vecinas que hacían lo mismo: todos llenábamos los trineos carros con el cieno, que nuestros bueyes transportaban hasta los diques. Allí lo apiñábamos con paja y poníamos estos ladrillos en los terraplenes. Os diré que el olor entonces era terrible. Todo seco, con el hedor correoso e inmundo de los viejos. Hay miseria en tanta corrupción, y se nos queda grabada. Esos olores desagradables se nos metían por la nariz y vivía debajo de nuestros ojos con el polvo y el calor. Se decía que aspirar esos olores causaba ceguera, y sé que los ojos se me arrugaban. Todavía recuerdo los huesos de un pescado muerto en la orilla del río, junto a una lengua de arena; cada noche el cocodrilo que vivía en las proximidades debe de haberlo hecho resplandecer con su aliento pues cada día quedaba menos del pescado, menos de la piel reseca cerca de la cabeza y de las piedras lechosas de los ojos. Sin embargo, los huesos tenían un olor tan fuerte que podría haberse jurado que se había arrastrado por todo el lecho del río. Todos los días yo iba a verlo, y caminaba a su alrededor. La podredumbre en los huesos de ese pescado conocía más mal que el que yo hubiera encontrado jamás, y pensé que en él debía de estar la luna, junto con el cieno del río. Día tras día, ese esqueleto se parecía más a una planta marchita, hasta que los huesos mismos se secaron en las articulaciones y los restos del pescado se volaron en el viento.

«Entonces fue cuando sentimos la primera humedad en el aire. El viento venía desde río arriba, hacia el delta, pasando por Menfis antes de llegar a nosotros. El verde perezoso del río, que antes era como una sopa que se espesaba al fuego, empezó a ondear, y nosotros decíamos que un cocodrilo, largo como el río, se sacudía debajo de la superficie. No se podía ver su cuero, pero el agua corría. Y todo lo que se había secado en el calor seco yacía sobre ella, como escoria. Ante nuestros ojos, el río empezó a podrirse. Cadáveres de animales, pescados muertos y vegetación seca flotaban en la piel espesa de este nuevo Nilo verde, y el aire se volvió caliente y húmedo. Luego el nuevo Nilo cubrió los bancos de arena y las lengüetas en medio del canal y el río lamió las islas de juncos. Nuestro cielo estaba tan lleno de pájaros como los campos de flores. Volaban corriente abajo con la inundación, abandonando las islas de juncos cuando éstas quedaban bajo el agua, huyendo hacia las islas aún sin cubrir por esas primeras aguas, y después levantaban vuelo otra vez, pasando sobre nuestras cabezas con un ajetreo de alas más ruidoso que la corriente. Miríadas de pájaros. Todas las mañanas el agua estaba más alta que el día anterior, y los hombres más viejos de la aldea empezaron a medir sus palos. Aunque siempre nos llegaba el rumor, desde río arriba, que ese año el río crecería más, o menos, algunos de los viejos decían que podían predecir la altura por el color de las aguas. A medida que subía el río, su superficie cambiaba, llenándose de olas inquietas, y se podía oír el torrente de noche, como si esas nuevas aguas no fueran una garganta, sino un ejército, y cuando el color cambiaba de verde a ese rojo que vemos todos los años en Menfis, solíamos decir que las calentaban las llamas de la Pareja. Y en las palmeras, los dátiles se tornaban rojos al pasar el agua.

»No teníamos ningún trabajo que hacer, salvo proteger nuestras zanjas, y por eso permanecíamos sentados en nuestros malecones, observando cómo el agua formaba remolinos tan hondos que era posible meter el brazo en ellos sin mojarse. Eso decíamos, pero no nos atrevíamos a hacerlo: temíamos que esa boca, una de los millones de bocas del río, nos tragara enteros.

»Luego llegaba la semana cuando el río rebosaba las márgenes más bajas y fluía en nuestros campos, y el primer día la tierra exhalaba un suspiro como una buena vaca en el momento del sacrificio. Aun de niño yo podía sentir temblar la tierra cuando el agua la cubría. Ahora nuestro gran río se transformaba en un millar de ríos pequeños, y los campos se convertían en lagos y las praderas en grandes lagunas. De noche, el agua roja entonces parecía los Campos Benditos y era plata bajo la luz de la luna. Nuestras aldeas, construidas todas tan juntas a lo largo de la orilla que era posible unirlas a pedradas, estaban ahora tan separadas como islas oscuras en esos campos de plata, y nuestros diques eran los únicos caminos. Caminábamos por ellos y admirábamos las cuencas abajo (que decíamos eran nuestros cuartos) porque habíamos aprendido a aprovechar todas las cavidades del terreno que parecían cuencos, y alrededor de ellas levantábamos nuestros malecones, dejando aberturas para la inundación, y ahora las cerrábamos, cuando se llenaban. Las ratas caminaban sobre los diques como nosotros, y los patos retozaban en los charcos. A los lados de la inundación, en los campos próximos al desierto, los escorpiones buscaban tierra seca, y los conejos huían, y los linces y lobos (en años diferentes los vi a todos) también huían de la propagación de las aguas. Todos los años venían víboras a nuestras casas, y no había choza en donde la humedad no brotara de la tierra al suelo, y de noche oíamos que los burros y el ganado comían el forraje apilado contra las paredes, espantando las tarántulas de ese modo. Algunas veces el agua rebasaba los diques más bajos, y entonces sólo podíamos visitar las otras aldeas si íbamos en balsas de papiro. Siempre alguna de las mañanas era más calurosa, más húmeda y más pesada que las anteriores, y entonces el agua que cubría los sembrados se aquietaba, resollaba, dejaba una línea de légamo, volvía a resollar y no rebasaba el nivel esperado pero lo rozaba, con el próximo resuello ya no rozaba y las ondas se calmaban, cesaba el viento, y el Nilo dejaba de crecer. Ése era el día en que se oía desde lejos el grito que dábamos todos, allí en el barro de los sembrados, y en esas mañanas calurosas nos llegaba la luz desde las colinas sobre el horizonte. El agua estaba tan plácida como el sueño de la luna cuando el sol está alto.

Menenhetet suspiró.

—Fue así como transcurrió mi infancia, y no recuerdo otra vida, excepto la que pasaba trabajando junto a la orilla del agua, ni tampoco sé cuántas veces medité acerca de lo que me había contado mi madre sobre Amón. Yo no me veía diferente de los demás niños, salvo que era más fuerte, y eso ofrecía posibilidades. Recuerdo que una mañana, cuando llegó una delegación de oficiales para reclutarnos para el Ejército, yo no sentí miedo. Había estado esperando para servir. Estaba aburrido, y preparado. Recuerdo que el río estaba en su segundo día de bajada, y el agua de nuestros sembrados parecía un lago de oro bajo el sol. Supongo que los oficiales lo eligieron como el mejor día para sorprendernos, ya que no era fácil escapar a las colinas cuando los sembrados estaban bajo el agua. A mí no me importaba, por supuesto. En verdad, pensé en Amón en el momento en que vi a los oficiales. Para mí, el Ejército era como el brazo derecho del dios.

»No lo sabía —dijo mi bisabuelo—, pero estaba esperando empezar mi carrera. Me reí del jefe de la aldea cuando lo vi temblar entre los dos soldados, uno a cada lado de él con un gran palo. A medida que leían nuestros nombres alzábamos el brazo y gritábamos “¡Jo!” para indicar que estábamos presentes, pero en dos oportunidades no hubo respuesta. Dos muchachos habían huido. A una señal del oficial del Faraón, los soldados aporrearon al jefe hasta que se tiró al suelo, plañendo, y muchos de nosotros nos reímos con disimulo. El jefe nos había castigado tantas veces que no nos importaba verlo sufrir. Luego los oficiales examinaron a los dieciocho presentes, nos miraron los dientes, nos tocaron los brazos para apreciar nuestra fuerza, nos masajearon los muslos, sopesaron nuestros genitales y escogieron a los quince más fuertes. Nuestras madres nos veían partir, y debo confesar que casi todas lloraban. Marchamos por el dique, subimos a las barcas y nos dirigimos río arriba hacia el Sur, hasta que ese mismo día llegamos a una curva donde había un gran fuerte y depósito. Nos encerraron junto con los reclutas de otras aldeas, y esa noche los panaderos del lugar nos dieron un poco de pan redondo, negro y duro. —Sonrió al recordarlo—. Yo era un muchacho pobre y había comido pan duro, pero éste era más viejo que los muertos.

Movió la boca, como si volviera a masticarlo.

—Otros reclutas llegaron al fuerte, y los soldados nos enseñaron a marchar, a luchar y a usar la espada. Mi golpe era más fuerte dado sobre la cabeza, y destrocé cinco escudos durante el entrenamiento. Nos enseñaron el arte de usar el escudo, que entonces era grande, más grande que el de hoy: podía cubrir a un hombre de los ojos a las rodillas. Sin embargo, no servía de gran protección. A diferencia de los de ahora, que son pequeños y tienen muchas láminas de metal, los nuestros, debido al gran marco de madera y al cuero que tenían, eran tan pesados que sólo llevaban un disco de metal del tamaño de la cara, y nos protegía el brazo cuando sostenía el escudo.

»Uno por uno avanzábamos para enfrentarnos al arquero quien, desde una distancia de cincuenta pasos nos arrojaba una flecha; tenía tan buena puntería que nosotros estábamos obligados a atajarla con el disco de metal, y desviarla. Para hacerlo, nos enseñaron a hacer a un lado el pecho, para que, en caso de que la flecha atravesara el cuero, aún existiera la posibilidad de que nos salváramos. Por supuesto, el cuero era lo suficientemente fuerte como para evitar que la flecha lo atravesara con facilidad. Pero era una diversión sostener el escudo y detener la flecha cuando no era posible esquivarla. Al final del entrenamiento, cincuenta de nosotros nos enfrentamos a cien arqueros, y se nos ordenó avanzar hacia ellos. Les aseguro que esa mañana estuve atareado. Ya se sabía que yo era muy hábil con el escudo, de modo que muchos de los arqueros se divertían apuntando en mi dirección.

—¿Se perdían muchos hombres en el entrenamiento? —le preguntó Ptah-nem-hotep.

—Había muchos arañazos, y algunas heridas, y murieron dos hombres, pero nosotros éramos hábiles para esquivar, y el entrenamiento nos ayudó a ser buenos soldados. Además, usábamos colchaduras que atajaban las flechas, aunque no tanto como ahora. El entrenamiento era más duro entonces porque se nos preparaba para ir a conquistar tierras, y éramos tan ignorantes que no sabíamos que eran tierras que habíamos conquistado hacía cien años y que ahora se habían rebelado. Buen entrenamiento, no obstante. Éramos infantería, y nuestras armas eran la daga y la lanza, pero también nos enseñaron a usar el arco y la espada. Como yo me destacaba en todas las contiendas, primero en la lucha, luego con la daga, la lanza, la espada, el escudo y el arco, se me permitió participar en un juego especial destinado a elegir a un hombre para auriga. En aquellos días, sólo los hijos de nobles podían serlo.

—¿Eran nuestros carros distintos entonces? —le preguntó Ptah-nem-hotep.

—Eran hermosos, como ahora. A diferencia de los escudos, los carros actuales no difieren de los que yo conocí, ni por una sola combadura de la madera, pero en aquellos días no eran tantos. El hombre más viejo de mi aldea solía decir que el hombre más viejo que él había conocido de muchacho recordaba el primer caballo que había visto, pues fue entonces cuando empezaron a traer caballos a Egipto desde las tierras del Oriente. ¡Eso lo aterrorizaba! ¿Quién no se hubiera aterrorizado al ver esos animales tan extraños? Sólo oían las voces de dioses extranjeros, y hablaban con fuertes bufidos, o con el largo ulular del viento en su grito. Este anciano de mi aldea solía decir que acercarse a un carro con dos caballos era lo más cerca que se podía estar del Faraón. Para nosotros, los aurigas eran soldados enviados por el Faraón. Era como si estuvieran vestidos de oro. Cuando se erguían detrás de esos dioses de cuatro patas y partían al galope, los respetábamos más que al capitán de una gran barcaza que viajaba por el Nilo. Seguía siendo de gran habilidad para un soldado común, en aquellos días, conducir un carro, y podéis imaginaros que yo soñaba con ser auriga. Para decidir cuál soldado sería elegido, nos pusieron en una carrera, que fue la competencia más importante que conocí. Nos dijeron que el ganador conduciría un carro, como un noble. Como todos éramos ignorantes y no sabíamos conducir caballos, nos hicieron sostener el carro sobre la cabeza y subir corriendo la ladera de una colina y bajar por otra. Llevábamos el carro con ruedas y todo. Eran tan livianos entonces como ahora, no más pesados que un niño de diez años, pero no era fácil subir esa gran colina con el vehículo sobre el hombro, y bajar, sin un arañazo. Uno no podía caerse. Si llegaba a romper algo, le destrozarían la espalda con los azotes.

»Partimos al trote. Los más tontos trataron de correr igual que un caballo, y pronto se desmoronaron, pero yo partí como si fuera el hijo de Amón y pudiera fortalecerme con cada aliento. Avanzaba como si Nut me diera resuello, Geb diera fuerza a mis pies y Maat se encargara de las náuseas, instruyéndome para que no me apresurara hasta encontrar el justo equilibrio entre el esfuerzo máximo de mi cuerpo y los demonios en mis pulmones. Aun así, la tierra se tornaba azul y el cielo tan anaranjado como el sol, e incluso negro por momentos. Luego la arena del desierto también se volvió negra, y el cielo blanco. A medida que subía, paso a paso, las rocas de la montaña ya no eran rocas, sino perros feroces con las fauces abiertas; algunas eran bestias, enormes como jabalíes (una particularmente grande me pareció un hipopótamo) y con el corazón en la boca llegué a la cima. Pensé que moriría, pero había llegado, y antes que nadie. En el descenso otro soldado estuvo a punto de pasarme, pues tenía piernas fuertes y avanzaba a zancadas. Cuando se me acercó, se me heló la respiración. Yo temblaba, en medio del calor, y el carro me pesaba sobre los hombros como un león. Juro que tenía garras, que se metían en mi espalda. Sin embargo, iba recuperando mis fuerzas, y con ellas el aliento, y llegué a ver el cielo y la tierra tal cual se supone que son, pero la lanza seguía clavada en mi pecho, y tenía una corona de dolor ciñéndome la cabeza. Sabía que no podía ganarle al otro soldado, a menos que lo engañara. Era alto y delgado, con el físico adecuado para ese tipo de carrera, pero supe que era vano, de modo que reuní toda la fuerza de mis piernas y avancé a grandes saltos, subiendo diez piedras por salto. Él iba detrás de mí, y pronto me pasaría, pues ya no me quedaban fuerzas después de esos saltos, pero él no podía soportar la audacia de mis saltos, debía superarme en arrojo, de modo que intentó sobrepasarme. Entonces cayó, y rompió el carro. Yo bajé el último tramo solo.

»Fue así cómo me convertí en auriga, y fui a la Escuela Real de Aurigas del rey Thutmosis III, y pueden estar seguros de que llegué a ser el mejor. Aunque no tan pronto. Primero tuve que aprender a cuidar los caballos, a hablarles y limpiarlos. Los caballos eran criaturas misteriosas. Durante muchísimo tiempo no supe si eran bestias o dioses; sólo sabía que no les caía simpático. Se encabritaban cuando me acercaba. No podía entender si eran inteligentes o torpes. Por la delicadeza de sus patas, me daba cuenta de que eran animales de cierto refinamiento, y la luz de su mirada me hacía creer que su mente viajaba con la velocidad de la flecha. Por la gran curva del pescuezo yo suponía que sabían qué había del otro lado de una montaña, auxiliados por el olfato. Sin embargo, tenían los dientes chatos y tercos. De modo que no los entendía. Yo era un muchacho de aldea. Aunque no lo sabía, yo mismo era como un caballo. No pensaba, y apenas sabía obedecer órdenes cuando éstas eran extrañas.

»Aprender a guiar las riendas y a hacer dar vuelta al caballo fue un punto crítico en mi vida, más grande que ganar la carrera para auriga —dijo mi bisabuelo—, pues cuanto más trataba de dominar mi terrible torpeza con los caballos, más me convertía en el blanco de las risas. Los hijos de los nobles, entre quienes me encontraba ahora, habían nacido agraciados. Eso pensaba, y sigo pensando, como atestigua la belleza de mi adorado bisnieto, Menenhetet Segundo —esto lo dijo haciendo un ademán con la cabeza en mi dirección—. No obstante, eso hacía que estuviera más resuelto a aprender. Pensaba continuamente en un dicho que teníamos en la aldea, que os sonará grosero, pero que es común en todas las aldeas. “Conoced el olor de vuestro animal” es el dicho. Fue entonces, mientras trabajaba en el establo, cuando aprendí a respetar el olor de los caballos. Los establos tenían un olor diferente, mejor que el de los sembrados y gallineros de la aldea. Me parecía un olor bendito, lleno del aroma del sol sobre un sembrado de maíz. Sin embargo, parte del temor que sentía por los caballos provenía del pensar que eran más parecidos a los dioses que las demás bestias.

»El animal que yo almohazaba en los establos era un semental, especialmente difícil de manejar. Sin embargo, bajo mi mano el olor de su cuero era suave y amistoso, como el aroma de la primera muchacha a quien le hice el amor en la aldea. Olía más a la tierra que al río, y sobre todo, a los maizales. El sudor de esa muchacha era fuerte, como el del caballo, por eso pensé ahora que los caballos no eran dioses, sino más bien muertos que habían vuelto a la vida bajo ese aspecto. Creo que nunca nadie había pensado lo mismo, y me pareció blasfemo. No obstante, fortalecido por el olor del alma de ese semental, que me llegaba entre la mezcla de granos y el olor de la paja, yo me sentía cerca de ese ser que habitaba dentro de mi caballo —fuera quien fuese— y que tal vez se pareciera un poco a la muchacha a quien le había hecho el amor. Esa mañana empecé a cambiar la forma en que le hablaba al caballo. Ya no trataba de aplacar al animal, ni de rezar al dios dentro de él, y eso ahorró mucho trabajo. Pues, ¿cómo se ofrecía una plegaria a un dios desconocido? Por otra parte, ya no trataba de pegarle como a una bestia. No con frecuencia. No, ahora pensaba más bien en el hombre que había dentro del animal, y comprendí que el semental me envidiaba. Yo hablaba y caminaba erguido, como lo había hecho él una vez. Sentía que había un alma fuerte que había sido castigada. En mi mente, empecé a decirle: “¿Quieres volver a ser un hombre? Trata de escucharme. Puedo ser tu amigo.” ¿Sabéis una cosa? El animal oyó mis pensamientos. Me di cuenta por la manera en que cambió.

»Al comienzo del entrenamiento no usábamos carros con dos caballos, sino otros pequeños, de un solo animal, con gruesas ruedas de madera que hacían un ruido horrible. Era algo atroz para el oído, y los traqueteos, feroces para la columna. Sólo un campesino fuerte como yo podía haber sido capaz de soportar todos los golpes que recibí para aprender a dirigir un caballo. Los demás estudiantes ya conducían los otros carros mucho antes de que yo pudiera librarme del carrito de práctica. Sin embargo, durante mi última semana sorprendí a mi oficial de instrucción. Yo había aprendido a hacer pruebas con ese carro pesado e incluso sabía persuadir al caballo a que caminara hacia atrás. De modo que me promovieron al carro de dos caballos. Mis problemas volvieron a empezar de inmediato. Debía aprender que ahora yo no era como un amigo o como un hermano, ni siquiera como un hombre que le decía a otro cómo vivir, sino como un padre que debía enseñar a dos criaturas cómo comportarse como hermano y hermana. —Se detuvo un momento para aclarar la garganta, como hacen las personas ordinarias cuando están roncas—. No se puede hacer una silla sin un serrucho para cortar la madera; se necesita la herramienta, y ahora tenía una. Yo vivía con esos caballos, les hablaba en voz alta y, a veces, con mis pensamientos, hasta que les enseñé a caminar juntos.

»Llegó un día en que podía ya dirigir mi carro, sabía doblar por curvas que otros encontraban difíciles. Ya no necesitaba hablar a los caballos. Mis pensamientos animaban las riendas. Hasta podía rodearme la cintura con las riendas y enseñar a la tropa que era posible dirigir un carro sin manos. Para demostrar el valor de esto galopé por el fuerte con un arco en las manos, disparando flechas a fardos de paja. Empezó una nueva práctica. Pronto los hijos de los nobles, mis compañeros aurigas, intentaban conducir sus carros con las riendas alrededor de la cintura, sólo que no aprendieron tan rápidamente como yo, y muchos sufrieron accidentes. No vivían en la mente del caballo tan bien como yo.

»Ésa fue la manera en que adquirí mi habilidad, y a medida que practicaba, dejaba de pensar en los caballos como hombres y mujeres. En verdad, hacia el fin pensaba más en mis riendas que en otra cosa. A los caballos se los podía cambiar, pero las riendas eran mías y había que tratarlas con propiedad. Al final sólo me ocupaba de aceitar las riendas. Me bastaba ponerlas sobre el caballo, y el animal me obedecía.

Mi bisabuelo nos miró ahora, y tal vez fue debido a las luces de las luciérnagas, pero me pareció que su cara era tan joven y vigorosa como en el momento de su vida del que hablaba, en esa primera vida de auriga real. Sonrió entonces, y yo pensé por primera vez que mi bisabuelo tenía una cara hermosa. Yo sólo había vivido seis años, pero era la cara más recia que hubiera visto jamás.

—¿Procederemos ahora —preguntó al Faraón— a la batalla de Kadesh?

—No —respondió Ptah-nem-hotep con una voz clara y agradable—, confieso que ahora quiero saber más de vuestras primeras aventuras en el Ejército. ¿Todo os fue tan bien?

—Me fue mal más tiempo del que suponéis. Aún era ignorante y envidioso. No sabía mantener la boca cerrada. Dije a todo el mundo que sería el primer auriga de Su Majestad. Aún no había aprendido que para progresar hasta un lugar encumbrado hay que tener la habilidad de esconder la habilidad. De esa manera, los superiores creen adecuado promoverlo. Como nunca alcancé esa sabiduría, sólo puedo apuntar que aún hoy no le presto atención.

—Querido Menenhetet, pronto seréis irremplazable —dijo el Faraón.

Mi bisabuelo hizo una reverencia. Me di cuenta de que quería seguir hablando.

—En aquellos días —dijo— solía soñar con grandes conquistas en tierras extrañas, y esperaba que el éxito se debiera a mí. Pues si un auriga podía guiar su vehículo con las riendas atadas a la cintura, también podía sostener un arco, y cada uno de nuestros carros podía entrar en batalla con dos arqueros. Seríamos dos veces más fuertes que nuestros enemigos, que llevaban un auriga y un arquero por carro o, como en el caso de los hititas, que tenían carros pesados, para tres hombres: un auriga, un arquero y un lancero. Nuestros dos hombres podían ser iguales en armas, pero nuestros carros serían más veloces, y podrían doblar en un espacio más pequeño. Estaba tan excitado por esta idea que no podía dormir. Pronto fue el disgusto el que no me permitía dormir. Cuando algunos nobles probaron mi sugerencia por curiosidad, el auriga mayor declaró que, en su opinión, sólo unos pocos de los mejores podrían controlar dos caballos con las riendas alrededor de la cintura. Finalmente, se me dijo que mi argumento le resultaba ofensivo a Amón. Nuestro dios ya había traído la victoria a Egipto con un arquero y un auriga por carro.

»Yo, sin embargo, no había aprendido demasiado. Seguía jactándome de que llegaría a ser el primer auriga y dirigiría una tropa de carros con dos arqueros en la batalla. Debido a mi vanidad, fui despedido. Un oficial que era mi enemigo, mi superior por rango, se encargó de destacarme a un oasis miserable en medio del desierto de Libia —señaló con el pulgar en dirección a una tierra más allá de las pirámides—, un dominio en que reinaba el tedio y en el que una mente brillante como la vuestra, mi faraón, no podría vivir ni un día. En verdad, la mía pareció convertirse en aceite. El sol del desierto era abrasador. Virtualmente no teníamos tareas, ni vino. Yo tenía veinte soldados bajo mis órdenes, mercenarios rudos, tontos de aldea. Había una cerveza que sabía a caballo, como solíamos decir. Pero no recuerdo muchas historias de esa época infeliz. Recuerdo, sí, una carta que dicté a nuestro escriba, un tipo pequeño y frágil cuyas lindas posaderas estaban en carne viva debido a la práctica de mis soldados. Debo decir que estaba tan desesperado como yo por huir del hedor de ese oasis. De modo que le hice escribir una carta a mi general. “Haced que las palabras suenen elegantes —le dije—, o nunca nos iremos de aquí, y entonces el agujero de vuestro asiento será más grande que el de vuestra boca.”

»Mi escriba rió al oír mis palabras. No le desagradaba del todo el uso que hacían de él. Pero luego vio mi mirada. Decía: “Llevadme lejos de Teben-Shanash.” Así se llamaba el oasis, un nombre apropiado, pues era un círculo perfecto de hedor. El olor rodeaba nuestras tiendas. Debo decir que no teníamos chozas. No había paja para hacer ladrillos. Las moscas eran intolerables. Yo permanecía tumbado horas y horas bajo las palmeras, observando el largo camino de arena que llegaba al horizonte. No había nada que ver, excepto el cielo. Me enamoré del vuelo de los pájaros. No había otra cosa de qué enamorarse. La comida era atroz. Dátiles amargos. Nuestras bolsas de trigo, debido a la humedad del oasis, estaban llenas de sabandijas.

—¿Qué razón tenéis para contarnos todo esto? —preguntó Hathfertiti.

—Había perros. Creo que había trescientos, y ninguno dejaba de ir conmigo cuando daba un paseo. Sus dientes tenían un hedor asqueroso. Igual que los míos. Allí, en medio de la hediondez de ese oasis, donde los picos y hocicos de los animales que se alimentaban de carroña estaban rojos de sangre reseca bajo el sol, allí, en esos caminos polvorientos donde esas criaturas repugnantes se peleaban por el último gusano en el esqueleto de un burro, yo soñaba con los penachos de plumas del caballo al frente de un desfile. Podéis imaginar la carta que dicté a mi escriba. “Llevadme a Menfis —exhortaba—, dejadme ver la ciudad al amanecer.” Creí que moriría en el Círculo de Hedor. No sabía que tenía una carrera ante mí, luego otra, y después algunas más. Nunca, en la duración de mi vida, ni en la de mis cuatro vidas juntas, me sentí tan deprimido.

Menenhetet se detuvo y se pasó los dedos por los labios, como para recobrar el recuerdo de una vieja sed.

—Al componer esa carta —dijo Menenhetet— fui testigo del poder del dios Thoth, y le rogué que diera a mi escriba las palabras apropiadas, ya que mi fuerza era inútil para tal prueba. Mientras el escriba se esforzaba por expresar mis deseos en un lenguaje apropiado para el papiro, yo no dejaba de repetirme, aterrorizado, que la carta debía salvarme. Nada podía ser peor que otro año más en Teben-Shanash. Sin embargo, cuando leí la carta me avergoncé. Perecería o soportaría, me dije, pero no le lloraría a mi general, ni le suplicaría poder ver Menfis al amanecer. No —pensé— haré mi pedido con dignidad. De modo que le envié otra carta, compuesta con más calma y, ante mi enorme sorpresa, se me ordenó muy pronto regresar a la ciudad.

»Nunca he olvidado esa lección. Jamás hay que ceder a los deseos que perjudican el orgullo. ¡Cómo canté cuando se me ordenó regresar! Parecía que mi fortuna estuviera en la danza. Ni medio año después, conocí al gran Ramsés II en Menfis. Estaba de visita, proveniente de Tebas. Mi verdadera historia de la batalla de Kadesh puede empezar aquí.